No es frecuente que a una mujer le regalen dos anillos de compromiso el mismo día. Por eso mi veintisiete aniversario fue tan especial.
El primer anillo lucía un espléndido solitario y me lo regaló Mike, el chico con quien llevaba saliendo más de un año. Un verdadero logro.
Mike es el muchacho ideal, ese con el que toda jovencita casadera sueña. O al menos debiera soñar y, si no lo hace ella, seguro que su mamá sí anhela emparentarse con alguien semejante. Corredor de bolsa, o mejor dicho, el hijo del propietario de la agencia, más que un prometedor futuro, él poseía desde la cuna un dorado porvenir: la fortuna de papá y mamá.
Bueno, pero quizá os estéis preguntando por el otro anillo. Pues el otro, ¡sorpresa!, también me exigía un deber, aunque no conyugal. ¿O tal vez sí? En realidad ese segundo anillo me comprometía, pero no con un hombre, sino con la aventura. Con una insólita aventura.
Claro que, cuando lo recibí, no sabía que se trataba de eso, ni siquiera sospechaba quién me lo podía enviar. Y si me hubieran dicho el nombre del remitente, no lo habría creído. Aquel aro de compromiso era el regalo de un muerto.
Tampoco barruntaba entonces que ambos anillos, o mejor dicho, que ambas obligaciones eran incompatibles. Así que me quedé con las dos joyas, haciéndome a la idea de que habría boda y de que mi apellido iba cambiar a Harding, aunque intrigada con ese otro extraño anillo. Soy muy curiosa y los misterios me ponen frenética. Pero será mejor que cuente cómo ocurrió todo…
Cuando llamaron a la puerta, la fiesta ya estaba en pleno apogeo. Jennifer, con su vestido largo de escote profundo, y Susan, con sus pantalones ajustados de cintura baja, habían empezado a bailar desafiando a la concurrencia masculina. A los chicos, algunos con varias copas encima, se les iban los ojos. ¡Las muy frescas! ¡Cómo les gusta provocar! El caso es que se les juntaron un par de bobos, vaso en mano, y así empezó el bailoteo general.
A mí no me importaba que esas dos hicieran babear a los tíos; en ese momento ya era una mujer comprometida y Mike, mi apuesto novio, me tenía cogida de la cintura y entre risa y trago, trago y risa, nos íbamos besando. Mi mano lucía un hermoso aro con un grueso brillante solitario de muchísimos quilates. Mike me lo había ofrecido unas horas antes, en el lujoso restaurante cercano a mi apartamento de soltera en Manhattan, donde me invitó a almorzar para celebrar mi cumpleaños.
– Hoy elijo yo el postre -dijo.
Y me sirvieron un magnífico soufflé de chocolate. A mí me vuelve loca el chocolate y al tercer o cuarto ataque a aquella delicia, la cucharilla tropezó con algo duro.
– La vida es como un soufflé de chocolate -Mike imitaba la voz de Tom Hanks en la película Forrest Gump-. Nunca sabes lo que te puedes encontrar dentro -creo que avisaba, quizá temía que en mi voraz entusiasmo me lo pudiera tragar.
Y desde la sabrosa negrura un destello me deslumbró. Yo ya confiaba en que uno de aquellos días mi genio de la bolsa iba a presentarse con una pequeña fortuna en forma de aro con diamante y que me lo ofrecería envuelto en promesas de amor eterno. De amor y riqueza, ya que aceptar era asegurarme un futuro donde el trabajo dejaba de ser necesidad relativa para convertirse en pasatiempo absoluto.
– Feliz cumpleaños, Cristina -dijo muy serio.
– ¡Pero si es…! -chillé y me puse a chupar el chocolate para limpiar el anillo.
– ¿Quieres casarte conmigo? -él había hincado una rodilla en el suelo. ¡Qué romántico!, pensé.
Los camareros y comensales de las mesas cercanas, alertados por mi exclamación, nos observaban curiosos. Yo me puse seria y disfrutando del show miré a mi alrededor; la alfombra persa, la fastuosa araña de cristal que colgaba del techo, los cortinajes… Hice como si pensara. Mike me miraba con ansia.
– ¡Claro que sí! -exclamé cuando el suspense llegaba a su clímax. Y levantándome de un salto fui a besarle. Él sonreía feliz y la elegante concurrencia celebró la escena con un aplauso entusiasta.
Pero volvamos a la fiesta…
Con el alboroto de música y conversaciones compitiendo en volumen, no oí que sonaba la campanilla; John y Linda sí, y en lugar de llamarme para que acudiera, decidieron que un tipo tan interesante como aquél debía verlo el público. Así que lo hicieron pasar y me encontré frente a un individuo alto, vestido de motorista, de negro, y que no se había dignado a quitarse el casco para entrar en el apartamento.
– ¿La señorita Cristina Wilson? -interrogó. Sentí un escalofrío, aquel individuo tenía un aspecto siniestro y parecía haber traído consigo toda la oscuridad de la noche exterior. Alguien había bajado la música y todos estaban atentos a las palabras del hombre.
– Soy yo -repuse, y al momento sonreí. ¡Claro, aquel muchacho iba a cantar cumpleaños feliz! ¡Y seguramente nos montaría un striptease para mostrarnos los músculos prietos que escondía bajo el cuero negro! Un regalito sorpresa de alguna de mis amigas, quizá Linda o Jennifer Sería divertido. El individuo hizo una pausa, abrió la cremallera de su cazadora y cuando yo creía que se la iba a quitar, extrajo un pequeño paquete de un bolsillo interior. Los invitados hacían corro a nuestro alrededor, la faz eufórica y los ojos alcohólicos.
– Esto es para usted -dijo al dármelo. Me quedé mirándole expectante. ¿Cuándo empezaba el show? Pero en lugar de cantar abrió otra cremallera, y en vez de quitarse los pantalones de cuero, sacó papel y bolígrafo.
– ¿Puedo ver algún documento que la identifique? -volvió a preguntar en tono seco.
Aquello me pareció excesivo, pero había que seguir la broma. Así que localicé mi carné de conducir para que lo viera. Él anotó los datos en el impreso con ademán tranquilo. Era un actor consumado, todos estábamos pendientes de sus palabras y movimientos. ¿Comenzaba ya?
– Firme aquí.
– Bueno, ¿empiezas o qué? -le dije una vez estampada mi firma; todo aquel preámbulo era excesivo.
Él me miró de forma extraña y arrancando copia del documento, me la dio, y con un «hasta luego» se fue hacia la puerta.
No me esperaba aquello, e interrogué con la mirada a Mike, que se encogía de hombros sin poder ofrecerme respuesta. Miré el papel que me había dejado, la copia era poco legible y sólo pude ver mi nombre. No había remitente.
– ¡Espera! -grité y salí corriendo detrás de él. No lo pude encontrar en el rellano; había tomado ya el ascensor.
Volví hacia donde estaba Mike, pensativa. Así que no era un actor sorpresa de cumpleaños; era de verdad. Estaba intrigada. ¡Qué tipo tan misterioso! ¿Quién me enviaba aquello?
– ¿Abres el regalo o qué? -dijo Ruth.
– ¡Queremos ver qué es! -pidió la voz de un chico.
Y me di cuenta de que tenía aquel objeto en mis manos; lo había olvidado por completo a causa del extraño hombre de negro.
Me senté en un sofá y apoyando el paquetito en la mesa de centro de cristal quise quitar el cordel que ataba el envoltorio, sin éxito. Todos me rodeaban preguntando qué sería y quién lo enviaba. Alguien me acercó el cuchillo para el pastel, y al abrirlo me encontré con una cajita de madera oscura con un rudimentario cierre metálico. Se veía vieja.
Y adentro, alojado en una almohadilla de terciopelo verde, había un anillo de oro, con un cristal rojo granate engastado en él. Parecía muy antiguo.
– ¡Un anillo! -exclamé. Y probándomelo, vi que, aunque suelto, encajaba en mi dedo medio. Y allí lo dejé, junto a mi aro de prometida que brillaba en el dedo anular.
Todos querían verlo y fue excusa para que se repitieran los elogios sobre el tamaño del diamante del primer aro.
– Es un rubí -dijo Ruth refiriéndose al otro anillo. Ella es experta en joyas antiguas, trabaja en Sotheby's y tiene buenos conocimientos de gemología.
– Qué aspecto tan raro -comentó Mike.
– Es que antes, hace siglos, no cortaban las piedras como ahora -repuso Ruth-. El tallado era rudimentario y las gemas se pulían en forma redondeada, tal como veis en este rubí.
– ¡Qué misterioso! -exclamó Jennifer antes de desentenderse del asunto. Subió el volumen de la música y se puso a bailar. Y al ritmo de su trasero la fiesta recobró la marcha.
Mientras Mike preparaba unos combinados, me puse a observar la caja y el anillo. Y reparé en el justificante de entrega. Estaba allí, sobre la mesa de centro. Repasándolo cuidadosamente pude leer, con apuros porque el calco casi no había marcado el papel: «Barcelona, Spain».
Y el corazón me dio un vuelco.
– ¡Barcelona! -exclamé. ¡Eran tantos los recuerdos que ese nombre me traía!