TREINTA Y CUATRO

Ya dije antes que no soy nada temerosa. Aunque mi madre cree más bien que soy temeraria. El caso es que alguna vez me meto en situaciones tensas… bueno, peligrosas. Y cuando me encuentro en ello me doy cuenta de que no debería estar en aquel lugar y en aquel momento. He de reconocer que esa vez me metí en la boca del lobo, tuve miedo y hubo un momento en que me puse a rezar para salir con bien de semejante trance.

Me vi un par de veces más con Artur Boix, era divertido, seductor y siempre aportaba detalles nuevos sobre los Bonaplata y sus actividades secretas.

Confesó que el asalto a la salida de la librería lo había organizado él y que no aceptaba el rechazo de Oriol a negociar el reparto del tesoro. Juró que bajo ningún concepto sus matones me hubieran hecho daño alguno, que aún estaba furioso con aquellos ineptos por darse a la fuga, pero que parte de la culpa era suya al no contar con la posible reacción de ese tipo que me seguía.

Eso le llevó a proclamar que los Nuevos Templarios eran una secta peligrosa, unos fanáticos, unos fantoches desquiciados. Yo, aun desconociendo cómo funcionaba la orden, sólo por mis simpatías hacia Enric y Oriol, afirmé que él exageraba por su propio interés y que los hacía malos por conveniencia.

Esa defensa mía de los templarios pareció irritarle y me dijo que celebraban ceremonias secretas de las que sólo sabían los iniciados y que prueba de ello era que me habían mantenido al margen, a pesar de ser parte interesada, de vivir con ellos y máxime cuando el anillo que portaba me daba autoridad no sólo de pertenencia a la orden sino de rango. Él insistía, y yo, algo molesta por la posibilidad, no ya de que Alicia, sino que Oriol me tuviera ignorante a propósito, empecé a ridiculizar su historia.

La hermosa sonrisa desapareció de la faz de Artur y puso cara de niño enfurruñado. Lo cierto es que Artur dejaba de ser muy atractivo para pasar a ser sólo guapo cuando apretaba los labios. Entonces lo dijo:

– No te atreverás a presentarte en uno de sus capítulos secretos.

Yo repuse que era de mala educación ir donde uno no ha sido invitado. Y él contestó que podía ir y observar sin que me vieran, y yo que eso no estaba bien, y él que yo tenía miedo. Agregó que sabía cómo se podía entrar y salir sin ser visto y todo era cuestión de tener lo que hacía falta para hacerlo.

Le pregunté si él se atrevía a venir conmigo y dijo que sí, pero sólo hasta la puerta, ya que por razones obvias debía entender que de ser descubiertos yo era amiga y portaba el anillo de máxima autoridad templaria, por lo que estaría a salvo, mientras que el tratamiento que esa gente, en tal circunstancia, le daría a él sería más bien agresivo.

– Lo cierto es que aun negándolo me crees y no te fías de ellos -añadió.

No sé si éste era el tercer o cuarto reto que me lanzaba, su sonrisa irónica potenciaba su atractivo; ese toque sarcástico era como el ácido al sorbete de limón. Lo hacía más apetecible. Y entonces le dije:

– ¡Claro que me atrevo! -hice una pausa retándolo con la mirada- Aunque toda tu osadía no llegue más allá de abrirme la puerta para que yo pase, me atrevo.

Me estaba manipulando, lo sabía. ¿Qué pretendía enviándome a esa iglesia a las doce de la noche? Sin duda, que yo observara los supuestos ritos templarios, que su credibilidad, la de él, aumentara y la de Alicia y Oriol bajara. Se lo pregunté directamente. Dijo que me quería a su lado en el asunto del tesoro. Y si me descubrían no le importaba que se enteraran de que él me trajo, que supieran de una vez que él estaba acechando y que tocaba negociar. Por derecho, a él le correspondía buena parte de aquella fortuna y que lo mejor para todos era llegar a un acuerdo. «Bueno», pensé, «eso es lo que tú crees».


Era la noche de San Juan, la vigilia más corta, la del solsticio de verano, la velada de las brujas, la de la oscuridad mágica, la de las sombras luminosas. San Juan Bautista, el decapitado patrón del Temple; en esa noche, según Artur, la secta se reuniría en una vetusta iglesia gótica cercana a la plaza de Cataluña. Me dijo que la liturgia católica celebra siempre las muertes de sus santos y sólo el nacimiento de uno: el del Bautista, y que éste se sitúa en el calendario precisamente en el punto opuesto a la Navidad, celebración del natalicio de Jesús, en el solsticio de invierno. Las fechas no fueron escogidas al azar, sino que se superponen a las celebraciones populares de los solsticios que arrastran consigo los ritos paganos y esotéricos precristianos. Y que los caballeros del Templo de Jerusalén participaban plenamente en ellos.

Sentía la ciudad vibrando con una energía excepcionalmente intensa, era noche de verbena y nadie se preocupaba del día siguiente; llegara de la forma que lo hiciera, y se alcanzara en el estado que fuera, sería festivo. En el cielo estallaban fuegos de artificio y por las calles, concurridas como si fuera de día, grupos de jóvenes andaban petardeando entre risas y carreras. Era noche de fuego, de cava y de ese pastel de consistencia dura, barnizado de azúcar vidriado y cubierto de frutas confitadas y piñones llamado coca.

Artur me entregó un mapa del templo y me explicó su disposición interna. A la iglesia de Santa Anna los fieles acceden a través de lo que hoy es la entrada principal, sita en el extremo derecho del crucero y cuyo pórtico está jalonado por cinco arcos góticos apoyados en sendas columnillas. Una estatua de la Virgen preside este acceso que da a la plazoleta de Ramón Amadeu. La segunda entrada se sitúa al pie de la cruz latina que forma la planta original del templo, cruz bastante desdibujada en la actualidad a causa de las capillas laterales que se le fueron añadiendo. Esa entrada comunica con el claustro, una hermosa construcción de planta y piso de arcos góticos cubriendo un pasillo que rodea un jardín cuadrado. Al claustro se accede también desde la plazoleta, aunque dicha entrada se cierra con una cancela férrea, abierta para el disfrute del público sólo en ocasiones señaladas.

Altos edificios modernos rodean la iglesia y la plaza, encerrándolas en una zona atemporal, oculta y nostálgica de tiempos pasados mucho más prósperos. La plaza de Ramón Amadeu también se cierra en las noches con dos verjas metálicas; una emplazada en un portal que se abre en el centro de una casa de vecinos, vieja en varios cientos de años y que da a la calle de Santa Anna y otra mucho más moderna que sale al pasaje Rivadeneyra, que a su vez comunica con la plaza de Cataluña.

Es un lugar escondido, con una protección en apariencia excesiva pero comprensible, una vez conocida la historia de vicisitudes económicas y violencias sufridas por ese venerable edificio, primero monasterio de la Orden del Santo Sepulcro, luego colegiata y al fin parroquia. Todos los terrenos donde se alzan las casas que la encierran fueron en su tiempo propiedad del monasterio y se fueron vendiendo conforme lo requerían las necesidades monetarias de cada periodo y después de que se hiciera lo mismo con extensas posesiones en Cataluña, Mallorca y Valencia. La iglesia fue cerrada por los franceses durante la invasión napoleónica y sufrió distintos asaltos antes y después. Pocos saben que en parte de lo que hoy es la plaza, se erigía a principios del siglo XX una estilizada iglesia neogótica de altos pináculos, extensión de la iglesia actual y que sólo se mantuvo en pie durante veintidós años hasta que fue quemada y dinamitada durante la Segunda República.


Tampoco se libró del fuego el viejo edificio, que a pesar de sufrir el derrumbe de algunas de las techumbres, escapó de la dinamita seguramente por su condición de monumento nacional. Menos fortuna tuvieron el rector y varias de las personas relacionadas con la iglesia, asesinados en aquellos tiempos convulsos.

El templo posee un tercer acceso, usado sólo por el personal religioso y que empieza en el pasaje Rivadeneyra, donde se encuentra la casa parroquial, y transcurre al lado de ésta, separándola del edificio vecino y desembocando en el claustro. Está cerrado por unas rejas, sirve de aparcamiento al coche del párroco, y una puerta, también enrejada, lo limita por el extremo del claustro.

La sala capitular, antes llamada capilla del Ángel de la Guarda, era donde se reunían los Nuevos Templarios para oficiar sus ceremonias y se comunica tanto con la nave de la iglesia como con el claustro. Ése era mi objetivo.


Pero existe un cuarto acceso, que casi nadie conoce. Adosadas al altar mayor, y situadas en el brazo corto de la cruz, hay dos capillas, y por la de la derecha, la del Santísimo, se llega a la sacristía. Y ésta tiene al fondo dos pequeños despachos. Uno de ellos posee una puerta acristalada que da, en su parte trasera, a un patio rodeado por las paredes de la iglesia y por las moles de un edificio bancario y de una casa de vecinos de varios pisos de altura que ocultan la totalidad de la construcción medieval por ese extremo. El patio está dividido en dos por un muro que delimita la zona perteneciente a la iglesia y la del banco. En el muro hay un viejo portón fuera de uso. Ya en la zona de la institución, una sólida puerta metálica se comunica con un callejón formado por el edificio bancario y el inmueble de vecinos y que desemboca en la amplia zona peatonal del Portal de l'Angel. Por allí se suponía que debía entrar yo.

El taxi nos dejó en la parte este de la plaza de Cataluña y anduvimos los pocos metros que nos separaban de esa misteriosa entrada.

Por el camino, Artur repasaba conmigo la disposición interior del templo y me dio las llaves del portón que separa el patio de la entrada trasera de la sacristía. Dijo que él me aguardaría en el callejón. Yo, en ese momento, ya no las tenía todas conmigo y sólo mi amor propio evitaba que me echara atrás. ¿Y si me quedaba encerrada en ese viejo edificio? Entre los bonitos detalles que me había contado el anticuario sobre el lugar figuraba su carácter de antiguo cementerio. Le agradecí el gesto caballeroso de esperarme fuera, pero exigiéndole la llave de la puerta metálica que da a la calle. Él me miró con su sonrisa cínica de sabor cítrico y preguntó:

– ¿Miedo?

– Prudencia -repuse, aunque en tal situación era difícil distinguir entre lo uno y lo otro.

– Te deseo suerte -continuaba sonriendo y, acariciándome la mejilla, acercó sus labios a los míos y me besó en la boca, lengua incluida. Yo no me esperaba ese cariño, pero lo acepté. Lo cierto es que no puse demasiada atención en ello, en ese momento mis preocupaciones eran otras.

– Disfruta de la experiencia, querida -añadió. Y yo me pregunté si ese tipo vanidoso se refería a la aventura que iba a vivir o a su beso.

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