TREINTA Y TRES

Me desperté aún de madrugada, era una de las noches más cortas del año y no sabía de dónde había venido ese grito. Luego me di cuenta de que era yo quien había gritado. Me encontraba en ese instante lúcido en el que aún recuerdas todo lo soñado y ese ensueño había sido tan real, tan impresionante, que no temí olvidarlo. Encendí la luz para comprobar que estaba despierta. Notaba que ese anillo me quemaba el dedo y vi brillando su piedra como si de un ojo sangriento se tratara. Sentí necesidad de sacármelo, acercarme a la ventana y respirar el aire fresco. Las luces de la ciudad, todavía en tinieblas, confirmaron que estaba despierta. Bueno, despierta siempre y cuando todo lo que estaba viviendo no fuese un sueño mayor, una alucinación de alguien, de alguien que estaba muerto desde hacía años y que como cuando éramos pequeños hacía de su anhelo de búsqueda de tesoros una realidad, aunque sólo momentánea, para aquellos tres mocosos, nosotros.


No me vi la cara. Sólo una puerta a la que llamaba cargando una maleta. Sabía que detrás de esa puerta aguardaba mi final, mi llegada a puerto, la muerte. No tenía posibilidades de sobrevivir, era un suicidio. Pero iba a hacer lo que debía hacer: cumplir la promesa que me unía con mi enamorado hasta más allá de la vida. Como los antiguos templarios, como los jóvenes nobles tebanos de Epaminondas. Al compañero no se le abandona y si lo matan se le venga. Eso había jurado y eso cumpliría. Era lo que había hecho a los tebanos de aquel tiempo, fulgurante y breve cual estrella fugaz, los griegos más poderosos, los héroes más brillantes de la historia. Así también fueron los templarios antes de su decadencia. Yo era de aquella raza de paladines y aquél era el torneo final. Se me encogió el corazón al pensar en mi amigo asesinado y en el hijo al que ya no vería más, mientras la cámara de vigilancia observaba mi espera paciente. Noté un nudo en la garganta, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a musitar una oración por ellos.

Cuando la puerta se abrió dos individuos que no conocía, trajeados y con corbata, me esperaban. Uno de ellos se quedó a distancia mientras el otro, que había abierto la puerta, sin mediar palabra me empujó de espaldas contra ella obligándome a soltar la maleta. Me cacheó. Una, dos veces, tres. Revisó mi billetero, la pluma estilográfica y mis llaves. Cuando se aseguraron de que no portaba armas inspeccionaron la maleta.

– Todo está bien, puede pasar -dijo el de más edad. Y tomó la maleta y la delantera.

– Un momento -dije sujetándole-. Esto es mío y lo será mientras la transacción no se haya cerrado.

El individuo miró mis ojos y debió de ver en ellos la determinación de no ceder.

– Es igual -dijo, encogiéndose de hombros, al otro sujeto que ya se cernía sobre mí-. Déjale la puta maleta. No hay peligro.

La sala era grande y estaba decorada con piezas de valor y de estilo ecléctico. En un hermoso sofá chippendale esperaba sentado Jaime Boix, el más joven de los hermanos, y detrás de un imponente despacho estilo imperio, Arturo.

Ambos se levantaron al verme entrar y Jaime, sonriente bajo su bigotito gris, me ofreció la mano diciendo:

– Bienvenido, Enric.

No la acepté y repuse:

– Acabemos lo antes posible con esto.

A Jaime se le borró la sonrisa, mientras su hermano, serio, me señaló un sillón.

– Siéntate, por favor -a pesar de la cortesía no era una invitación.

Yo obedecí manteniendo la maleta en mis pies. Jaime se sentó en el sofá de mi derecha, y el más viejo lo hizo detrás del mueble napoleónico. A su espalda, en la pared, pude ver colgadas las otras dos piezas del tríptico; las tablas de San Juan Bautista y de Sant Jordi. Detuve mi mirada en ellas por unos momentos. Estaba seguro, eran ésas. Los dos individuos se quedaron de pie; los observé con curiosidad rencorosa: ellos debían ser los asesinos materiales de mi querido Manuel. Uno se colocó a mi izquierda y otro al frente, bloqueando la salida.

– ¿Te has asegurado de que no lleve micrófono? -interrogó Arturo al rufián de la puerta.

– Ni micrófonos ni armas. Con toda seguridad -y luego con sonrisa torcida dijo-: Le he revisado hasta los huevos.

– Antes de finalizar la transacción queremos decirte algo -dijo Arturo cruzando una mirada con su hermano-. Nosotros no queríamos que ocurriera. Lamentamos que tu novio muriera; se puso histérico, se resistió y lo ocurrido fue un accidente. Nos alegramos de que tú seas mucho más sensato y sepas cerrar un trato de caballero. De caballero templario -añadió con un cierto retintín.

– Has amenazado a mi familia -sentía que la sangre me subía a la cabeza. Odiaba, detestaba a ese individuo con todas mis fuerzas-, eso no es de caballero, es ruin, indigno.

– Quiero que sepas que no tenemos nada contra los tuyos, contra ti o tu familia. Ni nada teníamos contra ese chico -hizo una pausa-. Sólo que tú no fuiste razonable; la culpa de lo ocurrido es tuya. Te dimos oportunidad tras oportunidad. Somos gente de negocios y éste es nuestro negocio. No lo podíamos dejar escapar por tu tozudez. Lo lamento.

Hizo una pausa para abrir un cajón. Y sacó varios montones de billetes azules.

– Mi hermano y yo hemos decidido añadir a la cifra medio millón más de pesetas. El precio que acordamos doblaba ya el valor de una tabla gótica de principios del XIV. No tenemos por qué hacerlo, pero es nuestra forma de decir que sentimos lo de tu amigo y de saldar cuentas.

«Saldar cuentas», pensé, y las entrañas se me retorcieron de indignación. «Medio millón de pesetas y se creen que saldan cuentas.» Mis manos temblaban y sujeté una con la otra.

– Bueno, es el momento de que enseñes la mercancía -dijo Jaime-. Estamos impacientes por ver esa famosa Virgen.

Abrí la maleta y saqué la tabla apoyándola, con cuidado, encima de mis rodillas. Todos los ojos se fueron a la imagen y yo no les dejé tiempo para que descubrieran que era falsa; rasgué la cartulina que cubría el reverso y extraje del hueco la pistola allí escondida. Me temblaba la mano al sujetarla y me puse de pie al tiempo que la pintura caía al suelo.

Había pensado matar primero a Arturo y después a Jaime. Había calculado que tenía el tiempo justo, antes de que los guardaespaldas me liquidaran a mí. Pero en el último momento, quizá mi miedo, quizá mi instinto de supervivencia, o todo a la vez, me hizo cambiar de plan.

El primer disparo fue a las tripas del sicario de mi derecha. Extrañamente, al oír el estampido recuperé la calma y acertándole con el segundo en medio del rostro, pude encarar tranquilo al matón que tenía delante. El hombre ya tenía su revólver en la mano. Mi padre me había llevado de pequeño a practicar tiro olímpico, y olímpico fue el disparo que le traspasó la testa. Me quedaban cinco balas. Más que de sobra para terminar el trabajo. Me enfrenté a Arturo, que había desparramado los billetes en la mesa en un frenético esfuerzo para usar un arma que acababa de sacar del cajón. Le descerrajé un par de tiros en el pecho.

Y allí estaba con la boca abierta Jaime. Se había meado en el sillón chippendale. ¡Qué desperdicio!

– Por favor, Enric -suplicaba tartamudeando.

– ¿No querías ver a la Virgen? -hice una pausa.

– Por favor… -farfulló.

– ¿La viste? -tenía los ojos desencajados. Contemplaba su muerte en los míos y movía la boca sin decir nada-. Pues ahora verás a Satanás -sentencié.

Y al disparar me sentí tan bien como nunca jamás me había sentido antes. Y en unos segundos, tan mal como jamás antes me sentí. No podía creer que aún estuviera vivo y desplomándome en el sofá empecé a llorar.

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