CINCUENTA Y CUATRO

Aquellas noches maravillosas las pasamos en su habitación, descifrando los misterios del cuerpo y del espíritu del otro ya que los de las tablas habían dejado de ser excusa válida. En la mía quedaba aún un caos de maletas por hacer… o deshacer.

Y pudimos hablar, del primer beso, del mar, de nuestras cartas perdidas… y también de lo ocurrido en los últimos días. La odalisca que Oriol rechazó la noche de Sant Joan resultó ser, alumna suya en la universidad y dijo que por eso y por tenerme a mí como invitada, consideró poco elegante ir a retozar con ella al bosque. Susi, el travestido, a la salida del bar Pastis, acudía a una obra asistencial promovida por uno de los grupos de acción social al que pertenece Oriol y ubicada en una casa ocupada del distrito. Él le siguió la broma de hacer un trío porque le divertía ver mi expresión de susto. Riéndose me aseguró que los travestidos no le atraían sexualmente. Después se puso serio para decirme que de gustarle eso, tampoco iría con Susi; tenía sida y el objeto de la obra asistencial era ayudar a afectados por el virus sin recursos. Lo hacía en honor a su padre. Me escandalicé diciendo que cómo alguien así se prostituía, que era un peligro, que por qué no se evitaba. Oriol encogió los hombros, dijo que sí, que quizá tuviera yo razón pero que a pesar de tener «eso», Susi continuaba siendo una persona, con todos sus derechos, que era libre, que sufría, que necesitaba trabajar para comer y amor para vivir. Reconocí que todo eso era cierto. Pero no me convenció, cada uno es esclavo de sus miedos. Tampoco me satisfizo su explicación sobre la broma; me despaché a gusto con respecto a su pésimo sentido del humor.


Los días que transcurrieron preparando nuestra búsqueda en la iglesia fueron inolvidables. Disfrutamos de una Barcelona esplendorosa, del recién estrenado verano y del amor. Y era el amor lo que hacía lo demás maravilloso. Yo dejé de usar el teléfono, desconectándome por completo de los Estados Unidos. Antes hice una llamada al filo de lo imposible pidiendo, otra vez, más tiempo al bufete. Otra para advertir a Mike que lo nuestro había entrado en crisis y que le enviaba el anillo por un servicio de mensajeros. Fue una larga conversación en la que él no se dio por vencido.

Y al fin hablé con una María del Mar abatida, resignada a esos hados implacables de los que el simple mortal es incapaz de zafarse por mucho que luche, para decirle que no se preocupara, que lo estaba pasando estupendamente con Oriol y que no sufriera por no saber de mí durante unos días; yo estaría bien. Muy bien.

Visitábamos Santa Anna con frecuencia, escudriñando hasta el menor indicio.

– La iglesia posee una cripta -me dijo una mañana Oriol.

– ¿Una cripta? -inquirí-. ¿Una capilla subterránea?

– Sí, estoy seguro, tiene que tenerla. La primitiva iglesia de Santa Anna debió de construirse a mediados del siglo XI, transcurridos unos cincuenta años sólo desde que Almanzor arrasara Barcelona, llevándose todo lo de valor que había en la ciudad y miles de esclavos. Las correrías moriscas eran aún frecuentes y el temor de que el saqueo se repitiera, lógico. Lo normal es que esta iglesia, situada fuera de la protección de las murallas de la ciudad, tuviera no sólo muros que la defendieran sino un escondite para los objetos de culto y valor, en caso de asalto.

– Pero eso es una simple conjetura.

– No, no lo es. He encontrado documentación muy antigua que menciona la cripta de San José.

– ¿Y dónde estaría?

– Bajo la capilla del Santo Sepulcro -afirmó.

– ¿Por qué?

– Porque es la parte más antigua y también fue la más venerada. En el pasado, el oratorio del Santo Sepulcro tenía en su exterior unas conchas de peregrino, esculpidas en las piedras de los muros, en referencia al perdón que se concedía en esa capilla, semejante al obtenido peregrinando al Santo Sepulcro de Jerusalén. Imagínate la importancia espiritual y económica que esa indulgencia tenía para el convento. Todos esos indicios han desaparecido. En la reconstrucción después del incendio de la iglesia en el año 1936, en que el viejo techo de vuelta de cañón se desplomó, las conchas y otras partes estructurales de la capilla desaparecieron. Pero es más que probable que lo que pudiera esconder el subsuelo se conserve. Nadie sabe hoy en día de la existencia de la cripta, ni dónde estaba ubicada, pero ningún incendio o derrumbamiento la ha podido afectar, todo lo más ocultó su entrada. Estoy seguro de que en algún lugar bajo estas losas se oculta una cripta secreta y apuesto a que está precisamente bajo la antigua capilla Dels perdons.


Ayudados con palancas de hierro, por el sacristán y una pequeña grúa de ésas de construcciones menores, pudimos mover la estela sepulcral de la capilla, que tiene esculpido un eclesiástico en ella. El resultado fue decepcionante. Huesos. La brillante teoría de Oriol se desmoronaba. Él dijo de levantar el suelo y el párroco se negó. El hecho de que la cofradía bajo la cual se escondía la orden de los Nuevos Templarios de Alicia fuera un sustento económico muy importante para la iglesia tampoco hizo tambalear la determinación del cura. Hacía años se instaló en la nave central un sistema de calefacción en el subsuelo y aparecieron innumerables restos humanos. Fue muy embarazoso. No, no permitiría excavaciones.

– Si existía una entrada por esta capilla debió de quedar cegada en una de las reparaciones que sufrió -se decía Oriol.


Así que intentamos lo mismo en el presbiterio.

Para ello hubo que mover la sillería del ábside y descubrimos cuatro estelas en los laterales del altar mayor con cruces de doble brazo y símbolos cardenalicios. Se suponía que era la tumba de cardenales que habían sido párrocos en la iglesia, pero al levantar las dos primeras, las cercanas a la capilla del Santo Sepulcro, las encontramos vacías. Sin embargo, al llegar a la tercera nuestras esperanzas se colmaron cuando una angosta escalera, de peldaños profundos, que se hundía en la oscuridad, se abrió ante nosotros.

– ¡La entrada a la cripta! -exclamé. Y mis ojos buscaron los de Oriol; se leía la emoción en ellos.

Mi amigo encendió una vela y se dispuso a bajar. A mí eso me pareció un arcaísmo bobo. Y le dije que le iría mejor con una linterna de las que teníamos preparadas.

– Es por el oxígeno -me informó-. Mucha gente ha muerto bajando a pozos o lugares subterráneos sin tomar tal precaución. El anhídrido carbónico u otros gases más pesados que el aire tienden a quedarse en esas depresiones y las personas que entran continúan respirando aire sin oxígeno hasta que se desploman asfixiados. Se coloca la llama a la altura de la cintura y si se apaga es señal de que por abajo no se puede respirar y hay que salir corriendo.

Pensé ufana que mi amante era un tipo preparado y me dispuse a seguirle armada de una linterna. Él bajó de frente, apoyándose en las paredes y techo, pero la escalera era tan estrecha y empinada que yo decidí hacerlo de espaldas, agarrando con mis manos los escalones. No me apetecía rodar al interior de aquella siniestra oscuridad.


Era un recinto algo menor que el ábside, con bóveda de cañón apoyada en una pared baja, que daba a la estancia una altura máxima de unos dos metros y medio. Al fondo sólo había un altar de piedra y más allá, en la pared, una gran cruz patriarcal pintada en rojo. La misma que templarios y sepulturistas compartían. La vela de Oriol continuaba ardiendo y la dejó encima del altar sobre el que descansaban unas arquetas.

– Quizá sean las reliquias de Santa Ana, Santa Filomena, y el lignum crucis, que se conservaban en la iglesia antes de la guerra -afirmó mi amigo-. El párroco de la época y varios clérigos más fueron asesinados. El secreto debió de perderse con ellos.

– No parece que aquí haya ningún tesoro -dije.

Oriol no respondió y empezó a explorar con su linterna el suelo en busca de lápidas. De cuando en cuando se detenía como leyendo signos, que a mí nada me decían, en determinadas piedras.

– Los cardenales deben de estar enterrados aquí -dijo al fin señalando unas estelas a sus pies. Parecía decepcionado.

Bajaron el sacristán y el mosén, también armados con linternas, y ayudaron en la batida sin que se encontrara nada de relevancia. Las lápidas de la cripta sólo custodiaban huesos. Aquello parecía el fin de la búsqueda.

Oriol propuso que lo tomáramos con resignación y pidió permiso al cura para continuar revisando la cripta, nosotros dos solos, durante la noche, prometiéndole que todo estaría en su sitio para la primera misa del día siguiente. El viejo sacerdote, soltando un rosario de advertencias, accedió de mala gana. Imagino que la ayuda económica que Alicia aportaba al templo pesaba en su ánimo. Oriol me invitó a tomar algo fuera, a mí no me apetecía; curiosear debajo de estelas funerarias no abre precisamente el apetito y me sentía con mal cuerpo. Él insistió; debíamos reponer fuerzas.


– Una concha. ¿Te fijaste en ella? -dijo de pronto Oriol en el restaurante-. Había una concha de peregrino grabada en una de las piedras del muro izquierdo de la cripta; la losa es casi tan grande como una lápida y un hombre podría pasar por el hueco.

– ¿Y qué quiere decir eso?

– Recuerda que es el signo de la capilla Dels perdons, la del Santo Sepulcro -le brillaban los ojos de entusiasmo-. Como las que había en el exterior del oratorio, pero que desaparecieron en la reforma posterior a la guerra civil.

– ¿Y…?

– ¿Para qué esculpirían una concha de peregrino en una cripta bajo el ábside y que en teoría no tiene relación alguna con la capilla vecina, la Dels perdons?

– ¿Para advertir que sí estaban relacionadas? -inquirí insegura.

– ¡Pues claro! -una sonrisa triunfal bailaba en su boca-. Tiene que ser la entrada a otra cripta, la primera, la más antigua. La que no pudimos encontrar desde la superficie. ¡Debe de estar allí!

Despachamos el trámite de la cena con la mayor rapidez posible para regresar a la iglesia por la calle Rivadeneyra, entrando por el pasaje al lado de la casa parroquial, que da acceso al claustro. El párroco nos había prestado las llaves de las rejas de ese callejón. Al cruzar delante de la sala capitular, viendo el claustro tan oscuro, no pude evitar estremecerme recordando mi encuentro allí, hacía unos días, con Arnau d'Estopinyá.

Esta vez solos, gracias a las palancas y tras un par de intentos, la losa con el grabado de la concha de peregrino empezó a moverse y no costó mucho desprenderla. Un vaho rancio surgió de la negra apertura y Oriol acercó una de las velas, depositándola en el suelo, en la entrada del orificio, y se detuvo un momento para mirarme. Sonrió, nos dimos la mano y un beso. Sentía mi corazón latiendo alocado por la emoción y me di cuenta de que debía disfrutar de aquel momento único. ¿Estaría el legendario tesoro templario escondido en las tinieblas que vislumbraba a través del hueco? Oriol hizo el gesto amable del caballero que deja a una dama pasar delante frente a una puerta y me di cuenta de que a pesar de mi curiosidad no me hacía gracia alguna meterme allí dentro. Miré la vela que quemaba sin problemas a mis pies, le pedí a mi amigo que entráramos cogidos de la mano y diciéndome carpe diem agaché la cabeza para introducirme en el hueco que bajaba como en un escalón. Llevaba la vela por delante y por debajo de mi cintura. Me quedé tranquila al ver que no se apagaba y tuve que levantarla por encima de mi cabeza para poder ver aquello. Oriol me ayudó de inmediato con su linterna. Era una cámara bastante más pequeña que la anterior y mostraba en el techo arcos de medio punto que se apoyaban en las paredes y en un juego central de tres columnas que luego Oriol me comentaría que podían ser visigóticas. Pero en ese momento ese detalle no importaba para nada. Al ver el contenido de la catacumba Oriol exclamó:

– ¡El tesoro!

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