En Foscaterra, lejos del país de los irdas, una espesa niebla se agarraba a un amplio prado de alto centeno y se extendía hacia el dosel de un exuberante bosque. Las volutas blanquecinas de la niebla se enroscaban alrededor de los troncos de los robles más añosos y ceñían su abrazo más y más.
Era una niebla densa, casi palpable, que ocultaba prácticamente la suave ondulación del terreno. Subía, flotante, hacia un pequeño collado aislado, donde abrazaba un círculo de vetustas piedras.
La niebla era perpetua en ese círculo, que señalaba el centro de Foscaterra. El sol no conseguía despejarla, y el vendaval más fuerte no podía disiparla. Era parte de la magia primitiva e inagotable que palpitaba, pulsante, a través de las piedras talladas y llegaba más allá de Krynn, a otros mundos y dimensiones existentes. El círculo de piedras quedaba así oculto a los ojos curiosos, a salvo para aquellos pocos que sabían cómo utilizarlo como Portal. Y, cada vez que un viajero usaba el círculo, la niebla emitía una energía brillante, como ocurría en este momento.
En el interior del círculo, trazos de colores dorados y azules destellaron, danzaron y rielaron para después suavizarse y volver a combinarse. El azul se intensificó hasta alcanzar una tonalidad fuerte, rutilante, que llenó el interior del círculo de piedras. Las chispas doradas se expandieron y formaron enormes órbitas gemelas que atravesaron la niebla como faros.
—He vuelto —siseó el viajero—. Y pronto, Kitiara, muy pronto, te traeré también a casa.
Las gruesas y azules patas del viajero se tensaron y empujaron contra el suelo, impulsándolo sobre el círculo y la niebla, por encima de las copas más altas de los árboles del bosque, hacia el despejado cielo crepuscular de Foscaterra.
Extendió las inmensas alas y las batió casi imperceptiblemente, justo lo suficiente para mantenerse a flote. Entonces estiró el largo y escamoso cuello, y sus cavernosos ollares se agitaron e inhalaron y captaron el fragante aroma de la tierra que tenía debajo.
El Dragón Azul era inmenso, un viejo y gran reptil. Cada una de sus escamas tenía el tamaño del escudo de un caballero, y todas estaban tan lustrosas y relucientes que parecía hecho de zafiros fundidos. Su cola serpentina ondeaba tras él lentamente.
—¡Ah, Kitiara, encontrarte por fin! —gritó—. ¡Tocarte después de tantos años! —Echó la testa hacia atrás y un jubiloso rugido empezó a sonar en lo más profundo de su ser. El sonido subió veloz por su garganta, y el dragón abrió las gigantescas fauces. Un rayo de ardiente energía salió disparado entre sus colmillos y se elevó en el cielo hacia Lunitari—. ¡Pronto, Kitiara, volveremos a estar juntos!
El dragón movió las alas con más fuerza ahora, batiendo el aire con frenesí, dispersando toda la niebla salvo la que estaba eternamente agarrada al círculo. Sus mandíbulas se abrieron y se cerraron rítmicamente al tiempo que su cola se retorcía y sacudía. Cerró los ojos. Surgiendo aparentemente de la nada, unas nubes se agolparon y cubrieron la pálida luna roja; pronto se oscurecieron y se volvieron más densas al cargarse de lluvia.
Un rayo salió de la boca del dragón y se enterró profundamente en la nube más grande. El cielo retumbó en respuesta, y una miríada de relámpagos se descargó, rozó las copas de los árboles y saltó desordenadamente hacia la tierra.
Uno de ellos alcanzó las alas del dragón, se desplazó hacia sus hombros y después recorrió los picos y valles de la cresta que crecía a lo largo de su espalda. Subió, chisporroteante, por su cuello y a lo largo de los plateados cuernos, descendió veloz hacia la punta de su cola, y se propagó por sus macizas patas traseras. El reptil disfrutó con su hormigueante contacto. Era su dueño y señor.
El dragón cerró los ojos en un gesto de éxtasis, y su rugido fue respondido como un eco por el estruendoso tronar de la tormenta. Entonces empezó a llover, y las gotas repicaron contra la piel del reptil, contra el oculto y vetusto círculo de piedras, alla abajo. El dragón se remontó aun más, hasta estar justo debajo de las nubes, y allí soltó de nuevo su aliento de energía una y otra vez. Lo iluminaban los relámpagos, y las escamas, húmedas por la lluvia, actuaban como fragmentos de cristal en los que se reflejaban las descargas luminosas, haciéndolo resplandecer.
Sacudió la cola como un látigo. En respuesta, la tormenta se intensificó, y la lluvia cayó en torrentes, azotando los árboles y aplastando la hierba.
El aguacero aumentó mientras el dragón hacía un picado y se quedaba cernido sobre el círculo de piedras, todavía oculto en la inmutable niebla mágica, pero no para él.
—¡Escuchad! —gritó con una voz que sonaba como un viento penetrante—. ¡Khellendros, el Amo del Portal, la Tormenta sobre Krynn, ha regresado! ¡Khellendros, al que Kitiara llamaba Skie, ha vuelto a casa!
Los relámpagos y los truenos sacudieron la tierra, la lluvia martilleó los árboles, y el cielo se oscureció, negro como la noche.