27 Espía azul

Khellendros había presenciado toda la escena desde su guarida subterránea, bajo el suelo del desierto. Había visto cómo uno de sus vástagos perecía en pleno vuelo a manos de un audaz humano que se negó a rendirse a sus garras y descargas de rayos. Era un hombre alto, de hombros anchos, con el cabello del color dorado del trigo que la brisa agitaba en torno a su rostro de rasgos firmes.

El dragón había presenciado cómo el hombre hundía una y otra vez un cuchillo en el pecho de su drac azul, cuya terrible agonía fue compartida por Khellendros. Había sentido cómo manaba el fluido vital de su primera creación lograda con éxito. Había sentido a su criatura jadear, falta de aliento, y llenarse los pulmones con sangre en lugar de aire.

El dragón se había desconectado de la criatura, disociando sus sentidos, no queriendo experimentar el aniquilamiento de su primer vástago, negándose a saber cómo era la muerte, qué había sentido Kitiara tanto tiempo atrás cuando él le falló y su cuerpo pereció.

Pero su concentración se vio interrumpida por la muerte de otro drac azul, también éste a manos del hombre de pelo dorado.

—¡No! —gritó el dragón. Las paredes de la caverna se sacudieron, y a través de las grietas del techo rocoso cayó una lluvia de granos de arena, blanca como nieve. Los centinelas wyverns lo habían mirado fijamente, sin comprender.

—¿Hacemos qué? —había preguntado el más grande.

—Hacemos nada —había sugerido el otro.

El Azul estuvo despotricando y dando rienda suelta a su cólera durante varios minutos.

Ahora eran más de dos docenas de dracs los que miraban y esperaban detrás de los obtusos centinelas, observando a su amo, pero tuvieron el sentido común de guardar silencio y permanecer inmóviles mientras la arena seguía cayendo.

—¡No seré derrotado! —bramaba Khellendros—. Y menos por un puñado de mortales. Enviaré más dracs. Haré... —El dragón hizo una pausa al percibir al tercer vástago en los yermos, uno al que no habían matado los humanos. Estaba relativamente ileso, pero se sentía asustado, y se encontraba... ¿atrapado?

A través de los ojos de su drac embadurnado de barro, Khellendros vio rostros enmarcados en verde: una kender, de edad avanzada y con muchos mechones canosos en el pelo; el hombre, que miraba hacia abajo, con el cabello dorado ondeando alrededor de la cara. Estaba diciendo algo, pero Khellendros no alcanzó a oírlo. Y el drac azul estaba cada vez más asustado, de manera que los atronadores latidos de su corazón ahogaban cualquier otro sonido.

—Tranquilízate —se comunicó el dragón con la criatura—. No demuestres miedo.

El drac se calmó, pero sólo un poco. Con el ánimo y las constantes palabras tranquilizadoras de Khellendros, el ritmo de los latidos se hizo más lento, menos ruidoso, y entonces el Azul oyó una palabra:

—... Palin —dijo el nombre.

¿Palin? El dragón frunció el entrecejo. El nombre le resultaba enojosamente familiar. Un nombre humano que tenía importancia. Ah, sí. Palin Majere, nacido de Caramon y Tika Majere, unos humanos que se habían entremetido en asuntos de dragones y que habían enfurecido a Kitiara. Los Héroes de la Lanza, como los llamaron sus congéneres.

¿El sobrino de Kitiara?

Y el hombre que se llamaba a sí mismo héroe por haber conseguido sobrevivir a la guerra de Caos y por fundar la Escuela de Hechicería. Era un problema que se repetía.

El dragón sentía curiosidad, deseaba ver a este vástago de héroes, saber cómo habían muerto sus padres... si es que estaban muertos. Caramon y Tika le habían amargado la vida a Kitiara en más de una ocasión, lo que significaba que también se la habían amargado a Khellendros. Descubriría qué había sido de ellos y compartiría la información con Kitiara cuando recuperara su espíritu. Quizá los matara a todos, a Caramon y a Tika —si todavía vivían— y a su cachorro, y le presentaría a Kitiara sus cuerpos como regalo de bienvenida.

—Te creen un draconiano corriente, mi querido drac —siseó Khellendros en tono conspirador—. Piensan que eres una criatura normal, no un complejo ser mezcla de draconiano y humano al que di vida con mi esencia. Yo soy parte de ti. —El dragón se sentía inmensamente complacido consigo mismo y disfrutaba con la perspectiva de que su drac azul trajera a Palin Majere a su presencia.

»Serás un buen espía —añadió. Sintió que el corazón de su creación palpitaba ahora con orgullo, feliz de poder complacer a su amo.

El Azul ordenó al drac que pusiera a prueba su prisión. Era una malla resistente, pero no realmente mágica. Con un mínimo esfuerzo, la criatura podría romperla y escapar. Sus garras eran lo bastante afiladas para atravesar las algas, y los rayos crepitaban chispeantes contra el tupido tejido, amenazando con romperlo para huir volando.

—¡Alto! —ordenó Khellendros—. No debes escapar... todavía.

El drac se quedó quieto, desconcertado, e intentó ponerse cómodo. Forcejeaba débilmente dentro de la malla de vez en cuando para hacer que la bolsa se moviera y así mantener la ilusión de su cautividad.

Esto complacía a su amo.

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