6 La llegada de Malystryx

El guerrero estaba en una cumbre desde la que se divisaba Palanthas, y observó a Khellendros alejándose de la ciudad. Estaba empapado por la tormenta del dragón.

—Creía que era él. Lástima.

El guerrero tenía un vago parecido con un hombre, pero carecía de rasgos y era negro como la noche, como si hubiera sido extraído de un trozo de pizarra húmeda o de obsidiana. Sus ojos, rojos y relucientes, siguieron la figura progresivamente lejana del dragón hasta que sólo fue un punto en el horizonte. Entonces bajó la vista y contempló a través de la cortina de agua el negro charco que hasta entonces había sido la Torre de la Alta Hechicería.

—El Azul fue demasiado blando —gruñó—. Al no conseguir lo que quería, tendría que haber destruido la ciudad. Tenía el poder y el derecho de tomar venganza.

El guerrero apretó los negros puños, que por un instante brillaron anaranjados, como ascuas ardientes.

—No había nadie en Palanthas capaz de desafiarlo. Sólo el hechicero, que había gastado toda su energía en destruir la torre. Todos ellos son un puñado de estúpidos, patéticos necios.

Una gran multitud deambulaba por las calles, principalmente humanos, aunque el guerrero pudo distinguir unos cuantos elfos y varios kenders entre ellos. En su mayoría eran plebeyos, vestidos con túnicas sencillas y polainas marrones o grises. Sus ropas estaban deslucidas, y su propio aspecto era macilento.

La curiosidad dio a unos cuantos el coraje necesario para arrostrar el posible peligro, y lentamente se acercaron al área donde se había levantado la Torre de la Alta Hechicería hasta hacía unos minutos. Por fin, un par de anhelantes kenders se adelantaron corriendo, y cuando los dos estuvieron lo bastante cerca para mirar la superficie de dura obsidiana, vieron la imagen de la torre atrapada dentro. Nada se movía, pero sus conciudadanos se mantuvieron apartados un momento más, esperando a ver qué ocurría.

Cuando se hizo patente que no iba a pasar nada más, el guerrero se puso a observar a otro par de curiosos kenders dedicados a registrar el área antes ocupada por el Robledal de Shoikan. El guerrero imaginó que las demás personas reunidas allí habían oído las historias que corrían sobre las criaturas que acechaban en los alrededores de la torre, y habían decidido mantenerse a una distancia prudencial. Los kenders no se acobardaban con tanta facilidad.

Tras echar una ojeada a su espalda, el guerrero volvió a fijar su atención en los kenders que habían entrado en la diezmada arboleda. No los vio, aunque sí reparó en los dos hilillos de humo anaranjado que ascendían sinuosos en el aire desde el punto donde los kenders estaban antes.

—Necios —volvió a susurrar—. No saben con lo que juegan.

A medida que el número de ciudadanos reunidos aumentaba más y más, también lo hacía el nivel del ruido. El guerrero sólo alcanzó a oír retazos de las conversaciones.

—Fue la magia lo que destruyó la torre —manifestó un hombre de aspecto cansado—. Los terremotos no son tan selectivos como para tragarse un único edificio.

—Seguramente había hechiceros dentro —intervino otro—. Estarían haciendo un experimento con algo que no deberían. Vi a uno salir a todo correr del edificio. Iba vestido de negro, como un trozo de carbón. Me dijo que huyera.

—Pues yo creo que fueron los dioses. —El que hablaba ahora era un carnicero. Se limpió las manos en el delantal manchado de sangre y sacudió la cabeza—. Los dioses estaban furiosos con los hechiceros.

—Los dioses se han ido, y también la magia —suspiró una anciana—. Y creo que ninguno de ellos volverá. Pero apuesto a que quedaba un resto de magia en esa torre y fue lo que causó el terremoto.

—¿Viste al dragón? —preguntó un kender mientras le tiraba de la blusa.

La anciana no dijo nada.

—Yo sí lo vi —respondió un joven delgaducho—. Era un gigantesco Azul. Nunca había visto uno tan grande.

—Podría habernos matado —apuntó el kender con un atisbo de sobrecogimiento en la voz.

—Debería haberos matado —musitó el guerrero—. A todos vosotros. Caos os quería muertos.

El guerrero había nacido durante la reciente guerra en el Abismo. En lo más encarnizado de la batalla, el padre de los dioses, Caos, había hecho caer una estrella de los cielos y la había pulverizado con un simple gesto. De los ardientes fragmentos de roca resultantes, el dios había creado al guerrero y a sus malignos hermanos, dándoles unas mágicas formas a imagen del hombre, del mismo modo que un escultor habría creado una serie de estatuas. Caos les había insuflado vida tomando recuerdos de los caballeros que se amontonaban como un enjambre a su alrededor, extrayendo sus peores pesadillas y utilizándolas para infundir el aliento en sus demoníacos guerreros y hacer que sus negros corazones empezaran a latir. Las perversas creaciones habían luchado en defensa de Caos, obedeciendo sus órdenes.

La mayoría había perecido en la batalla. El demonio guerrero que ahora contemplaba Palanthas había visto caer a casi todos sus hermanos. Él se había salvado cuando los mortales vencieron. Y él y otros pocos como él habían sentido que su creador se alejaba, los abandonaba. Sin tener órdenes ni a Caos para que los guiara, los demonios guerreros supervivientes habían abandonado el Abismo y habían encontrado el camino a Ansalon, obligados a encontrar una nueva razón para seguir viviendo.

Éste estaba obsesionado con la venganza. Había jurado hacer pagar a los humanos por expulsar al Padre de Todo. Cambió su forma a la de una masa cónica y rotatoria de la que crecieron unas garras nebulosas y una cola serpentina que se sacudía como un látigo. Caos había dotado a sus guerreros con la habilidad de cambiar la forma de sus cuerpos, cabalgar en el viento y desplazarse a través de agua o tierra con la misma facilidad con que los mortales caminaban sobre el suelo.

—Todos deberían estar muertos, pudriéndose en sus patéticas tumbas —siseó el guerrero—. Deberían ser alimento de gusanos.

El demonio sabía que la gente de Palanthas ya empezaba a sacudirse el estupor de la guerra. Lloraba a los muchos héroes muertos en la batalla contra Caos, estaba de duelo por los insignificantes Caballeros de Solamnia y los Caballeros de Takhisis que habían luchado codo con codo. Habían enterrado los cadáveres recuperados, y habían honrado con reseñas y palabras elogiosas aquellos perdidos para siempre bajo los cuerpos de los dragones muertos y las cavernas desplomadas del Abismo.

Nadie lloraba por Caos y sus criaturas polimorfistas muertas. Nadie estaba de duelo salvo sus hermanos. Los penetrantes ojos rojizos del demonio se volvieron hacia el puerto de Palanthas. Una suave brisa levantaba olas en la bahía. El sol poniente teñía las aguas con un brillante tono anaranjado que le recordó a la criatura el de las ascuas al rojo vivo o los fragmentos de la estrella de la que había nacido.

Algunos de los muelles habían quedado dañados por la subsiguiente reacción de la energía liberada en el Abismo, y se veían cuadrillas de obreros trabajando en su reconstrucción.

—El Azul podría haber destruido el puerto —despotricó el demonio guerrero—. Pero es demasiado débil y alberga una chispa de respeto por esos insectos. Afortunadamente, percibo a alguien que no es tan débil, que no tiene lazos que la aten. Ella descargará su fuego devastador sobre este mundo. Y yo la ayudaré a encenderlo.


A miles de kilómetros de Palanthas, un joven Dragón Negro cazaba venados en la planicie empapada por la lluvia de la isla de las Brumas.

Hizo un alto en la caza cuando el cielo se oscureció de repente. Un enorme Dragón Rojo, más grande que cualquiera de los que había visto antes, tapaba la luz del crepúsculo. Era una hembra con las escamas de un profundo color carmesí; se quedó cernida en lo alto y sostuvo la mirada del Negro. Las alas extendidas a los costados ondeaban como las velas de una goleta. El Negro tuvo que girar la cabeza de lado a lado para abarcar con la vista toda su envergadura.

Sus cuernos de brillante marfil se alzaban desde la maciza testa formando un suave arco. Sus ojos ambarinos eran unas órbitas fijas que no pestañeaban y lo mantenían hipnotizado. De sus cavernosos ollares se elevaban unas volutas de vapor. Olvidada por completo la caza, el Dragón Negro se irguió sobre sus patas traseras.

«Es tan grande como era Takhisis, tal vez incluso más», pensó. Sólo una deidad podía ser tan inmensa. Aquella idea hizo que el corazón le diera un vuelco. «¡Quizás es ella, la Reina Oscura de los Dragones del Mal, que ha regresado a Krynn para dirigir a sus criaturas!»

Su mente había estado en contacto con la de la diosa en una ocasión, hacía muchos meses, cuando había llamado a sus servidores para la batalla en el Abismo. El Negro había suplicado que lo escogiera para estar entre los dragones que combatirían por ella, pero Takhisis lo había rechazado, argumentando que era demasiado pequeño y no contribuiría en nada. El Negro no había vuelto a sentir su presencia desde entonces ni a ver a muchos de los otros dragones. Estaba muy ansioso por saber lo que había ocurrido en el Abismo. Quizá Takhisis se lo contaría ahora.

Lanzó un chorro de ácido al aire en homenaje, y la gran hembra Roja empezó a descender. Los luminosos rayos del sol poniente rozaron sus escamas y las hicieron relucir como llamas ardientes, dándole el aspecto de una hoguera viviente.

El dragón inclinó la cabeza con reverencia cuando ella aterrizó. El suelo tembló con su peso, y el Negro estrechó los ojos para resguardarlos de la lluvia de barro que lo roció, levantada por la corriente que creaba el batir de sus alas.

Una llamarada se alzó hacia el cielo por encima del dragón y barrió el aire de lado a lado para alcanzar los bosques que había a ambos extremos de la llanura. El abrasador calor del aliento de la hembra Roja era intenso y doloroso, y el Negro oyó el chasquido y el crepitar de los árboles del entorno que se habían prendido fuego a pesar de la constante humedad de la isla de las Brumas. El dragón miró hacia arriba y abrió la boca para hablar; entonces vio una garra roja extendiéndose hacia él.

La garra lo golpeó con fuerza y lo lanzó varios metros por el aire hacia el antiguo bosque. El impacto lo dejó sin aire en los pulmones; aturdido, sacudió la cabeza para despejarse y después la miró.

La inmensa zarpa roja se hincó en su costado, y las garras traspasaron las gruesas escamas negras y se clavaron en el blando tejido muscular que había debajo. Entonces la otra garra lo sujetó contra el suelo, amenazando con romperle las costillas.

—¡Takhisis, mi señora!

La sangre del Dragón Negro manó de la herida, y el reptil chilló con sorpresa y dolor, debatiéndose inútilmente bajo el peso. A través de un velo de lágrimas, sus ojos se prendieron en los de ella, suplicantes, interrogantes.

La inmensa cabeza de la hembra ocupó todo su campo visual cuando se agachó sobre él. El olor de su aliento era ardiente y sulfuroso como el fuego que ahora crepitaba rugiente en el bosque.

La hembra abrió las fauces, y su enorme lengua se adelantó, serpenteante, hasta tocar la punta de su hocico, y después se retiró para relamerse los labios.

—¡No! —gritó el Negro—. ¡Takhisis no mataría a uno de los suyos! —Hizo acopio de todas sus fuerzas y luchó para mover la pata que lo sujetaba contra el suelo. Pero no consiguió su propósito; la hembra Roja era demasiado grande.

»¡Por favor! —chilló al tiempo que boqueaba para coger aire—. ¡Por favor! —suplicó de nuevo, sorprendido de escuchar una palabra tan humana escapando de sus labios, pero desesperado por hacerse oír.

El corazón le latía frenéticamente en el pecho, y sus patas traseras se sacudían de manera espasmódica. Intentó con desesperación encontrar un asidero en el barro, algo sólido a lo que agarrarse y utilizar como apoyo para apartarse de ella. Giró la cabeza a uno y otro lado, y expulsó un chorro de ácido. El corrosivo líquido salpicó contra un lado de la cabeza de la hembra, y se oyó un repulsivo ruido de pompas reventando. La hembra Roja aflojó la presa de sus garras, y el Negro se apartó con un impulso.

Lo detuvo una pata que cayó con fuerza sobre su cola, en tanto que la otra descargaba un zarpazo en su grupa. Después sintió unos afilados dientes cerrándose sobre la cresta de su espalda, y un instante después era levantado en el aire. La hembra lo llevó hacia la playa y allí lo arrojó violentamente contra el suelo. El Negro quedó tendido, hecho un ovillo, sin apenas fuerzas, aunque se esforzó por incorporarse, y casi lo consiguió. Pero la larga cola de la hembra Roja descargó un latigazo y lo alcanzó de lleno en el hocico, dejándolo aturdido.

El dragón se concentró, confiando en poder arrojar un último chorro de ácido, algo, cualquier cosa que la hiciera retroceder para que él pudiera elevarse sobre el acantilado y escapar entre los árboles. Era mucho más pequeño que ella, y quizá podría ocultarse entre los vetustos sauces. Abrió las fauces e inhaló y expulsó el aliento, pero de su garganta salió sólo un ridículo chorrillo de ácido que cayó con un chapoteo sobre la arena. Las fauces de la hembra se acercaron más y se hundieron en el cuello del Negro, dando comienzo al festín.


Las primeras luces del día alumbraron la costa de la isla de las Brumas. No quedaba nada de las verdes frondas, sólo unos restos calcinados y rotos que se alzaban retorcidos. La hembra Roja lo había destruido todo.

Bostezando, el gigantesco dragón se levantó de la playa, se estiró, y se sacudió el sueño. La cena de la anoche anterior, un enorme lagarto negro, le había proporcionado un poco de energía, y después había devorado una manada de venados, aunque eran muy pequeños.

Pero todavía estaba hambrienta... e inquieta. ¿Había imaginado que el lagarto negro le había hablado? La había llamado... ¿Cómo era la palabra? ¿Takhisis? ¿Lo habría soñado o el lagarto le había hablado realmente? ¿Se habría cenado un reptil racional en su ansiedad por saciar el terrible apetito?

Echó una ojeada al charco creado por la marea, donde había dejado la cabeza y unos cuantos huesos de las costillas del lagarto. A la luz del día los restos parecían tener un aspecto distinto, y le permitió distinguir ciertos detalles sutiles. La gran hembra Roja se estremeció. No era la cabeza de un lagarto negro grande lo que yacía en un ángulo grotesco en la cuesta de la playa, sino la de un Dragón Negro.

¿Cómo podía haberla cegado el hambre hasta ese punto, haciéndola devorar una pequeña cría? Avanzó hacia la orilla y contempló su ceñudo semblante en el agua. Advirtió que unas cuantas escamas cerca de la mandíbula estaban derretidas y deformadas por la saliva acida de la cría.

Levantó una pata y desprendió las escamas estropeadas y medio sueltas, que cayeron sobre la arena con un ruido sordo. La hembra Roja hizo una mueca. Crecerían otras que las sustituirían y ella volvería a ser hermosa, pero tardarían unas pocas semanas.

En fin, por lo menos sólo era un Negro, un dragón menor, se dijo para sus adentros, tratando de apaciguar su mala conciencia. Los Negros no eran tan inteligentes como los Rojos. Si éste lo hubiera sido, no se habría quedado esperándola en terreno abierto.

¿Qué habría querido decir cuando la llamó Takhisis? ¿Qué significaría esa palabra?

Para cuando el sol alcanzó su cénit, la hembra de Dragón Rojo volaba alto en el cielo, con las ruinas de la isla de las Brumas bajo ella. La isla parecía pequeña, igual que había parecido pequeño el Dragón Negro.

Quizá debería regresar a casa. No es que le importara mucho la compañía de los otros toscos Rojos, pero quizá podría volver a soportarlos. Se esforzaría. Lo intentaría otra vez. Oh, cómo detestaba esta sensación de hambre. Levantó un ala y viró rumbo a casa.

—No puedes marcharte.

Los ojos de la hembra Roja se enfocaron en la imagen, gris y cambiante, de un minúsculo hombrecillo que flotaba en el aire delante de ella. Plegó las alas hacia atrás y estrechó los ojos para verlo mejor. Parecía una sombra, cosa imposible dada la luminosidad del sol matinal, y sus ojos eran unos puntos carmesíes fijos, que no parpadeaban. Decidió que no era un hombre. Entonces, ¿qué era?

La hembra Roja siseó. De sus ollares salió vapor, y los tenues hilillos se enroscaron como el humo de una chimenea y se elevaron hacia las nubes que había más arriba. Retiró los labios hacia atrás, enseñando los dientes, y gruñó. Podía comérselo, pero era tan pequeño que su estómago apenas lo notaría. No merecía la pena hacer el esfuerzo de tragárselo.

—¿Qué eres? —bramó.

—Soy un demonio guerrero, una creación del Padre de Todo y Nada, Caos —respondió el hombre de sombras—. Quiero vengarme de los mortales responsables de que mi creador se marchara de Krynn. Y tú serás el instrumento del que me valdré para conseguirlo. —De la borrosa imagen crecieron unos cuernos y se oscureció hasta adquirir un reluciente tono negro.

La hembra Roja pensó que la criatura debería estar suplicando clemencia y, en lugar de ello, se dedicaba a cambiar de forma y a charlar con ella como si fueran amigos. Ella no tenía amigos.

—¿De dónde vienes? —La voz del guerrero tenía un timbre grave, y al mismo tiempo hueco, como un eco—. No eres de Ansalon, y no llevas aquí mucho tiempo. Alguien habría reparado en un dragón de tu tamaño a estas alturas. Habrían enviado a los héroes de turno para combatirte. ¿Hay más como tú?

La hembra Roja estrechó más los ojos hasta reducirlos a unas finas rendijas, y le lanzó una mirada furibunda. Entre sus afilados colmillos asomaron unas pequeñas lenguas de fuego.

—Mi hogar no es de tu incumbencia —respondió al cabo.

—Pero sí el lugar adonde te diriges. Tienes que ir hacia Ansalon, no alejarte del continente. Tienes que matarlos a todos ellos, pero no a la vez. Hay que hacerlos temer por sus vidas, que se den cuenta de que están perdidos, que aguarden el inexorable fin.

—¿Ellos?

—La gente —contestó el hombre de sombras—. Los humanos y los elfos. Los enanos, los gnomos, los kenders.

—¡Basta! —Un profundo gruñido empezó a retumbar en el pecho de la hembra de dragón. Abrió las fauces, y las llamas salieron disparadas; atravesaron el cristalino aire matinal y formaron una gran bola de fuego abrasador que se precipitó sobre él, rugiente y crepitante. Pero la bola se dividió a pocos centímetros del demonio y fluyó como agua a su alrededor, para volver a unirse a su espalda.

—Soy una criatura de fuego, engendrada en el Abismo. El fuego no puede tocarme, por muy intenso que sea. —El demonio guerrero hizo que sus rojizos ojos brillaran como ascuas abrasadoras—. Y ahora, escúchame. Ahí abajo está la isla de las Brumas, el lugar donde pasaste la noche y que trataste como si sólo fuera yesca. Al norte está Kothas, situada al borde del Mar Sangriento de Istar.

La hembra de dragón lo miró de hito en hito y un atisbo de curiosidad asomó fugaz a su enorme rostro. Decidió escucharlo un poco más.

—Kothas no es tan importante como el resto del mundo —continuó el demonio—. Y tampoco lo son Mithas y Karthay. Pero las llanuras Dairly... —El brillo en los ojos del hombre de sombras se suavizó—. Allí hay rebaños de ganado para satisfacer tu apetito, pueblos que destruir y aterrorizar, y también dragones más pequeños.

«¿Sabrá lo del Negro?», se preguntó la hembra de dragón.

—Voy a donde me place, cazo lo que me place, y hago lo que me place.

—Les enseñarás que no debieron desafiar a Caos —replicó el guerrero—. No debieron haber obligado a mi padre a marcharse.

—Nadie me dice lo que tengo que hacer.

—Te lo digo yo —siseó el hombre de sombras—. Te digo que arrases Ansalon, que mates a humanos y elfos. La gente dejará de ser la fuerza dominante en el mundo. Lo serás tú... bajo mi dirección.

—¿Y los dragones?

—Se han dispersado. Con la marcha de su diosa Takhisis...

—Así que Takhisis es una diosa —comentó la hembra Roja, que añadió para sus adentros: «El Negro creyó que era una deidad».

—Los dioses se han ido. Todos ellos —continuó el demonio, irritado por la interrupción del reptil—. Los dragones no tienen un líder. Algunos se enfrentan a la gente de vez en cuando, pero no muchos. Ayer vi cómo un gran Azul volaba sobre una ciudad y no arrebataba una sola vida.

«Yo podría dirigir a los dragones —pensó la hembra Roja—. Podría gobernar sobre ese Ansalon.»

—Las llanuras Dairly... —Las palabras salieron de su boca como un torrente.

—Ahí es donde quiero que empieces. Las gentes de Dairly están confiadas, desprevenidas.

—¿Hay otras tierras más allá de esas llanuras? —siseó la hembra de dragón.

—Por supuesto —contestó el hombre de sombras—. Después de que hayas atacado las llanuras Dairly, te indicaré hacia dónde habrás de viajar a continuación. ¿Tienes nombre? Querría saber cómo llamar a mi impresionante peón.

El reptil frunció el inmenso entrecejo escarlata.

—Malystryx. Me llamo Malystryx.

—Malys —dijo el hombre de sombras, encontrando un diminutivo más de su agrado. De nuevo, el demonio gesticuló hacia las llanuras septentrionales Dairly.

Los ojos de la hembra de dragón siguieron la dirección señalada por los brumosos dedos del hombre de sombras; después alzó la vista y se encontró con su vacía mirada. A una velocidad impresionante, su zarpa se disparó y alcanzó de lleno al guerrero. Las garras abrieron surcos en la nebulosa imagen.

Malys vio el gesto de sorpresa en el semblante del guerrero, y tuvo una sensación increíblemente fría cuando lo que supuestamente era la sangre del demonio escurrió sobre su pata. Mientras el hombre de sombras se estremecía, ella aproximó la inmensa testa, escaldando el aire con su aliento.

—Puede que el fuego no te haga daño —dijo Malys—. Pero hay otras formas de matar.

Abrió las fauces al tiempo que se acercaba más, y sus dientes se cerraron sobre el demonio guerrero. La hembra Roja sintió el frío y pesado cuerpo resbalar por su garganta. Después pegó las alas a los costados y viró hacia la línea costera de las llanuras septentrionales Dairly.

Extendió de nuevo las alas cuando la tierra subió a su encuentro, y planeó hacia el sur a lo largo del litoral oriental, siguiendo la rocosa costa. Del agua sobresalían escollos de obsidiana y de piedra de cuarzo afilados como colmillos. «Pero no tan afilados y mortales como los míos», pensó.

Al llegar a un cabo donde terminaba la costa, en las llanuras meridionales, giró y tomó rumbo norte, volando sobre árboles esta vez. Inhaló profundamente, y unos aromas, fuertes y penetrantes, cosquillearon en sus ollares: flores extrañas, hierbas exóticas, plantas con las que no estaba familiarizada. Unos pájaros huyeron espantados, y los agudos ojos de la hembra Roja los localizaron. Eran demasiado pequeños para servirle de comida, así que se limitó a observarlos.

El bosque terminó, y una planicie de herbazales se extendió ante ella. El alto pasto formaba una alfombra verde profundo que se extendía hacia un claro donde se alzaba una aldea. Malys fijó los ojos en las cabañas con tejados de bálago y en las personas semejantes a hormigas que se movían por el lugar. Ajenas a la presencia de la hembra Roja, se ocupaban de sus tareas y juegos.

Todos parecían tan tranquilos, tan confiados, tan desprevenidos, pensó, utilizando las palabras del demonio guerrero.

Algo se cocinaba sobre una lumbre central, alguna pequeña criatura asándose en un espetón. El olor le recordó que estaba hambrienta. Planeó y se aproximó más. Cuando su sombra rozó el borde de la aldea, la hembra de dragón vio a uno de ellos que miraba hacia arriba. El hombre señaló en su dirección y empezó a agitar los brazos y a gritar.

En un visto y no visto, toda la gente estaba mirando a lo alto. Algunos dejaban caer los cestos de fruta que transportaban. Otros gritaban y corrían hacia la falsa seguridad de sus cabañas. Unos pocos cogieron lanzas y las agitaron en dirección a la hembra Roja. Gritaban palabras que no alcanzaba a entender porque eran muchos chillando al mismo tiempo. Sus voces sonaban como el zumbido de los insectos.

Dominada por la curiosidad, y consciente de que, de todas formas, tendría que acercarse más para devorarlos, Malys aterrizó al borde de la aldea. El impacto de su peso provocó temblores que derribaron a algunos de los humanos.

Uno de ellos, especialmente valeroso, avanzó hacia ella con los ojos fijos en la inmensa testa, y fue tan osado de arrojarle una lanza. Por un instante, la hembra Roja consideró el matarlo de un pisotón o concederle el honor de que muriera con su aliento. La curiosidad la pudo, y preparó un chorro de fuego. Lo sintió subir por su garganta a gran velocidad y después salió de entre sus fauces en forma de cono que primero envolvió al valiente aldeano y después alcanzó las chozas que había directamente detrás.

«Así que no todos son como el demonio guerrero —se dijo—. Él fuego daña a esta gente.»

Los aullidos del valiente aldeano no duraron mucho; el fuego era tan intenso que Malys apenas si olió la carne quemada. Pasando sobre la forma calcinada, batió las alas para avivar las llamas, que saltaron a las siguientes chozas.

Sintió que algo le tocaba el muslo. Giró la cabeza y vio a dos hombres arremetiendo contra su pata, pero sus lanzas no podían penetrar las duras escamas.

Disparó su garra delantera para derribar una de las pocas chozas que no se habían prendido fuego. Dentro había tres pequeños acurrucados. Malys los aplastó con una de las patas.

Adelantó el cuello y apresó en las fauces a un puñado de aldeanos que intentaba escapar. Sus forcejeantes cuerpos fueron rápidamente engullidos, y Malys dirigió su atención a otro grupo, que también contribuyó a apaciguar su apetito.

Más guerreros se unieron a los dos primeros junto a sus patas. Gritaban maldiciones y arremetían fútilmente con sus armas. A través del hedor a carne y bálago quemados, la hembra Roja percibió el agradable olorcillo a sudor mezclado con miedo. Con un latigazo de la cola les aplastó el pecho y acabó con sus vidas.

Todavía quedaban unos pocos vivos, y éstos corrían hacia el bosque, al otro lado de la aldea. Se dio impulso contra el suelo y saltó tras ellos al tiempo que escupía otro chorro de fuego. Las llamas se descargaron más allá de los que huían y prendieron los árboles.

Las personas giraron sobre sus talones y empezaron a volver hacia la aldea, pero Malys les salió al paso. No le suplicaron por sus vidas, y ella dio por sentado que eran lo bastante listos para saber que había llegado su fin. Abrió las fauces y se zampó a los que estaban más cerca; después se adelantó y saboreó lentamente a los restantes.

Cuando la hembra Roja se elevó en el aire, el fuego en el bosque se intensificó. Malys viró hacia el sur, y planeó sobre la aldea en llamas y la herbosa llanura.

Poco después sus alas la llevaron sobre otro bosque; los árboles eran altos y acogedores, el dosel lo bastante tupido para ocultar su presencia.

Descendió, y las patas partieron las ramas más altas, derribaron unos pocos robles viejos, y se posaron en la fértil marga.

«Descansaré aquí —pensó—. Éste será mi hogar durante un tiempo, mientras esté en las llanuras Dairly. Pero no me quedaré para siempre.»

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