VEINTICUATRO

– «Rompía el corazón ahuyentar a cristianos, mujeres, niños y viejos, a tajo de espada sabiendo que no encontrarían refugio de los infieles sedientos de sangre en ningún otro lugar de la ciudad en caos. Luis había reanudado la lectura, repitiendo las últimas frases leídas antes de mi interrupción el día anterior-. Allí murió nuestro maestre general templario, Guillermo de Beaujeu, a causa de las heridas recibidas defendiendo la muralla cuando los mamelucos entraron a sangre y fuego en la ciudad.»

El sol había abandonado el apartamento de Luis para ocultarse detrás del monte de Collserola. Caía la tarde y los tres nos encontrábamos de nuevo reunidos para continuar la lectura del legajo de Arnau d'Estopinyá. Oriol estuvo la mañana ocupado en la universidad y a pesar de mi impaciencia, y de lo alterada que estaba por el sangriento sueño de la noche, decidí aguardar a que nos juntáramos los tres. Claro que Luis confesó no haber podido esperar y que había leído ya varias veces el documento. Ahora en voz alta lo hacía de nuevo, todos sentados en sendos almohadones encima de una hermosa alfombra persa y tomando un café.

– «Aguantamos diez días más, aunque tanto los sarracenos como nosotros sabíamos que a pesar de los muros de tres y cuatro metros de espesor la fortaleza caería en poco tiempo -continuó Luis-. Lo que tardaran los musulmanes en recolocar las mayores de sus máquinas de asedio. El último día tuvimos que proteger el embarque de las chalupas hacia la galera con los pocos ballesteros que nos quedaban. En aquel momento ya no eran los infieles el peligro inmediato, sino los refugiados en la fortaleza, que, presas del pánico, querían llegar a toda costa a las naves; pagaban cualquier precio, ofrecían todas sus pertenencias. Hubo quien hizo su fortuna de esa desgracia. Dicen que ése fue el caso del entonces fray templario Roger de Flor, el que después, abandonando la orden para huir de su castigo, sería el gran capitán Almogávar, azote de musulmanes y ortodoxos, y que acumuló grandes riquezas aquellos días gracias a la galera que capitaneaba y la miseria de los refugiados.

»Cuando nuestra nave, cargada de heridos lamentándose a cada bandazo, se alejaba ya camino de Chipre, pude apenas ver, a través de la neblina de humo y polvo que flotaba sobre las ruinas de San Juan, ondear las enseñas del Islam. Sentí una tristeza profunda. No sólo por la pérdida del último gran baluarte en Tierra Santa. Tuve la premonición del próximo fin de la orden de los Pobres Caballeros de Cristo, la de los templarios.

»Entre los heridos se encontraban dos jóvenes y ardorosos frailes, los caballeros Jimeno de Lenda y Ramón Saguardia. Saguardia estaba con el maestre general Guillermo de Beaujeu cuando éste cayó herido de muerte, le intentó auxiliar y él, agonizando, le entregó su anillo de rubí. Logró salvar la vida de milagro al poder llegar, herido grave, por su propio pie, a las puertas de la fortaleza del Temple situada dentro del recinto amurallado de San Juan de Arce en pleno asalto de los mamelucos. Estuvo a punto de perecer entre la turba a pocos metros de la entrada. En el largo camino de regreso a Barcelona tuve ocasión de hacer amistad con ambos.»

«Saguardia -pensé-, él debía de ser el caballero portador del anillo en mi sueño.»

– «De vuelta a las costas catalanas, Na Santa Coloma regresó a sus labores de custodia de naves e incursiones contra los moriscos. Luis leía con la seguridad del que conoce bien el texto-. A los pocos años el rey Jaime II y nuestro maestre provincial Berenguer de Cardona acordaron el trueque de las amplias posesiones templarias cercanas a la ciudad de Valencia y que su abuelo Jaime I nos dio por nuestra ayuda a la conquista del reino, por la ciudad de Peñíscola, su fortaleza, el puerto, varios castillos de sus alrededores, bosques y muchos campos. Yo había sido nombrado poco antes sargento y fue entonces cuando nuestro maestre tuvo a bien concederme el mando de una fusta, un buque de carga que hacía rutas a Barcelona, Valencia y Mallorca.

»Aquello no era lo que yo quería, pero me esforcé en mi tarea según mis votos de obediencia exigían, lo cual no evitaba que hablara con mis superiores y con mis amigos los frailes de Lenda y Saguardia para persuadirles de que mis habilidades eran mejores para la guerra que para el transporte.

»A los pocos años se me dio el mando de una galera de veintiséis bancos de remos y un palo. Nuestro Señor quiso concederme la victoria en distintos lances y capturé muchas naves enemigas. Todo parecía ir bien, pero fray Jimeno de Lenda andaba preocupado. Un día me dijo que un tal Esquius de Floryan, un antiguo comendador templario, expulsado por impío, fue a ver a nuestro rey Jaime II con acusaciones atroces contra nosotros. El monarca le ofreció una gran recompensa si era capaz de aportar pruebas. Esquius no pudo y el rey se olvidó del asunto.

»Aquel año perdíamos la isla de Raud, última posesión templaria en Tierra Santa. Jimeno se puso más tenso, decía que fuerzas oscuras maquinaban nuestra perdición, y que de no recuperar pronto parte de lo perdido en Oriente, nuestra sagrada misión se iba a empañar y nuestro espíritu se debilitaría.

»Dos años después Jaime II firmó la paz en Elche con los castellanos, añadiendo al reino de Valencia parte del de Murcia, incluyendo toda la costa hasta Guardamar. La zona a proteger era ahora mucho más extensa, llegaba muy al sur y estaba más expuesta a los ataques moriscos. Fue entonces cuando mi antiguo superior Berenguer d'Alió, por razón de edad, cedió el mando de Na Santa Coloma. Yo me convertí en su capitán.

»¿Y qué os puedo decir? Poco después llegaba el año nefasto de 1307. Fue cuando fray Jimeno de Lenda pasó a ser maestre de Cataluña, Aragón, Valencia y reino de Mallorca y fray Saguardia, entonces, comendador del enclave principal del Temple en el reino de Mallorca; Masdeu, en el Rosellón, se convirtió en su lugarteniente. Ocurrió que el traidor Felipe IV de Francia atrajo a París, con honores y engaños, a nuestro maestre general Jacques de Molay y en la mañana del 13 de octubre sus tropas asaltaron por sorpresa la fortaleza del Temple y allí prendieron al maestre, que no opuso resistencia. Al mismo tiempo y de la misma forma se tomaban los castillos y encomiendas templarias en toda Francia. Ese rey sacrílego, con calumnias, embustes y las acusaciones más horribles, buscaba y logró la perdición de nuestra orden. ¿Lo hizo por amor a la justicia, por amor a Dios? ¡No! Sólo quería robar las riquezas que el Temple guardaba para financiar la sagrada misión de recuperar Tierra Santa. Felipe IV llamado «El Hermoso» sabía lo que hacía y cómo hacerlo; no era la primera vez que encarcelaba, torturaba y mataba por dinero. Años antes persiguió a los banqueros lombardos para robarles sus bienes en Francia y lo mismo hizo después con los judíos.

»Pero no sólo acusó a los frailes franceses, sino que para ocultar su crimen calumniaba a la orden al completo y a cada uno de los templarios en particular, enviando cartas a los reyes cristianos incluido el conde de Barcelona, nuestro señor don Jaime II rey de Aragón, Valencia, Córcega y Cerdeña, como a él le gustaba que le llamaran. Había añadido a sus títulos las islas que el papa le concedió a cambio de hacer la guerra a su propio hermano menor, Federico, rey de Sicilia. Eso demuestra la clase de individuo que nuestro monarca era.

»Las noticias de lo sucedido en Francia llegaron pronto a la encomienda de Masdeu; fray Ramón Saguardia no se entretuvo y con dos caballeros y un sirviente galopó sin reposo hasta nuestro cuartel general en el castillo de Miravet. Ramón desconfiaba de los reyes, pensaba que eran codiciosos, que eran aves de rapiña, y llevaba consigo, para salvarlas, las mejores pertenencias de su encomienda. Al tiempo de salir, despachó emisarios a los demás lugares del Temple del Rosellón, la Cerdeña, Mallorca y Montpellier para que pusieran a salvo sus bienes más queridos, enviándoselos a Miravet. Fray Jimeno de Lenda, al conocer las nuevas, ordenó reunir con urgencia capítulo de la orden. Entre los convocados se encontraban el comendador de Peñíscola y yo mismo. Se decidió pedir ayuda y protección a nuestro rey Jaime II, aunque en secreto empezamos a reforzar y pertrechar las fortalezas que mejor podían resistir un largo asedio.

»Pero a mí, los frailes Jimeno y Ramón me reservaban un honor muy especial. Querían proteger lo mejor que cada encomienda guardara. Una vez todo reunido en Miravet, si la situación empeoraba, partiría hacia Peñíscola con el tesoro, para embarcarlo en Na Santa Coloma, nave que ninguna galera real era capaz de alcanzar, y esconderlo en un lugar seguro mientras durara el tiempo de incertidumbre. Prometí, por la salvación de mi alma, no dejar que nadie que no fuera un buen templario pudiera jamás poseer tales joyas. Y Ramón Saguardia me regaló su anillo, el de la cruz patada en rubí, como recuerdo de mi promesa y de mi misión. Yo estaba emocionado por la fe que aquellos altos frailes ponían en mí y pasé los días de espera, mientras llegaba el tesoro, en ayuno y rezando al Señor para ser digno de tamaña empresa.

»Daría mi vida, lo daría todo, con tal de triunfar en mi empeño.»

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