Capítulo 5

Tal como le había dicho a Hester, Monk viajó primero a Dover, cruzó el canal de la Mancha hasta Calais, desde ahí fue hasta París y, por último, un tren, amplio y elegante, lo llevó en una larga travesía en dirección al sudeste de Europa hasta Venecia. Stephan von Emden había salido dos días antes y tenía que recibirlo a su llegada.

El viaje fue tan fascinante como agotador, en especial porque, aparte de un paseo por Escocia, Monk no estaba acostumbrado a recorrer largas distancias. Si alguna vez había salido de Gran Bretaña, el recuerdo estaba perdido en alguna parte de su memoria a la que no podía acceder. Cuando las diferentes experiencias hacían resonar algo del pasado en su cerebro, Monk recobraba retazos, fragmentos repentinos e inconexos que le desconcertaban más que otra cosa. Normalmente no eran más que impresiones, una cara vista durante un instante, quizá una fuerte emoción relacionada con dicha cara, a veces agradable, a menudo angustiante o teñida de remordimiento. ¿Por qué el dolor parecía regresar con más facilidad? ¿Era un detalle característico de su vida o de su naturaleza? ¿O es que acaso los detalles oscuros quedan marcados en la memoria de un modo diferente?

Pasó la mayor parte del tiempo, mientras el tren traqueteaba y se tambaleaba al cruzar el paisaje, pensando en el caso que estaba investigando, tal vez en vano. Estaba resentido por la actitud de Hester. No le había gustado comprobar el modo en el que se preocupaba por Rathbone. Nunca lo había pensado, pero ahora comprendía, debido a su tensión y su inquietud, que le importaba. Apenas podía pensar en otra cosa.

Cabía la posibilidad de que su inquietud tuviera fundamento. Rathbone se había mostrado desacostumbradamente precipitado al aceptar el caso de Zorah Rostova antes de examinarlo en mayor detalle. Sería muy complicado defender la acusación. Cuanto más avanzaba en su investigación, más evidente se lo parecía. Lo máximo que podían esperar era conseguir reducir el daño de algún modo.

Se sentía culpable por viajar de una manera que no podría haberse costeado con sus propios medios. Estaba de camino a un país en el que nunca antes había estado, que él supiera, ocupado en lo que, con sinceridad, él estimaba como una búsqueda infructífera; y lo hacía a expensas de Zorah. A lo mejor, el honor habría dictado que le dijera a Zorah sin rodeos que no sabía qué andaba buscando y que pensaba que sólo existía una remota posibilidad de descubrir algo que pudiera ayudarla. Por el bien de ella, el mejor consejo habría sido disculparse con celeridad y retirar la acusación. ¿Se lo habría propuesto ya Rathbone?

El rítmico traqueteo de las ruedas sobre los raíles y el ligero bamboleo del vagón tenían casi un efecto hipnótico. El asiento era de lo más confortable.

¿Y si Rathbone se retiraba del caso? Entonces la condesa debería encontrar a otra persona que la representara, y eso sería muy complicado, tal vez lo suficiente como para disuadirla por completo.

Sin embargo, Rathbone era demasiado testarudo. Había dado su palabra, y su orgullo no le permitía admitir que había cometido un error y que no podía llevar a cabo la empresa porque era imposible. ¡Rathbone era un necio!

Pero, además de su jefe, también era, en algunos aspectos, su amigo, así que no había más remedio que continuar aquel magnífico viaje en tren hasta Venecia, haciéndose pasar por un caballero, interpretando el papel de cortesano entre los restos de la realeza de Felzburgo en el exilio y descubrir cuanto pudiera.

Entró en Venecia por una nueva ruta y llegó bastante avanzada la tarde, cuando la luz menguaba. Stephan aguardaba en la estación, abarrotada de personas de una extraordinaria variedad: pieles claras y oscuras, persas, egipcios, levantinos y judíos, aparte de los emperadores de una decena de diferentes países. Una babel de lenguas que Monk no acababa de reconocer sonaba a su alrededor, y vestidos de todo tipo y color pasaban por su lado. Olores de extrañas especias, ajo y aceites aromáticos mezclados con vapor, tizne de carbón, y viento salado. Recordó con un sobresalto lo muy hacia el este que se encontraba Venecia: el lugar en que el comercio europeo se encontraba con la ruta de la seda y la senda de las especias del Oriente. Al oeste quedaba Europa, al sur Egipto, y más allá África, al este Bizancio y el mundo antiguo y, más lejos, India y aún China.

Stephan lo recibió con entusiasmo. Un criado, un par de pasos por detrás, alcanzó las maletas de Monk, las cargó con facilidad y se abrió paso entre la multitud.

En veinte minutos ya estaban en una góndola que se movía suavemente a lo largo de un estrecho canal. Por encima de ellos, el sol iluminaba las fachadas marmóreas de los edificios que se cerraban a ambos lados, pero allí abajo, las sombras sobre el agua eran oscuras. Todo parecía moverse o tambalearse, y los muros reflejaban los dibujos de las ondas acuáticas. De todos los rincones llegaban sonidos de burbujeos y susurros, y el olor a humedad, a sal, a residuos y a piedra mojada embotaba el olfato.

Monk miraba a un lado y a otro, fascinado. Aquel lugar era distinto a todo cuanto había soñado. Un tramo de escalones de piedra surgía del agua y desaparecía entre unos edificios. Otro escalaba hasta un embarcadero y un pasaje abovedado al cabo del cual se encontraba una puerta iluminada por una tenue luz. Las antorchas reflejaban su fuego titilante en la rota superficie del agua. Otras embarcaciones se arrastraban arriba y abajo, mientras que las que estaban amarradas en los altos postes chocaban con suavidad.

Monk estaba embelesado. No recordaba cómo había imaginado Venecia. Había estado demasiado ocupado con lo que esperaba descubrir acerca del caso y en cómo iba a acometerlo para pensar en la ciudad. Había escuchado relatos del esplendor de Venecia y de su ruina. Sabía que se trataba de una antigua y corrupta república, la puerta marítima hacia el este y el oeste del comercio europeo, que había tenido un inmenso poder en la época su apogeo, antes de la decadencia que había provocado su caída. Era la Perla del Adriático, la Novia del Mar, lugar en que el dogo había lanzado un anillo de boda a la laguna en una simbólica ceremonia de unión.

También había oído hablar de males, perversiones, de belleza estancada que resbalaba irremediablemente hacia las aguas, esperando su destrucción. Sabía que había sido conquistada y ocupada por el imperio austro-húngaro y que encontraría oficiales austríacos en el gobierno y soldados austríacos en aquellas mismas calles.

Pero a medida que el sol se ponía en un cielo en llamas, coloreando con fuego los desgastados tejados de los palacios, y escuchaba las llamadas de los barqueros resonar sobre el agua y el sonido hueco de la marea, por debajo, sorbiendo los cimientos de piedra, lo único en lo que Monk podía pensar era en la estremecedora belleza del lugar y su completa y total singularidad.

Sin haber hablado más que lo imprescindible, Monk y Stephan llegaron a un pequeño embarcadero privado y subieron los escalones que habían de llevarles hasta tierra firme. El embarcadero era la entrada trasera de un pequeño palacio cuya fachada principal estaba orientada hacia el sur sobre el Gran Canal. Un guarda de librea salió a su encuentro de inmediato con una antorcha que lanzaba una luz anaranjada sobre las piedras húmedas y, durante un instante, reveló la oscura superficie verdosa del agua. Reconoció a Stephan y mantuvo en alto la antorcha para mostrarles el camino de piedras desgastadas que llevaba a las escaleras que ascendían hasta una estrecha puerta de madera entornada.

Monk sentía frío debido al cansancio, y se alegró de adentrarse en el calor y la luminosidad de un amplio vestíbulo, con suelos de mármol cubiertos por tupidas alfombras orientales que aportaban una sensación de lujo y comodidad inmediata.

Stephan siguió a Monk y pudo oírse al criado llamar a un lacayo para que recogiera las maletas.

Monk llegó a la que iba a ser su habitación, un dormitorio enorme, de altos techos, con espectaculares tapices de gran belleza, ya descoloridos, colgados de las paredes. Grandes ventanales miraban al sur, al Gran Canal, donde la luz todavía jugaba en el agua y lanzaba el reflejo de las olas contra los techos.

Cruzó la habitación sin hacer caso de la cama y las sillas, y se inclinó hacia fuera cuanto pudo sobre la jamba para mirar hacia abajo. Aún había por lo menos una veintena de barcazas y góndolas que surcaban lentamente el canal en una y otra dirección. A lo lejos, las fachadas, decoradas con esculturas y columnas, estaban iluminadas por la luz de las antorchas, lo que provocaba que el mármol pareciera rosado y oxidado, y las ventanas, cavidades negras a través de las cuales alguien podría estar mirando, igual que él, desde una habitación en penumbra, completamente cautivado.

Durante la cena, en una amplia sala que daba a la Casa Grande, se obligó a pensar en el asunto que lo había llevado a Venecia.

– Necesito saber mucho más acerca de las alianzas políticas y los intereses de las personas que estaban en casa de los Wellborough cuando Friedrich murió -le dijo a Stephan.

– Por supuesto -contestó él-. Yo puedo contárselo, pero imagino que necesitará observarlo por sí mismo. Mi palabra no es una prueba válida, y menos aún lo que yo opine al respecto. -Se reclinó y rozó sus labios con la servilleta tras acabar con el marisco del primer plato-. Por suerte, durante los próximos días dispondrá de innumerables ocasiones para relacionarse con todas las personas que necesita conocer, yo le acompañaré. -Su voz estaba llena de optimismo, pero la inquietud ensombrecía su mirada.

Monk se preguntó de nuevo por qué Stephan le era tan leal a Zorah y qué sabía él realmente acerca de la muerte de Friedrich que le empujara a tomarse tantas molestias para intentar demostrar que había sido asesinado. ¿Formaba parte de la historia o era un mero espectador? ¿A quién rendía lealtad en última instancia? ¿Qué perdería o ganaría si se demostrase que Gisela era culpable, o si lo fuera Zorah? Tal vez Monk se había precipitado al aceptar la palabra de Stephan sin objeción alguna. Era un error que no solía cometer.

– Gracias -aceptó-. Debería estarle agradecido por su consejo y su opinión. Conoce usted a esa gente mucho mejor de lo que yo llegaré a conocerles nunca. Y a pesar de que su opinión no pueda ser tomada como una evidencia, tal vez sea el más sabio consejo que obtenga y la mejor guía para encontrar las pruebas que los demás tendrán que creer, aunque prefirieran no hacerlo.

Stephan no dijo nada durante un largo rato. Miró a Monk primero con sorpresa, luego con curiosidad y, por último, con diversión, como si por fin se hubiese formado una idea mental de él.

– Por supuesto -convino el barón.

– ¿Qué es lo que usted cree que sucedió? -preguntó Monk sin rodeos.

Fuera, el cielo ya casi se había quedado sin luz. A través de las ventanas tan sólo se veía ya el reflejo ocasional de alguna antorcha a la deriva, y de forma más tenue sobre el agua, o en el cristal. El aire olía a humedad y a sal, y en el fondo de todas las cosas se oía el constante murmullo de la marea.

– Creo que la atmósfera era propicia para un asesinato -dijo Stephan con cautela, mirando a Monk a la cara mientras hablaba-. Había mucho que ganar y que perder. Las personas se convencen de que cualquier tipo de moralidad es buena cuando el patriotismo anda por medio.

Un criado trajo un plato de pescado al horno con verduras y Monk aceptó que le sirvieran una generosa ración.

– El valor normal de la vida y la muerte puede dejarse de lado -prosiguió Stephan-. Casi igual que en una guerra. Te dices: «Esto es por mi país, por mi gente. Cometo una pequeña maldad para obtener un gran bien». -Seguía mirando fijamente a Monk-. La gente ha venido haciéndolo a lo largo de la historia y, según los resultados, se llevan a cabo coronaciones o ahorcamientos. Y luego la historia los llama héroes un día y traidores al siguiente. El éxito es el único juez. Hay que ser un hombre muy especial para guiarse por otros valores.

Monk se sorprendió. Había pensado que Stephan era más superficial, menos consciente de los motivos que movían a aquéllos a quienes parecía tratar con una amistad del todo informal. Su mirada demostraba más atención de lo que Monk había supuesto. Una vez más, no debía haber precipitado su juicio.

– Entonces tendré que profundizar más -contestó Monk-. Pero un asesinato político no sirve para explicar la conducta de la condesa Rostova. ¿O la mueven tal vez motivos de una mayor sutilidad política?

Stephan tomó aliento para dar una respuesta inmediata, luego lo pensó mejor. Se rió un poco, pinchó un trozo de pescado con el tenedor y se lo metió en la boca.

– Iba a responder a eso con total seguridad -contestó-. Pero al preguntármelo me ha hecho reflexionar. Tal vez estaba equivocado, porque mi respuesta habría sido no. Zorah odia a Gisela por razones íntimas y piensa que la princesa se ha movido siempre guiada por motivos personales e inmediatos: orgullo, ambición, pasión por los oropeles, la atención, el lujo, la posición social entre sus iguales, la envidia, la venganza por un amor perdido o traicionado, cuestiones que no tienen nada que ver con el patriotismo ni con los asuntos de estado, sino con la simple humanidad. Pero a lo mejor me equivocaba. Creo que no conozco a Zorah tan bien como suponía.

Con el semblante muy serio, Stephan fijó la mirada en Monk.

– Pero apostaría mi vida a que no es una hipócrita. Sea cual sea su causa, no hay embustes en ella.

Monk le creyó. No estaba seguro de que no hubiesen utilizado a Zorah, pero de momento no tenía idea de quién podía haberlo hecho. Era uno de los detalles que, a lo mejor, descubría en Venecia.

Al día siguiente, Stephan lo llevó a explorar un poco la ciudad. Se dejaron llevar despacio por la corriente, de un canal a otro, hasta que se encontraron en el Gran Canal. Stephan le señalaba los palacios, explicándole la historia de cada uno y, a veces, también la de los inquilinos actuales. Señaló al magnífico Palazzo Cavalli gótico.

– Enrique V de Francia vive ahí -dijo con una sonrisa.

Monk estaba aturdido.

– ¿Enrique V de Francia? -pensó que todo el mundo sabía que en Francia no había rey, ni lo había habido desde hacía más de medio siglo.

– Monsieur le Comte de Chambord -dijo Stephan riendo mientras se recostaba sobre un codo en un curioso gesto de comodidad-. Nieto de Carlos X y rey si hubiese trono en Francia, un hecho que aquí muchos prefieren pasar por alto. Su madre, la Duchesse de Berry, se casó con un noble italiano arruinado y vive bastante bien en el Palazzo Vendramin-Calergi. Lo compró en 1844, prácticamente regalado, con cuadros, muebles, todo. Por aquel entonces Venecia era una ciudad muy barata. Ya sabe, en 1851 John Ruskin, el artista, sólo pagaba veintiséis libras al año por un apartamento aquí, en el Gran Canal, y durante varios años, antes de eso, los poetas Robert y Elizabeth Browning pagaban sólo veintiséis libras anuales por sus aposentos en la Casa Guidi, en Florencia. Pero el señor James, el cónsul británico, paga en estos momentos ciento sesenta libras por una planta del Palazzo Fóscolo. Ahora todo es muy caro.

Se balancearon un poco sobre la estela que había dejado en el agua una embarcación mayor, y el sonido de una risa llegó desde una góndola cubierta a unos treinta metros de distancia.

– El conde de Montmoulin también vive ahí -continuó Stephan-. En el Palazzo Loredan, en San Vio.

– ¿Y de dónde es rey? -preguntó Monk, adaptándose a la atmósfera, aunque le interesaba mucho más la mención de poetas y críticos como Ruskin.

– De España -respondió Stephan-. O eso cree él. Aquí hay toda clase de artistas, poetas e inválidos, exiliados sociales y políticos, algunos maravillosamente excéntricos, otros tediosos hasta la saciedad.

Parecía el lugar perfecto para Friedrich y Gisela, así como para aquellos que, por la razón que fuese, escogieron acompañarlos.

Una hora más tarde estaban sentados en una pequeña piazza tomando el almuerzo. Los paseantes caminaban por la plaza, charlando despreocupadamente. Monk captaba pedazos de conversaciones en media docena de lenguas diferentes. Por doquier andaban soldados de uniforme austríaco, con las armas colgadas al hombro y medio preparadas por si tenían que enfrentarse a actitudes hostiles; un asombroso recordatorio de la ocupación de la ciudad. Los venecianos autóctonos no tenían el poder. Debían obedecer o sufrir las consecuencias.

Las calles y los canales estaban más tranquilos de lo que Monk esperaba, acostumbrado como estaba al ruido y la efervescencia de Londres, al ajetreo constante del día a día. Los contrastes en la abarrotada capital de un imperio, con su opulencia y su miseria, la rotunda seguridad de su comercio, la oleada de riqueza y expansión, los pobres y los oprimidos en barriadas siempre crecientes, desprendían un aire muy diferente a la ruina de aquella ciudad hundida en mitad de una grácil desesperación bajo la dominación extranjera. El pasado saltaba a la vista por todas partes, como un doloroso recuerdo lleno de la belleza que se desmoronaba. Los visitantes como Monk y Stephan se sentaban bajo la luz otoñal en el pavimento de mármol y contemplaban a los paseantes y los expatriados que conversaban en susurros, mientras los venecianos, de apariencia dócil y aspecto apático, llevaban a cabo las tareas diarias. Los austríacos recorrían con tranquila arrogancia las calles y plazas de una ciudad que no amaban.

– ¿Solía venir Zorah a menudo por aquí? -preguntó Monk. Necesitaba conocer más detalles acerca de la acusadora para poder entender su acusación. Hasta entonces no se había ocupado de ella.

– Sí, al menos una vez al año -respondió Stephan mientras clavaba el tenedor en un tomate relleno-. ¿Por qué lo pregunta? Conocía bien a Friedrich y a Gisela, desde hacía muchos años, si es eso en lo que está pensando.

– ¿Por qué? Ella no estaba exiliada, ¿verdad?

– No, claro que no.

– ¿Lo hacía por Friedrich? -Preguntó de un modo demasiado directo como para obtener una respuesta sincera.

Un griego y un levantino pasaron frente a ellos, y la brisa trajo con ellos un aroma de nardos y laurel. Conversaban acaloradamente en un idioma que Monk no reconoció.

Stephan rió.

– ¿Me está preguntando si ella estaba enamorada de él? Veo que no conoce mucho a Zorah. Tal vez lo estuvo, hace mucho tiempo, pero nunca malgastaría su pasión ni su orgullo en un hombre que no podía tener. -Se reclinó un poco en la silla, la luz del sol le daba en la cara. -Ha tenido muchos amantes a lo largo de estos años. Creo que Friedrich pudo ser uno de ellos, antes de que apareciera Gisela, pero después ha habido muchos otros, se lo aseguro. Hubo un bandolero turco, a quien quiso durante unos dos años, y también un músico de París, aunque creo que ése no le duró mucho. Estaba demasiado consagrado a su música para resultar divertido. Tenía a alguien en Roma, pero no sé de quién se trataba, y también un americano. Ése le duró bastante, pero ella no quería casarse. -Seguía sonriendo. Tuvo que alzar un poco la voz para que se le oyera por encima del creciente ruido de las conversaciones que les rodeaban-. Le encantaba explorar nuevas fronteras, pero no quería quedarse en ninguna. También hubo un inglés. La tuvo mucho tiempo en su casa, y creo que ella lo amaba de verdad. Y, por supuesto, hubo un veneciano, de ahí sus frecuentes visitas. Creo que le duró bastante. Tal vez venía aquí para verlo.

– ¿Sigue viviendo aquí?

– No, me temo que murió. Creo que era mayor que ella.

– ¿Y a quién tiene en estos momentos?

– No lo sé. Me inclino a pensar que pueda ser Florent Barberini, aunque, bueno, tal vez no.

– Barberini habló bien de Gisela.

La expresión de Stephan se tornó severa.

– Lo sé. Tal vez me estoy adelantando a los hechos o estoy equivocado. -Dio un trago de vino blanco-. ¿Quiere que le explique algo acerca de la fiesta de esta noche?

– Sí, por favor. -A Monk se le hizo un nudo de aprensión en el estómago. ¿Sería la sociedad veneciana tan formal como la inglesa y se sentiría en ella tan horriblemente fuera de lugar, como alguien que, a todas luces, no pertenece a esa pequeña y cerrada elite?

– Seremos unos ochenta -dijo Stephan, pensativo-. Escogí ese número porque creo que podrá encontrar a mucha gente que conoce tanto a Zorah como a Gisela y, por supuesto, a Friedrich. También acudirán muchos venecianos. Tal vez comprenda así un poco la vida del exilio. Es muy alegre a nivel superficial, extravagante y sofisticada. Pero, debajo de todo eso, es una vida que carece de sentido. -Su semblante reflejaba una cansada compasión-. Muchos sueñan con regresar a su país, llegan a hablar de ello como si se tratara de algo inminente, pero por la mañana saben muy bien que nunca sucederá. Su pueblo no los quiere. El lugar en que nacieron está ocupado por otros.

Monk tuvo una intensa visión de la marginación, la misma sensación de distanciamiento que tan aislado y solo le había hecho sentirse durante los primeros meses después del accidente. No conocía a nadie, ni siquiera se conocía a sí mismo. Un hombre de ninguna parte, sin sentido ni identidad, un hombre arrancado de sus raíces.

– ¿Se arrepentía Friedrich de su decisión? -dijo de pronto.

Stephan entornó los ojos.

– No lo creo. No parecía añorar Felzburgo. Su hogar estaba donde estuviera Gisela. Ella era todo lo que necesitaba para vivir. -Una ráfaga de viento arrastrando un fuerte olor a sal y basuras azotó la acera. -No estoy seguro de en qué medida deseaba ser rey -prosiguió Stephan-. El encanto y la adulación eran maravillosos, le encantaban. El pueblo lo amaba. Pero él no apreciaba la disciplina.

Monk se sorprendió.

– ¿Disciplina? -Era lo último en lo que habría pensado.

Stephan dio otro trago de vino. Detrás de él, Monk vio a dos mujeres paseando con las cabezas muy juntas, hablando en francés y riendo, las faldas se arremolinaban a sus cuerpos.

– ¿Acaso creía que los reyes pueden hacer lo que les apetezca? -dijo Stephan, negando con la cabeza-. ¿Se ha fijado en los soldados austríacos de la piazza

– Por supuesto.

– Créame, son un hatajo de indisciplinados comparados con la reina Ulrike. La he visto levantarse a las seis y media de la mañana para llevar a cabo todos los preparativos de las fiestas y los banquetes del día, escribir cartas, recibir visitas. Después puede pasar un rato con el rey, apoyándolo, aconsejándolo, persuadiéndolo. Por la tarde, entretiene a las damas sobre las que pretende influir. Se pone un traje majestuoso para la cena, eclipsa a todas las mujeres de la sala, está presente en el banquete hasta la medianoche, y ni una sola vez se permite el lujo de parecer cansada o aburrida. Y así cada día.

Miró a Monk por encima de la copa con una mirada irónica y divertida.

– Una prima mía es una de sus damas de honor. La quiere pero le da pavor. Dice que no hay nada que Ulrike no pudiera o no estuviera dispuesta a hacer si pensara que era por el bien de la corona.

– Debió dolerle en el alma que Friedrich abdicase -pensó Monk en voz alta-. Pero, según parece, hay una cosa que no estaba dispuesta a hacer, y una de ellas era permitir que Friedrich regresara si insistía en traer consigo a Gisela. No era capaz de tragarse el odio y aceptarla, por mucho que supusiera perder la posibilidad de la lucha por la independencia.

Stephan miraba ahora su copa de vino. A su alrededor, la suave luz del sol bañaba de calidez las piedras de la piazza. Allí, lejos de los cambiantes brillos del agua, la luz era diferente. La brisa volvió a apaciguarse.

– Me sorprende -dijo por fin Stephan-. No parece propio de la persona que yo conozco. Ulrike no perdona, es cierto, pero habría tragado hiel de haber sabido que beneficiaría con ello a la corona y a su dinastía. -Rió con amargura-. ¡La he visto hacerlo!


La fiesta fue espléndida, un magnífico y precioso eco de la gloria propia del Renacimiento. Llegaron en góndola, atravesando el Gran Canal justo cuando caía el ocaso. Las barcas y los embarcaderos estaban iluminados por antorchas, las llamas se reflejaban en el agua, convertidas en destellos de fuego por las estelas de las barcas que surcaban el agua. El viento nocturno soplaba con suavidad acariciando los rostros.

La bóveda celeste era todavía de color albaricoque, cubierta por un tierno y suave tono azul. Las desgastadas fachadas de los palacios que miraban al oeste parecían bañadas en oro. En las sombras de los edificios recortados contra la luz brillaba, al otro lado de las ventanas, el parpadeo de miles de velas en salones y salas de baile.

Las góndolas flotaban lentamente arriba y abajo, las siluetas de los barqueros se balanceaban en precario equilibrio. Se llamaban unos a otros, a veces con un saludo, a menudo con un florido insulto. Monk no conocía el idioma, pero captaba la intención.

Llegaron a la entrada del canal y bajaron en un embarcadero repleto de antorchas, el olor del humo llenaba el aire. Monk habría preferido no entrar, el canal estaba tan lleno de vibrante y maravillosa vida. No podía compararse a nada que hasta entonces hubiese visto. Incluso sometida a la triste decadencia de la ocupación extranjera, Venecia era una ciudad de un esplendor sin igual, y sus piedras estaban impregnadas de historia. Era una de las grandes encrucijadas del mundo. El romanticismo ardía como un fuego en la cabeza de Monk. Imaginó que Helena de Troya habría gozado de una belleza semejante en su vejez. El rubor y la firmeza de la carne habían desaparecido, pero los huesos seguían ahí, y los ojos; el conocimiento de quién había sido la acompañaría siempre.

Stephan tuvo que agarrarlo de un brazo, casi arrastrarlo dentro a través del gran arco de la entrada y hacerlo subir un tramo de escaleras hasta la planta principal, tan amplia que se extendía de un extremo al otro del edificio. Estaba llena de gente que reía y hablaba. Resplandecía de luz; los reflejos brillaban sobre el cristal, sobre las relucientes mantelerías, los blancos hombros y las fortunas en joyas que se exhibían. Los vestidos eran espléndidos, todas las mujeres de la sala lucían alguna prenda que Monk no habría podido pagar ni en una década. Por todas partes había sedas, terciopelos, encajes, pedrerías y bordados.

Sonrió sin darse cuenta, preguntándose si llegaría incluso a conocer a alguna de las grandes figuras legendarias de la ciudad, alguien cuyos pensamientos y pasiones hubiesen inspirado al mundo. De forma inconsciente, irguió los hombros. Era un hombre apuesto. Y el color negro le sentaba muy bien. Tenía una altura considerable y una curiosa elegancia esbelta que sabía envidiada por los hombres y que las mujeres encontraban más atractiva de lo que hubieran deseado. No sabía cómo había usado o abusado de ello en el pasado, pero esa noche no podía sino sentir cierta emoción.

Por supuesto, no conocía a nadie más que a Stephan, hasta que oyó una risa a su derecha y, al volverse, vio a la exquisita y delicada Evelyn. Sintió una oleada de placer, casi una calidez física. Recordó el jardín de rosas y el roce de sus dedos en el brazo. Debía volver a verla y pasar más tiempo hablando con ella. Sería una oportunidad de descubrir más acerca de Gisela. Tenía que hacerlo.

Tras casi dos horas de corteses presentaciones, conversaciones triviales y exquisitos vinos y viandas, consiguió estar a solas con Evelyn al final de un tramo de escaleras que llevaban a un balcón encarado hacia el Canal. Llevaba varios minutos allí con ella, contemplando la luz reflejada en su rostro, la risa de sus ojos y la curva de sus labios, cuando recordó con repentino disgusto que no estaría allí si Zorah Rostova no sufragara sus gastos. Stephan, como amigo de la condesa y confiando en la inocencia de su motivación, lo había llevado hasta allí y lo había presentado con un propósito. Jamás podría haber accedido a aquel círculo selecto siendo él mismo, William Monk, investigador privado de los pecados y los problemas de otras personas, nacido en un pueblo de pescadores de Northumberland, cuyo padre se ganaba la vida trabajando en barcos y no leía más libro que la Biblia.

Intentó no pensar en Evelyn, ni en la risa ni la música ni el torbellino de color.

– Qué horrible perder todo esto de pronto, en unas horas -comentó, mirando hacia la sala de baile por encima de la cabeza de Evelyn.

– ¿Perderlo todo? -Evelyn frunció el ceño, confusa-. Quizá Venecia se desmorone, y puede que haya soldados austríacos en cada esquina… ¿Sabe que un amigo mío estaba paseando por el Lido y se lo llevaron a punta de pistola? ¿Se imagina? -Había una intensa indignación en su voz-. Pero la ciudad no desaparecerá bajo las aguas en una hora, ¡se lo prometo! -Rió tontamente-. ¿Cree que nos encontramos en otra Atlántida perdida? ¿Sodoma y Gomorra al borde la destrucción a causa de la ira de Dios? -Giró sobre sí misma, la falda le rozaba las piernas, el encaje se enganchaba en la tela de sus enaguas. Monk podía oler el perfume de su cabello y sentir su leve calidez incluso a un metro de distancia.

– No creo que estemos al final de nuestros días -añadió con alegría, mirando hacia el mar de color-. ¿No cree que habríamos recibido algún tipo de señal celestial?

– Pensaba en la princesa Gisela. -Monk se obligó a centrar su atención en el pasado. El presente era demasiado apremiante, demasiado vertiginoso para los sentidos. Sentía excesivamente cerca la presencia de Evelyn-. Durante un instante debió de pensar que Friedrich se recuperaría -dijo con rapidez-. Igual que todos, ¿no?

– ¡Oh, sí! -Lo miró con los ojos castaños bien abiertos-. Parecía estar mucho mejor.

– ¿Lo vio?

– No, no lo vi. Pero Rolf sí. Dijo que estaba mucho mejor. No podía moverse mucho, pero se había incorporado y hablaba. Afirmaba sentirse bien.

– ¿Lo bastante como para pensar en volver a su país?

– ¡Oh! -Alargó la sílaba en señal de comprensión-. ¿Cree que Rolf estaba allí para convencerlo, y que Gisela lo escuchó y pensó que Friedrich se iría? Estoy segura de que se equivoca. -Se inclinó un poco hacia atrás, contra la baranda. Era una pose un tanto provocativa que dejaba entrever las curvas de su cuerpo-. Nadie que los conociera llegaría a pensar jamás que Friedrich se habría ido sin ella. -La risa desapareció y en su rostro quedó sólo una expresión algo nostálgica-. Dos personas que se aman así no pueden estar separadas. No habría sobrevivido sin ella, ni ella sin él. -Estaba de medio perfil. Monk veía su delicada nariz, un tanto respingona, y la sombra de sus pestañas, que caía sobre las suaves mejillas. Evelyn miraba hacia los grupos de personas que hablaban y escuchaba la música de los violines y los instrumentos de viento.

– Recuerdo cuando interpretaron una de las nuevas óperas de Giuseppe Verdi en La Fenice -prosiguió Evelyn con una sonrisa compungida-.

Trataba acerca de política genovesa. El escenario era bastante parecido a éste. Eso fue hace diez años. -Se encogió de hombros-. Claro que ahora el teatro está cerrado. Supongo que aún no se ha dado usted cuenta, pero ya no hay carnavales, y la aristocracia véneta se ha trasladado tierra adentro. No asisten a las fiestas oficiales que celebra el gobierno austríaco. No sé si es porque odian a los austríacos o porque temen las represalias de los nacionalistas si acuden a ellas.

– ¿Las represalias de los nacionalistas? -repitió Monk con curiosidad, contemplando aún la luz reflejada en el rostro de ella-. ¿Está diciendo que hay un movimiento nacionalista tan fuerte como para castigar a quienes aceptan abiertamente la ocupación?

– ¡Oh, sí! -Movió la cabeza con un gesto de resignación-. Desde luego a nosotros no nos afecta, porque de todos modos somos expatriados, pero para los venecianos tiene muchísima importancia. El mariscal Radetzky, el gobernador, dijo que ofrecería bailes y mascaradas y banquetes, y que si las damas no asistían, sus oficiales bailarían el vals unos con otros. -Soltó una risita triste y miró a Monk fugazmente, luego apartó la vista-. Cuando la familia real austríaca vino aquí, bajaron el Gran Canal en procesión, ¡y nadie salió siquiera a las ventanas o a los balcones a mirar! ¿Puede imaginarlo?

Lo intentaba, visualizaba la tristeza, la opresión y el resentimiento, las figuras dignificadas, más bien patéticas, de la realeza en el exilio, manteniendo la pretensión de la ceremonia, y la realeza auténtica, con todo el poder de su imperio, bajando en silencio esas aguas relumbrantes sin que nadie les hiciera caso alguno. Y mientras tanto, los auténticos venecianos estaban ocupados en otras cosas, planeando, luchando y soñando. No era de extrañar que la ciudad poseyera un aire de desolación incomparable.

Pero él estaba allí para investigar sobre Friedrich y Gisela, y el fundamento de la acusación de Zorah. Estaba muy cerca de Evelyn. Sentía la calidez de su cuerpo. Sus suaves cabellos le rozaban la cara, y su perfume parecía envolverlo todo. El alboroto y los destellos les rodeaban, pero él estaba aislado con ella en las sombras. Le costaba concentrarse en el asunto.

– Iba a decirme algo acerca de Friedrich -acució Monk.

– ¡Ah, sí! -contestó ella, mirándolo durante instante-. La ópera. Gisela quería ir. Era una representación especial. Iban a acudir los antiguos nobles venecianos. Al final no asistieron. Lo cierto es que no fue un éxito. ¡Pobre Verdi! Gisela estaba dispuesta, pero Friedrich no quería ir. Sentía que era una deuda moral respecto a no sé qué príncipe veneciano el no ir, a causa de la ocupación austríaca. A fin de cuentas, después de tantos años Venecia era ya su hogar y sentía una especie de lealtad, supongo.

– ¿Pero a Gisela no le importaba? -preguntó Monk.

– No le interesaba mucho la política.

Ni la lealtad, pensó él, ni la gratitud a un pueblo que la había acogido. De repente apareció un tinte desagradable en el retrato de Gisela que hasta entonces sólo había tenido matices románticos. Pero Monk no interrumpió a Evelyn.

La música les llegaba flotando desde la sala de baile, y también una repentina risa de mujer. Monk entrevió a Klaus, que entablaba conversación con un hombre de barba blanca ataviado con uniforme militar.

– Gisela llevaba un vestido nuevo -prosiguió Evelyn-. Lo recuerdo porque era uno de los mejores que he visto nunca, incluso entre los suyos. Era de un tono morado, con galones dorados y bordados de pedrería, y la falda era absolutamente enorme. Siempre ha sido esbelta, camina con la cabeza muy alta. Ese día llevaba un adorno de oro en el pelo, y un collar de amatistas y perlas.

– ¿Y Friedrich no fue? ¿Quién la acompañó? -preguntó Monk. Intentaba imaginárselo, pero en su cabeza sólo veía a Evelyn.

– Sí, sí que fue -se apresuró a responder ella-. Es decir, ella fue acompañada por el conde Baldassare. Pero apenas se habían sentado cuando llegó Friedrich. Para cualquier otro pudo parecer simplemente que llegaba tarde. Yo me enteré de lo ocurrido por casualidad. No creo que Friedrich se hubiera enterado siquiera de qué trataba la ópera. No creo que pudiera haber dicho si la soprano era rubia o morena. Se pasó la noche mirando a Gisela.

– ¿Y ella estaba contenta de haber ganado la partida? -Monk intentó comprender si había sido una batalla guiada por la voluntad, los celos, o una simple riña doméstica. ¿Y por qué había decidido Evelyn explicarle eso?

– No lo parecía. Y, no obstante, sé muy bien que no tenía interés alguno en el conde Baldassare, ni él en ella. Se había limitado a ser amable.

– ¿Es uno de los nobles venecianos que se han quedado? -preguntó Monk.

– No, también se ha ido. -Parecía sorprendida-. Para mucha gente, la lucha por la independencia ha supuesto un coste mucho más alto de lo que yo pensaba. Los austríacos mataron al hijo del conde Baldassare. Su esposa ha quedado inválida. Ella también perdió a un hermano, creo. Murió en la cárcel. -Estaba compungida y desconcertada-. No estoy segura de hasta qué punto merece la pena. Los austríacos no son malos, ¿sabe? Son muy eficientes, y uno de los pocos gobiernos europeos que no está corrupto. Al menos eso dice Florent, y él es medio veneciano, así que no lo diría si no fuese cierto. Los detesta.

Monk no hizo ningún comentario. Pensaba en Gisela. Se había formado una imagen borrosa de ella. Nunca había visto su cara. Le habían dicho que no era hermosa, pero él siempre la imaginaba con grandes ojos y poseedora de un encanto turbulento y apasionado. Evelyn había estropeado esa imagen con la historia de la ópera. Era un detalle nimio, sólo una descortesía al insistir en ir a una función que su marido consideraba como deshonrosa para sus anfitriones, una forma de ingratitud que él le había prohibido, y ella había desatendido a su marido por el placer y la diversión de una noche.

Pero al final Friedrich había ido también, únicamente para no tener que soportar el enfado de Gisela. A Monk ese gesto tampoco le parecía admirable.

Evelyn le tendió la mano, sonreía de nuevo.

El la tomó de inmediato: era cálida y de huesos delicados, casi como la de un niño.

– Vamos -le instó-. ¿Puedo llamarle William? Es un nombre muy inglés. Me encanta. Y a usted le sienta de maravilla. Su aspecto es tan oscuro e inquietante, y se comporta usted con tanta seriedad, que resulta encantador. -Monk sintió que se ruborizaba, pero con placer-. Voy a enseñarle a relajarse un poco y a disfrutar como un auténtico veneciano -continuó Evelyn con alegría-. ¿Baila? No me importa que sepa o no. Si no sabe, le enseñaré. Antes es preciso que beba un poco de vino. -Lo llevó hacia las escaleras y bajaron a la sala de baile-. Le calentará el estómago y el corazón. ¡Así se olvidará de Londres y sólo pensará en mí!

El esfuerzo de Evelyn resultaba innecesario, de todos modos ya pensaba sólo en ella.

Pasó gran parte del resto de la noche junto a Evelyn, y también la noche siguiente, y la tarde de su cuarto día en Venecia. Descubrió muchas cosas acerca de la vida de la corte en el exilio, si es que podía llamársela así cuando aún había un rey en el trono y un nuevo príncipe heredero.

Pero también se divertía enormemente. Stephan era buena compañía para las mañanas, le enseñaba los caminos, los callejones y los canales apartados, además de las bellezas evidentes de la ciudad, y le contaba retazos de la historia de la república, le mostraba su esplendor y su arte.

Monk no dejó de hacer frecuentes preguntas acerca de Friedrich y Gisela, la reina, el príncipe Waldo, la política económica y la unificación. Descubrió más de lo que había imaginado nunca acerca de las grandes revoluciones europeas de 1848. Habían tenido lugar en casi todos los países y encarnaban un ansia de libertad no soñada hasta entonces, desde España hasta Prusia. Se habían levantado barricadas en las calles, había habido disparos, soldados acuartelados en todas las ciudades, un intenso renacer de la esperanza, y luego la desesperación volvió a cernirse sobre la gente. Sólo Francia parecía haber conseguido algo concreto. En Austria, España, Italia, Prusia y los Países Bajos, la libertad del momento había sido ilusoria. Volvió la opresión anterior, o aún peor.

Por las tardes visitaba a Evelyn, menos en una ocasión en la que ella se le adelantó, lo cual le produjo un intenso placer. Evelyn era hermosa, emocionante, divertida, y tenía el don del disfrute. Era singular y maravillosa. Acompañados por otras personas, asistieron a veladas y fiestas, navegaron en barca por el Gran Canal saludando a los conocidos, riendo de las ocurrencias, bañados por la cambiante luz de un otoño azul y dorado. Aunque La Fenice estaba cerrada, fueron a pequeños teatros a ver piezas dramáticas y obras musicales.

Monk solía acostarse a eso de las dos o las tres de la madrugada, estaba encantado de quedarse en la cama hasta las diez, y de hacer que le sirvieran el desayuno, para escoger luego qué traje iba a ponerse ese día y comenzar de nuevo la aventura del descubrimiento y la diversión. Era un estilo de vida al que le resultaba fácil acostumbrarse. Le sorprendió lo cómodo que era dejarse llevar.

Había pasado ya más de una semana cuando volvió a ver a Florent Barberini. Se lo encontró durante el intermedio de la representación de una obra teatral en italiano de la que Monk había entendido muy poca cosa. Se había excusado y había salido al embarcadero para mirar pasar las góndolas por el canal, intentando poner en orden sus pensamientos y ocuparse así de la misión que lo había llevado a Venecia y que estaba descuidando. También quería reflexionar acerca de lo que sentía por Evelyn.

No podía decir con sinceridad que la amase. Ni siquiera estaba seguro de hasta qué punto la conocía. Pero le encantaba la emoción que le provocaba estar en su compañía, cómo se le aceleraba el pulso, la deliciosa sensación de goce extremo en todas las actividades, desde la comida y la buena música hasta el humor y la gracia de su conversación, la envidia que veía en los ojos de otros hombres cuando le miraban.

Era consciente de la enorme y curiosamente perversa figura de Klaus en segundo plano. Tal vez el riesgo, la necesidad de cierta discreción, añadía intensidad al placer. De vez en cuando sentía el cosquilleo del peligro. Klaus era un hombre poderoso. Su rostro tenía algo, sobre todo en reposo, que hacía pensar en él como un posible enemigo feroz.

Pero Monk nunca había sido un cobarde.

– Parece usted entusiasmado con Venecia -dijo Florent desde las sombras, en las que la luz de la antorcha lanzaba apenas un tenue resplandor.

Monk no lo había visto, andaba perdido en sus propias elucubraciones y en las visiones y los sonidos que traía la noche en el canal.

– Sí -dijo sobresaltándose. Sonrió sin darse cuenta-. No hay otra ciudad como ésta en el mundo.

Florent no añadió nada.

De pronto Monk advirtió en él una intensa pena. Miró el rostro oscuro de Florent y no sólo vio la fácil sensualidad que tan atractivo lo hacía para las mujeres, la teatral forma de pico del nacimiento de su cabello y los ojos finos, sino también la soledad de un hombre que fingía ser un diletante pero que era consciente de la expoliación que su cultura estaba sufriendo y del lento ocaso del esplendor de su ciudad, a medida que la decadencia y la desesperanza erosionaban su estructura y su corazón. Podría haber seguido a la corte de Friedrich aduciendo cualquier motivo, pero era más italiano que alemán, y bajo una frivolidad aparente se escondía una profundidad que Monk, escudándose en sus prejuicios, había preferido no ver.

En aquel momento se preguntaba si Florent, a su manera, lucharía por recuperar la independencia de Venecia, y qué papel desempeñarían en ella la vida y la muerte de Friedrich. Durante los últimos días había oído chismes, bromas de ignorantes, acerca de la unificación de Italia, una unión de todas las ciudades estado bajo una sola corona, las resplandecientes repúblicas y ducados propios del Renacimiento. ¿Quizá también eso era cierto? Qué insular podía ser uno, arropado por la seguridad que ofrecían la Gran Bretaña y su imperio. Un mundo isleño, ajeno a las cambiantes fronteras, las volubles mareas de naciones agitadas, la revolución y la ocupación extranjera. Gran Bretaña se había sentido segura durante casi ochocientos años. Había desarrollado una arrogancia sin igual y, con ella, una falta de imaginación.

Estaba allí como invitado de Zorah. Hacía tiempo que Monk había agotado todos los recursos para servir a sus intereses; o, como mínimo, a los intereses de Felzburgo. Tal vez por eso ella había hecho aquella acusación absurda y abnegada: para desvelar el asesinato de un príncipe y despertar en sus compatriotas cierto sentimiento de lealtad antes de que fuera demasiado tarde.

– Podría enamorarme de Venecia con mucha facilidad -dijo Monk en voz alta-. Pero sería un amor hedonista, no generoso. No tengo nada que darle.

Florent se volvió para mirarlo, sus oscuras cejas se enarcaron en señal de sorpresa, los labios se torcieron con humor a la luz de las antorchas.

– Igual que casi todo el mundo -dijo muy despacio-. ¿No creerá que todas esas personas, los soñadores y los futuros príncipes de Europa, estén aquí para otra cosa que vivir sus charadas particulares, verdad?

– ¿Conocía bien a Friedrich? -No era una respuesta, pero la pregunta de Florent no podía esperarla en serio.

– Sí. ¿Por qué? -preguntó.

Sobre el agua alguien cantaba. El sonido de esa voz retumbaba contra los altos muros.

– ¿Habría regresado si Rolf, u otra persona, se lo hubiese pedido? -preguntó Monk-. ¿Su madre, tal vez?

– No si ello significaba dejar a Gisela. -Florent se inclinó por encima del antepecho de piedra y miró hacia la oscuridad-. Y así habría sido. No sé por qué, pero la reina nunca habría permitido que ella volviera. Su odio no tenía límites.

– Tenía entendido que sería capaz de hacer cualquier cosa por la corona.

– Yo también. Es una mujer excepcional.

– ¿Y el rey? ¿Permitiría que Gisela volviera si esa fuese la única forma de convencer a Friedrich?

– ¿Contradecir a Ulrike? -Había burla en el tono de voz de Florent, y eso era ya era una respuesta en sí-. Se está muriendo. Ahora es ella la que tiene el poder. Aunque tal vez siempre haya sido así.

– ¿Y Waldo, el príncipe heredero? -presionó Monk-. ¡Él no podía desear que Friedrich regresara!

– No, pero si piensa usted que él hizo que lo mataran, yo creo que se equivoca. Nunca quiso ser rey. Ocupó el lugar de su hermano con reticencia, sólo porque no había nadie más. Y no tuvo que fingir. Le conozco.

– ¡Pero él no quiere encabezar la lucha por la independencia!

– Cree que eso conllevaría la guerra, y de todos modos no evitaría la absorción alemana -explicó Florent.

– ¿Y está en lo cierto? -Monk cambió de postura para volverse y mirarlo de frente.

Una embarcación con banderolas ondeando al viento pasó por el canal, la música flotaba tras ella y la luz de sus antorchas relucía sobre el agua oscura. Su estela ondeaba y chapoteaba en los peldaños del embarcadero con un sonido débil.

– Creo que sí -respondió Florent.

– Pero usted quiere la independencia para Venecia.

Florent sonrió.

– De Austria, no de Italia.

Un hombre llamó, su voz retumbaba sobre el agua. Le respondió una mujer.

– Waldo es realista -continuó Florent-. Friedrich siempre fue un romántico. Pero supongo que eso es bastante evidente, ¿no es cierto?

– ¿Cree que la lucha por la independencia está condenada?

– Lo cierto es que ahora me refería a Gisela. Friedrich dejó de lado el deber y siguió los dictados de su corazón en cuanto ella apareció. Toda la historia estaba impregnada de un aire de romanticismo. «Todo por amor, y al infierno con el mundo.» -Bajó la voz y abandonó el tono humorístico-. No estoy seguro de que se pueda querer al mundo y estar enamorado al mismo tiempo.

– Friedrich lo creía -dijo Monk en voz baja, pero al decirlo pensó que tal vez lo había expresado como si fuera una pregunta.

– ¿Ah, sí? -respondió Florent-. Friedrich ha muerto… Tal vez incluso lo hayan asesinado.

– ¿A causa de su amor por Gisela?

– No lo sé. -Florent miraba de nuevo al agua, su rostro tenía un aspecto trágico a la luz de las antorchas, los planos quedaban en relieve y las sombras se hundían-. Si se hubiese quedado en casa, en lugar de abdicar, no cabe duda de que ahora podría dirigir la lucha por la independencia. No habría necesidad de conspirar de un lado ni del otro para traerlo de nuevo. La reina no establecería condiciones acerca de si su mujer podía acompañarlo o de si tenía que dejarla, olvidarla y casarse de nuevo.

– Pero usted ha dicho que no lo habría hecho.

– No, no lo habría hecho, ni siquiera por su país. -La voz de Florent era monótona, como si intentara ser objetivo, pero en ella había un deje condenatorio y, al mirarlo, Monk apreció rabia en su semblante.

– Habría sido muy romántico -comentó-. Tanto a nivel personal como político.

– Y también habría sido muy solitario -añadió Florent-. Y Friedrich nunca soportó la soledad.

Monk pensó en ello durante unos minutos, mientras escuchaba el murmullo de risas y conversaciones de un grupo de personas que salió del teatro para llamar a una góndola y el ruido del agua al chocar contra los peldaños.

– ¿Cuáles son los sentimientos de Zorah? -preguntó Monk cuando desaparecieron-. ¿Está a favor de la independencia o de la unificación? ¿Podría tener un cariz político la acusación que ha lanzado?

Florent meditó antes de responder.

– ¿Cómo? ¿De qué serviría eso ahora? A no ser que quiera dar a entender que hay alguien detrás de Gisela. No lo creo probable. Nunca mantuvo afiliación con nadie en su país.

– Me refería a que quizá Zorah sabía que Friedrich fue asesinado, no necesariamente por Gisela, y creyó que acusarla a ella sería la mejor forma de sacar el asunto a la palestra -explicó Monk.

Florent le miró fijamente.

– Es posible -dijo muy despacio, como si aún le diera vueltas a la idea en su cabeza-. Eso no se me había ocurrido, pero Zorah sería capaz de algo así, sobre todo si sospechase de Klaus.

– ¿Habría matado Klaus a Friedrich?

– Oh, desde luego, si pensara que era la única forma de evitar que regresara para liderar la resistencia que, inevitablemente, desembocaría en una guerra por la independencia que tarde o temprano perderíamos.

– ¿Entonces Klaus apoya a Waldo?

– Klaus se apoya a sí mismo -dijo Florent con una sonrisa-. Posee considerables propiedades en la frontera que se encontrarían entre las primeras en ser saqueadas en caso de invasión.

Monk no dijo nada. Las oscuras aguas del canal lamían el mármol a su espalda, y desde el teatro llegaba el sonido de las risas.


Los días otoñales se sucedían cálidos y apacibles. Monk buscaba la compañía de Evelyn porque disfrutaba a su lado. Era deliciosa, hacía que cualquier acontecimiento fuese emocionante. Y él se sentía halagado porque, evidentemente, ella lo encontraba interesante, diferente de los hombres a los que estaba acostumbrada. Le hacía preguntas curiosas sobre su persona, sobre Londres y la parte oscura de la ciudad que él tan bien conocía. Le contó lo suficiente para atraerla, pero no tanto como para aburrirla. No le habló de pobreza, le habría repugnado; mencionó el tema una vez y percibió el rechazo en su mirada. El tema requería una respuesta compasiva, incluso un sentimiento de culpabilidad, y ella no quería que ninguna de esas emociones empañara su placer.

Además, era la esposa de Klaus, por lo que Monk podía preguntárselo todo a ella. En su búsqueda de la verdad necesitaba saber todo lo posible acerca de Klaus y sus alianzas con Waldo o con alguna otra potencia germánica.

Se encontró con Evelyn en diversas cenas, teatros y en un magnífico baile celebrado por uno de los aristócratas españoles expatriados. Bailó hasta quedar aturdido y durmió hasta el mediodía del día siguiente.

Durante la ociosa tarde se dejó llevar por tranquilos canales apartados, escuchando poco más que el arrullo de la marea contra los muros, tumbado de espaldas y viendo pasar las líneas que dibujaban los edificios, las exquisitas torres y fachadas, los encajes tallados en piedra contra el aire azul, con Evelyn entre sus brazos.

Monk vio el Palacio de los Dogos, y el Puente de los Suspiros, que llevaba a unos calabozos de los que pocos salían con vida. Pensó en el regreso al Londres invernal, a las pequeñas habitaciones de su casa; bastante agradables, por otra parte, en casi todos los sentidos: cálidas, limpias y cómodamente amuebladas. Su casera era buena cocinera y parecía tenerle estima, aunque no estaba segura de aprobar su profesión. Pero aquello no tenía nada que ver con Venecia. E investigar la vida de otras personas y las tragedias que acababan en crímenes era muy diferente a reír y bailar y tener interminables conversaciones con bellas mujeres.

Más tarde, mientras subía un tramo de escaleras, le asaltaron los recuerdos, uno de esos destellos que aparecían de vez en cuando, una sensación de familiaridad sin razón aparente. Durante un fugaz instante se vio, no en Venecia, sino subiendo las escaleras de una gran casa londinense. Las risas que se escuchaban eran inglesas, y había alguien a quien conocía muy cerca de la escalera, un hombre al que le estaba agradecido sobremanera. Era una sensación grata, sabiendo que su amistad no podía ponerse en duda, que no se requería un esfuerzo constante para mantenerla viva.

Fue algo tan nítido que incluso se volvió para mirar atrás esperando ver… Pero la imagen se había desvanecido. No podía enfocar ninguna cara. Todo cuanto le quedaba era la certeza de que ese personaje fantasmal y él habían confiado el uno en el otro.

Vio la gran figura, más bien desgarbada, de Klaus von Seidlitz, con el rostro iluminado por las velas de las lámparas de araña, la nariz rota acentuada por la luz artificial. La gente que había más allá hablaba una mezcla de lenguas: alemán, italiano y francés. Ya no se escuchaba inglés.

Monk sabía a quién había esperado ver, al hombre que había sido su mentor y amigo, y que desde entonces se había visto despojado de su buen nombre y sus posesiones, incluso de su libertad. Monk no recordaba lo sucedido, sólo el peso de la tragedia y la abrasadora impotencia que le había embargado. Era esa injusticia la que le había hecho abandonar el mundo de las inversiones y de la banca para hacerse policía.

¿Había sido bueno en el mundo de la banca? De haber continuado allí, ¿sería ahora un hombre rico, capaz de vivir con ese lujo todo el tiempo, en lugar de hacerlo sólo con el dinero de Zorah y debido a los asuntos de Zorah?

¿Qué era lo que había originado la inconmensurable gratitud que sentía hacia el hombre que le había introducido en los entresijos de la economía y la banca? ¿Por qué, en el momento en que se volvió en las escaleras, había sentido la certeza de que aquel hombre confiaba en él y de que había un lazo inquebrantable entre los dos? Eso iba más allá de la relación formal que recordaba. Se trataba de algo más concreto, un acto aislado.

Se había desvanecido. Ni siquiera podía recordar qué había sucedido, tan sólo le quedó la sensación de estar en deuda. ¿Tan desigual había sido su relación? ¿Le había ofrecido, en dinero, amistad y fe, mucho más de lo que merecía?

Evelyn le estaba hablando, le relataba un pasaje destacado de la historia de Venecia, la historia de un dogo que había llegado al poder de forma espectacular, pasando por encima de la ruina de sus enemigos.

Monk hizo un comentario apropiado denotando interés.

Ella rió, sabía que no le estaba escuchando.

Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, aquella sensación no le abandonó en toda la noche, no podía deshacerse de ella: la deuda contraída con aquel hombre era tremenda. Cuanto más se esforzaba por retenerla, más esquiva se volvía. Y cuando intentaba pensar en otras cosas, la notaba presente, impregnándolo todo.

Al día siguiente, mientras navegaba por el canal junto a Evelyn, dicha sensación aún gobernaba su pensamiento.

Háblame de Zorah -dijo con brusquedad, irguiéndose al incorporarse a uno de los principales canales. Una barca con banderines ondeando en la brisa se cruzó con ellos por proa y los obligó a esperar. Su gondolero relajó el cuerpo, balanceándose con una gracia inconsciente. Hacía que el estar de pie, con la embarcación moviéndose, pareciera lo más natural, pero Monk sabía que debía de ser difícil mantener el equilibrio y no caer al agua.

– ¿Por qué estás tan interesado en Zorah? -Evelyn fue igual de directa. Había un brillo intenso en su mirada.

Monk mintió con facilidad.

– Porque va a montar una escena de lo más desagradable. Y puede que te haga volver a Londres, y eso me gustará, pero no si dispone de armas para hacerte daño.

– No puede hacerme daño -dijo Evelyn con convicción, sonriéndole-. Pero me encanta que te preocupes. En nuestro país nadie toma a Zorah tan en serio como te imaginas, ¿sabes?

– ¿Por qué no? -preguntó Monk con auténtica curiosidad.

Ella se encogió de hombros y se acurrucó junto a él.

– Oh, siempre ha sido extravagante. La gente con dos dedos de frente pensará que únicamente intenta llamar la atención otra vez. Es posible que haya acabado de romper una relación y quiera hacer algo trágico. Se aburre con mucha facilidad. Y no soporta que nadie le haga caso.

Al pensar en Zorah tal como él la había visto, no podía imaginar que nadie le hiciese caso. Podía comprender que la encontraran intimidante, o molesta, pero nunca aburrida. Aunque a lo mejor la excentricidad podía convertirse en tediosa con el tiempo, si estaba concebida para causar un efecto en lugar de surgir de un carácter auténtico. ¿La brillantez de Zorah era sólo producto de la afectación? Le decepcionaría en gran medida si resultara ser cierto.

– ¿Eso crees? -dijo él con escepticismo, acariciándole el pelo, sintiéndolo resbalar con suavidad entre sus dedos.

– No me cabe duda. Mira al otro lado de la laguna, William. ¿Ves Santa María Maggiore? ¿No es preciosa? -Señaló hacia la distante cúpula de mármol de la iglesia que parecía flotar sobre la superficie del agua.

Monk la vio envuelta en un aura de irrealidad. Sólo el efecto de la brisa sobre su piel y el leve bamboleo de la barca le hicieron notar que no se trataba de un cuadro.

– La última vez que Zorah tuvo una mala experiencia con uno de sus amantes, le disparó -dijo Evelyn sin darle importancia.

Monk se puso tenso.

– ¿Qué?

– Que la última vez que a Zorah le salió mal una aventura y el hombre la dejó, le disparó -repitió Evelyn, girándose para mirar a Monk con sus grandes ojos de un azul intenso.

– ¿Y no tuvo que pagar por ello? -preguntó Monk con incredulidad.

– Oh, sí. Fue bastante justo. En nuestro país los duelos están aceptados. -Contemplaba el asombro de Monk con satisfacción. Luego se echó a reír-. Claro que suelen ser los hombres los que se baten, y con espadas. Creo que Zorah escogió la pistola a propósito. Era muy buena con la espada, pero con la edad se está volviendo más lenta. Y él era bastante joven, y muy bueno.

– ¡Le disparó!

– ¡Pero no lo mató! -exclamó Evelyn alegremente-. Sólo le hirió en el hombro. Fue una tontería. Estaba furiosa porque él se había presentado en un baile y estuvo coqueteando con otra mujer, muy guapa y muy joven. Al cabo de unos días, la cosa degeneró en una pelea. Zorah se comportó muy mal, irrumpió en el club al que él acudía calzando botas altas y fumándose un puro. Lo retó a un duelo y, para no parecer un completo cobarde, él se vio obligado a aceptarlo, con lo que el ridículo fue mayor, pues venció ella. -Se arrimó un poco más a Monk-. Él aún no lo ha superado. Me temo que la gente lo pasó en grande a su costa. Y, claro, la historia creció como una bola de nieve al ir de boca en boca.

Monk sintió cierta compasión por aquel hombre. Estaba harto de las mujeres dominantes. Era un rasgo muy poco atractivo. Y se requería más valor del que muchos tenían, en especial los jóvenes, para soportar las burlas.

– ¿Crees que quizá ha realizado la acusación sólo por volver a ser el centro de atención? -preguntó Monk, sonriéndole mientras con el dedo dibujaba la curva de la mejilla y el cuello de Evelyn.

– No del todo. -Evelyn sonreía también-. Pero no tiene el menor reparo cuando siente que se han herido sus sentimientos.

– ¿Y se siente herida por Gisela?

– Y por la unificación -añadió ella-. Pasa muy poco tiempo en casa, pero en el fondo es una patriota. Ama el individualismo, el carácter, los extremos y el derecho a escoger. Dudo que comprenda las ventajas en el comercio y la protección que puede ofrecer un país mayor. No es romántico, pero al fin y al cabo la mayoría de la gente lleva una vida muy poco romántica.

– ¿Y tú? -preguntó Monk, besándole la mejilla y el cuello. Su piel era suave y cálida a la luz del sol.

– Yo soy práctica -dijo con seriedad-. Sé que la belleza cuesta dinero. No puede haber grandes fiestas, preciosas obras de arte o de teatro, carreras de caballos, óperas y bailes, si todo el dinero se emplea en armas y municiones necesarias para la guerra. -Se mesó los cabellos con suavidad-. Sé que, cuando se invade un país, la tierra queda arrasada, los pueblos destruidos, se queman las cosechas y los hombres mueren. No tiene ningún sentido luchar contra lo inevitable. Preferiría dar a entender que es lo que desde un principio quería y someterme a ello con dignidad.

– ¿Es la única opción? -preguntó Monk.

– Quizá. No sé mucho de política. Sólo lo que escucho por casualidad. -Se apartó un poco para mirarlo-. Si quieres saber más, tendrás que venir a casa conmigo cuando volvamos, la semana que viene. Tal vez debieras hacerlo. -Su semblante reflejaba diversión-. ¡Descubrir si de verdad hubo una conspiración para llevar a Friedrich de nuevo al trono y si alguien lo mató para impedirlo!

– Qué buena idea. -La besó otra vez-. Creo que va a ser absolutamente necesario.

Загрузка...