Sir Oliver Rathbone estaba sentado en su despacho de Vere Street, junto a la plaza de Lincoln's Inn Fields, y contemplaba la estancia con evidente satisfacción. Se encontraba en la cumbre de su carrera, era quizá el abogado más respetado de Inglaterra, y el primer ministro lo había recomendado hacía poco a Su Majestad, quien juzgó conveniente honrarle con el título de sir en reconocimiento a los servicios prestados en favor de la justicia.
La habitación era elegante sin ser ostentosa. Estaba amueblada con la idea de servir al intelecto y a la eficiencia, no con el fin de impresionar a los clientes. La comodidad era justo la necesaria. Al otro lado de la puerta se encontraban las oficinas, abarrotadas de empleados que escribían, calculaban, buscaban referencias, y se mostraban amables con quienes entraban y salían por motivos profesionales.
Rathbone estaba a punto de concluir un caso en el que había defendido a un distinguido caballero acusado de malversación de fondos. No tenía la menor duda de que el resultado sería satisfactorio. Había disfrutado de una exquisita comida en compañía de un obispo, un juez y un veterano parlamentario. Ya era hora de poner toda su atención en el trabajo de la tarde.
Acababa de coger un fajo de papeles cuando su secretario llamó a la puerta y abrió. Su rostro, normalmente imperturbable, mostraba una expresión de sorpresa.
– Sir Oliver, una tal condesa Zorah Rostova desea verlo por un asunto que asegura es de suma importancia… y cierta urgencia.
– Pues hágala pasar, Simms -ordenó Rathbone. No había necesidad de sorprenderse por la visita de una condesa. No era la primera dama con título nobiliario que buscaba consejo en esas oficinas, y tampoco sería la última. Se puso en pie.
– Muy bien, sir Oliver. -Simms se volvió para hablar con alguien a quien Rathbone no podía ver y, segundos después, una mujer entró en el despacho. Lucía un vestido negro y verde de crinolina, con un aro tan pequeño que apenas merecía ese nombre, y caminaba de un modo tal que podía pensarse que había desmontado de un caballo hacía sólo un momento. Iba sin sombrero, y la melena, que había recogido en un moño suelto, estaba cubierta con una red de chenilla negra. No llevaba puestos los guantes, sino que los sostenía de forma distraída en una mano. Tenía una estatura media, hombros anchos y estaba más delgada de lo aconsejable en una mujer. Sin embargo, era su rostro lo que sorprendía y llamaba la atención. La nariz era un poco demasiado grande y larga, la boca era delicada sin ser hermosa, los pómulos eran muy altos y los ojos estaban muy separados, cubiertos por unos pesados párpados. Su voz era grave, con un ligero acento, y poseía una dicción muy bonita.
– Buenas tardes, sir Oliver. -Se quedó de pie, inmóvil, en el centro de la habitación. Sin molestarse en contemplar la estancia, miró directamente a Rathbone con ojos vivos y curiosos-. Me han demandado por calumnia. Necesito que me defienda.
Nunca nadie se había dirigido a Rathbone con tanta osadía ni con tanta franqueza. Si le había hablado de ese modo a Simms, no era de extrañar que éste se hubiese sorprendido.
– Desde luego, señora -dijo él con soltura-. ¿Querría tomar asiento y explicarme los pormenores? -Le indicó la espléndida silla tapizada en cuero verde que había frente al escritorio.
Ella permaneció de pie.
– Es muy sencillo. La princesa Gisela… ¿Sabe usted de quién se trata? -Enarcó las cejas. Rathbone vio entonces que sus extraordinarios ojos eran verdes-. Sí, seguro que lo sabe. Bien, pues me acusa de haberla calumniado, y no es cierto.
Rathbone también seguía de pie.
– Comprendo. ¿Qué la acusa de haber dicho?
– Que asesinó a su marido, el príncipe Friedrich, príncipe heredero de mi país, quien abdicó para casarse con ella. Murió la pasada primavera tras un accidente de equitación, aquí en Inglaterra.
– Y, por supuesto, usted no dijo tal cosa.
La condesa alzó un poco la barbilla.
– ¡Claro que sí! Pero, según la ley inglesa, si algo es cierto, decirlo no es una calumnia, ¿verdad?
Rathbone se la quedó mirando. Parecía estar del todo tranquila y serena y, sin embargo, lo que acababa de decir era escandaloso. Simms no debería haberla dejado pasar. Evidentemente, estaba desequilibrada.
– Señora, si…
Ella se dirigió hacia la silla verde y se sentó, arreglándose la falda de forma distraída para dejarla en una posición satisfactoria. No apartó la mirada del rostro de Rathbone.
– La verdad sirve como defensa según la ley inglesa, ¿no es así, sir Oliver? -insistió.
– En efecto -admitió él-. Pero uno está obligado a demostrar la verdad. Si carece de pruebas que demuestren su postura, el mero hecho de afirmarlo es volver a calumniar. Claro que no se requiere el mismo grado de veracidad que en un caso penal.
– ¿Grado de veracidad? -inquirió ella-. Las cosas son ciertas o falsas. ¿Qué grado de veracidad necesito?
Rathbone regresó a su asiento, se inclinó un poco hacia adelante sobre el escritorio y procedió a explicarse.
– En las teorías científicas resulta imprescindible aportar pruebas que eliminen todo tipo de dudas; habitualmente esto se consigue demostrando que cualquier otra teoría es imposible. En los casos de culpabilidad penal hay que aportar pruebas que estén más allá de toda duda razonable. Éste es un caso civil y será sopesado en la balanza de las probabilidades. El jurado escogerá el argumento que considere más probable.
– ¿Eso es bueno para mí? -Preguntó la condesa sin rodeos.
– No. A ella no le resultará muy difícil convencerles de que la ha calumniado. Debe demostrar que usted dijo lo que dijo y que al hacerlo su reputación se ha visto perjudicada. Esto último no será muy complicado.
– Y tampoco lo primero -replicó ella con una leve sonrisa-. Lo he dicho en repetidas ocasiones, y en público. Mi única defensa es que lo que dije es cierto.
– Pero ¿puede demostrarlo?
– ¿Más allá de toda duda razonable? -inquirió la condesa, abriendo mucho los ojos-. Todo depende de lo que considere razonable. Yo estoy bastante convencida de que lo hizo.
Rathbone se retrepó en su asiento, cruzó las piernas y sonrió con cortesía.
– Pues convénzame a mí también, señora.
La condesa echó de pronto la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada, un sonido rico y gutural que brotaba con delectación.
– ¡Creo que usted me gusta, sir Oliver! -Recobró con dificultad el aliento y la compostura-. Es usted terriblemente inglés, pero estoy segura de que será para bien.
– Desde luego -arguyó él con precaución.
– Faltaría más. Todos los caballeros ingleses deberían ser correctamente ingleses. ¿Quiere que lo convenza de que Gisela asesinó a Friedrich?
– Si es tan amable -pidió Rathbone con fría formalidad.
– ¿Y entonces aceptará el caso?
– Tal vez. -Bien mirado, el asunto parecía absurdo.
– Es usted muy cauteloso -dijo ella en tono divertido-. Muy bien. Comenzaré por el principio. Supongo que es lo que desea. No puedo imaginarle a usted empezando por ningún otro sitio. Personalmente, preferiría comenzar por el final; de ese modo resulta mucho más fácil de entender.
– Comience por el final si lo prefiere -se apresuró a decir Rathbone.
– ¡Bravo! -La condesa hizo un gesto de aprobación con la mano-. Gisela comprendió la necesidad de matarlo y, casi de inmediato, se le presentó la oportunidad en bandeja de plata. No tenía más que aprovecharla. Friedrich había sufrido un accidente de equitación. Guardaba cama, desvalido. -Bajó la voz y se inclinó un poco hacia adelante-. Nadie sabía con exactitud lo grave que estaba, ni si se recuperaría o no. Ella se encontraba a solas con él. Lo mató. ¡Ahí lo tiene! -Extendió las manos-. Ya está. -Se encogió de hombros-. No sospecharon de ella porque nadie podía imaginar algo semejante, y además tampoco sabían si su estado era muy grave. Murió a causa de las heridas. -Torció la boca-. Tan natural. Tan triste. -Suspiró-. Ella está destrozada. Llora a su difunto y el mundo entero llora con ella. Nada podría ser más fácil.
Rathbone contempló a la extraordinaria mujer que estaba sentada frente a él. Aunque no era hermosa, desprendía una vitalidad, incluso cuando estaba en calma, que atraía la mirada como si fuese el centro natural de atención. Sin embargo, lo que decía era algo horrible, y casi con total seguridad, se trataba de una calumnia en términos legales.
– ¿Por qué haría algo así? -preguntó Rathbone escéptico.
– Ah, para eso creo que debo remontarme al principio -repuso compungida la condesa, reclinándose y mirándolo con aires de profesora-. Disculpe si le cuento algo que ya sabe. A veces creemos que nuestros asuntos son de tanto interés para los demás como para nosotros mismos, y desde luego no es así. Sin embargo, casi todo el mundo conoce la historia de amor de Friedrich y Gisela, y cómo nuestro príncipe heredero se enamoró de una mujer que su familia no aceptaba y prefirió renunciar a su derecho al trono antes que abandonarla.
Rathbone asintió. Por supuesto, aquella historia había fascinado y encandilado a toda Europa; se trataba del idilio del siglo, y por ello acusar a aquella mujer de asesinato resultaba absurdo e increíble. Sólo su natural buena educación le disuadía de hacer callar a la condesa y pedirle que se marchara.
– Debe comprender que nuestro país es muy pequeño -continuó ella. Sus labios delataban el placer que sentía al advertir el escepticismo de Rathbone pero, con todo, su voz también revelaba apremio, como si a pesar de entender su postura le importara sobremanera que él le creyera-. Está situado en medio de los estados germánicos. -Su mirada no se apartaba del rostro del abogado-. Por todas partes nos rodean otros protectorados y principados. Es un período de gran agitación para todos. Igual que para gran parte de Europa. Pero, al contrario que Francia o Inglaterra o Austria, nosotros nos enfrentamos a la posibilidad, lo queramos o no, de pasar a formar parte del gran estado alemán. A algunos les gusta la idea. -Endureció el gesto-. A otros no.
– ¿De verdad tiene eso algo que ver con la princesa Gisela y la muerte de Friedrich? -interrumpió el abogado-. ¿Me está diciendo que fue un asesinato político?
– ¡De ninguna manera! ¿Cómo puede ser tan ingenuo? -espetó ella con exasperación.
De pronto, Rathbone se preguntó qué edad tendría aquella mujer. ¿Qué le había sucedido en la vida? ¿A quién había amado u odiado, qué sueños extravagantes había perseguido y alcanzado o perdido? Se movía como una mujer joven, con gracia y orgullo, como si tuviese un cuerpo ágil. No obstante, su voz no tenía el timbre de la juventud, y sus ojos poseían demasiada sabiduría, demasiada inteligencia y seguridad.
La primera respuesta que se le ocurrió era cortante, y temió parecer ofendido, así que cambió de opinión.
– El jurado será ingenuo, señora -observó, manteniendo con cuidado un rostro inexpresivo-. Explíqueme, explíquenos, al jurado y a mí, por qué la princesa, por quien el príncipe Friedrich renunció a la corona y a su país, habría matado de pronto a su marido tras doce años de matrimonio. A mí me parece que se arriesgaba a perderlo todo. ¿Cómo va a convencerme de lo contrario?
Fuera, el grito de un cochero se elevó entre el sonido gris del tráfico.
La alegría desapareció de los ojos de la condesa.
– Retomemos el tema de la política -dijo-, pero no porque el crimen fuese político. Al contrario, fue totalmente personal. Gisela es una mujer muy materialista. Hay muy pocas mujeres que se inmiscuyan en política, ¿sabe? La mayoría tenemos demasiado en cuenta lo inmediato y somos demasiado prácticas. De todos modos, eso no es ningún crimen. -Cambió de tema-. Debo explicarle la situación política para que comprenda lo que Gisela podía perder… y lo que podía ganar. -Se enderezó un poco en la silla. Incluso el pequeño aro de la falda parecía molestarle, como si fuera una afectación de la que preferiría haber prescindido.
– ¿Le apetece un té? -Ofreció Rathbone-. Puedo pedirle a Simms que traiga un par de tazas.
– Seguro que hablaría demasiado y se me enfriaría -contestó ella-. No soporto el té frío. Pero le agradezco el ofrecimiento. Es usted muy cortés, muy correcto. Nada lo perturba. Ésa es la flema por la que tan famosos son los ingleses. Me resulta exasperante y encantador al mismo tiempo.
Rathbone se ruborizó sin querer, lo cual le disgustó.
Ella pasó el hecho por alto, aunque no cabía duda de que se había dado cuenta.
– El rey Karl no goza de buena salud -prosiguió-. Nunca la ha tenido, y francamente, todos sabemos que no vivirá más de dos o tres años, como mucho. Al haber abdicado Friedrich, le sucederá su hijo pequeño, el príncipe Waldo. Waldo no está en contra de la unificación. Cree que ofrece ciertas ventajas. Es incuestionable que oponerse a ella presenta muchos inconvenientes, como la posibilidad de una guerra que acabaríamos perdiendo. Los únicos que sin duda se beneficiarían serían los fabricantes de armas y gente de esa calaña. -Su semblante mostraba un marcado desdén.
– La princesa Gisela. -Rathbone la hizo regresar al tema.
– Ahora iba a hablar de ella. Friedrich era partidario de la independencia, incluso al precio de la lucha. Muchos de nosotros estábamos de su parte, sobre todo en la corte y en las esferas más próximas.
– ¿Y Waldo no? ¿No sería él quien más tenía que perder?
– Cada cual entiende el amor a su país de forma diferente, sir Oliver -repuso la condesa con repentina seriedad-. Para algunos puede ser luchar por la independencia, incluso dar la vida por ella si es necesario. -Lo miraba de hito en hito-. Para la reina Ulrike es vivir de una forma determinada, ejercitar el control de uno mismo, el dominio de la voluntad, pasar toda la vida intentando intrigar y coaccionar para obtener lo que considera correcto. Asegurarse de que todo el mundo se comporta de acuerdo con un código de honor que ella aprecia por encima de todas las cosas. -Lo observaba detenidamente, sopesando su reacción-. Para Waldo significa que su pueblo tenga pan en la mesa y pueda dormir sin miedo por la noche. Creo que también le gustaría que todos leyesen y escribiesen lo que quisieran, pero eso ya sería pedir demasiado. -En el fondo de sus ojos verdes se apreciaba una tristeza indescifrable-. No se puede tener todo. No obstante, creo que Waldo debe de ser más realista. No permitirá que nos ahoguemos intentando retener una marea que según él nos inundará hagamos lo que hagamos.
– ¿Y Gisela? -insistió Rathbone, para retomar el tema.
– ¡Gisela no sabe lo que es el patriotismo! -Espetó la condesa, con el semblante rígido-. Si lo supiera, no habría intentado convertirse en reina. Quería serlo por motivos personales, no por su pueblo, ni por la independencia o la unificación, ni por nada político o nacional, sólo porque le resultaba atractivo.
– No la tiene en mucha estima -observó Rathbone con suavidad.
La condesa sonrió, su rostro se transformó por completo, pero detrás de la sonrisa se escondía una ira implacable.
– No la soporto. Pero eso no viene al caso. No implica que lo que yo diga sea cierto o falso…
– Pero influirá en el jurado -apuntó Rathbone-. Quizá piensen que habla movida por la envidia.
Se quedó callada durante un instante.
Él esperó. No llegaba hasta ellos ni un solo sonido desde el otro lado de la puerta, aunque el tráfico de las calles seguía produciendo un rumor constante.
– Tiene razón -admitió ella al fin-. Qué tedioso resulta tener que preocuparse de cosas tan lógicas, pero comprendo que es necesario.
– Volvamos a Gisela, si es tan amable. ¿Por qué querría matar a Friedrich? ¿Tal vez porque él estaba a favor de la independencia aun al precio de entrar en guerra?
– No. Aunque, indirectamente, sí.
– Muy bien -comentó Rathbone con un deje sarcástico-. Explíquese, por favor.
– ¡Es lo que intento! -La avidez ardía en su mirada-. Existe una facción considerable que lucharía por la independencia. Necesitan a un líder alrededor del que organizarse…
– Comprendo. ¡Friedrich, el primer príncipe heredero! Pero abdicó. Vivía en el exilio.
Ella se inclinó hacia delante, con el rostro marcado por la ansiedad.
– Pero podía regresar.
– ¿Podía? -Rathbone dudaba de nuevo-. ¿Y Waldo? ¿Y la reina?
– ¡Exacto! -Exclamó, casi exultante-. Waldo se opondría, no por la corona, sino para evitar la guerra contra Prusia o quienquiera que fuese el primero en intentar absorbernos. Sin embargo, la reina se aliaría con Friedrich por la causa de la independencia.
– Entonces Gisela se convertiría en reina tras la muerte del rey -apuntó Rathbone-. ¿No ha dicho que era eso lo que deseaba?
Ella lo contemplaba con un resplandor en la mirada, verde y brillante, pero su rostro reflejaba una paciencia a toda prueba.
– La reina no toleraría que Gisela regresara al país. Si Friedrich quería regresar, debía de hacerlo solo. Rolf Lansdorff, el hermano de la reina, que tiene muchísimo poder, también apoyaba el regreso de Friedrich, pero nunca habría aceptado a Gisela. Cree que Waldo es débil y que nos llevará a la ruina.
– ¿Y Friedrich habría vuelto sin Gisela por el bien de su país? -inquirió Rathbone, dubitativo-. Ya había renunciado al trono por ella. ¿Iba a echarse ahora atrás?
La condesa no dejaba de mirarlo. Tenía una cara extraordinaria, llena de fuerza, de convicción, de emoción y voluntad. Cuando hablaba de Gisela resultaba grotesca: la nariz demasiado grande, los ojos demasiado separados. Cuando hablaba de su país, del amor, del deber, era hermosa. Comparada con ella, cualquier otra persona parecía poco generosa, insípida. Rathbone no parecía ser consciente del ruido del tráfico al otro lado de la ventana, del chacoloteo de las herraduras, de los ocasionales gritos, del sol sobre el cristal, o de Simms y el resto de empleados de la oficina al otro lado de la puerta. En lo único que pensaba era en un pequeño principado germánico, en la lucha por el poder y la super-vivencia, en los amores y los odios de una familia real y en la pasión que encendía a esa mujer que tenía delante, que la hacía más excitante y más profundamente viva que cualquier otra persona en la que pudiera pensar. Lo sentía como una oleada que le recorría las venas.
– ¿Lo haría? -insistió.
Una curiosa expresión de dolor y lástima, casi vergüenza, asomó en la cara de la condesa. Por primera vez no lo miró de frente, como si desease poner a salvo sus verdaderos sentimientos de la percepción del abogado.
– Friedrich siempre ha estado convencido de que su país lo reclamaría algún día y de que, llegado el momento, aceptarían también a Gisela y reconocerían lo mucho que valía. Es decir, que la verían como él la veía, y no como es en realidad. Vivía con esos sueños. A ella le aseguró que las cosas sucederían de ese modo. Cada año decía lo mismo. -Sus ojos se encontraron con los de Rathbone-. Así que, para contestar a su pregunta, le diré que Friedrich no pensaba que regresar a Felzburgo supusiera retractarse de su compromiso con Gisela, sino que lo imaginaba como un regreso triunfal con ella a su lado, reivindicando todo lo que él siempre había defendido. Pero ella no es tonta. Sabía que eso nunca sería así. Él regresaría y a ella le negarían la entrada, la humillarían públicamente. Él quedaría aturdido, consternado, turbado, pero para entonces Rolf Lansdorff y la reina ya se habrían ocupado de que no renunciara por segunda vez.
– ¿Cree que es eso lo que habría sucedido? -preguntó Rathbone con calma.
– Nunca lo sabremos, ¿no es cierto? -dijo la condesa con una curiosa y sombría sonrisa-. Está muerto.
El impacto de estas últimas palabras golpeó al abogado repentinamente y con fuerza. El asesinato ya no parecía tan poco razonable. Otras personas habían matado por muchísimo menos.
– Comprendo -dijo sobriamente-. Eso construye un argumento muy fuerte que cualquier jurado formado por hombres de la calle entendería. -Juntó las manos formando un ángulo y apoyó los codos sobre la mesa-. Bien, ¿por qué deberían creer que fue la desgraciada viuda la que cometió el asesinato y no algún seguidor del príncipe Waldo o de cualquier otra potencia alemana que creyera en la unificación? A ellos tampoco les faltan buenos motivos. Se han cometido incontables asesinatos para ganar o perder reinos, pero ¿llegó Gisela a matar a Friedrich ante la posibilidad de perderlo?
Los dedos fuertes y delgados de la condesa asieron los brazos de la silla de cuero al inclinarse hacia Rathbone con expresión atenta.
– ¡Sí! -dijo con firmeza-. A ella Felzburgo, o cualquiera de nosotros, le importamos un comino. Si él hubiera regresado y renunciado a ella, por propia voluntad o por coacción (eso da lo mismo, el mundo no lo sabría ni se preocuparía en saberlo), el sueño se habría venido abajo, la gran historia de amor se habría roto en pedazos. Ella se convertiría en una figura patética, incluso ridícula, una mujer abandonada después de doce años de matrimonio; y no se encuentra ya, precisamente, en la flor de la juventud.
Los ángulos de su cara se acentuaron, su voz se ensombreció.
– Por otro lado, al quedar viuda, vuelve a ser la gran figura de la tragedia personal, objeto de admiración y envidia. Tiene misterio, encanto. Y además es libre de ofrecer o no sus favores a algún admirador, siempre que sea discreta. Pasará a la leyenda como una de las grandes amantes del mundo, será recordada en las canciones y en la historia. ¿Quién no envidiaría algo así? Es una especie de inmortalidad. Por encima de todo, se la recordará con admiración, con respeto. Nadie se reirá de ella. Y, por supuesto -añadió-, se queda con la fortuna personal de su marido.
– Comprendo. -Muy a su pesar, le había convencido. Había capturado su atención, su intelecto y sus sentimientos. No podía evitar imaginar las pasiones que en un principio habían embargado al príncipe, el asombroso amor por esa mujer, tan intenso que había renunciado a un país y a un trono por ella. ¿Cómo sería ella? ¿Qué carácter radiante, qué encantos únicos poseía para inspirar semejante amor?
¿Se parecería en algo a la propia Zorah Rostova, tan intensamente viva que despertaba en él sueños y ansias que ni siquiera sabía que poseía? ¿Le llenaba también de vitalidad y le hacía creer en sí mismo, ver en una sola mirada todo lo que podía alcanzar o llegar a ser? ¿Cuántas noches insomnes había pasado él debatiéndose entre el deber y el deseo? ¿Cómo había sopesado la idea de una vida dedicada a la corte -las interminables formalidades diarias, el aislamiento que por fuerza debe rodear a un rey, la soledad de estar lejos de la mujer a quien amaba- y la tentación de una vida en el exilio con la compañía constante de una amante tan extraordinaria? Envejecerían juntos, lejos de su familia y su país y, con todo, nunca estarían solos. Con la única excepción de la culpabilidad. ¿Se sentía culpable por haber escogido la senda del deseo y no la del deber?
¿Y Gisela? ¿A qué decisiones se había enfrentado? ¿O para ella no se trataba más que de una batalla, ganar o perder? ¿Tenía razón Zorah al creer que Gisela anhelaba ser reina y había perdido su oportunidad? ¿O simplemente amaba a aquel hombre y había estado dispuesta a que su país la considerase una villana con tal de poder amarlo y estar junto a él? Entonces, ¿era una mujer con la vida destrozada a causa del dolor? ¿O se trataba de una circunstancia provocada por ella misma, como el último recurso antes de verse abandonada, de sufrir el final público del gran idilio real no con la gran tragedia de la muerte, sino con el patético anticlímax de ser rechazada?
– Entonces, ¿aceptará mi caso? -preguntó Zorah después de unos instantes.
– Tal vez -contestó él con precaución, a pesar de sentir cómo crecía en su interior la emoción del reto, un aliento de peligro que debía admitir como excitante-. Me ha convencido de que quizá tuvo un motivo para hacerlo, pero aún no de que lo hiciera. -Se aclaró la voz. Debía mostrarse sereno-. ¿Qué pruebas tiene de que, en efecto, Friedrich tenía la intención de regresar, a pesar incluso de la maquinación de la reina Ulrike para que abandonara a Gisela?
Ella se mordió el labio. La rabia asomaba en su rostro, luego brotó una sonrisa.
– Ninguna -admitió-. Pero Rolf Lansdorff estuvo allí aquel mes, en casa de los Wellborough, y a menudo hablaba con Friedrich. Es bastante razonable suponer que se lo propuso. Nunca podremos saber qué habría respondido Friedrich de haber vivido. Está muerto… ¿No le basta con eso?
– Para sospechar, sí. -También él se inclinó hacia delante-. Pero eso no es una prueba. ¿Quién más estaba allí? ¿Qué sucedió? Deme detalles, pruebas, no sensaciones.
Zorah lo miró un instante de un modo desapasionado.
– ¿Quién estaba allí? -Enarcó un poco las cejas-. Estábamos a finales de primavera. Había una fiesta en la casa de campo de lord y lady Wellborough. -Torció la boca en una sonrisa irónica y divertida-. No son sospechosos. Lord Wellborough fabrica armas y comercia con ellas. La guerra, cualquier guerra que no fuera en Inglaterra, le sería del todo conveniente.
Rathbone se estremeció.
– Me ha pedido realismo -señaló ella-. ¿O entra eso dentro de la categoría de las sensaciones? Parece usted conmovido, sir Oliver. -Esta vez sus ojos mostraban una descarada diversión.
No estaba dispuesto a expresarle la repugnancia que sentía. Wellborough era inglés. Rathbone se avergonzaba profundamente de que un inglés se alegrara de sacar beneficio de la matanza de personas siempre que no le afectaran directamente. Existían toda clase de complicados argumentos que hablaban de necesidad, fatalidad, elección y libertad. Aún así, beneficiarse de aquello le parecía repulsivo. Pero no podía decírselo a esa extraordinaria mujer.
– Representaba el papel del jurado -dijo con serenidad-. Ahora vuelvo a ser consejero. Continúe con la lista de invitados, si tiene la bondad.
Zorah se relajó.
– Por supuesto. Estaba Rolf Lansdorff, como le he dicho antes. Es el hermano de la reina, y tiene un inmenso poder. Siente un considerable desprecio por el príncipe Waldo. Piensa que es débil y habría preferido que Friedrich regresara; sin Gisela, por supuesto. Aunque no estoy segura de que piense así por propia voluntad o porque tiene en cuenta que Ulrike no lo permitiría; a fin de cuentas, es ella la que lleva la corona, no él.
– ¿Y el rey?
Ahora su sonrisa era genuinamente divertida, cercana a la risa.
– Creo que hace mucho tiempo, sir Oliver, que el rey no se opone a los deseos de la reina. Ella es más inteligente que él, pero él es lo bastante inteligente como para ser consciente de ello. Y en la actualidad está demasiado enfermo para luchar a favor o en contra de nada. Lo que quiero decir es que Rolf no es de la realeza. Y, aunque está muy cerca, hay una enorme diferencia entre una cabeza coronada y una que no lo está. Cuando exista la suficiente voluntad y se llegue a la lucha, Ulrike ganará; Rolf es demasiado orgulloso como para dar comienzo a una batalla que acabará perdiendo.
– ¿Tanto odia la reina a Gisela? -A Rathbone le costaba imaginarlo. Algo muy hondo debía existir entre las dos mujeres para que una odiara a la otra lo suficiente como para negarle el regreso, aunque eso significase la posible victoria de los partidarios de la independencia.
– Sí, la odia -respondió Zorah-. Pero creo que no lo comprende usted bien, al menos no del todo. La reina cree que Gisela no se uniría a la causa. No es tonta, ni una mujer que anteponga los sentimientos personales, sean cuales sean, al deber. Creí haberlo explicado ya. ¿Duda de mí?
El se movió un poco en el asiento.
– Sólo creo las cosas de manera provisional, señora. Parecía una contradicción. No obstante, continúe. ¿Quién más estaba allí, aparte del príncipe Friedrich y la princesa Gisela, el conde Lansdorff y, por supuesto, usted?
– El conde Klaus von Seidlitz acudió con su esposa, Evelyn -continuó.
– ¿Cuál es su postura política?
– Estaba en contra del regreso de Friedrich. Creo que no se ha pronunciado en cuanto a la unificación, pero no creía que Friedrich pudiera retomar la sucesión sin causar grandes revueltas y, tal vez, incluso la división civil, lo cual sólo podría beneficiar a nuestros enemigos.
– ¿Y tenía razón? ¿Podría desencadenarse una guerra civil?
– ¿Más armas para lord Wellborough? -replicó Zorah con rapidez-. No lo sé. Creo que el resultado más probable habría sido la desunión interna y la indecisión.
– ¿Y su esposa? ¿A quién le es leal?
– Sólo a la buena vida.
Era un juicio severo, y la expresión de su rostro no lo suavizó.
– Comprendo. ¿Quién más?
– La baronesa Brigitte von Arlsbach, a quien la reina había escogido en un principio como esposa para Friedrich antes de que renunciara a todo por Gisela.
– ¿Lo amaba?
Una curiosa expresión se dibujó en la cara de Zorah.
– Nunca pensé que le amara, aunque tampoco se ha casado nunca.
– Y si él hubiese dejado a Gisela, ¿podría haber acabado casándose con ella y convirtiéndola en reina?
De nuevo, la idea parecía divertirla, sin embargo aquella risa mostraba la conciencia del dolor.
– Sí. Supongo que es lo que habría sucedido de haber seguido con vida y regresado a casa, y si Brigitte hubiese sentido la llamada del deber. Y tal vez la hubiese sentido, para fortalecer el trono. Aunque quizá él habría juzgado conveniente desposarse con una mujer más joven para tener un heredero. El trono debe tener un heredero. Brigitte está más cerca de los cuarenta que de los treinta. Muy mayor para un primer hijo. Pero es muy popular en el país, la gente la admira.
– ¿Friedrich no tuvo hijos con Gisela?
– No. Y tampoco Waldo.
– ¿Waldo está casado?
– Oh, sí, con la princesa Gertrudis. Me gustaría decir que me desagrada, pero no puedo. -Dejó escapar una risa burlona-. Reúne todo lo que creo detestar y encuentro inexcusablemente tedioso. Es hogareña, obediente, de buen carácter, viste con corrección, es agraciada y cortés con todo el mundo. Siempre parece tener algo adecuado que decir; y lo dice.
A Rathbone, aquello le hizo gracia.
– ¿Y eso le parece tedioso?
– Increíblemente. Pregunte a cualquier mujer, sir Oliver. Si es sincera, le dirá que semejante criatura es una ofensa a nuestra común naturaleza.
Rathbone pensó de inmediato en Hester Latterly; independiente, de opiniones firmes, arbitraria, de mal carácter cuando percibía estupidez, crueldad, cobardía o hipocresía. No se la imaginaba obedeciendo a nadie. Debió ser una pesadilla para el ejército cuando trabajó en sus hospitales. De todos modos, sonrió sin poder evitarlo al pensar en ella. Habría estado de acuerdo con Zorah.
– Ha recordado a alguien a quien aprecia -Zorah interrumpió sus pensamientos y de nuevo Rathbone sintió cómo se le subían los colores.
– Dígame por qué le gusta Gertrudis a pesar de todo -dijo un tanto irritado.
Zorah rió encantada al constatar su apuro.
– Porque tiene un maravilloso sentido del humor -respondió-. Tan simple como eso. Y es muy difícil que no te guste alguien a quien le gustas y que es consciente del absurdo de la vida y, aun así, la disfruta.
Se vio obligado a estar de acuerdo con ella, a pesar de que hubiese preferido que no fuera así. Era incómodo; le desconcertaba. Retomó de forma brusca su anterior pregunta.
– ¿Qué desea Brigitte? ¿Tiene lealtades, deseos de independencia o unificación? ¿Quiere ser reina? ¿O es ésa una pregunta estúpida?
– No, en absoluto. No creo que desee ser reina, pero lo haría si fuese su deber -contestó Zorah, cualquier rastro de sonrisa desapareció de su semblante-. Públicamente, le habría gustado que Friedrich regresara y dirigiera la lucha por la independencia. Personalmente, creo que hubiese preferido que continuara en el exilio. De ese modo no habría tenido que cargar con el peso de la humillación de casarse con él si el país lo hubiese deseado.
– ¿Humillación? -El comentario era incomprensible-. ¿Cómo puede ser una humillación casarse con un rey porque el pueblo te tiene en gran estima?
– Muy sencillo repuso Zorah de forma cortante, con un hiriente desdén en la mirada-. Ninguna mujer que se precie se casaría por propia voluntad con un hombre que ha sacrificado en público un trono y un país por otra persona. ¿Querría usted casarse con una mujer protagonista de una de las grandes historias de amor de todos los tiempos, cuando usted no es el galán?
Se sintió estúpido. Su falta de percepción se le presentó ante los ojos como un abismo. Un hombre desearía poder, un cargo, reconocimiento público. Debería haber sabido que una mujer desearía amor y que, en caso de no poder obtenerlo de verdad, querría al menos ilusión. No conocía bien a muchas mujeres, pero creía saber algo de ellas. Había llevado bastantes casos que concernían a mujeres en su faceta más perversa o vulnerable, inteligente, ciega o increíblemente estúpida. Y, con todo, Hester aún lo confundía… en ocasiones.
– ¿Puede imaginar que alguien le haga el amor por obligación? -Zorah continuaba sin compasión-. ¡Me daría asco! Sería como acostarse con un cadáver.
– ¡Por favor! -protestó él con vehemencia. En un instante su percepción era delicada como un aleteo de mariposa y al instante siguiente decía algo tan crudo que resultaba nauseabundo. Le hacía sentirse muy incómodo-. Ya he comprendido su argumento, señora. No hace falta que lo ilustre. -Moderó el tono de su voz y lo controló con dificultad. No debía permitir que viera lo mucho que lo turbaba-. ¿Son ésas todas las personas que estaban presentes en la desafortunada reunión?
Zorah suspiró.
– No. Stephan von Emden también asistió. Pertenece a una familia de rancio abolengo. Y también Florent Barberini. Su madre está emparentada lejanamente con el rey, y su padre es veneciano. No hace falta que me pregunte lo que piensan, porque no lo sé. Pero Stephan es un gran amigo mío y le ayudará en el caso. Ya me lo ha prometido.
– ¡Bien! -Exclamó Rathbone-. Porque, créame, ¡necesitará todos los amigos y toda la ayuda que pueda conseguir!
Zorah se percató de que lo había molestado.
– Lo siento -dijo con gravedad, de pronto su mirada era suave y arrepentida-. He hablado con demasiada franqueza, ¿verdad? Sólo quería que lo comprendiera. No, no es verdad. -Soltó un pequeño bufido de cólera-. Me enfurece lo que le harían a Brigitte, y quiero que deje usted a un lado su complacencia masculina y lo entienda. Usted me gusta, sir Oliver. Tiene aplomo, cierta frialdad británica que resulta muy atractiva. -De pronto, le sonrió.
Rathbone renegó entre dientes. Detestaba la adulación descarada, y mucho más el intenso estado de placer que le provocaba.
– ¿Desea saber qué sucedió? -continuó ella imperturbable, reclinándose un poco en la silla-. Habían pasado tres días desde que llegó la última persona. Estábamos montando a caballo, por lugares más bien escabrosos, debo añadir. Cruzamos los campos y saltamos bastantes setos al galope. El caballo de Friedrich cayó y él salió disparado. -Una sombra de inquietud le cubrió el rostro-. Tuvo una mala caída. El caballo logró ponerse de nuevo en pie y la pierna de Friedrich quedó atrapada en el estribo. Fue arrastrado varios metros antes de que pudiéramos detener al caballo y liberarlo.
– ¿Gisela estaba allí? -interrumpió el abogado.
– No. No monta si puede evitarlo, y en cualquier caso sólo al paso, en desfiles o parques de moda. Es mujer de arte y artificio, no de naturaleza. Todos sus anhelos tienen un muy serio propósito y son siempre sociales, no físicos. -Si intentaba que su voz no mostrara desprecio, no lo consiguió en absoluto.
– ¿De modo que no es posible que provocara el accidente?
– No. Por lo que yo sé, fue una verdadera desgracia y nadie lo provocó.
– ¿Llevaron a Friedrich a la casa?
– Sí. Parecía lo único que podíamos hacer.
– ¿Estaba consciente?
– Sí. ¿Por qué?
– No se me ocurre ninguna razón. Debía de, sufrir mucho.
– Sí. -Su rostro reflejaba una inconfundible admiración-. Puede que Friedrich fuera necio en algunas cosas, pero nunca le faltó valentía física. Lo soportó muy bien.
– ¿Llamaron a un médico de inmediato?
– Naturalmente. Antes de que me lo pregunte le diré que Gisela estaba destrozada. -Sus labios esbozaron una leve sonrisa-. No se apartó de su lado. Pero eso no es de extrañar. Casi nunca se separaban. Desde luego, no se puede decir que no fuera la más diligente y atenta de las enfermeras.
Rathbone le devolvió la sonrisa.
– En fin, si usted no puede decirlo, dudo que nadie más lo haga.
Zorah levantó un dedo con delicadeza.
– Touché, sir Oliver
– ¿Y cómo lo mató?
– Veneno, claro. -Enarcó las cejas sorprendida de que hubiese necesitado preguntarlo-. ¿Qué imaginaba? ¿Que creía, que robó una pistola de la armería y le disparó? No habría sabido cómo cargarla. Apenas sabría con qué extremo apuntar. -De nuevo apareció el desprecio-. Y puede que el doctor Gallagher sea un necio, pero no tanto como para pasar por alto una herida de bala en el cadáver de alguien que se supone que ha muerto por accidente de equitación.
– No sería la primera vez que los médicos pasan por alto un hueso roto en el cuello -dijo Rathbone para justificarse-. O una asfixia, si la persona ya estaba enferma y de todos modos no esperaban que se recuperase.
Ella compuso una extraña expresión.
– Seguro que sí. Aunque no logro imaginar a Gisela asfixiándolo y, desde luego, no sabría cómo romperle un hueso del cuello. Suena a truco de asesino.
– ¿Así que deduce que lo envenenó? -apuntó Rathbone con calma, sin comentar nada acerca de cómo podría ella saber algo referente a asesinos.
Zorah permaneció inmóvil, mirándolo con ojos resueltos y brillantes.
– Demasiado perceptivo, sir Oliver -concedió ella con un gesto de dolor-. Sí, lo deduzco. No tengo pruebas. De tenerlas, no la habría acusado en público, me habría limitado a ir a la policía. Habría sido acusada y todo esto no hubiera sido necesario.
– ¿Y por qué ahora lo es? -preguntó Rathbone sin rodeos.
– ¿Para hacer justicia? -Inclinó un poco la cabeza. No había duda de que se trataba de una pregunta.
– No -respondió él.
– Entonces, ¿no cree que lo haga por amor a la justicia?
– No lo creo.
Zorah suspiró.
– Tiene mucha razón. De ser así, dejaría que Dios o el diablo se ocuparan de ello llegado el momento.
– ¿Por qué entonces, señora? -la presionó-. Al hacerlo corre usted un gran riesgo. Si no puede defender su afirmación, quedará arruinada, no sólo económica sino también socialmente. Puede incluso que deba enfrentarse a una acusación penal. Se trata de una calumnia muy grave y la ha hecho pública.
– Bueno, ¡no tenía mucho sentido hacerla en privado! -espetó ella con los ojos bien abiertos.
– ¿Y qué sentido tiene haberlo hecho?
– Obligarla a que se defienda, claro. ¿No resulta evidente?
– Pero es usted la que debe defenderse. La acusada es usted.
– Ante la ley, sí. Pero yo la he acusado y, para quedar como inocente frente al mundo, deberá probar que soy una embustera. -Su expresión sugería que su acto había sido de lo más razonable, lo que todo el mundo debería comprender sin dificultad.
– No tiene por qué -la contradijo Rathbone-. Gisela sólo ha de demostrar que usted dijo todo eso y que la ha perjudicado. Si usted deja algún cabo suelto, el caso lo ganará ella. No tiene por qué probar que es falso.
– No según la ley, sir Oliver, pero por supuesto sí ante el mundo. ¿La imagina a ella, o a cualquiera, saliendo del tribunal con la cuestión aún sin resolver?
– Confieso que es poco probable, aunque sí posible. Sin embargo, con toda certeza se defenderá atacándola, acusándola, en primer lugar, de tener motivos personales para haberla calumniado -la previno-. Debe estar preparada para una desagradable batalla que será tan personal para usted como usted ha hecho que lo sea para ella. ¿Está dispuesta a eso?
Zorah respiró hondo e irguió sus delgados hombros.
– Sí, lo estoy.
– ¿Por qué hace todo esto, condesa? -Tenía que preguntarlo. Era extraño y peligroso. Zorah tenía un rostro insólito y temerario, pero no era necia. Tal vez no conocía la ley, pero desde luego sabía cómo funcionaba el mundo.
De pronto, adoptó un semblante muy serio, sin rastro alguno de humor o de afán de discutir.
– Porque ha utilizado a un hombre hasta destruirlo, y ese hombre, a pesar de su locura y sus excesos, debería haber sido nuestro rey. No permitiré que el mundo la considere una amante esposa cuando es una mujer ambiciosa y egoísta que se quiere a sí misma más que a nadie o a nada. No soporto la hipocresía. Si no puede creer que ame la justicia, ¿creerá esto tal vez?
– Lo creo, señora -contestó Rathbone sin vacilar-. Yo tampoco la soporto. Y estoy convencido de que el jurado inglés medio tampoco la soporta. -Lo dijo con pasión y total sinceridad.
– Entonces, ¿aceptará mi caso? -instó la condesa. Se trataba de un reto, de un desafío a su seguridad, su corrección, sus años de comportamiento brillante y siempre apropiado.
– Sí. -Aceptó sin dudar siquiera. Para él era algo moral: si el caso iba a ser juzgado en un tribunal inglés, tanto por la reputación de Gisela, en caso de que fuera inocente, como por la de la ley (de mucho más valor según su punto de vista), ambas partes debían estar representadas por el mejor abogado. En caso contrario, el asunto nunca se esclarecería ante la opinión pública. Su fantasma siempre volvería a aparecer.
Existía un riesgo, era cierto, pero de esa clase que provoca la aceleración del pulso y hace que uno se dé cuenta del infinito valor de la vida.
Zorah le había dejado su tarjeta. Al día siguiente, por la tarde, tras enviarle una nota por adelantado para informarle de su intención, la fue a visitar al lugar en el que se alojaba en Londres.
La condesa lo recibió con un entusiasmo que la mayoría de las damas de alcurnia habría considerado inadecuado. Sin embargo, él sabía desde hacía tiempo que las personas que se enfrentan a un juicio, civil o penal, suelen expresar sus miedos de una forma que no siempre concuerda con su carácter habitual. Si se prestaba atención, se trataba siempre de una faceta escondida de algo que ya estaba presente en situaciones de menor apremio. El miedo era el más universal destructor de los disfraces y las protecciones propias de las actitudes artificiales.
– ¡Sir Oliver! Estoy encantada de que haya venido -dijo Zorah de inmediato-. Me he tomado la libertad de pedirle al barón Stephan von Emden que nos acompañe. Le ahorrará el tener que ir a buscarlo, y estoy segura de que no tiene tiempo que perder. Si desea hablar en privado, dispongo de otra habitación en la que podemos hacerlo. -Y se volvió para conducirlo a través de un vestíbulo bastante formal y anodino hasta una sala decorada de un modo tan extraordinario que le provocó un suspiró de admiración. En la pared del fondo había colgado un gigantesco chal tejido en tonos rojizos y granates, marrones chocolate amargo y negro cerrado. Tenía un largo fleco de seda que colgaba en complicados nudos trenzados. Había un samovar de plata sobre una mesa de ébano, y en el suelo unas cuantas alfombras de piel de oso, también de cálidos colores marrones. El sofá, de cuero rojo, estaba inundado de cojines bordados, todos diferentes.
Junto a una de las dos altas ventanas había un hombre joven de hermoso pelo castaño claro y un rostro encantador, en ese momento marcado por la preocupación.
– Barón Stephan von Emden -dijo Zorah de forma casi informal-. Sir Oliver Rathbone.
– Encantado, sir Oliver. -Stephan se dobló por la cintura y juntó los talones, pero casi sin producir ruido-. Me resulta un gran alivio saber que defenderá a la condesa Rostova. -La sinceridad del comentario quedaba patente en su rostro-. Se trata de una situación muy complicada. Cualquier cosa que pueda hacer para ayudar la haré con mucho gusto.
– Gracias -aceptó Rathbone, sin saber si se trataba de una simple demostración de amistad o si había algo más que el joven barón pretendiera conseguir. Al recordar la franqueza de Zorah, habló sin rodeos. En aquella habitación no se podía ser indiferente-. ¿Cree que la Princesa es culpable de haber asesinado a su marido?
Stephan parecía aturdido, aunque poco después un brillo de humor encendió su mirada.
Zorah dejó escapar un suspiro, quizá en señal de aprobación.
– No tengo la menor idea -respondió Stephan con los ojos bien abiertos-. Pero tampoco tengo la menor duda de que Zorah lo cree de veras, así que supongo que es cierto. Estoy convencido de que no lo dijo guiada por la ligereza o por la malicia.
Rathbone juzgó que tenía algo más de treinta años, seguramente unos diez menos que Zorah, y se preguntó qué tipo de relación habría entre ellos. ¿Estaba dispuesto a arriesgar su nombre y su reputación apoyando a una mujer que afirmaba algo semejante? ¿Cabía la posibilidad de que estuviera seguro, no sólo de que ella estaba en lo cierto, sino de que se podía demostrar? ¿O tenía algún motivo más emocional y menos racional, amor u odio hacia alguno de los personajes de la tragedia?
– Su confianza me tranquiliza -dijo Rathbone con educación-. Agradeceré mucho su ayuda. ¿En qué había pensado?
Si esperaba que Stephan se desconcertase, quedó defraudado. El barón enderezó la postura más bien relajada que había adoptado y caminó hacia la silla que había en el centro de la habitación. Se sentó de medio lado y miró a Rathbone de hito en hito.
– Había pensado que a lo mejor querría enviar a alguien, por supuesto de una forma discreta, a casa de los Wellborough para interrogar a todas las personas que estuvieron presentes en aquel momento. La mayoría estarán allí de nuevo a causa de este escándalo, claro. Yo puedo contarle todo lo que recuerdo, pero imagino que mi testimonio se considera sesgado, y usted necesitará mucho más que eso. -Encogió sus delgados hombros-. De todas formas, no sé nada que pueda ser útil, si no, ya se lo habría contado a Zorah. No sé qué es lo que hay que buscar, pero conozco a todo el mundo y respondería por la persona a la que usted quisiera enviar. Lo acompañaría, si lo cree necesario.
Rathbone quedó sorprendido. Era una oferta generosa. En los brillantes ojos color avellana de Stephan no se apreciaba otra cosa que candor y un matiz de preocupación.
– Gracias -aceptó-. Es una magnífica idea. -Pensó en Monk. Si alguien podía encontrar y recabar pruebas acerca de la verdad, ya fuera ésta buena o mala, era él. La magnitud del caso y sus posibles repercusiones tampoco lo amedrentarían-. Aunque tal vez no sea suficiente. Aportar pruebas para este caso será complicado en extremo. Tenemos en contra un buen número de intereses personales.
Stephan frunció el ceño.
– Por supuesto. -Miró a Rathbone con mucha seriedad-. Le estoy muy agradecido por tener tanto valor, sir Oliver. Muchos otros se habrían negado a intentarlo. Estoy a su entera disposición, señor, en cualquier momento.
Se mostró tan serio que Rathbone, a su vez, no pudo sino darle también las gracias y volverse hacia Zorah, que se había sentado en el sofá rojo y estaba recostada sobre el brazo, con el cuerpo relajado entre la ondulante falda de color tostado, el rostro tenso, la mirada clavada en los ojos de Rathbone. Sonreía, pero su expresión no era divertida, ni resplandeciente ni tranquila.
– Tendremos otros amigos -dijo con voz algo ronca-. Pero muy pocos. La gente cree lo que necesita creer, o lo que se ha comprometido a creer. Tengo enemigos, pero Gisela también. Hay muchas viejas cuentas por saldar, viejas heridas, viejos amores y odios. Y están aquéllos cuyo único interés reside en el futuro político, en si continuamos siendo independientes o si nos vemos absorbidos en una gran Alemania, y en quién recogerá los beneficios de esa batalla. Tendrá usted que ser tan audaz como inteligente.
Su increíble rostro se suavizó hasta parecer más que hermoso. Estaba radiante.
– Pero, claro, si no hubiese pensado que era ambas cosas, no habría acudido a usted. Les presentaremos dura batalla, ¿verdad? Nadie matará a un hombre, a un príncipe, mientras nos cruzamos de brazos y permitimos que el mundo crea que fue un accidente. ¡Santo Cielo, detesto la hipocresía! Seremos sinceros. Merece la pena vivir y morir por la honestidad, ¿no es cierto?
– Desde luego -dijo Rathbone con absoluta convicción.
Aquel largo atardecer veraniego, Rathbone salió de casa para ir a ver a su padre, que vivía en el norte de Londres, en Primrose Hill. Tardó un rato en llegar, pues no se apresuró lo más mínimo. Hizo el trayecto en un calesín descubierto, ligero y rápido, fácil de manejar entre el tráfico de birlochos y landós, mientras la gente tomaba el aire bajo la matizada luz de las avenidas flanqueadas por árboles o se dirigía a casa tras un caluroso día en el centro de la ciudad. No tenía reparos a la hora de gastar el dinero, y aquel placer bien valía el precio del trayecto desde una cochera local.
Henry Rathbone se había retirado ya de sus diversas actividades matemáticas e inventivas. De vez en cuando aún miraba las estrellas a través del telescopio, pero sólo por propio interés. Aquella tarde, cuando Oliver llegó, estaba en el jardín, de pie en el amplio tramo de césped, mirando el seto de madreselva, al fondo, y los manzanos un poco más allá. Había sido una estación más bien seca, y no estaba seguro de si la fruta crecería hasta alcanzar una calidad aceptable. El sol aún estaba alto sobre el horizonte, de un dorado abrasador, y creaba largas sombras sobre la hierba. Era un hombre alto, más que su hijo, delgado y de hombros fornidos. Tenía una agradable cara aquilina y unos cansados ojos azules. Siempre que tenía que estudiar un objeto de cerca se quitaba las gafas.
– Buenas tardes, padre. -Rathbone avanzaba por el césped hacia él. El mayordomo lo había conducido a través de la casa y lo había hecho salir al jardín a través de las cristaleras.
Henry se volvió algo sorprendido.
– No te esperaba. Sólo tengo pan y queso para cenar, y algo de paté, bastante bueno por cierto. Aunque hay un vino tinto decente, si te apetece.
– Gracias. -Oliver aceptó de inmediato.
– El tiempo está seco para la fruta -continuó Henry volviéndose hacia los árboles-. Pero creo que aún quedan algunas fresas.
– Gracias -repitió Oliver. Ahora que estaba allí, no sabía bien cómo empezar-. He aceptado un caso de calumnia.
– Vaya. ¿Tu cliente es el demandante o el demandado? -Henry empezó a caminar despacio hacia la casa, el sol creaba largas sombras sobre el verde brillante de la hierba y casi hacía resplandecer las espuelas de caballero.
– Demandado -contestó Oliver.
– ¿A quién ha calumniado tu hombre?
– Mujer -corrigió Oliver-. A la princesa Gisela de Felzburgo.
Henry se detuvo y se volvió hacia él.
– ¿No habrás aceptado la defensa de la condesa Zorah, verdad?
Oliver también se detuvo.
– Sí. Está convencida de que Gisela mató a Friedrich y de que se puede demostrar. -Al decir esto último se dio cuenta de que había exagerado un poco. Se trataba de convicción y determinación. Aún quedaba la duda.
Henry estaba muy serio, arrugaba la frente.
– Espero que estés siendo sensato, Oliver. A lo mejor deberías contarme algo más al respecto, suponiendo que no sea confidencial.
– No, en absoluto. Creo que a ella le gustaría que lo supiera el mayor número de personas posible. -Retomó el paseo subiendo la ligera cuesta hacia las cristaleras y la familiar sala con las cómodas sillas junto a la chimenea, los cuadros y la estantería llena de libros.
Henry frunció el ceño.
– ¿Por qué? Supongo que sabes algo acerca de sus motivos. La demencia no es defensa para la calumnia, ¿no?
Oliver lo miró por un instante antes de estar seguro de que ese comentario encerraba un humor seco, bastante serio.
– No, claro que no. Y no se desdirá. Está convencida de que la princesa Gisela asesinó al príncipe Friedrich, y no permitirá que esa muestra de hipocresía y esa injusticia queden sin respuesta. -Tomó aliento-. Y yo tampoco.
Subieron los escalones y entraron en la casa. No cerraron las cristaleras; la tarde aún era cálida y del jardín llegaba un aire dulzón.
– ¿Es eso lo que te dijo? -preguntó Henry mientras se dirigía a la puerta del vestíbulo y la abría para decirle al mayordomo que Oliver se quedaba a cenar.
– ¿Lo dudas? -preguntó Oliver, sentándose en la segunda silla más cómoda.
Henry regresó.
– Aún tengo mis reservas. -Se sentó en la mejor de las sillas y cruzó las piernas, pero sin relajarse-. ¿Qué sabes de su relación con el príncipe Friedrich, por ejemplo, antes de que se casara con Gisela? -preguntó mirándolo con gravedad.
Oliver repitió lo que Zorah le había contado.
– ¿Estás seguro de que Zorah no quería casarse con Friedrich?
– Por supuesto que no -dijo Oliver-. Es del tipo de mujer que menos querría verse restringida por las ataduras del protocolo real. Tiene ansias de libertad, una pasión por la vida demasiado grande para… -Vaciló, consciente, debido a la expresión en los ojos de su padre, de que se estaba delatando a sí mismo.
– Tal vez -apuntó Henry pensativo-. Aun así, aunque no desearas algo especialmente, es posible llegar a tener celos de quien te lo ha arrebatado.