7 Comienza la Purga de Dragones

Malys atacó más pueblos para saciar su gran apetito, pero tuvo cuidado de no acabar con todos los que encontró. No quería agotar sus reservas de alimentos demasiado deprisa, y necesitaba que algunas personas siguieran vivas para así poder observarlas y aprender cosas acerca de lo que ahora era su territorio. Además, disfrutaba con la idea de que la gente de otros pueblos viviera aterrorizada con la incertidumbre de si su aldea sería la próxima en arder, propagara la noticia de sus ataques, y la obsequiara con una espléndida fama.

Alternaba su dieta con el ganado y varias criaturas raras del bosque que se cansó de estudiar, y de vez en cuando devoraba tripulaciones de barcos que navegaban cerca de la rocosa costa oriental de las llanuras Dairly.

No había nada que significara un verdadero peligro para ella... hasta que apareció otro Rojo. El macho no era ni la mitad de grande que ella, ya que medía unos dieciséis metros desde el hocico a la punta de la cola. Malys lo había visto merodeando por los pueblos que ella había diezmado, buscando carroña entre las ruinas. Lo había descubierto deslizándose a través del bosque, deteniéndose en los claros que ella había abierto al arrancar de raíz los árboles para atrapar ciertos animales particularmente sabrosos. Sabía que la había estado observando con el propósito, al parecer, de aprender de la mejor.

Un día lo divisó acercándose al cubil que ella había creado en el litoral, un cueto colgado de un escarpado acantilado que se asomaba al océano Courrain Meridional. Había esculpido cuidadosamente la guarida y el terreno circundante durante los últimos meses. Como un resuelto alfarero, estaba modificando continuamente el área, haciendo el cueto más grande, más abrupto, más imponente, con picos escabrosos y sombrías cavidades.

Había excavado una inmensa cueva tierra adentro, un agujero lo bastante grande para albergar su escamoso cuerpo y unos cuantos cofres con monedas que había cogido de los barcos. Desde el interior de su cómodo cubil, lo vio acercarse más.

—¿Qué quieres? —siseó cuando estuvo cerca.

—Tenía que verte —gruñó el macho, que emitió un rugido bajo y suave al tiempo que las llamas asomaban por sus ollares—. Oí hablar de un gran Rojo en las llanuras, uno que no estuvo en la guerra de Caos, en el Abismo. Uno que, quizá, tuvo miedo de combatir junto al resto de nosotros al lado de Takhisis.

—Yo soy Takhisis —espetó Malys al recordar la palabra que el joven Dragón Negro y el demonio guerrero habían mencionado—. Soy tu diosa. Inclínate ante mí.

El macho se echó a reír, y un sordo rugido empezó a sonar en lo más hondo de su pecho.

—Eres grande —espetó—, pero no eres Takhisis. No eres una diosa. Los dioses no necesitan comer, y no viven en cuevas. Todos ellos se han marchado. Inclínate ante mí.

Malys oyó la brusca inhalación de aire, olió un indicio de sulfuro, y supo que el macho estaba a punto de lanzar un chorro de fuego contra ella. Pero no se movió del sitio. Sabía que el ardiente aliento del Rojo no le haría daño; sólo pondría de manifiesto lo necio que era.

El dragón abrió las fauces, y una bola de fuego amarilla y naranja salió disparada entre sus relucientes colmillos. Voló hacia Malys, pero no directamente hacia ella, sino que se descargó contra la rocosa ladera que había justamente sobre su cabeza. El macho volvió a inhalar, y Malys sintió que su cubil se sacudía. El Rojo no era tan necio, después de todo. Polvo y rocas cayeron en cascada sobre su cabeza y la dejaron atrapada en el interior del cubil. Volvió a oír el crepitar del fuego, sintió el calor, notó que la entrada se cegaba, que la tierra se cocía, que las rocas menos densas se derretían con el ardiente aliento del macho. El hueco se estrechó prietamente contra sus costados.

—¿Quieres enterrarme? —siseó mientras el féretro de tierra estrujaba su inmenso corpachón y la presión en sus costillas se hacía más y más incómoda.

Como un perro mojado que se sacudiera el agua, Malys agitó la cabeza a uno y otro lado, empujó con las alas, y descargó la musculosa cola hacia atrás. Un sordo retumbo se inició en su interior, semejante a un temblor de tierra. El ruido creció de intensidad al tiempo que la hembra se sacudía; después, Malys inhaló profundamente y exhaló el aliento.

El rocoso cueto explotó. Piedras, tierra y llamas ardientes salieron disparadas en todas direcciones. Algunas rocas cayeron a bastante distancia en el Courrain Meridional, otras llovieron sobre el insolente Rojo y acribillaron la gruesa piel.

El macho rugió y cargó contra ella, impasible ante el chorro de fuego que seguía saliendo de sus fauces. Descargó zarpazos contra su pecho, y el impacto la echó hacia atrás. Malys enroscó la cola alrededor de una de las patas traseras del macho, y durante un instante se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo al borde del acantilado. Entonces el suelo cedió bajo el enorme peso de sus cuerpos, y los dos se precipitaron hacia los aserrados picos que sobresalían a lo largo de la costa.

Malys sabía de memoria su territorio, conocía palmo a palmo cada estanque, cada pueblo, cada escollo de obsdiana y cuarzo que sobresalía del agua y amenazaba la seguridad de los barcos. Mientras caían, giró sobre sí misma, dejando al macho debajo de ella, clavó las garras en sus flancos, y plegó las alas contra los costados cuanto pudo para caer como una piedra.

El Rojo aleteó frenéticamente en un intento de frenar el descenso, pero ella pesaba demasiado. Su cuello se enroscó como una serpiente enfurecida, acercando la cabeza a la hembra. Sus mandíbulas se cerraron alrededor del cuello de Malys, que bramó de sorpresa y dolor al tiempo que descargaba zarpazos contra los costados de su oponente. La cálida sangre del macho le humedeció las garras mientras que la suya propia le resbalaba en regueros cuello abajo. Malys sacudió la cola atrás y adelante, la alzó para golpear las alas del macho, y después la descargó contra su hocico con el propósito de hacerle soltar su presa.

Pero los dientes del Rojo se hincaron aún más, y por un instante a Malys le costó trabajo respirar. Se sentía mareada, los pulmones le ardían, y entonces oyó un tremendo impacto cuando el macho chocó contra los escollos. Las afiladas rocas lo atravesaron como lanzas por la espalda, dejándolo clavado en ellas.

En el mismo momento en que le soltaba el cuello, Malys abrió las alas y empezó a agitarlas frenéticamente para no acabar empalada como el macho. Cernida a pocos palmos de él, descargó unos zarpazos en el jadeante pecho del Rojo y contempló sus fútiles forcejeos para liberarse. Unas volutas de vapor se alzaron del agua que tocaba las fauces del macho, mientras éste se sacudía violentamente.

—No eres una diosa —jadeó el Rojo.

—Pero sigo viva —replicó ella con voz ronca.

Malys se posó detrás de él, tan cerca de la pared del acantilado como le fue posible, donde el agua era poco profunda y no había rocas puntiagudas. Adelantándose con cautela, descargó un zarpazo en el vientre del macho. Sus afiladas garras abrieron tajos en la escamosa piel y trazaron unos sangrientos surcos paralelos.

Cuando el Rojo exhaló su último aliento, Malys respiró hondo. Un halo rielante de color carmesí salió del cuerpo del dragón muerto y flotó hacia ella, como si algo lo atrajera. La esencia del macho se posó sobre Malys y se deslizó suavemente sobre el contorno de su inmenso corpachón como si fuera un ropaje; entonces pareció ceñirse a sus escamas ligeramente realzadas antes de penetrar a través de su piel y desaparecer por completo.

Malys bajó la vista hacia el macho muerto, reducido ahora a una cáscara hueca que las olas barrieron rápidamente de las rocas, arrastrándola al mar. La idea de la hembra Roja había sido devorarlo para apaciguar su hambre.

La decepción de haber perdido esa oportunidad pasó a un segundo plano, desplazada por una nueva sensación de energía que recorrió, crepitante, por todo su cuerpo y se propagó hasta sus extremidades. Se sentía tremendamente viva, superior, animada por una embriagadora sensación de poder. La hizo desear haber tomado parte en la batalla del Abismo, en la guerra de Caos, de la que había hablado el macho Rojo. Y también la hizo ansiar otra pelea violenta, otra oportunidad de ponerse a prueba.


—Cuéntame más cosas acerca de esa guerra de Caos y qué la provocó. —Malys estaba hocico contra hocico con un Dragón Verde, otro visitante curioso en las llanuras Dairly. A éste había decidido no matarlo pues podría serle de utilidad más adelante, aunque sólo fuera como fuente de información acerca de otras regiones de Krynn o como una marioneta para sus planes. No confiaba en el Verde, porque no confiaba en nadie ni en nada, pero sabía cómo fingir amistad y colaboración. Se lanzó con resolución a conquistar al Dragón Verde con palabras suaves y una insólita amabilidad.

El dragón era un poco más grande que el Rojo que Malys había matado hacía más de un mes. Tenía el mismo color que los bosques de las planicies Brumosas, con pequeñas escamas que eran tan flexibles como las ramitas de un retoño, no gruesas y rígidas como las de los otros dragones. A juicio de Malys, era apuesto para ser un Verde, pero no tan regio y hermoso como un Rojo.

—La guerra de Caos es un homenaje a la estupidez de los mortales y su indiferencia hacia los dioses —empezó el dragón—. Los irdas, también conocidos como los altos ogros, fueron los primeros en poner de manifiesto su ignorancia. Tenían en su poder la Gema Gris, que contenía lo suficiente de Caos para mantenerlo a raya y apartado de Krynn, al que había jurado destruir. Con Caos confinado, Takhisis hacía y deshacía a su antojo.

El Verde entretuvo a Malys con relatos que había oído sobre el modo en que la Reina Oscura había desplegado cuidadosamente a sus vasallos —los dragones leales y unos humanos, juguetes sin saberlo en sus manos, llamados los Caballeros de Takhisis— por todos los países de Krynn. Había esperado el momento oportuno para dar la orden de ataque, confiando en tener a todo el mundo bajo su control.

—Pero los irdas estropearon sus planes. Por alguna razón creyeron que la Gema Gris les sería más útil si la rompían. Imaginaron que al liberar sus poderes el resto del mundo los dejaría en paz. —El Verde resopló con desdén—. Ignoraban que la fuerza que había en su interior era Caos.

—¿Así que el plan de Takhisis de dominar Krynn fracasó cuando rompieron la gema? —preguntó Malys.

—Una vez liberado, Caos intentó cumplir su juramento de destruir el mundo. Si su Oscura Majestad no hacía algo para detenerlo, entonces no quedaría nada que dominar. En consecuencia, ella y los dioses menos poderosos que aceptaron colaborar en su plan lo desafiaron. Caos se hizo fuerte en el Abismo. Takhisis convocó a sus dragones más poderosos para que se unieran a ella. Cientos de dragones combatieron al lado de nuestra soberana. —El Verde hizo una pausa, con la mirada perdida en el vacío.

»Pero fueron muy pocos los que sobrevivieron. Ahora estamos desperdigados, la mayoría solos, eludiendo la compañía de los demás.

—Y, aparte de Takhisis y los otros dioses, ¿sólo combatieron dragones? —insistió Malys.

—También había humanos, los Caballeros de Takhisis. Y otros mortales, humanos, elfos y enanos. Incluso un kender. Pero al lado de Caos eran insectos, poco más que nada. Sólo los dragones eran lo bastante poderosos para debilitarlo, cansarlo y distraerlo a fin de que una gota de su sangre pudiera recogerse entre las dos mitades partidas de la Gema Gris. De no ser por los dragones, Krynn no existiría. Cerrar la gema fue suficiente para obligarlo a marcharse. Pero sus hijos, los dioses, tuvieron que partir con él, así como toda la magia. Dicen que ahora es la Era de los Mortales.

—Pues yo creo que es la Era de los Dragones —manifestó Malys.

El Verde movió la cola perezosamente, como un gato, y sacudió la cabeza con actitud triste. Levantó una zarpa para rascar su angulosa mandíbula.

—No. El tiempo de los dragones ha pasado. Quedamos muy pocos. Somos criaturas de la magia, y sin ella ¿cuánto tardaremos en desaparecer completamente de Krynn?

En realidad era una afirmación, no una pregunta, y el dragón no esperaba respuesta, pero Malys se la dio:

—No tenemos por qué desaparecer. —Clavó los ojos en el Verde, y una leve sonrisa curvó las comisuras de sus inmensos labios—. Un Rojo me desafió hace poco, y me vi obligada a luchar contra él. Me alcé con la victoria, desde luego. Cuando él murió, me sentí más fuerte, me hice más poderosa. Comprendí que al matarlo había absorbido su esencia mágica. Yo no voy a desaparecer.

El Verde se incorporó y se apartó de Malys.

—¿Estás sugiriendo que los dragones se maten entre sí de manera deliberada para sobrevivir?

—Imagino que no querrás desaparecer de Krynn, ¿o sí? —preguntó a su vez Malys—. Es mejor que mueran algunos que no todos. Es mejor que sigas vivo.

El macho la miró fijamente, en silencio.

—Los de Cobre, los de Bronce, los de Latón —dijo después, al cabo de unos segundos—. Los draconianos.

—Los que sean más pequeños y débiles, que no representen una seria amenaza en un enfrentamiento. En los que haya algún rastro de magia. Ésos son los que hay que matar para obtener su poder.

—De todos modos son mis enemigos —reflexionó el Verde, dando un portazo en las narices a su conciencia.

—Quizás incluso algunos Verdes más pequeños.

—¡No!

—Por supuesto que no —se apresuró a rectificar Malys—. Discúlpame. Simplemente pensaba que a lo mejor querías eliminar a los que están por debajo de ti, los que podrían representar una amenaza y hacerse más poderosos a medida que mataran a sus enemigos... y finalmente se volvieran contra ti. —Malys echó una ojeada por encima del hombro a su nuevo cubil, que era parte de una pequeña zona montañosa en la que estaba haciendo mejoras paisajísticas.

»Las llanuras Dairly me pertenecen —siseó—. Y pronto me apoderaré del territorio que hay al oeste de ellas.

El Dragón Verde asintió con la cabeza. Malys le había dado una idea excelente. Estaba impaciente por compartir el plan con todos sus aliados.


Al cabo de un año, Khellendros se había convertido en el señor supremo de un reino que abarcaba los Eriales del Septentrión, Trasterra, Gaardlund y las Llanuras de Solamnia, es decir, las comarcas bañadas por el océano Turbulento y que se extendían hasta la nueva frontera meridional de Solamnia. Probablemente el Azul podría haber conquistado más territorio, pero eso le habría llevado más tiempo y habría necesitado dedicar muchas horas a patrullar.

Seleccionó a Ciclón, un Dragón Azul inferior a él, para que vigilara los límites más lejanos de su territorio. Ciclón, consciente de que más le valía aliarse con Khellendros que acabar pisoteado por él, sirvió lealmente a Tormenta sobre Krynn.

Khellendros prefería pasar el tiempo intentando perfeccionar sus dracs azules. Seleccionó los mejores candidatos humanos para convertirlos en sus creaciones de pesadilla, y de vez en cuando encontraba el draconiano que necesitaba para llevar a cabo las transformaciones. Prefería pasar el tiempo pensando en Kitiara y en que al final acabaría encontrando el modo de hacerla regresar.


Los habitantes de Nueva Costa estaban preocupados por su comarca, que se estaba volviendo más húmeda de lo normal en otoño. Las lluvias se habían incrementado de manera espectacular, y el suelo no estaba absorbiendo el agua tan deprisa como era habitual. Cerca de pueblos del interior crecían profundas charcas que anegaban las cosechas y amenazaban sus hogares. Los ríos se desbordaban, presagiando la inundación de granjas situadas en terrenos bajos. Las temperaturas estaban subiendo, y los enjambres de insectos eran tan densos como nubes.

El intempestivo calor otoñal evaporaba la humedad del litoral y lo hacía más bochornoso que en pleno verano. Y la propia línea costera estaba sufriendo cambios. El nivel del agua de la angosta bahía del Nuevo Mar que se extendía entre Nueva Costa y Yelmo de Blode estaba subiendo y cubriéndose de plantas acuáticas, por lo que los que vivían a lo largo de la costa se habían visto obligados a trasladarse más tierra adentro.

Un Dragón de Plata, preocupado, había emprendido vuelo en busca de una respuesta. En este día descendió para inspeccionar un fétido pantano que no estaba allí unas pocas semanas antes, cuando había sobrevolado la zona. Hizo otro pase sobre el encharcado terreno y aterrizó en las cercanías. A un centenar de metros se alzaban los primeros árboles de un bosquecillo, y aposentado entre los sauces más grandes había un marjal lleno de juncos que se extendía hacia el horizonte. Los árboles llevaban mucho tiempo allí, pero las tupidas enredaderas y el musgo que colgaban de las ramas eran recientes. Sus raíces estaban sumergidas en el agua salobre.

El dragón tampoco recordaba el junqueral, aunque tenía que admitir que no estaba muy versado en esta zona de la Nueva Costa. Una nube de mosquitos flotaba sobre la estancada superficie y las raíces húmedas. Una rana gorda, satisfecha, que estaba sumergida parcialmente en un parche de rango, giró los ojos hacia el dragón.

—Hay humedad aquí —empezó el Plateado—. Demasiada para esta estación. —Las palabras sonaron como un croar. Los Plateados tenían el don de poder comunicarse con casi todas las especies, y el joven dragón disfrutaba haciéndolo; a veces estas conversaciones resultaban muy instructivas. A diferencia de las personas y de ciertos dragones, los animales no mentían.

—Nunca demasiada —croó la rana—. Humedad. Calor. Muchos insectos para comer. Maravilloso.

—Pero no hace mucho que está así.

—Hace menos de una luna —respondió la rana.

—Menos de un mes —repitió el dragón en un susurro.

—Para siempre —añadió la rana—. Estará húmedo para siempre.

El Plateado inclinó más la cabeza hacia el animal.

—¿Qué sabes tú sobre el agua? —inquirió.

—Al ama también le gusta. Y el calor. El maravilloso calor.

—¿El ama?

—El ama hace llover. Endurece la tierra para que el agua se estanque y no se empape ni corra hacia otro sitio. Lluvia maravillosa.

—¿Y quién es esa ama?

—Yo. —No fue la rana la que contestó, sino una voz profunda y femenina que sonó detrás del Plateado, desde el juncal plagado de insectos.

»Y tú estás invadiendo mi territorio.

El dragón giró lentamente la cabeza al tiempo que estrechaba los ojos. Al escudriñar el bosquecillo tapizado de musgo, divisó un par de grandes ojos amarillos que relucían a la altura del suelo, a través de la nube de mosquitos.

El Plateado se apartó de la rana medio enterrada y avanzó hacia el marjal.

—Lo que estás haciendo aquí está mal; es contrario a la naturaleza —reprendió el dragón—. La zona no era así, y no tienes derecho a cambiarla.

—El territorio me pertenece, Nueva Costa y Yelmo de Blode en su totalidad.

El Plateado introdujo la cabeza a través de una cortina de enredaderas para ver mejor a su interlocutora. La hembra de Dragón Negro estaba tumbada en el marjal, y sólo la cresta de su cabeza y sus ojos eran visibles sobre la superficie del juncal.

De repente las enredaderas cercanas se retorcieron como serpientes y, obedeciendo una orden sin palabras de la hembra Negra, se enroscaron alrededor de la cabeza y las fauces del Plateado, amordazándolo, y luego bajaron para enrollarse en torno a su cuello. Unas raíces de árbol salieron del agua y ciñeron sus patas.

El Plateado forcejeó. Era tremendamente fuerte, y las enredaderas no podían inmovilizarlo. En el mismo instante en que se soltaba, la hembra Negra se incorporó y escupió un chorro de ácido que lo alcanzó en el hocico.

La sustancia cáustica siseó y burbujeó, y el Dragón Plateado echó la cabeza hacia atrás en un gesto de sorpresa y dolor. La hembra no cejó en su ataque y volvió a escupirle. El corrosivo ácido derritió las escamas alrededor de la cabeza del Plateado. La hembra Negra se abalanzó sobre un sauce y lo golpeó con el hombro. El árbol crujió y cayó sobre el macho.

El Plateado retrocedió presuroso, apartándose del marjal, y la hembra fue en pos de él. Ahora, a la luz, el macho pudo verla mejor. Estaba cubierta con gruesas escamas negras, y tenía unas placas alomadas, negro azuladas, en la parte inferior del cuello y del vientre. Las alas eran suaves y del color aterciopelado del cielo nocturno; los cuernos marfileños le nacían pegados a la cresta, justo encima de los ojos sesgados, y eran unos garfios amenazadores que se curvaban un poco en las puntas.

Su lengua serpentina salía y entraba de sus fauces una y otra vez, y la saliva que resbalaba de sus labios siseaba al caer sobre la tupida hierba.

La hembra sólo era un poco más grande que el Plateado, y en una lucha limpia no lo habría derrotado, pero tenía a su favor el factor sorpresa, y lo estaba aprovechando. Esta vez dirigió el chorro de ácido a las zarpas delanteras del macho.

El Plateado se alzó sobre las patas y abrió las fauces a fin de contraatacar; inhaló profundamente y después exhaló, expeliendo un chorro de azogue.

Pero la hembra Negra era muy rápida; se movió como un rayo hacia adelante, por debajo de él, y arremetió contra el vientre del macho. Sus garras y dientes atravesaron sus escamas plateadas, y a continuación soltó otro chorro de ácido que salpicó en las heridas. El Dragón Plateado empezó a retorcerse mientras se desplomaba, y la hembra Negra se adelantó para rematarlo.

—Soy Onysablet —siseó al tiempo que acercaba las fauces al rostro del macho. Sus cuernos engancharon la carne escamosa de debajo de los ojos—. Y éste es mi reino.


Seis años después, los habitantes de Ergoth del Sur, una isla de gran tamaño con una extensión de casi mil kilómetros de norte a sur y otro tanto de este a oeste, se encontraron con que la región estaba experimentando un cambio climático gracias a un nuevo residente.

A lo largo de su historia, Ergoth del Sur se había jactado de su diversidad climática. Ahora, sin embargo, hacía un frío permanente. La nieve cubría las desoladas planicies del norte y extendía su manto a los antiguos bosques y las montañas. Una gruesa capa de hielo relucía sobre praderas y lagos. Las aguas profundas de la bahía de las Tinieblas se obstruyeron de tal modo con la nieve y el hielo que la ensenada y la costa circundante se convirtieron en un glaciar. En el estrecho de Algoni, así como en el mar de Sirrion, flotaban icebergs que eran una amenaza en las rutas marinas.

Era invierno —y seguiría siéndolo— porque el señor supremo de Ergoth del Sur, el dragón Gellidus, era partidario del frío. Gellidus había pasado la mayor parte del año esculpiendo el territorio a medida de sus necesidades. Era amante de los grandes bancos de nieve sobre los que podía deslizarse a una velocidad increíble. También le gustaban los ventisqueros, en los que le era posible esconderse y acechar a sus confiadas presas. Para él, el gélido viento era algo tan querido como la caricia de una amante, y su aullido cuando descendía por las laderas de las montañas y sobre los helados lagos era tan bienvenido como un susurrante beso.

Al reptil se lo conocía por el nombre de Escarcha; era un inmenso Dragón Blanco de brillantes escamas, alas tan suaves como cuero engrasado con un suave tono azulado en los bordes, y la cabeza cubierta con un caparazón anguloso y alomado.

Gellidus había pasado los últimos meses creando un clima a su conveniencia y devorando a los dragones que protestaron. También le había cogido gusto a la carne de los kalanestis, qualinestis y silvanestis, aunque tenía que engullir muchos para satisfacer su enorme estómago.

Los ogros y goblins ocupaban las montañas o, más bien, las cuevas y hendeduras que resultaban demasiado pequeñas para albergar el inmenso corpachón del Blanco. Los elfos que pudieron abandonaron el territorio, y los que se habían quedado hacían todo lo posible para ocultarse de Gellidus y adaptarse al nuevo y antinatural entorno.

Ergoth del Sur había dejado de ser una prometedora tierra donde instaurar un estado soberano de las razas elfas en el que kalanestis, qualinestis y silvanestis pudieran coexistir en paz. La mayoría de los elfos habían sido expulsados de sus hogares y obligados a huir hacia el oeste.

Con el paso de los años la población de dragones de Krynn fue disminuyendo. Sólo quedaban unas cuantas docenas, y eran bestias enormes y temibles; no sólo su tamaño era inmenso, sino también sus poderes, y establecieron firmemente sus territorios.

Algunos dragones pequeños habían sobrevivido, aquellos que sabían cómo esconderse de sus parientes de mayor tamaño y que no tenían el menor deseo de desafiarlos por cuestiones territoriales.

Uno de estos dragones era Brynseldimer. Anteriormente había vivido en las aguas turbulentas de Copa de Sangre, pero ahora se había apropiado de Dimernesti, la tierra subacuática oriental de los elfos marinos.

Era un Dragón del Mar, un vetusto ejemplar que había visto transcurrir muchos siglos. Hacía tiempo que sus escamas azulverdosas habían perdido su brillo tornasolado; se habían tornado planas y opacas, y estaban cubiertas de percebes negros como el fondo del mar. Sus cuernos subían retorcidos de lo alto de la cabeza, y cuando el dragón se acostaba en el lecho oceánico semejaba un abrupto arrecife coralino. Tenía una cola delgada y suave como una serpiente marina, rematada en la punta con afiladas púas que a menudo el reptil utilizaba para ensartar grandes peces o atravesar algún elfo marino demasiado curioso.

Brynseldimer había abandonado su hogar septentrional para proteger su vida. El Dragón del Mar quería eludir las luchas con dragones más grandes que se habían trasladado a la zona y que habían empezado a pelear entre sí. Temía a todos los que eran de su tamaño o lo superaban. No era demasiado astuto, y no deseaba ser víctima de algún ataque bien planeado.

Los elfos dimernestis, de piel azulada, constituían más una molestia que una amenaza, y el sabor de su carne no era especialmente de su agrado; pero, de tanto en tanto, algún grupo armado había salido nadando de sus hogares en las torres coralinas para desafiarlo. Los había engullido porque no sabía qué otra cosa hacer con ellos.

Los pocos que habían intentado nadar hacia el país de los silvanestis para ir en busca de la ayuda de sus parientes de los bosques habían terminado aplastados bajo las patas del dragón. Finalmente, los dimernestis habían aprendido a no molestarlo y a quedarse en sus casas, convertidas ahora en sus celdas. El dragón, al que apodaban Piélago, por lo general los dejaba en paz mientras no anduviesen vagando por ahí.

Aislados, no sabían que en otras partes de Krynn los dragones estaban estableciendo reinos y atormentado a las gentes; ignoraban que, a medida que los meses y los años pasaban, se apoderaban de más y más regiones y cambiaban el entorno para hacerlo acorde a su condición.

No tenían idea, pues, de que, a despecho de su situación semejante a un encarcelamiento, la de humanos y elfos de muchos otros sitios era aún peor. No sabían que Brynseldimer se ocupaba diligentemente de hundir los barcos que se acercaban demasiado a sus dominios para impedir que nadie llegara hasta ellos y mantenerlos aislados en sus comunidades submarinas. Devoraba cualquier especie marina inteligente, sobre todo las nutrias, ya que los dimernestis eran capaces de adoptar la forma de estos animales.

E ignoraban asimismo que las acciones del dragón tenían como propósito principal cortar cualquier información que delatara su presencia. Aunque Brynseldimer no era el dragón más listo de Krynn, era consciente de que, si no quería que sus parientes más grandes y escamosos le dieran caza, tenía que evitar que lo descubrieran. Debía mantener su presencia en secreto.


Casi veinte años después de que Malys compartiera su plan secreto con el Dragón Verde, una hembra Verde de mayor tamaño ingirió la importante información (junto con el infortunado macho), y decidió disputarle el dominio de su territorio. Se llamaba Beryllinthranox, y, después de haber acabado con casi treinta draconianos gracias a su devastador aliento venenoso, también se la conoció como Muerte Verde.

Las planicies azotadas por el viento que recibían el nombre de Praderas de Arena, comprendidas entre las Kharolis, la bahía de la Montaña de Hielo y el mar de Sirrion, eran suyas. Concentró sus esfuerzos en atrapar a todos los draconianos escondidos, así como a las crías de Dragones Azules y de Cobre, a los que les gustaba el terreno seco de las planicies. La hembra Verde empleó la energía arrebatada a sus víctimas para transformar la comarca, creando un medio ambiente en el que proliferaron árboles y arroyos donde antes sólo crecían algunos parches de matojos.

Finalmente se dirigió hacia el norte, a las praderas situadas al sur de los bosques de Qualinesti, donde añadió tres jóvenes Dragones de Bronce a su lista de víctimas, además de darse un banquete con una patrulla de elfos.

Beryl creció de tamaño, se hizo más poderosa, más beligerante, y en el transcurso de tres años reclamó como suyo el reino de los elfos qualinestis y se convirtió en la señora suprema de Qualinost y sus alrededores.


El reino de Malys incluía ya Kendermore, Balifor, Khur, y las llanuras Dairly. Esta última comarca ya no era llana. La hembra Roja había empleado sus energías en crear una accidentada cordillera que se extendía desde el extremo sur al norte y se curvaba hacia la tierra de los kenders. Los exuberantes bosques habían menguado, tanto por sus frecuentes cacerías como por la degradación del terreno debida a sus manipulaciones.

Su cubil, el Pico de Malys, se encontraba ahora justo al sur de una ciudad llamada Flotsam. Era una meseta rodeada por todas partes de puntiagudos peñascos. Allí se reunía con otros dragones, también señores supremos, para intercambiar noticias sobre sus conquistas. Malys estaba interesada siempre en saber cosas sobre los humanos a los que los otros dragones se enfrentaban. Lo quería saber todo sobre ellos: sus motivaciones, sus pasiones, sus debilidades, sus defectos.

—Es la Era de los Dragones, no la Era de los Mortales —siseó la gran hembra Roja a Khellendros. El Azul había ido a visitarla, acudiendo a su llamada por curiosidad, no por respeto—. La magia poderosa no está a su alcance.

—Pero sí al nuestro —la interrumpió Khellendros—. Somos criaturas mágicas, y la magia no desaparecerá de nosotros. Por el contrario, nos estamos haciendo más fuertes.

El Azul la miró fijamente, como si la estuviera estudiando. Por un instante, Malys se preguntó si Khellendros sospecharía que era ella la que había iniciado las batallas entre dragones. ¿Sabría que no era necesario que se mataran entre sí o que destruyeran a los draconianos para conservar su esencia mágica y asegurarse la permanencia en Krynn? Lo consideraba inteligente, pero resultaba difícil creer que era lo bastante listo para imaginar sus manejos. No, imposible.

—Ahora es el momento de atacar —gruñó la hembra suavemente—. Cuando los hombres están más débiles. No pueden hacernos frente ni derrotarnos como lo hicieron con otros dragones en décadas pasadas. Debemos someterlos.

Khellendros siguió con los ojos clavados en ella durante unos segundos muy largos. Finalmente, su enorme cabeza hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, ahora es el momento de atacar —convino.

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