Me estremecí de emoción. Efectivamente, nos encontrábamos en la parte central de una cripta de dimensiones reducidas, en un espacio despejado, pero rodeado de baúles y más allá, un montón de arquetas se apilaban contra las paredes devolviendo, alguna, un brillo metálico a la luz de la linterna.
Puse mi vela sobre uno de los arcones, fijando la base con cera, y le pregunté a Oriol si abríamos uno. Él iluminó el que yo tenía más cercano y tiré con todas mis fuerzas de la rechinante tapa. ¡Estaba vacío! Oriol abrió otro,… ¡vacío! Vacío, vacío, vacío… los seis arcones estaban vacíos.
– ¡No hay nada! -le dije desconsolada a Oriol, que me miraba chasqueado.
– Sospecho que sí hay -repuso después de pensar unos segundos-. Faltan el oro y la plata, pero creo que el tesoro más valioso para los templarios continúa aquí. Fíjate en las arquetas.
Había muchas, bellas, algunas metálicas con esmaltes tipo Limoges, otras esculpidas con figurillas de marfil, o cubiertas de damasquinados, o de madera estucada en relieve y con pinturas semejantes a las de mi tabla.
– Seguro que éstas están aún llenas… -aseguró mi amigo.
Abrí una esperando ver el brillo de oro y piedras preciosas, pero me encontré con el resplandor de los dientes de una calavera que aún llevaba pegada al hueso piel reseca y cabellos.
– ¡Dios mío! -exclamé con aprensión-. ¡Son restos humanos!
Oriol, que había ya abierto otros dos arcones, enfocó su linterna hacia mí y dijo:
– Son reliquias. No era fácil traficar ilegalmente en el mercado de reliquias -tomó una caja de madera con pinturas de santos de estilo románico. En la tapa había una cruz idéntica a la de mi anillo. Recordándolo lo iluminé para observar su brillo y me pareció sentir en la piedra rojo sangriento una extraña vibración.
– No hay duda, hemos dado con el tesoro perdido del Temple -dijo Oriol antes de abrir la arquilla.
Allí aparecieron más huesos, alguno aún con piel apergaminada adherida.
– En las crónicas que he revisado de la iglesia, se dice que en el siglo XV la orden del Santo Sepulcro fue disuelta y el convento pasó a ser colegiata agustiniana. Ya no la habitaron frailes sino canónigos regulares sin votos de castidad que fueron, en numerosas ocasiones, disciplinados por su vida disipada y de gasto incomprensible para una orden mendicante. Los huertos, rentas y limosnas que percibía la comunidad no permitían ni el pago de una centésima parte de aquel dispendio. Al leer eso, me convencí de que el tesoro había estado aquí y su parte monetaria dilapidada unos cien años después de que Arnau muriera. Pero para los templarios las reliquias de los santos tenían mucho más valor que oro y plata, y seguro que los canónigos agustinianos que aquí habitaban les tenían respeto, incluso miedo. Era muy improbable que mercaran con ellas.
– No me extraña que tuvieran reparos. Salgamos de aquí -imploré-. Esto es un cementerio.
Sentía náuseas y el estómago revuelto. No esperaba aquello. Y de pronto noté un temor supersticioso, como si hubiéramos violado una tumba, como si mereciéramos un castigo por ello. Ya he dicho que por lo general no soy miedosa, pero la noche, aquella vieja iglesia oscura, la cripta con su olor nauseabundo y los restos de difuntos en las cajas me hicieron sentir una intensa mezcla de peligro y asco. Necesitaba salir, pero quería que Oriol me acompañara. No me sentía capaz de enfrentarme de nuevo, a solas, a la lóbrega iglesia que nos esperaba arriba.
Pero me equivocaba. Arriba no nos esperaban las tinieblas, sino una luz en los ojos y una voz conocida:
– Vaya, Cristina, yo ya te hacía en América -reconocí el tono cínico de Artur, que amablemente tomó mi mano para ayudarme a salir de aquella catacumba-. O en la Costa Brava…
Conté uno, dos, tres de sus matones con linterna y revólver en mano. Oriol, que me seguía, se vio también encañonado.
– Creías que me engañabas, ¿verdad? -le espetó Artur en un tono muy distinto al usado para hablarme a mí-, siempre desconfío cuando alguien paga por una pieza en exceso. Y más si conoce su valor de mercado. ¿Cómo pudiste creerte que me tragaría ese anzuelo?
– No hay oro, sólo reliquias -adelanté yo. Pensé que quizá pudiéramos salvarnos otra vez si se convencía de que el valor de lo que había abajo no pagaba el riesgo de matarnos.
– No, querida -me dijo-. He oído lo suficiente de vuestra conversación. Docenas de arquetas, de relicarios de los siglos XII y XIII. Metal cubierto de esmaltes de Limoges, cajas estucadas y pintadas, en románico, en gótico. Cofrecillos con figuras talladas en marfil. Eso es una fortuna. No sería un tesoro para un rey de la época, aunque sí lo eran las reliquias para los frailes, pero para un anticuario del siglo XXI es una riqueza incalculable. Hay poco de esa época y cotiza muy bien.
– ¿Qué vas a hacer con las reliquias? -inquirió Oriol.
– La carroña la dejaremos donde se encuentra -repuso rápido-. Y eso te incluirá a ti.
Entonces me di cuenta de que esta vez estábamos perdidos. ¿A quién habría sobornado para obtener el acceso? ¿O tenía más llaves? No importaba, quienquiera que le hubiera ayudado no nos iba a ayudar ahora a nosotros. Empecé a pensar, desesperadamente, cómo nos podíamos librar de aquello. Vi mi propio cadáver, junto al de Oriol, yaciendo en la oscuridad sobre los restos mortales medio podridos y secos de todos aquellos santos fuera de las arquetas, amontonados en un rincón y encerrados para siempre en la cripta secreta.
– Tengo dinero, si es lo que quieres -ofreció Oriol.
– No quiero tu dinero -Artur le miró con cara de asco, como si le hubiera ofendido en lo más profundo de su dignidad-. ¿No lo entiendes? Esto puede ser el mayor descubrimiento de arte medieval de este siglo. Además, secuestrar no es mi negocio.
– ¿Y asesinar sí lo es? -inquirí indignada. No sé cómo en algún momento me pude haber sentido atraída por ese tipo fatuo, esnob, pijo de mierda…
– Lo siento, cariño -repuso él fingiendo pena-. Pero a veces eso viene en el lote.
– Artur, tiene que haber otra solución -negoció Oriol-. Llévate lo que quieras, retennos en algún lugar hasta que no quede nada. Nadie sabía que esta cripta existía, nada de lo que hay en ella está catalogado, nadie te podrá acusar. Te prometemos, te juramos, por lo que quieras, que jamás diremos nada. Tómalo todo.
El anticuario dejó perder su mirada en la oscuridad, hacia el techo, fingiendo pensar.
– No. Lo siento -dijo después de unos instantes eternos-. Lo siento de veras, no por ti sino por ella, pero tan pronto perdierais el miedo os faltaría tiempo para denunciarme. Jamás podría disfrutar tranquilo de ese arte. No se trata sólo de dinero. Las mejores piezas me las quedaré yo, para contemplarlas, para palparlas y acariciarlas, sólo por el placer de poseerlas.
Hablaba bajo, a pesar de la situación todos sentíamos un extraño respeto por el templo.
La muerte; nos iba a matar. Hubiera suplicado de no estar convencida de que de nada nos serviría, pero agradecía a Oriol que lo intentara y quise pensar que lo hacía más por mí que por él mismo. Quizá algo habría dicho si algo razonable me hubiera pasado por la mente, pero el miedo me empezaba a atenazar y miraba con pánico el agujero negro de la catacumba por el que acabábamos de salir.
– Lamento no tener más tiempo para conversaciones. Haced el favor de bajar. Si no montáis escenas nadie va a sufrir innecesariamente.
Pensé que sólo podrían meterme allí abajo ya muerta. Mi mano buscó la de Oriol y él la asió con fuerza. Siempre la había apreciado grande y cálida, pero ahora estaba fría, casi tan helada como la mía. Teníamos que hacer algo, no podíamos morir sin intentarlo, yo me sentía incapaz, en aquel momento, pero apreté su mano con vigor y me acerqué a él hasta que nuestros hombros chocaron. Estaba segura de que Oriol reaccionaría de alguna forma y yo, ahora paralizada, le seguiría hasta el último segundo de vida.
– No vamos a bajar -su voz sonaba firme, aunque yo le notaba la tensión.
– Compréndelo, Bonaplata -repuso Artur, como lamentándose de que Oriol fuera tan incívico-. Es sólo por no ensuciar la iglesia.
No hay escape, me dije, mientras evaluaba la situación. Estaba asustada, mucho, no le veía salida a aquello. Las linternas formaban un cuadrilátero de luz de lados móviles conforme los matones enfocaban una u otra cosa. Y nuestras caras eran el blanco de la luz de Artur.
Pensé que el anticuario quería que bajáramos con sus esbirros y así no presenciar nuestra muerte. Quizá aún tuviera algo de conciencia…
Pero justo cuando yo creía que Artur iba a dar orden de que nos asesinaran allí mismo, se oyó un grito, procedía de la nave de la iglesia, era uno de los matones. Las luces fueron allí e iluminaron una escena terrible. Sin soltar su linterna ni la pistola, uno de aquellos hombres trataba de forcejear con alguien que le agarraba de la mandíbula, por atrás, y en un instante, al brillo de una hoja de acero, la sangre empezó a correr a borbotones por su cuello. Un disparo estalló como una bomba en el espacio cerrado; aquel tipo disparaba sin atinar, al vacío, a su propia muerte que revoloteaba por encima de su cabeza. Reconocí al atacante, su pelo blanco corto y el brillo de locura en sus ojos. Era Arnau d'Estopinyá y acababa de seccionarle la yugular al sicario que cayó al suelo desangrándose. ¡Dios!, pensé. Sabe degollar, como en el sueño de la playa. Pero había poco tiempo para el pensamiento, los otros dos empezaron a disparar sobre el viejo y noté cómo Oriol me soltaba la mano para lanzarse encima de uno de los matones intentando arrebatarle el arma. Vi cómo Artur buscaba algo en su chaqueta. Sería otra pistola; estaba en una buena posición y casi sin pensar, como si fuera un resorte, me salió un puntapié que acertó justo donde la bragueta del pantalón se une con el culo del mismo. ¡Zas! Igualito que en Tabarca. Soltó un alarido sujetándose, otra vez tarde, las partes lesionadas. Pensé que yo debía de sentir algún tipo de atracción freudiana hacia aquel lugar de la anatomía del anticuario. Arnau intentó coger la pistola de su víctima pero cayó, en la oscuridad, abatido a tiros a un par de metros de la linterna que ahora iluminaba el suelo. Oriol forcejeaba sujetando con las dos manos la pistola de su oponente que parecía tenerla bien agarrada; su linterna había caído sobre las baldosas.
– Escapa, Cristina -me gritó-. ¡Escapa ahora! -y pude ver, entre luz y penumbra, cómo su adversario le propinaba un cabezazo en la cara.
Dudé un instante. ¡No podía dejarle solo! Recordé el juramento templario que nos unía. Pero me di cuenta de que si yo lograba salir de allí, no se atreverían a matarle. Así, casi en la oscuridad, ya que sólo uno de los matones conservaba su linterna, me puse a correr hacia la puerta de la iglesia que da al claustro, con la esperanza de que a su vez, las dos rejas que dan a la calle Rivadeneyra estuvieran abiertas. Por allí entramos, pero cuando estaba ya por la mitad de la nave recordé que habíamos cerrado las verjas, que sólo dejamos abierta la puerta que comunicaba la iglesia con el claustro y que era Oriol quien tenía las llaves. ¿Por dónde habrían entrado ellos? ¿Por la sacristía, como hice yo la primera vez? Era tarde para volver atrás.
– Que no salga afuera -dijo Artur con voz enclenque, pero audible.
La luz del matón buscó mi cuerpo y el estampido de otro tiro retumbó en el recinto sagrado. La muerte venía por mí.
– ¡Deténgase o disparo! -gritó el hombre justo cuando había terminado de hacerlo.
Sentí el vello de mi nuca erizándose y noté por un instante mis piernas débiles, pero continué en mi huida hacia aquella ratonera en que se había convertido el claustro cerrado. Recordé a alguien, que presumía de saber del tema, diciendo que era muy difícil, aun para un tirador experto, acertar con un disparo de pistola a alguien en movimiento, incluso a pocos metros, en especial si cambiaba de trayectoria. Y que a pesar de lo que pretenden que creamos en las películas, dar en el blanco, en esos casos, es más cuestión de suerte que de habilidad. Me dije que las tinieblas de la iglesia estaban a mi favor y me repetí que mientras no me cogieran a mí continuaríamos los dos vivos. Pero ese pensamiento esperanzado duró sólo segundos. A pesar de la oscuridad de aquel extremo del templo, había logrado alcanzar la puerta, con una buena delantera frente a mi perseguidor, cuando al cruzar el pequeño vestíbulo de madera y salir al claustro me di de bruces con un hombre que de inmediato me sujetó. ¡Artur tenía a otro de sus secuaces apostado en las tinieblas!
Sentí entonces, superando incluso el miedo, una gran pena. ¡Qué final tan triste! Hice un intento desesperado de zafarme de mi captor, que me tapaba la boca con su mano, y entonces vi a más gente en las penumbras del claustro. Fue el momento en que el hombre que me sujetaba me dijo que me calmara, que estaba a salvo, que era de la policía.
Busqué el muro para apoyarme y me di cuenta de que estaba al lado de una de las ventanas que comunican el claustro con la sala capitular, la de los ritos templarios. Definitivamente, me tuve que sentar en el suelo.
Lo que ocurrió después pasó muy rápido. El pistolero que me perseguía cayó en los brazos del mismo agente, sólo que a éste se le unieron un montón de policías y un par de pistolas encañonando la cabeza del individuo.
De las tinieblas apareció también Alicia, junto al párroco. Era ella quien había avisado a la policía, que también trataba de entrar desde la Porta de l'Angel, a través de los patios traseros y desde el acceso de la calle de Santa Anna, que da a la plaza de Ramón Amadeu, donde se encuentran la entrada principal y la del claustro.
Parecía como si la persona al mando fuera la propia Alicia. Siempre me ha sorprendido la autoridad de esa mujer. El capitán al frente de la operación le pidió un par de veces que callara, pero todos, incluido él mismo, terminaban siguiendo sus instrucciones. Acertaba en cada momento con lo que había que hacer.
Oriol se encontraba magullado, la nariz sangrando, pero bien y nos unimos en un abrazo. El sicario que quedaba en la iglesia, al darse cuenta de la situación, tiró su arma lejos y a Artur jamás le pudieron encontrar una. Me desalienta pensar que quedó en libertad condicional y que sólo pasó la noche en comisaría. El juicio aún está pendiente de celebración.
Los cadáveres quedaron tal cual estaban, en el pasillo central del templo, poco antes del crucero. No se podían mover hasta la llegada del juez.
Allí estaba el cuerpo de Arnau d'Estopinyá, tendido boca abajo rodeado de su daga ensangrentada, la pistola que arrebató a su víctima y un teléfono móvil. No cuadraba con el viejo templario. Luego supe que se lo había dado Alicia para que le avisara en el caso de que nosotros tuviéramos problemas. Ella comentó que para Arnau aquella iglesia era como su casa y más de una noche la pasaba en penitencia, rezando de rodillas hasta que terminaba dormido en el suelo o en uno de los bancos.
No murió al instante. Le dio tiempo para pintar en el suelo, con su propia sangre, una cruz patriarcal, la de cuatro brazos, la misma que estaba presente en todos los lugares de la iglesia. La muerte le llegó besándola. No puedo evitarlo y siempre he identificado a ese hombre con el Arnau histórico; para mí eran la misma persona. Y para mí, lo leído por Luis en aquellos legajos donde aparentemente Enric escribió ese relato, inventado, oído, intuido o todo a la vez, continúa siendo la historia verdadera de Arnau, el poseído, el viejo, el nuevo, ambos, el mismo. Muchas veces me había atemorizado su mirada de loco, su aspecto facineroso, fanático, pero al verlo allí tendido, en un charco de su propia sangre, se me llenaron los ojos de lágrimas y se me hizo un nudo de emoción en el estómago. Era un inadaptado, alguien situado en el siglo equivocado, un tipo marginal, solitario y físicamente violento, pero consecuente con su locura, con su fe, con sus ideales. No dudó en morir por su creencia. Quizá salvarnos no era su prioridad, pero lo hizo, y no dudó en ofrecer su única posesión como Pobre Caballero de Cristo: la vida, para evitar que el último de los tesoros del Temple cayera en manos impías.
Esta existencia suya, como la anterior setecientos años antes, no había sido ni dulce, ni bella, ni siquiera edificante, en mi opinión. Fueron vidas duras, marcadas por la violencia y la desdicha. Pero sus últimos momentos habían sido hermosos para un templario. Murió matando por su fe, en lucha contra los infieles, salvando la vida de sus compañeros de armas y en defensa de las reliquias de los mártires. ¿Qué más podía pedir un Pobre Caballero de Cristo?
Alicia organizó un funeral digno de un héroe. La capilla ardiente se montó en la sala capitular y el cadáver en el féretro estuvo custodiado en todo momento por cuatro caballeros con sus capas blancas con la cruz roja patriarcal sobre el hombro derecho. La misma que él besó en su muerte. A título póstumo, Arnau fue nombrado caballero y Alicia le dio el espaldarazo al cuerpo yacente. También yo fui nombrada dama del Temple; el anillo me daba derecho, aunque yo ya me consideraba parte de la orden desde el momento en que lanzándome al mar juré no abandonar a Oriol. Pero lo cierto es que todas aquellas ceremonias, que los asistentes se tomaban tan en serio, no dejaban de parecerme fantochadas. Lo único auténtico allí era el cadáver, el propio Arnau, él fue el último de los verdaderos templarios. Y era irónico que él, que dedicó su existencia a esa utopía, sólo hubiera podido vestir en vida la capa oscura reservada a los sargentos, mientras que los de procedencia noble o rica, sin más mérito que su nacimiento, lucían la blanca de caballero. Una payasada.
Aun así asistí emocionada a la ceremonia del funeral, al lado de Oriol, y fue allí donde me vino ese pensamiento. Era entonces, en aquel momento, cuando nuestra nave llegaba, al fin, a Ítaca. La aventura había concluido.