Hester Latterly, en quien tanto Monk como Rathbone habían estado pensando hacía poco, no estaba al corriente de que ambos se habían involucrado en el caso de la princesa Gisela y la condesa Rostova, a pesar de que había oído rumores acerca de aquel asunto.
Desde su regreso de Crimea, donde había sido enfermera junto a Florence Nightingale, había trabajado en varios lugares ejerciendo su profesión, sobre todo en casas particulares. La anciana que había estado cuidando, víctima de una mala caída, se había recuperado totalmente y, en ese momento, Hester no tenía trabajo. Estuvo encantada de recibir la visita de su amiga, y a veces protectora, lady Callandra Daviot. Callandra había cumplido los cincuenta hacía bastante tiempo. Poseía un rostro marcado por la inteligencia y el carácter, pero ni siquiera su más ferviente admirador habría dicho que era una mujer hermosa. Transmitía demasiada fuerza y, sobre todo, demasiada excentricidad. Tenía una doncella muy agradable que hacía años había desistido de llegar a hacer algo elegante con el pelo de su señora. Que las horquillas no se le salieran demasiado ya era victoria suficiente.
Ese día iba incluso peor arreglada de lo acostumbrado, pero entró en la casa con un ramo de flores y un aire de exaltada determinación.
– Para ti, querida -anunció mientras dejaba las flores sobre la mesita de la pequeña sala de Hester. Por mucho que se lo hubiese podido permitir, para Hester no tenía sentido alquilar un alojamiento más espacioso; casi nunca estaba allí-. Aunque supongo que no te quedarás aquí el tiempo suficiente para disfrutarlas. Sólo las he traído porque son preciosas. -Callandra se sentó en la silla que tenía más cerca, con la falda arrugada y los aros levantados. Hizo un gesto para arreglársela distraídamente pero se quedó tal como estaba.
Hester se sentó frente a ella y escuchó con atención no fingida.
– Gracias de todos modos -dijo, refiriéndose a las flores.
– Hay un caso que te agradecería mucho que aceptaras. Un joven al que no conozco muy bien. Se presentó primero como Robert Oliver, trató de parecer muy inglés, quizá porque nació en este país y aquí se siente como en casa. Sin embargo, su auténtico apellido es Ollenheim, y sus padres, el barón y la baronesa, son expatriados de Felzburgo…
– ¿Felzburgo? -interrumpió Hester, sorprendida.
El rostro de Callandra perdió de pronto todo el humor y se llenó de una profunda lástima.
– El joven Robert contrajo una enfermedad muy grave, una fiebre que, pasado lo peor, lo ha dejado sin movilidad en la parte inferior del tronco y las piernas. Las funciones naturales no se han visto afectadas, pero no puede salir de la cama y necesita el cuidado constante de una enfermera. Hasta ahora lo han atendido a diario el médico, y su madre y el servicio, pero precisa de una enfermera profesional. Me he tomado la libertad de sugerirles tu nombre por diversas razones.
Hester escuchaba en silencio, pero con creciente interés.
– Para empezar, y esto lo más importante – Callandra empezó a enumerar con seriedad-, es posible que Robert esté seriamente enfermo. Incluso cabe pensar que no recupere la movilidad de las piernas. De ser así, le va a ser muy difícil aceptarlo. Necesitará toda la ayuda y los consejos que se le puedan ofrecer. Tú, cariño, has tenido mucha experiencia como enfermera del ejército en el cuidado de jóvenes discapacitados. Sabrás mejor que nadie qué es lo más adecuado para ayudarle.
»La segunda razón es que hace algún tiempo, en la época en la que investigábamos el asesinato de la pobre Prudence Barrymore -de nuevo, el rostro de Callandra se ensombreció con el recuerdo preñado de dolor y de cariño-, pasé una temporada con Victoria Stanhope y me enteré de que la niña fue víctima del incesto, y que después se sometió a un aborto mal realizado, a consecuencia del cual padece daños internos irreversibles. Sufre continuos dolores, a veces más intensos y a veces menos, y no tiene esperanza alguna de casarse porque no podrá cumplir con las obligaciones físicas del matrimonio. -Alzó la mano para evitar que Hester la interrumpiera-. Me encontraba con ella cuando conoció al joven Robert, y al momento pude comprobar que se sintieron atraídos el uno por el otro. Evidentemente, en aquel momento me la llevé de allí antes de que se produjera una tragedia mayor. Ahora las cosas son diferentes. Robert también está malherido. El valor y la inocencia de ella pueden ser lo que mejor le ayude a aceptar su situación actual.
– ¿Y si él se recupera? -preguntó Hester enseguida-. ¡Ella nunca podrá ser una mujer entera! ¿Qué sucederá entonces?
– No lo sé -admitió Callandra-. Pero si no se recupera y ella fuese la única persona que pudiera sacarlo de su desesperación y, al hacerlo, volviera a creer en sí misma y en su valía, sería horrible que dejásemos que nuestros temores lo impidieran.
Hester vaciló, dudando entre ambos riesgos.
Callandra había considerado el tema durante mucho más tiempo. En sus ojos no había indecisión.
– Estoy convencida de que se arrepiente uno más de lo que no ha hecho que de las decisiones que acaban saliendo mal -dijo Callandra con convicción-. ¿Estás dispuesta a intentarlo al menos?
Hester sonrió.
– ¿Y la tercera razón?
– ¡Necesitas empleo!
Era cierto. Desde que su padre se arruinó y murió, Hester no tenía medios económicos propios, y se había negado a depender de su hermano; por eso tenía que ganarse la vida mediante sus propias habilidades. No era algo de lo que se arrepintiera. Le aportaba independencia y la hacían parecer interesante, dos cosas que tenía en gran estima. Pasar por dificultades económicas era menos agradable, pero la mayoría de la gente pasaba por ello.
– Estaré encantada de ayudar en lo que pueda -dijo con sinceridad-. Si crees que el barón y la baronesa Ollenheim me considerarán aceptable.
– De eso ya me he ocupado -respondió Callandra con decisión-. Cuanto antes puedas empezar, mejor.
Hester se puso de pie.
– Oh -añadió Callandra con un brillo en los ojos-. Por cierto, Oliver Rathbone ha aceptado el caso de la condesa Rostova.
– ¿Qué? -Hester se detuvo de repente y permaneció inmóvil-. Perdona, pero ¿qué has dicho?
Callandra lo repitió.
Hester se volvió de pronto para mirarla.
– Entonces no puedo sino pensar que en ese caso se esconde algo más de lo que parece. ¡Rezo porque así sea!
– William Monk investiga para él -añadió Callandra-. Por eso me he enterado yo. -Callandra también era protectora de William Monk, le ayudaba a pasar las épocas de escasez.
Hester se limitó a decir: «Comprendo». Pero no comprendía nada de nada.
– Entonces, si estás segura de que el barón y la baronesa me esperan, será mejor que haga la maleta y me presente allí cuanto antes.
– Estaré encantada de llevarte -ofreció Callandra con generosidad-. La casa está en Hill Street, cerca de Berkeley Square.
– Gracias.
Callandra había preparado bien el camino, y el barón y la baronesa Ollenheim acogieron encantados los servicios profesionales de Hester. Cuidar a su hijo les resultaba una carga demasiado pesada, ya que en ella se mezclaban sentimientos muy profundos. A Hester, la baronesa Dagmar le pareció una mujer encantadora que, en circunstancias menos tensas, sin el cansancio ni la crispación debida a la pena y la angustia, habría sido hermosa. El cansancio había empalidecido su rostro, las noches en vela habían trazado profundas sombras bajo sus ojos, y no tenía ni tiempo ni ganas para vestirse de otro modo que no fuese con sencillez.
Al barón Bernd también se le veía afectado de un modo íntimo, pero se esforzaba más por esconder sus sentimientos, como se esperaba de un hombre de origen aristocrático. No obstante, fue más que cortés con Hester y se permitió expresar el consuelo que suponía su presencia.
Robert Ollenheim era un joven de unos veinte años, de rostro atractivo y pelo espeso y castaño que le caía hacia delante sobre el lado izquierdo de la frente. Si hubiera gozado de buena salud habría sido apuesto. A pesar de haberse visto consumido por la fiebre hasta hacía muy poco y de continuar débil y presa de los dolores, logró comportarse con cierta gentileza cuando Hester se dio a conocer y empezó a ocuparse de sus obligaciones. Debía de estar al corriente de la gravedad de su situación, y seguramente había pensado en la posibilidad de que su incapacidad fuera permanente, aunque no hizo ningún comentario al respecto.
A Hester le resultaba sencillo ocuparse de él respecto a lo físico. Se trataba sólo de cuidarlo, hacer que se sintiera lo más cómodo posible, intentar aliviar su dolor e incomodidad, ocuparse de que tomara caldo y consomé a menudo y de que poco a poco fuese comiendo alimentos más sólidos. El médico lo visitaba con frecuencia y ella no tenía que tomar ninguna decisión importante. La dificultad residía en que Hester se preocupaba por el enfermo, temía, como temían todos, que su recuperación no fuese completa. Nadie hablaba de parálisis, pero a medida que pasaban los días y Robert seguía sin recuperar el tacto y sin ganar movilidad por debajo de la cintura, el temor aumentaba.
Hester no podía olvidar el extraordinario caso en el que estaban inmersos Monk y Rathbone, y en un par de ocasiones escuchó a Bernd y a Dagmar discutir sobre ello sin saber que ella andaba cerca.
– ¿Representará la muerte del príncipe Friedrich un cambio tan grande en la situación política? -preguntó Hester un día, cuando ya había transcurrido una semana desde su llegada. Ella y Dagmar estaban guardando la ropa limpia de cama que había subido la doncella de la lavandería. Desde que conoció a Monk y se vio involucrada en el asesinato de Joscelin Gray, Hester preguntaba casi como si se tratara de un acto reflejo.
– Creo que sí -respondió Dagmar mientras examinaba la esquina bordada de una funda de almohada-. Se está hablando mucho de unificar a todos los estados germánicos bajo una sola corona, lo que supondría vernos anexionados. Somos un país demasiado pequeño para convertirnos en el centro neurálgico de una nueva nación de tan escasas dimensiones. El rey de Prusia tiene ambiciones en ese sentido y, por descontado, su país dispone de un ejército muy poderoso. Y luego están Baviera, Moravia, Hannover, Bohemia, Holstein, Westfalia, Wurtemberg, Sajonia, Silesia, Pomerania, Nassau, Mecklemburgo y Schwerin, por no mencionar a los Estados Turingios, el Electorado de Hesse y, sobre todo, Brandemburgo. Berlín es una ciudad horriblemente tediosa, pero goza de un emplazamiento excepcional para convertirse en la capital de todos nosotros.
– ¿Se refiere a todos los estados germánicos unidos en un solo país? -a Hester nunca se le habría ocurrido pensar algo semejante.
– Sí, se habla mucho de ello. Aunque no sé si llegará a suceder. -Dagmar cogió otra funda-. Ésta hay que arreglarla. Si alguien mete aquí el dedo, la destrozará. Algunos están a favor de la unificación, y otros en contra. El rey es muy débil y de todos modos no vivirá más de uno o dos años. Entonces Waldo será coronado, y él está a favor de la unificación.
– ¿Y usted? -La pregunta era indiscreta, pero la formuló antes de llegar a pensarlo; parecía haber surgido de forma natural tras esa afirmación.
Dagmar dudó un instante antes de contestar, tenía las manos sobre la ropa y el ceño fruncido.
– No lo sé -dijo al fin-. He pensado en ello. Hay que intentar ser razonable con estas cosas. Al principio me oponía por completo. Quería preservar mi identidad. -Se mordió el labio, como si fuera a reírse de su propia ingenuidad, y miró fijamente a Hester-. Sé que a lo mejor a usted le parecerá una cuestión estúpida, ya que es británica y pertenece al imperio más grande del mundo, pero a mí sí que me importaba.
– No es estúpida en absoluto -repuso Hester con sinceridad-. Saber quién es uno forma parte de la felicidad. -De repente, el recuerdo de Monk le asaltó porque, tres años atrás, había sido víctima de un accidente que le había hecho perder todo rastro de memoria. Ni siquiera el reflejo de su propio rostro en un espejo le resultaba familiar. Hester había visto luchar a Monk con los restos del pasado que azotaban su memoria, o debatirse cuando algún hecho remitía al espectro del hombre que había sido. No todos los recuerdos eran agradables y fáciles de aceptar. Incluso después de años de esfuerzo, no tenía más que fragmentos, retazos cogidos de aquí y de allá. El grueso de su memoria permanecía encerrado en rincones de la mente a los que no podía acceder. Monk se sentía demasiado vulnerable para preguntar a los pocos que conocían algo de su vida. Muchos de ellos eran enemigos, rivales o, simplemente, personas con las que había trabajado y a las que no había prestado atención-. Conocer las propias raíces es un gran regalo -añadió Hester en voz alta-. Destruirlas, por voluntad propia, produce una herida de la que uno tal vez nunca se recupera.
– También es doloroso negarse a admitir los cambios -replicó Dagmar, pensativa-. Y resistirse a la unificación, cuando los demás estados parecen desearla, podría dejarnos aislados. O aún peor, podría provocar una guerra. Podríamos vernos absorbidos lo queramos o no.
– ¿En serio? -Hester tomó la funda que sostenía Dagmar y la colocó en una pila diferente.
– Oh, sí. -La baronesa cogió la última sábana-. Y es mucho mejor formar parte de la gran Alemania en general, como aliados, que ser conquistados por medio de una guerra, y convertidos en una provincia súbdita de Prusia. Si supiera usted algo de política prusiana, pensaría como yo, créame. El rey de Prusia no es un hombre malvado, pero ni siquiera él es capaz de controlar al ejército, ni a los burócratas o a los terratenientes. En gran medida, ese fue el detonante de las revoluciones del año 1848: la clase media intentaba conseguir ciertos derechos, libertad para la prensa y la literatura, así como un derecho al voto más amplio.
– ¿En Prusia o en su país?
– En todas partes, la verdad. -Dagmar se encogió de hombros-. Aquel año hubo revoluciones en casi toda Europa. Sólo en Francia, al parecer, se consiguió algo. Desde luego, en Prusia no se llegó a nada.
– ¿Y usted cree que si su país intenta conservar la independencia estallará la guerra? -Hester estaba horrorizada. Había sido testigo directo de la crudeza de la guerra: los cuerpos destrozados en el campo de batalla, la agonía física, las mutilaciones y la muerte. Para ella, la guerra no era una idea política sino el desarrollo y la vivencia del dolor, el agotamiento, el miedo, el hambre, calor en verano y frío mortal en invierno. Nadie en su sano juicio emprendería una guerra a no ser que la única alternativa fuese sufrir la ocupación y la esclavitud.
– Es posible. -La voz de Dagmar procedía de muy lejos, a pesar de que estaba sólo a un metro, en el pasillo, con la luz del rellano a su espalda. Pero el pensamiento de Hester había regresado al hospital arrasado por las enfermedades e infestado de ratas en Scutari, y a las matanzas de Balaclava y Sebastopol-. Hay mucha gente que gana dinero con la guerra -prosiguió Dagmar, sombría, olvidándose de las sábanas-. Para ellos es, sobre todo, una oportunidad para vender armas y municiones, caballos, víveres, uniformes, toda clase de cosas.
Sin ser consciente de ello, Hester se estremeció. Desear semejante horror a otras personas sólo para ganar dinero parecía una suprema maldad.
Los dedos de Dagmar examinaron distraídos el dobladillo de las sábanas, siguiendo el bordado de las flores y el monograma.
– Dios quiera que no lleguemos a eso. Friedrich estaba a favor de la independencia, incluso al precio de la guerra, pero no se me ocurre quién más podría habernos liderado. De todas formas, ahora ya no importa. Friedrich está muerto y, además, nunca habría regresado sin Gisela. Según parece, la reina no habría permitido que volviese con ella, fuera cual fuese el precio o la alternativa a seguir.
Hester tenía que averiguarlo.
– ¿Él nunca habría regresado sin ella, ni siquiera para salvar a su país, para defender la independencia de Felzburgo?
Dagmar la miró fijamente, su cara se endureció de pronto con una mirada resuelta.
– No lo sé. Antes creía que no, pero ya no lo sé.
Pasó un día, y otro, y otro. Robert ya no tenía fiebre. Empezaba a comer en condiciones y a disfrutar de la comida. Sin embargo, aún no tenía tacto ni capacidad motriz por debajo de la cintura.
Bernd iba cada tarde a sentarse junto a su hijo para conversar. Por supuesto, Hester no se quedaba en la habitación pero sabía, por los comentarios que podía escuchar y por la actitud de Robert cuando se iba su padre, que Bernd aún estaba convencido, al menos en apariencia, de que la recuperación total era sólo cuestión de tiempo.
Dagmar aparentaba mantener el mismo ánimo, pero cuando salía de la habitación de Robert y estaba a solas con Hester en el rellano, o en la planta de abajo, dejaba traslucir su angustia.
– No parece que esté mejorando -comentó Dagmar, muy tensa, cuatro días después de su conversación acerca de la unificación alemana. Tenía la mirada hosca a causa de la angustia, los hombros rígidos bajo el corpiño de lana con cuello blanco de batista-. ¿Acaso soy demasiado impaciente? Pensaba que a estas alturas ya sería capaz de mover los pies. Y ahí está, tumbado. Ni siquiera me atrevo a preguntarle en qué piensa. -Necesitaba con desesperación que Hester la tranquilizase, esperaba las palabras consoladoras que calmaran sus miedos, al menos temporalmente.
¿Sería más prudente o más cruel decir algo que no era cierto? Por supuesto, Hester sabía que la confianza también era importante. Y, en el futuro, lo sería aún más.
– Tal vez es mejor que no le pregunte -añadió Hester. Había visto a muchos hombres enfrentarse a mutilaciones y a la pérdida de extremidades, o a desfiguraciones del rostro o del cuerpo. Había cosas para las que nadie podía ofrecer ayuda. No se podía hacer otra cosa salvo estar ahí y esperar el momento adecuado, cuando el recrudecimiento del dolor exigiera la presencia de otra persona. Y ese momento llegaba tarde o temprano-. Hablará de ello cuando esté preparado. A lo mejor una visita lo distraería un poco. Creo que lady Callandra mencionó a la señorita Victoria Stanhope, también víctima de una desgracia. Tal vez pueda darle ánimos… -No sabía cómo terminar la frase.
Dagmar parecía contrariada y a punto de descartar la idea.
– Alguien que no sea de la familia, que esté menos angustiado por su enfermedad, quizá podría resultar una ayuda -insistió Hester.
– Sí… -aceptó la baronesa con ánimo esperanzado-. Sí, a lo mejor le irá bien. Le preguntaré a él.
Al día siguiente, Victoria Stanhope, aún delgada, aún pálida y caminando con cierta torpeza, fue a visitar a Hester, quien la llevó a ver a Robert.
Dagmar no estaba muy convencida acerca de la conveniencia de la visita de una mujer joven y soltera en esas circunstancias pero, cuando vio a Victoria, su timidez y su evidente discapacidad le hicieron cambiar de opinión. Además, aparte de todo eso, el vestido de la chica anunciaba de inmediato su falta de medios económicos y de posición social. El hecho de que hablara con dignidad e inteligencia la hacía, por lo demás, muy agradable. A Dagmar, el nombre de Stanhope le resultaba familiar, pero no lo identificó en un principio.
Victoria se encontraba en el rellano junto a Hester. Una vez llegado el momento, la valentía le fallaba.
– No puedo entrar -susurró-. ¿Qué voy a decirle? No se acordará de mí y, si lo hace, lo único que recordará es que lo rechacé. De todos modos -tragó saliva y se volvió, con la cara pálida, hacia Hester-, ¿qué hay de mi familia? Se acordará de ella y no querrá tener nada que ver conmigo. No puedo…
– La situación de su familia no tiene nada que ver con usted -dijo Hester con amabilidad, apoyando la mano sobre el brazo de Victoria-. Robert es demasiado justo como para emitir tales juicios. Entre en su habitación pensando en las necesidades de Robert, no en las suyas, y le prometo que al final no tendrá nada de lo que arrepentirse. -En el mismo instante en que decía esto, se dio cuenta de lo osada que había sido, pero la sonrisa de Victoria la disuadió de echarse atrás.
Victoria respiró hondo, soltó el aire en un suspiro y volvió a llamar a la puerta.
– ¿Puedo entrar?
Robert la miró con curiosidad. Hester le había preparado para la visita, naturalmente, y Victoria se sorprendió de la claridad con la que recordaba su breve encuentro de hacía más de un año.
– Por favor, adelante, señorita Stanhope -dijo con una leve sonrisa-. Me disculpo por la poca hospitalidad que puedo ofrecerle, pero en este momento me encuentro en ligera desventaja. Por favor, siéntese. Esa silla -señaló una que estaba junto a la cama- es bastante cómoda.
Victoria entró en la habitación y se sentó. Durante un rato sus manos se movieron nerviosamente, como si pretendiera arreglarse la falda. Los nuevos aros flexibles de acero resultaban a veces muy poco prácticos, aunque fuesen mejores que los antiguos, de hueso. Después, haciendo un esfuerzo, dejó caer los brazos.
Hester esperaba el inevitable «¿Cómo se encuentra?». Incluso Robert parecía preparado para ofrecer la tradicional respuesta.
– Imagino que ahora que ya no tiene fiebre y casi no siente dolor, estará de lo más aburrido -dijo Victoria con un leve movimiento de cabeza.
Robert se quedó perplejo, luego su rostro se iluminó con una gran sonrisa.
– No esperaba que dijera eso -admitió-. Sí, lo estoy. Y también cansadísimo de asegurarle a todo el mundo que estoy bien, muchísimo mejor que hace una semana. Leo, desde luego, pero a veces tengo la sensación de que el silencio me atraviesa los oídos y me dispersa la atención. Necesito algún tipo de ruido, y algo o alguien que me pueda responder si hablo. Estoy cansado de que me lo hagan todo y de no hacer nada. -De pronto, se sonrojó al darse cuenta de lo franco que había sido con una joven que era casi una completa desconocida-. ¡Lo siento! No ha sido tan amable de venir hasta aquí sólo para oír cómo me quejo. Todo el mundo ha sido muy bueno, la verdad.
– Claro que lo han sido -le dio la razón y le devolvió la sonrisa, tímidamente al principio-. Pero eso es algo que ellos no pueden evitar. ¿Qué ha estado leyendo?
– Tiempos difíciles, de Dickens -respondió con una mueca-. Admito que no me anima demasiado. Me gustan sus personajes -admitió con rapidez-, pero no me dan muchas alegrías. Me voy a dormir y sueño que vivo en Coketown.
– ¿Podría traerle algo diferente? -ofreció Victoria-. ¿Tal vez algo divertido? ¿Le… -respiró hondo- le suena el Disparatario de Edward Lear?
Robert enarcó las cejas.
– No -respondió-. Pero creo que me gustará. Parece un lugar excelente para refugiarse del mundo de Coketown.
– Lo es -afirmó ella-. En él encontrará al Pobble que perdió los dedos del pie, y a los Jumblies, que se hicieron a la mar en un cedazo, y toda clase de rarezas más, como el Hiconio de Coria.
– Sí, por favor, tráigamelo.
– Y tiene ilustraciones, por supuesto -añadió la muchacha.
Hester estaba satisfecha. Dio media vuelta, salió de puntillas y bajó las escaleras; Dagmar la esperaba en el vestíbulo.
Victoria Stanhope volvió a visitar a Robert un par de veces, y en cada ocasión extendía un poco más el tiempo de su estancia.
– Creo que le hace bien -dijo Dagmar después de que la doncella acompañara a Victoria hasta la habitación de Robert, durante su cuarto día de visita-. Parece alegrarse mucho de verla, y ella es una niña encantadora. Sería bastante guapa, si fuera… -Se detuvo-. Vaya por Dios, iba a decir algo muy poco caritativo, ¿verdad? -Estaban en el invernadero, bajo la luz de principios de otoño. Era un espacio encantador, lleno de muebles de hierro forjado y pintados de blanco, a la sombra de una gran variedad de palmeras plantadas en maceteros y plantas tropicales de grandes hojas. Flotaba en el aire el dulce aroma de las abundantes y muy perfumadas lilas que habían tardado en florecer-. Lo de su familia fue algo horrible -añadió con tristeza-. Supongo que ha trastocado todas las posibilidades de su vida. Pobrecilla.
Naturalmente, se refería a las posibilidades que Victoria tenía de casarse. No había otra posible vida deseable para una joven decente, a no ser que poseyera grandes cantidades de dinero, o algún talento extraordinario, o una salud de hierro y un deseo ardiente de realizar buenas obras. Hester no le dijo que las posibilidades que Victoria tenía de conseguir alguna de esas cosas ya se habían malogrado mucho antes de la desgracia de su familia. Era el secreto de Victoria, y era ella quien debía decidir si guardarlo para sí o hacerlo público. Si Hester estuviera en su lugar, no se lo habría contado a nadie. Se trataba de una tragedia absolutamente privada y personal.
– Sí -dijo sin rodeos-. Supongo que sí.
– Qué injusto. -Dagmar hizo un ligero gesto con la cabeza-. Nunca se sabe qué va a suceder, ¿no cree? Hace seis semanas ni siquiera habría imaginado la enfermedad de Robert. Ahora no sé hasta qué punto cambiará nuestras vidas. -No miraba a Hester, quizá de un modo intencionado. Tras sólo un momento de duda, como si no quisiera dejar tiempo para una respuesta, se apresuró a continuar-. La pobre princesa Gisela debe de sentirse igual. El año pasado por estas fechas poseía todo lo que amaba. Creo que todas las mujeres del mundo la envidiaban, como mínimo un poco. -Sonrió-. Por lo menos yo sí. ¿No soñamos todas con un hombre atractivo y encantador que nos ame con tanta pasión que esté dispuesto a renunciar a un reino y a un trono por estar a nuestro lado?
Hester recordó cómo era tener dieciocho años y los sueños que se tienen a esa edad.
– Sí, supongo que sí -dijo casi de mala gana, curiosamente se había puesto a la defensiva al recordar la chica que había sido. En aquel entonces se había sentido sabia e invulnerable cuando en realidad era muy ingenua.
– La mayoría nos conformamos con la realidad -continuó Dagmar-. Y acaba pareciéndonos buena. O la hacemos buena. Pero, aun así, es natural soñar de vez en cuando. Gisela hizo realidad sus sueños, al menos hasta la pasada primavera. Luego Friedrich murió y la dejó desolada. ¡Siempre habían estado tan… tan unidos! -Se volvió hacia Hester-. ¿Sabe que nunca se separaban? Friedrich la quería tanto que no se cansaba de mirarla, de escucharla, de oírla reír. La seguía encontrando igual de fascinante después de doce años.
– Sería natural envidiar algo así -repuso Hester con sinceridad. No habría sido sincera consigo misma si al contemplar tanta felicidad no la hubiera deseado para sí. Y si alguna vez hubiera estado enamorada del príncipe, nunca habría dejado de dolerle contemplarla en otra mujer. Se preguntaría por qué no habría sido ella capaz de despertar en él ese amor, qué era lo que no tenía. ¿Qué alegría o qué encanto, qué ternura o rapidez de comprensión, qué generosidad o qué honor le faltaba? ¿O era simplemente que no era lo bastante atractiva, ya fuera tanto en lo físico como en aquellas áreas de intimidad amorosa en las que sus únicas experiencias provenían de la imaginación y los sueños? ¿Era ésa la herida que se había enquistado en Zorah Rostova durante todos aquellos años y que, tal vez, había acabado trastornándola?
Dagmar, distraída, recogía alguna que otra hoja seca y jugueteaba con la corteza de las palmeras.
– ¿Cómo era el príncipe? -preguntó Hester para intentar imaginarse la historia de amor.
– ¿Físicamente? -puntualizó Dagmar con una sonrisa.
– No, como persona. ¿Qué le gustaba hacer? Si yo pudiera pasar una velada en su compañía, una cena, por ejemplo, ¿qué es lo que más recordaría de él?
– ¿Antes de conocer a Gisela o después?
– ¡Antes y después! Sí, hábleme de ambos casos.
Dagmar se concentró en sus recuerdos y se olvidó de las plantas.
– Bueno, antes de Gisela, lo primero que pensaría es que era sumamente encantador. -Sonrió al recordarlo-. Tenía la más hermosa de las sonrisas. Te miraba como si estuviese muy interesado en todo lo que decías. Nunca parecía que se limitase a ser cortés. Era casi como si esperara que resultases ser alguien especial, y no quisiese perderse la oportunidad de descubrirlo. Creo que lo que usted recordaría después sería, sin duda, que le había gustado.
Hester sonrió también sin querer. Una suerte de calidez la embargó al pensar en la idea de conocer a alguien que daba tanto de sí mismo. No era de extrañar que Gisela lo hubiese amado y que, en la actualidad, se sintiera destrozada. Y además de la soledad y de la pérdida que lo ensombrecía todo, había llegado la pesadilla de aquella acusación. ¿Qué información confidencial habría llevado a Rathbone a aceptar el caso de Zorah? Tal vez el título de sir se le había subido a la cabeza. Cuando la Reina le rozó el hombro con la espada debió de tocarle también el cerebro.
– Y después de conocer a Gisela… -prosiguió Dagmar.
Hester volvió a prestarle atención. Se había olvidado de que también le había preguntado lo segundo. -¿Sí? -dijo, intentando parecer atenta.
– Supongo que cambió -respondió Dagmar, pensativa-. Le dolía que el pueblo no aceptara a Gisela, porque él la quería muchísimo. Aunque nunca estuvo muy unido a su familia, en especial a su madre. Le entristecía exiliarse. Pero creo que en el fondo estaba convencido de que un día le pedirían que regresara y que entonces apreciarían a Gisela y la aceptarían. -Dirigió la mirada hacia las ventanas, a lo largo del frondoso pasillo de hojas-. Recuerdo el día en que se marchó. La gente abarrotaba las calles. Muchas mujeres lloraban y todos le deseaban lo mejor, gritaban: «¡Que Dios te bendiga!», y agitaban sus pañuelos y tiraban flores.
– ¿Y Gisela? -inquirió Hester con curiosidad-. ¿Qué sentía el pueblo por ella?
– No les gustaba -repuso Dagmar-. De algún modo era como si ella les estuviera robando al heredero de la corona.
– ¿Cómo es su hermano?
– ¿Waldo? ¡Oh! -rió Dagmar, como si hubiese recordado algo divertido-. Mucho más normal, más aburrido, de entrada. No tiene el encanto de Friedrich. Pero hemos aprendido a apreciarlo. Y, bueno, su mujer siempre fue muy popular. Supone una gran diferencia, ¿sabe? Tal vez Ulrike tuviera algo de razón. La persona que elegimos para casarnos nos cambia más de lo que creemos. De hecho, sólo ahora que me lo pregunta me doy cuenta de cómo han cambiado los dos hermanos con el paso de los años. Waldo se ha hecho más fuerte y sabio, ha aprendido a ganarse el afecto del pueblo. Creo que es feliz, y eso hace a la gente más amable, ¿no cree?
– Sí -dijo Hester con repentino sentimiento-. Así es. ¿Qué sucedió con la condesa Rostova después de que Friedrich y Gisela se marcharan? ¿Lo echaba mucho de menos?
A Dagmar pareció sorprenderle la pregunta.
– No lo sé. Hizo algunas cosas muy extrañas. Se fue a El Cairo y remontó el Nilo en barca hasta Karnak. Pero no sé si tuvo nada que ver con Friedrich, tal vez se habría ido de todas formas. Zorah me gustaba, pero no puedo decir que la haya comprendido nunca. Tenía unas ideas de lo más extrañas.
– ¿Cómo por ejemplo? -preguntó Hester.
– Oh, acerca de lo que pueden conseguir las mujeres. -Dagmar negó con la cabeza-. Incluso quería que nos uniésemos todas y nos negásemos a tener relaciones con nuestros maridos a no ser que nos otorgaran algún tipo de poder político. Bueno… ¡estaba un poco loca! Claro que entonces era muy joven.
Algo se removió en la memoria de Hester.
– ¿No había una obra de teatro griega acerca de algo parecido?
– ¿Griega? -Dagmar parecía sorprendida.
– Sí, griega antigua. Todas las mujeres querían parar la guerra entre dos ciudades estado… o algo por el estilo.
– Oh. No lo sé. De cualquier forma es absurdo.
Hester no discutió, pero pensó que quizá Zorah simplemente era coherente con su manera de pensar. Podía imaginar la reacción de Rathbone en el caso de que le explicara semejante idea. Sólo con pensarlo le daban ganas de reír.
Dagmar malinterpretó su reacción y se relajó, sonriendo también, olvidando por un momento las antiguas tragedias y las amenazas actuales mientras cruzaban el invernadero y les envolvía el olor de las flores y la tierra húmeda, antes de que Hester fuese a ver cómo se encontraba Robert.
Como de costumbre, subió las escaleras y cruzó el rellano casi sin hacer ruido. Se detuvo frente a la puerta de Robert, que estaba entreabierta, lo adecuado cuando recibía visitas femeninas. Miró adentro; si estaban conversando, no quería interrumpirlos.
La habitación estaba llena de luz.
Robert estaba tumbado sobre los cojines, sonreía, centraba toda su atención en Victoria. Ella le leía un fragmento del libro La muerte de Arturo, de Malory, aquél en el que se cuenta la historia de amor de Tristán e Isolda. Su voz era suave y apremiante, llena de dramatismo y, sin embargo, dueña de una musicalidad que trascendía la inmediatez de la tranquila habitación de un enfermo en una elegante casa londinense y la convertía en magia y amor condenado, un sentimiento universal.
Hester se apartó de la puerta y entró en el vestidor, donde había colocado una cama plegable para poder estar cerca de Robert y responder de inmediato a sus posibles llamadas. Se mantuvo ocupada con algunas tareas de limpieza, doblando y guardando ropa que la doncella había subido.
Quince minutos después llamó a la puerta que separaba su habitación de la de Robert y la empujó con cuidado para ver si al joven le apetecía comer algo o tomar una taza de té.
– La próxima vez le leeré acerca del Sitial Peligroso y la llegada de sir Galahad -decía en ese momento Victoria con entusiasmo-. Es un pasaje plagado de valentía y honor.
Robert suspiró. Hester le veía la cara, pálida y presa de una especie de tristeza que se materializaba en la comisura de los labios. O quizá era miedo. Tenía que ser consciente de que, tal vez, no se recuperaría nunca. A ella no le había dicho nada, pero debía de sentirlo, solo en aquella habitación ordenada y silenciosa, con todas las cosas dispuestas por el amor de sus padres. Siempre tras la puerta, observando, muriéndose de ganas de ayudar y sabedores de que todo cuanto pudieran hacer no traspasaría la superficie. Más allá, el miedo devorador y la oscuridad del horror de su hijo se encontraban fuera de su alcance. Seguramente no dejaban de pensar en ello y, no obstante, no se atrevían a decirlo.
Al mirar a los ojos de Robert, a la mancha de piel oscura que los ensombrecía, fina y amoratada, Hester supo que aquellas cosas terribles anidaban detrás de todo cuanto él decía.
– Está bien -contestó a Victoria con educación-. Es usted muy amable.
Ella lo miró de hito en hito.
– ¿Preferiría que no lo hiciera? -preguntó.
– ¡No! -respondió él con rapidez-. Parece una historia excelente. Creo que ya conozco gran parte de ella. Estará bien escucharla de nuevo tal y como debe ser contada. Lee usted muy bien. -La voz se le quebró en la última palabra, a pesar de su esfuerzo por ser cortés y atento.
– Pero no quiere escuchar historias de héroes que pueden luchar, blandir espadas y montar a caballo cuando usted está en cama y no puede moverse -replicó Victoria con una tremenda brusquedad.
Hester sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo, al igual que si se hubiese tragado un pedazo de hielo.
El semblante de Robert empalideció. Permaneció en silencio tanto tiempo que Hester temió que, al hablar, dijera algo tan violento que fuese irreparable.
Si Victoria tenía miedo, lo ocultó a la perfección. Mantenía la espalda erguida, los delgados hombros rectos, la cabeza alta.
– Hubo momentos en los que yo tampoco quise escuchar esas historias -dijo Victoria con bastante calma, aunque la voz le temblaba un poco. El recuerdo le dolía.
– ¡Usted puede andar! -Las palabras salieron de la boca de Robert como si el pronunciarlas le causara un dolor físico.
– Durante mucho tiempo no pude -contestó ella, esta vez casi con total naturalidad-. Y ahora, cuando lo hago, me sigue doliendo. -Le temblaba la voz, y las mejillas se le enrojecieron a causa de la vergüenza y la pena, los pómulos se le marcaban bajo la carne enjuta-. Camino mal. Soy torpe. Tiro cosas. Usted no tiene dolores.
– Yo… -Iba a responder y luego se dio cuenta de que no tenía motivo para hablar. El dolor ya casi había abandonado su cuerpo. Sólo le quedaba el desesperado, intenso e irremediable dolor mental, la consciencia de permanecer preso de unas piernas inertes.
De nuevo, Victoria calló.
– Siento que le duela -dijo él por fin-. Pero preferiría tener dolor y poder moverme, aunque fuese con torpeza, a pasar el resto de mi vida aquí inmóvil como un vegetal.
– Y yo preferiría poder estar lindamente tumbada en un diván. -Su voz estaba repleta de emoción-. Me gustaría tener una familia honorable que me quisiera, saber que siempre cuidarían de mí, que nunca pasaría hambre, ni tendría frío, ni estaría sola. Y me encantaría no temer la reaparición del dolor. Pero ninguno de los dos puede elegir. Y usted tal vez consiga volver a caminar. No puede negarlo de entrada.
Robert volvió a permanecer callado durante un largo rato.
Tras la puerta, Hester no se atrevía a hacer el más leve movimiento.
– ¿Mejorarán sus dolores? -preguntó Robert al fin.
– No. Me han dicho que no -contestó ella.
Él tomó aire como para preguntarle algo más, quizá acerca de sus medios económicos y de por qué temía al frío y al hambre, pero incluso en su aflicción se abstuvo de semejante falta de delicadeza.
– Lo siento.
– Por supuesto -apostilló Victoria-. Y saber que no eres el único que sufre no ayuda lo más mínimo. Lo sé. A mí tampoco me ayuda.
Él se recostó en los cojines y le dio la espalda para no verla. El suave mechón castaño le cubrió la frente sin que él le prestara atención. La luz del sol dibujaba brillantes sombras en el suelo.
– Supongo que va a decirme que mejoraré con el tiempo -espetó con amargura.
– No, no voy a hacerlo -le contradijo-. Hay días mejores y días peores. Pero cuando no se puede vivir a gusto en el propio cuerpo, hay que aprovechar al máximo las posibilidades que ofrece vivir con la mente.
Esta vez Victoria no obtuvo respuesta y, al cabo de unos instantes, se puso de pie. Al volverse un poco Hester pudo ver las lágrimas que corrían por su cara.
– Lo siento -dijo la chica con dulzura-. Creo que he hablado cuando no debía haberlo hecho. Ha sido demasiado pronto. Debería haber esperado un poco más. O quizá no debería haber sido yo quien lo dijese. Sólo lo he hecho porque es una situación muy dura para quienes tanto le quieren y nunca se han visto en su situación. -Hizo un gesto con la cabeza-. No saben si ser sinceros o no, o cómo decirle las cosas. No pueden dormir y les duele sin remedio, sopesan ambas posibilidades y no pueden decidirse.
– ¿Pero usted sí? -Se volvió hacia ella con el rostro transido de rabia-. ¡La han herido y ya lo sabe todo! ¿Tiene el derecho de decidir qué decirme, y cómo y cuándo decírmelo?
Victoria encajó las palabras de Robert como si acabaran de darle una bofetada, pero no se vino abajo.
– ¿Sería diferente si se lo hubiera dicho mañana o la semana que viene? -preguntó Victoria, intentando controlar la voz sin conseguirlo del todo. Estaba en una postura extraña y, desde la puerta, Hester vio que repartía su peso alternativamente sobre las dos piernas para intentar aliviar el dolor-. Está ahí tumbado y se lo pregunta -prosiguió-. No se atreve a pronunciar esas palabras, ni siquiera mentalmente, como si eso fuera a hacerlo más real. Una parte de usted ya lo ha afrontado, otra parte aún grita que no puede ser verdad. Y para usted tal vez no lo sea. ¿Durante cuánto tiempo más quiere luchar consigo mismo?
No obtuvo respuesta. Robert se le quedó mirando mientras pasaban los segundos.
Ella respiró hondo e irguió los hombros, luego fue cojeando hasta la puerta, chocó con la silla. Se volvió hacia él.
– Gracias por compartir Tristán e Isolda conmigo. He disfrutado de su compañía y del viaje imaginario con usted. Buenas noches. -Y sin esperar respuesta, abrió más la puerta, salió al rellano y bajó las escaleras.
Hester dejó solo a Robert hasta que llegó la hora de la cena. Estaba tumbado exactamente como lo había dejado Victoria, y parecía deshecho.
– No quiero comer -dijo en cuanto se dio cuenta de que Hester estaba allí-. Y no me diga que me hará bien. No es así. Me atragantaría.
– No iba a hacerlo -le respondió con calma-. Estoy de acuerdo. Creo que tal vez necesite estar solo. ¿Cierro la puerta y les digo a todos que no lo molesten?
La miró con sorpresa.
– Sí. Sí, por favor.
Ella asintió, cerró una hoja de la puerta y luego la otra, y dejó tan sólo una pequeña lámpara encendida. Si lloraba hasta dormirse, al menos que tuviera la suficiente intimidad para hacerlo, sin que nadie lo supiera ni se lo recordara después.