DIECISIETE

Luis vive en un ático en Pedralbes que mira al monasterio que da al barrio, un armonioso conjunto conventual formado por iglesia, claustro y otras dependencias del siglo con hermosas torres y tejados, protegido todo por murallas. Ahora Pedralbes ha sido engullido por la gran urbe, pero Luis me contó que cuando doña Elisenda de Montcada, la esposa del rey, lo fundó aquello quedaba perdido al pie del monte, lejos de la ciudad, había mucho forajido y las monjas debían protegerse, detrás de muros y con gente de armas, de visitas no deseadas. También tiene el apartamento vistas hacia el otro lado: la ciudad y, al fondo, la línea del mar. La vivienda está a nombre de la madre de Luis, vete a saber por qué. Pero pensé que quizá fuera una táctica de protección, al estilo de las monjas clarisas y sus muros. Sólo que en moderno. Por eso en información telefónica no me pudieron dar razón de ninguno de los primos Bonaplata y Casajoana en Barcelona. Ambos, de una forma u otra, se esconden tras mamá. Razones tendrán.

Esperaba encontrarlos animados. Pero no fue así. Luis abrió la puerta y me hizo una mueca triste y señaló su mejilla con el dedo siguiendo la trayectoria de una lágrima. Le entendí de inmediato; me decía que Oriol había llorado, y después hizo un ademán equívoco, referente a la tendencia sexual de su primo, sabiendo que éste no le miraba. Su mímica me disgustó. En voz alta me daba la bienvenida pero en silencio me contaba otra cosa. Oriol estaba dentro, en el salón, y Luis no quería que él viera aquella gesticulación suya que tanto me recordaba a cuando éramos niños. Pero esa vez no me hizo ninguna gracia.

– Hola, Cristina -dijo Oriol, sin levantarse del sillón, con aspecto abatido. Tenía sus ojos azules enrojecidos. Sí, había llorado. Pero eso no quería decir que fuera homosexual o amanerado como acababa de insinuar Luis en su parodia. Yo entendía su llanto. La nota de Enric me había hecho soltar una llorera de las buenas. ¿Cuántas lágrimas no hubiera derramado de haber sido mi propio padre? Un padre desaparecido en la infancia, ese padre tanto tiempo añorado y que ahora hablaba en carta póstuma. Una misiva que esperando trece años traía sus últimos pensamientos. ¿Quién no se emocionaría?

Hubiera dado cualquier cosa por leer su carta. Pero era algo muy íntimo y no me atreví a pedírsela. Al menos no en aquel momento.

– Míralas -dijo Luis señalando dos pequeñas tablas apoyadas en lo alto de una cómoda. Medían poco menos de un palmo de ancho por dos de alto y en conjunto abultaban como la que yo tenía en casa de mis padres. Eran idénticas en estilo y color.

– Así que éstas forman un tríptico con mi tabla. ¿Verdad?

– Así es -confirmó Oriol-. Las maderas, aunque tratadas para su conservación, están bastante deterioradas por la carcoma, pero aún se puede ver en los lados restos de goznes. Por fortuna la pintura se hacía al temple, eso es, sobre una capa de yeso, indigesto para la carcoma.

– ¿Goznes? -inquirí.

– Sí, bisagras -me aclaró Oriol-. Por su tamaño, este tríptico era un pequeño altar portátil. Estas dos piezas funcionaban a modo de puertas que se cerraban sobre la tuya, la mayor. Debía de tener algún tipo de asa y con ese tamaño reducido era fácilmente transportable. Los templarios la usarían en sus misas de campaña.

– ¿Templarios? -quiso saber Luis-. ¿Cómo sabes que pertenecía a los templarios?

– Por los santos.

– ¿Qué santos son ésos? -pregunté yo.

– El de la tabla de Luis, la que se colocaba a la izquierda de la central, y bajo la escena de Cristo crucificado en el calvario, es San Jorge, está de pie, sobre el dragón de la leyenda.

Miré la tabla colocada a mi derecha, que correspondería a la izquierda del conjunto. Tal como decía Oriol, estaba dividida en dos cuadros, en el inferior, un guerrero, de pie sobre un bicho con forma de sabandija y no mayor que el pellejo de un perro, vestía mallas bajo una túnica corta, capa, casco, corona de santidad, y sujetaba una lanza.

– Vaya porquería de dragón -dije. Ambos rieron.

– Pues sí -dijo Luis-. Vaya mierda de bicho. En lugar de matarlo lo hubiera podido ahuyentar a patadas.

– La pintura gótica, al menos la de los siglos XIII e inicios del no se preocupa de las proporciones ni de la perspectiva -nos aclaró Oriol-. Lo importante es que el santo se identifique. Si se pinta un guerrero pisando algún reptil, ése es San Jorge. Sólo que éste es bastante particular.

– ¿Por qué? -inquirí.

– Porque generalmente se le representa con una cruz roja, pero fina y alargada, la de un cruzado común. No como ésta. Ésta es una descarada cruz patada, la cruz del Temple. Los orígenes del santo le sitúan en Asia Menor y era un oficial del ejército romano que convertido al cristianismo sufrió todo tipo de martirios que terminaron al cortarle la cabeza. No hay referencias históricas del personaje pero la leyenda cuenta que rescató a una princesa de un horrible dragón. Los cruzados le hicieron caballero y se convirtió en un símbolo muy poderoso: la victoria del bien sobre el mal. Dicen que apareció en un par de batallas, una en Aragón y otra en Cataluña, decidiendo a tajos de espada la victoria cristiana frente a los musulmanes.

– Y por eso es patrón de Cataluña y Aragón -afirmó Luis.

– En efecto, pero también lo es de Inglaterra, Rusia y de algún otro país; se puso muy de moda en la Edad Media. En todo caso, reparad en que murió decapitado. En el cuadrado superior, dentro de lo que parece una capilla habréis reconocido la escena, es un Cristo crucificado en el calvario. Muy clásica. Está la Virgen en actitud de desmayo y un San Juan apóstol doloroso con la mano en la mejilla en señal de consternación. Esta imagen está tan repetida en el gótico, tanto en pintura como escultura, que los anticuarios apodan al santo «el del dolor de muelas».

– En cuanto a mi tabla, que según las marcas de los goznes se situaba a la derecha del conjunto, nuestra izquierda según la miramos, muestra arriba, también dentro de una capilla, a un Cristo triunfante, resucitando, surgiendo del Santo Sepulcro.

Miré el cuadrado superior, rematado por un arco ligeramente apuntado, al estilo de mi pintura de la Virgen, y me di cuenta de que ese elemento era distinto en la tabla de Luis. Su arco tenía un lóbulo central que lo dividía en dos.

– Y en la parte inferior tenemos a San Juan Bautista, el precursor de Cristo -continuaba Oriol-, el que lo bautizó en el río Jordán. Era santo patrón por excelencia de los Pobres Caballeros, tal como los templarios se hacían llamar.

– Sí. Aspecto pobre sí tiene -afirmé. Era un hombre barbudo y de pelo largo con una especie de pergamino en su mano derecha y que se cubría con taparrabos de piel de oveja.

– Murió decapitado, como San Jorge -aclaró Oriol.

– Gracias por el detalle. Pero te lo podías haber ahorrado -bromeé fingiendo desagrado.


– Salomé, la concubina del rey, le pidió un deseo. Éste se lo concedió, y era la testa del Bautista en una bandeja.

– ¡Qué asco! -dijo Luis.

– Así que los templarios gustaban de los santos que perdían la cabeza -concluí mirando a Oriol con intención.

– Ciertamente -repuso él sosteniéndome la mirada con media sonrisa. Me quedé dudando si había captado el tono de mi afirmación.

– Esto requiere una explicación, señor historiador -ahora era Luis el que quería saber-. Esos templarios parecían ser una secta muy rara.

– La historia es larga. Empezó cuando los príncipes cristianos, en gran parte borgoñas, francos, teutones e ingleses, inflamados por las arengas de varios frailes predicando a través de Europa, cayeron sobre Tierra Santa cual plaga de langosta. Mucho peor aún. Incluso los bizantinos y su capital Constantinopla, cristianos pero ortodoxos, sufrieron aquella banda de salvajes. Hubo baños de sangre inenarrables. Los reinos ibéricos apenas aportamos contingentes, suficiente trabajo teníamos con nuestra reconquista; estamos hablando de un siglo antes de la batalla de las Navas de Tolosa. Entonces los musulmanes controlaban la mayor parte de la Península y los reinos cristianos estaban bajo amenaza continua.

– Bueno, ¿y qué tiene que ver eso con las cabezas? -pregunté impaciente.

– Con el tiempo y el desgaste, los ímpetus de los nobles cristianos en Tierra Santa se moderaron y se empezó a pactar. Así, cuando un caballero caía prisionero en combate, se acostumbraba a negociar un rescate por su libertad. Si se trataba de un plebeyo, sin recursos para pagar, se le esclavizaba. Eso no ocurría con los Pobres Caballeros de Cristo. Habían hecho votos de pobreza y de morir luchando por la fe; eran máquinas entrenadas para la guerra. Por lo tanto los musulmanes sabían que no importaba cuán alto fuera el rango del templario que capturaran ni las fortunas que atesorara la orden, jamás cobrarían rescate por uno de ellos. Y tampoco eran aprovechables como esclavos; sería como poner una bomba de relojería en casa. Por lo tanto, eso sí, con gran respeto y admiración, cuando lograban coger a uno de los caballeros de la cruz roja patada vivo, le cortaban el cuello lo antes posible. Por esa misma razón los templarios luchaban hasta la muerte, no se rendían, no pedían tregua ni esperaban clemencia.

– Ya veo -dijo Luis sonriendo guasón-. Por eso los templarios sentían esa camaradería con los santos decapitados; eran colegas.

Oriol afirmó con un gesto.

– ¡Ah! -exclamé sumándome a la ironía de Luis-, eso lo explica todo. También que guardaran trozos de muerto en sus anillos. Vaya gente rara.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora? -continuó Luis-. Aquí tenemos las tablas de los santos descabezados antes de que les cortaran la testa y en Nueva York la pieza central. Según Enric, ese tríptico contiene el secreto de un fabuloso tesoro -me miró a mí-. Tendrás que hacer que nos envíen la pieza que falta, ¿no?

– Espera un momento -cortó Oriol-. Nadie está obligado a aceptar una herencia. Cristina no quiso darnos antes una respuesta y ahora debe decidir si quiere buscar ese tesoro o no. Si decide hacerlo, adquirirá un compromiso y eso va a producir cambios en su vida, tal vez importantes. Empezando por pasar una temporada aquí -lanzó una mirada a mi anillo de prometida-. Y seguramente tiene compromisos en América.

– ¿Qué ocurre contigo, Oriol? -inquirió Luis-. ¿A qué viene esa pregunta? ¡Claro que Cristina quiere encontrar el tesoro!

– Deja que lo diga ella por sí misma. Yo también tengo sentimientos encontrados en este asunto. Pienso que a veces hay cosas que no se debieran remover. No hay que resucitar a los muertos.

Había un tono triste en su voz que me conmovió.

– ¿Qué quieres decir con eso? -Luis se estaba enfadando-. ¿Otra vez con ésas, Oriol? ¡Por Dios! ¡Estamos hablando de la última voluntad de tu padre!

– Yo estoy por buscar ese tesoro -dije, en un impulso, cortando la polémica que se iniciaba, y a sabiendas del lío que mi decisión causaría en Nueva York.

– Yo también -dijo Luis y ambos quedamos pendientes de Oriol.

Él miró al techo y pareció pensar. Luego su cara se iluminó con esa sonrisa, la de cuando era niño, la que me enamoraba. Parecía como si el sol saliera de entre nubarrones.

– No voy a dejar que os divirtáis solos -y levantó la barbilla con arrogancia traviesa-. Además, nunca lo conseguiríais sin mí. Yo también juego.

Yo casi salto de alegría, miré a Luis, se le había pasado el enfado y también sonreía. Era como regresar a la infancia, jugar de nuevo con Enric. Sólo que él ya no estaba con nosotros. ¿O quizá sí?

– ¡Bravo! -exclamó Luis levantando su mano para palmear las nuestras-. ¡A por esa fortuna!

De pronto la expresión de Oriol se ensombreció cuando dijo:

– No sé, pero siento algo extraño -tragó saliva-. Quizá no sea tan buena idea.

Hizo que desaparecieran las sonrisas y yo pensé que quizá supiera algo que los demás ignorábamos. ¿Qué razones tendría para esa reserva? ¿Qué le habría dicho su padre en esa carta póstuma?

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