Capítulo 11

Rathbone comenzó la defensa de Zorah Rostova con cierta desesperación. Al principio, su peor temor había sido no poder salvarla del escándalo y, posiblemente, del pago de una considerable indemnización económica. Había esperado poder mitigar dicha penalización demostrando que su intención había sido honorable a pesar del error.

Ahora luchaba por salvarla de la horca.

El tribunal estaba tan abarrotado que en el interior de la sala parecía no quedar aire, estaban todos tan apretados unos contra otros que se escuchaba el roce de las telas, el chirrido de los zapatos, el crujir de las ballenas de los corsés con la respiración de las mujeres. Rathbone olía la lana mojada de miles de abrigos empapados por la lluvia. El suelo estaba resbaladizo por las gotas y los pequeños charcos. Las ventanas estaban empañadas a causa del vapor de las respiraciones.

Los periodistas estaban sentados codo con codo, apenas podían moverse lo suficiente para escribir. Los lapiceros, afilados, mojados ya con saliva. El papel, húmedo entre las manos temblorosas.

Los miembros del jurado tenían un aspecto sombrío. Un hombre con bigotes blancos no dejaba de jugar con su pañuelo. Otro sonrió un momento a Gisela y apartó deprisa la vista. Ninguno miraba a Zorah.

El juez ordenó a Rathbone que comenzara.

Rathbone se puso de pie y llamó a declarar a Stephan von Emden. El ujier repitió el nombre y su voz se perdió en la sala abarrotada de gente. No había eco.

Todos estaban expectantes, los cuellos se estiraban. Lo siguieron con la mirada cuando entró, cruzó la sala y subió los escalones del estrado. Como lo había llamado la defensa, se suponía que estaba a favor de Zorah. La animosidad se sentía como una ola de rabia desde el público.

Le tomaron juramento.

Rathbone se adelantó, se sentía más vulnerable de lo que podía recordar en cualquiera de las incontables ocasiones en que había hecho aquello. Había tenido más casos difíciles, clientes de los que dudaba, clientes en los que creía aunque se sentía incapaz de defenderlos. Nunca antes había sido tan consciente de sus propios errores de juicio o de su falibilidad. Ni siquiera estaba seguro de que a todo eso no se le fuera a añadir algo más durante el día. La única cosa en la que creía por completo era en la lealtad de Hester. No es que ella pensara que tenía razón, pero estaría a su lado para apoyarlo sin importar la naturaleza ni el grado de su derrota. Qué ciego había estado para tardar tanto en ver aquella belleza en ella, y en darse cuenta de su valía.

– ¿Sir Oliver? -apremió el juez.

El tribunal esperaba. Debía empezar, tenía que decir algo, ya fuese para bien o para mal. ¿Tenían idea de lo perdido que se encontraba? Al mirar la cara enjuta de Harvester y su expresión, estuvo seguro de que el letrado contrario lo sabía muy bien. Incluso apreciaba cierta lástima en él, aunque le pararía los pies en cuanto dispusiera de la más mínima oportunidad.

– Barón Von Emden -Rathbone se aclaró la voz-, se encontraba usted en Wellborough Hall cuando el príncipe Friedrich sufrió el accidente, durante su aparente convalecencia y posterior defunción, ¿no es cierto?

– Sí, señor, estuve allí -ratificó Stephan. Parecía tranquilo y muy serio, con sus claros ojos color avellana y el cabello rojizo que le caía un poco sobre el lado derecho de la frente.

– ¿Quién más estaba allí? -preguntó Rathbone-. Aparte del personal de la casa, claro está.

– El barón y la baronesa Von Seidlitz, el conde Rolf Lansdorff…

– Es el hermano de la reina Ulrike, ¿verdad? -interrumpió Rathbone-. ¿El tío del príncipe Friedrich?

– Sí.

– ¿Quién más?

– La baronesa Brigitte von Arlsbach, Florent Barberini y la condesa Rostova -terminó Stephan.

– Por favor, continúe -dijo Rathbone.

Stephan prosiguió.

– El coronel y la señora Warboys, los dueños de una de las casas vecinas, fueron invitados a cenar en dos o tres ocasiones con sus tres hijas. También estuvieron sir George y lady Oldham, y una o dos personas más cuyos nombres no recuerdo.

Harvester se mostraba ceñudo, pero hasta ahora no había interrumpido. Rathbone sabía que lo haría si no llegaba pronto a algún punto relevante.

– ¿Le sorprendió encontrarse a la baronesa Von Arlsbach y al conde Lansdorff invitados a la misma casa que el príncipe y la princesa Gisela? -preguntó-. Es bien sabido que, cuando el príncipe abandonó su país, no despertó sentimientos agradables, sobre todo en la casa real y, también, en la baronesa, de quien se dice que el país la habría querido como reina. ¿Es eso falso?

– No -respondió Stephan con evidente reticencia. Se trataba de un asunto embarazoso, tanto por razones personales como patrióticas hubiese preferido no discutirlo en público, y se le notaba en la cara.

– ¿Se sorprendió, entonces? -presionó Rathbone, en su mente se desarrollaba la futura escena con el Lord Canciller como si fuera a tratarse de una ejecución.

– Me habría sorprendido de no estar la situación política como está -contestó Stephan.

– ¿Querría explicar eso un poco mejor?

Harvester se levantó.

– Señoría, la lista de invitados no es una cuestión relevante. No se trata de quién estaba presente y quién no. Sir Oliver está desesperado y malgasta su tiempo.

El juez volvió su cara anodina hacia Harvester.

– Soy yo quien decide cómo ha de emplear el tiempo este tribunal, señor Harvester. Estoy dispuesto a dejarle a sir Oliver cierta flexibilidad en el asunto, siempre y cuando no abuse de ella, dado que también usted debe participar. Sigo estando muy interesado en esclarecer la verdad acerca de la muerte del príncipe Friedrich y, en caso de que se deduzca que fue asesinado, averiguar quién realizó el crimen. En cuanto sepamos eso, podremos juzgar debidamente a la condesa Rostova por su acusación.

Pero Harvester no estaba ni mucho menos satisfecho.

– Señoría, ya hemos demostrado que la única persona a la que no se puede culpar de algo semejante es mi cliente, la princesa Gisela. Aparte de la devoción que sentía por su marido, su total falta de motivos, también hemos demostrado que no tuvo ni medios ni oportunidad de hacerlo.

– He estado presente cuando se han presentado los testimonios, señor Harvester -le recordó el juez-. ¿O imagina que no he prestado total atención?

Hubo un claro murmullo de diversión en el público y varios miembros del jurado sonrieron.

– ¡No, señoría! ¡Por supuesto que no! -Harvester había perdido la compostura. Era la primera vez que Rathbone lo veía así.

El juez sonrió muy ligeramente.

– Bien. Proceda, sir Oliver.

Rathbone inclinó la cabeza en señal de gratitud, pero no se hacía ilusiones respecto a que esa flexibilidad no tuviese un límite.

– Barón Von Emden, ¿querría explicarnos ese cambio de la situación política en Felzburgo que justificaba la lista de invitados?

– Hace doce años, cuando Friedrich abdicó en favor de su hermano pequeño, Waldo, para poder casarse con Gisela Berentz, a quien la familia real no aceptaba como princesa heredera, existía un fuerte sentimiento de repulsa contra él. Y aun más contra ella -dijo Stephan en un tono calmado, sosegado, pero que dejaba entrever el recuerdo del dolor y la vergüenza-. La reina, en particular, nunca le ha perdonado el daño que hizo a la casa real. Su hermano, el conde Lansdorff, compartía profundamente esos sentimientos. Al igual que la baronesa Von Arlsbach. Como bien ha dicho, muchas personas querían y esperaban que Friedrich se casara con ella. Para ella fue vergonzoso porque todo indicaba que habría aceptado su deber y se habría casado con él.

Stephan parecía triste, pero no vacilaba.

– El barón y la baronesa Von Seidlitz, por otro lado -prosiguió-, iban con frecuencia a Venecia, donde el príncipe Friedrich y la princesa Gisela habían ubicado su residencia principal, lo que provocó que ya no fueran en modo alguno aceptados por la corte de Felzburgo.

– ¿Está diciendo que los sentimientos de resentimiento, traición, o como quiera llamarlo, seguían siendo tan intensos después de doce años que resultaba imposible mantener la amistad con las dos partes? -preguntó Rathbone.

Stephan meditó un momento.

El juez le observaba.

La sala estaba casi en completo silencio. Se oía algún que otro crujido o el roce de algún movimiento en los bancos.

Gisela estaba rígida. Por una vez, su rostro mostraba emoción, como si el mencionar esa antigua humillación hubiese abierto una herida. Tenía los labios tensos. Las manos enguantadas se cerraban con fuerza. Pero no había forma de saber si era el rechazo que ella había sufrido el que recordaba o el de Friedrich.

– No era sólo una cuestión de sentimientos en torno al pasado -contestó Stephan, mirando a Rathbone a los ojos-. Han surgido nuevas situaciones políticas que convierten esos antiguos sucesos en algo de suma importancia.

Harvester se removió incómodo, pero sabía que no tenía sentido protestar. Lo único que conseguiría sería grabar lo que Stephen estaba diciendo en la mente de todos.

– ¿Quiere explicarse, por favor? -presionó Rathbone.

– Mi país es uno más entre un gran número de estados, principados y electorados germánicos. -Stephan se dirigía al tribunal en general-. Tenemos un idioma y una cultura común, y existe un movimiento político que pretende aunar la fuerza de todos nosotros y reunimos bajo una sola corona y un solo gobierno. Naturalmente, en cada uno de esos territorios hay quien ve los beneficios que comportaría esa unidad y hay quien está dispuesto a luchar con todas sus fuerzas por conservar su carácter individual y su independencia. Mi país, en ese sentido, se encuentra dividido como los demás. Incluso la familia real está dividida.

Ahora gozaba de la máxima atención. Muchos miembros del jurado negaban con la cabeza. Como ciudadanos de una nación isla, no podían comprender, al menos de un modo racional, la pasión por la independencia. En su concepción política no existía el miedo a ser absorbidos. No lo habían sufrido en cincuenta generaciones.

– ¿Sí? -le animó Rathbone para que continuara.

Era evidente que a Stephan no le gustaba tener que hablar de la escisión interna de su país en público, pero sabía que no tenía otra opción.

– La reina y el conde Rolf están apasionadamente a favor de la independencia -respondió-. El príncipe Waldo, apoya la unificación.

– ¿Y la baronesa von Arlsbach?

– Independencia.

– ¿El barón Von Seidlitz?

– Unificación.

– ¿Cómo lo sabe?

– No lo ha mantenido en secreto.

– ¿La ha propugnado?

– Abiertamente no, no ha llegado tan lejos. Pero ha argumentado sus posibles ventajas. Ha trabado amistad con muchos de las personalidades que ocupan cargos de relevancia en Prusia.

Hubo un rumor de desaprobación en la sala; Parecía más algo emocional que el resultado de una deliberación.

– ¿Y cuáles eran los sentimientos del príncipe Friedrich al respecto? -preguntó Rathbone-. ¿Sabe usted si llegó a expresarlos públicamente?

– Estaba a favor de la independencia.

– ¿Lo suficiente como para tomar cartas en el asunto?

Stephan se mordió el labio.

– No lo sé. Lo que sí sé es que ése era el motivo por el cual había ido el conde Lansdorff a Wellborough Hall, pretendía hablar con él del asunto. En otras circunstancias, el conde Lansdorff habría rechazado cualquier tipo de invitación para sentarse en la misma mesa que Friedrich.

La cara del juez expresaba preocupación y miró muy fijamente a Rathbone, como si estuviese a punto de interrumpirlo, pero no lo hizo.

– ¿Sabe si fue él quien propició la reunión o si fue el príncipe Friedrich? -prosiguió el abogado, muy consciente de lo que hacía.

– Creo que fue el conde Lansdorff.

– Dice que lo cree. ¿No lo sabe?

– No, no lo sé a ciencia cierta.

– Y el barón Von Seidlitz, ¿por qué estaba él allí, si sostenía una opinión contraria? ¿Habían planeado algún tipo de debate, una discusión abierta?

Stephan sonrió por un instante.

– Claro que no. Sólo son conjeturas. Tampoco sé si llegó a producirse alguna conversación. Es probable que Klaus von Seidlitz estuviera allí para ocultar el aspecto político del encuentro.

– ¿Y la condesa Rostova y el señor Barberini?

– Ambos están a favor de la independencia -respondió Stephan-. Pero Barberini es medio veneciano, así que hasta cierto punto resultaba natural invitarlo, ya que Friedrich y Gisela viven en Venecia. Eso hizo que la reunión tuviera el aspecto de una fiesta de primavera normal y corriente en una casa de campo.

– ¿Pero, en realidad, detrás de las celebraciones, las fiestas y las comidas en el campo, la caza, las veladas teatrales, la música y las cenas, se desarrollaba una importante reunión política?

– Sí.

Sabía que Stephan no podía decir si le habían hecho a Friedrich alguna oferta o alguna petición, así que no lo preguntó.

– Gracias, barón Von Emden. -Se volvió hacia Harvester.

El letrado se levantó, su expresión mostraba una curiosa mezcla de miedo e inquietud. Caminó hasta el centro de la sala dando grandes zancadas, como si tuviera un firme propósito, con los hombros encorvados.

– Barón, ¿formaba usted parte de las conspiraciones para invitar al príncipe Friedrich a regresar a su país y usurpar así el trono de su hermano?

Rathbone no podía protestar. El lenguaje era peyorativo, pero él mismo había preparado el terreno para ello.

Stephan sonrió.

– Señor Harvester, si existía un plan para hacer regresar al príncipe Friedrich y lograr que encabezara la lucha para preservar nuestra independencia, yo no formaba parte de él. Pero suponiendo que se hubiese tratado de eso, y sólo de eso, de haberlo sabido, me habría unido a él de buena gana. Si cree usted que se hubiese tratado de una usurpación, demuestra no comprender en absoluto el asunto. El príncipe Waldo está totalmente dispuesto a abandonar el trono, no le importa que nuestro país pierda su independencia y que nos absorban para formar parte de un gran estado.

Se inclinó hacia delante sobre la barandilla, le hablaba a Harvester como si fuera la única persona presente en la sala.

– No quedaría trono alguno en Felzburgo -prosiguió-, ninguna corona por la que pelearse. Seríamos una provincia de Prusia, o de Hannover, o de como quiera que se llame el conglomerado de países que resulte de la unificación. Nadie sabe quién sería entonces el rey, o el presidente, o el emperador. Si de veras le pidieron a Friedrich que regresara y él aceptó, sería con la intención de salvar el trono de Felzburgo sin importar quién lo ostentase. Tal vez Friedrich no deseaba hacerlo. Tal vez habría perdido la batalla de todos modos y también habríamos quedado absorbidos en ese gran estado. Tal vez su regreso habría comportado una guerra y nos habrían conquistado. O a lo mejor los otros pequeños estados liberales se habrían aliado con nosotros para no verse dominados por los reaccionarios. Ahora ya no lo sabremos, porque está muerto.

Harvester sonrió sombríamente.

– Barón, si ése era el propósito de la visita a Wellborough Hall, y estoy convencido de que usted así lo cree, entonces me contestará a unas preguntas que surgen a partir de tal suposición. Si Friedrich hubiese rechazado la invitación, ¿le habría dado a alguien motivos para desear su muerte?

– No que yo sepa.

– ¿Y si hubiese aceptado?

La boca de Stephan quedó rígida por el disgusto que sentía al verse obligado a expresar en voz alta sus creencias, pero no evitaría la cuestión.

– Quizá el barón Von Seidlitz.

– ¿Porque estaba a favor de la unificación? -Harvester enarcó las cejas-. ¿Tantas posibilidades existían de que el príncipe Friedrich, sin la ayuda de nadie, hubiese logrado su objetivo? En sus respuestas anteriores, usted ha dado a entender que parecía algo difícil de conseguir. No sabía que aún tuviese tanto poder.

– Tal vez no habría conseguido preservar nuestra independencia -dijo Stephan con paciencia-. Pero bien podría haber provocado una guerra, y la guerra es lo que más teme Von Seidlitz. Tiene mucho que perder.

Harvester parecía asombrado.

– ¿Y el resto de ustedes no? -Se volvió a medias hacia el público, como para incluirlos en su sensación de sorpresa.

– Por supuesto. -Stephan respiró hondo-. La diferencia es que muchos de nosotros pensamos que también tenemos algo que ganar. O tal vez debería decir, con más exactitud, preservar.

– ¿Su identidad como estado independiente? -La voz de Harvester no era burlona, ni siquiera irrespetuosa, pero sí que intentaba provocar a Stephan con un realismo duro e implacable-. ¿De veras cree que merece la pena una guerra, barón Von Emden? Y en caso de que estallara, ¿quién lucharía? -Gesticulaba con furiosa perplejidad-. ¿Quién perderá el hogar y las tierras? ¿Quién morirá? A mí no me parece tan innoble querer evitar la guerra en su país, aunque sea algo horrible matar al príncipe por semejante causa. Al menos la mayoría de los que estamos aquí podemos comprenderlo, a mí me resulta fácil de aceptar.

– Tal vez -admitió Stephan, su rostro estaba encendido con una pasión que hasta ahora había conseguido dominar-. Pero todos ustedes viven en Inglaterra, donde hay una monarquía constitucional, un parlamento en el que debatir, una ley de sufragio mediante la cual los hombres votan el gobierno que desean. Tienen libertad de expresión. -No movía las manos, pero sus palabras abarcaron al total de personas presentes en la sala-. Tienen libertad para reunirse y debatir, incluso para criticar a sus superiores así como a las leyes que éstos promulgan. Pueden ponerlas en duda sin sufrir represalias. Pueden formar un partido político que defienda la causa que quieran. Pueden adorar a Dios de la forma que elijan. Su ejército obedece a los políticos, y no los políticos al ejército. Su reina nunca acataría órdenes de los generales. Están ahí para protegerlos de una invasión, para conquistar naciones más débiles y menos afortunadas, pero no para gobernarlos y hacerlos desaparecer si amenazasen con reunirse en masa para protestar contra el estado o las leyes laborales, los salarios o las circunstancias en general.

En el público no se oía ni un susurro. Cientos de rostros contemplaban a Stephan con asombro y en total silencio.

– A lo mejor si vivieran en alguno de los estados germánicos -prosiguió, en el tono de su voz se apreciaba una cruda tristeza-, y pudieran recordar los ejércitos que marchaban por las calles hace una década, si hubieran visto a la gente levantando las barricadas con la frágil esperanza de que tal vez nosotros podríamos gozar también de unas libertades que para ustedes son tan nimias, y hubieran visto después a los muertos, cómo la esperanza desembocaba en desesperación, las promesas truncadas, estarían dispuestos a luchar para conservar los pocos privilegios de los que Felzburgo dispone. -Se inclinó hacia delante-. Y en memoria de todos los que lucharon y murieron en otros lugares, ofrecerían también su vida, por sus hijos y por los hijos de sus hijos, o incluso por su país, sus amigos, por el futuro, ya fueran ustedes a verlo, a conocerlo, o no, solamente porque creen en esas cosas.

El silencio resultaba hiriente para los oídos.

– ¡Bravo! -gritó alguien del público-. ¡Bravo, señor!

– ¡Bravo! -gritaron una decena más de hombres, y uno a uno empezaron a ponerse en pie, luego fueron decenas, veintenas, las manos alzadas, los rostros encendidos de emoción-. ¡Bravo!

– ¡Dios salve a la Reina! -exclamó una mujer, y otra lo repitió.

El juez no hizo sonar el mazo ni efectuó ningún otro intento de restablecer el orden. Dejó que todo siguiera su curso y se calmara por sí solo. Al cabo de unos instantes, la ola de pasión se consumió y la emoción se asentó.

– ¿Señor Harvester? -inquirió el juez-. ¿Tiene algo más que preguntarle al barón Von Emden?

Harvester tenía el semblante desencajado y triste. Estaba claro que el testimonio había despertado una intensidad que no había anticipado. El asunto había dejado de ser meramente político, en sentido frío y objetivo, y se había convertido en algo de rabiosa actualidad que le importaba a todo el mundo. La balanza emocional se había decantado de manera irrevocable. Y Harvester no estaba seguro de adónde conduciría.

– No, señoría, gracias -respondió-. Creo que el barón ha demostrado de manera admirable que los sentimientos en Wellborough Hall eran muy intensos, y que muchos creían que el futuro de una nación dependía de que el príncipe Friedrich regresara o no. -Negó con la cabeza-. Nada de lo cual tiene la menor relevancia en la acusación de la condesa Rostova contra la princesa Gisela y su evidente falsedad. -Miró un momento en dirección a Rathbone y luego regresó a su asiento.

Todo estaba perfectamente calculado. Rathbone lo sabía tan bien como Harvester. No había defendido a Zorah de la acusación de calumnia, ni siquiera la había defendido de la tácita acusación de asesinato. Stephan incluso había empeorado la situación sin darse cuenta. Había mostrado cuánto estaba en juego y había jurado que Zorah creía en la independencia. No podría haber deseado la muerte de Friedrich, pero con facilidad habría podido intentar matar a Gisela y considerarlo un acto patriótico. Todas las personas de la sala lo creerían ahora como una posibilidad verosímil.

– ¿Qué demonios está haciendo, Rathbone? -quiso saber Harvester cuando se cruzaron al salir de la sala durante el descanso del almuerzo. Parecía confundido-. Su cliente tiene tantas probabilidades de ser culpable del asesinato y de haber equivocado la víctima como cualquier otra persona. -En su voz se apreciaba una preocupación auténtica-. ¿Está seguro de que la condesa está en sus cabales? Por su propio interés, ¿no puede hacer que se retracte? Ahora el tribunal querrá saber la verdad, haga lo que haga y diga lo que diga su cliente. Al menos protéjala convenciéndola de que guarde silencio, antes de que se incrimine a sí misma y, además, le arrastre a usted con ella. Ya tiene demasiados testigos que le son desfavorables, Rathbone.

– El caso es desfavorable -admitió el abogado con pesar, siguiendo el paso de Harvester.

– ¡Me imagino la cara que pondrá el Lord Canciller! -Harvester esquivó a un grupo de oficinistas que discutían acaloradamente y se reunió con Rathbone al tiempo que bajaban las escaleras en pos del crudo viento de finales de octubre.

– Yo también -dijo Rathbone con demasiada sinceridad-. Pero no tengo alternativa. Sostiene de forma inflexible que Gisela lo mató y, a no ser que abandone el caso, para lo que no tengo motivos, debo seguir sus instrucciones.

Harvester negó con la cabeza.

– Lo siento. -Era conmiseración, no una disculpa. Harvester no impediría que el caso siguiera su curso, como tampoco Rathbone lo habría impedido de estar en su lugar.

Por la tarde, cuando regresaron, Rathbone llamó a declarar a Klaus von Seidlitz, quien se vio obligado a corroborar lo que había dicho Stephan. Al principio se mostró reacio a admitirlo, pero no podía negar que estaba a favor de la unificación. Cuando Rathbone le presionó, argumentó su opinión en contra de la guerra y la destrucción que conllevaba, y su enorme cara retorcida se llenó de creciente pasión al describir la ruina que causa un ejército a su paso: la muerte, la tierra arrasada, la confusión y la pérdida de las regiones fronterizas, los mutilados y los desaparecidos. Su desgarbada figura desprendía cierta dignidad al hablar de sus tierras y de su amor por los pueblos, los campos y los caminos.

Rathbone no le interrumpió. Ni siquiera, cuando Klaus terminó, insinuó que podría haber asesinado a Friedrich para evitar que regresara a su país y lo condujera en una guerra como la que había descrito.

Si algo bueno había en aquello, era que no quedaría duda alguna de que había muchos motivos para el asesinato de Friedrich, o para el infortunado equívoco que había matado a Friedrich en lugar de a Gisela. Había pasiones y cuestiones afines que todo el mundo podía comprender, tal vez incluso identificarse con ellas.

Pero aún estaba muy lejos de poder ayudar a Zorah. Debía hacer durar el proceso todo cuanto pudiera y esperar que con las investigaciones se desvelara algo concreto, algo que señalara de manera indiscutible a otra persona.

Miró atrás, adonde ella estaba sentada, con la cara pálida pero manteniendo la compostura. Él era el único que podía ver sus puños apretados sobre el regazo. No recordaba haber sabido nunca tan poco de la verdadera opinión de un cliente. Desde luego, no era la primera vez que lo embaucaban. Algún cliente le había convencido de su inocencia para descubrir después una culpabilidad amarga y cruel.

¿Era ése el caso de Zorah Rostova?

La miraba, miraba su cara turbulenta, que con tanta facilidad parecía fea o hermosa según incidiera en ella la luz o el ánimo. La encontraba fascinante. No quería que fuese culpable, pero tampoco que fuera una ilusa. ¿Tal vez ésas eran sus artes? Había conseguido importarle. Y no tenía la más mínima idea de qué le pasaba a ella por la cabeza.

Pidió volver a llamar a Florent Barberini al estrado. El juez no tuvo objeción, y una mirada en dirección a Harvester silenció cualquier protesta. Los miembros del jurado estaban erguidos sobre sus asientos, esperaban cada palabra.

– Señor Barberini -comenzó Rathbone, caminando despacio hacia el centro de la sala-, con su anterior testimonio me he formado la idea de que conoce la situación política tanto de los estados alemanes como de Venecia. Desde que subió usted al estrado han salido a la luz muchos otros hechos que convierten la situación política en un factor relevante de la muerte del príncipe Friedrich, así como en nuestro intento de descubrir quién la provocó, ya fuera intencionadamente, o fruto de un trágico accidente mortal cuando, de hecho, lo que pretendían era asesinar a la princesa Gisela.

Toda la sala se sobrecogió. Alguien del público sofocó un grito.

Gisela se estremeció, Harvester extendió la mano como para tranquilizarla aunque, en el último momento, se echó atrás. No era una mujer accesible. Estaba sentada como si la rodeara un cordón de aislamiento. Parecía darse cuenta sólo a nivel superficial del drama que se estaba representando en aquella abarrotada sala. Su pena resultaba visible más allá de las simples ropas negras, las joyas de luto o el sombrero de velo negro. Se había recluido a un lugar inaccesible dentro de sí misma. Rathbone sabía que el jurado era muy sensible a eso. De algún modo, era una proclamación del daño que sentía más vehemente que las palabras de cualquier otra persona. Harvester tenía una cliente ideal.

Zorah era el polo opuesto. Estaba llena de un colorido y una energía turbulentos, era completamente extraña, ponía en duda demasiados de los supuestos sobre los que descansaban las creencias de la sociedad.

Rathbone regresó a Florent en cuanto el murmullo se silenció.

– Señor Barberini, el quid de este caso reside en la pregunta de si realmente hubo un plan para pedirle al príncipe Friedrich que regresara a su país para liderar un partido que luchara por la independencia frente a cualquier propuesta de unificación. ¿Existía semejante plan?

Florent no vaciló ni un instante.

– Sí.

Hubo cientos de gritos ahogados entre el público. Incluso el juez se puso tenso y se adelantó un poco en su asiento, mirando a Florent a los ojos. Zorah dejó escapar un gran suspiro.

Rathbone sintió que una corriente de alivio recorría sus venas como una ola de calidez después de un viaje gélido. No quería sonreír, pero no pudo evitarlo. Le temblaban las manos y por un momento no pudo moverse, no tenía fuerza en las piernas.

– Y… -Se aclaró la voz-. ¿Y quién estaba involucrado en él?

– Sobre todo el conde Lansdorff -contestó Florent-. Ayudado por la baronesa Von Arlsbach y por mí.

– ¿De quién fue la idea?

Esta vez Florent sí dudó.

– Si le resulta comprometedor políticamente -intervino Rathbone-, o si el honor le impide mencionar nombres, ¿puedo preguntar si cree que la reina hubiese aprobado la causa?

Florent sonrió. Era extraordinariamente atractivo.

– Habría aprobado el regreso de Friedrich para encabezar el partido por la independencia -respondió-. Siempre que se cumplieran sus condiciones, que eran inalterables.

– ¿Sabe cuáles eran?

– Por supuesto. No debería tomar parte en la negociación de ningún acuerdo que no contara con su aprobación. -Su cara se relajó y reflejó una especie de humor negro-. Sin mostrar lealtad hacia ella, un plan semejante nunca funcionaría.

Rathbone también se relajó y se encogió un poco de hombros.

– Supongo que la reina es una mujer con mucho poder.

– Muchísimo -corroboró Florent-. Tanto político como personal.

– ¿Y cuáles eran sus condiciones, señor Barberini?

Florent respondió con atención, sin hacer pausas, sin pensar en el jurado, en el juez ni en el público que escuchaba.

– Que volviera solo -dijo-. No toleraría que la princesa Gisela regresara como su esposa. Ella debía permanecer en el exilio y separarse de él.

Un grito ahogado recorrió la sala del tribunal y se oyó un profundo suspiro, el desahogo de las respiraciones contenidas.

Gisela levantó un poco la cabeza y cerró los ojos, no quería mirar a nadie.

La expresión de Harvester era adusta, pero no podía decir nada. No había protesta legal.

Zorah se mantuvo inexpresiva.

Rathbone se vio de nuevo obligado a romper sus propias reglas. Debía plantear una pregunta crucial de la que no conocía la respuesta, pero no le quedaba más alternativa.

– ¿Y se le dieron a conocer esas condiciones al príncipe Friedrich, señor Barberini?

– Sí.

De nuevo hubo murmullos entre la multitud y alguien lanzó un silbido de desaprobación.

– ¿Está seguro de ello? -presionó Rathbone-. ¿Estaba usted presente?

– Sí, así es.

– ¿Y cuál fue la respuesta del príncipe Friedrich?

El silencio se adueñó del aire. En la última fila del público se movió un hombre y el chirrido de sus botas pudo escucharse desde donde estaba Rathbone.

La más sombría de las sonrisas apareció y desapareció de inmediato en la cara de Florent.

– No contestó.

Rathbone sintió que empezaba a sudar.

– ¿No dijo nada?

– Discutió -explicó Florent-. Preguntó muchas cosas. Pero el accidente tuvo lugar antes de que las discusiones llegaran a un final definitivo.

– ¿Así que no se negó en redondo? -inquirió Rathbone, con la voz alterada a pesar de los esfuerzos que hacía por controlarla.

– No, expuso su propia contrapropuesta.

– ¿Cuál era?

– Que Gisela regresara con él. -Inconscientemente, Florent omitió el tratamiento de princesa, con lo que traicionaba sus sentimientos por ella. Para él sería siempre una plebeya.

– ¿Y el conde Lansdorff lo aceptó? -preguntó Rathbone.

– No. -Lo dijo sin dudar.

Rathbone enarcó las cejas.

– ¿No estaba abierto a negociación?

– No, no lo estaba.

– ¿Sabe por qué? Si la reina, y el conde Lansdorff, tienen sentimientos tan apasionados por las libertades de las que hablaba, y si los que debían formar una fuerza política combatiente también los tienen, el aceptar a la princesa Gisela como esposa de Friedrich hubiese sido un precio muy pequeño a pagar por el regreso del líder. Nadie podría haber aunado las diferentes fuerzas como él. Era el primogénito del rey, el heredero al trono, el líder natural.

Esta vez Harvester se puso de pie.

– Señoría, el señor Barberini no tiene competencia para responder a semejante pregunta, a no ser que declare hablar en nombre de la reina y pueda demostrar esa autoridad.

– Sir Oliver -el juez se inclinó hacia delante-, ¿tiene intención de llamar al estrado al conde Lansdorff? No puede hacer que el señor Barberini conteste por él. Tal respuesta no sería más que un chisme, como bien sabe.

– Sí, señoría -contestó Rathbone con gravedad-. Con permiso de su señoría, llamaré al conde Lansdorff al estrado. Su asesor me ha informado de que no deseaba venir, lo cual es comprensible, pero creo que el testimonio del señor Barberini no nos deja otra opción. Muchas reputaciones, vidas tal vez, dependen de que conozcamos la verdad.

Harvester parecía descontento, pero protestar sería como dar a entender que creía que Gisela no podía permitirse que se conociera la verdad, y eso era equivalente a la derrota ante la opinión pública, cuando no también ante la ley. Y por el momento, la ley no era más que una pequeña parte del asunto. Apenas importaba lo que podía demostrarse judicialmente, se trataba de lo que creyera la gente.

El tribunal levantó la sesión en medio de un gran alboroto. Los periodistas pasaban unos por encima de otros, incluso tiraban al suelo a las gentes del público para abrirse paso y trepar a los coches de caballos, gritar los nombres de sus periódicos y pedir que los llevasen allí de inmediato. Ya nadie sabía qué pensar. ¿Quién era inocente? ¿Quién era culpable?

Rathbone tomó a Zorah del brazo e hizo que acelerara el paso, casi la empujaba para que pasara la primera fila de asientos públicos hacia la puerta y el pasillo. Después Rathbone caminó lo más deprisa que pudo hacia una sala privada y una salida discreta. Sólo llegados a ese punto se sorprendió de que ella pudiera seguirle el paso.

Esperaba que Zorah estuviera exultante, pero cuando se volvió para mirarla sólo apreció valentía, calma y alerta. Estaba confundido.

– ¿No es esto lo que usted pensaba? -dijo, y al instante deseó no haberlo hecho, pero era demasiado tarde para detenerse-. ¿Que le habían propuesto a Friedrich regresar a condición de que abandonara a su esposa, y que ella tenía tanto miedo de que aceptara la oferta que lo mató antes que verse descartada? Ahora empieza a parecer concebible que alguien lo hiciera por ella movido por la compasión. O que pueda haber actuado en complicidad con alguien, cada cual según sus propios motivos.

Los ojos de Zorah reflejaban un negro humor, en parte burla, en parte rabia, en parte desdén.

– ¿Gisela y Klaus? -dijo con desprecio-. ¿Ella para mantener su posición como una de las grandes amantes del mundo, él para evitar una guerra y su ruina económica? ¡Nunca! No lo creería ni aunque lo viera con mis propios ojos.

Rathbone se quedó sin habla. Aquella mujer era imposible.

– ¡Entonces no tenemos nada! -Casi gritó-. ¿Klaus solo? Porque ella no pudo hacerlo. ¡Ya lo han demostrado! ¿Es eso lo que quiere, o intenta culpar del asesinato a la reina?

Ella estalló en una risa brillante, profunda y completamente sincera.

De buena gana Rathbone le habría dado una bofetada.

– No -dijo ella, dominándose con dificultad-. No, no quiero culpar a la reina. Tampoco podría. No tuvo nada que ver en el asunto. Si hubiese querido matar a Gisela ya lo habría hecho hace años, ¡y con mayor eficiencia! No es que crea que ella llora en estos momentos la muerte de Friedrich como lo habría hecho hace trece o catorce años. Creo que para ella su hijo murió cuando escogió a Gisela y abandonó su deber y a su pueblo.

– ¿El conde Lansdorff?

– No. Usted me gusta, sir Oliver. -Lo dijo como si se le hubiese acabado de ocurrir-. Lo mató ella -continuó-. Gisela lo mató.

– ¡No lo hizo! -Estaba exasperado por completo-. Es la única persona que no pudo hacerlo. ¿No ha escuchado los testimonios?

– Sí -le aseguró-. Pero no lo creo.

Y Rathbone no pudo conseguir nada más de ella. Se rindió y se fue a casa de muy mal humor.


Por la mañana, el conde Lansdorff subió al estrado. Lo hizo con talante sombrío, pero sin protestar. Mostrar su desagrado habría sido indigno en un hombre que no sólo era soldado y estadista, sino el hermano de la reina más formidable de los estados alemanes, cuando no de toda Europa. Al verlo con su pose erguida, la cabeza alta, los hombros echados hacia atrás, los ojos firmes y directos, no era fácil confundirse.

Aquel hombre era ya un enemigo por el mero hecho de que Rathbone lo hubiera llamado al estrado para testificar y ser interrogado como una persona corriente. No sabía si era una circunstancia atenuante, o si se sumaba a la ofensa, el hecho de que el juicio no hubiese tenido lugar en el propio país del conde. No era la ley lo que le obligaba a estar allí, en el banquillo de la historia de Europa, sino la necesidad de aparecer ante la opinión pública, de defenderse, y con él a su dinastía.

Rolf escuchaba.

– Conde Lansdorff -empezó Rathbone cortésmente-, el señor Barberini nos ha contado que cuando estuvieron en Wellborough Hall la pasada primavera se reunió en varias ocasiones con el difunto príncipe Friedrich, para discutir la posibilidad de que regresase a su país y encabezara la lucha para conservar la independencia y no verse absorbidos en una Alemania unificada. ¿Es eso esencialmente correcto?

Los músculos de Rolf se tensaron cada vez más hasta parecer tan rígido como un soldado desfilando ante un general.

– Lo es… -admitió-. Esencialmente.

– ¿Hay algún detalle que resulte incorrecto o engañoso? -Rathbone mantuvo el tono casi informal.

En la sala no se oía un solo ruido. Se volvió y dio uno o dos pasos, como si pensara.

Gisela estaba sentada con el rostro inexpresivo. Rathbone se sorprendió al ver la fuerza que emanaba de ella cuando estaba en calma, cómo se pronunciaban los huesos de su rostro. No había ternura en su boca, ni vulnerabilidad. Se preguntó qué desesperanza la consumía por dentro para que pareciera tan impenetrable a todo cuanto sucedía a su alrededor. Parecía como si realmente, ahora que Friedrich estaba muerto, nada pudiera alcanzarla. Tal vez era por él, por su memoria, por lo que había emprendido esa acción.

Los labios de Rolf se cerraron formando una línea fina y delicada. Respiró profundamente. Su expresión era la de un hombre que ha mordido algo de sabor amargo.

– La oferta estaba sujeta a condiciones, no era absoluta -respondió.

– ¿Qué condiciones, conde Lansdorff?

– Ese es un asunto político, y también familiar, ambos delicados y confidenciales -respondió Rolf con frialdad-. Sería grosero discutirlo en público, y de muy mal gusto.

– Me doy cuenta, señor -dijo Rathbone con seriedad-. Y a todos nos pesa que sea necesario, absolutamente necesario, hacerlo, para que pueda impartirse justicia. Si le sirve de ayuda, ¿puedo preguntar si la condición era que el príncipe Friedrich se divorciara de su esposa y regresara solo?

El rostro de Rolf se tensó hasta que la luz se reflejó en la lisa superficie de sus mejillas y su frente, y la nariz pareciera una hoja afilada.

El juez tenía una expresión de profunda insatisfacción. Rathbone pensó con temor que, sin duda, el Lord Canciller le habría enviado también a él una nota de aviso.

– Ésa era la condición -dijo Rolf con un tono de voz glacial.

– ¿Y tenía la esperanza de que el príncipe Friedrich aceptara ese imperativo? -presionó Rathbone de manera implacable.

Rolf parecía asombrado. Estaba claro que ésa no era la pregunta que esperaba. Tardó un momento en ordenar sus pensamientos y responder.

– Esperaba poder apelar a cualquier sentido del honor que le quedara, señor. -No miraba a Rathbone sino a algún punto del panel de madera que cubría la pared que se encontraba frente a él, por encima de la cabeza del abogado.

– ¿Tenía usted indicios de ello antes de venir a Inglaterra, conde Lansdorff? ¿O existía alguna otra circunstancia o hecho que le hiciera suponer que podría cambiar de opinión respecto a su abdicación? -prosiguió Rathbone.

Rolf aún mantenía la pose de un soldado en un desfile, pero de uno que escucha cómo se detienen los pasos del pelotón de fusilamiento.

– A veces la obsesión amorosa disminuye con el tiempo y se convierte en algo más moderado -respondió con intenso disgusto-. Yo esperaba que cuando Friedrich se percatase de la necesidad de su país, dejara de lado los sentimientos personales y cumpliera con el deber para el que nació y fue educado, y cuyos privilegios aceptó de buen grado durante los treinta primeros años de su vida.

– Sería un gran sacrificio… -Rathbone tanteaba el terreno.

Rolf le dirigió una mirada fulminante.

– ¡Todos los hombres hacen sacrificios por su país, señor! ¿Algún caballero inglés al que usted respete responde a la llamada de las armas diciendo que prefiere quedarse en casa con su esposa? -Casi se atragantó con el espeso desagrado que destilaba su voz-. ¡Al infierno con el invasor o el ejército extranjero que pisotee sus tierras! Que luche otro. ¡Él prefería bailar en Venecia e ir flotando en góndola haciéndole el amor a una mujer! ¿Admiraría usted a un hombre así, señor?

– No, no lo haría -respondió Rathbone, sintiendo de pronto cómo ardía la vergüenza en el interior del hombre que tenía delante. Friedrich no era sólo su príncipe sino también el hijo de su hermana, su propia sangre. Y él le había presionado para que llegara a esa conclusión delante de un tribunal lleno de gente de la calle, de una calle extranjera-. ¿Se lo expresó usted de ese modo al príncipe Friedrich en Wellborough Hall, conde Lansdorff?

– Sí.

– ¿Y cuál fue su respuesta?

– Que si tanto lo necesitábamos para luchar por la independencia, tendríamos que hacer concesiones y aceptar a esa mujer como su esposa.

Una ola de emoción inundó la sala como una marea.

Por primera vez, también Gisela reaccionó. Se estremeció como si la hubiesen amenazado con darle una bofetada en la cara.

– Y teniendo en cuenta la importancia de las cosas que dependían de su regreso, ¿estaba dispuesto a aceptar esas condiciones? -preguntó Rathbone en medio del silencio.

Rolf alzó el mentón unos milímetros.

– No, señor, no estábamos dispuestos.

Hubo un suspiro general en el público.

– Ha dicho «estábamos» -dijo Rathbone-. ¿A quién más se refiere, conde Lansdorff?

– A los que creemos que el mejor futuro para nuestro país pasa por conservar la independencia, las leyes y los privilegios que tenemos en la actualidad -contestó Rolf-. A los que creemos que la alianza con otros países alemanes, en concreto Prusia o Austria, sería un paso atrás, hacia una época más oscura y represiva.

– ¿Y a usted lo han rechazado como líder? -inquirió Rathbone.

Rolf le miró como si le hubiese hablado en un idioma ininteligible.

Rathbone dio unos pasos por la sala, para volver a atraer su atención.

– ¿Es su hermana, la reina Ulrike, de su misma opinión, conde Lansdorff?

– Sí.

– ¿Y su sobrino Waldo, el príncipe heredero?

La cara de Rolf apenas mostraba emoción alguna, sólo la creciente rigidez de los hombros traicionaba sus sentimientos.

– Él no.

– Naturalmente. Si no, él habría liderado el partido y el regreso de Friedrich no habría sido necesario. Me parece que la salud de su majestad el rey es causa de preocupaciones, ¿no?

– El rey está muy enfermo. Está muy débil -admitió Rolf.

Rathbone se volvió de nuevo, mirando en dirección contraria.

– Sus motivos para desear que el príncipe Friedrich regresara son muy comprensibles, señor. De hecho, imagino que casi todos los aquí presentes simpatizarían con usted y, dadas las circunstancias, harían seguramente lo que usted hizo. Lo que es más difícil de comprender, al menos a mí me resulta imposible, es por qué el odio a la princesa Gisela es tan intenso, a tal punto que el hecho de abandonarla fuera la condición para el regreso del príncipe Friedrich. No parece tener mucho sentido.

Rathbone miró durante un segundo a Gisela.

– Es una mujer encantadora y atractiva -prosiguió el abogado-, y ha demostrado ser una excelente esposa para el príncipe: leal, digna, inteligente, una de las anfitrionas más respetadas de Europa. Nunca se ha dicho siquiera una sola palabra en contra de su reputación en ningún sentido. ¿Por qué estaban dispuestos a arriesgar la batalla de la independencia sólo para asegurarse de que no regresara con su marido?

En el estrado, Rolf estaba muy tenso. No apartó las manos de los costados, se mantuvo en posición de firmes.

– Señor, la situación viene de muy antiguo, de hace unos doce años. Usted no conoce más que lo ocurrido en los últimos meses. Es ridículo suponer que podría llegar a entenderlo.

– Necesito entenderlo -aseguró Rathbone-. Y también el tribunal.

– ¡No! -contradijo Rolf-. No tiene nada que ver con la muerte de Friedrich ni con la calumnia de la condesa Rostova.

El juez miró a Rolf, tenía la frente arrugada, pero cuando habló lo hizo con una voz infinitamente cortés.

– No es usted jurado de esta cuestión, conde Lansdorff. Ahora está en un tribunal inglés y yo decidiré qué es necesario y qué no lo es, según la ley. Y esos doce caballeros -señaló al jurado- deliberarán y decidirán lo que crean que es cierto. No puedo obligarle a responder las preguntas de sir Oliver. Sólo puedo decirle que, en caso de negarse a hacerlo, insinuará una opinión adversa como causa de su silencio. El asesinato está castigado con la pena capital. Éste en concreto se cometió en territorio inglés y está sujeto a las leyes inglesas, sea quien sea el hombre o la mujer que lo cometió.

Rolf quedó lívido.

– No tengo ni idea de quién mató a Friedrich ni por qué. Pregunte lo que quiera. -No añadió «y al cuerno», pero se le veía en la cara.

– Gracias, señoría -agradeció Rathbone, y luego se volvió hacia Rolf-. ¿La princesa Gisela estaba al corriente de sus negociaciones, conde Lansdorff?

– No porque yo se lo hubiera dicho. Si Friedrich se lo contó o no, no lo sé.

– ¿No pudo usted deducirlo por su comportamiento? -inquirió Rathbone sorprendido.

– No es una mujer que haga visibles sus pensamientos o sus sentimientos con su expresión -respondió Rolf con frialdad, sin mirar siquiera a Gisela-. Si su ininterrumpido… -buscó la palabra- disfrute de la fiesta se debía a la ignorancia de nuestra misión o a la confianza en que Friedrich no la abandonaría, no tengo forma de saberlo.

– ¿Había estado alguna vez en otra fiesta como aquella, conde Lansdorff?

– Si Friedrich estaba allí, no. Soy hermano de la reina. Friedrich escogió el exilio en lugar de cumplir con su destino. -En su expresión había una condena total, igual que en el tono de su voz dura y precisa.

– ¿Debo deducir que Gisela creía que Friedrich no la abandonaría?

– Puede deducir lo que le apetezca, señor.

Harvester sonrió sombríamente. Rathbone lo apreció por el rabillo del ojo. Intentó enfocarlo de otro modo.

– ¿Estaba autorizado a tomar decisiones en cuanto a las condiciones o concesiones al príncipe Friedrich, conde Lansdorff? ¿O tenía que consultar con la reina?

– No había concesiones que hacer -contestó Rolf con cara de pocos amigos-. Creía que ya lo había dejado claro, señor. Su majestad no toleraría el regreso de Gisela Berentz, ni como princesa heredera ni como consorte. Si Friedrich no aceptaba esas condiciones, se buscaría a otro líder para la causa.

– ¿Quién?

– No lo sé.

Rathbone pensó que era mentira, pero por la expresión de Rolf pudo ver que ésa sería la única respuesta que conseguiría de él.

– La reina siente un odio muy intenso por la princesa Gisela -dijo Rathbone, pensativo-. Parece ir en contra de los intereses de su país, permitir que los sentimientos personales gobiernen sus acciones. -No era una pregunta, pero esperaba que provocase en Rolf una reacción defensiva.

Lo consiguió.

– ¡No es odio personal! -exclamó-. Esa mujer era inaceptable como esposa de Friedrich, por muchas razones, y ninguna de ellas era estrictamente personal. -Empleó el término con absoluto desdén.

Rathbone se volvió intencionadamente para mirar a Gisela, sentada junto a Harvester. Era la imagen del dolor, una víctima perfecta. Harvester no tenía que defenderla de Rolf, su propio porte ya ejercía esa función mejor que cualquier palabra que se le pudiese ocurrir al abogado. Parecía enfadado, aunque satisfecho.

Zorah estaba muy erguida, tensa, con la cara pálida.

Rathbone miró de nuevo hacia Rolf.

– A mí me parece muy adecuada -dijo en tono inocente-. Tiene dignidad, presencia, provoca admiración, amor o incluso envidia en medio mundo. ¿Qué más podría desear?

La boca de Rolf se retorció a causa de un sentimiento que expresaba tanto dolor como desprecio.

– Posee el arte de seducir a los hombres -respondió Rolf-, la inteligencia para convertirse en el centro de atención y el estilo para vestir siempre de manera impecable. Eso es todo.

Hubo silbidos en el público. A uno de los miembros del jurado se le escapó una exclamación de horror.

– Oh, vamos, señor… -protestó Rathbone, de pronto el pulso se le aceleró, tenía la boca seca-. Eso parece, en el mejor de los casos, una descortesía guiada por los prejuicios. Y en el peor, parece un comentario fundamentado en un profundo odio personal.

Rolf perdió los estribos. Por fin se dejó llevar y se inclinó hacia delante sobre la barandilla, fulminando a Rathbone con la mirada.

– Que no se dé usted cuenta de su naturaleza, señor, tan sólo es culpa suya. La mayor parte de Europa no puede apreciarlo, gracias a Dios. Me hubiese gustado dejar las cosas así, pero usted me ha obligado. Al igual que cualquier otra casa real, necesitamos un heredero. Waldo no puede dárnoslo, aunque no es culpa suya. No es ése asunto que pueda ni vaya a comentar aquí. Gisela no tiene hijos por decisión propia.

Hubo una oleada de reacciones entre el público.

Harvester se levantó a medias de la silla, pero su protesta se perdió en medio del alboroto generalizado.

El juez golpeó con el mazo para ordenar silencio.

Rathbone miró a Rolf, luego a Gisela. Ella parecía carente de vida, sus enormes ojos parecían hundidos, pero Rathbone no sabía si era debido al miedo, al horror y a la vergüenza ante tal revelación pública o a causa de un viejo dolor que había vuelto a despertarse.

El ruido aún no había cesado. Rathbone miró a Zorah.

Parecía tan sorprendida y confusa como el resto de los presentes.

El juez volvió a golpear con el mazo. Se restableció el orden.

– ¿Conde Lansdorff? -incitó Rathbone con mucha claridad.

Rolf no iba a detenerse.

– Si Friedrich la hubiese abandonado, podría haberse casado con una mujer más adecuada, una que le diera un heredero al país -prosiguió Rolf-. Hay muchas jóvenes de noble nacimiento y con una reputación intachable, lo bastante agradables de trato y aspecto. -No apartaba la mirada de Rathbone, pero en su rostro se notaba la renuencia-. La baronesa Von Arlsbach habría sido perfecta. La reina le suplicó que se casara con ella. Tenía todas las virtudes y el pueblo la adoraba. Su familia es intachable. Su reputación mejora con cada día que pasa.

No hacía caso de la gente, ni siquiera del jurado. Todos los ojos repasaban los bancos para el público intentando descubrir si ella estaba allí.

– Posee dignidad, honor, la lealtad del pueblo y el respeto de todos los que la conocen, nativos y extranjeros por igual -continuó-. Pero él escogió a esa otra mujer. -Su mirada se dirigió a Gisela por un instante y luego la apartó de nuevo-. ¡Nos hemos quedado yermos!

– Ésa es una tragedia que ha afectado a muchas dinastías, conde Lansdorff -dijo Rathbone compasivamente-. Aquí, en Inglaterra, no nos es ajena. Deberán enmendar la constitución para que la corona pase también por línea femenina. -Hizo caso omiso de la expresión de incredulidad de Rolf-. Pero cuando el príncipe Friedrich se casó con Gisela no podían saber que esa unión no daría hijos. Es injusto pensar que es por culpa de Gisela, y de forma voluntaria.

Bajó un poco la voz.

– Muchas mujeres desean con desesperación concebir un hijo y, si no pueden hacerlo, plantan cara al mundo valientemente y esconden su dolor fingiendo que éste no existe. Se trata de una aflicción muy íntima y personal. ¿Por qué debería alguien, una princesa, exponerlo para que el público lo viera o se compadeciera de ella?

Rolf habló con una amargura tensa, casi sibilante:

– Gisela no tiene hijos porque ésa fue su decisión. ¡No me pregunte cómo lo sé!

– Debo hacerlo -insistió Rathbone-. Es una acusación muy dura, conde Lansdorff. ¡No puede esperar que el tribunal, ni nadie, le crea a menos que lo demuestre! -Sonrió con cierto sarcasmo.

Rolf permaneció en silencio.

Harvester se levantó, tenía la cara congestionada.

– ¡Señoría… esto es absurdo! Yo…

– Sí, señor Harvester -dijo el juez con calma-. Conde Lansdorff, o bien se retracta de sus afirmaciones sobre la princesa Gisela y reconoce que son falsas, o bien explica los motivos que tiene para sostenerlas y deja que el tribunal decida si las cree o no.

Rolf se puso firme de nuevo, se enderezó e irguió los hombros. Miraba más allá de Rathbone y de las mesas de la demandante y la demandada, hacia algún lugar del público y, sin pensarlo, también Rathbone se volvió en esa dirección. El juez siguió la mirada de Rolf y el jurado le imitó.

Rathbone vio a Hester y, junto a ella, a un joven en silla de ruedas, la luz se reflejaba en su cabello de color castaño claro. Detrás de él, también en el pasillo, había un hombre y una mujer mayores, de aspecto especialmente atractivo. Al parecer, por el modo en que lo miraban, eran sus padres. Era el paciente del que le había hablado Hester. Le había contado que eran de Felzburgo. No era de extrañar que se sintieran obligados a asistir al juicio, después de las cosas que habían publicado los periódicos.

Rathbone se volvió de nuevo hacia el estrado.

– ¿Conde Lansdorff?

– Gisela no es estéril -dijo Rolf entre dientes-. Tuvo un hijo de una aventura ilícita años antes de casarse con Friedrich.

Un murmullo de respiraciones contenidas, tan intensas como un silbido, inundó la sala. Harvester se levantó de un salto y se encontró con que no tenía ni idea de qué decir. A su lado, Gisela estaba blanca como el papel.

Uno de los miembros del jurado tosió y se atragantó.

Rathbone estaba demasiado desconcertado como para decir nada.

– No quería al niño -continuó Rolf con la voz cargada de desprecio-. Quería deshacerse de él, abortar… -De nuevo se vio obligado a parar por el jaleo que se organizó en la sala.

El público estalló de furia, repugnancia y aflicción. Una mujer chilló. Alguien se puso a maldecir a diestro y siniestro, de manera indiscriminada.

El juez daba golpes con el mazo, tenía los ojos casi cerrados a causa de la inquietud.

La voz de Rolf, cruda y fuerte, se alzó por encima de todo aquello.

– Pero el padre quería al hijo, y le dijo que lo descubriría todo si ella lo mataba, pero si daba a luz y el niño vivía, se lo llevaría lejos para cuidarlo y amarlo.

En el público alguien lloraba.

Los miembros del jurado estaban lívidos.

– Dio a luz un niño -dijo Rolf-. El padre se lo llevó. Luchó durante un año para sacarlo adelante él solo, luego se enamoró de una mujer de su mismo rango y clase, una mujer tierna y noble dispuesta a criar al niño como si fuera su propio hijo. Por descontado, el niño nunca supo que no era su madre.

Rathbone tuvo que aclararse la garganta antes de poder encontrar la voz suficiente para hablar.

– ¿Puede demostrarlo, conde Lansdorff? Es una acusación horrible.

– ¡Por supuesto! -Los labios de Rolf mostraban desdén-. ¿Imagina que la acusaría desde el estrado si no pudiera probarlo? Puede que Zorah Rostova sea imbécil… ¡pero yo no!

»Su segundo hijo no tuvo tanta suerte -prosiguió, la voz gélida como el hielo-. Lo concibió de Friedrich, pero esa vez consiguió abortar. Por lo visto, conocía unas hierbas. Es un arte que a algunas mujeres les gusta cultivar; por razones de salud o cosmética, entre otros motivos. Y para preparar afrodisíacos y provocar abortos también. Después de aquello estuvo enferma y durante un tiempo la atendió un médico. No sé si pueden obligarlo a testificar, pero no mentiría bajo juramento. El asunto le preocupaba. -Tenía la cara crispada por la emoción-. Pero si su profesión le obliga a callar, pregunten a Florent Barberini. Él hablará, si le presionan. No tiene lealtades que lo aten. -Calló de repente.

Rathbone no tenía alternativa. El tribunal contenía la respiración.

– ¿Pero y el hijo que dice que dio a luz, conde Lansdorff? ¡El hijo de Gisela! ¿Eso sí puede demostrarlo?

Rolf miró al juez una vez más.

La cara del juez expresaba pesar, pero era inflexible.

– Lo siento, conde Lansdorff, la acusación que ha hecho es demasiado terrible como para dejarla sin demostrar, sea cierta o falsa. Si puede, debe contestar.

– La aventura de Gisela fue con el barón Bernd Ollenheim -dijo Rolf sombríamente-. Él se llevó a su hijo y, cuando se casó, su esposa quiso al niño como si fuera suyo.

No tenía nada más que decir, pero la emoción del tribunal no le hubiese dejado hablar de todas maneras. De una forma tan repentina como el estallido de una tormenta, la adoración de los asistentes por Gisela se había convertido en odio.

Harvester parecía un hombre que acabara de presenciar un accidente mortal. Su rostro había perdido el color, dejaba los gestos a medias, cambiaba de opinión, abría la boca como para hablar y no encontraba palabras.

Gisela estaba sentada como si se hubiera quedado petrificada. Lo que fuera que sintiese, no se reflejaba en sus facciones. No había nada en su rostro que hablara de arrepentimiento. Ni una sola vez se volvió para ver si reconocía a Bernd Ollenheim entre el público, y no podía haber dejado de darse cuenta de que estaba allí, por la fija mirada de Rolf, llena de lástima, y por el movimiento de la multitud cuando se percataron de a quién estaba mirando.

Rathbone miró a Zorah. ¿Estaba ella al corriente? ¿Había estado esperando a que Rolf lo desvelara, deseándolo, confiando en que lo hiciera?

Por la inmóvil sorpresa que reflejaba su rostro, Rathbone sólo pudo deducir que había resultado tan impactante para ella como para los demás, exceptuando a la propia Gisela.

Pasaron segundos, minutos, hasta que el barullo descendió lo suficiente como para que Rathbone se hiciese oír.

– Gracias, conde Lansdorff -dijo al cabo-. Nos damos cuenta de que ha debido ser muy duro para usted revelar esto, por el bien de los inocentes. Sin embargo, eso explica el infinito desagrado de la reina Ulrike por Gisela. -También él omitió el título sin darse cuenta-. Y la razón por la que, bajo ninguna circunstancia, permitiría que ella regresara a Felzburgo y se convirtiese en reina. Si algo así se hubiese llegado a hacer público después de la coronación, el escándalo habría sido atroz. Podría haber destruido la corona. La reina no habría permitido algo semejante.

Dio un paso atrás, se volvió y luego le habló otra vez a Rolf.

– Conde Lansdorff, ¿tenía conocimiento el príncipe Friedrich de esta tragedia del pasado y del hecho de que Gisela tuviera un hijo?

– Por supuesto -dijo Rolf con pesar-. Se lo contamos en cuanto mostró la intención de casarse con ella. No hizo caso. Tenía la capacidad de no ver lo que no quería ver.

– ¿Y el aborto? ¿Supongo que ése es el motivo de que ya no haya concebido más hijos desde entonces?

– Supone correctamente. Ahora ya no puede. Dudo que consiga que el médico lo declare, pero es la verdad.

– ¿Y sabía el príncipe Friedrich que Gisela mató a la criatura que había llevado en su vientre?

Hubo un grito ahogado en toda la sala. Entre el público, una mujer lloraba. Los miembros del jurado parecían una fila de hombres en un fusilamiento.

Rolf palideció aún más.

– No lo sé. No se lo dije, aunque yo lo sabía. Dudo que ella se lo hubiese contado. A no ser que lo hubiera hecho Barberini. Pero no lo creo probable.

– ¿No utilizaron esa información para intentar convencerlo de que abandonara a su esposa? Confieso que yo, casi con total seguridad, lo habría hecho.

– Yo también, sir Oliver -dijo Rolf con gravedad-. Pero sólo como último recurso. No quería a un hombre destrozado. Cuando sucedió, no tuve oportunidad de hacerlo, y después del accidente habría sido brutal. Lo habría matado. No sé si se lo hubiese dicho más adelante, una vez recuperado. No lo sé.

– Gracias, conde Lansdorff. No tengo más preguntas para usted. Por favor, no se vaya, quizá el señor Harvester tenga alguna.

Harvester se puso en pie, se tambaleó un poco, como si una ráfaga de viento hubiese impactado con su cuerpo, y se aclaró la voz.

– Yo… Supongo, conde Lansdorff, que podrá probar esta monstruosa historia ante el tribunal si resulta necesario. -Intentaba aparentar valentía, incluso mostrarse desafiante, pero le fallaron las fuerzas. Era obvio que estaba tan abatido como todas las personas de la sala. Era un hombre dedicado con devoción a su mujer y sus hijas, y sus emociones se habían visto demasiado ultrajadas como para esconderlo.

– Por supuesto -contestó Rolf secamente.

– Tal vez le pidan que lo haga. De más está decir que yo cumpliré instrucciones. -No podía decir nada para rebatir la acusación, y hablar en ese momento de la falta de relevancia en el caso de calumnia de Zorah habría sido ridículo. A nadie le importaba ya. Nadie escuchaba siquiera. Se sentó de nuevo como un hombre totalmente diferente.

El juez miró a Rathbone, la tristeza se reflejaba en su cara.

– Sir Oliver, lo siento pero creo que lo mejor será que aporte cualquier prueba de la que disponga. No ponemos en entredicho el testimonio del conde Lansdorff, pero hasta ahora sólo tenemos su palabra. Lo más adecuado sería zanjar este asunto lo antes posible, si es que tenemos oportunidad de hacerlo.

Rathbone asintió con la cabeza.

– Llamo a declarar al barón Bernd Ollenheim.

– ¡Barón Bernd Ollenheim! -repitió el ujier.

Muy poco a poco, Bernd se puso de pie y avanzó desde el público, cruzó la sala, subió los escalones del estrado y, una vez arriba, se volvió para enfrentarse al tribunal. Estaba pálido, los ojos llenos de angustia. Miraba hacia Gisela, por encima de la cabeza de Rathbone, como si se tratara de un ser que hubiese salido reptando de un pozo negro.

– ¿Quiere un vaso de agua, señor? -preguntó el juez con amabilidad-. Puedo enviar a un ujier a por uno sin problema.

Bernd volvió en sí.

– No… No, gracias, señoría. Conseguiré dominarme.

– Si desea algún tipo de ayuda, puede pedirla -le tranquilizó el juez.

Rathbone se sentía como si estuviera desnudando a un hombre. Sólo le llamó porque había que aportar una respuesta al interrogante que había planteado Rolf, una respuesta que fuese definitiva.

– Barón Ollenheim, no le entretendré demasiado. -Respiró hondo-. Lamento la necesidad de llamarlo al estrado. Solamente deseo pedirle que corrobore o desmienta el testimonio del conde Lansdorff en relación a su hijo. ¿Es cierto que es hijo de Gisela Berentz?

Bernd tenía dificultades para hablar. Parecía habérsele cerrado la garganta. Luchaba por hacer llegar el aire a sus pulmones y, después, por dominar la angustia que lo abatía.

El tribunal al completo estaba en silencio y compartía su inquietud.

– Sí… -dijo al fin-. Sí, lo es. Pero mi esposa… Mi esposa siempre lo ha querido… No sólo por mí, sino por él mismo. Nadie… -Se quedó otra vez sin aliento, la cara desfigurada por el dolor del recuerdo y el temor que sentía por ella ahora-. Nadie podría querer más a un niño.

– No lo dudamos, señor -dijo Rathbone con gentileza-. Como tampoco dudamos de la agonía que esto le provoca, tanto ahora como entonces. ¿Dice el conde Lansdorff la verdad al afirmar que Gisela Berentz quería destruir al niño -usó esa palabra adrede; al haber visto a Robert Ollenheim a través de los ojos de Hester, no le fue difícil- pero que usted la obligó a seguir adelante y dar a luz?

El silencio era ensordecedor.

– Sí… -dijo Bernd en un susurro.

– Le pido perdón por la intrusión en lo que debería haber sido siempre un íntimo pesar -se disculpó Rathbone-. Y le doy mi palabra de que le respetamos tanto a usted como a su familia. No tengo nada más que preguntarle. A no ser que el señor Harvester tenga algo que añadir, eso es todo.

Harvester se puso en pie. Parecía abatido.

– No, gracias. No creo que el barón Ollenheim tenga nada relevante que añadir respecto al caso que tenemos entre manos.

Fue un valiente intento de hacer recordar al tribunal que el caso era el de calumnia entre Zorah y Gisela, pero a nadie le importaba ya. Las cuestiones importantes eran el abandono, el aborto y el asesinato.

El día terminó con alboroto. Fue necesario llamar a la policía para que escoltara a Gisela hasta su carruaje y la protegiera de la furia de la multitud, que se cernió sobre ella con una rabia aún más intensa y con mayor violencia de la que había mostrado hacia Zorah los dos días anteriores. Gritaban, la acosaban con su rechazo. Algunos llegaron a lanzar piedras. Una de ellas chocó contra el techo del carruaje y rebotó en una pared de la calle. El cochero increpaba a la gente, temía por él y por su caballo, e hizo restallar el látigo sobre sus cabezas.

Rathbone salió con Zorah y la apremió, temía que también ella fuera blanco de la ira. Había sido ella quien había instigado la completa destrucción de los sueños, y la odiarían por ello.


Robert Ollenheim les había pedido a sus padres que le dejaran solo, al menos durante una hora, y fue Hester quien le acompañó en el carruaje de camino a Hill Street. Bernd y Dagmar se habían quedado de pie sin poder hacer nada mientras el lacayo ayudaba a Robert a subir al carruaje, y a Hester después de él, pero no hicieron ningún intento de discutir ni protestar.

Robert estaba inmóvil, miraba hacia delante a medida que los caballos cogían velocidad. El lacayo iba junto al cochero. El joven y Hester estaban solos, avanzaban entre calles enrevesadas y laberínticas.

– ¡No es cierto! -repetía sin parar Robert, mascullando las palabras entre dientes-. ¡No es cierto! Esa… mujer… no es mi… -Ni siquiera alcanzaba a decir la palabra "madre".

Hester puso su mano sobre la de él y sintió cómo se cerraba en un puño bajo la manta que le cubría las rodillas. En el carruaje hacía muchísimo frío y por una vez no sintió estar arropado.

– No, no lo es -convino Hester.

– ¿Qué? -Se volvió para mirarla, con cara de desconcierto e intensa incredulidad-. ¿No ha escuchado lo que ha dicho mi padre? Ha dicho que esa mujer… esa mujer… -Tomó aire con dificultad-. ¡Incluso antes de haber nacido, no me quería! ¡Quería deshacerse de mí!

– No es su madre en ningún sentido que tenga importancia -dijo Hester con gravedad-. Renunció a ese derecho. Dagmar Ollenheim es su madre. Ella es quien le ha criado, quien le ha querido y quien le ha aceptado. Usted es el único hijo que ha tenido. Sólo es necesario que piense en ella durante cualquiera de los años de su vida para darse cuenta de lo mucho que le quiere. ¿Alguna vez lo había puesto en duda?

– No… -Aún le costaba respirar, como si algo le oprimiera el pecho-. ¡Pero esa… esa otra mujer también es mi madre! ¡Soy parte de ella! -Miraba a Hester con los ojos muy abiertos y llenos de dolor-. ¡Ése es quien soy! ¡No puedo escapar de ello! ¡No puedo olvidarlo! ¡Procedo de su cuerpo! ¡De su mente!

– Sólo de su cuerpo -corrigió Hester-. No de su mente. La mente y el alma de usted son sólo suyas.

Un nuevo horror se apoderó de él.

– ¡Dios Santo! ¿Qué pensará Victoria de mí? ¡Lo sabrá! Lo leerá en algún… en algún cartelón, se lo oirá decir al chico de los periódicos por la calle. ¡Alguien se lo dirá! Hester… ¡Tengo que decírselo yo antes! -Las palabras se agolpaban en su boca-. ¡Lléveme a donde vive! Debo ser yo quien se lo diga. No puedo dejar que se entere por otra persona. ¿Dónde vive? ¡Nunca se lo he preguntado!

– Vive en un piso alquilado en Bloomsbury. Pero ahora no puede ir allí. Es necesario que espere a que venga ella.

– ¡No! Debo decírselo. No puedo soportar…

– Tiene que hacerlo -dijo Hester con firmeza-. Piense en su madre… en Dagmar, no en la otra mujer, que no tiene derecho alguno sobre usted. Piense en cómo debe de sentirse Dagmar. Piense en su padre, que lo quiso incluso antes de nacer, ¡que luchó por su vida! Necesitan su apoyo. Necesitan saber que está usted bien y que lo comprende.

– Pero debo decírselo a Victoria antes de que…

Hester le sostenía las manos con fuerza.

– ¡Robert! ¿No cree que Victoria querría que hiciese lo más correcto, lo que resulte honorable y cariñoso para con quienes le han querido toda la vida?

Pasaron minutos antes de que Robert se relajara. Avanzaban traqueteando por calles cada vez más oscuras. La intensidad de la luz del carruaje oscilaba al pasar por delante de las farolas e introducirse después en la niebla y las sombras que separaban unas de otras.

– Sí… Supongo que sí -cedió finalmente-. Pero debo verla esta misma noche. Tengo que enviarle un mensaje. Debo verla antes de que lo oiga en alguna otra parte. Si no quizá nunca tenga la oportunidad de decirle que la quiero. Sabrá que mi madre es… ¡Dios sabe qué! Soy… soy parte de esa mujer y no quiero serlo, tanto es así que casi desearía no haber nacido. ¿Cómo puede suceder algo así, Hester? ¿Cómo puede ser que hayas nacido de alguien a quien odias y aborreces? Es tan injusto que no puedo soportarlo.

– Usted no es parte de ella -dijo Hester con firmeza-. Es aquello que escoja ser. Usted no tiene la culpa de lo que ella haya hecho. Para usted es horrible, porque la gente puede juzgarlo con crueldad, y tiene razón, es injusto. Pero debería hacer algo mejor que culparse.

Esperó un momento mientras los adelantaba un carro grande.

– Nada de lo que ella es tiene que ver con quién es usted, a no ser que lo quiera así -siguió-. El pecado no es una enfermedad hereditaria. No puede pasar de padres a hijos. Igual que usted no puede traspasar la culpabilidad. Eso es lo que sucede con la responsabilidad: no puede hacerse cargo de la de otra persona, por mucho que la quiera, y no puede entregar la suya a nadie. Todos estamos solos. No importa lo que hiciera Gisela, y sabiendo que no pudo haber matado a Friedrich, usted no es responsable de los actos de ella ante nadie. Ni ante la sociedad, ni ante Victoria, ni ante usted mismo.

Lo agarró del brazo con más fuerza.

– ¡Pero escúcheme, Robert! Sí que es responsable de lo que haga a partir de ahora, de cómo trate a su padre y a Dagmar. Es responsable si sólo tiene en cuenta su propio dolor y confusión y da la espalda a los suyos.

Robert bajó la cabeza, exhausto, y ella lo rodeó con sus brazos, le abrazó tan fuerte como pudo, le acarició el pelo con la mano, suavemente, como si aún estuviera enfermo o fuese un niño.

Hester le dijo al cochero que fuese despacio para que Bernd y Dagmar llegaran a Hill Street antes que ellos.

Cuando llegaron y aparcaron, Robert ya estaba preparado. Se abrió la puerta y allí estaba Bernd, con la cara blanca, y Dagmar un paso detrás de él.

– Hola, padre -dijo Robert con calma, los estragos de la emoción en su rostro no eran visibles a la luz de las farolas en una noche de lluvia-. ¿Me ayudas a bajar? Aquí hace mucho frío, a pesar de la manta. Espero que haya un buen fuego en la antesala.

Bernd vaciló, buscaba la mirada de Robert como si apenas pudiera creerle. Luego casi cayó hacia delante extendiendo los brazos para sostenerlo, comedido en principio, como si únicamente pretendiera ayudar a su hijo, pero en el carruaje las lágrimas rodaron por sus mejillas, y le temblaron las manos.

Robert miró más allá, a Dagmar.

– Será mejor que entres, madre -dijo con claridad-. Cogerás frío si te quedas ahí. Se está levantando niebla. -Se obligó a sonreírle, y poco a poco esa sonrisa se hizo auténtica, llena de luz, de recuerdos sobre la ternura que tan seguro estaba de haber recibido.

Hester bajó tras él y los siguió escaleras arriba hacia la casa. No sintió el aire de la noche, helado, ni se dio cuenta de que el bajo de la falda se le había mojado en la alcantarilla y que tenía los pies insensibles a causa del frío.


Victoria fue a ver a Robert en cuanto recibió la carta; de hecho, acudió en el mismo coche que el lacayo había enviado con el mensaje. Robert la recibió a solas. Por una vez, la puerta se cerró y Hester esperó en la antesala con Bernd y Dagmar.

Bernd recorría la habitación, se volvía cuando llegaba a los extremos, tenía la cara pálida, los ojos no hacían más que dirigirse a la puerta.

– ¿Qué hará ella? -se preguntó, mirando a Hester-. ¿Qué le dirá? ¿Será capaz de aceptarlo o de hablar de su… origen? -Tampoco él conseguía nombrar a Gisela como la madre del chico.

– Teniendo en cuenta quién fue su padre, ella, más que nadie, lo comprenderá -dijo Hester, despacio pero con total seguridad-. ¿Será Robert capaz de aceptar eso?

– Sí -se apresuró a decir Dagmar, sonriendo-. Uno no es responsable de los pecados de sus padres. Y Robert la quiere, más de lo que jamás habría querido a una mujer normal que no hubiera pasado pruebas y penalidades. Espero que tenga el valor de pedirle que se case con él. Y espero que ella tenga la fe suficiente para aceptarlo. ¿Cree usted que lo hará? -Ni siquiera miró a Bernd para ver si él lo aprobaba. No tenía la menor intención de dejar que lo impidiera.

– Sí -dijo Hester con seguridad-. Creo que aceptará por voluntad propia. Creo que la convencerá. Pero si tiene dudas, debemos darle fuerzas.

– Por supuesto que lo haremos -estuvo de acuerdo Dagmar-. La suya será una clase de felicidad diferente a la de la mayoría de la gente, pero igual de profunda, o quizá más. -Levantó la vista hacia Bernd, y extendió la mano.

Él dejó de pasearse y la tomó, la sostuvo con firmeza, con tanta fuerza que Dagmar se estremeció, pero no la apartó de sí. Bernd sonrió a Hester y asintió con la cabeza, algo bruscamente.

– Gracias…

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