Rathbone alcanzó la carta que Simms le tendía y la abrió. Provenía de Venecia, tenía que ser de Monk. No era tan larga como había esperado.
Querido Rathbone,
Creo que he agotado las posibilidades de obtener más información en Italia. Todo el mundo habla bien de la devoción que se tenían Friedrich y Gisela, incluso los que no sentían mucho aprecio por ellos, o en especial por ella. Cuanto más examino las pruebas, menos motivos parece que tuviera para matarlo. Gisela podía perderlo todo. Y nadie cree que él la hubiera abandonado, ni siquiera para regresar a su país y liderar la lucha por la independencia.
Sin embargo, sí parece posible que otras personas desearan su muerte por motivos políticos. Klaus von Seidlitz es un candidato evidente, ya que, al parecer, tiene intereses personales y económicos en la unificación, los cuales podrían haberse visto amenazados con el retorno de Friedrich. No obstante, repito, nadie cree que hubiese regresado sin Gisela, y la reina no la habría aceptado, ni siquiera para salvaguardar la independencia de su país. Me gustaría saber por qué cultiva la reina un odio tan acérrimo por Gisela después de más de una década. Me han dicho que no es propio de ella dejar que las emociones personales interfieran en su devoción por el deber y el patriotismo.
Me dirijo ahora a Felzburgo para ver qué más puedo averiguar. Tal vez todo dependa de si existió realmente una conspiración para traer a Friedrich de vuelta. Naturalmente, te haré saber todo cuanto descubra, ya sea en beneficio de Zorah o no. Por el momento, me temo que tal vez no le esté haciendo ningún buen servicio.
Lo que me han explicado no habla muy favorablemente de ella. Creo que si la convencieras para que retirase la acusación sería el mayor servicio que podrías hacerle como consejero legal. Si Friedrich fue asesinado, lo cual es posible, diferentes personas pudieron llevar a cabo el crimen, pero entre ellas no se encuentra Gisela.
Te deseo suerte.
Monk
Rathbone lanzó una maldición y tiró la carta sobre el escritorio. Tal vez era una muestra de ingenuidad, pero había esperado que Monk descubriera algo que desvelara una nueva faceta de Gisela, quizá un amante, un hombre más joven, una breve obsesión que le hubiera hecho desear la libertad. O quizá que Friedrich había descubierto su indiscreción y había amenazado con hacerlo público y abandonarla.
Pero Monk tenía razón. Casi con total seguridad había sido un crimen político, si es que se trataba de un crimen, y la acusación de Zorah se fundamentaba más en los celos que en cualquier hecho concreto. El único consejo legal que podía ofrecerle con honestidad era que se retractara y se disculpara públicamente. Tal vez, si alegaba aflicción por la muerte de Friedrich y hondo penar por no poder verlo liderar la lucha por la independencia de su país, pudiese recibir algo de compasión judicial. La sentencia sería entonces moderada. Y aun así su imagen quedaría seriamente perjudicada.
– ¿Disculparme? -exclamó Zorah con incredulidad cuando Rathbone entró en la sala del exótico chal y el sofá rojo de piel-. ¡No pienso hacerlo! -El tiempo era mucho más frío que la primera vez que había estado allí, y en la chimenea crepitaba un enorme fuego, las llamas saltaban, lanzando una luz rojiza sobre las pieles de oso del suelo y dando a la sala un aspecto primitivo, curiosamente acogedor.
– No le queda otra opción sensata -dijo Rathbone con vehemencia-. No hemos encontrado prueba alguna que sustente su acusación. No tenemos más que suposiciones, que quizá sean ciertas, pero que no podemos probar y que, aunque pudiésemos, no supondrían defensa alguna.
– Entonces tendré que optar por la insensatez -contestó ella con rotundidad-. ¿Debo suponer que ésta es la forma que adopta usted para retirarse de mi caso? -Su mirada era directa y fría, con un deje de desafío e intensa decepción.
Rathbone estaba molesto, y para ser sincero, algo herido.
– Si supone eso, señora, se equivoca -espetó-. Es mi deber aconsejarla en función de los hechos, de mi meditada opinión y de lo que puede significar. Después seguiré sus instrucciones, siempre y cuando no requieran de mí que diga ni haga nada que vaya contra la ley.
– Qué terriblemente inglés. -En su rostro se mezclaban la risa y el desdén-. Debe sentirse de lo más seguro… y cómodo. Vive en el corazón de un imperio que se extiende por todo el mundo. -Estaba enfadada-. Nombre un continente, seguro que sus casacas rojas han luchado allí, transportados por la marina británica, sometiendo a los nativos y convirtiéndoles al cristianismo, quisieran ellos o no, y adiestrando a sus príncipes para que se comporten como caballeros ingleses.
Lo que decía era cierto, desconcertó a Rathbone y le hizo sentirse de pronto superficial, perturbado y bastante presuntuoso.
La voz de Zorah, profunda y ronca, estaba cargada de emoción.
– Han olvidado qué es sentir miedo -prosiguió Zorah-. Observar a sus vecinos y preguntarse cuándo van a acabar contigo. ¡Oh, ya sé que lo leen en los libros de historia! Leen acerca de Napoleón y el rey Felipe de España, y cómo estuvieron a punto de ser invadidos. ¡Pero les vencieron, sí! Los ingleses siempre vencen. -Tenía el cuerpo tenso bajo el vestido de seda, y la cara retorcida de rabia-. Bueno, nosotros no ganaremos, sir Oliver. Perderemos. Tal vez muy pronto o tal vez dentro de diez años, o incluso de veinte, pero al final perderemos. Lo único que podemos decidir es la forma de nuestra derrota, nada más. ¿Tiene la más mínima idea de lo que es eso? ¡Creo que no!
– Al contrario -dijo Rathbone con sarcasmo, a pesar de que sus palabras no eran más que una defensa contra su propia falta de juicio y su vulnerabilidad-. Me imagino muy bien la derrota, y estoy a punto de experimentarla en los tribunales. -Al decirlo sabía que su pequeña derrota personal no era comparable a la derrota de una nación, la pérdida de una identidad con siglos de antigüedad o del concepto de libertad, por ilusorio que éste fuera.
– ¡Se ha rendido! -exclamó Zorah entre sorprendida y desdeñosa.
A pesar de que Rathbone estaba resuelto a no dejar que lo provocara, la condesa consiguió hacerlo.
– Me he enfrentado a la realidad -rebatió Rathbone-. Es otra cara de la misma moneda. No tenemos alternativa. No puedo más que presentarle los hechos y ofrecerle la mejor opción posible; la decisión es cosa suya.
Zorah enarcó mucho las cejas.
– ¿Rendirme antes de la batalla o luchar hasta la posible derrota? Bonita ironía. Es exactamente el dilema al que se enfrenta mi país. Creo que yo no elegiría la asimilación para mi país, aunque no podamos ganar. En mi caso, escojo la guerra.
– Tampoco podemos ganar, condesa -dijo él, muy a su pesar. Detestaba tener que decírselo. Era obstinada, estúpida, arrogante y demasiado indulgente consigo misma, pero tenía valor y, a su manera, cierta clase de honor. Por encima de todo, se apasionaba por las cosas. Le harían daño, y saberlo le dolía.
– ¿Está diciendo que debería retirar la acusación, decir que mentí, y pedirle perdón a esa mujer? -inquirió.
– Al final se verá obligada a ello. ¿Prefiere hacerlo ahora, en privado, o en público, cuando se demuestre que es incapaz de probar la acusación?
– Nunca sería en privado -arguyó Zorah-. Gisela se aseguraría de que todo el mundo se enterase o de lo contrario no tendría sentido. No es que me importe. No me retractaré de nada. Ella lo asesinó. El hecho de que usted no pueda encontrar las pruebas no cambia nada.
Le enfurecía que cargara sobre él toda la responsabilidad.
– ¡Lo cambia todo ante la ley! -replicó Rathbone-. ¿Qué puedo decir para que lo entienda? -Oyó cómo crecía la desesperación en su voz-. Parece muy probable que podamos aportar pruebas a la teoría de que Friedrich fue asesinado. Los síntomas que padecía se acercaban más al envenenamiento con tejo que a una hemorragia interna. Incluso puede que consigamos la exhumación de su cadáver y una autopsia. -Vio con satisfacción la mueca de asco de Zorah-. Pero aunque eso nos dé la razón, Gisela es la persona que menos acceso tuvo a las hojas venenosas. No se apartó de su lado. ¡Por todos los Santos, condesa, si cree que lo asesinaron por algún motivo político, dígalo! ¡No sacrifique su reputación acusando a la única persona que no puede ser culpable sólo para hacer que la justicia se encargue del caso!
– ¿Y qué me sugiere? -preguntó Zorah con la voz tensa, quebrada a causa de la presión, del esfuerzo por no parecer alterada-. ¿Que acuse a Klaus von Seidlitz? ¡Él no es el culpable!
Aún estaba de pie, la luz del fuego se reflejaba roja en su falda. Fuera oscurecía.
– Sabe que no fue Klaus. No tiene pruebas de que fuera Gisela. -En su interior se abrió de pronto la esperanza-. Retire entonces la acusación, investigaremos hasta que encontremos pruebas suficientes ¡e iremos con ellas a la policía! ¡Diga la verdad! Diga que cree que lo asesinaron pero que no sabe quién lo hizo. Que nombró a Gisela sólo para hacer que alguien la escuchara e investigase. Pídale disculpas. Diga que ahora se da cuenta de que se equivocaba al sospechar de ella y que espera que perdone su error de juicio y se una a nosotros para descubrir la verdad. No podrá negarse. De otro modo daría la impresión de estar involucrada. Yo redactaré su declaración.
– ¡No lo hará! -dijo llena de furia, la mirada candente y obcecada-. Iremos a juicio.
– ¡Pero no hay razón para ello! -¿Por qué era tan obtusa aquella mujer? ¡Iba a causarse a sí misma un daño innecesario!-. Monk investigará cuanto pueda…
– ¡Bien! -Dio media vuelta y miró hacia la ventana-. Entonces que continúe hasta que lleguemos a los tribunales, y así podrá testificar a mi favor.
– Quizá no haya tiempo.
– ¡Pues dígale que se apresure!
– Retire la acusación contra Gisela. Así el juicio no tendrá lugar. Podrá reclamar daños y perjuicios, pero puedo recurrir a su favor para que…
Se volvió de golpe para fulminarlo con la mirada.
– ¿Se niega a seguir mis instrucciones, sir Oliver? Esa es la palabra adecuada, ¿verdad? Instrucciones.
– Intento aconsejarla… -dijo él con desesperación.
– Ya he escuchado su consejo y lo he rechazado -le interrumpió-. Parece que no puedo hacerle comprender que estoy convencida de que Gisela mató a Friedrich y de que no voy a acusar a nadie más. Un truco, añadiré, que no creo que funcionase.
– Pero ella no lo mató. -Su voz sonaba más fuerte y más estridente de lo que le hubiera gustado, pero Zorah le estaba poniendo a prueba hasta la exasperación-¡No se puede demostrar algo que no es verdad! Y yo no participaré en el intento.
– Yo creo que es verdad -dijo ella, inflexible, la cara tensa, el cuerpo rígido-. Y usted no es juez, además de abogado, ¿verdad?
Rathbone respiró hondo.
– Mi obligación es decirle la verdad. Y la cuestión es que si realmente asesinaron a Friedrich mediante el empleo de hojas de tejo, Gisela es la única persona que tiene coartada y tiene testigos. No pudo haberlo matado.
Zorah le miró con actitud desafiante, la barbilla alta y los ojos muy abiertos. Pero no tenía respuesta para tanto razonamiento lógico. La había vencido, y tenía que reconocerlo.
– Si desea que lo exima del caso, sir Oliver, lo eximo. No tiene por qué considerar que ha mancillado su honor. Al parecer, le he exigido más de lo que es justo.
Sintió un alivio enorme, y se avergonzó por ello.
– ¿Qué hará? -preguntó Rathbone con gentileza, la tensión y la sensación de fatalidad le abandonaban, pero en su lugar quedaba el susurro del fracaso y la soledad, como si hubiera perdido una gran oportunidad.
– Si entiende la situación tal como ha dicho, no cabe duda de que cualquier otro abogado de igual talento y honor la enfocará de igual mismo modo -respondió ella-. Me darán el mismo consejo que usted. Y entonces me veré obligada a responderles como le he respondido a usted, y no habré ganado nada. Sólo existe una persona que cree en la necesidad de seguir adelante con el caso.
– ¿De quién se trata? -Rathbone estaba sorprendido. No podía imaginar a nadie.
– De mí, por supuesto.
– ¡No puede representarse a sí misma! -protestó.
– No hay otra alternativa que esté dispuesta a aceptar. -Lo miraba con una ligera sonrisa, una mezcla de ironía y diversión, aunque, bajo la superficie, también había miedo.
– En tal caso continuaré representándola, a no ser que prefiera que no lo haga. -Se horrorizó al escuchar su propia voz. Fue hasta cierto punto impetuoso. Pero de ningún modo podía abandonarla a su destino, por mucho que ella misma lo estuviera provocando.
Zorah sonrió compungida y llena de gratitud.
– Gracias, sir Oliver.
– Ha sido muy poco sensato -dijo Henry Rathbone con gravedad. Estaba apoyado sobre la repisa de la chimenea en la sala de estar de su casa. Las cristaleras ya no estaban abiertas y en el hogar ardía un brioso fuego. Parecía apesadumbrado. Oliver acababa de comunicarle su decisión de defender a Zorah a pesar de que ésta se negaba en redondo a retirar la acusación y a hacer cualquier tipo de concesión al sentido común, ni siquiera en lo tocante a su propia supervivencia social y, posiblemente, también económica.
Oliver no quiso repetir los detalles de la discusión. Al mirar atrás, constataba que se había precipitado, que se había dejado guiar por los sentimientos más que por la inteligencia, un error que él acostumbraba a condenar en los demás.
– No veo ninguna otra alternativa honrosa -dijo Oliver con obcecación-. No puedo abandonarla sin más. Se ha situado en una posición muy vulnerable.
– Y tú con ella -añadió Henry. Suspiró y se alejó del fuego, donde empezaba a sentirse incómodo. Se sentó y sacó la pipa del bolsillo de su chaqueta. La golpeó contra la chimenea, limpió la cazoleta y volvió a llenarla de tabaco. Se la llevó a la boca y la encendió. Se apagó casi al instante, pero no pareció importarle.
– Debemos ver qué puede salvarse de la situación. -Miraba fijamente a su hijo-. Creo que no te das cuenta de lo intensos que son los sentimientos de la gente en este tipo de casos.
– ¿En las calumnias? -apuntó Oliver, sorprendido-. Lo dudo. Y si se demuestra que fue asesinado, al menos se verá hasta cierto punto justificada. -Estaba a gusto en su silla de siempre, al otro lado de la chimenea. Se hundió un poco más en ella-. Creo que ésa es la dirección que debo tomar: demostrar que hay pruebas suficientes para creer que se cometió un asesinato. Tal vez debido a la emoción, la sorpresa y el ultraje de saber que Friedrich fue asesinado, si bien por causas políticas, pasen por alto la acusación de Zorah contra Gisela. -Al decirlo le subió un poco el ánimo. Era el comienzo de un enfoque sensato en lugar del muro liso al que se había estado enfrentando hacía sólo unos minutos.
– No, no me refería a las calumnias -contestó Henry, sacándose la pipa de la boca pero sin molestarse en volverla a encender. La sostenía por la cazoleta y señalaba con ella al hablar-. Me refería a desafiar las ideas preconcebidas de la gente acerca de ciertos acontecimientos y personajes. Sus creencias, que se han convertido en su forma de ver el mundo así como el lugar que ocupan dentro de él. Si fuerzas a la gente a cambiar de opinión demasiado deprisa, no podrán reajustarlo todo y te culparán por su malestar, su confusión y por la sensación de pérdida de equilibrio que sentirán.
– Creo que estás exagerando el caso -dijo Oliver con firmeza-. Hay muy poca gente tan ingenua como para imaginar que las mujeres nunca matan a sus maridos, o que las pequeñas familias reales de Europa son tan diferentes al resto de nosotros, simples mortales. Al menos yo no tendré a muchos de ellos en el jurado. Serán, por definición, hombres de mundo. -Sonreía sin darse cuenta-. El jurado medio es un hombre con propiedades y experiencia, padre. Tal vez sea sobrio en apariencia, incluso presuntuoso en las formas, pero se hace pocas ilusiones en cuanto a la realidad de la vida, de la pasión, de la ambición y, a veces, incluso, de la violencia.
Henry suspiró.
– También es un hombre interesado en el orden social tal y como lo conocemos, Oliver. Respeta a sus superiores y aspira a ser como ellos, incluso a ser uno de ellos, si la fortuna se lo permitiese. No le gusta que pongan en tela de juicio la bondad y la decencia que conforman la estructura del orden que conoce y que le otorga su lugar y su valía, y que le asegura que sus inferiores le respetan de la misma manera.
– Por lo tanto, no le gustará el asesinato -razonó Oliver-. Y, en especial, no aceptará el asesinato de un príncipe. Querrá saber la verdad y aplicar la justicia.
Henry volvió a encender la pipa distraídamente. Arrugó la frente con preocupación.
– No le gustarán las mujeres que, como Zorah Rostova, desafían los convencionalismos al no casarse y viajar solas a todo tipo de países extranjeros. Mujeres que se visten de forma inapropiada, montan a caballo a horcajadas y fuman puros.
– ¿Cómo sabes que hace todo eso? -se asombró Oliver.
– Porque la gente empieza ya a hablar de ello. -Henry se inclinó hacia delante, la pipa se le apagó otra vez-. Por amor de Dios, los rumores se habrán extendido ya por Londres como hollín de chimenea en un día de vendaval. La gente creyó en la historia de amor de Friedrich y Gisela durante más de una década. No desean descubrir que les han engañado, y odiarán a quienquiera que intente demostrárselo.
Oliver sintió cómo desaparecía la anterior calidez del optimismo.
– Atacar a la realeza es algo muy peligroso -continuó Henry-. Ya sé que mucha gente lo hace, sobre todo en los diarios y los periódicos, y que siempre ha sido así, pero eso no les ha conllevado simpatías entre la clase de gente que a ti te interesa. Su Majestad acaba de reconocer tu servicio a la justicia. Eres caballero, y abogado de clase superior, no un panfletista político.
– Más razón aún para no dejar impune un asesinato -dijo Oliver con denuedo-, simplemente porque destaparlo no me reportaría la simpatía del pueblo. -Se había puesto en una situación en la que era imposible echarse atrás sin perder la dignidad. Y su padre no hacía más que empeorar el asunto. Dirigió la mirada al grave semblante del anciano y supo que su padre temía por él, luchaba por encontrar una salida y no lograba ver ninguna.
Oliver suspiró. Su enfado se esfumó y sólo le quedó el miedo.
– Monk va a ir a Felzburgo. Cree que tal vez fuera un asesinato político, quizá a manos de Klaus von Seidlitz, para evitar que Friedrich regresara a su país para liderar la lucha por la independencia, que con toda probabilidad desembocaría en una guerra.
– Entonces esperemos que traiga pruebas de ello -contestó Henry-. Y que Zorah se disculpe entonces, y puedas convencer al jurado para que sea benévolo con la sentencia que establezcan.
Oliver no contestó nada. El fuego se convirtió en un torbellino de chispas, y notó que tenía frío.
Hester ya estaba segura, no le quedaba esperanza alguna de que Robert Ollenheim volviera a caminar. El médico no se lo había dicho a Bernd y a Dagmar, pero no había discutido cuando Hester le puso a prueba en el breve momento en que estuvieron a solas.
Hester pretendía escapar un rato de la casa para organizar sus pensamientos antes de enfrentarse a unos padres que se verían impelidos a aceptar la verdad. Sabía que su dolor sería profundo, y se sentía incapaz de ayudar. Todas las palabras que se le ocurrían sonarían condescendientes, porque en el fondo nunca podría compartir su dolor. ¿Qué se le puede decir a una madre cuyo hijo no volverá a ponerse de pie, ni a caminar, ni a correr, no bailará nunca ni montará a caballo, ni siquiera podrá salir de su habitación sin ayuda? ¿Qué se le dice a un hombre cuyo hijo no seguirá sus pasos, nunca será independiente, nunca tendrá hijos con los que perpetuar el apellido y la familia?
Pidió permiso para salir alegando motivos personales y, como se lo concedieron de buen grado, subió a un coche de caballos en dirección al este, cruzando la ciudad, hasta Vere Street, y le preguntó a Simms si podía ver a sir Oliver, si disponía de unos minutos libres.
No tuvo que esperar mucho, en veinte minutos la hizo pasar. Rathbone estaba de pie en medio de la oficina. Había varios libros enormes abiertos sobre el escritorio, como si hubiese estado buscando alguna referencia. Parecía cansado. La tensión había dejado huellas alrededor de sus ojos y su boca. Rathbone había peinado mal su claro cabello, algo impropio de él. Su traje era tan inmaculado como de costumbre, de corte perfecto, pero él no caminaba tan erguido.
– Mi querida Hester, cómo me alegro de verte -dijo con un placer que a ella le sorprendió. Cerró el libro que sostenía en la mano y lo dejó en el escritorio junto a los demás-. ¿Cómo se encuentra tu paciente?
– Ha recuperado la salud -respondió, acercándose bastante a la verdad-. Pero me temo que no volverá a caminar. ¿Cómo va tu caso?
Su cara destilaba preocupación.
– ¡No volverá a caminar! Entonces su recuperación es sólo parcial.
– Me temo que así es. Pero, por favor, prefiero que no se lo digas a nadie. No podemos ayudar. ¿Qué tal va tu caso? ¿Has tenido noticias desde Venecia? ¿Ha descubierto Monk algo útil?
– Si lo ha hecho, me temo que se lo guarda para sí. -Le indicó la silla que tenía enfrente y luego se sentó en la esquina del escritorio dejando colgar un poco la pierna, como si estuviera demasiado inquieto para sentarse correctamente.
– ¿Pero ha escrito? -insistió ella.
– Tres cartas, y en ninguna me dice nada que pueda usar en los tribunales. Ahora irá a Felzburgo para ver qué puede averiguar allí.
No era sólo la completa falta de noticias fructíferas lo que le preocupaba, sino la inquietud en la mirada de Rathbone, el modo en que sus dedos jugaban con un fajo de papeles. No era propio de él toquetear las cosas sin sentido; seguro que ni siquiera se daba cuenta de que lo estaba haciendo. Hester se enfureció de pronto con Monk por no haber descubierto nada útil, por no estar ahí para compartir la preocupación y la creciente sensación de impotencia. Pero el pánico no serviría de nada. Debía mantener la tranquilidad y pensar de un modo racional.
– ¿Crees que la condesa Rostova ha sido sincera al realizar su acusación?
Rathbone vaciló sólo un instante.
– Sí, lo creo.
– ¿Podría estar en lo cierto y que Gisela hubiese matado a su marido?
– No. -Rathbone negó con la cabeza-. Es la única persona que no tuvo oportunidad de hacerlo. No se apartó de su marido después del accidente.
– ¿Ni un momento? -preguntó ella sorprendida.
– Al parecer, no. Estuvo cuidándolo. ¿Supongo que no se deja solo a un paciente grave?
– En ese caso, yo habría ordenado que hubiera alguien a su lado mientras yo dormía -contestó ella-. Y quizá habría bajado a la cocina a prepararle yo misma la comida o a hacer infusiones de hierbas para calmarlo. Hay muchas cosas que se pueden hacer para aliviar el dolor una vez que el enfermo está consciente.
Rathbone aún parecía dudar.
– Reina de los prados -se explayó Hester-. Las compresas son magníficas para aliviar el dolor y la hinchazón. La prímula también es buena. El romero levanta el ánimo. La canela y el jengibre van bien para el dolor de cabeza. Los baños de caléndula ayudan a que la piel cicatrice. La manzanilla es buena para los problemas de digestión y ayuda a dormir. Un poco de infusión de verbena para el estrés y la ansiedad, que también ella podría haber tomado. -Sonrió, mirándolo a la cara-. Y siempre está el vinagre de los cuatro ladrones contra la infección, que es el gran peligro cuando se sufren heridas.
Una sonrisa apenas esbozada asomó en el semblante de Rathbone.
– Tengo que preguntarlo -admitió-: ¿qué es el vinagre de los cuatro ladrones?
– Cuatro ladrones sanos fueron descubiertos durante una epidemia de peste -respondió Hester-. Les ofrecieron la libertad a cambio de la receta de su remedio.
– ¿Vinagre? -preguntó Rathbone con sorpresa.
– Ajo, espliego, romero, salvia y menta además de una cantidad específica de artemisa y ruda -respondió-. Tiene que medirse con mucha exactitud y hacerse de una forma especial, con vinagre de sidra. Unas pocas gotas bastan, diluidas en agua.
– Gracias -dijo él con gravedad-. Pero según la información de Monk, Gisela no salió de sus habitaciones para nada. Todos los preparados llegaban de la cocina y los subía el médico. Y es llevar las cosas al límite creer que podía tener con ella un preparado de tejo de antemano, ¡por si acaso lo necesitaba!
– Evidentemente, ya le has contado eso a la condesa, y le habrás aconsejado que retire la acusación y se disculpe. -No lo formuló en tono de pregunta, habría sido insultante. Además de la vulnerabilidad que Rathbone mostraba en aquellos momentos, Hester no se habría atrevido a insinuar que ella controlaba detalles de su profesión que él había descuidado. El equilibrio entre ambos era delicado, la menor torpeza podría romperlo.
– Sí. -Miraba sus dedos, no a ella-. Se niega a hacerlo -continuó antes de que pudiera preguntar-. Y yo no puedo abandonarla, a pesar de su necedad. Me he comprometido a hacer cuanto pueda para proteger sus intereses.
Hester vaciló un momento, temía preguntar algo para lo que Rathbone tal vez no tendría respuesta. Pero aunque no lo hiciera, estaba claro que pensaba en ello. Lo apreció en su mirada, directa y suave, expectante.
– ¿Qué puedes hacer? -dijo Hester pausadamente.
– No lo suficiente -contestó él con una sonrisa burlona.
– ¿Nada? -Tenía que presionarlo. Él esperaba que ella lo hiciera. A lo mejor necesitaba compartir el sentimiento de derrota. A veces el miedo expresado con palabras se hacía más llevadero. Lo había descubierto con los hombres en el campo de batalla. Cuanto más tiempo se callaban, más crecía su pánico. Encarándolo de frente, viendo sus proporciones definidas, podían reunir fuerzas para combatirlo. Lograban moderar la sensación de encontrarse sumidos en una pesadilla. Y la situación del abogado no podía ser tan horrible como lo era en primera línea de fuego. Aún recordaba con horror cómo los campos quedaban ensangrentados, así como la tristeza que había que olvidar si se pretendía vivir y ser útil a partir de entonces. Nada de aquel caso podía compararse con el pasado. Pero no podía decirle eso a Rathbone. Para él, ésa era su lucha y su desastre.
Rathbone ponía en orden sus pensamientos. Aún estaba sentado de lado sobre el borde del escritorio, pero había dejado de toquetear los papeles.
– Si podemos demostrar que fue un asesinato, tal vez logremos distraer la atención de la gente respecto al hecho de que Zorah acusara a la persona equivocada -dijo con calma-. No sé demasiado acerca de la princesa Gisela. Creo que debería enterarme de la relación que las unió en el pasado y de su situación financiera actual para determinar qué indemnización puede buscarse. -Rathbone se mordió el labio-. Si odia a Zorah tanto como Zorah la odia a ella, es muy probable que quiera arruinarla.
– Veré si puedo averiguar algo -dijo Hester con celeridad, contenta de tener la oportunidad de colaborar-. El barón y la baronesa Ollenheim las conocen bien a las dos. Si pregunto de la forma adecuada, tal vez la baronesa me explique bastantes cosas de Gisela. A fin de cuentas, es posible que Gisela no sienta ningún odio especial por Zorah. Ella ganó y, al parecer, con facilidad.
– ¿Ganó? -Rathbone torció el gesto.
– La batalla entre las dos -explicó Hester con impaciencia-. Zorah era amante de Friedrich antes de que apareciera Gisela. Al menos, una de ellas. Después de Gisela, él no volvió a mirar a ninguna más. Zorah tiene muchos motivos para odiar a Gisela. Gisela no tiene ninguno para odiarla a ella. Lo más probable es que esté tan destrozada por la muerte de Friedrich que no tenga interés alguno en vengar su calumnia. Una vez que se demuestre su inocencia, a lo mejor se contenta con retirarse de nuevo de la escena pública como una heroína, una heroína compasiva. La admirarán aún más por ello. La gente la adorará.
El interés creció en Rathbone. La luz volvió a sus ojos al comprender la idea.
– ¡Hester, eres excepcionalmente perceptiva! Si lograra convencer a Gisela de que la piedad serviría para su propio interés, que la presentaría como si fuera una heroína aún mayor, ¡tal vez fuera ésa nuestra solución! -Se levantó del escritorio y empezó a caminar de un lado a otro de la habitación, pero esta vez no a causa de la tensión sino de una energía nerviosa que aceleraba sus ideas-. Claro que no se lo comunicaré directamente. Tendré que insinuarlo en público, en los tribunales. Tengo que expresarme con cierto doble sentido.
Rathbone agitaba las manos, separadas para ilustrar su idea.
– Por un lado, debo hacer que la compasión parezca tan atrayente que Gisela se deje arrastrar hacia ella. Debo hacerle ver que siempre será recordada por su elegancia y su dignidad, por su piedad, las grandes cualidades de una mujer que harán que el mundo entero comprenda por qué Friedrich renunció a la corona por ella. Y por el otro, he de mostrarle lo feo que sería vengarse de una mujer que ya perdió ante ella en otra ocasión y a quien se le ha demostrado que estaba equivocada. Una mujer, Zorah, que, en el fondo, no es más que una leal patriota dispuesta a arriesgarlo todo por sacar a la luz el hecho de que Friedrich fue realmente asesinado y no falleció de muerte natural, como todo el mundo suponía.
Aceleraba el paso a medida que su cabeza enlazaba ideas.
– Y puedo mostrarle con mucha sutileza que el no estarle cuando menos agradecida por ello sugeriría para algunos que quizá hubiese preferido que el asesinato no hubiese salido a la luz pública. No podrá permitir que nadie piense eso. -Apretó el puño-. ¡Sí! Creo que por fin tenemos una estrategia. -Se detuvo frente a ella-. Gracias, cariño. -Su mirada era radiante y tierna-. Te estoy de lo más agradecido. Me has ayudado muchísimo.
Ella se ruborizó bajo la intensa mirada de Rathbone, sin saber de pronto cómo reaccionar. Debía tener en cuenta que aquello no era más que gratitud, que nada había cambiado entre ellos.
– Hester… Yo…
Llamaron a la puerta.
Simms asomó la cabeza.
– El mayor Barlett ha venido a verlo, sir Oliver. Lleva esperando casi diez minutos. ¿Qué le digo?
– Dile que necesito otros diez -contestó Rathbone-. No, no le digas eso. La señorita Latterly ya se va. Dile al mayor Barlett que siento haberlo hecho esperar, que acabo de recibir información urgente relativa a otro caso, pero que ahora ya estoy listo para atenderle.
– Bien, sir Oliver. -Simms se retiró con aspecto de haber recuperado la confianza. Era un hombre con un profundo respeto por las formas.
Hester sonrió, a pesar de un intrincado sentimiento, tanto de alivio como de decepción, la embargaba.
– Gracias por haberme recibido sin previo aviso -dijo Hester con seriedad-. Te haré saber todo lo que logre averiguar. -Y se volvió para marcharse.
Rathbone se adelantó para abrirle la puerta, estaba tan cerca de ella que podía oler los leves aromas de la lana y la ropa limpia, y sentir la calidez de su piel. Ella salió del despacho y él se volvió para hablar con el mayor Barlett.
Hester regresó a Hill Street resuelta a enfrentarse con la verdad acerca de Robert en cuanto se le presentara la oportunidad o, en caso de que no se presentara, provocarla.
No tuvo que esperar mucho tiempo. El médico acudió otra vez apenas entrada la tarde y, después de ver a Robert, pidió hablar a solas con Hester. En el segundo piso había una habitación disponible. La enfermera cerró la puerta.
El médico parecía preocupado, pero no esquivó su mirada ni intentó suavizar con falso optimismo la crudeza de lo que tenía que decirle.
– Me temo que no puedo hacer nada más por él -empezó, despacio-. Sería injustificado y, según mi opinión, incluso cruel, mantener viva cualquier esperanza realista de que vuelva a caminar, ni… -Esta vez sí que vaciló, intentando encontrar una forma delicada de expresar lo que quería decir.
Hester le ayudó.
– Lo comprendo. No será capaz de utilizar la mitad inferior del cuerpo. Sólo la musculatura automática de la digestión seguirá en uso.
– Me temo que ésa es la verdad. Lo siento.
A pesar de que lo suponía desde hacía tiempo, oírlo hizo que Hester se diera cuenta de que algo en su interior esperaba que su juicio fuera equivocado; esa esperanza murió en aquel mismo momento. Sintió que sobre sus hombros caía un peso, doloroso y duro. Fue como si la última luz se hubiera apagado.
El médico la miraba con gran ternura. Debía detestar las circunstancias tanto como ella.
Hester se obligó a levantar la cabeza un poco y a controlar la voz.
– Haré todo lo que pueda para ayudar a que todos lo acepten – prometió-. ¿Se lo ha dicho ya a la baronesa o prefiere que lo haga yo?
– Aún no se lo he dicho a nadie más. Me gustaría que estuviera usted presente cuando lo haga. A la baronesa le resultará muy duro.
– ¿Y Robert?
– No se lo he dicho, pero creo que ya lo sabe. Esa joven de la que habla, la señorita Stanhope, parece haberlo preparado hasta cierto punto. Aún así, oírlo de mi boca será distinto. Usted lo conoce mejor que yo. ¿Viniendo de quién le será menos difícil escucharlo?
– Depende de cómo reaccionen sus padres -contestó Hester, sin saber cuán real había sido su esperanza. Temía que Bernd se rebelase contra ello, y eso lo haría mucho más duro. Dagmar tendría que afrontar la realidad por los dos-. Quizá deberíamos dejar que escogieran ellos, a no ser que les resulte imposible.
– Muy bien. ¿Vamos abajo?
Bernd y Dagmar les esperaban en la enorme antesala de techos altos, de pie, juntos frente al fuego. No se tocaban, pero Bernd rodeó a su mujer con el brazo cuando Hester y el médico entraron. Los miró directamente, la esperanza y el miedo luchaban en sus miradas.
Dagmar los miró y le leyó el mensaje en su expresión. Tragó saliva.
– Es malo… ¿Verdad? -dijo con voz temblorosa.
Hester iba a decir que no era tan malo como podría haber sido, que no sufriría dolor, y luego se dio cuenta de que no podrían escuchar algo así. Para ellos, aquello era lo peor que podía imaginarse.
– Sí -contestó el médico por ella-. Me temo que no sería realista esperar que vuelva a caminar. Yo… Lo siento mucho. -Le flaquearon las fuerzas y no añadió las consecuencias que Hester había deducido. Tal vez vio en el semblante de Bernd que hubiera sido demasiado para poder soportarlo.
– ¿No se puede hacer nada? -preguntó el barón-. ¿Tal vez algún colega suyo? No es mi intención ofenderlo, ¿pero si quisiéramos una segunda opinión? ¿Un cirujano? Ahora que se puede anestesiar a un paciente para operarlo, seguro que también se podrá… arreglar lo que sea que esté roto. Yo… -se detuvo.
Dagmar se había acercado aun más a su esposo, se agarraba a su brazo con mucha fuerza.
– No se trata de huesos rotos -dijo el médico con toda la calma que pudo reunir-. Se trata de los nervios que aportan la sensibilidad.
– ¿Y no puede caminar sin sensibilidad? -preguntó Bernd-. ¡Aprenderá! -Su rostro se vio ensombrecido por el dolor y la rabia ante su propia impotencia. No quería creer lo que le estaban diciendo-. ¡Tardará un tiempo, pero lo conseguiremos!
– No. -Hester habló por primera vez.
El barón la fulminó con la mirada.
– Gracias por su opinión, señorita Latterly, pero en este momento no es apropiada. ¡No perderé la esperanza por mi hijo! -Se le quebró la voz y se refugió en la rabia-. Su deber es cuidar de él. ¡Usted no es médico! Haga el favor de no aventurar opiniones profesionales que están más allá del alcance de sus conocimientos.
Dagmar se estremeció como si la hubieran golpeado.
El médico abrió la boca pero no supo qué decir.
– No es una opinión médica -repuso Hester con gravedad-. He visto a muchos hombres aceptar el hecho de que una herida no sanará nunca. Una vez han aceptado la verdad, no es bueno mantener viva una esperanza que nunca podrá cumplirse. De hecho, es obligar al enfermo a soportar una carga intolerable.
– ¡Cómo se atreve! -exclamó el barón-. ¡Su impertinencia es intolerable! Me…
– No es ninguna impertinencia, Bernd -interrumpió Dagmar, acariciándole la mano, aún aferrada a él-. Intenta ayudarnos a hacer lo que es mejor para Robert. Si no va a volver a caminar, es mejor que no pretendamos que, de algún modo, podrá hacerlo.
Él se apartó, liberó el brazo de entre las manos de ella. Al rechazarla, rechazaba también lo que decía.
– ¿Estás dispuesta a rendirte tan pronto? ¡Bueno, pues yo no me rendiré! Es mi hijo. ¡No puedo rendirme! -Se volvió para esconder la emoción que deformaba sus rasgos.
Dagmar se volvió hacia Hester con el rostro transido de dolor.
– Lo siento -murmuró, intentando dominarse-. No es consciente de lo que dice. Sabemos que lo que usted afirma es lo mejor para Robert. Debemos enfrentarnos a la verdad. ¿Me ayudará a decírselo, por favor?
– Desde luego. -Hester estuvo a punto de ofrecerse a hacerlo en lugar de la baronesa, si ésta lo deseaba así, y luego se dio cuenta de que, si aceptaba, Dagmar sentiría que había fallado a su hijo por su propia debilidad. Era necesario, bien por Robert, bien porque tuviera la conciencia tranquila, que se lo dijese la propia Dagmar.
Se encaminaron juntas hacia la puerta, y el médico les siguió.
Bernd se giró como si fuese a decir algo, luego cambió de opinión. Sabía que sus emociones sólo entorpecerían los acontecimientos.
Arriba, Dagmar llamó a la puerta de Robert y, cuando oyó su voz, la empujó y entró; Hester iba tras ella.
Robert estaba incorporado, como de costumbre, pero tenía el semblante muy pálido. Dagmar se detuvo.
Hester ansiaba ser ella la que comunicase la sentencia. Refrenó ese impulso con la garganta tensa.
Robert miraba a Dagmar. Por un momento hubo esperanza en su mirada, pero al poco no quedó más que miedo.
– Lo siento, cariño -empezó Dagmar, sus palabras eran roncas y llorosas-. No irá a mejor. Tenemos que ver lo que podemos hacer tal como está.
Robert abrió la boca, luego apretó los puños y se la quedó mirando en silencio. Durante unos minutos, hablar le resultó imposible.
Dagmar dio un paso al frente, luego retrocedió.
Hester sabía que nada de cuanto pudiera decir serviría de nada. De momento, el dolor lo devoraba todo. Aunque cambiaría, la rabia lo reemplazaría en parte, al menos por un tiempo, luego quizá aparecería la desesperación, la autocompasión y, finalmente, la aceptación, antes de empezar a adaptarse.
Dagmar avanzó de nuevo y se sentó en el borde de la cama. Tomó la mano de Robert entre las suyas. Él apretó, como si todo su pensamiento y su voluntad se concentraran en esa parte de su cuerpo. Los ojos miraban al frente, pero sin ver nada.
Hester retrocedió y tiró de la puerta para cerrarla.
Fue a media mañana del día siguiente cuando Hester volvió a ver a Bernd. Estaba sentada frente al fuego en la sala de estar verde escribiendo cartas, la mayoría de ellas para ayudar a Dagmar a trasmitir disculpas y explicaciones a amigos, cuando Bernd entró.
– Buenos días, señorita Latterly -dijo con sequedad-. Creo que le debo una disculpa por mis palabras de ayer. Mi intención no era ser descortés con usted. Le estoy… enormemente agradecido… por el aprecio que ha demostrado tenerle a mi hijo.
Hester sonrió y dejó la pluma.
– No lo ponía en duda, barón. Su inquietud es natural. Cualquiera se habría sentido como usted. Por favor, le ruego que lo olvide.
– Mi mujer me ha dicho que fui… grosero…
– Ya lo he olvidado.
– Gracias. ¿Espero… que seguirá cuidando de Robert? Va a necesitar mucha ayuda. Por supuesto, con el tiempo buscaremos un criado más apropiado, pero hasta entonces…
– Aprenderá a hacer muchas más cosas de lo que ahora cree -le aseguró-. Está impedido, no enfermo. La mejor ayuda sería una silla de ruedas cómoda para que pueda moverse.
Bernd se estremeció.
– ¡La detestará! La gente sentirá lástima de él. Se sentirá… -Calló, incapaz de continuar.
– Se sentirá hasta cierto punto independiente -ella acabó la frase por él-. La alternativa es quedarse en cama. No hay necesidad de eso. No es un inválido. Tiene manos, inteligencia y sentidos.
– ¡Será un tullido! -Hablaba del futuro, como si reconocerlo en tiempo presente lo hiciera más real y aún no pudiese soportarlo.
– No puede mover las piernas -dijo ella con delicadeza-. Deben ayudarle a que pueda moverse todo lo posible dentro de sus posibilidades. Tal vez la gente le tenga lástima al principio, pero sólo seguirá siendo así si él siente lástima por sí mismo.
Bernd continuó mirándola. Parecía agotado: tenía círculos oscuros alrededor de los ojos y su tez parecía fina como un papel.
– Me gustaría pensar que tiene razón, señorita Latterly -dijo al cabo de un par de segundos-. Pero hablar es muy fácil. Ya sé que ha visto a muchos jóvenes incapacitados por causa de la guerra y heridas quizá mucho peores que la de Robert. Sin embargo, usted sólo ve la terrible primera impresión, después pasa a ocuparse de otro paciente. No es testigo de los lentos años que siguen, las esperanzas perdidas, el encarcelamiento insoportable, que acaba con los placeres y los logros de la vida.
– No sólo he cuidado a soldados, barón Ollenheim -respondió ella con suavidad-. Pero, por favor, no deje que Robert sepa que usted piensa que su vida se ha malogrado o acabará destrozándolo. Puede que incluso sus temores se hagan realidad a base de creer en ellos.
Bernd la miraba fijamente; duda, rabia, sorpresa y luego comprensión cruzaron por su rostro.
– ¿A quién escribe? -dijo el barón mirando el papel y la pluma frente a Hester-. Mi esposa me ha dicho que ha aceptado ayudarla con una parte de la correspondencia que se ha vuelto impostergable. ¿Sería tan amable de transmitirle nuestro agradecimiento a la señorita Stanhope y decirle que ya no la necesitaremos más? ¿Cree que sería apropiado ofrecerle algún tipo de compensación por su amabilidad? Tengo entendido que sus ingresos son restringidos.
– No, creo que no sería apropiado -cortó Hester con brusquedad-. Es más, creo que sería un grave error decirle que ya no la necesitan. Alguien tiene que animar a Robert a que salga, a que aprenda nuevos pasatiempos.
– ¿Salir? -Estaba asustado, dos nubes de color le manchaban las pálidas mejillas-. Me cuesta pensar que quiera salir, señorita Latterly. Ése es un comentario muy insensible.
– Está impedido, barón Ollenheim, no desfigurado -señaló Hester-. No tiene nada de lo que avergonzarse.
– Claro que no. -Se había enfadado muchísimo, tal vez porque vergüenza era precisamente lo que sentía él frente al hecho de que un miembro de su familia fuese un ser incompleto, menos viril, y dependiera de la ayuda de los demás.
– Creo que sería sensato animarle a que siga recibiendo las visitas de la señorita Stanhope -insistió Hester con calma-. Ella está al tanto de su situación, y para él será más fácil confiar en alguien conocido, al menos al principio.
Bernd pensó durante un largo rato antes de contestar. Parecía cansado sobremanera.
– No quisiera ser injusto con la chica -dijo al fin-. Ya ha sufrido bastantes desgracias, por lo que puede apreciarse en su aspecto y por lo que mi mujer me ha explicado de sus circunstancias. No podemos ofrecerle un puesto permanente. Robert necesitará a un criado especial y, naturalmente, con el tiempo, si retoma las viejas amistades, aquéllos que estén dispuestos a adaptarse a su nueva situación… -Tenía el semblante alterado-. Entonces ella se sentiría excluida. No debemos aprovecharnos ni de su generosidad ni de su vulnerable posición.
No escogió las palabras con ánimo de ofender, pero Hester vio reflejada en ellas su propia situación: empleada para ayudar en una época de dolor y desesperanza, habían dependido de ella, confiado en ella por completo durante una breve temporada, después, cuando la crisis pasara, le pagarían, le daban las gracias y la despedirían. Ni ella ni Victoria formarían parte permanente de la vida de Robert; no pertenecían a la misma clase social, y eran amigos sólo en un sentido muy limitado y estrictamente definido.
Pero a Victoria no le pagaban, su posición no era tan bien entendida.
– Tal vez debamos dejar que Robert lo decida -dijo Hester con menos dignidad y dominio de lo que le habría gustado. Estaba enfadada por Victoria, y por ella misma, y se sentía enormemente sola.
– Muy bien -aceptó él con desgana, ajeno por completo a sus sentimientos. Ni siquiera se le había ocurrido que Hester pudiera tenerlos-. Al menos por el momento.
De hecho, Victoria apareció en la casa la mañana siguiente. Hester la vio antes de que subiera. Le hizo una seña para que se acercara al rellano, cerca de un gran jarrón chino en el que había plantada una palmera. La luz del sol entraba por las ventanas y dibujaba brillantes cuadros en el pulido entarimado del suelo.
Victoria vestía un traje de lana color ciruela oscuro. Debía tratarse de un resto de días más afortunados. Le sentaba muy bien, prestaba algo de color a sus mejillas, y el cuello blanco iluminaba sus ojos, aunque no erradicara de ellos la inquietud ni el fugaz destello de comprensión.
– Lo sabe, ¿verdad? -dijo antes de que Hester tuviese tiempo de hablar.
No tenía sentido mostrarse evasiva.
– Sí.
– ¿Y el barón y la baronesa? Deben de estar muy dolidos.
– Sí. Creo que tal vez usted pueda ayudar. Está menos involucrada. En cierto sentido, ya ha estado ahí. La impresión y la rabia ya han pasado en usted.
– Sólo a veces. -Victoria sonrió, pero su mirada era sombría-. Hay mañanas en las que me despierto y durante los primeros minutos lo olvido, y luego todo me vuelve como si fuese nuevo otra vez.
– Lo siento. -Hester estaba avergonzada. Pensó en todas las esperanzas y los sueños que tiene cualquier joven: fiestas y bailes, idilios, amor y matrimonio, hijos algún día. Ser consciente de golpe de que todo eso nunca sería posible debía de ser tan horrible como todo lo que hubiera de afrontar Robert-. Me refería a que ya ha aprendido a controlarlo en vez de dejar que la controle a usted.
La sonrisa de Victoria fue fugaz, auténtica antes de desvanecerse, luego la preocupación regresó a su mirada.
– ¿Cree que querrá verme?
– Sí, aunque no estoy segura de qué humor tendrá ni de lo que se puede esperar de él.
Victoria no contestó, sino que atravesó el rellano con la espalda erguida camino de las escaleras, agitando un poco la falda, de vivo color allí donde le daba la luz. Quería parecer hermosa y grácil, pero se movía con torpeza. Detrás de ella, Hester se percató de que estaban viviendo un día de mucho dolor. De pronto casi odió a Bernd por querer despedir a la chica para que no fuese amiga de Robert, para que no llegara a ocupar un lugar en su vida una vez se hubiera resignado a la dependencia y hubiera aprendido a vivir con ella.
Victoria llamó a la puerta y, cuando oyó la voz de Robert, abrió y entró. Dejó la puerta entreabierta, como mandaba la costumbre.
– Tiene mejor aspecto -dijo en cuanto estuvo dentro-. Temía que volviera a encontrarse mal.
– ¿Por qué? -preguntó él-. Ya no estoy enfermo.
Ella no evadió el tema.
– Porque ahora sabe que no mejorará. A veces la conmoción y la pena pueden hacerte sentir mal. Pueden provocarte dolor de cabeza o incluso hacerte vomitar.
– Me siento fatal -dijo Robert sin emoción-. Si supiera cómo morirme, en un acto voluntario, seguramente lo haría… Pero no puedo hacerlo, mi madre se sentiría culpable. Así que estoy atrapado.
– Hace un día muy bueno. -La voz de Victoria sonaba tranquila y natural-. Creo que debería bajar y salir al jardín.
– ¿En sueños? -preguntó él con un duro tono sarcástico-. ¿Me va a describir el jardín? No hace falta. Ya sé cómo es y prefiero que no lo haga. Sería como echar sal en las heridas.
– No puedo describirlo -replicó ella con sinceridad-. Nunca he estado en el jardín. Siempre he subido directamente. Me refería a que estaría bien que alguien lo bajara allí. Como ha dicho, ya no está enfermo. Y no hace frío. A mí me gustaría ver el jardín. Podría enseñármelo.
– ¡Qué! ¡Y hacer que el mayordomo me lleve a cuestas mientras le digo: «Éste es el arriate de rosas, éstos los ásteres, allí están los crisantemos»! -exclamó con amargura-. ¡No creo que el mayordomo tenga suficiente fuerza! ¿O había pensado en un par de criados, uno a cada lado?
– El criado podría bajarlo y usted podría sentarse en una silla en el césped -contestó ella, negándose a responder de manera emocional, por mucho dolor o rabia que sintiera-. Desde allí podría señalarme los arriates. A mí tampoco me apetece hoy caminar demasiado.
Hubo un momento de silencio.
– Oh -dijo por fin Robert, en un tono diferente, contenido-. ¿Le duele?
– Sí.
– Lo siento. No había pensado en ello.
– ¿Me enseñará el jardín, por favor?
– Me sentiría… -se detuvo.
– Deje de pensar en cómo se sentiría -le respondió-. ¡Hágalo! ¿O piensa pasarse el resto de su vida en la cama?
– No se atreva a hablarme… -su voz se fue apagando.
Hubo un largo silencio.
– ¿Me acompaña? -dijo al fin Victoria.
La campanilla que había junto a la cama de Robert sonó, Hester se arregló el delantal y llamó a la puerta.
– Adelante -respondió Robert.
Hester abrió la puerta.
– ¿Sería tan amable de pedirle al criado que me ayude a bajar, Hester? -dijo Robert, mordiéndose el labio y mirándola con vergüenza, el miedo y el temor a la burla se reflejaban en sus ojos-. La señorita Stanhope quiere que le enseñe el jardín.
Hester le había prometido a Rathbone que averiguaría todo lo posible acerca de Zorah y Gisela, o acerca de cualquier otra cosa que pudiera ayudarlo. La movía la curiosidad por saber qué verdad se escondía tras aquella grave acusación, qué emociones impulsaban a dos mujeres tan diferentes y al príncipe que había estado entre ellas. Pero mucho más espacio ocupaba en su mente el temor que sentía por Rathbone. Había acometido el caso con buen ánimo para descubrir, sólo después, que los hechos materiales hacían imposible que Gisela fuera culpable. No había posible defensa para el comportamiento de Zorah. Tendría que abandonar, y de la peor forma posible la cima de su carrera, que justo acababa de alcanzar. Dejando de lado la opinión pública, sus iguales no le perdonarían por haber tenido el atrevimiento de atacar a una familia real extranjera con una acusación que no podía demostrar.
Zorah Rostova era una mujer a la que no podían respetar. Había desafiado todas las reglas. No había vuelta atrás para ella, ni tampoco para sus aliados. A no ser que se demostrara su inocencia; en la intención, no en los hechos.
No resultaba sencillo escoger un momento en el que los miembros de la casa pudieran mostrarse receptivos a una conversación sobre Zorah. La tragedia de Robert había ensombrecido todo lo demás. Hester se desesperaba. Casi siempre tenía a Rathbone presente, y la urgencia del caso se hacía mayor con cada día que pasaba. El juicio estaba fijado para finales de octubre, faltaban menos de dos semanas.
Se veía forzada a provocar una conversación, se sentía extraña y desazonadamente consciente de que podía provocar, por torpeza, que cualquier futura pregunta resultara inviable. Dagmar estaba sentada junto a la ventana abierta, remendando distraídamente el encaje del cuello de una blusa. Lo hacía sólo para tener las manos ocupadas. Hester se sentó a cierta distancia, con la costura también en las manos, una de las camisas de dormir de Robert necesitaba arreglo porque la manga se había salido de la sisa. Enhebró una aguja, se puso el dedal y empezó a dar puntadas.
No podía permitirse vacilar más.
– ¿Asistirá al juicio?
Dagmar levantó la vista, sorprendida.
– ¿Juicio? ¿Se refiere al de Zorah Rostova? No lo había pensado. -Miró por la ventana al jardín, donde Robert leía, sentado en una silla de ruedas que Bernd había comprado. Victoria no había venido, así que estaba solo-. No sé si tendrá frío -comentó preocupada.
– Tiene una manta -contestó Hester, tragándose la irritación-. Y la silla se mueve muy bien. Por favor, perdone que se lo diga, pero Robert estará mejor si le permiten hacer cosas por sí mismo. Si lo tratan como si fuera un inválido, se convertirá en un inválido.
Dagmar sonrió compungida.
– Sí, lo siento. Claro que sí. Debe de pensar que soy una tonta.
– De ningún modo -contestó Hester-. Sólo está dolida y no sabe cómo ayudar. Imagino que el barón sí que irá, ¿no?
– ¿Adónde?
– Al juicio. -No podía dejarlo. El rostro alargado y meticuloso de Rathbone, con sus graciosos ojos y la boca bien definida, estaba muy presente en su cabeza. Nunca antes lo había visto dudar de sí mismo. Se había enfrentado a la derrota de los demás con determinación, destreza y una fuerza inagotable. Pero tratándose de sí mismo, la cosa era diferente. Hester no dudaba de su valor, pero sabía que bajo su habitual compostura Rathbone se sentía profundamente desconcertado. Había descubierto cualidades en él que no le gustaban, puntos débiles, cierta complacencia que había quedado destrozada.
– ¿No irá? -insistió Hester-. A fin de cuentas, no sólo se trata de la vida y la muerte de personas que conocían bastante bien, sino tal vez del asesinato de un hombre que podía haber sido su rey.
Dagmar dejó incluso de fingir que cosía. La tela le resbaló de las manos.
– Si alguien me hubiera dicho hace tres meses que esto sucedería, habría dicho que era una ridiculez. ¡Es del todo absurdo!
– Claro, usted debe de conocer a Gisela -apremió Hester-. ¿Cómo es? ¿Siente aprecio por ella?
Dagmar reflexionó durante unos segundos.
– Supongo que en realidad no la conocía, la verdad -dijo finalmente-. No es la clase de mujer a quien una llega a conocer.
– No entiendo -dijo Hester con urgencia.
Dagmar frunció el ceño.
– Tenía admiradores, personas que disfrutaban de su compañía, pero no parecía tener buenos amigos. Si a Friedrich le gustaba alguien, a ella también; si no, para ella aquella persona apenas existía.
– Pero ustedes no le desagradaban a Friedrich -dijo Hester, anhelando que fuera cierto.
– Oh, no -confirmó Dagmar-. Creo que en cierto modo éramos amigos, al menos algo más que simples conocidos, antes de que apareciera Gisela. Pero ella le hacía reír, incluso cuando creía estar cansado, o aburrido, o harto de sus obligaciones. Yo nunca podría hacer algo así. La he visto actuar en esos largos banquetes en que los políticos dan interminables discursos, donde a Friedrich la mirada se le ponía vidriosa intentando fingir que escuchaba. -Sonrió al recordarlo, por una vez se olvidó de Robert, abajo, en el jardín-. Entonces ella se inclinaba y le susurraba algo -prosiguió-. Y a él se le encendía la mirada; de pronto todo volvía a ser importante. Era como si ella pudiese llegar a su mente con tan sólo una palabra, o una mirada, y hacerle partícipe de su vitalidad y su risa. Creía en él. Veía todo lo bueno que tenía. Le quería muchísimo. -Miraba a la lejanía, el rostro enternecido por el recuerdo, y tal vez teñido de envidia por tan perfecta unión, de corazón y pensamiento-. Absolutamente y sin reservas -dijo Dagmar con nostalgia, interrumpiendo los pensamientos de Hester-. La adoraba. En cualquier lugar, siempre podía saberse dónde estaba Gisela, porque de vez en cuando los ojos de Friedrich la buscaban, aunque estuviera hablando con alguien. Y estaba orgulloso de ella, de su gracia, su ingenio y de la forma en que se conducía, su elegancia y su estilo al vestir. Friedrich esperaba que le gustase a todo el mundo. Le ponía muy contento que así fuera, y no podía comprender que alguien no compartiera su entusiasmo por ella.
– ¿Había mucha gente a quien le desagradara Gisela? -preguntó Hester-. ¿Por qué la detestaba tanto la reina? ¿Y también, según parece, la condesa Rostova?
– No conozco ningún motivo, a no ser, claro está, que la reina quisiera casar a su hijo con Brigitte von Arlsbach -explicó Dagmar-. Y Gisela, por el contrario, animó a Friedrich a rebelarse. -Sonrió al recordar algo-. Estaba acostumbrado a hacer lo que le ordenaran. El protocolo real es bastante rígido. Siempre había algún secretario o un consejero para recordarle la actitud adecuada, el comportamiento correcto, con quién debía hablar, pasar el tiempo, a quién debía halagar, a quién despreciar, qué era incorrecto. Gisela se reía y le decía que se lo pasara bien. Era el príncipe heredero, podía hacer lo que se le antojase.
Se encogió de hombros.
– Claro que eso no es así -prosiguió-. Cuanto más alto es el rango, más necesario es cumplir con el deber. Pero la familia de Gisela ni siquiera pertenecía a la aristocracia, mucho menos a la realeza, y por eso no entendía el protocolo. Creo que para él gran parte del encanto de Gisela residía en eso. Le ofrecía un tipo de libertad que no había conocido. Hacía que Friedrich encontrara divertidos a los cortesanos que gobernaban su vida. Era ingeniosa, escandalosa y rebosaba diversión. -Dagmar tomó aire y lo soltó con un bufido-. Para Ulrike no era más que una irresponsable, una egoísta y, en consecuencia, un peligro para el trono.
– ¿Pero no habría tenido que aprender a comportarse de otro modo, habida cuenta que iba a casarse con el heredero de la corona? -preguntó Hester-. Quiero decir, ¿no buscó el beneplácito de la reina?
– No lo sé -respondió Dagmar, compungida-. La reina no se lo concedió.
En el jardín las hojas caían lentamente. Un remolino de viento lanzó un puñado contra la ventana. Dagmar miró hacia Robert con preocupación.
– ¿Brigitte quería a Friedrich? -se apresuró a preguntar Hester.
Dagmar volvió a mirarla.
– No lo creo. Pero se habría casado con él, pues lo consideraba su deber, y supongo que habría sido una buena reina.
– La condesa Rostova debe de odiar a Gisela para haberla acusado de semejante aberración. -Hester no estaba descubriendo nada que ayudara lo más mínimo. Todo aquello empeoraría el caso de Rathbone en lugar de mejorarlo-. Tiene que ser algo más que envidia. ¿Cree que puede estar manipulada por otra persona con fines más oscuros? -Se inclinó un poco hacia delante-. ¿A quién conoce ella que pueda beneficiarse personalmente de una acusación que no puede ser demostrada?
– Yo también me lo he preguntado -dijo Dagmar con el ceño fruncido-. Y he cavilado mucho para encontrar una respuesta. Zorah siempre ha sido una criatura extraordinaria, obstinada y excéntrica. Una vez casi la matan intentando defender a no sé qué loco revolucionario. Fue en 1848. Aquel hombre perverso estaba dando un discurso ridículo por las calles y la turba lo atacó. Zorah se abrió paso gritando como… como un soldado en un barracón. Les gritó cosas terribles y disparó una pistola sobre sus cabezas. ¡Sólo el Cielo sabe de dónde la sacó, y cómo era posible que supiera usarla! -exclamó incrédula-. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera estaba de acuerdo con lo que el hombre decía. -Movió la cabeza-. Zorah puede ser de lo más gentil. La he visto tomarse tiempo y molestias para cuidar de personas de las que nadie se ocuparía, y hacerlo con tanta discreción que yo sólo me enteré por casualidad.
A Hester le gustaba Zorah muy a su pesar. No quería que fuese así. La condesa había engatusado a Rathbone y lo había llevado a una situación imposible. Y le desagradaba aún más por tener la habilidad de intrigar a Rathbone hasta hacerle perder el sentido común, algo que no había conseguido hacer nadie antes que ella, y por el peligro al que lo había expuesto. Si Zorah quería destrozarse la vida era su problema, pero destrozar la de otra persona no tenía perdón.
Sin embargo, Hester debía concentrarse en las necesidades presentes. Lo que sentía o dejaba de sentir personalmente por Zorah era irrelevante.
– ¿Podría estar Zorah enamorada de alguien que la estuviera utilizando? -preguntó mirando a Dagmar con un interés que denotaba inteligencia.
La baronesa pensó la respuesta.
– Es el tipo de cosa que ella haría -admitió un instante después-. De hecho, un amor equivocado, o un idealismo erróneo, es casi lo único que tiene sentido en todo este embrollo. Tal vez confía en que ese hombre misterioso aparecerá con alguna prueba relevante y la rescatará en el último momento. -Se le enterneció la mirada-. Pobre Zorah. ¿Y si no es así? ¿Y si sólo la está utilizando?
– ¿Con qué propósito? A lo mejor estamos yendo por el camino equivocado. Deberíamos pensar en quién se beneficiaría del juicio. ¿Quién?
Dagmar permaneció tanto rato en silencio que Hester pensó que no había escuchado su pregunta.
– ¿Quién se beneficiará políticamente? -volvió a preguntar Hester.
– No imagino quién podría beneficiarse -respondió Dagmar, pensativa-. He reflexionado mucho, pero la situación no parece afectar a nadie que yo conozca. Me temo que no se trata más que del estúpido error de una mujer que ha dejado que su imaginación y su envidia gobiernen su sensatez, y eso acabará con ella. Lo siento mucho.
La opinión de Bernd fue muy diferente cuando Hester consiguió hablar con él a solas e introducir el tema, esta vez con un poco más de destreza. Acababa de regresar de hacer algunos recados bajo la lluvia, y se estaba sacudiendo el agua de la falda, cuando Bernd cruzó el vestíbulo con un periódico en la mano.
– Oh, buenas tardes, señorita Latterly. Veo que se ha mojado. En la antesala hay un buen fuego si desea entrar en calor. Polly le traerá un té, y quizá unos panecillos, si lo desea.
– Gracias -aceptó con entusiasmo-. ¿No le molestaré? -Miró el periódico.
– No, de ninguna manera. -Lo agitó distraídamente-. Ya he terminado. De lo único que habla es de escándalos y especulaciones.
– Me temo que, ahora que se acerca el juicio, la gente empieza a preguntarse muchas cosas -se apresuró a decir Hester-. La historia es romántica y, aunque la acusación parece infundada, no puede evitar uno preguntarse cuál es la verdad del asunto.
– Imagino que todo es fruto del afán de venganza -contestó él con el ceño fruncido.
– Pero ¿cómo va a vengarse si pierde el caso? -replicó Hester-. ¿Podría tener algo que ver con la reina?
– ¿En qué sentido? -Bernd parecía desconcertado.
– Bueno, según parece, la reina siente un fuerte rechazo por Gisela. ¿Zorah es amiga de la reina?
El rostro de Bernd se endureció.
– No que yo sepa. -Se encaminó hacia la antesala como para poner fin a la conversación.
– ¿No cree que el rechazo de la reina pueda estar detrás de esto? -preguntó Hester, apresurándose tras de él. Era una idea que tenía una pizca de sentido. Al parecer, Ulrike nunca había perdonado a Gisela, y quizá pensara que, de algún modo, era culpable de la muerte de Friedrich; si no directa, al menos indirectamente-. Al fin y al cabo -continuó en voz alta mientras entraban en la antesala y Bernd tiraba de la cuerda de la campanilla, con bastante fuerza-, nunca habría sufrido un accidente si no hubiese estado en el exilio. Y aunque lo hubiese sufrido, en casa habría recibido diferentes atenciones. Tal vez, en su interior, se ha ido convenciendo poco a poco a sí misma, hasta creer que Gisela es capaz de un asesinato. Tal vez… -Se paseaba delante de Bernd, que ya se había sentado, notando la falda mojada y fría al rozar con sus piernas-. Lo más probable es que la reina no haya visto a Gisela en doce años. Debe saber únicamente lo que otras personas le hayan contado y lo que ella misma imagina.
La doncella acudió a la llamada de la campanilla y Bernd pidió té para dos y panecillos calientes con mantequilla.
– No lo creo probable -dijo cuando la doncella salió y cerró la puerta tras de sí-. Es un asunto muy desagradable, pero yo no tengo nada que ver en él. Preferiría conocer su opinión acerca de cómo podemos ayudar más a mi hijo. Estos últimos días parece encontrarse de mejor humor. Aunque no me gustaría que se volviera demasiado dependiente de esa joven, la señorita Stanhope. No es lo bastante fuerte como para que la contratemos de forma permanente y, además, me parece que no es apropiado.
– ¿Por qué la reina odiaba tanto a Gisela aun antes de casarse con Friedrich? -preguntó Hester, desesperada.
Bernd endureció el rostro.
– No lo sé, señorita Latterly, ni me importa. Ya hay suficiente dolor en mi familia como para preocuparme de la desdicha de los demás. Agradecería que me aconsejara qué tipo de persona debo contratar para que esté con Robert de forma permanente. Pensaba que tal vez usted sabría de algún joven de buen carácter, disposición amable, quizá con inclinaciones hacia la lectura y el estudio, a quien le gustara aceptar un trabajo que le ofrece un hogar y una agradable compañía a cambio de la ayuda que Robert necesite.
– Preguntaré por ahí, si lo desea -contestó ella acongojada, no sólo por Robert, también por Victoria-. Tal vez conozca a alguien dispuesto a realizar este trabajo. ¿Es eso lo que Robert desea?
– ¿Cómo dice?
– ¿Es lo que Robert desea? -repitió.
– Lo que Robert desea no se puede conseguir -dijo con la voz tensa por el dolor-. Es lo que necesita, señorita Latterly.
– Sí, barón Ollenheim. -Se dio por vencida-. Preguntaré por ahí.