Pedimos al notario que nos dejara un lugar donde pudiéramos estar a solas. Yo me notaba alterada; no sabía qué era más excitante: la confirmación de la existencia del tesoro o mi reencuentro con Oriol. Me moría por hablar con él a solas, pero no era el momento oportuno, debía saber esperar.
– ¡Es verdad! ¡Hay un tesoro! -exclamó Luis tan pronto nos sentamos en la salita que el notario nos cedió-. ¡Uno de verdad, no como en nuestros juegos de niños con Enric!
– Mi madre me lo había advertido -intervino Oriol, tranquilo, disimulando apenas su entusiasmo-. No me sorprende -y me miró sonriendo-. Y tú, Cristina, ¿qué opinas?
– A mí, a pesar de que Luis ya me lo anticipó, me coge por sorpresa. No puedo creer que sea verdad.
– Tampoco yo -afirmó Oriol-. Aunque mi madre está convencida de ello. ¿Hasta qué punto es real? Mi padre era bastante fantasioso. Pero ¿y si de verdad existió tal tesoro? ¿No lo habrá encontrado alguien hace cientos de años? Y si aún existe, ¿seremos nosotros capaces de hallarlo?
– Pues claro que existe -afirmó Luis-. Y voy a hacer todo lo que haga falta por encontrarlo. ¿Os imagináis abrir cofres llenos oro y deslumbrantes piedras preciosas? ¡Guau! -luego se puso serio y mirando a su primo dijo:
– Anda, Oriol, no seas aguafiestas. Esa pasta me vendría de perilla. Y si tú no tienes intereses materiales, nos dejas el tesoro a los pobres.
Oriol accedió. Claro que haría lo posible para encontrar ese tesoro. Al fin y al cabo era la postrera voluntad de su padre. ¿No?
– También me gustaría participar en la búsqueda -les dije-. Exista tesoro o no. Es el último de tantos juegos que de niños jugamos con Enric. En su honor y por la aventura.
Entonces me puse a pensar. Había pedido vacaciones por una semana en el bufete. Llegué el miércoles, estábamos a sábado y debería coger el avión el próximo martes. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba encontrar un tesoro, pero estaba segura de que tres días no daban para nada.
Algo debieron de ver en mi cara porque los primos Bonaplata me miraban interrogantes.
– ¿Qué pasa? -inquirió Luis.
– Que tengo que regresar el martes a Nueva York.
– ¡Ah, no! -dijo Oriol poniendo su mano sobre la que yo apoyaba en el brazo del sillón-. Tú te quedas con nosotros. Hasta encontrar lo que sea -su contacto, su mirada, su sonrisa, ese olor a mar, verano y beso, me hicieron estremecer.
– ¡Tengo que regresar a mi trabajo!
– Pide un año sabático -repuso Luis-. ¡Imagínate lo bien que va a quedar en tu currículum el hallazgo de todas esas riquezas medievales! «Brillante abogada experta en testamentos con tesoro»; éxito asegurado. ¡Todos los bufetes en Nueva York se pelearán por ti!
Esa tontería me hizo reír.
– Quédate con nosotros -me interrumpió Oriol con una voz profunda que me recordó la de su madre. Continuaba con su mano encima de la mía.
No les di respuesta afirmativa. Sé resistir la presión. Pero deseaba con toda mi alma quedarme. Acordamos que ellos irían corriendo al banco antes de que cerraran a recuperar las otras dos piezas del tríptico. Yo propuse vernos después de comer en el apartamento de Luis; necesitaba tiempo para pensar y quería leer la carta de Enric a solas.
Anduve hacia el puerto y al poco me sumergía en el colorido ambiente de las Ramblas, aquella multitud variopinta, esa vibración vital, me atraía cual imán.
Me acuerdo de que de pequeña, un día, cuando Enric nos llevaba a los tres a la feria de Navidad, pasamos por delante de esa fuente, coronada de farolas, que llaman de Canaletas.
– ¿Sabéis? -decía Enric-. Si se bebe de esta agua, por muy lejos que se vaya, siempre se regresa a Barcelona.
Y los tres bebimos. Durante años me dije que yo no debía de haber tragado.
Unos artistas callejeros bailaban tango, enérgicos, invitando al movimiento, al compás de un potente radiocasete. Él vestía con traje y sombrero negros, ella llevaba una falda ajustada, con un largo corte descubriendo una de las piernas, y pelo engominado. Rezumaban erotismo. Un corro de mirones les rodeaba; soltaban monedas, algunos espontáneamente, otros cuando otra hermosa tanguista les requería acercándoles la gorra y una sonrisa. Me detuve a verlos, lo hacían muy bien.
Entré en una cafetería cuyos amplios ventanales dejaban ver el deambular de las gentes por el paseo y me senté en una mesa desde la que podía observar el espectáculo. Pedí algo de comer y extraje la carta de Enric de mi bolso.
Me detuve a contemplar el sobre con mi nombre escrito con una cuidada caligrafía a pluma. Notaba un temor reverente hacia aquel envoltorio cerrado durante trece años y que empezaba a amarillear. Sentía el corazón en un puño.
Al fin, con mucho cuidado y ayudada de un cuchillo rasgué uno de los extremos del sobre.
«Querida mía. Siempre te amé como se quiere a una hija. ¡Qué pena no poder verte crecer, que te fueras tan lejos!» Y allí, frente a la ensalada de pollo y mi refresco de cola se me saltaron las lágrimas. ¡Yo también le quería! ¡Mucho! «Si se cumple lo que creo que ocurrirá, hoy vivirás una vida muy distinta, lejos de tus amigos de la infancia. Seguramente no habrás visto a Oriol ni a Luis durante muchos años. Por eso, porque estás tan lejana del resto, he querido que seas tú la poseedora del anillo. El anillo te obligará a regresar. Tiene poder. Ese anillo no puede pertenecer a cualquiera y da a su dueño una autoridad singular. Pero también pide, a veces demasiado, más de lo que se le puede dar.
Preséntate con él en la librería Del Grial, situada en el barrio antiguo, y muéstraselo al propietario. Estoy seguro de que dentro de trece años ese negocio continuará funcionando. Pero por si por cualquier motivo no fuera así, el señor Marimón, el notario, posee lista y direcciones, que le confío en sobre cerrado, de a quién debes acudir. Este anillo simboliza tu misión. Deberás conservarlo hasta que encontréis el tesoro. Si al fin triunfas en esta empresa, o si decides abandonarla y sólo en estos casos, podrás desprenderte de él. Entonces, lo regalarás a la persona a quien tú consideres más apropiada. Debe ser alguien muy fuerte de espíritu, porque ese aro tiene vida y voluntad propia. Quizá esa persona pudieras ser tú misma.
Disfruta de este último juego conmigo. Encuentra ese tesoro que yo no pude, no merecía o no quise encontrar. Sé feliz con Luis y Oriol. Te quiero muchísimo, desde antes de que nacieras.
Tu padrino.
Enric.»
Las lágrimas me resbalaban por las mejillas, amenazando caer en la mesa. Me cubrí la cara con las manos. «Enric, querido Enric.» ¡Dios mío, yo también le amé muchísimo! ¿Qué quiso decir en su carta con que me quería desde antes de que yo naciera? Seguramente ya nunca lo sabría. ¿Se refería a mi madre? Notaba mis dedos húmedos y quise disimular mirando el paseo, luminoso, concurrido, colorista. El cristal me devolvía el reflejo de mi imagen desdibujada a trazos tenues, impresionistas. Una corta melena rubia, unos labios que aún conservaban carmín de la mañana y casi no podía ver mis ojos. ¿Era yo ésa? ¿O sólo el fantasma de aquella muchacha que hubiera sido de no haber abandonado nunca Barcelona? Esa mujer que ya jamás sería. Un sollozo agitó mi pecho y las lágrimas regresaron a borbotones.
¡Dios! ¡Cómo me dolía ahora la añoranza de mi niñez! Y el recuerdo de Enric. Y la nostalgia de aquel adolescente larguirucho al que besé en la tormenta y que seguramente no era el hombre al que hoy había saludado como Oriol.
La tristeza por Enric se había tornado en autocompasión y mis lágrimas amargas tenían sabor dulce. Sentí pena por esa niña perdida en el tiempo y por esa mujer joven agotada por las emociones de las últimas horas, por esos sentimientos que no la dejaban dormir.
Llamé al camarero y pedí una copa de vino, luego pensé que media botella sería más conveniente. Yo no acostumbro a probar el alcohol en el almuerzo, pero había decidido concederme el placer de una buena remembranza lacrimógena. Y eso no combina bien con una cola light.