A finales de octubre, el día anterior al comienzo del juicio, Rathbone recibió en el club la visita del Lord Canciller.
– Buenas tardes, Rathbone. -Se hundió con suavidad en un sillón frente al abogado y cruzó las piernas. Al instante, el camarero se acercó hasta él.
– Coñac -dijo el Lord Canciller con amabilidad-. Tienen coñac Napoleón, lo sé. Póngame una copa, y póngale otra a sir Oliver.
– Gracias -aceptó Rathbone sorprendido y no sin cierta aprensión.
El Lord Canciller le miró con gravedad.
– Un asunto sucio -dijo con una imperceptible sonrisa que no alcanzó su mirada. Sus ojos eran serenos, claros y fríos-. Espero que logre manejarlo con discreción. Una mujer así resulta impredecible. Hay que desenvolverse con mucha cautela. ¿No ha conseguido que la condesa Rostova se retracte, supongo?
– No, señor -confesó Rathbone-. Lo he intentado sirviéndome de todos los argumentos que se me han ocurrido.
– Es de lo más desafortunado. -El Lord Canciller frunció el ceño. El camarero le trajo el coñac y él se lo agradeció. Rathbone tomó el suyo. Por lo poco que disfrutó bebiéndolo bien podría haberse tratado de té frío-. De lo más desafortunado – repitió el Lord Canciller antes de beber un sorbo de la ancha copa que sostenía entre las manos, luego continuó caldeando el líquido y disfrutando de su aroma-. Aun así no me cabe la menor duda de que lo tiene usted controlado.
– Sí, naturalmente -mintió Rathbone. No había motivo para admitir la derrota antes de que fuera inevitable.
– Desde luego. -El Lord Canciller, al parecer, no se conformaba con una respuesta tan lacónica-. Confío en que tenga algún medio para evitar que su cliente realice más comentarios malintencionados ante el tribunal. Debe encontrar la forma de convencerla no sólo de que no tiene nada que ganar, sino de que también tiene mucho que perder. -Miró a Rathbone con atención.
No había forma de eludir la contestación, y debía ser concreta.
– Está muy preocupada por el futuro de su país -dijo con seguridad-. No hará nada que ponga en peligro su lucha por mantener la independencia.
– Eso no me resulta en modo alguno tranquilizador, sir Oliver -dijo el Lord Canciller implacable.
Rathbone vaciló. Había tenido en cuenta que, como mínimo, debía disuadir a Zorah de que intentara involucrar a la reina Ulrike, ya fuera directa o indirectamente. Pero si el Lord Canciller no había reparado en aquel posible desastre, él no se lo iba a insinuar.
– La convenceré de que ciertas acusaciones o insinuaciones irían en contra del bienestar de su país -contestó Rathbone.
– ¿Eso hará? -comentó escéptico el Lord Canciller.
Rathbone sonrió.
El Lord Canciller le devolvió una sombría sonrisa y se terminó su coñac.
La charla de la tarde anterior resonaba en la cabeza de Rathbone al día siguiente, cuando dio comienzo el juicio. Se esperaba que fuese el caso de calumnia del siglo y, mucho antes de que el juez llamara al orden al tribunal, los bancos estaban ya abarrotados de gente y ni siquiera quedaba sitio al fondo para estar de pie. Los ujieres se emplearon a conciencia para mantener despejados los pasillos y evitar así cualquier riesgo para la seguridad de los asistentes.
Antes de entrar en la sala, Rathbone intentó convencer a Zorah por última vez de que se retractase.
– Aún no es demasiado tarde -dijo con vehemencia-. Aún puede admitir que estaba sobrecogida por el dolor y que habló sin haber meditado sus palabras.
– No estaba sobrecogida -dijo Zorah con una sonrisa burlona-. Y hablé tras haber considerado el asunto con sumo cuidado. -Iba vestida con tonos rojos pardos y marrones. La chaqueta se adaptaba con gracia a sus hombros esbeltos y a su recta espalda, y la falda arrancaba de su cintura dibujando una curva ininterrumpida sobre los aros. Su atuendo era desastrosamente inadecuado para la situación. No parecía ni mucho menos arrepentida ni consumida por la tristeza. Lucía espléndida.
– Me encamino a una batalla desprovisto de armas y sin armadura. -Rathbone escuchó su propia voz llena de desesperación-. ¡No tengo nada con lo que defenderla!
– Tiene un gran talento. -Zorah le sonrió, sus ojos verdes brillaban llenos de confianza, aunque Rathbone no sabía si se trataba de un sentimiento auténtico o ficticio. Como siempre, ella no hizo caso alguno de lo que Rathbone le decía, excepto para encontrar una respuesta encantadora. Nunca había tenido un cliente tan irresponsable, ni que pusiera a prueba su paciencia de tal modo.
– No tiene mucho sentido ser el mejor tirador del mundo si no se tiene arma con que disparar -protestó-, ni munición alguna.
– Encontrará algo. -Alzó un poco la barbilla-. Bien, sir Oliver, ¿no ha llegado el momento de entrar en combate? El ujier nos está haciendo señas. ¿Es un ujier, verdad, aquel hombrecito de allí que le hace gestos con la mano? ¿Es el término correcto?
Rathbone no se molestó en responder sino que se hizo a un lado para dejar que ella pasara primero. Se puso derecho y se arregló la corbata por enésima vez, dejándola algo ladeada, y entró en la sala. Debía ofrecer una imagen impecable.
El murmullo de las conversaciones cesó al instante. Todo el mundo los miraba, primero a él y después a Zorah. Ella recorrió el pequeño espacio hasta los asientos de la mesa del demandado con la cabeza alta, la espalda erguida, sin mirar ni a izquierda ni a derecha.
Podía escucharse un sordo susurro de rencor. Todos tenían curiosidad por ver a la perversa mujer capaz de elevar semejante acusación contra una de las heroínas de la época. La gente estiraba el cuello para mirar, con los rostros endurecidos por la rabia y la antipatía. Rathbone, detrás de ella, sentía aquellas miradas como una ola de frío. Sostuvo la silla de Zorah mientras ella se sentaba con una gracia extraordinaria y colocaba la falda a su alrededor.
El rumor general volvió a crecer: movimiento, palabras susurradas.
Un momento después se hizo el silencio. Se abrió la puerta del fondo y Ashley Harvester, abogado de clase superior, la sostuvo mientras su cliente, la princesa Gisela, viuda del príncipe Friedrich, entraba en la sala. Se podía sentir la emoción en el cargado ambiente, el aliento contenido fruto de la expectación.
El primer pensamiento de Rathbone al verla fue que era más menuda de lo que esperaba. No tenía motivo para ello, pero había imaginado que la mujer que había protagonizado los dos mayores escándalos de la realeza en la historia de su nación tendría un aspecto más imponente. Su extrema delgadez la hacía parecer frágil, como si fuera a quebrarse si llegaban a tratarla con brusquedad. Iba vestida de riguroso negro, desde el exquisito sombrero con velo de luto y el corpiño de corte perfecto, que realzaba sus delicados hombros y su cintura, hasta la gran falda de tafetán que hacía que su cuerpo fuese semejante al de una muñeca, como si se fuese a partir por la mitad en cuanto alguien se mostrase desagradable con ella.
Se oyó un suspiro entre la multitud, el desahogo de la respiración contenida. De forma espontánea, un hombre grito: «¡Bravo!», y una mujer, entre sollozos, dijo: «¡Que Dios la bendiga!».
Despacio, con las manos cubiertas por guantes negros, Gisela se alzó el velo, luego se volvió, vacilante, y ofreció a los asistentes al juicio una lánguida sonrisa.
Rathbone la miraba con irresistible curiosidad. No era hermosa, nunca lo había sido, y el dolor había hecho estragos en su rostro hasta dejarlo sin color alguno. Su cabello era casi invisible bajo el sombrero, pero los escasos mechones que podían entreverse eran oscuros. Tenía una frente ancha, las cejas rectas y marcadas, los ojos grandes. Dirigía la mirada, inteligente y digna, al frente, pero estaba tensa, sobre todo se notaba en su boca. Teniendo en cuenta todo lo que había sufrido, además de esa horrible acusación, el hecho de que mantuviera cierta serenidad decía mucho en su favor. Si mostraba algo de tensión al encontrarse frente a una mujer que se consideraba acérrima enemiga suya, ¿quién podía sorprenderse o criticarla por ello?
Después de aquel gesto dirigido al público, tomó asiento en la mesa del demandante sin mirar ni a un lado ni al otro, y evitó de forma notoria dirigir la mirada hacia Rathbone o Zorah.
El público estaba tan fascinado que apenas se fijó en Ashley Harvester mientras éste la seguía y tomaba asiento. Ya se había sentado cuando Rathbone le miró. Era su adversario, era la destreza de Harvester contra la que debería luchar. Rathbone nunca se había enfrentado a él en un tribunal, pero conocía su reputación. Era un hombre de intensas convicciones, preparado para librar cualquier batalla si tenía un principio en el que creer. Y además Ashley Harvester era capaz de encarar a cualquier enemigo. Estaba sentado con una expresión de concentración en el rostro alargado y enjuto de aspecto muy severo. Tenía la nariz recta, los ojos pálidos y hundidos en las cuencas, los labios finos. Si tenía o no el más mínimo sentido del humor, Rathbone aún no podía saberlo.
El juez era un anciano de curioso aspecto. La carne que cubría sus huesos parecía tan fina que se apreciaba a la perfección su estructura craneal, pero, a pesar de ello, su semblante no era para nada aterrador. A primera vista podía juzgársele débil, tal vez un hombre que ostentaba un cargo de relevancia más por privilegios de cuna que por habilidades o inteligencia propias. Con voz agradable llamó al orden y lo obtuvo al instante, no tanto debido a su autoridad como al hecho de que nadie en aquella sala abarrotada quería perderse una sola palabra de lo que dijeran los protagonistas de tan extraordinario caso.
Rathbone miró al jurado. Tal como le había dicho a su padre, eran, por definición, hombres con propiedades; era un requisito para ser elegido. Iban vestidos con sus mejores trajes oscuros, cuellos blancos y almidonados, sobrios chalecos, chaquetas abotonadas hasta arriba. Al fin y al cabo, estaban en presencia de la realeza, aunque fuese de forma dudosa y no reconocida. Y había sin duda mucha sangre noble y mucho linaje antiguo, ya fuera en el tribunal o entre los testigos. Tenían un aspecto solemne acorde con las exigencias de la ocasión, todos mostraban una expresión grave y tenían el cabello y los bigotes muy bien peinados. Todos ellos miraban al frente y apenas parpadeaban.
Entre el público, los reporteros de prensa estaban sentados con los lapiceros preparados y las páginas en blanco frente a sí. Ninguno se movía.
La audiencia dio comienzo.
Ashley Harvester se puso en pie.
– Señoría, caballeros del jurado. -Su voz era precisa, con el leve acento propio del centro de Inglaterra. Había hecho todo lo posible por erradicarlo, pero aún se apreciaba cuando pronunciaba algunas vocales-. En apariencia, este caso no es dramático ni inquietante. Nadie ha recibido graves heridas a nivel físico. -Hablaba con calma y sin gesticular-. No hay ningún cadáver ensangrentado, ni tampoco el destrozado superviviente de un asalto que quiera obtener misericordia. Ni siquiera tratamos el caso de alguien a quien le hayan robado los ahorros de toda una vida, o sus propiedades. No hay ningún negocio malogrado, ningún hogar en ruinas aún humeantes. -Se encogió muy levemente de hombros, como si el asunto entrañase algún tipo de ironía-. De lo que aquí nos ocupamos es sólo de palabras. -Se detuvo, dándole la espalda a Rathbone.
La sala permanecía en silencio.
En el público, una mujer tomó aliento y empezó a toser.
Un miembro del jurado parpadeó varias veces.
Harvester sonrió con amargura.
– Pero también el padrenuestro no es más que palabras, ¿no es cierto? El juramento de coronación son palabras, y la ceremonia del matrimonio -se dirigía al jurado-. ¿Consideran que alguna de esas cosas es un asunto sin importancia? -No esperó ninguna respuesta. En sus rostros apreció cuanto necesitaba-. El honor de un hombre, o el de una mujer, puede residir en las palabras que pronuncia. Todo cuanto vamos a utilizar en este tribunal, hoy y en los días siguientes, serán palabras. Mi distinguido amigo -alzó la cabeza un poco en dirección a Rathbone- y yo lucharemos, y no tendremos más armas que las palabras y el recuerdo de esas palabras. No alzaremos los puños uno contra el otro.
Alguien soltó una risita nerviosa que aplacó al instante.
– No blandiremos espadas ni empuñaremos armas -prosiguió-. Y, no obstante, del resultado de batallas como ésta han dependido las vidas de muchos hombres, su reputación, su honor y su fortuna.
Se volvió despacio de manera que dividía sus miradas entre el jurado y el público.
– El Nuevo Testamento de Nuestro Señor no afirma a la ligera que «En un principio fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». Tampoco es casualidad que tomar el nombre de Dios en vano sea considerado el inefable pecado de la blasfemia. -Su voz se alteró de pronto hasta llegar a ser un grito airado, cortante, en el silencio de la sala-.¡Tomar el nombre de cualquier hombre o cualquier mujer en vano, levantar falsos testimonios, difundir embustes, es también un delito que exige justicia e indemnización!
Era el tipo de obertura de la que Rathbone habría hecho uso si hubiese defendido el caso de Gisela. Con pesar, la aplaudió interiormente.
– Robar el buen nombre de otra persona es peor que robar su casa, su dinero o su ropa -continuó Harvester-. Decir de otra persona lo que se ha dicho de mi cliente está más allá de toda comprensión y, para muchos, más allá de todo perdón. Cuando hayan escuchado los testimonios, se sentirán tan ultrajados como yo, de eso no me cabe la menor duda.
Se volvió de pronto hacia el juez.
– Señoría, llamo a declarar a mi primer testigo, lord Wellborough.
Se levantó un murmullo entre el público y muchas personas alargaron el cuello para ver a lord Wellborough cruzar la puerta de la sala contigua, donde había estado esperando. A primera vista no resultaba una figura imponente, porque era más bajo que la media y tenía el cabello y los ojos claros. Pero tenía un buen porte, y sus ropas denotaban riqueza y seguridad.
Subió los escalones del estrado y prestó juramento. No apartó la mirada de Harvester, ni siquiera miró al juez, ni a Zorah, que estaba sentada junto a Rathbone. Tenía un aspecto muy grave, pero en modo alguno parecía nervioso.
– Lord Wellborough -comenzó Harvester mientras caminaba por el pequeño espacio frente al estrado y subía los escalones casi como si se tratara de un pulpito. El abogado se veía forzado a mirar hacia arriba-. ¿Conoce usted tanto a la demandante como a la demandada de este caso?
– Sí, señor, las conozco.
– ¿Eran las dos huéspedes de su casa de Berkshire en el momento del trágico accidente y subsiguiente fallecimiento del príncipe Friedrich, el difunto marido de la demandante?
– Lo eran.
– ¿Había vuelto a ver a la demandante desde que se marchó de su casa, poco después de aquel suceso?
– No, señor. El funeral del príncipe Friedrich tuvo lugar en Wellborough. Hubo un servicio en su memoria en Venecia, donde el príncipe y la princesa pasaban la mayor parte del año, según tengo entendido, pero no pude asistir.
– ¿Había visto a la demandada desde entonces? -La voz de Harvester era suave, como si las preguntas no tuvieran más que un interés de orden social.
– Sí, señor, en varias ocasiones -respondió Wellborough, con la voz crispada por una repentina rabia.
En el público, varias personas se irguieron un poco más en sus asientos.
– ¿Podría decirme qué sucedió en la primera de esas ocasiones, lord Wellborough? -apremió Harvester-. Descríbalo, por favor, con un mínimo de detalles, los suficientes para que los caballeros del jurado, que no se encontraban presentes, puedan hacerse una idea de la situación, pero no tanto como para distraerlos del caso.
– Desde luego. -Wellborough se volvió hacia el jurado.
La cara del juez mostraba, hasta el momento, una expresión de indiferencia.
– Fue en una cena organizada por lady Easton -explicó Wellborough al jurado-. En la mesa nos sentamos unas veinticuatro personas. Había sido una velada muy agradable y estábamos todos de muy buen humor hasta que alguien, no recuerdo quién, nos recordó la muerte del príncipe Friedrich, que había tenido lugar hacía unos seis meses. De inmediato nos quedamos un tanto sombríos. Era un hecho que nos entristecía a todos. Yo, y muchos otros, hablamos de nuestro dolor, y algunos comentamos también cómo lo sentíamos por la princesa Gisela. Expresamos nuestra preocupación por ella, tanto en lo concerniente a la devastadora pérdida, sabiendo lo completa y profundamente que se habían amado, como en lo tocante a su bienestar, ahora que se hallaba sola por completo en el mundo.
Varios miembros del jurado asintieron con la cabeza. Uno torció la boca.
Un susurro de conmiseración se extendió entre el público.
Harvester miró a Gisela, que permanecía inmóvil. Se había quitado los guantes y tenía las manos sobre la mesa, frente a sí, desnudas excepto por el anillo de boda que lucía en la derecha y la sortija negra de luto en la izquierda. Tenía unas manos pequeñas y fuertes, más bien robustas.
– Continúe -dijo Harvester con suavidad.
– La condesa Zorah Rostova también estaba presente entre los invitados a la cena -siguió Wellborough, con la voz marcada por el desagrado, al poco apareció en su mirada y en su semblante algo que bien podía ser inquietud.
Rathbone pensó en el último viaje de Monk a Wellborough y se preguntó cómo habría conseguido la colaboración del señor de la casa, a pesar de que ésta había servido de bien poco.
Harvester esperaba.
La sala estaba en silencio a excepción del leve rumor de las respiraciones. A una mujer le crujió la ballena del corsé.
– La condesa Rostova dijo que no tenía duda alguna de que la princesa Gisela estaría bien cuidada y de que su dolor remitiría con el tiempo-continuó Wellborough. El gesto de su boca se endureció-. Pensé que era un comentario de mal gusto, y creo que alguien más dijo algo al respecto. A lo que ella respondió que, teniendo en cuenta que Gisela había matado a Friedrich, el comentario era en realidad muy suave.
Los gritos ahogados y los susurros de la sala le impidieron seguir.
El juez no intervino, sino que dejó que la reacción del público siguiera su curso.
Rathbone sintió cómo se le tensaban los músculos. El juicio iba a ser tan complicado como había temido. Miró de reojo el fuerte perfil de Zorah, la larga nariz, los ojos demasiado separados, la boca sutil y sensible. Era una mujer desequilibrada, tenía que serlo. Era la única posible respuesta. ¿Podía aducirse demencia en un caso de calumnia? No, por supuesto. Era un caso civil, no penal.
Rathbone no quería mirar a Harvester, y menos aún provocar que sus miradas se encontrasen, pero lo hizo sin darse cuenta. Vio lo que creyó que era un destello de humor compungido, aunque a lo mejor no era más que lástima y certidumbre al saber que tenía en sus manos un caso irrebatible.
– ¿Y cuál fue la reacción de la mesa a ese comentario, lord Wellborough? -preguntó Harvester cuando el alboroto hubo decrecido lo suficiente.
– De horror, desde luego -contestó Wellborough, angustiado-. Hubo algunos que escogieron creer que lo había dicho con la intención de hacer algún tipo de chiste extraño, e incluso rieron. Me atrevería a decir que estaban tan avergonzados que no sabían qué hacer.
– ¿Argumentó su afirmación la condesa Rostova? -Harvester enarcó las cejas-. ¿Ofreció algún tipo de atenuante acerca de por qué había dicho algo tan injurioso?
– No, no lo hizo.
– ¿Ni siquiera a lady Easton, su anfitriona?
– No. La pobre lady Easton estaba avergonzadísima. Apenas sabía qué decir o hacer para salvar la situación. Todos nos sentíamos enormemente incómodos.
– Me lo imagino -convino Harvester-. ¿Está seguro de que la condesa no se disculpó?
– Ni mucho menos -añadió Wellborough con enojo, sus manos agarraban la barandilla del estrado al inclinarse sobre ella-. Lo repitió.
– ¿En su presencia, lord Wellborough?
– ¡Claro que en mi presencia! -exclamó-. No soy tan tonto como para decir ante un tribunal algo que no conozca de primera mano.
La serenidad de Harvester no se alteró.
– ¿Se refiere a aquella misma cena o a alguna otra ocasión?
– Ambas cosas -Wellborough se irguió-. Volvió a realizar aquella afirmación esa misma noche, cuando sir Gerald Bretherton le dijo que no podía haber dicho en serio algo semejante. Ella le aseguró que así era.
– ¿Y cuál fue la reacción general ante la acusación? -interrumpió Harvester-. ¿Discutió alguien con ella o pensaron todos que había sido sólo una falta de educación, tal vez provocada por la alteración o la insolencia?
– Intentaron disculparlo -admitió Wellborough-. Pero ella volvió a repetir la acusación una semana después, en un estreno teatral. La obra era una tragedia. No recuerdo el título, pero volvió a decir que la princesa Gisela había asesinado al príncipe Friedrich. Fue una escena vergonzosa. La gente intentaba fingir que no había oído sus palabras, o que se trataba de un chiste perverso, pero ella dejó muy claro qué era exactamente lo que quería decir.
– ¿Sabe usted, lord Wellborough, si alguien dio el más mínimo crédito a la acusación? -Harvester hablaba con delicadeza, pero sus palabras caían con gran deliberación y claridad, y miraba hacia el jurado y, después, de nuevo al estrado-. Por favor, medite su respuesta.
– Lo haré. -Wellborough no apartaba la mirada del rostro de Harvester-. Escuché a varias personas decir que era la ridiculez más maliciosa que habían oído jamás, y que no cabía duda alguna de que no encerraba ni una pizca de verdad.
– ¡Bien dicho! -gritó un hombre desde el público, a lo que siguió un aplauso inmediato.
El juez los miró con un gesto de advertencia, pero no intervino.
A Rathbone se le tensó la mandíbula. Su mejor baza habría sido contar con un juez fuerte y perspicaz. Aunque quizá no había sido más que una ingenuidad pensar que aún podía tener algún tipo de esperanza. Las palabras del Lord Canciller resonaban en sus oídos. ¿Había sido discreción o simplemente una rendición incondicional?
A su lado, Zorah estaba impasible. Quizá aún no era consciente de su situación.
– Eso en lo referente a los que la conocían, claro -dijo Wellborough, contestando aún a la pregunta-. Y también respecto a muchos otros que no la conocían. Pero algunos repitieron la acusación, y los ignorantes empezaron a dudar. Algunos criados extendieron el chisme. Causó mucho malestar.
– ¿A quién? -preguntó con calma Harvester.
– A mucha gente, pero sobre todo a la princesa Gisela -contestó Wellborough, despacio.
– ¿Conoce usted personalmente a alguien que haya dado crédito a la afirmación de la condesa? -presionó Harvester.
Wellborough cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro.
– Sí. Escuché feos comentarios en varias ocasiones y, cuando la princesa quiso regresar a Inglaterra durante una breve temporada, le fue imposible contratar personal de servicio respetable para la pequeña casa en la que tenía pensado alojarse.
– Qué desagradable -se compadeció Harvester-. ¿Tiene motivos para creer que eso ocurrió como resultado de las acusaciones de la condesa Rostova?
– Estoy casi seguro de ello -respondió Wellborough con frialdad-. Mi mayordomo intentó contratar servicio doméstico para que la princesa pudiese estar tranquila durante los meses de verano, para alejarse del calor de Venecia. Quería retirarse aquí de la vida pública, algo muy natural dadas las circunstancias. Este horrible asunto lo hizo imposible. No fuimos capaces de encontrar personal satisfactorio. Los ignorantes ya habían extendido el rumor de boca en boca.
Entre el público se extendió un murmullo de compasión.
– Qué desagradable -Harvester negaba con la cabeza-. ¿Así que la princesa no pudo venir?
– Se veía forzada a alojarse en casa de amigos, lo que no le ofrecía ni la intimidad ni la reclusión que necesitaba en esos días de aflicción.
– Gracias, lord Wellborough. Si tiene la bondad de quedarse donde está, mi distinguido amigo quizá tenga preguntas para usted.
Rathbone se puso en pie. Casi sentía crujir la tensión en el ambiente. Se había devanado el cerebro para encontrar algo que preguntarle a Wellborough, pero todo cuanto se le ocurría no podía sino empeorar las cosas.
El juez lo miraba con actitud interrogante.
– No hay preguntas, gracias, señoría -dijo con la boca seca, y volvió a sentarse.
Lord Wellborough bajó los escalones, caminó con elegancia hacia la puerta y salió.
Harvester llamó a lady Wellborough.
Subió al estrado nerviosa. Iba vestida con una mezcla de colores, marrón oscuro y negro, como si no hubiese podido decidir si debía ir de luto o no. Se estaba hablando de una muerte, se intentaba negar un posible asesinato.
– Lady Wellborough -comenzó Harvester con amabilidad-, no tengo muchas preguntas que hacerle y todas están relacionadas con lo que pudo decir la condesa Rostova y el efecto que eso causó.
– Comprendo -respondió ella en voz muy baja. Estaba de pie con las manos entrelazas y su mirada saltaba de Gisela a Zorah. No miró al jurado.
– Muy bien. ¿Me permite empezar haciéndole recordar la cena a la que acudieron usted y lord Wellborough en casa de lady Easton, en Londres? ¿Se acuerda de aquel día?
– Sí, desde luego.
– ¿Escuchó a la condesa Rostova hacer el comentario acerca de la princesa Gisela y la muerte del príncipe Friedrich?
– Sí. Dijo que la princesa lo había asesinado.
Rathbone miró hacia donde estaba sentada Gisela. Intentó leer la expresión de su rostro pero le resultó imposible. Parecía indiferente, casi como si no comprendiera lo que se estaba diciendo. O quizá lo que sucedía es que no le importaba. Todo aquello que entrañaba pasión y significado para ella formaba ya parte de un pasado irrecuperable, había muerto con el único hombre al que había amado. Lo que se estaba representando en la sala apenas incidía en su conciencia, era una farsa irreal.
– ¿Lo dijo una o más veces? -La voz de Harvester volvió a cautivar la atención de Rathbone.
– Lo repitió, que yo sepa, en al menos tres ocasiones más -respondió lady Wellborough-. Lo oí por todo Londres, así que sólo el Cielo sabrá cuántas veces lo habrá dicho en total.
– ¿Quiere decir que se convirtió en tema de conversación, de habladurías, si lo prefiere? -apuntó el abogado.
Ella abrió más los ojos.
– Por supuesto. Es casi imposible hacer oídos sordos a algo semejante.
– ¿De modo que la gente lo repetía creyera en ello o no?
– Sí… Sí, aunque no creo que nadie lo creyera. Vamos… Claro que no. -Se ruborizó-. ¡Es ridículo!
– ¿Pero aún así lo repetían? -insistió él.
– Bueno… Sí.
– ¿Sabe dónde se encontraba entonces la princesa, lady Wellborough? -Sí, estaba en Venecia.
– ¿Estaba al corriente de lo que decían de ella? Se ruborizó un poco.
– Sí… Le escribí para decírselo. Pensé que debía saberlo. -Se mordió el labio-. No me gustó nada hacerlo. Me costó más de una hora redactar la carta, pero no podía permitir que se dijera algo así y quedara sin respuesta. Yo podía defenderla negándolo, pero no podía tomar medidas. -Al decirlo miraba a Harvester con el ceño algo fruncido.
Rathbone pensó que parecía muy interesada en que Harvester comprendiera sus motivos, y se le ocurrió que a lo mejor su rival la había preparado para que respondiera aquello y ella lo miraba para ver si lo había dicho bien. Pero era un hecho que no aportaba nada. No podía aprovecharlo para defender a Zorah.
– Le ofreció la oportunidad de defenderse ante la ley -concluyó Harvester-. Lo que ahora está haciendo. ¿Recibió contestación a su carta?
– Sí.
Hubo un murmullo de aprobación entre el público. Uno de los miembros del jurado asintió con gravedad.
Harvester sacó una hoja de papel azul y se la ofreció al ujier.
– Señoría, ¿puedo aportar esta carta como prueba y pedirle a la testigo que la identifique?
– Adelante -permitió el juez.
Lady Wellborough dijo que era la carta que había recibido y, con voz algo sombría, se la leyó en voz alta al tribunal, dando la fecha y la dirección de la demandante en Venecia. Miró a Gisela una sola vez y encontró en ella un mínimo reconocimiento.
– «Mi querida Emma» -comenzó con voz insegura-. «Tu carta me ha sorprendido y me ha apenado más de lo que puedo expresar. Apenas he sabido cómo ponerme a escribirte una respuesta sensata.»
Paró y se aclaró la voz sin alzar la vista del papel.
– «En primer lugar, quiero agradecerte que seas una amiga tan leal como para comunicarme estas horribles noticias. No ha debido de ser fácil para ti saber cómo decírmelo. A veces la vida parece más cruel de lo que resulta soportable.
»Cuando mi querido Friedrich murió, pensé que ya no me quedaba nada que esperar ni temer. Para mí fue el final de todo lo que era alegre o bello o valioso de algún modo. No pensé que ningún otro golpe lograra herirme. Qué equivocada estaba. Ni siquiera puedo intentar describir lo mucho que esto me duele. Imaginar que alguien, un ser humano con corazón y alma, pueda pensar que le hice daño al hombre que fue el amor y la razón de mi vida, supone un dolor que no creo poder soportar. Estoy abatida.
»Si no retira por completo su acusación, tendré que demandarla. Me será desagradable durante cada segundo del día, pero no tengo otra opción. No dejaré que hablen así de Friedrich. No dejaré que profanen nuestro amor. Para mi soledad y tristeza eternas, no pude salvar su vida, pero salvaré su reputación como el hombre al que amé y adoré por encima de todas las cosas. No permitiré que el mundo crea que le traicioné.
»Quedo en deuda contigo. Tu amiga, Gisela.
Dejó el papel sobre la barandilla y alzó la mirada hacia Harvester, con la cara blanca, luchando por mantener la compostura.
Nadie la miraba, casi todos los ojos estaban puestos en Gisela, aunque no pudieran ver más que su perfil. Muchas mujeres del público sollozaban de un modo audible, y un miembro del jurado miraba a la demandante de hito en hito parpadeando con rapidez. Otro se sonó la nariz con más ímpetu del necesario.
Harvester se aclaró la voz.
– Creo que podemos asumir con seguridad que la princesa Gisela estaba conmocionada sobremanera por el curso de los acontecimientos, que le causaron un dolor aún mayor del que ya sufría por la pérdida de un ser tan querido.
Lady Wellborough asintió.
Harvester invitó a Rathbone a interrogar a la testigo.
Él rehusó. Oyó los susurros de sorpresa en el público, vio el movimiento de un miembro del jurado y la incredulidad de su rostro. Pero no podía hacer nada. En una situación desesperada como aquella, cualquier cosa que dijera no haría más que brindarle a lady Wellborough la oportunidad de repetir su testimonio.
El juez levantó la sesión para almorzar. Rathbone pasó junto a Harvester y se dirigió de inmediato a una habitación privada en la que podía hablar a solas con Zorah, casi la arrastró con él para que se alejara de los feos comentarios y las protestas del público que abandonaba en esos instantes la sala.
– Gisela no mató a Friedrich -dijo Rathbone en cuanto cerró la puerta-. Ni siquiera tengo pruebas que hagan parecer sensata su acusación, ¡y, aun menos, cierta! Por amor de Dios, retráctese ahora. Admita que se dejó llevar por los sentimientos y que estaba equivocada…
– No estaba equivocada -dijo sin rodeos, sus ojos verdes estaban perfectamente calmados y serenos-. No negaré la verdad sólo porque se haya convertido en una molestia. Me sorprende que piense que sería capaz de hacerlo. ¿Es ésta la valentía de los momentos críticos que les ha permitido a los ingleses construir un imperio?
– Cargar contra las armas del enemigo tal vez le haga ganarse un nombre en la historia -dijo él con acritud-. Pero es un sacrificio estúpido si se pretende seguir viviendo. Será muy poético, pero la realidad es la muerte, la agonía, cuerpos tullidos y viudas que lloran en casa, madres que no vuelven a ver a sus hijos. Ya va siendo hora de que deje de soñar y vea la vida tal como es. -Escuchó su propia voz aumentando de volumen progresivamente y sin que pudiera evitarlo. Apretó los puños hasta que le dolieron los nudillos e, inconscientemente, movió la mano arriba y abajo en el aire-. ¿No ha escuchado el contenido de esa carta? ¿No ha visto la cara de los miembros del jurado? ¡Gisela es una heroína, el ideal de su fantasía romántica! Usted la ha atacado con una acusación que no puede demostrar, y eso la convierte en una villana. Nada de lo que yo diga cambiará eso. Si contraataco, sólo haré que empeore la situación.
Zorah estaba muy quieta, con la cara pálida, los hombros rectos, la voz débil y algo temblorosa.
– Se rinde con demasiada facilidad. Apenas hemos comenzado. Nadie con una pizca de sensatez tomaría una decisión cuando sólo ha oído una parte de la historia. Y, sensato o no, el jurado está obligado a esperar y escucharnos también a nosotros. ¿No está la ley para eso, para permitir que las dos partes expongan su caso?
– ¡Usted no tiene caso! -gritó, y de inmediato se arrepintió de haber perdido los papeles. Era poco decoroso y no servía para nada. No debería haberse permitido esa falta de control-. No tiene caso -repitió con voz más calmada-. Lo más que podemos hacer es presentar pruebas que indiquen que Friedrich fue asesinado, ¡pero no hay forma de probar que fuera Gisela! Tendrá que retractarse y pedir perdón tarde o temprano, o sufrir el castigo que la ley decida, y puede ser muy severo. Su reputación quedará por los suelos.
– Reputación. -Zorah rió algo nerviosa-. ¿No cree que ya la he perdido, sir Oliver? Lo único que me queda ahora es el poco dinero que me ha dejado mi familia y, si Gisela se lo queda, bravo por ella. No puede arrebatarme mi integridad, ni mi inteligencia ni mis creencias.
Rathbone abrió la boca para decir algo, pero cedió ante la total inutilidad de hacerlo. No le escuchaba. Quizá nunca le había escuchado.
– Entonces… -empezó, y se dio cuenta de que lo que iba a sugerir también era inútil.
– ¿Sí? -preguntó ella.
Iba a aconsejarle que se comportara con modestia, pero sin duda alguna sería en balde. No iba con su carácter.
El primer testigo de la tarde fue Florent Barberini. Rathbone sentía curiosidad por verlo. Era muy atractivo, al estilo latino, algo melodramático para el gusto del letrado. Más bien le desagradó.
– ¿Estaba usted en Wellborough Hall en el momento de la muerte del príncipe Friedrich, señor Barberini? -empezó Harvester de manera informal. Escogió no dirigirse a él con ninguna fórmula al estilo italiano o alemán.
– Sí -respondió Florent.
– ¿Permaneció en Inglaterra algún tiempo después?
– No, regresé a Venecia para la ceremonia en memoria del príncipe Friedrich. No volví a Inglaterra hasta pasados unos seis meses.
– ¿Estaba muy unido al príncipe Friedrich?
– Soy veneciano. Es mi hogar -corrigió.
Harvester no se inmutó.
– ¿Pero regresó a Inglaterra?
– Sí.
– ¿Por qué, si Venecia es su hogar?
– Porque había oído decir que la condesa Rostova había acusado a la princesa Gisela de asesinato. Quería saber si era cierto y, en caso de que así fuera, convencerla de que retirara la acusación de inmediato.
– Comprendo. -Harvester entrelazó las manos en su espalda-. Y cuando llegó a Londres, ¿qué decía la gente al respecto?
Florent bajó la mirada y arrugó la frente. Debía de haber esperado que le hicieran esa pregunta, pero era evidente que le entristecía.
– Que, al parecer, la condesa Rostova había hecho pública la acusación de la que había oído hablar -respondió.
– ¿Una vez? -presionó Harvester, dando uno o dos pasos en dirección al testigo con una trayectoria ligeramente distinta-. ¿Varias veces? ¿Escuchó a la condesa Rostova decirlo en persona, o sólo por boca de otros?
– La escuché yo mismo -admitió Florent. Alzó la mirada, tenía los ojos muy abiertos y ensombrecidos-. Pero no me encontré con nadie que lo creyera.
– ¿Cómo lo sabe, señor Barberini? -Harvester enarcó las cejas.
– Me lo dijeron.
– ¿Y está seguro de que era la verdad? -Harvester parecía incrédulo pero sin dejar de ser amable; intentaba mostrarse ecuánime-. Lo negaban en público, como manda la buena educación, quizá sólo porque era lo que se esperaba de ellos. ¿Pero está seguro de que pensaban lo mismo en la intimidad? ¿No sintieron ni la más mínima duda?
– Sólo sé lo que me dijeron -respondió Florent.
Rathbone se puso en pie.
– Sí, sí -el juez estuvo conforme antes de que dijera nada-. Señor Harvester, sus preguntas son retóricas y éste no es el lugar adecuado para ellas. Se está contradiciendo, como usted muy bien sabe. El señor Barberini no tiene forma de saber qué pensaba la gente aparte de lo que se le decía. Ha dicho que todos aquellos a quienes conocía expresaron su incredulidad. Si quiere que supongamos que pensaban de otro modo, tendrá que demostrárnoslo.
– Señoría, estoy a punto de hacerlo. -Harvester no estaba ni mucho menos desconcertado. Tampoco Rathbone lo habría estado en su lugar. Tenía todas las cartas ganadoras y lo sabía.
El abogado de Gisela se volvió hacia Florent con una sonrisa.
– Señor Barberini, ¿sabe si esta acusación ha causado algún daño a la princesa Gisela, aparte de la aflicción emocional?
Florent vaciló.
– ¿Señor Barberini? -apremió Harvester.
El italiano alzó la cabeza.
– Cuando regresé a Venecia comprobé que los rumores habían llegado hasta allí-. Se detuvo otra vez.
– ¿Y en Venecia tampoco los creían, señor Barberini? -preguntó el letrado con suavidad.
De nuevo, Florent vaciló.
El juez se inclinó hacia delante.
– Debe responder, caballero, como mejor pueda. Diga sólo lo que sabe. No se le pide que haga conjeturas. De hecho, no debe especular.
– No -dijo Florent muy bajo, de modo que el jurado tuvo que inclinarse un poco hacia delante y en el público se hizo el silencio.
– ¿Cómo dice? -preguntó Harvester con claridad.
– No -repitió Florent-. En Venecia había gente que se preguntaba sin reparos si podía ser cierto. Pero eran muy pocos, tal vez dos o tres. En toda sociedad hay gente crédula y maliciosa. La princesa Gisela ha vivido allí durante años. Naturalmente, al ser una mujer importante dentro de la sociedad, tiene tanto enemigos como amigos. Dudo que nadie lo creyera realmente, pero aprovecharon la oportunidad para difundirlo y, de ese modo, desacreditarla.
– ¿Le causó daño, señor Barberini?
– Fue desagradable.
– ¿Le causó daño? -De pronto la voz de Harvester se hizo dura. Era una figura esbelta, inclinada un poco hacia atrás para mirar al testigo, pero su autoridad era indudable-. ¡No se muestre evasivo, señor! ¿Dejó de ser invitada a algunas casas? -Extendió las manos-. ¿La gente era desagradable con ella? ¿Se mostraban despectivos u ofensivos? ¿La insultaban? ¿Le resultaba embarazoso estar en ciertos lugares públicos o entre sus iguales en la escala social?
Florent sonrió. Se precisaba algo más que uno de los mejores letrados de Inglaterra para ponerlo nervioso.
– Parece no comprender muy bien la situación, señor -contestó Florent-. Gisela se puso de riguroso luto en cuanto terminó el funeral en memoria de Friedrich. Se recluyó en su palazzo, apenas recibía visitas ni se dejaba ver en las ventanas. No salía a ninguna parte, no aceptaba invitaciones y no se la veía en lugares públicos. No sé si le enviaron flores y cartas menos personas de las que lo habrían hecho de no haber circulado el rumor. Si fue así, sus motivos sólo pueden adivinarse. Podría haberse tratado de cien razones diferentes. Yo sé lo que se decía, nada más. Sea cual sea el rumor, siempre habrá alguien que lo difunda. -Su expresión no cambió en lo más mínimo-. Ugo Casselli se inventó el cuento de que había visto a una sirena sentada en la escalinata de Santa Maria Maggiore bajo la luna llena -añadió-. ¡Algún tonto también lo fue repitiendo por ahí!
Unas risitas ahogadas recorrieron la sala, pero cesaron al instante cuando Harvester miró hacia el público.
Sin embargo, Rathbone vio con repentino e injustificado alivio que el juez sonreía.
– ¿Cree que el asunto es gracioso? -le dijo Harvester al testigo en un tono glacial. Florent sabía a qué se refería, pero prefirió originar un malentendido.
– Divertidísimo -dijo con los ojos muy abiertos-. Con la aparición de la siguiente luna llena había doscientas personas en la laguna. Fue un negocio maravilloso. Creo que lo empezó un gondolero.
Unas risitas ahogadas recorrieron la sala, pero cesaron al instante cuando Harvester miró hacia el público.
Harvester era demasiado listo como para dejar que el mal temperamento le echara a perder la actuación.
– De lo más ameno. -Forzó una sonrisa seca-. Pero eso no es más que una ficción inofensiva. La ficción de la condesa Rostova fue todo menos inofensiva, ¿no está de acuerdo? ¿Por más que sea igual de absurda y falsa?
– Si quiere ser literal -discutió Florent-, en mi opinión no es igual de absurda. Yo no creo en sirenas, ni siquiera en Venecia. Pero, por desgracia, a veces las mujeres asesinan a sus esposos.
A Harvester se le ensombreció el semblante, se puso a andar de un lado para otro, reuniendo fuerzas para contraatacar.
Sin embargo, el estruendo de furia procedente del público trabajó en su favor. Un hombre gritó: «¡Es una vergüenza!». Dos o tres más se pusieron en pie. Uno amenazó con el puño.
Muchos miembros del jurado negaban con la cabeza, los rostros tensos y severos, los labios sellados.
Junto a Rathbone, Zorah levantó las manos para cubrirse la cara, y el abogado pudo ver cómo sus hombros se agitaban por la risa.
Harvester se relajó. No tenía necesidad de luchar y lo sabía. Se volvió hacia Rathbone.
– Su testigo, sir Oliver.
Rathbone se puso en pie. Debía decir algo. Debía empezar, al menos para demostrar que entraba en la batalla. Ya había luchado sin armas antes, y con un riesgo igual de elevado. El juez sabía que intentaba ganar tiempo, y también Harvester, pero no así los miembros del jurado. Florent era casi un testigo amistoso. Había quedado claro que estaba dispuesto a quitarle importancia al delito. Había mirado a Zorah una vez, si no con una sonrisa, sí con cierta ternura.
¿Pero qué podía preguntar? Zorah estaba equivocada y era la única que no quería aceptarlo.
– Señor Barberini -comenzó, con una voz que sonó mucho más segura de lo que en realidad era. Se movió despacio hacia el estrado, cualquier cosa por conseguir algo de tiempo, aunque ni todo el tiempo del mundo bastaría-. Señor Barberini, ¿dice que, según lo que usted llegó a saber, nadie creyó la acusación de la condesa Rostova?
– Así es -dijo Florent con cautela.
Harvester sonrió, se retrepó en su silla. Miró a Gisela de modo alentador, pero ella miraba al frente, ajena a su abogado.
– ¿Y la condesa? -preguntó Rathbone-. ¿Tiene algún motivo para creer que ella, en realidad, no pensaba que fuese cierto?
Florent parecía sorprendido. Estaba claro que no era la pregunta que esperaba.
– Ninguno -respondió-. No me cabe duda de que lo creía por completo.
– ¿Por qué lo dice? -Rathbone entraba en territorio peligroso, pero tenía poco que perder. Siempre es arriesgado hacer una pregunta de la que no se conoce la respuesta. Había aconsejado a muchos principiantes que nunca hicieran algo así.
– Porque conozco a Zorah… a la condesa Rostova -contestó Florent-. Por absurdo que sea, ella no lo afirmaría si no creyese firmemente que es cierto.
Harvester se puso en pie.
– Señoría, creer en la veracidad de una calumnia no es una defensa. Hay gente que cree con sinceridad que el mundo es plano. Lo rotundo de esa sinceridad no hace que sea así, como estoy seguro de que sabe bien mi distinguido colega.
– Yo también estoy seguro de que lo sabe, señor Harvester -convino el juez-, aunque parece querer llegar a algún sitio. Si intenta convencer al jurado de que es así, les informaré de lo contrario, pero aún no ha intentado hacerlo. Proceda, sir Oliver, si es que de verdad pretende llegar a alguna parte.
Hubo otra oleada de risas en el público.
– Sólo deseaba dejar claro que la condesa hablaba con convicción, como ya ha observado, señoría -contestó Rathbone-. Y no por maldad ni con la intención de causar daño. -No se le ocurría nada más que añadir. Inclinó la cabeza y se retiró.
Harvester volvió a ponerse en pie.
– Señor Barberini, ¿se basa esa opinión suya sobre la sinceridad de la condesa en algún hecho? ¿Sabe, por ejemplo, si posee alguna prueba para demostrar su acusación? -La pregunta era sarcástica, pero el tono se encontraba aún dentro del territorio de la buena educación.
– Si supiera de alguna prueba no estaría aquí de pie, con ella, en esta sala -respondió Florent con el ceño fruncido-. La habría llevado de inmediato a las autoridades competentes. Sólo digo que estoy seguro de que ella lo creía. Pero no sé por qué lo creía.
Harvester se volvió y miró a Zorah, luego a Florent de nuevo.
– ¿No se lo preguntó? Seguro que, como amigo, tanto de ella, como de la princesa, ¿no sería lo primero que habría hecho?
Rathbone se estremeció y se quedó frío.
– Claro que se lo pregunté -dijo Florent con enojo-. No me dijo nada.
– ¿Quiere decir que le contestó que no tenía nada? -persistió Harvester-. ¿O que no dijo nada como respuesta?
– No me respondió nada.
– Gracias, señor Barberini. No tengo nada más que preguntarle.
El día terminó con periodistas peleándose por escapar del juzgado con sus informes y tomar los primeros coches de caballos para irse a sus periódicos, en Fleet Street. Fuera, las aceras estaban abarrotadas de gente que se empujaba y daba codazos para ver a los protagonistas. Los coches y los carruajes estaban detenidos en la calle. Los cocheros gritaban. Las voces de los vendedores de periódicos se perdían en el alboroto general. Nadie quería saber nada de la guerra de China, de las propuestas económicas del señor Gladstone, ni siquiera de las teorías blasfemas y heréticas del señor Darwin acerca de los orígenes del hombre. A pocos metros se estaba desarrollando una apasionada tragedia humana, amor y odio, lealtad, sacrificio y una acusación de asesinato.
Gisela salió por la puerta principal, escoltada escaleras abajo por Harvester a un lado y un alto lacayo al otro. Al instante se elevó una aclamación de la muchedumbre. Mucha gente le tiró flores. Los pañuelos ondeaban en el brioso viento otoñal y los hombres agitaban los sombreros.
– ¡Dios bendiga a la princesa! -gritó alguien, y el grito fue recogido por decenas de personas.
Ella no se movía, era una figura pequeña y delgada, de inmensa dignidad, y su enorme falda negra parecía sostenerla con su amplia rigidez, como si fuese maciza. Saludó con un gesto mínimo, luego permitió que la ayudaran a subir al carruaje, con adornos y crespones negros, tirado por caballos también negros, y se alejó lentamente.
La salida de Zorah fue todo lo contrario. La muchedumbre seguía allí, aún empujándose ansiosa por ver a la condesa, pero su ánimo había cambiado y ahora era violento e insultante. No le tiraron nada, pero Rathbone se preparó para esquivar lo que pudieran lanzar y se colocó instintivamente entre Zorah y la multitud.
Casi la metió a empujones en el coche de caballos y subió de un salto tras ella en lugar de dejarla sola, por si la muchedumbre le bloqueaba el paso y el cochero no podía abrirse camino hasta la calle.
Pero sólo una mujer se acercó, gritando algo ininteligible con voz estridente y llena de odio. El caballo se asustó, arremetió contra ella y la tiró al suelo. La mujer chilló.
– ¡Sal de en medio, gorda estúpida! -gritó el cochero, asustado y sorprendido también al escapársele las riendas de la mano-. Lo siento, señora -se disculpó ante Zorah.
Dentro del vehículo, Rathbone iba dando bandazos de un lado a otro, Zorah chocó con él y mantuvo el equilibrio con dificultad.
Un momento después se movían ya con elegancia y los gritos airados fueron quedando atrás. Zorah recuperó enseguida la compostura. Miraba al frente sin arreglarse la falda, como si hacerlo hubiera supuesto admitir una dificultad, y no estuviese dispuesta a hacerlo.
Rathbone pensó en un montón de cosas que decir, pero cambió de opinión respecto a todas ellas antes de abrir la boca. Miraba de reojo la cara de Zorah. Al principio no estaba seguro de si veía en ella miedo o no. Se le ocurrió la horrible idea de que tal vez su cliente había buscado de un modo consciente aquella situación. La sangre que se aceleraba, la emoción, el peligro, podían ser una droga para ella. Era el centro de atención, si bien es cierto que sólo había odio, ira y voluntad de violencia a su alrededor. Había algunas personas, muy pocas, para las que cualquier tipo de fama era mejor que el anonimato. Para ellos, pasar desapercibido es una especie de muerte y les aterroriza, es como una oscuridad envolvente, una aniquilación. Cualquier otra cosa es preferible, incluso el odio.
¿Estaba loca la condesa Rostova?
Si lo estaba, era responsabilidad suya tomar decisiones en su lugar, por su propio interés, y no dejar que destrozara su vida, igual que se cuida de un niño demasiado pequeño para ser responsable. Existía un deber para con los desequilibrados, una obligación legal aparte de la humanitaria. La había estado tratando como alguien capaz de razonar, una persona capaz de prever los resultados de sus acciones. Quizá no era así. Quizá sentía una compulsión y era él quien se había equivocado al juzgarla, había descuidado su deber como abogado y como hombre.
Estudió su cara. ¿Era la calma que veía en ella la incapacidad de comprender lo que había sucedido y de anticipar que los acontecimientos podían incluso empeorar?
Abrió la boca para hablar pero, de nuevo, no supo qué decir.
Miró las manos de Zorah, temblaban. Estaban aferradas a la falda, la piel de los guantes estaba tirante en la zona de los nudillos. Volvió a fijarse en la cara y se dio cuenta de que la mirada dirigida al frente y la mandíbula tensa, no eran fruto de la indiferencia o la inconsciencia, sino la manifestación de un miedo mucho más profundo que el suyo; y la condesa entendía a la perfección que lo que estaba por llegar sería horrible y doloroso.
Rathbone se acomodó y miró al frente, más confundido aún y más desconcertado acerca de lo que debía hacer.
Llevaba en casa más de dos horas cuando su criado le anunció que la señorita Latterly había venido a visitarle. Durante un segundo se sintió encantado, luego volvió a caer en el desánimo al darse cuenta de las pocas cosas buenas que tenía para explicarle, o de la escasa claridad de unas ideas que no merecía la pena expresar con palabras.
– Hazla pasar -dijo con aspereza. Era una noche fría. No debía hacerla esperar.
– ¡Hester! -exclamó con entusiasmo al verla. Estaba más guapa que de costumbre. Había color en sus mejillas y ternura en la mirada, la preocupación que vio en ella calmó la tensión de Rathbone e incluso hizo que los miedos le abandonasen un rato-. Pasa -continuó con calidez. Ya había cenado, y supuso que ella también-. ¿Puedo ofrecerte un vaso de vino, oporto quizá?
– Aún no, gracias -rechazó ella-. ¿Cómo estás? ¿Cómo está la condesa Rostova? Vi lo feas que se ponían las cosas cuando salisteis de los tribunales.
– ¿Estabas allí? No te vi. -Se hizo a un lado para que ella pudiera entrar en calor junto al fuego. Sólo después de haberlo hecho, se dio cuenta de lo extraordinaria que era esa acción en él. Conscientemente nunca le habría hecho sitio a una mujer junto al fuego, y menos aún ante su propia chimenea. Era una señal de la agitación que presidía sus pensamientos.
– No me sorprende -dijo Hester con una sonrisa compungida-. Estábamos tan apretados que no cabía ni una aguja. ¿A quién puedes pedirle ayuda? ¿Ha descubierto Monk algo útil? ¿Qué diablos está haciendo?
Como si se tratara de una respuesta a su pregunta, el criado regresó para anunciar que también había llegado Monk, pero éste, en lugar de esperar en el vestíbulo o en la sala de estar, iba pegado a sus talones, de modo que el criado casi chocó contra él al darse la vuelta.
Los hombros del abrigo del detective estaban mojados y le dio al criado su sombrero empapado antes de que se retirase.
Hester permaneció en su lugar cerca del fuego, movió un poco la falda hacia un lado para que le llegase algo de calor. Pero no se entretuvo con cortesías.
– ¿Qué has averiguado en Wellborough? -preguntó Hester sin más preámbulos.
La cara de Monk se retorció de exasperación.
– Sólo he corroborado lo que ya habíamos supuesto -dijo algo lacónico-. Cuanto más lo pienso, más probable me parece que fuese Gisela el auténtico objetivo del asesino.
Hester le miraba fijamente, en su rostro se mezclaban la consternación y la rabia.
– ¿Puedes demostrarlo? -preguntó ella con actitud desafiante.
– ¡Por supuesto que no! Si pudiera hacerlo no habría dicho «me parece», me habría limitado a afirmarlo. -Se acercó más al fuego.
– Bueno, debes de tener una razón para pensarlo -replicó Hester-. ¿Cuál es? ¿Por qué crees que era Gisela la que debería haber muerto? ¿Quién quería asesinarla?
– O bien Rolf, el hermano de la reina, o quizá Brigitte -respondió-. Los dos tenían buenos motivos. Ella era lo único que se interponía entre Friedrich y su regreso a Felzburgo para encabezar el movimiento independentista. No habría ido sin ella, y la reina no le habría permitido regresar.
– ¿Por qué no? -preguntó Hester al instante-. Si estaba tan decidida a luchar por la independencia, ¿por qué no aceptar a Gisela? Tal vez no le gustaba, pero llegar a ese extremo sería absurdo. Las reinas no asesinan a las personas sólo porque no les gustan. Ya no. Y no conseguirás que el jurado lo crea. Es ridículo.
– Un heredero -contestó Monk con concisión-. Si abandonaba a Gisela, o ella moría, podría volver a casarse, a ser posible con una mujer de familia rica y popular que mantuviese unido el país, le diera hijos y fortaleciera la casa real en lugar de debilitarla. No sé. Tal vez la reina tenga planes para el trono de la gran Alemania. Podría tener esa desfachatez.
– Oh… -Hester quedó en silencio, de pronto se dio cuenta de la magnitud del asunto. Se volvió hacia Rathbone, frunciendo el ceño, inquieta. Inconscientemente, se acercó un poco a él, como si pudiera de ese modo apoyarlo y protegerlo. Luego levantó el mentón y miró a Monk-. ¿Cómo se ha metido Zorah en esto? ¿Descubrió el plan por casualidad?
– No seas necia -espetó Monk con enojo-. Es una patriota. Todo por la independencia. Seguramente formaba parte de él.
– ¡Oh, claro! -Esta vez Hester fue sarcástica-. Por eso cuando todo salió mal y Friedrich murió en lugar de Gisela se dedicó a llamar la atención sobre el hecho de que fue un asesinato, no una muerte natural, como todos habían creído hasta entonces. Supongo que quiere suicidarse pero no tiene el valor de apretar ella sola el gatillo. ¿O ha cambiado de opinión, y ahora quiere destapar la verdad? -Enarcó las cejas. Su voz era más dura con cada palabra, transmitía en ellas su dolor-. O mejor aún: es una agente doble. Ha cambiado de bando. Ahora quiere destrozar a los independentistas cometiendo un asesinato en su nombre y haciendo que la cuelguen por ello.
Monk la miró con intensa antipatía.
Rathbone se volvió con brusquedad, se le acababa de ocurrir una idea.
– Quizá no sea tan disparatado como parece -dijo con apremio-. Tal vez todo salió mal y por eso Zorah ha lanzado una acusación que no puede demostrar. Para obligar a que se examine todo el asunto y pueda descubrirse la verdad. A lo mejor está dispuesta a sacrificarse por ello, si cree que es por el bien de su país. -Hablaba cada vez más deprisa-. Quizá ve la lucha por la independencia como una batalla imposible de ganar y que sólo conducirá a la guerra, la destrucción, un gran número de muertes y, al final, la absorción no como aliados sino como rebeldes sometidos, que deben ser subyugados, aniquilando su cultura y sus costumbres. -La idea parecía más clara y racional por momentos-. ¿No es la clase de idealista que haría exactamente eso? -Miraba a Monk exigiendo una respuesta.
– ¿Por qué? -preguntó Monk despacio-. Friedrich está muerto. Ya no puede regresar, pase lo que pase. Si ella, o alguien a favor de la unificación, lo asesinó para evitar que regresara habría conseguido su objetivo. ¿Por qué todo esto? ¿Por qué no limitarse a aceptar la victoria?
– Porque otra persona podría recoger el testigo -respondió Rathbone-. Debe de haber alguien más, tal vez no tan bueno, pero sí adecuado. Esto desacreditaría al bando durante el tiempo suficiente. Para cuando pudiera formarse un nuevo partido y se superara la desgracia, la unificación sería ya un hecho consumado.
Hester miraba a uno y luego al otro.
– ¿Pero Friedrich iba a regresar?
Rathbone miró a Monk.
– ¿Iba a regresar?
– No lo sé. -Los tenía delante a ambos, que sin darse cuenta estaban ahora muy cerca el uno del otro y, por casualidad, tapaban por completo el fuego-. Pero a poco que estés cerca de la verdad, si haces tu trabajo de manera competente, y gracias a tu conocida destreza, la verdad saldrá a la luz. Alguien, tal vez la propia Zorah, se asegurará de que así sea.
Sin embargo, Rathbone no se sentía ni mucho menos reconfortado cuando entró en el tribunal al día siguiente. Si Zorah abrigaba algún secreto motivo para sus propósitos, fueran cuales fuesen, no había muestra de ello en su rostro pálido y tenso.
Zorah se había sentado ya, pero Rathbone estaba aún de pie, a unos metros de la mesa, cuando Harvester se le acercó. Cuando no se encontraba frente al jurado su cara era más benévola. De hecho, si Rathbone no lo hubiese conocido mejor, habría pensado que se trataba de una persona bastante afable, y que la dureza de sus huesos era un simple truco de la naturaleza.
– Buenos días, sir Oliver -dijo con calma-. ¿Aún está dispuesto a luchar? -No era un desafío, más bien parecía conmiseración.
– Buenos días -contestó Rathbone. Se obligó a sonreír-. Aún no ha terminado el juicio.
– Sí que ha terminado. -Harvester negaba con la cabeza y sonreía al mismo tiempo-. Le invitaré a cenar en el mejor lugar de Londres cuando acabe. ¿Qué diablos pasó por su cabeza para aceptar semejante caso? -Se dirigió hacia su asiento y, un instante después, entró Gisela con un vestido diferente al del día anterior, aunque igualmente exquisito, con volantes en la falda y un corpiño ceñido, ribetes de pieles en el cuello y los puños. No miró a Zorah ni una sola vez. No había muestra de reconocimiento alguno en su rostro impasible que diera a entender que conocía a aquella mujer.
Un amago de sonrisa apareció en el rostro de Zorah, pero pronto se desvaneció.
El juez llamó al orden a la sala.
Harvester se puso en pie y llamó a su primer testigo del día, la baronesa Evelyn von Seidlitz. Subió al estrado con gracia, con el frufrú de una decorosa falda gris plomo con ribetes negros que le aportaba un aspecto decente y serio sin llegar a ser luto riguroso y, al mismo tiempo, era un atuendo completamente femenino. Demostraba gran habilidad al conseguir no ofender a nadie y, aún así, no ir vestida de un modo aburrido y modesto. A Rathbone le pareció encantadora, y no tardó en darse cuenta de que todos los miembros del jurado pensaban igual que él. Lo veía claramente escrito en sus rostros cuando la miraban, la escuchaban y creían en todo lo que ella decía.
Evelyn explicó que también ella había oído la acusación tanto en Venecia como en Felzburgo.
Harvester no insistió en la reacción que había suscitado en Venecia, sólo en si se le había dado cierto crédito en alguna ocasión. No todo el mundo lo consideraba algo absurdo. Pasó con bastante rapidez a las reacciones que encontró en Felzburgo.
– Claro que se comentaba -dijo Evelyn, mirándolo con unos ojos enormes y preciosos-. Un chisme como ése no pasa inadvertido.
– Naturalmente -concedió Harvester en tono irónico-. Cuando lo comentaban, baronesa, ¿con qué intención lo hacían? ¿Consideró alguien, por ejemplo, que pudiera ser verdad? -Por el rabillo del ojo vio que Rathbone se movía y sonrió-. Tal vez debería expresarme de otro modo. ¿Escuchó a alguien manifestar su convencimiento de que la acusación era cierta, o vio a alguien comportarse de manera tal que quedase patente que creían a la condesa Rostova?
Evelyn parecía muy seria.
– Vi a mucha gente acoger la noticia con entusiasmo y contárselo a otros de forma menos especulativa, como si no fuese una calumnia sino un hecho probado. Las historias crecen de boca en boca, en especial si sus protagonistas son enemigos. Y los enemigos de la princesa han disfrutado mucho con todo esto.
– ¿Habla del pueblo de Felzburgo, baronesa?
– Sí, por supuesto.
– Pero la princesa no vive en Felzburgo desde hace más de doce años y no es muy probable que regrese allí -observó Harvester.
– La gente tiene mucha memoria, señor. Hay quien nunca la ha perdonado por haber conquistado el amor del príncipe Friedrich y, tal como ellos lo ven, haberle inducido a abandonar el país y con él su deber. Gisela es como cualquier persona que llega a lo más alto: siempre ha habido gente celosa a quien le gustaría verla caer.
Harvester lanzó una mirada a Zorah, vaciló como si estuviera pensando en preguntar algo más y luego hubiera cambiado de opinión. Estaba muy claro lo que había querido decir y, no obstante, Rathbone no podía protestar. No había abierto la boca.
Harvester miró al estrado.
– Así que es posible que esta atroz acusación le cause un gran daño a la princesa por culpa de los envidiosos y los resentidos, que desde hace tiempo la detestan por motivos particulares -concluyó-. ¿Esto les ha dado por fin un arma, por así decirlo, ahora que está sola y es más vulnerable que nunca?
– Sí. -Evelyn asintió-. Así es.
– Gracias, baronesa. Si se queda donde está, quizá sir Oliver tenga alguna pregunta para usted.
Rathbone se levantó, sólo para impedir que aquello quedara así. En su cabeza se agolpaban las ideas de la noche anterior. Pero ¿cómo podía sacar el tema ante una testigo con la que Harvester había sido tan moderado? Todo cuanto le quedaba era el derecho a interrogarla a fondo, no a entrar en un nuevo territorio de especulación política.
– Baronesa Von Seidlitz -comenzó dubitativo, alzando la vista hacia su grave y encantador rostro-. ¿Esos enemigos de la princesa Gisela de los que habla son gente poderosa?
Pareció sorprendida, sin saber cómo contestar.
Rathbone le sonrió.
– Al menos en Inglaterra, y creo que en la mayor parte del mundo -explicó el abogado-, tendemos a ser muy románticos con la gente que protagoniza una gran historia de amor. -Debía ir con extrema cautela. Cualquier cosa que el jurado considerase un ataque a Gisela los pondría al instante en su contra-. Desearíamos estar en su lugar. Incluso quizá envidiemos la buena suerte que han tenido en el mundo, pero sólo los que han llegado a estar enamorados guardan un odio real. ¿No sucede lo mismo en su país? Yo podría creerlo también de Venecia, donde la princesa ha vivido la mayor parte del tiempo desde que se casó.
– Bueno… Sí -admitió Evelyn con el ceño fruncido-. Claro que nos gustan los grandes amores. -Rió algo desconcertada-. Como a todo el mundo, ¿no? No somos una excepción. Pero aún hay gente resentida debido a la abdicación del príncipe Friedrich. Eso es distinto.
– ¿En Venecia, baronesa? -dijo Rathbone con sorpresa-. ¿A los venecianos les importa?
– No… claro que…
Harvester se puso en pie.
– Señoría, ¿tienen algún sentido las preguntas de mi distinguido colega? Yo no se lo encuentro.
El juez miró a Rathbone con pesar.
– Sir Oliver, todos esos datos ya los conocemos. Haga el favor de proceder con algo nuevo, si es que lo tiene.
– Sí, señoría. -Rathbone se decidió a seguir adelante. Al igual que antes, tenía poco que perder. El riesgo merecía la pena-. Los enemigos a los que se ha referido, capaces de perjudicar de algún modo a la princesa, dice que se encontraban en Felzburgo, ¿verdad?
– Sí.
– Porque en Venecia no les importa su caso. Venecia está, si me disculpa, llena de miembros de la realeza que han perdido el trono o la corona por un motivo u otro. Socialmente, la princesa sigue siendo una princesa. Usted misma ha dicho que las personas de valía no creían la acusación. Y de todos modos, la princesa está recluida, las invitaciones no le importan lo más mínimo. Sus amigos, quienes sí le importan, le son del todo leales.
– Sí… -Evelyn todavía estaba perdida sin saber adónde pretendía hacerla llegar Rathbone. Se le veía en la cara.
– ¿Acertaría al suponer que esos enemigos, que podrían perjudicarla, no son sólo las antiguas admiradoras del príncipe Friedrich, que aún sienten una amarga envidia, sino gente de cierto poder e importancia, capaces de contar con el respeto de los demás?
Evelyn se le quedó mirando sin decir palabra.
– ¿Está seguro de que quiere una respuesta a su pregunta, sir Oliver? -inquirió el juez con inquietud.
Incluso Harvester estaba desconcertado. Rathbone parecía estar atacando a Zorah en lugar de defenderla.
– Sí, por favor, señoría -aseguró Rathbone.
– Baronesa… -apremió el juez.
– Bueno… -No podía contradecirse. Miró a Harvester, luego apartó la vista. Contemplaba a Rathbone con evidente desagrado-. Sí, algunos de ellos son personas poderosas.
– ¿Tal vez enemigos políticos? -presionó Rathbone-. ¿Personas para las que el destino de su país es de vital importancia? ¿Personas a quienes les importa mucho si Felzburgo sigue siendo independiente o si es absorbido por una gran Alemania unificada, lo que haría perder su identidad individual y, por supuesto, su propia monarquía?
– Yo… no sé…
– ¡Ah, no! -protestó Harvester de nuevo en pie-. ¿Mi distinguido colega intenta insinuar algún tipo de crimen político? ¡Este argumento es absurdo! ¿Y quién? ¿Los enemigos políticos imaginarios de la princesa Gisela? Es a la princesa en persona a quien ha acusado su cliente. -señaló el brazo burlonamente hacia Zorah-. Está confundiendo más las cosas.
– ¿Sir Oliver? -dijo el juez con ligera desaprobación-. ¿Qué es exactamente lo que espera conseguir de la testigo?
– La posibilidad, señoría, de que haya serios asuntos políticos involucrados en las acusaciones y contraacusaciones que se están lanzando aquí -respondió Rathbone-. Y que es el futuro de un país lo que ha desencadenado las emociones que vemos hoy en esta sala, y no sólo una antigua envidia entre dos mujeres que no se soportan.
– Esa es una pregunta que la testigo no tiene forma de responder, señoría -dijo Harvester-. No tiene conocimiento de los pensamientos y los motivos de la condesa Rostova. De hecho, no creo que nadie los conozca. Con todo respeto, tal vez ni siquiera sir Oliver.
– Señoría -dijo Rathbone con serenidad-, la baronesa Von Seidlitz es una mujer inteligente y con criterio político que pasa gran parte de su tiempo en Venecia y en Felzburgo. Su marido tiene intereses considerables en muchos lugares de Alemania y está al tanto de las aspiraciones del nacionalismo, de los planes de unificación y de independencia. El barón conoce a la mayoría de los hombres poderosos de su país. Las opiniones políticas de la baronesa están bien informadas y no pueden rehusarse a la ligera. Le he preguntado si cree posible que un motivo político esté detrás de la muerte del príncipe Friedrich, no si puede leerle el pensamiento a la condesa Rostova.
– Puede contestar a la pregunta, baronesa -ordenó el juez-. En su opinión, ¿es posible que este trágico asunto tenga un motivo político? Dicho de otro modo, ¿existen implicaciones políticas que puedan verse afectadas por la muerte del príncipe o por lo que suceda en este tribunal?
Evelyn parecía muy incómoda, pero sin renunciar a lo que ya había dicho antes y pasar así por tonta, no podía negarlo.
– Claro que hay implicaciones políticas -admitió-. Friedrich había abdicado, pero aún era príncipe de la casa real y mantenía antiguas lealtades.
Rathbone no se atrevió a presionarla más.
– Gracias. -Sonrió como si haberlo admitido significara algo y regresó a su asiento. Era consciente de la estupefacción de Harvester y de la mirada de Zorah, llena de curiosidad. El público estaba inquieto, querían más tragedia, más pasiones personales.
Por la tarde al fin se vieron satisfechos. Harvester llamó a declarar a la princesa Gisela. La sala se encontraba en tal estado de expectación que se sentían en el aire las respiraciones contenidas. Nadie hablaba. Nadie se movió cuando ella se levantó, cruzó la sala y subió los escalones del estrado. Un banco crujió cuando alguien, una sola persona, cambió de postura. Una ballena de corsé se rompió. A alguna mujer le resbaló el bolso de las manos y cayó al suelo, lo que produjo un tintinear de monedas.
Uno de los miembros del jurado estornudó.
Zorah miró a Rathbone y luego apartó la vista. No dijo nada.
Gisela estaba frente a ellos y, por primera vez, Rathbone pudo mirarla sin quedar encantado. En el estrado, tras la barandilla, parecía aún más menuda, los hombros más delicados, la cabeza incluso algo grande con su frente ancha y sus marcadas cejas. Nadie podía negar que era un rostro de extraordinario carácter, y de una belleza que iba más allá del mero color de la tez o la simetría de las facciones. Miraba a Harvester directamente, sin apartar la vista, esperando a que diera comienzo su interrogatorio después de haber prestado juramento con una voz suave y muy agradable. Tenía también un muy ligero acento, hablaba inglés con fluidez.
Era evidente que Harvester había hecho las indagaciones adecuadas y fue lo bastante listo para no hacer uso del tratamiento real. Nunca había sido princesa heredera, aquel título era sólo una cortesía.
– Señora -comenzó, en tono respetuoso teniendo en cuenta su viudedad, su legendario amor, cuando no también su posición-. Hemos escuchado declarar en este tribunal que la condesa Rostova ha pronunciado una acusación vil y atroz contra usted, y que lo ha hecho repetidas veces, en lugares privados y públicos. Ella misma no lo niega. Hemos oído a amigos de usted decir que sabían que naturalmente le había causado gran pena y dolor.
Miró un momento al público.
– Hemos oído decir a la baronesa Von Seidlitz -prosiguió Harvester- que les ha dado de qué hablar a los enemigos que pueda usted tener en su país natal, que aún le tienen envidia y le quieren mal por haberse casado con el príncipe. ¿Puede explicarle al tribunal cómo murió su marido? No es mi deseo ahondar en su pena al hacerle recordar sucesos que sólo pueden resultarle dolorosos. Bastará con una breve descripción.
Gisela se agarró a la barandilla, con las manos cubiertas por guantes negros, para serenarse, y permaneció en silencio unos segundos antes de reunir las fuerzas necesarias para contestar.
Rathbone rezongó interiormente. Era peor de lo que había imaginado. Aquella mujer era perfecta. Tenía dignidad. El drama estaba de su parte y sabía que no debía forzarlo demasiado. Tal vez se lo había aconsejado Harvester, tal vez su comportamiento era propio de su buen gusto natural.
– Se cayó del caballo cuando estaba montando -dijo, despacio pero con una voz clara que cayó sobre el silencio con todo el peso de la pérdida. Cada palabra se pudo escuchar a la perfección en toda la sala-. Sufrió heridas muy graves. El pie se le quedó enganchado en el estribo y el caballo lo arrastró. -Respiró hondo y dejó salir el aire poco a poco. Levantó el mentón, fuerte y bastante cuadrado-. Al principio creímos que estaba mejorando. Incluso para el mejor médico es muy difícil conocer la gravedad de una herida interna. Después recayó, de repente, y murió a las pocas horas.
Estaba absolutamente inmóvil, su rostro era una máscara de desesperanza. No lloraba. Parecía como si la pena la hubiese dejado exhausta y ya no le quedara más que un dolor infinito y gris, y frente a sí un indecible número de años de soledad que nadie podría alcanzar.
Harvester dejó que el tribunal sintiera su tragedia, su total desconsuelo, antes de continuar.
– ¿Y el médico dijo que la causa de la muerte había sido las heridas internas? -preguntó con mucha amabilidad.
– Sí.
– ¿Después del entierro, regresó a Venecia, al hogar que había compartido con él?
– Sí.
– ¿Cómo se enteró de la extraordinaria acusación de la condesa Rostova?
Gisela levantó un poco la barbilla. Rathbone la miraba. Tenía un rostro impresionante, gozaba de una insólita serenidad. La tragedia la había destrozado y, sin embargo, cuanto más la miraba, menos vulnerabilidad veía en la línea de sus labios o en su forma de comportarse. Había algo en ella que la hacía parecer casi intocable.
– Primero, lady Wellborough me escribió para contármelo -respondió a Harvester-. Luego recibí cartas de otras personas. Al principio di por sentado que no era más que una aberración, manifestada tal vez al… no quiero ser poco caritativa, pero no me queda otra opción… al haber bebido demasiado vino.
– ¿Qué motivo imagina que tiene la condesa Rostova para decir algo así? -preguntó Harvester con los ojos muy abiertos.
– Prefiero no responder a eso -dijo Gisela con gélida dignidad-. Mucha gente conoce su reputación. A mí eso no me interesa.
Harvester no insistió más en ese aspecto.
– ¿Y cómo se sintió usted al enterarse, señora?
Gisela cerró los ojos.
– Tras la pérdida de mi amado esposo no pensaba que la vida pudiera darme golpe alguno que llegara a hacerme daño -dijo con voz muy queda-. Zorah Rostova me ha mostrado mi error. El dolor es casi insoportable. El amor por mi esposo era el centro de mi vida. Que alguien pueda blasfemarlo de esta manera es… algo para lo que no tengo palabras.
Vaciló un instante. Por toda la sala se había extendido un silencio sepulcral. Ni una persona apartaba la mirada del rostro de Gisela y, al parecer, nadie consideró que la palabra "blasfemar" estuviese fuera de lugar.
– Preferiría no hablar de ello, y lo cierto es que no puedo, si deseo mantener la compostura, señor -dijo al fin-. Testificaré en este tribunal, como es mi deber, pero no exhibiré mi pena ni mi dolor para complacer a mis enemigos, ni tampoco a los que me aprecian. Es indecente pedirme algo así, pedírselo a cualquier mujer. Permítame guardarme mi dolor, señor.
– Desde luego, señora. -Harvester se inclinó muy ligeramente-. Ya ha dicho suficiente para disipar nuestras dudas acerca de la justicia de su causa. No podemos aliviar su dolor, pero le ofrecemos nuestra sincera compasión y toda la compensación que la ley inglesa nos permita.
– Gracias.
– Si quiere permanecer donde está, es posible que sir Oliver quiera hacerle algunas preguntas, aunque no soy capaz de imaginar cuáles.
Rathbone se levantó. Sentía el odio de la sala como si fuera electricidad estática, crujiendo, poniéndole de punta el vello de la nuca. Si la inflingía el más ínfimo desaire, si se mostraba menos que inmensamente compasivo, podía arruinar su propio caso con mucha más eficacia que cualquier táctica de Harvester.
Miró los ojos serenos y azul oscuro de Gisela y los encontró extrañamente desconcertantes. Tal vez era el agotamiento del dolor, pero en su mirada había algo muerto.
– Debió de quedar deshecha al enterarse de una acusación tan horrible, señora -dijo con deferencia, intentando no parecer empalagoso.
– Sí. -No se extendió más.
Rathbone estaba en el centro de la sala y levantaba la vista hacia ella.
– Imagino que no se encontraba usted en su mejor momento después del golpe por la pérdida de un ser tan querido -prosiguió.
– No me encontraba bien -admitió ella. Lo miraba con frialdad. Esperaba un ataque. Al fin y al cabo, representaba a la mujer que la había acusado de asesinato.
– En esa época de fuertes impresiones y dolor, ¿tuvo tiempo, o voluntad, para considerar las circunstancias políticas de Felzburgo?
– No me interesaban en absoluto. -No había sorpresa en su voz-. Mi mundo terminó con la muerte de mi esposo. Apenas sé lo que hice durante esos días. Uno era exactamente igual al siguiente y al anterior. No veía a nadie.
– Muy natural -convino Rathbone-. Imagino que todos lo comprendemos. Cualquiera que haya perdido a un ser querido conoce el proceso de la pena, qué decir de un dolor como el suyo.
El juez miró a Rathbone con desaprobación.
El jurado estaba cada vez más inquieto.
Tenía que entrar pronto en materia o sería demasiado tarde. Sabía que Zorah le observaba. Casi sentía su mirada sobre la espalda.
– ¿Se le había ocurrido, señora, preguntarse si su marido fue asesinado por motivos políticos? -preguntó-. ¿Tal vez relacionados con la lucha de su país por mantener la independencia?
– No… -La voz de Gisela reflejaba una ligera sorpresa. Parecía a punto de añadir algo más, luego miró a Harvester y cambió de opinión.
Rathbone forzó una ligera sonrisa conmiserativa.
– Pero con un amor tan profundo como el suyo, ahora que se ha descubierto la posibilidad, no creo que quiera dejar la cuestión sin aclarar, ¿me equivoco? ¿No le importa a usted, muchísimo más que a nadie de este tribunal, que, de ser así, el culpable sea descubierto y pague por haber cometido un crimen tan atroz y terrible?
Gisela lo miraba sin decir palabra, con los ojos muy abiertos.
Por primera vez hubo un murmullo de asentimiento en el tribunal. Muchos de los miembros del jurado asentían gravemente con la cabeza.
– Desde luego -dijo Rathbone, contestando a su propia pregunta con vehemencia-. Y le prometo, señora -hizo un gesto con la mano para englobarlos a todos-, que este tribunal hará cuanto esté en su poder para descubrir la verdad, hasta el último detalle, y hacerla pública. -Se inclinó muy levemente, como si ella perteneciese en verdad a la realeza-. Gracias. No tengo más preguntas. -Asintió con la cabeza hacia Harvester y regresó a su asiento.