Monk recibió la carta de Oliver Rathbone con interés. Llegó con el correo de la mañana, justo cuando acababa de desayunar. La leyó aún de pie, junto a la mesa.
Los casos de Rathbone eran siempre serios, a menudo estaban relacionados con crímenes violentos, emociones intensas, y ponían a prueba las habilidades de Monk al máximo. A él le gustaba descubrir los límites extremos de su destreza, su imaginación y su resistencia mental y física. Necesitaba aprender acerca de sí mismo mucho más que la mayoría de los hombres, porque un accidente de carruaje, hacía tres años, le había arrancado todo rastro de memoria. A excepción de algunos pocos destellos, los restos de luz y sombra que de vez en cuando bailaban en su mente, esquivos e inesperados, no tenía nada. A veces esos recuerdos eran agradables, como los de su madre, que venían de la infancia, su hermana, Beth, y la agreste costa de Northumberland con sus arenas desiertas y su horizonte infinito. Oía el grito de las gaviotas, casi podía ver la madera pintada de las barcas de pescadores galopando sobre el agua verdigris, y olía el viento salado sobre el brezo.
Otros recuerdos eran menos gratos: las peleas con Runcorn, su superior cuando trabajó en la policía. Tenía repentinos momentos en los que comprendía que el resentimiento de su jefe estaba provocado, en gran medida, por su propia arrogancia. Se había mostrado impaciente con la inteligencia algo más lenta de su superior. Se había burlado de su ambición social, y se había aprovechado del conocimiento de esa vulnerabilidad que Runcorn nunca había logrado esconder. De haber estado invertidos los papeles, Monk habría odiado a Runcorn tanto como Runcorn lo odiaba a él. Ésa era la parte dolorosa: no le gustaban muchas de las cosas que descubría sobre sí mismo. Claro que también había tenido buenos momentos. Nadie había negado nunca que tuviera valor e inteligencia, ni que fuera sincero. A veces decía la verdad tal como la veía, aun cuando habría sido más bondadoso, y desde luego más prudente, haber permanecido en silencio.
Había descubierto poca cosa de sus otras relaciones, sobre todo con las mujeres. Ninguna había sido muy afortunada. Al parecer se enamoraba de mujeres de tierna belleza cuyo encanto y finos modales complementaban su fuerza aunque, finalmente, su falta de coraje y pasión por la vida lo dejaban más solo aún que antes y, por lo tanto, desilusionado. Quizá depositaba sus esperanzas en las personas equivocadas. Lo cierto era que conocía sus relaciones pasadas sólo a través de las frías pruebas que habían dejado los hechos, que no eran muchos, y de las emociones de los recuerdos provocados por las mujeres en cuestión. No muchas eran amables con él, y ninguna le explicaba nada.
Con Hester Latterly fue diferente. La había conocido después del accidente. Conocía cada detalle de su amistad, si es que ésa era la palabra adecuada. En ocasiones se trataba casi de enemistad. Al principio la había odiado. Incluso ahora, a menudo lo enervaban su dogmatismo obstinación. No había en ella nada romántico, nada femenino ni atrayente. No hacía concesiones a la delicadeza ni al arte de gustar a los demás.
Pero no, eso no era del todo cierto. Cuando se trataba de auténtico dolor, miedo, pena o culpabilidad, entonces no había nadie en el mundo más fuerte que Hester, nadie más valeroso ni más paciente. Hasta el demonio se habría visto obligado a reconocerlo: no había nadie tan valiente, ni tan dispuesto a perdonar. Monk valoraba esas cualidades más de lo que podía calibrar. Aunque también le enfurecían. Le atraían mucho más las mujeres divertidas, poco exigentes, encantadoras; las que sabían cuándo hablar, cómo adular y reír, cómo divertirse; las que sabían ser vulnerables en esos pequeños detalles tan fáciles de satisfacer y que, sin embargo, no renunciaban a las grandes cosas, los sacrificios que costaban demasiado, aquellos que la naturaleza y los sueños de Monk exigían.
Estaba de pie en su despacho, que Hester había arreglado para que resultara más atractivo a los posibles clientes que solicitasen sus servicios, ahora que había dejado la policía. La investigación, por lo que sabía, era su único arte. Leyó la carta de Rathbone, que era bastante parca en detalles.
Querido Monk:
Tengo un nuevo caso para el que necesitaría realizar algunas investigaciones que tal vez resulten difíciles y delicadas. El caso, cuando llegue a juicio, será complicado de defender y aún más de demostrar. Si estás dispuesto a aceptarlo y dispones de tiempo, preséntate en mi despacho en cuanto te sea posible, por favor. Intentaré por todos los medios estar libre.
Un saludo,
Oliver Rathbone
No era propio de Rathbone dar tan poca información. Parecía intranquilo. El cortés y ligeramente condescendiente Rathbone estaba preocupado, y solo eso ya resultaba suficiente motivo para intrigar a Monk. Su relación se ceñía a un reticente respeto mutuo, templado a base de arrebatos de antipatía surgidos de la arrogancia, la ambición y la inteligencia que compartían, y de los caracteres, el trasfondo social y las habilidades profesionales que los hacían diferentes por completo. A eso se le añadía cada una de las cosas que compartían, los casos que habían defendido juntos y en los que habían creído con ardor, los fracasos y los triunfos; así como una honda estima por Hester Latterly, aunque ambos negaran que se tratase de algo más que una sincera amistad.
Monk sonrió y, después de ponerse la chaqueta, se dirigió a la puerta para tomar un cabriolé que le llevara de Fitzroy Street, donde vivía, a Vere Street, la oficina de Rathbone.
Monk, debidamente contratado por Rathbone, llegó al lugar en el que se alojaba la condesa, cerca de Piccadilly, justo antes de las cuatro de la tarde. Le pareció una hora apropiada para encontrarla en casa. Si no estaba allí, lo más seguro era que regresara a tiempo para cambiarse de ropa para la cena; si es que aún salía a cenar después de haber lanzado en público tan espantosa acusación. Seguro que ya no figuraba en la lista de invitados de mucha gente.
Le abrió la puerta una doncella que le pareció francesa. Era pequeña, morena y muy guapa, y recordó haber oído que las damas a la moda que podían permitírselo tenían doncellas francesas. Decididamente, aquella chica hablaba con acento.
– Buenas tardes, señor.
– Buenas tardes. -A Monk no le pareció necesario intentar ganarse el aprecio de nadie. Era la condesa quien necesitaba su ayuda, si es que aún se podía hacer algo-. Me llamo William Monk. Sir Oliver Rathbone -recordó el «sir» justo a tiempo para decirlo- me ha pedido que venga a visitar a la condesa Rostova para ver si puedo serle de utilidad.
La doncella le sonrió. Lo cierto es que era muy guapa.
– Por supuesto. Entre, por favor. -Abrió un poco más la puerta y la sostuvo mientras él entraba a un vestíbulo espacioso aunque poco interesante. Había un florero lleno de alguna clase de margaritas. Desprendían un agradable aroma estival. La doncella cerró la puerta, lo condujo a una sala del fondo y lo hizo esperar mientras avisaba a su señora.
Monk se quedó de pie, mirando a su alrededor. La sala era por completo ajena a sus gustos y a todo lo que había visto antes y, aun así, no se sentía incómodo. Se preguntó qué le habría parecido a Rathbone. Era obvio que pertenecía a alguien a quien no le importaban en absoluto los convencionalismos. Cruzó la sala para mirar más de cerca la librería revestida de ébano. Contenía libros en varios idiomas: alemán, francés, ruso e inglés. Había novelas, poesía, relatos de viajes y algo de filosofía. Ojeó algunos de ellos y observó que todos se abrían con bastante facilidad, como si hubiesen sido utilizados con frecuencia. No estaban allí para crear un efecto, sino porque a alguien le gustaba leerlos.
La condesa no parecía tener prisa. Le decepcionó. Debía de tratarse de una de esas mujeres que hacen esperar a un hombre sólo para ejercer cierta clase de control sobre la situación.
Se dio la vuelta para contemplar la habitación y se sobresaltó al verla de pie en el umbral, completamente quieta, mirándolo. Rathbone no le había dicho que fuese hermosa, lo cual era una extraordinaria omisión. Monk no sabía por qué, pero la había imaginado poco agraciada. Tenía el cabello oscuro, recogido en un moño muy suelto. Apenas llegaba a la estatura media y su silueta no era nada especial, pero tenía un rostro extraordinario. Tenía los ojos alargados y un tanto oblicuos, de un verde brillante, sobre unos pómulos anchos. Pero lo que la hacía tan arrebatadora no eran tanto sus formas como su risa y su inteligencia, así como la intensa vitalidad de su carácter. Hacía que cualquier otra persona pareciera lenta y apática. Ni siquiera se fijó en qué llevaba puesto; podría haber sido cualquier cosa, a la moda o no.
Lo miraba con curiosidad. Aún no se había movido del umbral.
– Así que usted es el hombre que va a ayudar a sir Oliver. -Estaba a punto de sonreír, como si el investigador la interesara y la divirtiera-. No es como esperaba.
– Lo que, sin duda, debo tomar por un cumplido -repuso Monk con frialdad.
Esta vez se rió, fue un sonido rico, algo ronco y lleno de placer. Entró y caminó con ligereza hasta una silla que había al otro lado de la habitación.
– Exacto -concedió ella-. Por favor, tome asiento, señor Monk, a no ser que se sienta más cómodo de pie. -Se hundió en la silla con un solo movimiento grácil, la espalda recta, los pies al lado, contemplándolo. Manejaba la falda como si apenas le resultara un estorbo-. ¿Qué desea saber de mí?
Monk lo había pensado a fondo durante el trayecto hasta allí. No le interesaban las emociones, ni las opiniones o las convicciones, sino los motivos y las creencias de otras personas. Tal vez habría tiempo para eso más adelante, como indicaciones de por dónde buscar algo o cómo interpretar la información ambigua. Por lo que le había contado Rathbone, había esperado encontrar a alguien mucho menos inteligente pero, de todos modos, procedería según su plan original.
Tomó asiento en el sofá de piel y se relajó como si también él estuviera totalmente cómodo.
– Cuénteme lo sucedido a partir del primer incidente o la primera ocasión que considere relevante. Sólo quiero lo que vio u oyó. Cualquier cosa que suponga o deduzca puede esperar hasta más tarde. Si dice que sabe algo, espero que sea capaz de demostrarlo. -La miró con atención para detectar irritación o sorpresa en su rostro, pero no las encontró.
Zorah juntó las manos, como una buena alumna, y comenzó.
– Cenamos todos juntos. Fue una fiesta estupenda. Gisela estaba de buen humor y nos distrajo con anécdotas de la vida en Venecia, que es donde pasan la mayor parte del tiempo. La corte en el exilio suele reunirse allí, hasta tal punto que no está en ningún otro lugar. Klaus von Seidlitz no hacía más que dirigir la conversación hacia temas políticos, pero a todos nos parecía aburrido, así que nadie le escuchaba, y menos aun Gisela. Hizo uno o dos comentarios hirientes acerca de él. Ahora no recuerdo qué dijo, pero sé que a todos nos pareció gracioso, menos a Klaus, claro. A nadie le gusta ser objeto de chiste, sobre todo si se trata de uno divertido de verdad.
Monk la observaba con interés. Se vio tentado a dejar volar la imaginación y pensar qué tipo de mujer sería cuando no estuviera bajo la presión de unas circunstancias que incluían una muerte, la ira y una demanda judicial que podía acabar con ella.
¿Por qué demonios habría decidido anunciar en público sus sospechas? ¿No era consciente de lo que podía costarle? ¿Tan fanático era su patriotismo? ¿O había amado alguna vez a Friedrich? ¿Qué pasión devoradora se escondía tras sus palabras?
Hablaba ya del día siguiente.
– Era media mañana. -Lo miraba con curiosidad, consciente de que la escuchaba sólo a medias-. Íbamos a comer en el campo. El servicio lo traía todo en un carro tirado por un poni. Gisela y Evelyn iban montadas en calesín.
– ¿Quién es Evelyn? -interrumpió.
– La esposa de Klaus von Seidlitz -respondió Zorah-. Tampoco monta a caballo.
– ¿Gisela no monta?
El rostro de la condesa revelaba diversión.
– No. ¿Sir Oliver no se lo ha dicho? No hay ninguna posibilidad de que el accidente fuese provocado. Ella nunca haría nada tan atrevido, ni arriesgado hasta tal punto. No hay mucha gente que muera al caer de un caballo. Es mucho más probable romperse una pierna, o incluso la espalda. ¡Y lo último que quería era un lisiado!
– Impediría que regresara a su país para liderar la resistencia contra la unificación -arguyó Monk.
– No tendría por qué haberlos liderado físicamente, montado en un caballo blanco, ¿no cree? -repuso ella con una sonrisa desdeñosa-. ¡Podría haber sido su mascarón de proa incluso en silla de ruedas!
– ¿Y cree que él habría vuelto a su país incuso en esas circunstancias?
– Desde luego lo habría considerado -dijo Zorah sin dudar-. Nunca perdió la fe en que un día su país lo acogería de nuevo y en que Gisela tendría su legítimo lugar junto a él.
– Pero usted le dijo a Rathbone que no la aceptaban -señaló-. ¿No podría estar equivocada en ese punto?
– No.
– ¿Y cómo podía Friedrich seguir manteniendo esa esperanza?
Se encogió levemente de hombros.
– Tendría que haber conocido a Friedrich para comprender cómo creció. Nació para ser rey. Pasó toda la infancia y la juventud preparándose para ello, y la reina es muy severa y exigente. El obedecía todas las reglas, y la corona era su carga y su premio.
– Pero renunció a todo por Gisela.
– Creo que hasta el último momento no pensó que le harían escoger entre ambas cosas -explicó Zorah-. Después ya fue demasiado tarde, claro. Nunca pudo entender la irrevocabilidad de su decisión. Estaba convencido de que cederían y le pedirían que regresara. Consideraba su destierro como un gesto, no como algo que duraría para siempre.
– Y al parecer estaba en lo cierto -observó Monk-. Querían que volviese.
– Pero no pagando el precio de aceptar a Gisela. Él no lo entendía, pero ella sí. Ella era mucho más realista.
– El accidente -la acució.
– Lo llevaron a Wellborough Hall -continuó ella-. Llamamos al médico, por supuesto. No sé lo que dijo, sólo lo que me contaron.
– ¿Qué le contaron? -preguntó Monk.
– Que Friedrich se había roto varias costillas, la pierna derecha por tres puntos, la clavícula derecha y que padecía graves heridas internas.
– ¿Pronóstico?
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué dijo el médico respecto a su recuperación?
– Que sería lenta, pero no creía que su vida estuviera en peligro, a no ser que hubiese heridas que aún no había detectado.
– ¿Qué edad tenía Friedrich?
– Cuarenta y dos.
– ¿Y Gisela?
– Treinta y nueve. ¿Por qué?
– Veo que no era un hombre tan joven como para soportar bien una caída tan dura.
– No murió de las heridas. Lo envenenaron.
– ¿Cómo lo sabe?
Por primera vez, Zorah vaciló.
Monk esperaba, mirándola de hito en hito.
Al cabo de un rato, ella se encogió un poco de hombros.
– Si pudiera demostrarlo, me habría dirigido a la policía. Lo sé porque conozco a esas personas. Hace muchos años que las conozco. He visto cómo se desarrollaba toda la trama. Ella hace muy bien el papel de viuda desolada… demasiado bien. Está en el centro del escenario y eso le encanta.
– Tal vez se trate de una actitud hipócrita y repulsiva -repuso Monk-, pero no es un delito. Y además es sólo una opinión, la percepción que usted tiene de ella.
Por fin bajó la mirada.
– Sé de lo que hablo, señor Monk. Estuve en la casa todo el tiempo. Vi a todo el que entraba y salía. Les oí hablar y observé las miradas que cruzaban. He formado parte del círculo de la corte desde que era una niña. Sé lo que sucedió, pero no tengo un atisbo de prueba. Gisela asesinó a Friedrich porque temía que escuchara por fin la llamada del deber y regresara a casa a liderar la lucha contra la unificación dentro de la gran Alemania. Waldo no iba a hacerlo, y no había nadie más. Tal vez él pensaba que podía llevarla consigo, pero ella sabía que la reina no lo permitiría, ni siquiera entonces, al borde de la desintegración o de la guerra.
– ¿Por qué esperó entonces varios días? -preguntó Monk-. ¿Por qué no matarlo de inmediato? Habría sido más seguro y nadie habría dudado.
– No había necesidad, si de todos modos iba a morir -contestó ella-. Y, al principio, todos lo creíamos así.
– ¿Por qué la odia tanto la reina? -inquirió. No podía imaginar una pasión tan virulenta que llegara incluso a eclipsar aquella crisis. Se preguntó si sería el carácter de la reina el que alimentaba el odio, o si había algo en Gisela que encendía esas emociones tan intensas en Friedrich y en la reina. Al parecer, también la extraordinaria mujer que tenía delante, en su habitación colorida y original, con su brillante chal y sus velas sin encender, sentía el influjo de esas pasiones.
– No lo sé. -Su voz tenía un ligero matiz de sorpresa y su mirada parecía dirigirse a la lejanía, remontarse a algún recuerdo-. A menudo me lo he preguntado, pero nunca he oído nada.
– ¿Tiene alguna idea acerca del veneno que, según usted, utilizó Gisela?
– No. Murió bastante deprisa. Empezó a marearse y se quedó frío, luego cayó en coma, al menos eso dijo Gisela. El servicio que entraba y salía de la habitación dijo lo mismo. Y, por supuesto, el médico.
– Podrían ser muchas cosas -dijo él en tono grave-. Bien podría haber muerto por hemorragia interna.
– ¡Naturalmente! -contestó Zorah con algo de aspereza-. ¿Qué esperaba? ¿Algo que pareciera veneno? Gisela es egoísta, ambiciosa, vana y cruel, pero no es tonta. -Su rostro reflejaba una rabia intensa y un terrible sentimiento de pérdida, como si algo muy preciado se le escapara entre los dedos, a pesar de que ella lo viera y luchara con desesperación por retenerlo. Sus facciones, que le habían parecido tan bellas al entrar, eran en ese momento demasiado duras, los ojos demasiado inteligentes, la boca transida de dolor.
Monk se puso de pie.
– Gracias por la sinceridad de sus respuestas, condesa Rostova. Iré a ver al señor Rathbone y consideraré los siguientes pasos a efectuar.
Sólo tras haberse marchado, cuando estaba fuera, a la luz del sol, recordó que había omitido el nuevo título de Rathbone.
– ¡No sé por qué has aceptado el caso! -le dijo a Rathbone con brusquedad cuando se presentó en su oficina una hora más tarde. Todos los empleados se habían ido a casa, y la luz de poniente resplandecía en las ventanas. Fuera, en la calle, el tráfico era ingente, ruedas de carruajes que no chocaban entre sí por centímetros, cocheros impacientes, caballos acalorados y cansados y un aire cargado con olor a excrementos.
Rathbone ya tenía los nervios a flor de piel, consciente de su error de apreciación.
– ¿Es ésa tu forma de decir que crees que esta investigación sobrepasa tus capacidades? -dijo fríamente.
– Si hubiese querido decir eso, lo habría dicho -contestó Monk, sentándose sin esperar a que se le ofreciera la posibilidad-. Ya sabes que nunca me ando con rodeos.
– ¿Quieres decir con tacto? -Rathbone enarcó las cejas-. Nunca. Te pido disculpas. Era una pregunta innecesaria. ¿Investigarás su versión?
Habló con menos ambages de lo que Monk esperaba. Lo pilló algo desprevenido.
– ¿Cómo lo harás? A no ser, claro, que te hayas formado la opinión de que la caída inicial fue provocada.
– Incluso ella está convencida de que ahí no hay nada que objetar -dijo Monk-. Cree que Gisela lo envenenó, aunque no sabe cómo, ni con qué, y sólo tiene una vaga idea general del porqué.
Rathbone sonrió dejando entrever un poco los dientes.
– Te ha hecho perder la calma, Monk, si no, no tergiversarías de ese modo sus palabras. Sabe muy bien por qué. Porque existía la seria posibilidad de que Friedrich regresara a casa sin ella y se divorciara por el bien de su país. Dejaría de ser una de las amantes con más encanto del mundo, con título, rica y envidiada, y en lugar de eso pasaría a ser una ex mujer abandonada, dependiente; sus antiguos amigos la compadecerían. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar y comprender las emociones a las que se enfrentaba ante tal disyuntiva.
– ¿Crees que lo mató? -Monk estaba sorprendido, no de que Rathbone lo creyera, lo que era bastante fácil, sino de que estuviera dispuesto a defender esa creencia ante un tribunal. Mirándolo con buenos ojos, era una idiotez; mirándolo con malos, simplemente había perdido el juicio.
– Creo que es muy probable que alguien lo hiciera -corrigió Rathbone fríamente mientras se reclinaba en la silla con el rostro endurecido-. Quiero que vayas a la casa de campo de lord y lady Wellborough, acompañado del barón Stephan von Emden, un amigo de la condesa que estará al corriente de quién eres. -Torció la boca-. Podrás descubrir todo lo concerniente a los hechos que siguieron al accidente. Tendrás que encontrar la oportunidad para interrogar al servicio y observar a las personas que estuvieron presentes, a excepción, por supuesto, de la princesa Gisela. Al parecer, la acusación los ha vuelto a reunir, lo cual no es de extrañar, supongo. Espero que al menos seas capaz de averiguar quién estuvo en situación de envenenar al príncipe, y si alguien se percató de algo que pueda servir como prueba. También interrogarás al médico que atendió al príncipe y firmó el certificado de defunción.
Desde la calle, el ruido del tráfico entraba por la ventana medio abierta. En la oficina, al otro lado de la puerta, reinaba el silencio.
Había muchas razones para aceptar el caso: Rathbone necesitaba ayuda urgente, y la situación le ofrecía a Monk la considerable satisfacción de encontrarse en una posición en la que, por una vez, Rathbone le estaría en deuda. No tenía otros casos de mayor importancia en ese momento y le vendrían bien el trabajo y la remuneración. Pero, sobre todo, su curiosidad era tan intensa que podía sentirla casi como si se tratara de un picor en la piel.
– Sí, desde luego, lo haré -dijo con una sonrisa, quizá más rapaz que amistosa.
– Bien -aceptó Rathbone-. Te lo agradezco. Te daré la dirección del barón Von Emden para que vayas a conocerlo. ¿Quizá podrías ir a Wellborough Hall como criado suyo?
Monk se horrorizó.
– ¿Qué?
– Que tal vez podrías ir como su criado -repitió Rathbone con los ojos muy abiertos-. Te brindaría una magnífica oportunidad para hablar con el resto del servicio y descubrir lo que… -Se detuvo, en sus labios se dibujaba un amago de sonrisa-. O podrías ir como conocido suyo, si eso hace que te sientas más cómodo. Soy consciente de que quizá no estés familiarizado con las labores de un sirviente…
Monk se puso de pie con expresión adusta.
– Iré como conocido suyo -dijo con sequedad-. Te haré saber lo que descubra, si es que descubro algo. No me cabe duda de que te gustará estar al tanto. -Y con eso le dio las buenas noches, recogió del escritorio el papel en el que Rathbone había escrito la dirección del barón y se fue.
Monk llegó a Wellborough Hall seis días después de que Zorah Rostova entrara en la oficina de Rathbone para pedirle ayuda al abogado. Transcurrían los primeros días de septiembre, otoño dorado, los campos de rastrojos se perdían en la lejanía, los castaños empezaban a teñirse de color ámbar y alguna esporádica franja de tierra recién labrada, allí donde la tierra húmeda estaba lista para la siembra, aparecía rica y oscura.
Wellborough Hall era un enorme e imponente caserón de estilo georgiano y proporciones clásicas. Se llegaba a él por una avenida de casi dos kilómetros de largo flanqueada por olmos. A cada lado de la misma se extendía un parque hacia los bosques, y más allá aún aparecía el campo abierto y otros grupos de árboles. Era fácil imaginar a los propietarios de semejante palacio entreteniendo a la realeza, montando felices a caballo entre tanta belleza, hasta que les alcanzó la tragedia y les recordó su fragilidad.
Monk había ido a ver a Stephan von Emden y éste se había mostrado dispuesto a ofrecer toda su ayuda para conseguir que lo invitaran como «amigo» suyo en su inminente viaje a la casa solariega. Stephan encontró intrigante la profesión de Monk y dijo que le fascinaba la idea de la investigación, de un estilo de vida tan completamente diferente al que él llevaba. También le explicó que iban a reunirse todos en Wellborough Hall para coordinar sus respectivas versiones acerca de la muerte de Friedrich por si llegaba a haber un juicio.
A Monk le desconcertaba que fueran a observarlo tan de cerca y, a medida que transcurría el viaje, se dio cuenta de que Stephan no era una persona tan superficial ni tan poco informada como había asumido en un principio. Monk se había equivocado más de una vez debido a sus prejuicios: como Stephan poseía un título nobiliario y dinero, sin duda debía de ser estrecho de miras y bastante inútil en cualquier terreno práctico. Estaba furioso consigo mismo por haberse permitido mostrar las restricciones de su educación. Intentaba hacerse pasar por un caballero. Algo en él sabía que los caballeros no son tan frágiles, no se apresuran tanto en emitir juicios ni intentan defender tanto su dignidad. Sabía que no necesitaban actuar de ese modo.
Estaba enfadado consigo mismo porque sus prejuicios eran injustos. Despreciaba la injusticia, más aún cuando, además, era estúpida.
Llegaron a la magnífica entrada y bajaron del carruaje para ser recibidos por un lacayo con librea.
Monk estaba a punto de ir en busca de sus maletas, que con tanto cuidado había dispuesto, cuando recordó justo a tiempo que entrarlas era tarea del criado, y que ni siquiera debía pensar en ocuparse de eso. Un caballero caminaría directamente hacia la casa con la absoluta certeza de que el servicio se ocuparía de llevar sus pertenencias a la habitación, abriría las maletas y colocaría todo en su sitio.
Los recibió lady Wellborough, una mujer mucho más joven de lo que Monk esperaba. No parecía tener más de treinta y tantos, era esbelta, un poco por encima de la altura media y con una abundante melena de color castaño. Tenía un aspecto bastante agradable, pero no era hermosa. Sus mayores encantos eran la inteligencia y la vitalidad. En cuanto los vio descendió por la maravillosa escalera con pasamanos de hierro forjado y algún que otro adorno dorado. Su cara resplandecía de entusiasmo.
– ¡Mi querido Stephan! -Su gigantesca falda giraba entorno a ella y los aros saltaron hacia atrás cuando se detuvo. Llevaba un vestido con corpiño, muy a la moda, de grandes mangas y cintura estrecha, que resaltaba su esbeltez-. Es maravilloso volver a verte -continuó-. Y éste debe de ser tu amigo, el señor Monk. -Lo miró con gran interés, posando la mirada en las huesudas mejillas, la nariz algo aguileña y la boca burlona. Ya había visto esa expresión de sorpresa en la mirada de las mujeres en más ocasiones, como si vieran en él algo que no esperaban pero que, muy a su pesar, no les desagradaba.
Monk inclinó la cabeza.
– Es un placer, lady Wellborough. Han sido muy amables al permitirme acompañarles este fin de semana. Me siento muy honrado.
Ella le obsequió con una gran sonrisa. Era una expresión de lo más encantadora, en modo alguno afectada.
– Espero que aún se sienta así. -Se volvió hacia Stephan-. Gracias, esta vez lo has hecho especialmente bien, querido. Allsop os acompañará arriba, aunque seguro que ya conoces el camino. -Miró de nuevo a Monk-. La cena es a las nueve. Nos reuniremos en la antesala a eso de las ocho, imagino. El conde Lansdorff y el barón Von Seidlitz han ido a dar un paseo, hacia el coto donde cazaremos este fin de semana, creo. Para comprobar el terreno. ¿Caza usted, señor Monk?
Monk no recordaba haber disparado nunca, y su posición social hacia casi imposible que hubiese tenido oportunidad de hacerlo.
– No, lady Wellborough. Prefiero deportes en los que los participantes estén más igualados.
– ¡Santo Cielo! -Rió de muy buen humor-. ¿Boxeo a puño descubierto? ¿Carreras de caballos? ¿Billar?
Tampoco tenía idea de si era hábil en alguna de esas especialidades. Se había precipitado al hablar y ahora se arriesgaba a quedar en ridículo.
– Lo intentaré con lo que se tercie -respondió mientras sentía cómo le ardían las mejillas-. Excepto donde pueda poner en peligro al resto de invitados por mi falta de experiencia.
– ¡Qué original! -exclamó ella-. Estoy deseando que llegue la hora de la cena. Monk ya se sentía aterrorizado.
La cena resultó ser todo un desafío para sus nervios, tal como había esperado. Su aspecto era el correcto. Lo sabía gracias al espejo. Había pasado gran parte de su vida profesional en la policía y siempre había sido muy escrupuloso con su aspecto físico. Las facturas del sastre, el zapatero y el camisero daban fe de ello. Sin duda, había gastado gran parte del sueldo en su vestuario. No necesitó pedir nada prestado para presentarse en aquella casa ataviado de manera respetable.
Pero comportarse de un modo correcto en la mesa era algo distinto. Todas aquellas personas se conocían entre sí y compartían un estilo de vida, por no mencionar a centenares de conocidos comunes. En diez minutos descubrirían que era un intruso en todos los sentidos. ¿Qué posible excusa podía encontrar, no sólo para preservar su orgullo, sino para lograr su propósito y salvarle el pescuezo a Rathbone.
En la mesa sólo había nueve personas, un número pequeño en extremo para una reunión en una casa de campo, a pesar de encontrarse a principios de septiembre y, por tanto, no haber finalizado aún la temporada londinense. Era demasiado pronto para las grandes recepciones de invierno, en las que los invitados solían quedarse uno o dos meses, yendo y viniendo a su antojo.
Monk les había sido presentado a todos de forma bastante informal, como si fuera lógico que estuviera allí y no se precisara más explicación. Frente a él, en la mesa, estaba sentado el tío de Friedrich y hermano de la reina Ulrike, el conde Rolf Lansdorff. Se trataba de un hombre bastante alto y de porte militar, pelo oscuro y bien alisado, con ligeras entradas en la frente. Tenía una cara agradable, aunque los labios finos y delicados y la ancha nariz no dejaban duda respecto a su poder. Su dicción era precisa, y tenía una bonita voz. Miraba a Monk sólo con un leve interés.
Klaus von Seidlitz era por completo diferente. Físicamente era muy grande, varios centímetros más alto que el resto, de anchos hombros, más bien desgarbado. El recio pelo le caía un poco sobre la frente, y tenía la costumbre de retirárselo hacia atrás con la mano. Tenía los ojos azules y bastante redondos, y las cejas un poco dobladas hacia abajo. Su nariz estaba torcida, como si se la hubiese roto alguna vez. Parecía simpático, contaba chistes sin parar pero, cuando callaba, su rostro mostraba un estado de alerta que se contradecía con su aparente tranquilidad. Monk pensó que tal vez era mucho más listo de lo que dejaba entrever.
Su esposa, la condesa Evelyn, era una de las mujeres más encantadoras que Monk había visto jamás. Le resultaba difícil no quedársela mirando más tiempo del que resultaba apropiado por encima de todos los objetos que reposaban en la mesa. Con gusto habría olvidado al resto de la concurrencia y se habría deleitado hablando con ella y escuchándola. Era menuda, aunque tenía una figura muy femenina, pero su cara era fascinante. Tenía unos grandes ojos castaños que parecían rebosar humor e inteligencia. Por su expresión, daba la impresión de que conocer un estupendo chiste sobre la vida y de estar dispuesta a compartirlo con alguien capaz de entenderlo. Se mostraba en todo momento sonriente y se comportaba como si desease lo mejor para todo el mundo. Fue muy sincera al referirse a Monk como una persona intrigante. El hecho de que no tuvieran ningún conocido en común era para ella una fuente de fascinación y, de no haber supuesto una descortesía imperdonable, le habría interrogado durante toda la velada acerca de quién era y a qué se dedicaba exactamente.
Brigitte -según Rathbone, la mujer con la que debería haberse casado el príncipe Friedrich para complacer a su país- estaba sentada junto a Monk. Hablaba muy poco. Era una mujer hermosa, de anchos hombros, busto prominente y tez exquisita, aunque a Monk le dio la impresión de que, a pesar de toda su riqueza y su gran popularidad, era una persona triste.
El último invitado era Florent Barberini, un primo lejano de Friedrich, medio italiano. Poseía la oscura belleza dramática que Monk imaginaba en alguien de semejante linaje, además de una educada soltura y una total confianza en sí mismo. El espeso pelo ondulado le nacía de la frente en forma de pico. Tenía ojos oscuros y pestañas abundantes; y una boca sensual y pronta para la sonrisa. Coqueteaba con las tres mujeres como si fuera una costumbre. A Monk no le gustó.
El anfitrión, lord Wellborough, estaba sentado en la cabecera de la mesa. En el magnífico comedor azul ultramar y rosa en el que se encontraban, además de la mesa de roble de treinta metros de largo, había tres aparadores de roble, y el fuego ardía en la chimenea. Lord Wellborough era un hombre que apenas llegaba a la estatura media. Tenía el cabello rubio y lo llevaba bastante corto y ahuecado, como si pretendiera ganar algo más de altura. Tenía unos hermosos ojos, de un azul grisáceo claro, y fuertes huesos, pero una boca de labios extremadamente finos. Cuando no gesticulaba, su rostro tenía un aspecto duro y cerrado.
Sirvieron el primer plato, a elegir entre dos tipos de sopa: de fideos o de pescado. Monk tomó la de pescado y la encontró deliciosa. A la sopa le seguía salmón, eperlanos o boquerones picantes. Escogió el salmón; era tan exquisito y rosado que casi se deshacía en el tenedor. Observó la gran cantidad de comida que se retiraba de la mesa sin que nadie la hubiera tocado y se preguntó si le ofrecerían algo de todo aquello al servicio. El resto de los invitados sin duda habría venido acompañado por su correspondiente equipo de criados, doncellas y, a lo mejor, también lacayos y cocheros. Stephan había justificado la falta de sirvientes de Monk aduciendo que había estado enfermo. Fuera lo que fuese lo que les pasó por la cabeza, nadie fue descortés y no preguntaron más.
Al pescado le siguió el segundo plato: huevos al curry, mollejas y champiñones, o albóndigas de conejo.
Evelyn era el centro de atención, lo cual le ofreció a Monk una excusa para poder mirarla. Era encantadora de verdad. Poseía la pureza y la malicia inocente de un niño junto a la calidez y el genio de una mujer inteligente.
Florent la adulaba con descaro y ella le contestaba con gracia, mofándose de él, pero no porque se sintiera molesta.
Si a Klaus le importaban estos jueguecitos, sus duras facciones no lo traslucían. Al parecer, estaba más interesado en la conversación que mantenía con Wellborough acerca de unos conocidos comunes.
Retiraron el segundo plato y sirvieron el siguiente, que aquella noche consistía en espárragos glaseados. El cristal brillaba sobre la mesa, reflejando el sinfín de velas de las lámparas de araña. La cubertería de plata, los saleros, las copas y los vasos titilaban. Las flores traídas del invernadero, dispuestas por todas partes junto con frutas ornamentales, perfumaban el aire.
Monk dejó de mirar a Evelyn y estudió con discreción a cada uno de los invitados. Todos habían estado presentes cuando Friedrich cayó del caballo, también durante su aparente convalecencia, y así como en el momento de su muerte. ¿Qué habían visto y oído? ¿Cuál era su versión sobre lo sucedido? ¿Cuánta luz deseaban arrojar sobre el asunto, y a qué precio? El detective no estaba allí para comer platos exquisitos y jugar a ser un caballero, sutil agonía la suya, haciendo equilibrios de una cuerda floja social a otra. La reputación de Zorah, su estilo de vida, pendía de un hilo; y con seguridad también la reputación de Rathbone. En cierto sentido, el honor de Monk también estaba en tela de juicio. Se había comprometido a ayudar. El hecho de que el caso fuera prácticamente irresoluble era irrelevante. Cabía la posibilidad de que el príncipe Friedrich hubiese sido asesinado, quizá no por su viuda sino por una de las personas que charlaba y reía alrededor de aquella espléndida mesa, o se llevaba una copa de vino a los labios mientras los diamantes centelleaban a la luz de las velas.
Terminaron los espárragos y llegó el plato de caza, a escoger entre codorniz, urogallo, perdiz o gallos lira; y, por supuesto, trajeron más vino. Monk no había visto tanta comida en toda su vida.
La conversación discurría a su alrededor. Charlaban de moda, de teatro, de reuniones sociales en las que habían visto a tal persona o a tal otra, de quién iba acompañado de quién, de posibles matrimonios futuros. A Monk le parecía que cada una de las familias importantes debía de estar emparentada con todas las demás mediante ramificaciones demasiado complicadas para ser desentrañadas. A medida que avanzaba la velada, se sentía más excluido. Tal vez debería haber aceptado la sugerencia de Rathbone, por repulsiva que pudiera parecer, y haber acudido como criado de Stephan. Habría herido su orgullo, pero a largo plazo habría resultado menos doloroso que ser tratado como una persona de inferior rango social aun fingiendo ser algo que no era, ¡como si ser aceptado le importase hasta el punto de verse obligado a mentir! La rabia que le provocaba ese pensamiento le encogía el estómago, provocando que, al sentarse de un modo rígido sobre la silla de madera tallada y tapicería de seda, le doliera la espalda.
– Dudo que nos inviten -afirmó Brigitte, compungida, a una sugerencia que había lanzado Klaus.
– ¿Y por qué no? -inquirió Klaus. Parecía molesto-. Yo siempre voy. ¡He estado allí cada año desde 1853!
Evelyn alzó la mano para sofocar una sonrisa; tenía los ojos muy abiertos.
– ¡Oh, cariño! ¿De verdad crees que eso importa tanto? ¿Seremos ahora todos personas non gratas? Lo encuentro de lo más ridículo. No tiene nada que ver con nosotros.
– Tiene todo que ver -dijo Rolf con rotundidad-. Se trata de nuestra familia real, y nosotros, en concreto, estábamos allí cuando sucedió.
– ¡Nadie cree a esa dichosa mujer! -exclamó Klaus, su duro rostro mostraba señales de ira-. Como de costumbre, no ha hecho más que hablar a gritos para llamar la atención a cualquier precio, y seguro que también para vengarse de que Friedrich la rechazara hace doce años. Esa mujer está loca… Siempre lo ha estado.
Monk se dio cuenta, lo que acrecentó su interés, de que hablaban de Zorah y del efecto que su acusación había tenido en la vida social de todos ellos. Era un aspecto en el que no había pensado, algo particularmente repugnante. Pero no debía perder la oportunidad de aprovecharlo.
– Seguro que todo queda olvidado en cuando se vea el caso -comentó, fingiendo inocencia.
– Depende de lo que diga esa retorcida mujer -contestó Klaus con acritud-. Siempre hay alguien lo bastante imbécil como para repetir un chisme, por necio que sea.
Monk se preguntó por qué a Klaus le importaba tanto lo que pensara alguien a quien tenía en tan poca consideración, aunque ahora era el momento de plantear preguntas más provechosas.
– ¿Qué podría decir ella que alguien en su sano juicio creyera? -preguntó, con el mismo aire compasivo.
– Seguro que ya ha oído los chismes. -Evelyn lo miraba con los ojos muy abiertos-. Pero si todo el mundo habla de ello. Ha llegado a acusar a la princesa Gisela de haber matado al pobre Friedrich… ¡Intencionadamente! ¡Como si fuera capaz de algo así! Se adoraban. El mundo entero lo sabe.
– Habría tenido más sentido que alguien matara a Gisela -dijo Rolf con una mueca-. Eso sí lo creería.
Monk no tuvo que fingir interés. -¿Por qué?
Todos los integrantes de la mesa se volvieron para mirarlo y se dio cuenta con rabia de que había sido ingenuo y demasiado brusco. Pero era tarde para echarse atrás. Si añadía algo sólo conseguiría empeorar la situación.
No fue Rolf quien contestó, sino Evelyn.
– Bueno, ella es muy lista, tiene encanto. Eclipsa un poco a los demás. No sería fácil imaginar que alguien hubiese sido objeto de sus burlas y se hubiese sentido tan furioso, y quizá humillado, que podría haber perdido los nervios y haberle deseado algún mal. -Sonrió al decirlo, privando a la frase de toda malevolencia.
Era una imagen de Gisela que Monk aún no había tenido oportunidad de considerar: un ingenio no sólo divertido, sino también cruel. Quizá no debería sorprenderle. Esa gente tenía poco que temer, no estaban obligados a vigilar lo que decían o si, llegado el caso, podían ofender a alguien, no como el resto de personas que él conocía. Durante un fugaz instante se preguntó en qué medida los buenos modales eran un tipo de protección personal y en qué medida se trataba del genuino deseo de agradar a los demás. Sólo podía saberse en aquéllos que no tenían nada que temer.
Dirigió la mirada del encantador rostro de Evelyn al de lady Wellborough, luego a Klaus y después a Rolf.
– De cualquier forma, ¿si se llega a juicio, será fácil demostrar lo que sucedió? -preguntó con gentileza-. Los que estuvieron aquí pueden testificar y, estando todos de acuerdo, se demostrará que es una embustera, o algo peor.
– Antes tendremos que ver si estamos todos de acuerdo -intervino Stephan, con la sonrisa torcida y la mirada grave-. A fin de cuentas, sabemos más o menos qué sucedió. Sólo tendremos que aclarar lo que desconocemos para no contradecirnos unos a otros.
– ¿Qué demonios quieres decir? -preguntó lord Wellborough, con un gesto que hizo desaparecer sus finos labios-. Por supuesto que sabemos qué sucedió. El príncipe Friedrich murió a causa de las heridas. -Lo dijo como si las palabras le hicieran daño. Monk se preguntó si el dolor procedía del afecto que había sentido por Friedrich o de la mácula que la muerte de éste suponía en su reputación como anfitrión.
Monk soltó la cuchara y se olvidó de la confitura de nectarina.
– Imagino que exigirán mucho más. Querrán saber qué paso en cada instante, quién tenía acceso a las habitaciones donde estaba el príncipe Friedrich, quién le preparaba la comida, quién se la subía, quién entraba y salía a cada momento.
– ¿Para qué? -preguntó Evelyn-. ¿No pensarán que alguno de nosotros le hizo daño, verdad? No pueden pensar eso. ¿Por qué? ¿Por qué habríamos de hacerlo? Éramos sus amigos. Lo fuimos durante años.
– Los asesinatos que se cometen en casa suelen estar protagonizados por miembros de la familia del difunto… o por los amigos -respondió Monk.
Una mirada de profundo desagrado asomó en el rostro de Rolf.
– Posiblemente. Es algo de lo que, gracias a Dios, no entiendo demasiado. Supongo que Gisela contratará al mejor abogado disponible, a uno de categoría superior. Y llevará el caso del modo más adecuado para evitar cualquier escándalo que no sea ya inevitable. -Dirigió a Monk una fría mirada-. ¿Sería tan amable de pasarme el queso, señor?
Rolf ya tenía una tabla con siete tipos diferentes de queso frente a él. Así pues, estaba muy claro lo que pretendía decir. Comieron los postres sin volver a mencionar el tema, helado de tres sabores y almíbar de frambuesa, y después la fruta: piñas, fresas, albaricoques, cerezas y melones.
Monk no durmió bien, a pesar del trayecto en tren, que había sido agotador, de la prueba de resistencia que supuso la larga velada en la mesa, seguida de la charla en el salón de fumadores y, por último, de la excepcional cama con dosel, cojines y edredón de plumón. Cuando el criado de Stephan entró por la mañana para informarle de que el baño estaba listo y la ropa preparada, se despertó con una desagradable sacudida.
El desayuno era algo excesivo, aunque informal. Todos entraban y salían cuando querían, picando algo del aparador repleto de hornillos en los que se mantenían calientes los huevos, la carne, la verdura y diversos bollos y panecillos. Sobre la mesa había teteras que eran renovadas cada poco, platos con mermelada, mantequilla, fruta fresca y también dulces.
Los únicos comensales presentes cuando Monk llegó eran Stephan, Florent y lord Wellborough. La conversación entre ellos fue poco relevante. Cuando terminaron, Stephan se ofreció a enseñarle a Monk los terrenos de la propiedad más cercanos a la casa, y Monk aceptó con celeridad.
– ¿Qué va a hacer para ayudar a Zorah? -preguntó Stephan mientras conducía a Monk a través del invernadero y le señalaba algunos árboles-. Todos estuvimos aquí después de la caída de Friedrich, pero él no salió de sus habitaciones y Gisela no permitía que lo visitase nadie excepto Rolf, e incluso él entró sólo dos veces, que yo sepa. Pero cualquiera podría haber ido a la cocina o abordado en las escaleras al criado que subía la bandeja.
– ¿Por eso piensa que fue Gisela? -preguntó Monk.
Stephan parecía realmente sorprendido por la pregunta.
– No, claro que no. ¡Sólo demostrar que fue asesinado es ya cosa del demonio! Creo que fue Gisela porque lo dice Zorah. Y tiene toda la razón al decir que él siempre creyó que podría regresar, y Gisela sabía que, de ser así, no volvería con ella.
– No resulta muy convincente -observó Monk.
Pasearon por los alrededores del invernadero y por una senda que se extendía entre graciosos setos de carpes muy bien recortados. Al final del camino, a unos cuarenta metros, había una urna de piedra en la que destacaba el llamativo color escarlata de los últimos geranios, y detrás un oscuro seto de tejos.
– Ya lo sé -dijo Stephan con una repentina sonrisa-. Pero si conociera a esa gente, le encontraría sentido. Si hubiese visto a Gisela…
– Cuénteme qué sucedió el día anterior al accidente -se apresuró a decir Monk-. O, si lo prefiere, el día que recuerde con mayor detalle, aunque fuese de la semana anterior.
Stephan pensó durante varios minutos antes de empezar. Caminaban despacio a lo largo de la senda hacia la urna y los tejos, después torcieron a la izquierda para tomar una avenida de olmos que se extendía casi un kilómetro.
– El desayuno siempre transcurría de un modo más o menos similar -dijo, arrugando la frente para concentrarse mejor-. Gisela no había bajado ese día. Desayunó en su habitación, y Friedrich con ella. Solían hacerlo. Era uno de los rituales del día. Creo que, en realidad, a él le gustaba ver cómo ella se vestía. No importaba la época del año, siempre estaba espléndida. Tiene un talento especial para arreglarse.
Monk no hizo ningún comentario al respecto.
– ¿Qué hicieron después los demás? -preguntó ralentizando un poco el paso.
Stephan sonrió.
– Florent coqueteaba con Zorah… en el invernadero, creo. Brigitte se fue a pasear sola. Wellborough y Rolf hablaban de negocios en la biblioteca. Lady Wellborough se ocupaba de algo dentro de la casa. Yo pasé la mañana jugando al golf con Friedrich y Klaus. Gisela y Evelyn pasearon más o menos por donde estamos ahora, y, al parecer, discutieron. Regresaron por separado, las dos muy enfadadas.
Se alejaban de la casa, todavía bajo los olmos. Pasó un jardinero empujando una carretilla. Se levantó la gorra en señal de respeto y farfulló algo. Stephan lo saludó con un gesto. Monk se sintió maleducado, pero no quería diferenciarse al hablarle a aquel hombre. No se esperaba que lo hiciera.
– ¿Y por la tarde? -inquirió.
– Bueno, comimos bastante temprano y luego desaparecimos para planear la velada, porque iba a haber una fiesta, una especie de teatro. A Gisela se le da tremendamente bien, iba a interpretar a la protagonista.
– ¿Acostumbraba Gisela a representar papeles teatrales?
– Sí. Solía hacerlo. Uno de sus grandes dones es su absoluta capacidad para divertirse, y hacerlo de tal manera que todos los que la rodean se diviertan también. Puede ser muy impulsiva, tener las ideas más disparatadas y llevarlas a cabo sin miramientos, sin armar ningún jaleo ni agobiarse con los preparativos; lo cual acabaría con la diversión. Es la persona más espontánea que jamás he conocido. Creo que, acostumbrado a la rígida formalidad de la corte, donde todo está planeado con semanas de antelación y todo el mundo sigue las reglas al pie de la letra, eso fue lo que tanto fascinó a Friedrich de Gisela. Era como un viento estival en una casa que hubiera estado cerrada durante siglos.
– A usted le gusta -observó Monk. Stephan sonrió.
– Yo no diría que me gusta, pero me fascinan ella y el efecto que tiene sobre la gente. -¿Qué es…?
Stephan lo miró con un brillo en los ojos.
– Variado -repuso-. Aunque nunca provoca indiferencia.
– ¿Y Evelyn y Zorah? -preguntó Monk-. ¿Cómo tomaron lo de interpretar papeles secundarios respecto al protagonismo de Gisela?
La expresión de Stephan era difícil de interpretar.
– Evelyn sabe hacer el papel de ingenua, incluso el de niño, bastante bien, y es lo que hizo en esa ocasión. Estaba cautivadora. Consiguió parecerse a un chico y ser a la vez inconfundiblemente femenina, incluso con el disfraz de hombre.
– No imagino a Zorah en ese papel -admitió Monk, mirando a Stephan de reojo.
El barón vaciló antes de responder. Habían dado unos cuantos pasos a lo largo del camino cuando habló de nuevo.
– No. Le dieron el papel de una amiga leal portadora de los mensajes que conformaban gran parte del argumento.
Monk permaneció en silencio, pero Stephan no añadió nada.
– ¿Quién era el protagonista masculino?
– Florent, por supuesto.
– ¿Y el malvado?
– Oh, era yo. -Se rió-. La verdad es que me divertí bastante. Otras personas que no conoce interpretaron papeles menores. Brigitte hizo uno de ellos, la madre de alguien, creo.
Monk se estremeció. Tal vez Stephan no había tenido la intención de ser cruel, pero él lo percibió así.
– ¿Tuvo éxito?
– Muchísimo. Gisela estuvo muy bien. Se inventó unas cuantas mientras representaba. Aunque a los demás nos resultaba difícil seguirla, su improvisación fue tan ingeniosa que a nadie le importó. El público aplaudió a rabiar. Y Florent también estuvo bien. Parecía saber de forma instintiva qué decir o hacer para parecer natural.
– ¿Y Zorah?
La expresión de Stephan cambió, la diversión se esfumó y sólo quedó tristeza.
– Me temo que ella no lo pasó tan bien. Fue el blanco de unos cuantos comentarios chistosos de Gisela. Friedrich estaba encantado, apenas apartó la vista de su mujer, y Zorah fue lo bastante sensata como para no mostrar sus sentimientos.
– Pero estaba enfadada.
– Sí. Aunque llevó a cabo su venganza al día siguiente. -Subieron una docena de peldaños de piedra hasta un paseo cubierto de hierba a la sombra de los olmos-. Salieron todos a montar -continuó-. Gisela iba en el calesín. No monta muy bien, ni le importa. Zorah es toda una amazona. Retó a Florent a que la siguiera por un terreno muy agreste, dejaron atrás a Gisela en el calesín y tuvo que regresar sola a casa. Zorah y Forent volvieron una hora después, exaltados y riendo, él la rodeaba con el brazo. Era evidente que se lo habían pasado en grande. -Se rió, los ojos le brillaban-. Gisela estaba furiosa.
– Pensaba que estaba muy unida a Friedrich. -Monk lo miró, inquieto-. ¿Por qué habría de importarle que Zorah fuese a montar con Florent?
A Stephan le hizo muchísima gracia esta pregunta.
– ¡No sea ingenuo! -exclamó-. Claro que estaba muy unida a Friedrich, pero le encantaba tener admiradores. Que todos los hombres la admiraran formaba parte de su papel de gran amante. Ella es la mujer por la que un príncipe renunció al trono: siempre estupenda, siempre deseable, siempre completamente feliz. Tenía que ser el centro de la fiesta, la más seductora, la que podía hacer que todo el mundo se riera de lo que ella quisiera. Aquella noche estuvo de lo más ingeniosa en la cena, pero Zorah fue igual de rápida. Durante la cena, la mesa se convirtió en un campo de batalla.
– ¿Fue desagradable? -preguntó Monk, intentando visualizar esa velada y juzgar las emociones subyacentes. ¿Era su odio tan grande como para arrastrar a Zorah a inventar esa acusación, o para cegarla incluso ante la verdad y hacer que prefiriese creer una mentira? ¿Se trababa sólo de vanidad herida, de una batalla por la fama y el amor?
Stephan se detuvo y permaneció inmóvil en mitad del camino, miró a Monk con atención durante un momento antes de contestar.
– Sí -dijo finalmente-. Creo que, en cierto sentido, siempre ha sido desagradable. Aunque no estoy del todo seguro. Quizá no comprendo a las personas tan bien como creía. Yo no podría hablarle a nadie que me gustara como lo hizo ella, pero tampoco creo saber con certeza lo que sentían. – El viento soplaba en su cara, le alborotaba el pelo. Las nubes cubrían el cielo por el oeste-. Zorah siempre pensó que Gisela era egoísta -prosiguió-. Una mujer que se había casado por la posición y a la que luego le negaron la gloria definitiva. La mayoría de la gente pensaba que se había casado por amor y que no le importaba nada más. Todos habrían pensado que Zorah era una simple envidiosa si hubiera expresado su opinión, pero fue bastante sensata y nunca dijo nada. Nunca podrían haber sido amigas, eran polos completamente opuestos.
– ¿Pero usted cree en Zorah?
– Creo en su honestidad. -Vaciló-. No estoy plenamente convencido de que tenga razón.
– ¿Y aún así se arriesga de este modo para ayudarme a defenderla?
Stephan se encogió de hombros y lanzó una repentina y brillante sonrisa.
– Me gusta… Me gusta mucho. Y sí, pienso que el pobre Friedrich pudo haber sido asesinado y, en tal caso, debería hacerse público. No se puede matar a un príncipe y que el crimen quede impune. Aún le guardo esa lealtad a mi país.
Monk escuchó una versión muy diferente de los hechos después de pasar una deliciosa tarde con Evelyn en el jardín de los rosales, florecidos por segunda vez. El jardín se encontraba protegido de la leve brisa, y en el aire calmo se apreciaba un perfume intenso y dulce. Los rosales trepadores estaban dispuestos en columnas que se unían formando arcos, y los arbustos, de metro o metro y medio de altura, conformaban volúmenes espesos a ambos lados de las sendas cubiertas de césped. El enorme miriñaque de Evelyn rozaba el espliego de los bordes de los arriates, perturbando su aroma. Los dos paseantes estaban rodeados de color y perfume.
– Lo que está haciendo Zorah no tiene nombre -dijo Evelyn, con los ojos muy abiertos y creciente indignación, como si aún le sorprendiera-. Siempre ha sido muy suya, pero esto es increíble, incluso tratándose de ella.
Monk le ofreció su brazo para subir un tramo de escaleras de piedra y Evelyn lo aceptó con toda naturalidad. Tenía unas manos pequeñas y muy bonitas. Él se sorprendió de lo mucho que lo complacía sentir su ligero roce en la manga.
– ¿Lo es? -preguntó Monk-. ¿Por qué increíble razón cree usted que habrá dicho algo tan raro? ¿No puede creer que sea cierto, verdad? Quiero decir, ¿hay pruebas que lo refutan por completo, no es así?
– Por supuesto que las hay -dijo ella riendo-. Para empezar, ¿qué motivo tendría Gisela para hacerlo? Por decirlo llanamente: casada con Friedrich, Gisela disponía de riqueza, rango y un atractivo extraordinario. Como su viuda, ha perdido el rango, Felzburgo no le hará concesiones, e incluso la riqueza se le agotará muy pronto si continúa con la vida a la que está acostumbrada… y créame que le gusta muchísimo ese tipo de vida. Él se gastó una fortuna en joyas y vestidos, carruajes, el palacio de Venecia, fiestas, viajes a donde ella quisiera. Hay que reconocer que sólo viajaban por Europa, no como Zorah, que ha ido a los lugares más extraños. -Paró frente a una enorme rosa color burdeos y levantó la vista para mirar a Monk-. Vamos, ¿por qué desearía una mujer ir a Sudamérica? ¿O a Turquía, o a remontar el Nilo, o a China? No es de extrañar que no se haya casado. ¿Quién la querría? Nunca está aquí. -Rió con alborozo-. Cualquier hombre respetable quiere una mujer que sepa cómo comportarse, no una que monta a horcajadas y duerme en tiendas de campaña y puede conversar (y de hecho lo hace) con hombres de todas las profesiones y condiciones sociales.
Monk sabía que lo que decía Evelyn era cierto, tampoco él querría a semejante mujer como esposa. Zorah se parecía demasiado a Hester Latterly, también franca y aferrada a sus ideas. No obstante, era valiente, y extraordinariamente interesante como amiga, cuando no algo más.
– ¿Y Gisela es diferente? -preguntó.
– Desde luego. -Evelyn parecía encontrar gracioso ese comentario. Su voz escondía una risa velada-. Le encantan los lujos de la vida civilizada, y puede entretener a quien le plazca con su ingenio. Tiene el don de hacer que todo parezca sofisticado e inmensamente divertido. Es una de esas personas que, cuando te escucha, te hace sentir que eres la persona más interesante que ha conocido jamás y que gozas de toda su atención. Tiene talento para eso.
Un talento muy halagador, pensó Monk en una oleada dé gratitud… y de repentino temor. Un arte poderoso, y quizá también peligroso.
Llegaron a un arco formado por rosas blancas que habían tardado en florecer y ella se acercó un poco a él para poder traspasarlo juntos.
– ¿A Friedrich nunca le importó que Gisela recibiese tanta atención por parte de los demás? -preguntó Monk mientras cruzaban el arco de rosas y tomaban una senda entre arriates de lirios, de los que ya no quedaban más que verdes hojas como espadas, pues las flores se habían marchitado hacía tiempo.
Evelyn sonrió.
– Oh, sí, a veces. Se enfurruñaba. Pero ella siempre lo conquistaba otra vez. No tenía más que ser dulce con él y Friedrich lo olvidaba todo. Estaba muy enamorado de ella, incluso después de doce años. La adoraba. Siempre sabía dónde encontrarla en una sala, por mucha gente que hubiera. -Volvió la vista sobre las verdes hojas de lirio hacia el arco de rosas blancas, la expresión de su mirada era brillante y lejana; Monk no podía imaginar lo que se escondía tras ella.
– Siempre vestía de forma maravillosa -continuó Evelyn-. Me encantaba observar su vestuario. Debía de costar una fortuna, pero Friedrich estaba muy orgulloso de ella. Cualquier cosa que ella vistiera una semana, se ponía de moda a la siguiente. Todo le quedaba bien siempre. Eso es algo maravilloso, ¿sabe? Muy femenino.
Miró el vestido marrón y dorado de Evelyn, la enorme falda y el delicado corpiño con finos encajes color crema en el busto, cintura acabada en pico y mangas abullonadas. Evelyn no tenía motivo para envidiarle ese don a Gisela. Sin querer, le devolvió la sonrisa.
Tal vez ella leyó en sus ojos, porque parpadeó y bajó la mirada, luego sonrió levemente y retomó la marcha. En su paso había una gracilidad que desvelaba satisfacción.
Monk la siguió y le preguntó más detalles acerca de las semanas que precedieron al accidente de Friedrich, incluso de los años de exilio en Venecia y de la vida en la corte antes de la llegada de Gisela. El cuadro que Evelyn trazó con sus palabras estaba lleno de color y variedad, pero también de estrictas formalidades y, en cuanto a la realeza, una intensa conciencia del deber. Al parecer, había más derroche de lo que Monk jamás hubiera imaginado, y mucho menos aun visto. Nadie que él conociera en Londres gastaba dinero de la manera que Evelyn describía como si nada, como si fuera algo corriente en la vida de todo el mundo.
A Monk le daba vueltas la cabeza. Por una parte, estaba deslumbrado y fascinado, por otra era amargamente consciente del hambre y de la humillación, de la dependencia, del miedo y la incomodidad física constantes de aquellos que trabajaban todo el santo día y aun así estaban siempre con el agua al cuello. Incluso era consciente en esos momentos, con disgusto, de los criados que había en aquella casa para satisfacer cualquier capricho de los invitados, quienes no hacían más que pasar de una diversión a otra, día y noche.
Y, sin embargo, si lugares como Wellborough Hall no existieran, se perdería muchísima belleza. Se preguntó quién era más feliz, si la estupenda baronesa que paseaba por los jardines coqueteando con él y le contaba historias de fiestas y máscaras y bailes que recordaba de las capitales europeas, o el jardinero que cincuenta metros más allá cortaba las rosas secas y trenzaba los tallos nuevos entre las rejas de la verja. ¿Quién de los dos contemplaba con más claridad las flores y disfrutaba más de ellas?
Aquella noche tampoco disfrutó de la cena, y su incomodidad se vio agravada cuando lord Wellborough le pidió con cortesía si le importaría disculparlos durante el resto de la velada. Se encontraban allí para discutir la delicada cuestión que Monk ya conocía y, dado que él no estaba involucrado, seguro que no se ofendería viéndose excluido de la conversación en aquella ocasión. En la biblioteca había un Armagnac decente, y unos puros holandeses bastante buenos…
Monk estaba furioso, pero se obligó a sonreír con tanta naturalidad y diplomacia como pudo. Había esperado poder estar presente cuando decidieran hablar del asunto, e incluso había inventado el pretexto de que, ya que aportaba una visión ajena, podría ayudarlos a cubrir cualquier eventualidad. Sin embargo, parecía natural que lo considerasen un invitado interesante pero también un intruso, y él no quería forzar las cosas. Estaba contento de que Stephan fuera a estar presente y pudiera después transmitirle cualquier cosa útil, aunque habría agradecido la oportunidad de preguntar él mismo.
Al día siguiente, no obstante, Monk tuvo ocasión de visitar a Gallagher, el médico que había atendido a Friedrich tras el accidente y hasta el momento de su muerte. Todos habían salido a cazar, pero Stephan se vio afectado por una ligera indisposición y le pidió a Monk que lo acompañase al médico. Tenía un problema en la muñeca e hizo que Monk lo llevara en el calesín.
– ¿Qué se dijo ayer por la noche? -preguntó Monk en cuanto salieron de la avenida y se encontraron ya en la carretera que llevaba a casa del médico. A pesar de los paseos con Stephan por los jardines de la casa, se alegraba de estar fuera expuesto al limpio aire otoñal.
– Voy a decepcionarle -dijo Stephan con pesar-. Resultó que yo había visto o recordaba más cosas que el resto, y algunos saben más hoy que ayer, gracias a mí.
Monk frunció el ceño.
– Bueno, hubiera sido extraño que no compartiera usted con ellos lo que recordaba, y al menos ahora sabemos lo que con toda probabilidad dirán si llega a producirse el juicio.
– Pero le parece que ha perdido una oportunidad -puntualizó Stephen.
Monk asintió, estaba demasiado enfadado para hablar. No le hablaría de eso a Rathbone.
El doctor Gallagher resultó ser un hombre afable, de unos cincuenta años, a quien no le molestó apartarse de sus libros para atender a dos caballeros de Wellborough Hall que reclamaban su asistencia.
– Desde luego -dijo con cortesía-, es una lástima, barón Von Emden. Deje que le eche un vistazo. La muñeca derecha, ¿verdad?
– Siento decepcionarlo, doctor. -Stephan sonrió y apoyó las manos en las caderas, demostrando que sus dos muñecas se encontraban en perfecto estado-. Se trata de un asunto bastante delicado. No quería que nadie se enterara. Espero que lo comprenda. El señor Monk -hizo un gesto en dirección al investigador, que se encontraba a su lado- intenta ayudarnos en este pésimo asunto de las acusaciones de la condesa Rostova.
Gallagher se quedó perplejo.
– Ah, ¿no se ha enterado? -Stephan compuso un gesto de desolación-. Me temo que se ha comportado de una forma bastante… extraordinaria. El asunto tendrá que ir a juicio.
– ¿Qué asunto?
– La muerte del príncipe Friedrich -intervino Monk-. Lamento decir que ha empezado a divulgar en sociedad la acusación de que no fue un accidente sino un caso de envenenamiento.
– ¿Qué? -Gallagher estaba horrorizado. Casi parecía incapaz de creer lo que acababa de escuchar-. ¿Qué quiere decir? No… no que… que yo…
– ¡No, por supuesto que no! -Se apresuró a decir Monk-. Nadie ha pensado semejante cosa. Es a la viuda, la princesa Gisela, a quien acusa.
– ¡Dios mío! Eso es espantoso. -Gallagher dio un paso atrás y casi se derrumbó en la silla que tenía detrás-. ¿En qué puedo ayudar?
Stephan estaba a punto de decir algo, pero Monk se le adelantó.
– Sin duda lo citarán para prestar declaración, a no ser que consigamos pruebas suficientes como para obligarle a retirar la acusación y ofrecer una disculpa completa. La mayor ayuda que puede ofrecernos sería contestar a todas nuestras preguntas con total sinceridad para que sepamos exactamente cuál es nuestra posición y, en el caso de que la condesa encuentre un abogado inteligente, qué es lo peor a lo que nos exponemos.
– Desde luego. Faltaría más. Cualquier cosa que yo pueda hacer… -Gallagher se llevó la mano a la frente-. ¡Pobre mujer! Perder el marido al que tanto quería y vérselas luego con una calumnia tan diabólica, y viniendo de alguien a quien creía su amiga. Pregunten todo lo que quieran.
Monk tomó asiento frente al doctor en una gastada silla de color marrón.
– Comprenderá que adoptaré la posición del abogado del diablo. Buscaré cualquier punto flaco, para saber cómo defenderlo llegado el caso.
– Por supuesto. Proceda -apuntó Gallagher, casi con entusiasmo.
Monk sintió un deje de remordimiento, aunque muy leve. Lo importante era la verdad.
– ¿Fue usted el único médico que atendió al príncipe Friedrich?
– Sí, desde el accidente hasta su muerte. -Su rostro empalideció con el recuerdo-. Yo… sinceramente creí que el pobre hombre se estaba recuperando. Parecía estar muchísimo mejor. No cabe duda de que padecía muchos dolores, pero es lo que sucede cuando se tienen huesos rotos. Ya le había bajado mucho la fiebre y había empezado a comer un poco.
– ¿Cómo se encontraba la última vez que lo vio con vida? -inquirió Monk-. ¿Antes de la recaída?
– Estaba sentado en la cama. -Gallagher estaba muy tenso-. Pareció alegrarse de verme. Lo recuerdo a la perfección. Era primavera, como ya sabrán, finales de primavera. El día era hermoso, la luz del sol entraba a raudales por las ventanas, en la sala había un jarrón con lirios de los valles blancos, sobre la cómoda. Su perfume llenaba la habitación. Eran las flores preferidas de la princesa. Me han dicho que desde ese día no las puede soportar. Pobre criatura. Lo idolatraba. No se apartó de su lado desde el momento en que lo llevaron a la casa. Deshecha, estaba deshecha. Aunque siempre en su sitio, a pesar de la angustia.
Respiró hondo y exhaló en silencio.
– Nada que ver con cuando murió -prosiguió Gallagher-. Entonces fue como si el mundo se hubiese acabado para ella. Estaba allí sentada, con la cara blanca, ni se movía ni hablaba. Ni siquiera parecía vernos.
– ¿De qué murió? -preguntó Monk con bastante tacto-. En términos médicos.
Gallagher abrió más los ojos.
– No le hice autopsia, señor. ¡Era un príncipe! Murió a consecuencia de las heridas de la caída. Se había roto varios huesos. Parecía que se recuperaba, pero no se puede observar el interior de un cuerpo con vida para saber qué otros daños puede haber, qué órganos pueden haberse perforado. Murió de una hemorragia interna. Eso es lo que todos los síntomas me hicieron creer. No lo esperaba, porque parecía encontrarse mejor, pero debía tratarse de la valentía de su ánimo, porque en realidad las heridas eran tan graves que el más ligero movimiento pudo haber reventado un vaso y causado la hemorragia mortal.
– ¿Los síntomas…? -le instó Monk. Cualquiera, o quienquiera, que fuese la causa, no podía evitar sentir lástima por el hombre cuya muerte estaba investigando de un modo tan aséptico. Todo lo que había oído acerca de él haría pensar que era un hombre valiente y de carácter, dispuesto a seguir los impulsos de su corazón y pagar el precio de ello sin protestar, un hombre capaz de un inmenso amor y sacrificio. Y al final, un hombre tal vez destrozado por el deber… o asesinado por ello.
– Temperatura baja -respondió Gallagher-. Sudoración. -Tragó saliva; tenía las manos rígidas sobre las rodillas-. Dolores en el abdomen, náuseas. Creo que ése fue el lugar de la hemorragia. A eso le siguieron desorientación, sensación de mareo, pérdida de sensibilidad en las extremidades, estado comatoso y, por último, la muerte. En concreto, paro cardíaco. Resumiendo, señor, los síntomas de una hemorragia interna.
– ¿Existe algún veneno que produzca esos mismos síntomas? -preguntó Monk con el ceño fruncido, como si no le gustara tener que preguntar algo así.
Gallagher se le quedó mirando.
Monk pensó en los tejos que había al final del seto de carpe, la urna de piedra recortándose contra su masa oscura. Todo el mundo sabía que las alargadas hojas del tejo eran muy venenosas. Todos los de la casa habían tenido acceso a ellas; sólo había que pasear por el jardín, la cosa más natural del mundo.
– ¿Existe alguno? -repitió.
Stephan cambió de postura.
– Sí, por supuesto. -A Gallagher le costaba hablar-. Hay miles de venenos. ¿Pero por qué horrible motivo iba a envenenar una mujer a su marido? ¡Carece de todo sentido!
– ¿Las hojas de tejo producirían esos mismos síntomas? -inquirió Monk.
Gallagher pensó en silencio durante tanto rato que Monk estuvo a punto de volver a preguntar.
– Sí -dijo al fin-. Producirían esos síntomas. -Tenía el semblante blanco.
– ¿Exactamente los mismos? -No podía dejarlo escapar.
– Bueno… -Gallagher vaciló, en su rostro se veía reflejada la desdicha-. Sí… No soy experto en esas cuestiones, pero de vez en cuando te encuentras con algún niño del pueblo que se ha metido hojas en la boca. Y se sabe que hay mujeres que… -se interrumpió un momento, luego continuó con tristeza- que lo han utilizado como método abortivo. Hace unos ocho años murió una joven en el pueblo de al lado.
Stephan volvió a cambiar de postura.
– Pero Gisela no salió de las habitaciones de Friedrich -observó el barón con serenidad-. Aun admitiendo que lo envenenaran, ella es casi la única persona de la casa que no pudo haberlo hecho. Y créame, si conociera a Gisela ni siquiera consideraría la posibilidad de que enviara a alguien a por el veneno. Nunca se pondría en manos de otra persona de una forma tan extrema.
– Es monstruoso -dijo Gallagher con tristeza-. Espero que hagan todo lo posible para combatir una sombra tan terrorífica y que, al menos, limpien el nombre de esa pobre mujer.
– Haremos cuanto esté en nuestra mano por descubrir la verdad… y demostrarla -prometió Monk con ambigüedad.
Gallagher no dudó de él ni por un instante. Se puso en pie y le dio la mano.
– Gracias, caballero. Me siento aliviado. Si hay algo más en lo que pueda ayudar, sólo tiene que decírmelo. Y usted también, desde luego, barón Von Emden. Que tengan un buen día, caballeros. Buenos días.
– Apenas nos ha servido de nada -dijo Stephan mientras subían al calesín y Monk tomaba las riendas-. Quizá fuera veneno de tejo… ¡Pero no pudo ser Gisela!
– Eso parece -convino Monk-. Me temo que aún nos queda un camino bastante largo por recorrer.