Monk emprendió el viaje al norte con mucho más placer del que parecía exigir la situación. Evelyn iba en el mismo tren y él estaba ansioso por pasar el tiempo en su compañía. Era una mujer deliciosa, elegante, siempre femenina. Disfrutaba de la vida y de las personas de un modo que impregnaba todo cuanto tenía alrededor. Su sentido del humor era contagioso, y Monk siempre acababa riendo.
Monk dejó Venecia con tristeza. Su belleza la convertía en una ciudad incomparable y siempre pensaría en ella al ver bailar la luz sobre la superficie del agua. Pero también había desolación. Era una ciudad en decadencia, ocupada por un ejército extranjero, con una sociedad que miraba al pasado, molesta y furiosa, y luchaba por el futuro. El pueblo estaba dividido entre venecianos, sometidos y presas del resentimiento, esperando el momento de contraatacar; austríacos, que se sabían lejos de casa, rodeados por una cultura antigua y encantadora que no deseaba su presencia; y expatriados, que no pertenecían a ningún lugar y vivían de recuerdos y sueños en los que ni siquiera ellos mismos creían ya.
Monk había intentado explicárselo a Evelyn cuando se cruzó con ella en la estación, pero estaba ocupada con los preparativos del viaje y no le interesaban en ese momento tales reflexiones. Klaus estaba sombrío, su enorme figura se alzaba tras la de su esposa, los hombros algo encorvados, la mente preocupada por lo que haría al llegar a Felzburgo. Se mostró impaciente con los funcionarios del ferrocarril, de mal humor con su propio servicio y ni siquiera reparó en Monk.
Evelyn puso los ojos en blanco de manera expresiva y le dedicó al detective una deslumbrante sonrisa, como si aquella escena fuese de algún modo divertida. Luego siguió a su marido con aparente obediencia pero con paso arrogante, y le dirigió a Monk una mirada por encima de su hermoso hombro antes de entrar en el vagón.
Viajaron hacia el norte durante varias horas y el detective se durmió viendo pasar el paisaje. Le despertó una sacudida, tanto física como de la memoria. Durante un lapso de tiempo no logró recordar hacia dónde se dirigía. Pensaba en Liverpool. Iba allí por algo relacionado con barcos. Enormes clíperes transatlánticos llenaban su imaginación, un laberinto de mástiles contra un cielo ventoso, el golpe del agua contra los muelles, la franja grisácea del río Mersey. Podía ver los cascos de madera de los barcos que se alzaban a su lado mecidos por la marea. Olía la sal, la brea y los cabos.
Se sentía aliviado, como si lo hubiesen salvado de un peligro. Había sido algo personal. Monk estaba solo. Otra persona le había salvado y, corriendo un riesgo considerable, había confiado en él cuando no lo merecía. Era esa confianza lo que había marcado la diferencia entre la supervivencia y el desastre.
Iba sentado en el tren viendo pasar por la ventana colinas y árboles extraños. El traqueteo y las sacudidas eran reconfortantes; marcaban un ritmo que debería haberle tranquilizado.
Pero aquello no se parecía en nada a Inglaterra. No era lo bastante verde y el paisaje era demasiado abrupto. No era posible que fuera camino a Liverpool. Se sentía espeso, como si aún no se hubiera desembarazado del sueño. Tenía una inmensa deuda, ¿pero con quién?
El tren tenía altos paneles de separación entre cada fila de asientos, lo que otorgaba cierta intimidad, pero Monk comprobó que el hombre del final del pasillo leía un periódico en italiano. ¿Dónde habría comprado un periódico italiano?
Levantó la vista hacia la rejilla del portaequipajes y vio sus maletas. La etiqueta que colgaba de ellas decía «Felzburgo».
Cómo no. Empezó a recordar con bastante claridad: intentaba encontrar pruebas para defender a Zorah Rostova de la acusación de calumnia, lo cual significaba encontrar pruebas que inculparan a la princesa Gisela en el asesinato del príncipe Friedrich. Algo imposible, porque no sólo carecía de motivos, sino que tampoco había dispuesto de oportunidad para ello.
Era un encargo de locos. Pero tenía que hacer lo posible por ayudar a Rathbone, que se había precipitado de forma inusual al aceptar el caso. Ya era demasiado tarde para echarse atrás.
Y Evelyn von Seidlitz también viajaba en el tren. Monk sonrió al recordarlo. Con suerte la vería en la cena. Sería un placer; siempre lo era. Y si paraban en algún lugar agradable, tal vez la comida fuera buena. Aunque no deseaba pasar la noche en un asiento semirreclinable en el que resultaría muy complicado dormir más de lo que suponía dar unas cuantas cabezadas. Creía recordar que en algún lugar del mundo habían inventado, haría cosa de cuatro o cinco años, un vagón con camas de verdad. A lo mejor había sido en América. En todo caso no se trataba de aquel tren, por mucho que viajase en los mejores asientos de los que disponía.
Se sentía muy cómodo. Aquello también le inquietaba. Tiempo atrás había ganado cantidades de dinero que hacían del lujo algo corriente. ¿Por qué había abandonado aquella vida para convertirse en policía?
La deuda que dominaba su consciencia era la clave de todo, pero por mucho que rebuscara en sus recuerdos, los motivos de la misma permanecían ocultos. El sentimiento era bastante claro: una obligación, un terrible peso que la lealtad de alguien le había quitado de encima cuando aún no se lo había ganado por derecho propio. ¿Pero quién? ¿El mentor y amigo al que había recordado antes con creciente claridad y profunda lástima? ¿Había pagado ya, o estaba todavía en deuda y por eso lo tenía tan presente? ¿Había escapado de algún lugar dejándola sin saldar? Quería creer que aquello no era posible. Podía haber sido brusco, injusto, a veces. No cabía duda de que había sido ambicioso de un modo desmesurado. Pero nunca había sido ni cobarde ni embustero. Era imposible que hubiera perdido en algún momento el sentido del honor.
¿Pero cómo iba a poder descubrirlo? No era sólo cuestión de volver al pasado, si eso fuera posible, y pagar la deuda. Además, si se trataba de su mentor, ya era demasiado tarde. Había muerto. Eso lo había recordado hacía meses. Era necesario conocerse a sí mismo para librarse del dolor de la duda, aunque las sospechas que tenía sobre su persona resultaran ser ciertas. En cierto sentido ya lo eran, a menos que pudiese demostrarse lo contrario. No podía dejar esa cuestión sin resolver.
El tren paraba regularmente para cargar agua y carbón, y para que los pasajeros satisfaccieran sus necesidades. Aun así, cincuenta años antes, o incluso menos, Monk hubiera tenido que recorrer ese mismo trayecto en carruaje, lo cual habría sido muchísimo más lento y menos cómodo.
Como Monk había previsto, cenaron en un mesón del camino y la comida fue espléndida. Klaus von Seidlitz regresó al tren un poco antes, en compañía de dos hombres muy solemnes y vestidos con uniforme militar, así que Monk pasó unos minutos junto a las vías en la estupenda compañía de Evelyn. Podía ver su rostro a la clara luz de las estrellas, los repentinos destellos rojizos de las chispas que salían de la locomotora y las lejanas antorchas sostenidas por los hombres que trabajaban paleando el carbón y reponiendo el agua para el viaje nocturno hacia el norte, cruzando Francia.
A Monk le hubiese gustado hablar con ella durante horas, preguntarle acerca de su vida, explicarle cosas que había visto y hecho que despertaran el brillo del interés en su semblante, intrigarla con el misterio y la realidad de su mundo. Le hubiese gustado hacerla reír.
Pero Rathbone ocupaba sus pensamientos. El tiempo se terminaba y no tenía nada valioso que llevarle al abogado. ¿Iba a consentirse todos los caprichos, quién sabe si una vez más, a expensas de otra persona? ¿Era ésa la clase de hombre que él era en el fondo?
Levantó la mirada al cielo nítido y fastuoso con su devastadora oscuridad y hacia las pálidas nubes de vapor que el viento disolvía a lo largo del andén. Los sonidos del carbón y el vapor parecían muy lejanos y Monk tenía plena consciencia de que Evelyn estaba a su lado.
– ¿Zorah no tiene amigos, familia, que puedan convencerle de que retire esa absurda acusación? -preguntó.
Monk advirtió cómo Evelyn suspiraba de impaciencia y se enfureció con unas circunstancias que, sólo en apariencia, ponían la miel en sus labios. ¡Maldito Rathbone!
– No creo que tenga familia -respondió Evelyn con brusquedad-. Siempre se ha comportado como si no la tuviera. Creo que es medio rusa.
– ¿Te gusta? O, al menos, ¿te gustaba hasta que montó todo este jaleo?
Evelyn se acercó un paso más. Monk podía oler su cabello y sentir la calidez de su piel cerca de la mejilla.
– No me importa en absoluto -respondió ella con voz queda-. Siempre he pensado que estaba un poco loca. Se enamoraba de las personas menos apropiadas. Uno de sus amantes era médico, muchos años mayor que ella y feo como un pecado. Pero lo adoraba, y cuando murió hizo verdaderas atrocidades. No prestaba atención a nadie. Decidió incinerarlo y después lanzó sus cenizas desde lo alto de una montaña. Fue muy desagradable. Tras ese incidente emprendió un largo viaje a algún lugar ridículo, cerca del Nilo, o algo así. Estuvo muchos años fuera. Hay quien dice que se enamoró de un egipcio y que vivieron juntos. -Su voz rezumaba repugnancia-. No se casaron, claro. Supongo que de todas formas el matrimonio entre un cristiano y un egipcio no puede celebrarse. -Rió con brusquedad.
A Monk le pareció que todo aquello desentonaba bastante. Recordaba a Zorah como la había visto en Londres. Una mujer extraordinaria, excéntrica, apasionada, pero ni abiertamente cruel ni, por lo que le pareció, deshonesta. Le había gustado. No veía ningún mal en enamorarse de alguien de otra generación o de otra raza. Puede que fuera trágico, pero no era algo malo de por sí.
Evelyn alzó el rostro para mirar a Monk. Sonreía de nuevo. La exquisita luz de las estrellas brillaba sobre su tez. Sus grandes ojos eran todo dulzura y risa. Monk se inclinó y la besó, y ella se deshizo entre sus brazos.
El tren llegó a Felzburgo a mediodía. Después de un viaje de varios días, Monk estaba cansado y deseaba poder disfrutar de un espacio más abierto, caminar sin tener que dar media vuelta a cada tres pasos y dormir estirado en una cama de verdad.
Pero había poco tiempo para eso. Llevaba una carta de presentación de Stephan, a quien había dejado en Venecia, y con ella fue de inmediato a presentarse ante el coronel Eugen.
– ¡Ah, le estaba esperando! -El hombre que recibió a Monk era mucho mayor de lo que había imaginado, bien entrado en la cincuentena, un soldado esbelto y de pelo canoso que lucía marcas de duelos en las mejillas y que se cuadró para recibir a su invitado-. Stephan me escribió diciendo que vendría usted. ¿En qué puedo ayudarle? Mi casa queda a su disposición, igual que mi tiempo y todas mis habilidades.
– Gracias -aceptó Monk con alivio, a pesar de que ni siquiera estaba seguro de lo que buscaba, y menos aun de cómo encontrarlo. Al menos aceptó encantado la hospitalidad-. Es muy generoso de su parte, coronel Eugen.
– ¿Se quedará aquí? Bien, bien. ¿Desea comer? Mi criado se ocupará de sus maletas. ¿Ha tenido un buen viaje? -Era una pregunta retórica. Monk tuvo la intensa impresión de que el coronel era un hombre para el que cualquier viaje había ido bien si se había llegado vivo al destino.
Respondió que sí sin más comentarios y siguió a su anfitrión hasta el lugar donde habían dispuesto el almuerzo, sobre una mesa de madera oscura que resplandecía con la blanca mantelería y la recia plata. Un pequeño fuego ardía con poco entusiasmo en la chimenea. De las paredes, revestidas con paneles de madera, colgaban espadas de diferentes tamaños, desde estoques hasta sables.
– ¿Qué puedo hacer para ayudarle? -preguntó Eugen cuando la sopa estuvo servida-. Estoy a su disposición.
– Necesito descubrir la verdad acerca de la situación política del país -respondió Monk con franqueza-. Y todo cuanto pueda saberse acerca del pasado.
– ¿Considera viable la posibilidad de que alguien asesinara a Friedrich? -Frunció el ceño.
– Basándome en los hechos, sí, es posible que así fuera -respondió Monk-. ¿Le sorprende?
Esperaba asombro y enfado. No vio ninguna de las dos cosas en la reacción de Eugen, sólo una filosófica tristeza.
– No creo que Gisela Berentz lo hiciera, pero no me parece difícil creer que el asesinato se llevara a cabo por motivos políticos -respondió Eugen-. En todos los países de habla alemana estamos al borde de grandes cambios. Sobrevivimos a las revoluciones de 1848. -Hundió la cuchara en la sopa y se tragó el contenido sin saborearlo-. La marea del nacionalismo está creciendo en toda Europa, en especial aquí. Creo que tarde o temprano todos formaremos una nación única. A veces los principados como el nuestro sobreviven siendo independientes. Alguna casualidad de la historia o de la geografía los hace únicos y las grandes potencias se contentan con dejarlos existir. Por norma general, son absorbidos. Friedrich creía que podíamos quedarnos como estamos. O, al menos -se corrigió-, eso pensábamos nosotros. El conde Lansdorff es un serio defensor de ese punto de vista y, por supuesto, también la reina. Ha dedicado su vida al servicio de la dinastía real. Ningún deber ha sido demasiado duro para ella, ningún sacrificio lo bastante grande.
– Excepto perdonar a Gisela -apuntó Monk, observando el rostro de Eugen.
No vio en él ni rastro de humor, ni señal alguna de que entendiera la ironía.
– Perdonar a Gisela significaría dejarla regresar -contestó mientras acababa la sopa y partía un poco de pan en su plato-. ¡Eso es inconcebible! Si conociera a Ulrike, lo habría comprendido desde el principio.
Un solo criado se llevó los platos de sopa y trajo venado asado con verduras hervidas.
– ¿Por qué está dispuesto a ayudar a un extranjero a investigar lo que puede resultar ser un caso de lo más penoso? -preguntó Monk, al tiempo que aceptaba una generosa ración de venado.
Eugen no vaciló. Una sombra cubrió su rostro, y sus ojos azules, como de porcelana, parpadearon con lo que podría haber sido un atisbo de diversión.
– Una pregunta muy perspicaz, caballero. Porque como mejor puedo servir a mi país y a mis propios intereses es conociendo la verdad.
A Monk lo sacudió un súbito escalofrío, como si la comida que acababa de tragar fuese de hielo. Eugen bien podría haber añadido: «¡Pero no permitiré que repita mis palabras en ningún otro lugar!». Por un instante, ésa fue la expresión que reflejó su cara.
– Comprendo -dijo Monk despacio-. ¿Y qué le conviene más a su país? ¿Muerte accidental? ¿Un asesino a sueldo, a ser posible desconocido? ¿O que hubiera sido asesinado por su esposa a causa de motivos personales?
Eugen sonrió con frialdad, pero sus ojos denotaban comprensión.
– Eso no es más que una opinión, señor, y la mía no necesita conocerla, ya que tampoco resultaría favorable para mis intereses. Felzburgo es un lugar peligroso en estos momentos. Los sentimientos están muy exaltados. Nos encontramos en una encrucijada al cabo de medio milenio de historia, tal vez al final del camino. Y Alemania como nación, en lugar de como lengua y cultura, tal vez se encuentre al principio del suyo.
Monk esperó, no quería interrumpir cuando presentía que Eugen tenía más cosas que decir. Los ojos de su anfitrión brillaban y mostraban un entusiasmo difícil de ocultar.
– Desde la disolución del Sacro Imperio Romano con Napoleón -continuó Eugen, olvidando la comida- no hemos sido más que unas cuantas pequeñas entidades separadas, que hablan la misma lengua, que comparten la misma cultura y la esperanza de cumplir algún día los mismos sueños, pero cada una a su manera. -Miraba a Monk fijamente-. Algunas de estas naciones son liberales, algunas caóticas, algunas dictatoriales y represivas. Algunas ansían la libertad de prensa, mientras que Austria y Prusia, las dos grandes potencias, creen que la censura es tan necesaria como el ejército para sobrevivir y defenderse.
Monk sintió que algo se removía en su memoria. Noticias de rebeliones por toda Europa, en primavera; hombres y mujeres en las barricadas, tropas en las calles, proclamaciones, peticiones, la caballería cargando contra los civiles, disparos a la multitud. Durante una breve temporada existió una entusiasmada esperanza. Luego la desesperación se había cernido sobre la población a medida que, una tras otra, las rebeliones eran aplacadas y se implantaba de nuevo una represión aún más sutil y profunda. ¿Pero cuánto hacía de eso? ¿Había sido en 1848?
Mantuvo su mirada sobre la de Eugen y escuchó.
– Dispusimos de parlamentos, por poco tiempo -continuó el coronel-.Surgieron grandes nacionalistas con ideas liberales, libertad e igualdad para la vasta masa del pueblo. También a ellos les acallaron, o fracasaron por su propia ineptitud e inexperiencia.
– ¿También aquí? -preguntó Monk. Detestaba poner en evidencia su ignorancia, pero tenía que saberlo.
Eugen sirvió un borgoña excepcional.
– Sí, pero duró poco -respondió-. Hubo muy poca violencia. El rey ya había concedido algunas reformas, y legisló condiciones más favorables para los trabajadores y cierta libertad de prensa. -Un asomo de sonrisa se dibujó en la enjuta cara de Eugen; a Monk le pareció admiración-. Creo que fue cosa de Ulrike. Algunas personas creían que ella se oponía. Si pudiera, gozaría de una monarquía absoluta. Así podría gobernar como su reina Isabel y dar orden de cortar las cabezas de todo el que la desafiara. Pero ha llegado tres siglos tarde, es una mujer muy lista y sabe que no puede pasarse de la raya. Es mejor ceder un poco y acabar con el ánimo de rebelión. No se puede gobernar a un pueblo que te odia, a no ser que se pretenda hacerlo por muy poco tiempo. Ulrike tiene visión de futuro. Ve ya en el trono a generaciones que se pierden en los años venideros.
– Pero no hay herederos -señaló Monk.
– Lo cual nos lleva al quid de la cuestión -contestó Eugen-. Si Friedrich hubiese regresado sin Gisela, si la hubiera abandonado y se hubiese vuelto a casar, habría herederos. -Se inclinó hacia delante, con una intensa fiereza en el semblante-. Ningún hombre del bando de la reina habría matado jamás a Friedrich. ¡Eso se lo aseguro! Si lo asesinaron, busque a alguien que esté a favor de la unificación, a quien no le importe ser absorbido por Prusia, Hannover, Baviera, o cualquiera de la veintena de países fuertes. O alguien que se haya dejado embaucar por la facción que creyera que iba a ganar. En el 48 hubo un intento de hacer rey de Alemania a uno de los archiduques austríacos. Fracasó, gracias a Dios. Pero eso no quiere decir que no puedan intentarlo de nuevo.
Monk estaba aturdido.
– Las posibilidades son infinitas.
– No, pero sí muy numerosas. -Eugen se puso a comer, tenía hambre, y Monk le imitó. Se sorprendió de lo mucho que disfrutaba de la comida.
– ¿Y el príncipe Waldo? -preguntó con la boca llena.
– Le llevaré a conocerlo -prometió Eugen-. Mañana.
El coronel cumplió su palabra. El ayuda de cámara había planchado la ropa de Monk. Su traje de tarde colgaba de una percha en el ropero. Las camisas, de un blanco resplandeciente, estaban recién lavadas. Los cuellos y los gemelos estaban dispuestos sobre la alta cómoda, igual que los cepillos y los artículos de tocador. Monk se tomó un momento para alegrarse de haber tenido la vanidad y la extravagancia de comprarse cosas de excelente calidad en algún momento de aquel pasado que no recordaba.
Ya había escogido los gemelos, ágatas engastadas en oro, cuando sin motivo aparente recordó haber hecho exactamente lo mismo, ponerse los mismos gemelos, antes de ir a una cena formal en Londres. Había ido acompañado por el que fue su mentor. Un hombre paciente con la ignorancia y la falta de refinamiento de Monk, con su impetuosidad y esporádica grosería. Dueño de una capacidad inconmensurable para la paciencia, le había instruido no sólo en lo tocante a la banca y los negocios, también le había enseñado el arte de ser un caballero: cómo vestir bien sin ser ostentoso; cómo distinguir una buena confección, un buen trabajo; cómo escoger un par de botas, o una camisa; incluso cómo tratar al sastre. Le había enseñado qué cuchillo y qué tenedor usar, cómo sostenerlos con elegancia, qué vino escoger, cuándo y cómo hablar y cuándo guardar silencio, cuándo era correcto reír. En unos pocos años había convertido al provinciano muchacho de Northumberland en un caballero, seguro de sí mismo, con ese aire inconsciente de confianza que distingue a las personas ilustres de los seres corrientes.
Todo eso le vino al pensamiento al tocar la pequeña joya. En su recuerdo, se encontraba de nuevo en casa de su mentor, en Londres, veinte años atrás, a punto de acudir a una cena. Se trataba de una ocasión importante. Iba a suceder algo y Monk tenía miedo. Sabía que se había creado enemigos, y que eran poderosos. Podían destrozar su carrera profesional, incluso hacer que lo arrestaran y encarcelaran. Le habían acusado de algo terriblemente deshonroso. Era inocente, pero no podía demostrarlo ante nadie. El miedo le helaba por dentro y no tenía escapatoria. Necesitó todas sus fuerzas para sofocar el pánico que surgía como un grito en su garganta.
Sin embargo, no había sucedido nada entonces. Al menos de eso estaba seguro. ¿Pero por qué no? ¿Qué lo había impedido? ¿Se había salvado él solo o había recibido ayuda de otra persona? ¿A qué precio?
Monk ya había intentado luchar desesperadamente contra la injusticia, y había perdido. Lo había ido recordando a lo largo del tiempo, un poco más en cada ocasión. Se acordaba de la esposa de su mentor, de su rostro mientras lloraba en silencio, las lágrimas que le caían por las mejillas mientras se sumía en la desesperación.
Habría dado todo cuanto poseía por haber sido capaz de echar una mano. Todo lo que podía rescatar de la oscuridad de la amnesia era un sentido de tragedia, rabia e inutilidad. Sabía que ése era el motivo por el que había abandonado el mundo de la banca y se había alistado en la policía: para luchar contra injusticias como aquella, para encontrar y castigar a los tramposos y a los malvados, para evitar que volviera a suceder una y otra vez con otros hombres inocentes. Podría aprender los métodos y encontrar las armas, forjarlas si era necesario.
¿Pero en qué consistía esa deuda que había recordado con miedo aterrador? Era algo concreto, no una gratitud general por esos años que no recordaba, sino debida a un obsequio especial. ¿Lo había llegado a pagar?
No tenía ni la más mínima idea. En su pensamiento no había más que oscuridad y una sensación de peso, así como la devoradora necesidad de saber.
La recepción tuvo lugar en una enorme sala que relucía a causa de las lámparas de araña que colgaban de un techo plagado de relieves y pinturas. Debía de haber unas cien personas, no más, pero las enormes faldas de las mujeres, que brillaban en tonos pálidos y ocres, parecían llenar el espacio. Los hombres, vestidos todos de negro, parecían plantados como árboles sin hojas entre nubes de flores. La luz arrancaba de los prismas de los diamantes chispas de fuego con cada movimiento de cabezas y manos. De vez en cuando, por encima de las conversaciones y las risas, Monk oía el chasquido de algún caballero al inclinarse y juntar los tacones.
Naturalmente, la mayoría de las conversaciones eran en alemán, pero cuando Eugen presentaba a Monk, en deferencia a su desconocimiento del idioma, la gente pasaba al inglés.
Hablaban acerca de todo tipo de trivialidades: el tiempo, el teatro, noticias y rumores internacionales, la música o las nociones filosóficas más modernas. Nadie mencionaba el escándalo que estaba a punto de desencadenarse en Londres. No hablaron siquiera de la muerte de Friedrich. Había tenido lugar hacía tan solo seis meses pero bien podrían haber pasado ya seis años, o incluso los doce que habían transcurrido desde que renunció al trono y a su país y se marchó para siempre. Tal vez para ellos había muerto entonces. Si les importaba que Gisela triunfara o que Zorah Rostova acabara arruinada, no lo mencionaron.
De vez en cuando, la conversación se ponía seria: entonces se hablaba del período posterior a los conflictos del 48 y de la opresión que los siguió, sobre todo en Prusia.
Toda las conversaciones giraba en torno a la política: unificación o independencia, reformas sociales o económicas, nuevas libertades y cómo conseguirlas y, sobre todo, la posibilidad de la guerra. Monk no oyó ni una sola vez el nombre de Gisela, y el de Friedrich se escuchó sólo en un aparte: alguien afirmó que ya no podría ser el líder de la independencia, y especuló sobre si Rolf contaba con los seguidores necesarios para ocupar su lugar. Sí se habló de Zorah, pero para calificarla de excéntrica y patriota. Si alguien hizo algún comentario sobre la acusación, Monk no llegó a oírlo.
Hacia el final de la noche, Eugen encontró de nuevo a Monk y le presentó al príncipe Waldo, el hombre que había de heredar la corona a falta de otro candidato. Era un hombre de altura media, aspecto más bien impasible, con un rostro casi atractivo aunque estropeado por una cierta pesadez. Sus modales eran cuidados. No parecía tener un gran sentido del humor.
– Encantado de conocerle, señor Monk -dijo en un perfecto inglés.
– Lo mismo digo, excelencia -contestó Monk con respeto, pero mirándolo a los ojos.
– El coronel Eugen dice que ha venido usted de Londres -observó Waldo.
– Sí, señor, aunque en realidad he viajado desde Venecia.
Una chispa de interés se encendió en los oscuros ojos del príncipe.
– Vaya. ¿Se trata de pura coincidencia, o sigue usted el hilo de nuestros desafortunados asuntos?
Monk se asustó. No había esperado esa apreciación ni esa franqueza. Decidió que la sinceridad era lo mejor. Al pensar en Rathbone recordó que no había tiempo que perder.
– Sigo una pista, señor. Existen serias posibilidades de que su hermano, el príncipe Friedrich, no muriera a consecuencia de un accidente de equitación.
Waldo sonrió.
– ¿Es eso lo que se conoce como un eufemismo inglés?
– Así es, excelencia -reconoció Monk.
– ¿Y su interés en el caso?
– Legal, ayudar a la justicia británica a tratar con imparcialidad… -Monk calculó rápidamente qué respuesta ofendería menos a Waldo. Después de todo, el príncipe heredero podría haber ganado o perdido mucho con la decisión de Friedrich. No sólo el gobierno personal del país, sino también su propia visión acerca del futuro de la nación. Friedrich apoyaba la independencia. Waldo, al parecer, creía que la unificación era la mejor opción. Podía perder el trono, pero tal vez estaba más preocupado por la seguridad y la prosperidad de su pueblo. Monk se lo quedó mirando mientras intentaba tomar una decisión.
Waldo esperaba. Debía apresurarse a contestar. El torbellino de risa y música seguía fluyendo a su alrededor, el murmullo de voces, el tintineo del cristal. La luz se rompía en mil pedazos sobre las joyas. Si Waldo realmente creía que la vida y la paz de su país dependían de la unificación, tenía más motivos que nadie para querer matar a Friedrich -…el asunto de la calumnia.
Los ojos de Waldo se abrieron. No era la respuesta que esperaba.
– Comprendo -dijo despacio-. ¿Es un asunto tan serio en Inglaterra?
– Cuando concierne a la familia real de otro país, sí, excelencia.
Un extraño brillo de emoción asomó en la cara de Waldo. Monk no supo cómo interpretarlo. Pudo ser debido a una decena de cosas. Unos metros más allá, un soldado de resplandeciente uniforme se inclinaba ante una dama vestida de rosa.
– Mi hermano abandonó sus deberes familiares hace más de doce años, y con ellos sus privilegios -dijo Waldo con frialdad-. Escogió no ser uno de los nuestros. Gisela Berentz nunca lo fue.
Monk respiró hondo. Tenía poco que perder.
– Si fue asesinado, señor, surge la pregunta de quién lo hizo. En la situación política actual, las especulaciones incluirán a muy diversas personas, también a aquellas que tenían opiniones diferentes a las de Friedrich.
– Se refiere a mí -apostilló Waldo con estoicismo, las cejas algo enarcadas.
Monk se estremeció.
– Con más exactitud, excelencia, a alguien de su misma opinión -corrigió con rapidez-. No necesariamente, por supuesto, con su conocimiento ni bajo sus órdenes. Pero no será una cuestión fácil de demostrar.
– Extremadamente difícil -dijo Waldo acompañando sus palabras con una mirada directa y estricta, como si ya lo hubiesen acusado y estuviera reuniendo todo su valor-. Y las pruebas convencerán sólo a los que quieran ser convencidos. Pasará mucho tiempo antes de que calen en el hombre de la calle.
Monk cambió de tema.
– Por desgracia, no podemos impedir el juicio. Lo hemos intentado. Hemos hecho todo lo posible por convencer a la condesa Rostova de que se retracte y se disculpe pero, de momento, no lo hemos conseguido. -No sabía si era cierto, pero suponía que sí. Rathbone habría tenido al menos ese punto de sensatez guiado por el anhelo de su propia supervivencia.
Por primera vez, el rostro de Waldo reflejó algo de humor.
– Eso se lo podría haber dicho yo -contestó-. Zorah nunca se ha echado atrás en nada. O, lo que es lo mismo, nunca ha pensado en el precio que debía pagar por sus acciones. Ni siquiera sus enemigos la han llamado nunca cobarde.
– ¿Podría haberlo matado ella? -preguntó Monk de forma impulsiva.
Waldo no dudó un instante, tampoco mudó su expresión.
– No. Zorah está a favor de la independencia. Cree que podemos sobrevivir por nosotros mismos, como Andorra o Liechtenstein. -De nuevo, una sombra de diversión apareció en su mirada-. Si hubieran matado a Gisela, desde luego pensaría que ella era una de las principales sospechosas…
Monk se quedó de piedra. Las palabras se agolpaban en su cabeza. Intentó comprender las posibilidades que sugerían las palabras de Waldo. ¿Era concebible que Zorah, queriendo envenenar a Gisela, y a causa de un grotesco infortunio, hubiese matado a Friedrich en su lugar? Aquella idea abría una amplia gama de probabilidades. ¿Podría haberlo intentado Rolf, por cuenta propia o mandado por su hermana, la reina? Friedrich, sin Gisela, no habría tenido impedimento alguno para regresar y encabezar así el movimiento independentista. ¿O podría haber sido iniciativa de Brigitte para que Friedrich pudiera regresar y casarse con ella, para satisfacción del país, convirtiéndose finalmente en reina?
¿O incluso lord Wellborough? Tal vez intentaba promover una guerra que lo enriquecería enormemente.
Monk farfulló una respuesta, cortés y vacua, agradeció a Waldo el haberle recibido y se retiró con la cabeza llena de pensamientos tumultuosos.
Una sacudida despertó a Monk de en mitad de la noche, dejándolo medio incorporado sobre la cama como si alguien le hubiese asustado. Aguzó el oído pero no escuchó sonido alguno en la oscuridad.
Le poseía la misma sensación de miedo que había experimentado al ponerse los gemelos, un aislamiento sobrecogedor, exceptuando la presencia fantasmal de una persona que creía en su inocencia y estaba dispuesta a arriesgar su propia seguridad apoyándolo.
¿Tenía Gisela alguien que la apoyara, o lo había perdido todo al casarse con Friedrich? ¿Había sido realmente «todo por el amor, y al infierno con el mundo»?
A pesar de todo, era otra clase de amor el que había hecho que el único amigo de Monk luchara por él a cualquier precio; la lealtad inquebrantable, la fe puesta a prueba hasta el último momento. Fue su mentor quien arriesgó la propia reputación para defender su inocencia. Por fin lo sabía. Lo recordaba. Le habían acusado de desfalco. Su mentor se había jugado el nombre y la fortuna por la inocencia de su pupilo.
Y eso les bastó para investigar más a fondo, para rastrear hasta descubrir la verdad.
Sentado en la cama, cubierto el cuerpo por un sudor húmedo y frío, Monk también supo que nunca había saldado la deuda. Cuando los papeles se invirtieron, no tuvo ni la capacidad ni el poder para hacer nada. Todo cuanto poseía no bastaba. El hombre al que más había admirado lo había perdido todo: hogar, honor, e incluso, al final, a su mujer.
Y Monk nunca había podido recompensarle. Era demasiado tarde.
Se tumbó en la cama con la extraña sensación de vacío que produce lo irreparable. Aunque pudiera pagar, tendría que dárselo a otra persona. Nunca sería lo mismo.
Al día siguiente, por la tarde, fue presentado en la corte. Necesitaba saber si cabía la posibilidad de que, en realidad, hubiesen querido asesinar a Gisela. Temía contarle esta nueva teoría a Rathbone.
Con todo, de entre todas las respuestas posibles, la peor de las que podía imaginar, que Zorah lo hubiese matado por error, era, de hecho, la menos espantosa. ¿Y si el príncipe Waldo fuera el culpable, para evitar que Friedrich regresara y sumiese al país en una guerra? ¿Y si Rolf, siguiendo instrucciones de la reina, hubiera querido matar a Gisela y dejar a Friedrich libre para regresar, asesinando trágicamente a la persona equivocada?
¿Cómo se enfrentaría con eso el sistema jurídico y la sociedad británica? ¿Cómo podrían el ministerio de asuntos exteriores y los diplomáticos de Whitehall salir con honor de esa ciénaga y mantener la paz en Europa?
¿Cuánto de todo ello conocía y comprendía Zorah Rostova?
La reina Ulrike era una mujer magnífica. Incluso después de haber oído hablar de su voluntad de hierro, Monk no estaba preparado para la fuerza que desprendía su presencia. Desde lejos, al entrar en la sala, le dio la impresión de que era muy alta. Tenía el pelo de un blanco brillante y lo llevaba recogido muy alto, en una trenza que formaba una corona de cabello dentro de la diadema resplandeciente. Sus facciones eran rectas y fuertes, las cejas severas. Vestía telas de raso de tonos marfil y ostra con un aro tan ligero que producía la impresión visual de que la falda caía de forma natural. Tenía los hombros erguidos y miraba al frente.
Cuando le llegó el turno de ser presentado y se acercó, vio que en realidad no sobrepasaba la altura media y, más de cerca, eran sus ojos los que atemorizaban y helaban la sangre; eran de un color aguamarina claro, ni verdes ni azules.
Anunciaron su nombre.
– Majestad -se inclinó.
– El conde Lansdorff me ha dicho que es usted amigo de Stephan von Emden, señor Monk -dijo mientras lo examinaba con fría educación.
– Sí, señora.
– Lo conoció en casa de los Wellborough, donde mi desdichado hijo encontró la muerte -continuó sin emoción discernible alguna en el tono de voz.
– Pasé allí unos días -admitió él, al tiempo que se preguntaba qué le habría explicado Rolf y por qué habría ella decidido sacar el tema.
– Si es usted amigo del barón Von Emden, conocerá también a la condesa Rostova.
Su instinto le impulsaba a negarlo para protegerse. Pero después miró de nuevo esos ojos gélidos y claros y sintió miedo, incluso frío; había inteligencia en ellos y un destello de algo que bien podría haber sido sentimiento, o tal vez simplemente fuerza de voluntad.
– La conozco, señora, aunque no muy bien. -Con una mujer así la única posible seguridad residía en decir la verdad. Tal vez incluso ya estaba al corriente.
– Una mujer de dudosos gustos pero de un patriotismo incuestionable -dijo Ulrike con un amago de sonrisa-. Espero que sobreviva a esta tormenta.
A Monk le costaba respirar.
– ¿Le gusta Felzburgo, señor Monk? -prosiguió la reina, como si hubiesen estado hablando de algo igualmente trivial-. Es la mejor época del año para asistir a conciertos y al teatro. Espero que durante su estancia tenga ocasión de visitar la ópera.
Era la señal evidente de que la audiencia había terminado.
– Gracias, majestad, estoy convencido de que me parecerá un lugar magnífico. -Se inclinó de nuevo y se retiró, la cabeza le daba vueltas.
Debería haber ansiado sobremanera que llegara la noche. Asistiría a un baile al que Eugen se había encargado de que le invitaran y al que también acudiría Evelyn. Muy pronto regresaría a Londres y a la realidad de su auténtica vida. La persona que Monk fue antes de dejarlo todo para entrar en la policía, alguien acostumbrado al lujo, al placer, formaba parte de un pasado que nunca recuperaría y del que jamás volvería a disfrutar. Al menos, durante el tiempo que aún le quedaba por pasar en Felzburgo, haría el esfuerzo de olvidar el pasado y el futuro. El presente lo era todo. Lo disfrutaría al máximo, bebería la copa hasta la última gota.
Se vistió con cuidado, pero también con un enorme sentimiento de satisfacción, casi de placer. Se contempló en el espejo y sonrió a su imagen. Estaba elegante y cómodo con su preciosa ropa. La cara que, desde el espejo, le devolvía la mirada no mostraba retraimiento ni inquietud. Estaba tranquila, algo alegre, muy segura de sí misma.
Sabía que Evelyn le consideraba un hombre capaz de emocionar. Le había contado lo suficiente para intrigarla. Era diferente a todos los hombres que ella había conocido y, como no podía comprenderlo ni adivinar qué se escondía realmente detrás de lo poco que podía ver, Monk se le antojaba peligroso.
Monk lo sabía con tanta claridad como si se lo hubiese dicho con palabras. Era un juego, un juego delicioso y delicado que saboreaba por completo, pues las apuestas eran reales: no se trataba de amor, sino de emoción, una emoción que no olvidaría con facilidad cuando tuviera que irse. Tal vez a partir de entonces algo de ello se reflejaría en aquellas mujeres que despertaran en él ansia y placer.
Llegó al majestuoso hogar del anfitrión del baile y subió los escalones de la entrada. Sólo cierto sentimiento de dignidad le impidió subirlos de dos en dos. Se sentía ligero, lleno de energía. Por todas partes había luces que destellaban: antorchas colgadas en soportes de hierro forjado afuera, lámparas de araña llenas de luz que se veían a través de las puertas abiertas y de las altas ventanas. Monk oía el murmullo de las conversaciones casi como si la música ya estuviese sonando.
Entregó su invitación, cruzó el vestíbulo y subió las escaleras a toda prisa hacia el salón. Su mirada barrió la multitud de cabezas buscando el cabello espeso y oscuro, de Klaus von Seidlitz. No tardó en encontrarlo. Alguien se volvió, alguien más alto que los demás, y descubrió la cara de Klaus con su nariz rota y sus rudas facciones. Estaba hablando con un grupo de soldados vestidos de uniforme que le contaban una historia que parecía divertirle. Se reía, y durante unos segundos fue un hombre diferente de la persona inquietante, casi huraña, que había conocido en Inglaterra. Su cara le había parecido cruel, pero en aquel momento se mostraba jovial.
Monk buscaba a Evelyn y no la veía por ninguna parte.
Rolf estaba a no más de diez metros de distancia, con un aire entre cortés y aburrido. El investigador supuso que estaba allí más por obligación que por placer, quizá para cuidar de sus intereses políticos. Ahora que Friedrich había muerto, ¿en quién depositaba sus esperanzas el bando independentista? Rolf disponía de la inteligencia para liderarlo. Tal vez habría sido la mano derecha del monarca en el caso de que hubiera tenido éxito el plan para reinstaurar a Friedrich. A lo mejor siempre había deseado gobernar.
¿Quién ejercería de punto de confluencia, quién sería la persona popular, la imagen que el pueblo seguiría, por quien las gentes sacrificarían sus fortunas, sus casas, incluso sus vidas? Ese tipo de lealtad sólo puede ganarla un miembro de la realeza, o una persona con un carácter y un valor extraordinarios, o alguien que pueda simbolizar los deseos del pueblo. No importa si la lealtad nace de la verdad o de la ficción, siempre debe infundir confianza en la victoria, una confianza que vaya más allá de las derrotas y las decepciones, el miedo y la pérdida. Rolf carecía de esa magia. De pie en el último escalón y mirando su cara recia y comedida entre las cabezas de los invitados, Monk se dio cuenta de ello e imaginó que Rolf también lo sabía.
¿Hasta dónde llegaban sus planes? Al contemplar su mirada firme, fija, los hombros cuadrados y la espalda recta, Monk podía creer en la posibilidad de que llegaran hasta el punto de querer asesinar a Gisela para provocar el regreso de Friedrich, el héroe que necesitaban, el legítimo heredero, afligido, arrepentido, de vuelta entre los suyos en un momento de gran peligro.
Pero los planes habían salido desastrosamente mal: no había muerto Gisela, sino el propio Friedrich.
– ¿Señor Monk?
Era una voz de mujer, suave y de tono grave, muy agradable.
Se volvió despacio y vio a Brigitte, que le sonreía con interés.
– Buenas noches, baronesa Von Arlsbach -dijo él con un poco más de sequedad de lo que habría deseado. Recordaba haber sentido lástima por ella en Wellborough Hall. Friedrich la había rechazado públicamente. Cientos de personas debían de saber lo mucho que la familia real quería que se casara con ella, y ella hubiera accedido, aunque sólo fuera para cumplir un deber con la patria. Pero él la había rechazado sin ambages y lo había sacrificarlo todo por amor a Gisela.
Brigitte aún no se había casado, una circunstancia insólita en una mujer de su edad y condición. Monk la observaba, estaba a pocos pasos de él. No era hermosa, pero poseía una serenidad encantadora que, con toda probabilidad, perduraría más tiempo que la uniformidad de las facciones o la delicadeza de su tez. Su mirada era firme y directa pero no tenía la frialdad de Ulrike.
– No sabía que estuviera en Felzburgo -continuó-. ¿Tiene amigos aquí?
– Sólo nuevos amigos -respondió él-. Pero la ciudad me parece muy excitante. -Lo decía en serio, aunque fuera a causa de la presencia de Evelyn más que por las cualidades de la ciudad en sí. Las ciudades industriales del norte de Inglaterra también habrían parecido excitantes si Evelyn hubiese estado allí.
– Es la primera vez que escucho semejante descripción -dijo ella, divertida. Era una gran mujer, de anchos hombros aunque completamente femenina. Monk se percató de la perfección de su cutis y de la suavidad de su cuello. Llevaba una fortuna en joyas, un insólito collar de rubíes sin tallar y perlas. Debía de odiar a Gisela, no sólo por la humillación personal sino también por lo que le había robado al país al llevarse con sus encantos a Friedrich, que habría luchado por la independencia, y dejar el trono para Waldo, que parecía confiar a ciegas en la unificación. Brigitte también había estado en Wellborough Hall.
El solo pensamiento era repulsivo, pero no podía descartarlo, por difícil de creer que fuera, mientras, de pie en las escaleras que presidían la sala de baile, observaba la paz en su rostro.
– ¿No se lo parece? -preguntó Monk. Pensó mostrarse sorprendido, pero cambió de opinión. A ella le habría parecido afectado, tal vez incluso sarcástico. Era tan consciente como él, sino más, de que era una ciudad muy pequeña en comparación con las grandes capitales europeas, y de índole casi provinciana.
Como si leyera sus pensamientos, Brigitte contestó:
– Tiene carácter e individualidad. -Ensanchó la sonrisa-. Tiene energía vital. Pero también es anticuada, está un poco resentida con la sofisticación de nuestros vecinos mayores y suele ser demasiado suspicaz porque teme que la eclipsen. Igual que en la mayoría de lugares de Europa, tenemos aquí demasiados funcionarios y todos parecen estar emparentados unos con otros. Los chismes vuelan, como en cualquier ciudad pequeña. Pero, por otro lado, somos hospitalarios y generosos, y no tenemos soldados armados en las calles. -No había dicho que le encantaba, pero su voz y su mirada resultaron más que elocuentes. Si Monk había tenido alguna duda acerca de su apoyo a la independencia, ya se había disipado.
De repente, excitante parecía la palabra equivocada. Él había pensado en Evelyn, no en la ciudad, y pecaba de condescendencia hablando con falsedad de la vida y el hogar de miles de personas.
Brigitte lo miraba con curiosidad. Tal vez vio parte de esos pensamientos reflejados en su rostro.
– Me gustaría poder quedarme más tiempo -dijo Monk, y esta vez fue sincero.
– ¿Tiene que irse?
– Sí. Por desgracia, en Londres me aguardan unos asuntos que no pueden esperar. -Aquello era más cierto de lo que ella podía imaginar-. ¿Me concederá el honor de permitirme que la acompañe adentro?
– Gracias. -Tomó el brazo que Monk le ofrecía y bajaron las escaleras. Estaba a punto de decirle su nombre al lacayo cuando el hombre se inclinó con deferencia ante Brigitte y tomó la tarjeta de Monk.
– La baronesa Von Arlsbach y el señor William Monk -anunció.
De inmediato se hizo el silencio y las cabezas se volvieron, no hacia Monk, sino hacia Brigitte. Se oyó un murmullo de respeto. La multitud se dividió para dejarles paso. Nadie se movió y las conversaciones permanecieron suspendidas hasta que ambos hubieron entrado.
Monk se dio cuenta con rubor de lo presuntuoso que había sido. Seguramente Brigitte no había aspirado a ser reina, al contrario que Gisela, sin embargo al pueblo le hubiese encantado que lo fuera. Se la reverenciaba del mismo modo que a Ulrike y quizá era incluso más querida.
La lástima que había sentido por ella desapareció. Despertar un amor apasionado en un hombre era una singularidad de la naturaleza que no se podía provocar ni prever. Ser amado por todo un país era símbolo de valía. Nadie que poseyera ese don debía ser tomado a la ligera.
La música empezó a sonar en la sala de al lado. ¿Debía invitarla a bailar? ¿Sería insultante no hacerlo, o todo lo contrario? No estaba acostumbrado a la indecisión. No recordaba haberse sentido nunca tan torpe.
Brigitte se volvió hacia él tendiéndole una mano. Fue un gesto lleno de gracia, una aceptación sin palabras antes de que hubiera tenido tiempo de cometer error alguno.
Monk sonrió con alivio y la llevó a la sala.
Pasó otra media hora antes de que lograra encontrar a Evelyn. Entre sus brazos Evelyn parecía ligera como la seda, tenía los ojos risueños. Bailaron como si en aquella enorme sala no hubiese nadie más. Evelyn coqueteaba con descaro y él se deleitaba con ello. La noche sería demasiado corta.
Monk vio a Klaus, su aspecto era melancólico y parecía estar de bastante mal humor, y todo cuanto pudo sentir por él fue un vago malestar. ¿Cómo podía esperar un hombre tan miserable retener a Evelyn, una mujer que era todo ingenio y alegría?
Una hora después, bailando de nuevo con ella, vio conversar a Klaus con un hombre mayor. Evelyn le dijo que era un aristócrata prusiano.
– Parece un soldado -admitió Monk.
– Lo es -contestó ella, encogiendo sus preciosos hombros-. Casi todos los aristócratas prusianos lo son. Para ellos es algo indisoluble. No me gustan. Son horriblemente estirados y formales, no tienen ni un átomo de humor en su interior.
– ¿Conoces a muchos?
– ¡A demasiados! -Hizo un gesto de repugnancia-. Klaus los invita a casa a menudo, incluso vienen con nosotros a la casa de la montaña.
– ¿Y a ti no te gustan?
– No los soporto. Pero Klaus cree que pronto nos aliaremos con Prusia, y que lo mejor es hacerse amigo de ellos ahora, antes de que lo haga todo el mundo y se pierda ventaja.
Era un comentario particularmente cínico, y por un instante dio la impresión de que las risas habían desaparecido y la luz se había hecho más intensa, los contrastes más duros y los sonidos más estridentes.
Entonces miró a Evelyn a la cara, vio su alegría y aquella sensación se desvaneció.
Con todo, Monk no olvidó la historia del deliberado cortejo de Klaus a los prusianos. Klaus estaba a favor de la unificación, tal vez no por el bien de su país sino por su propio interés. ¿Acaso esperaba adquirir más poder del que tenía gracias a la forzada unión? El retorno de Friedrich habría puesto en peligro su plan. ¿Habría matado él al príncipe para impedir su regreso? No era imposible. Cuanto más lo pensaba, más verosímil parecía esa opción.
Pero sus especulaciones no le servirían de nada a Rathbone. De nuevo, todo lo que simplemente pareciera posible, en ningún caso probable, ayudaría lo más mínimo. La única persona que parecía preocuparse por Zorah era Ulrike. A Monk le vino a la cabeza el curioso comentario de la reina.
A medianoche Monk bebía champán. La música sonaba todavía, con un ritmo estricto, casi obligándolo a bailar. Al no encontrar a Evelyn, se lo pidió a la mujer que tenía más cerca y ambos se dirigieron a la pista, giraron y se dejaron llevar por el placer del baile.
Era casi la una de la madrugada cuando vio de nuevo a Evelyn y se las ingenió para acabar el baile cerca de ella, igual que ella se las arregló para estar lejos de Klaus y pasar riendo junto a su anterior pareja de baile a toda velocidad antes de que él pudiera sacarla a bailar otra vez.
Se movían con la música como si se tratara de un elemento de la naturaleza y ellos se deslizaran sobre ella, como la espuma sobre la corriente marina. Él olía el perfume de su pelo, sentía la calidez de su piel y, mientras daban vueltas y se separaban y se volvían a encontrar, atisbaba el rubor en sus mejillas y la risa en sus ojos.
Cuando por fin se detuvieron para recuperar el aliento, después de tantos bailes que Monk había ya perdido la cuenta, lo hicieron junto a un grupo de personas; algunos acababan de salir de la pista, otros bebían champán, la luz parpadeando sus copas.
Monk sintió una repentina oleada de afecto por aquel pequeño estado independiente con sus costumbres particulares, su pintoresca capital y su ardiente deseo por permanecer tal como estaba. Tal vez la única posibilidad amparada en el sentido común, el único camino prudente hacia delante, era unificarse con el resto de estados para formar una gran nación. Pero en caso de hacerlo perderían algo irrecuperable, y a Monk le entristecía el mero hecho de pensarlo. ¿Cuánto más deberían llorar aquellos para los que esta tierra era su patrimonio y su hogar?
– Debes detestar la posibilidad de que Prusia marche sobre la ciudad y la tome -le dijo a Evelyn impulsivamente-. Felzburgo no sería entonces más que una ciudad provinciana, como cualquier otra, gobernada desde Berlín, Múnich o alguna otra capital de estado. Entiendo por qué quieres luchar, aunque parezca no tener sentido.
– ¡Yo no quiero luchar! -rebatió ella con irritación-. Es mucho sacrificio y mucho esfuerzo para nada. Siempre podremos trasladarnos a Berlín. Se estará tan bien como aquí, quizá incluso mejor.
Un lacayo pasó con una bandeja cargada de copas de champán y ella alcanzó una y se la llevó a los labios.
Monk estaba desconcertado. Miró más allá de Evelyn, a Brigitte, que aparentemente sonreía, aunque podía apreciarse en sus ojos el dolor y la tristeza. Pestañeó mientras Monk la miraba, y él observó cómo se le hinchaba el pecho al inspirar hondo y cómo, un segundo después, se volvió hacia la mujer que tenía al lado y empezó a hablar.
Evelyn tenía que haberlo visto. No podía ser tan superficial como parecía.
– ¿Cuándo vuelves a Londres? -preguntó con la cabeza algo inclinada.
– Seguramente mañana, aunque a lo mejor me retrasaré un día más -respondió él con pesar.
Evelyn lo miraba con sus ojos castaños muy abiertos.
– ¿Supongo que tienes que irte?
– Sí -respondió-. Tengo una obligación moral con un amigo. Está en un aprieto. Debo estar allí cuando se enfrente a la crisis.
– ¿Puedes ayudarle? -Dicho por ella, era casi un desafío.
Más allá, una mujer rió y un hombre propuso un brindis por algún motivo indefinible.
– Lo dudo, pero quiero intentarlo -respondió Monk-. Al menos estaré a su lado.
– ¿Para qué, si no puedes ayudarle? -Evelyn lo miraba muy fijamente y en su voz había cierto tono de burla.
Monk quedó desconcertado. Era una pregunta sin sentido. Monk estaba hablando de lealtad. No se abandona a los amigos cuando están sufriendo.
– ¿Qué tipo de problemas tiene? -insistió ella.
– Tomó una decisión equivocada -contestó-. Y parece que va a pagarlo muy caro.
Evelyn se encogió de hombros.
– Entonces es culpa suya. ¿Por qué tienes que sufrir tú?
– Porque es mi amigo. -La respuesta era demasiado simple para necesitar aclaraciones.
– ¡Es ridículo! -exclamó entre divertida y enfadada-. ¿No preferirías quedarte con nosotros… conmigo? El fin de semana nos vamos a la casa del bosque. Podrías venir. Klaus estará ocupado con los prusianos la mayor parte del tiempo, pero tú encontrarás muchas cosas que hacer. Saldríamos a montar por el bosque, comeríamos en el campo y pasaríamos deliciosas noches junto a la hoguera. Es un lugar maravilloso. Allí uno se olvida del resto del mundo.
La tentación era fuerte. Podría estar con Evelyn, reír, estrecharla entre sus brazos, contemplar su belleza, sentir su calor. O podía regresar a Londres y decirle a Rathbone que si Friedrich había sido víctima de un asesinato, Gisela no podía ser la culpable del mismo, pero Klaus sí. Sin embargo, era mucho más viable la posibilidad que apuntaba a Gisela como víctima fallida habiéndole tocado a Friedrich sólo por error, lo cual probaba su inocencia una vez más. Lord Wellborough podría ser el culpable, o alguien que actuara a favor de Brigitte o, mucho peor, de la reina. La misma Zorah podría haberlo asesinado.
Podía asistir al juicio y ver cómo Rathbone luchaba y perdía, ver con impotencia cómo el abogado destruía su reputación y perdía todo lo que con tanto cuidado había construido en su vida profesional.
Por supuesto, Hester estaría allí. Lo intentaría todo hasta el último momento, se devanaría los sesos para encontrar algo que pudiera ser de ayuda, sin dormir por las noches, sufriendo por Rathbone.
Y cuando todo hubiera terminado, aunque le criticaran, ridiculizaran y desacreditaran por su necedad, por su oposición sin fundamento contra el poder establecido, Hester seguiría allí, a su lado. Le ayudaría a defenderse en público aunque en privado le castigara con sus discursos. Le apremiaría para que se levantara y luchara de nuevo, para que se enfrentara al mundo sin pensar en su furia y en su desdén. Cuanto mayor fuera su necesidad, más segura era la presencia de Hester junto a Rathbone.
Recordó con calidez cómo Hester se había arrodillado ante él en su peor momento, cuando estaba aterrorizado y destrozado, cómo le había suplicado e intimidado para extraer de él el valor necesario para seguir en la brecha. Incluso en el momento más oscuro, cuando ella se enfrentó a la posibilidad de que Monk fuera declarado culpable, jamás se le ocurrió abandonarlo. Su lealtad iba más allá de la confianza en la inocencia o en la victoria, estaba dispuesta a estar allí también en caso de derrota, incluso aunque ésta fuera merecida.
No poseía la magia de Evelyn, ni su belleza ni su espléndido encanto. Pero su honrada valentía y su recto honor tenían algo que ahora a Monk le parecía infinitamente deseable; como agua cristalina y fresca cuando uno se siente empalagado de azúcar y con abundante sed.
– Gracias -dijo con sequedad-. Sin duda sería muy agradable, pero el deber me espera en Londres. Allí tengo amigos que me importan. -Se inclinó con formalidad casi germana, haciendo chocar los tacones. -Su compañía ha sido de lo más placentera, baronesa, pero es hora de volver a la realidad. Buenas noches… y adiós.
Evelyn no pudo disimular la sorpresa, luego su rostro se endureció con una rabia increíble y violenta.
Monk se encaminó hacia las escaleras, rumbo a la salida.