La mañana siguiente era sábado y Hester durmió hasta tarde. Se despertó de una sacudida, recordando que el caso aún no había finalizado ni mucho menos. Todavía no tenían ni la más remota idea de quién había matado a Friedrich. Legalmente, si no moralmente, Gisela seguía siendo la parte atacada pues Zorah la había calumniado al culparla del asesinato de su marido. El jurado no tendría más remedio que fallar a favor de Gisela, quien no tenía nada que perder exigiendo una multa como indemnización. Carecía ya de una reputación que pudiera mejorar con la compasión. Era una mujer arruinada y necesitaría cada medio penique que pudiera arrebatarle a quien fuera. Su único consuelo sería la venganza contra la persona que había provocado todo ese desastre.
A la derrota de Zorah le seguiría la de Rathbone. Y, en el peor de los casos, Zorah podría verse acusada del asesinato de Friedrich.
Hester se levantó y se vistió con las mejores ropas que tenía allí: un vestido de corte sencillo de un oscuro color rojo óxido con terciopelo negro en el cuello.
No es que pensara que en aquel asunto importara la apariencia, pero cuidarse, arreglarse el cabello lo mejor que pudiera, poner algo de color de sus mejillas, era un acto de confianza. Era como un soldado dando lustre a sus botas y colocándose la casaca rojo escarlata antes de ir a la batalla. Era cuestión de moral, el primer paso hacia la victoria.
Llegó a la oficina de Rathbone a las once y cinco, y se encontró con que Monk ya estaba allí. Fuera hacía frío y humedad, en la chimenea ardía un fuego reconfortante y las lámparas brillaban llenando la sala de calidez.
Monk, vestido de marrón oscuro, estaba de pie junto a la chimenea, con las manos alzadas como si hubiese estado gesticulando para enfatizar algún detalle de su discurso. Rathbone estaba sentado en el sillón más grande, con las piernas cruzadas, los pantalones color ocre tan inmaculados como siempre, pero llevaba la corbata algo torcida y el pelo un poco ahuecado en un lado, por donde parecía que acababa de pasarse los dedos.
– ¿Cómo está el hijo de los Ollenheim? -preguntó Monk, y luego miró su vestido y el color de sus mejillas con expresión crítica-. Por tu aspecto supongo que se lo ha tomado bastante bien. Pobre diablo. Ya es bastante duro descubrir que tu madre te consideraba un estorbo para sus ambiciones sociales, que quiso abortar y que, en cuanto naciste, te abandonó, como para estar presente en un tribunal mientras medio Londres se entera al mismo tiempo que tú.
– ¿Y la baronesa? -preguntó Rathbone-. Para ella tampoco ha debido de ser fácil, ni para el barón, la verdad.
– Creo que estarán muy bien -respondió Hester con contundencia.
– Pareces extrañamente satisfecha contigo misma. -Al parecer, a Monk le molestaba-. ¿Has descubierto algo útil?
Fue una forma de recordarles un futuro próximo al que aún habían de enfrentarse.
– No -admitió Hester-. Me he alegrado mucho por Robert y por Victoria Stanhope. No he descubierto nada. ¿Y tú? -Se sentó en la tercera silla, mirando alternativamente a uno y otro hombre.
Monk la contemplaba con tristeza.
Rathbone estaba demasiado preocupado por el caso como para abandonarse a otras emociones.
– Hemos conseguido que el jurado mire a Gisela de un modo muy diferente… -dijo para empezar.
Monk dejó escapar una carcajada.
– Pero eso no corrobora la acusación de Zorah -continuó Rathbone con mala cara, haciendo caso omiso de Monk y mirando sólo a Hester-. Si tenemos que impedir que Zorah se enfrente a la acusación de haber asesinado a Friedrich, estamos en la obligación de descubrir quién lo hizo y demostrarlo. -Tenía la voz calmada, tan contenida que carecía de su acostumbrado timbre. Hester sentía cómo le invadía la derrota-. Es una patriota -prosiguió-. Y está muy claro que odia a Gisela. Habrá mucha gente que pensará que, en este momento crítico de la historia de su país, Zorah aprovechó la oportunidad para intentar asesinarla pero cometió un terrible error y Friedrich murió en su lugar. -Parecía profundamente triste-. Yo mismo lo creería.
Monk le miró con denuedo.
– ¿Lo crees?
Hester aguardaba la respuesta.
El abogado tardó un buen rato en contestar. En el despacho no había más ruido que el crepitar del fuego, el tictac del alto reloj de pared y el repiqueteo de la lluvia en la ventana.
– No lo sé -dijo al fin-. No lo creo. Pero…
– ¿Pero qué? -inquirió Monk, volviéndose hacia él-. ¿Qué?
Rathbone levantó la vista deprisa, como para contraatacar con alguna puntualización. Monk le estaba interrogando como si fuera un testigo en el estrado. Luego cambió de opinión y no dijo nada. Que Rathbone se rindiera con tanta facilidad daba una idea de su desasosiego interior, y eso preocupó más a Hester que si hubiera admitido cualquier cosa con palabras.
– ¿Pero qué? -repitió Monk con aspereza-. Por amor de Dios, Rathbone, tenemos que saberlo. Si no llegamos al fondo del asunto, esa mujer podría acabar en la horca. Friedrich fue asesinado. ¿No quieres saber quién lo hizo, fuera quien fuese? ¡Pues yo sí!
– Sí, claro que sí. -Rathbone se deslizó hacia delante en el sillón-. Incluso aunque fuera Zorah, quiero saberlo. Creo que nunca podré volver a dormir tranquilo si no llego a saber qué pasó en realidad en Wellborough Hall, y por qué.
– Alguien aprovechó la situación, cortó hojas y corteza de tejo, fabricó el veneno y lo hizo llegar a Friedrich -dijo Monk, cambiando de postura y reclinándose en la repisa de la chimenea-. La cuestión más importante que debemos descubrir es si intentaban matar a Friedrich o a Gisela. -Estaba demasiado cerca del fuego, pero parecía no notar el fuerte calor-. O el veneno estaba destinado a Friedrich, para evitar su regreso, en cuyo caso probablemente el culpable fuera Klaus von Seidlitz, o tal vez… su mujer. -Una extraña expresión asomó en su rostro y desapareció al instante-. O era para Gisela, y por algún motivo ella le dio la comida o la bebida, o lo que fuera, a Friedrich. En ese caso, podría haber sido cualquier partidario de la independencia: Rolf, Stephan, la propia Zorah, incluso Barberini.
– O lord Wellborough, la verdad -añadió Rathbone- pues sus intereses económicos estarían en juego a la hora de armar al ejército para la lucha que conllevaría el regreso de Friedrich.
– Es posible -reconoció Monk-. Pero poco probable. Ya hay bastantes guerras. No veo a lord Wellborough arriesgándose de ese modo. Estoy convencido de que se trata de un crimen pasional, no lucrativo.
Hester había estado pensando, intentado verlo todo en términos puramente prácticos.
– ¿Cómo lo hicieron? -preguntó en voz alta.
– Muy fácil -respondió Monk con impaciencia-. Distraen al criado que lleva la bandeja. Guardan la destilación de tejo en un frasquito, o lo que sea. Una petaca serviría. Sólo tenían que verterla en el consomé, o en lo que hubiese en la bandeja que supieran que era para Friedrich o para Gisela, según a quién estuviese destinado el veneno. Él estaba demasiado enfermo para comer lo mismo que ella. Tomaba sobre todo infusiones, cremas y cosas por el estilo. Ella comía con normalidad, quizá no en mucha cantidad. Sin duda el personal de cocina y los lacayos testificarán exactamente eso.
– ¿Habéis intentado hacer alguna vez una infusión de hojas o de corteza? -preguntó Hester frunciendo el ceño.
– No. ¿Por qué? Sé que tuvo que hervir durante un buen rato. -El detective arrugó la frente-. La cocinera afirma que en su cocina no pudieron hacerlo. Tuvo que hacerse en la chimenea de un dormitorio. Todos los dormitorios tienen chimenea y en primavera aún debían estar encendidas. Cualquiera podría haber dispuesto de toda la noche para hacerlo en secreto. Eso es lo que debió de suceder. -Su cuerpo se relajó de nuevo al concluir su exposición. Fue consciente de ello y dio un paso a un lado-. Cualquiera pudo recoger las hojas. Todos pasearon por la avenida de tejos. También yo lo hice. Es el lugar más normal al que ir si se desea tomar un rato el aire.
– ¿Y con qué lo hicieron? -preguntó Hester, negándose a darse por satisfecha. Los dos hombres la miraron. -Bueno, si vas a hervir algo a media noche en la chimenea del dormitorio, tienes que hacerlo con algo -explicó-. Nadie se llevó una olla de la cocina. ¿O crees que llevaban una olla en el equipaje… por si la necesitaban?
– ¡No seas estúpida! -exclamó Monk con enojo-. Si hubieran pensado en envenenar a alguien antes de ir allí, se habrían llevado el veneno, no la olla para prepararlo. ¡Sería absurdo!
– ¿Estamos seguros de que se trata de un crimen impulsivo? -Rathbone no se lo preguntaba a nadie en particular-. ¿No podría Rolf haber previsto matar a Gisela si Friedrich no aceptaba sus condiciones?
– Es posible -admitió Monk.
– Entonces es un incompetente -dijo Hester con antipatía-. Y sería estúpido. ¿Por qué matar a Gisela cuando ni siquiera sabía si Friedrich iba a recuperarse ni tampoco cuál sería su respuesta? Habría esperado.
– Sólo tenemos la palabra de Rolf de que Friedrich no había contestado -observó Monk-. A lo mejor rechazó la oferta.
Hester se puso a pensar en voz alta.
– A lo mejor ya tenía a alguien para ocupar su puesto. Y necesitaba a Friedrich más como un mártir que como el príncipe que se negaba a regresar a su país.
De nuevo, los dos hombres se la quedaron mirando, pero esta vez con incipiente incredulidad y, luego, asombro.
– Podrías tener razón -dijo Monk con los ojos muy abiertos-. ¡Podría ser eso! -Se volvió hacia Rathbone-. ¿A quién más podían elegir? Con el heredero natural fuera del camino, ¿quién es el siguiente? ¿Un héroe político? ¿Una figura emblemática que cuente con el amor del pueblo? ¿Barberini? ¿Brigitte?
– Tal vez sí. Quizá uno de los dos. ¿Crees que ellos estarían de acuerdo con algo así? -Levantó las manos y se las pasó por el pelo-. ¡Maldita sea! ¡Eso nos lleva de vuelta a Zorah Rostova! Pondría la mano en el fuego a que lo haría si creyera que era por el bien de su país. ¡Y luego intentaría que colgaran a Gisela por ello!
Monk hundió las manos en los bolsillos, parecía abatido. Por una vez se abstuvo de expresarle a Rathbone su opinión acerca de haberla aceptado como cliente. De hecho, por la expresión de su rostro, Monk miró a Hester como si se hubiese resistido incluso a emitir ese juicio mentalmente. Su expresión era de preocupación, incluso de lástima.
– ¿Y qué dice Zorah? -preguntó ella-. Ni siquiera la conozco. Es raro estar hablando de alguien fundamental en un asunto cuando ni siquiera he charlado con ella ni he visto su cara más que un instante, cuando se volvió, a una distancia de al menos seis metros. Y, desde luego, tampoco he hablado nunca con Gisela. Tengo la impresión de que no sé nada de las protagonistas de este caso.
Monk rió con brusquedad.
– Empiezo a pensar que ninguno de nosotros las conoce.
– Voy a dejar de lado los juicios personales e intentaré aplicar la inteligencia para razonar. -Rathbone tomó el atizador y avivó el fuego. El carbón crujió. Luego añadió más con cuidado, usando las tenazas de latón-. Mis juicios acerca de las personas involucradas en este caso parecen no haber sido muy perceptivos. -Se le subieron los colores-. Al principio creí de verdad que Zorah tenía razón y que Gisela lo había envenenado de algún modo.
Monk se sentó frente a Rathbone y se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas.
– Vamos a considerar lo que sabemos a ciencia cierta y qué podemos deducir a partir de ahí -aseveró Monk-. A lo mejor hemos dado por supuestas demasiadas cosas. Limitémonos a lo incuestionable y empecemos por ahí.
Rathbone no protestó. Que no le importara recibir órdenes de Monk era otra señal de su desesperación.
– Friedrich se cayó y resultó gravemente herido -dijo-. Fue atendido por Gallagher.
Monk señalaba los puntos con los dedos a medida que Rathbone los exponía.
– Gisela se ocupó de él -continuó el letrado-. Nadie más entró ni salió, aparte del servicio y de una visita del príncipe de Gales.
– Parecía estar recuperándose -interrumpió Monk-. Al menos, eso es lo que veían todos. Todos debieron de pensarlo.
– Eso es importante -estuvo de acuerdo Rathbone-. Seguramente pensaron que el plan volvía a ser viable.
– Pero no lo era -contradijo Hester-. Tenía las piernas rotas por tres puntos, destrozadas, como dijo Gallagher. En ese momento, Gisela ya había ganado. No le habría servido al partido de la independencia más que como figura emblemática, y necesitaban mucho más que eso. Un inválido, dependiente, con dolores, débil, no les servía de nada.
Ambos se la quedaron mirando y luego volvieron despacio a mirarse el uno al otro.
Rathbone parecía abatido. Incluso Monk parecía de pronto estar agotado.
– Lo siento -dijo Hester muy rápido-. Pero es la verdad. Cuando lo asesinaron, los únicos para los que tenía sentido desear su muerte eran los miembros del partido de la independencia, para así poder buscar legítimamente un nuevo líder.
Quedaron en silencio durante minutos. El fuego ardía con ganas, Monk se levantó y dio un paso en dirección contraria.
– Pero nadie estuvo a solas con él, según parece -dijo Monk finalmente-. El servicio iba y venía. Las puertas no estaban cerradas con llave. Todo el mundo está de acuerdo en que Gisela no salió de las habitaciones.
– Entonces la comida fue envenenada entre la cocina y el dormitorio -añadió Rathbone-. Eso ya lo sabíamos. Pudo haber sido con destilación de tejo. Eso también lo sabíamos. Pudo haber sido cualquiera de la casa, si exceptuamos la dificultad de descubrir cómo lo prepararon.
– A no ser que lo trajeran consigo -continuó Monk-. Podrían haber supuesto que una gran casa de campo como Wellborough Hall dispondría casi con toda probabilidad de un tejo, en sus terrenos o en un cementerio cercano. Aunque tal vez Rolf lo trajera consigo, con la intención de utilizarlo si Friedrich se negaba… y culpar después a Gisela.
– Pero eso habría sido contraproducente -dijo Hester muy tranquila-. Porque el tribunal insistiría en tener una serie de pruebas y eso nos conduciría de nuevo a Rolf, o a Brigitte, o a Florent, o a Zorah, ¡pero nunca a Gisela! No habría sido tan inteligente, ni tan minucioso, como suponía.
Se quedaron sentados sin decir nada durante varios minutos, Rathbone mirando al fuego, Monk con cara de estar meditando a fondo la cuestión, Hester mirando a uno y luego al otro respectivamente, consciente de que tenían miedo, igual que ella, un miedo intenso, horrible y muy real.
Estaban intentando razonarlo todo, pero la certidumbre del fracaso y del precio que tendrían que pagar les arrollaría en cuanto se apartaran de aquella fina y brillante luz de la lógica.
– Creo que voy a ir a ver a Zorah Rostova -dijo Hester al tiempo que se levantaba-. Me gustaría hablar con ella en persona.
– ¿Intuición femenina? -se burló Monk.
– Curiosidad. Pero si los dos la conocéis y no habéis perdido la cabeza, ¿por qué no habría de conocerla yo? No puede irme peor que a vosotros.
Encontró a Zorah en la extraordinaria sala donde el chal colgaba de la pared. Un brioso fuego hacía crecer las llamas hasta la mitad de la chimenea y se reflejaba en el color rojo sangre del sofá. Las pieles de oso del suelo casi parecían estar vivas.
Zorah se quedó sentada donde estaba y contempló a Hester con un mínimo interés.
– ¿Quién ha dicho que es? Le ha mencionado usted el nombre de sir Oliver a mi doncella, de otro modo no la hubiese dejado entrar. -Fue franca sin intentar resultar ofensiva-. La verdad es que no estoy en disposición de ser amable con las visitas. No dispongo ni de tiempo ni de paciencia.
Hester no se molestó. En las mismas circunstancias, se habría sentido igual. También ella había estado en el banquillo de los acusados, donde podría acabar Zorah si Rathbone no lograba ganar el caso, lo cual parecía ya terriblemente difícil.
Contempló el insólito rostro de Zorah con sus bellos ojos verdes demasiado separados, la nariz demasiado larga y demasiado prominente, la boca sensible, de labios delicados. La juzgó una mujer capaz de una pasión arrolladora, pero demasiado inteligente para dejar que esa pasión pasara por encima de su percepción o su comprensión de los demás, de la ley o de los acontecimientos.
– He dicho que soy amiga de sir Oliver porque lo soy -contestó Hester-. Lo conozco bien desde hace tiempo. -Se enfrentó a la mirada de Zorah, desafiándola a preguntar qué quería decir eso exactamente.
Zorah la miraba cada vez más divertida.
– ¿Y le preocupa que este caso le cause descrédito profesional? -dedujo-. ¿Ha venido a suplicarme, por su bien, que me retracte y diga que estaba equivocada, señorita Latterly?
– No, no es eso -respondió Hester con aspereza-. Si no lo ha hecho antes, no veo por qué tendría que hacerlo ahora. De todos modos, apenas mejoraría la situación actual. Si sir Oliver no descubre quién mató a Friedrich y es capaz de demostrarlo, usted misma se verá en el banquillo de los acusados, tarde o temprano. Más bien temprano.
Se sentó sin que Zorah le invitase a hacerlo.
– Y puedo decirle que es un lugar muy desagradable -prosiguió-. No se puede imaginar cuán desagradable es hasta que se está ahí. Podrá mostrarse valiente, pero por dentro estará aterrorizada. No es usted lo bastante estúpida como para no darse cuenta de que perder este caso no significa una pérdida económica o cierta deshonra social. Significa la soga del verdugo.
El rostro de Zorah se endureció.
– Le gusta hablar con claridad, ¿verdad, señorita Latterly? ¿Ha venido de parte de sir Oliver? -Aún miraba a la recién llegada con cierto desdén.
Hester no sabía si ese desprecio era por su sencillo y convencional vestuario, mucho más predecible y menos elegante, menos personal y, desde luego, menos favorecedor que el de Zorah. Tal vez era el desprecio que una condesa siente por una mujer de familia modesta que se ve obligada a ganarse la vida por sí misma. Pero si se trataba del desprecio que una mujer valiente y de espíritu aventurero muestra por una mujer que se queda en casa ocupándose de tareas adecuadamente femeninas, Zorah y Hester no podían parecerse más.
– Suponiendo que esté diciendo la verdad, o todo lo que sabe de ella -respondió Hester-, quiero que utilice la inteligencia, en lugar de usar sólo la fuerza de voluntad, e intenten reconstruir lo que sucedió en Wellborough Hall. Porque si no logramos hacer eso, no será sólo la carrera de sir Oliver la que se verá perjudicada por haber cometido un error de juicio al aceptar un caso tan poco popular, sino que su vida estará en juego. Y, lo que creo que será aun más importante para usted, destrozará la reputación de los hombres y mujeres de su país dispuestos a luchar por conservar la independencia de Felzburgo. Bien, necesito toda su atención, condesa Rostova.
Poco a poco, Zorah se irguió en su asiento. Una mirada de sorpresa y una incipiente incredulidad se reflejaban en su rostro.
– ¿Suele dirigirse a las personas de esta forma, señorita Latterly?
– Últimamente no he tenido la ocasión de hacerlo -admitió Hester-. Pero en el ejército a menudo abuso de autoridad. Las emergencias causan ese efecto. Después se la perdona a una si ha habido éxito. Si se fracasa, es lo menos importante.
– El ejército… -Zorah parpadeó.
– En Crimea. Pero todo eso tiene poca importancia ahora. -Lo dejó de lado con un gesto de la mano-. Si tuviera la bondad de pensar de nuevo en Wellborough…
– Creo que usted podría gustarme, señorita Latterly -dijo Zorah con bastante seriedad-. Es excéntrica. No tenía la menor idea de que sir Oliver tuviese amigos tan interesantes. Ahora le tengo en mayor estima. Confieso que le había juzgado más bien rancio.
Hester se ruborizó y se puso furiosa.
– Wellborough Hall -repitió, como una profesora de colegio ante una alumna rebelde.
Con obediencia y una amplia sonrisa, Zorah comenzó a relatar los acontecimientos desde el momento de su llegada. Utilizaba un lenguaje sardónico, a veces terriblemente divertido. Más adelante, al hablar del accidente, la voz le cambió y toda la ligereza se esfumó. Estaba sombría, como si ya en aquel momento hubiese presentido que acabaría con la muerte de Friedrich.
De pronto llamó a la doncella y pidió la comida sin referirse a Hester ni preguntarle qué querría tomar. Pidió tostadas finas, caviar beluga, vino blanco, un plato de manzanas y una tabla de quesos. Miró una vez a Hester para comprobar su expresión, luego, al encontrarla satisfactoria, despidió a la doncella para que realizara el encargo.
Continuó su relato.
De vez en cuando, Hester la detenía, le pedía algún tipo de aclaración respecto a un detalle en particular: que describiera específicamente una habitación, la expresión o el tono de voz de alguien.
Cuando Hester se fue, ya avanzada la tarde, su mente estaba agitada, el cerebro lleno de impresiones e ideas, una en concreto que debía investigar en profundidad, para lo cual debía ver a un viejo colega de profesión, el doctor John Rainsford. Pero eso tendría que esperar hasta el día siguiente. Ya era muy tarde. Casi había anochecido y necesitaba poner en orden sus pensamientos antes de presentarse a ver a nadie.
Muchas cosas dependían del juicio que se había formado de Zorah. Si Zorah tenía razón, el caso entero dependía del recuerdo de un pequeño detalle. Hester debía verificarlo.
Volvió a la oficina de Rathbone el domingo por la tarde. Había enviado a un mensajero con una nota en la que pedía que también Monk estuviera presente. Los encontró a los dos esperándola, tensos, con el semblante pálido y los nervios a punto de estallar.
– ¿Bien? -inquirió Monk antes de que hubiese cerrado la puerta.
– ¿Te dijo algo? -preguntó Rathbone con apremio, luego se tragó con mucho esfuerzo las palabras, que debían seguir a esa pregunta, intentando reprimir sus esperanzas antes de que Hester se las destrozara.
– Creo que sí -dijo ella con mucha cautela-. Creo que podría ser la respuesta, pero tendrás que demostrarlo. -Y les explicó lo que creía.
– ¡Dios Santo! -exclamó Rathbone temblando. Tragó saliva sin apartar la vista de ella-. ¡Es… espantoso!
Monk miró a Hester, luego a Rathbone, luego a Hester otra vez.
– ¿Te das cuenta de lo que va a tener que hacer para demostrar eso? -dijo con voz ronca-. ¡Podría acabar con él! Y aunque gane el caso nunca le perdonarán por ello.
– Lo sé -respondió Hester muy despacio-. Yo no he construido la verdad, William. Tan sólo creo haberla descubierto. ¿Qué preferirías? ¿Dejar las cosas como están sin hacer nada?
Ambos se volvieron hacia Rathbone.
Él los miró desde donde estaba sentado. Se había quedado muy pálido, pero no vaciló.
– No. Si tengo alguna causa a la que servir, debe ser a la verdad. A veces la compasión tiene mucho que decir, pero éste no es uno de esos casos. Haré cuanto esté a mi alcance. Ahora vuelve a contármelo, y con cuidado. Debo saberlo todo antes de mañana.
Hester procedió a repetir la historia punto por punto. Monk la interrumpía de vez en cuando para clarificar o reafirmar algún aspecto y Rathbone tomaba nota de todo. Estuvieron allí hasta que el fuego casi se hubo extinguido. Afuera se levantó un fuerte viento que lanzaba las hojas caídas contra la ventana, y las farolas de gas dibujaban charcos de luz amarilla en la habitación de tonos marrones y dorados.
El lunes por la mañana, el tribunal estaba lleno a rebosar y había quince o veinte filas de personas esperando fuera, pero esta vez permanecían en silencio. Tanto Zorah como Gisela llegaron con una considerable escolta, para su protección y para evitar los posibles estallidos de violencia si se exaltaban los ánimos.
También dentro de la sala reinaba el silencio. Los miembros del jurado tenían aspecto de haber dormido poco y de temer el verse obligados a decidir sobre algo de lo que no disponían de prueba irrefutable alguna. Sus rostros estaban marcados por las emociones, algunas de ellas conflictivas, temían el derrumbe de las creencias de toda una vida, supuestos acerca del mundo y de la gente en los que basaban sus valores. Eran profundamente infelices y conscientes de portar una carga que ya no podían eludir.
Rathbone estaba asustado de veras. Había pasado la noche en duermevela. Había dado alguna que otra cabezada, pero a cada hora se había levantado a dar vueltas o se había tumbado mirando al techo en la oscuridad, intentando organizar y reorganizar mentalmente las posibilidades de lo que diría, cómo contestaría a las protestas que surgirían, cómo se defendería de las emociones y de la ira que, sin remedio, iba a provocar.
La advertencia del Lord Canciller ocupaba su pensamiento como si la hubiese escuchado el día anterior, y no necesitaba esforzarse para imaginar cuál sería su reacción a lo que iba a decir. Por primera vez en veinte años, observaba con total desesperanza su futuro profesional.
El tribunal ya había sido llamado al orden. El juez miraba a Rathbone, esperaba.
– ¿Sir Oliver? -Su voz era clara y suave, pero Rathbone ya sabía que tras ese rostro benévolo se escondía una voluntad inflexible.
Debía tomar una decisión sin más tardar o la oportunidad pasaría de largo.
Se puso en pie, el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que se apreciarían los temblores de su cuerpo. Ni siquiera había estado tan nervioso la primera vez que se puso en pie ante un tribunal. Pero por aquel entonces también era más arrogante, menos consciente de las posibilidades del desastre. Y tenía muchísimo menos que perder.
Se aclaró la voz e intentó hablar con un tono de voz recio y confiado. La voz era una de sus mejores armas.
– Señoría… -Tuvo que aclararse de nuevo la voz. ¡Maldición! Harvester debía de notar lo asustado que estaba. Ni siquiera había empezado y ya se había traicionado-. Señoría, llamo al estrado a la condesa Rostova.
Hubo un murmullo de sorpresa y expectación de todo el público. Harvester parecía desconcertado, pero no alarmado. Tal vez pensó que era una estupidez por parte de Rathbone, o imaginaba que estaba desesperado, o ambas cosas.
Zorah se levantó y recorrió el pequeño espacio que la separaba de los escalones del estrado con paso curiosamente elegante. Caminaba como si estuviera en el campo, no dentro de una sala pública. Se movía como si llevara puesto el traje de montar en vez de una falda de crinolina. Parecía poco femenina si se la comparaba con la fragilidad de Gisela y, a pesar de ello, no tenía nada de masculino. Al igual que cualquier otro día del juicio, su vestuario lucía agradables tonos otoñales, rojos y bermellones que favorecían su tez oscura pero que eran muy poco apropiados para una ocasión tan sombría. Rathbone no había logrado convencerla de que se vistiera y se comportara con decoro, y a esas alturas ya no tenía sentido intentarlo. No convencería a nadie.
Durante un segundo, diáfano como el brillo del sol sobre el hielo, contempló a Gisela; las miradas de ambas mujeres estaban cargadas de sorpresa y odio. Acto seguido, Zorah miró de nuevo a Rathbone.
Con voz tranquila Zorah dijo su nombre, prestó juramento y aseguró que diría la verdad y nada más que la verdad.
Rathbone se lanzó a la palestra antes de que el coraje le abandonara.
– Condesa Rostova, hemos escuchado el testimonio de muchas personas acerca de los hechos acaecidos en Wellborough Hall tal como ellos los vieron o creyeron ver. Usted ha lanzado contra la princesa Gisela la más grave de las acusaciones que pueden hacerse: ha afirmado que ella asesinó a su marido a conciencia cuando él se encontraba indefenso y bajo su cuidado. Se ha negado a retirar esa acusación, incluso teniendo en cuenta la posibilidad de que se tomaran medidas en su contra. ¿Tiene la bondad de explicarle al tribunal lo que sabe acerca de los hechos acaecidos entonces? Incluya todo lo que crea relevante en cuanto a la muerte del príncipe Friedrich, pero no malgaste su tiempo ni el del tribunal con lo que no sea de interés.
Ella asintió en señal de comprensión y comenzó a hablar con voz grave y clara, única y de extraordinaria belleza.
– Antes del accidente dedicábamos el tiempo a las ocupaciones normales de este tipo de fiestas campestres. Nos levantábamos cuando nos apetecía. Era primavera, a veces aún hacía bastante frío, por lo que a menudo no bajábamos hasta que el servicio había encendido las chimeneas. De todas formas, Gisela siempre desayunaba en su habitación y Friedrich solía quedarse arriba para hacerle compañía.
Dos de los miembros del jurado esbozaron una expresión divertida, a la que inmediatamente le siguió un súbito rubor de vergüenza.
– Después los caballeros salían a montar o a pasear -continuó Zorah-. O, si hacía mal tiempo, se iban al salón de fumadores a hablar, o a la sala de billar, a la armería o a hablar en la biblioteca. Rolf, Stephan y Florent conversaban a menudo. Las damas paseaban por los jardines si el día era bueno, o escribían cartas, pintaban, tocaban un poco de música o se sentaban juntas a leer e intercambiar historias y chismes.
Hubo un murmullo en el público, tal vez de envidia.
– A veces la comida se servía en el campo. La cocinera preparaba unas cestas y uno de los lacayos conducía un pequeño carro con todo lo necesario. Podíamos ir a su encuentro cuando nos apeteciera, junto a un río, o en un claro del bosque, o a campo abierto al lado de una arboleda, allá donde nos pareciese más atractivo.
– Suena estupendamente… -terció Rathbone.
Harvester se levantó.
– Pero es irrelevante, señoría. La mayoría de nosotros ya sabemos cómo pasan su tiempo los ricos cuando están en el campo. ¿No estará intentando sugerir la condesa Rostova que ese estilo de vida tan agradable fue el responsable de la muerte del príncipe Friedrich?
– No permitiré que nuestro tiempo se malgaste en demasía, señor Harvester -contestó el juez-. Pero me inclino a dejar que la condesa Rostova realice una cuidadosa descripción del escenario para que podamos percibir la vida en la casa con mayor claridad que hasta ahora. -Se volvió hacia el estrado-. Proceda, si tiene la bondad. Pero no se disperse, señora. Es preciso que todo esto tenga algo que ver con la muerte del príncipe Friedrich.
– Así es, señoría -repuso ella con gravedad-. Si me permite describir un día con detalle, creo que podrán comprenderlo. Verá, no se trata de que un incidente en particular fuera la causa de la muerte, sino más bien un millar de pequeños detalles, acumulados con el transcurso de los años, que se convirtieron en una carga demasiado pesada, imposible de soportar.
El juez parecía desconcertado.
Los miembros del jurado estaban visiblemente perplejos.
La gente del público se movía con impaciencia, se susurraban cosas entre ellos, crecía la emoción. Para eso habían venido.
Harvester miró a Zorah, luego a Rathbone y, por último, a Gisela.
Gisela estaba sentada, pálida como el hielo, impasible. Por la expresión de su cara, bien podía no haber oído nada de lo que Zorah había dicho.
– Proceda entonces, condesa Rostova -ordenó el juez.
– Fue antes del accidente, no recuerdo cuántos días con exactitud, pero eso no importa -reanudó su testimonio sin mirar a nadie en particular-. Llovía y hacía un viento muy fuerte. Me levanté temprano. No me molesta la lluvia. Fui a pasear por el jardín. Los narcisos estaban magníficos. ¿Ha olido la tierra húmeda después de un chaparrón? -Esa pregunta parecía estar dirigida al juez, pero no esperó respuesta-. Gisela se levantó tarde, como de costumbre, y Friedrich bajó con ella. De hecho, iba tan pegado a ella que por accidente le pisó el bajo del vestido cuando ella vaciló al entrar por la puerta. Se giró y le dijo algo. No recuerdo el qué, pero fue cortante e impaciente. Él se disculpó, parecía desconcertado. Fue algo embarazoso porque Brigitte von Arlsbach estaba en la habitación, y también lady Wellborough.
Rathbone respiró profundamente. Había apreciado la expresión de sorpresa y desagrado en la cara de los miembros del jurado. No sabía si se debía a Zorah o a Gisela. ¿A quién creían?
Dios quisiera que Hester estuviese en lo cierto. Todo dependía de un detalle y de todo lo que había deducido a partir de él.
– Por favor, continúe, condesa Rostova -dijo con voz entrecortada-. Siga relatando el resto de ese día típico, si tiene la bondad.
– Brigitte fue a leer a la biblioteca -prosiguió Zorah-. Creo que le gustaba estar sola. Lady Wellborough y Evelyn von Seidlitz pasaron la mañana en el tocador, hablando, supongo. A las dos les encanta chismorrear. Gisela le pidió a Florent que la acompañara al pueblo. Eso me sorprendió, porque llovía, y ella odia la lluvia. Creo que él también, pero supongo que pensó que negarse sería una descortesía. Se lo había pedido delante de todo el mundo, así que su buena educación le impedía rehusar. Friedrich se ofreció a llevarla, pero ella dijo con aspereza que ya que Rolf había expresado su deseo de conversar con él debería quedarse.
– ¿No le importaba que Friedrich pasara el tiempo hablando con el conde Lansdorff? -preguntó Rathbone con fingida sorpresa.
– Al contrario, prácticamente le obligó a ello -respondió Zorah moviendo un poco la cabeza, sin asomo de duda en la voz.
– ¿Cree usted que Gisela desconocía la propuesta que el conde Lansdorff debía transmitir a Friedrich acudiendo a Wellborough Hall? -preguntó Rathbone.
– No puedo imaginarlo -dijo Zorah con franqueza-. Nunca ha sido una mujer tonta. Está tan al corriente como cualquiera de nosotros de la situación política de Felzburgo y del resto de Alemania. Vive en Venecia, e Italia también se debate entre la unificación y la independencia de Austria.
– Pero nos han dicho que no le interesa la política -observó Rathbone.
– No estar interesado por la política en general no es lo mismo que no estar al tanto de algo que podría afectar a tu propia supervivencia -señaló ella-. Nunca ha dejado de interesarse por lo que puede destruirla.
Hubo un murmullo en el público. Uno de los jurados se inclinó hacia delante.
– ¿Destruirla? -Rathbone enarcó las cejas.
Zorah se inclinó un poco hacia el abogado.
– Si Friedrich hubiese regresado a Felzburgo sin ella, se habría convertido en una mujer divorciada, abandonada públicamente, y sólo dispondría de los medios económicos que él decidiera otorgarle. Y es posible que incluso eso no dependiera sólo de él. Su fortuna personal proviene de las tierras pertenecientes a la familia real. Muchas se encuentran en la frontera con Prusia. Si estallara una guerra para conservar la independencia, Klaus von Seidlitz no sería el único en perder la mayor parte de sus posesiones. Ella siempre lo supo.
Una gélida sonrisa le asomó en la cara.
– Que una persona pase la vida buscando el placer -prosiguió-, se vista con exquisitez, coleccione joyas y se mezcle con los ricos y los ociosos, no quiere decir que no sea consciente de la fuente de donde mana el dinero y que no esté muy atenta intentando asegurar que no se agote.
De nuevo hubo un rumor en el público y un hombre levantó la voz para realizar un feo comentario.
– ¿Es eso deducción suya, condesa Rostova? -inquirió Rathbone, sin hacer caso del alboroto-. ¿O lo sabe de primera mano?
– He oído a Friedrich comentarlo en su presencia. Ella no quería conocer los detalles, pero no es ingenua, ni mucho menos. La lógica es ineludible.
– ¿Y, no obstante, se alegraba o, más bien, incitaba a Friedrich para que pasara tiempo conversando con el conde Lansdorff?
Zorah parecía desconcertada, como si ella misma no lograra comprenderlo, ni siquiera al pensarlo entonces.
– Sí. Le dijo que lo hiciera.
– ¿Y él lo hizo?
– Por supuesto.
El público permaneció en silencio, expectante.
– ¿Conoce el resultado de sus conversaciones?
– El conde Lansdorff me dijo que Friedrich sólo regresaría a condición de poder llevar a Gisela como su esposa y, con el tiempo, hacerla reina.
Uno de los miembros del jurado suspiró.
– ¿Mantenía el conde Lansdorff alguna esperanza de poder convencerlo para que cambiara de opinión? -presionó Rathbone.
– Muy pocas.
– ¿Pero iba a intentarlo?
– Desde luego.
– Que usted sepa, ¿lo consiguió?
– No, no lo consiguió. Cuando tuvo el accidente, Friedrich se negaba en redondo. Siempre había creído que el país les daría la bienvenida a los dos. Lo creyó toda su vida. Evidentemente, no era así.
– ¿Expresó él su convencimiento de que el conde Lansdorff cedería?
– Yo no le oí decirlo. Se limitó a comentar que no consideraría regresar sin Gisela, fuera cual fuese la necesidad del país o la concepción que tuviese nadie de sus deberes. Pensaba que podía hacer frente al asunto. -Lo dijo con muy poca emoción en la voz, pero tenía el gesto torcido por un desprecio que no lograba disimular.
Harvester se volvió hacia Gisela y le susurró algo, pero ella no contestó, y el abogado no interrumpió el interrogatorio.
– Comprendo -dijo Rathbone-. ¿Y el resto del día, condesa Rostova?
– El tiempo mejoró. Comimos y después algunos de los hombres se fueron a montar a caballo a campo abierto. Gisela le sugirió a Friedrich que fuera con ellos, pero él prefirió quedarse a su lado, creo que estuvieron paseando por los jardines y luego jugaron al croquet.
– ¿Los dos solos?
– Sí. Gisela le pidió a Florent Barberini que jugase con ellos, pero a él le pareció que molestaría.
– El príncipe Friedrich parecía estar muy unido a su esposa. ¿Cómo podía el conde Lansdorff, ni nadie, pensar seriamente que la abandonaría para regresar a Felzburgo y pasar el resto de su vida sin ella?
– No lo sé -dijo ella negando con la cabeza-. No vivían en Venecia. No los habían visto de cerca desde hacía años. Era algo que no querían aceptar como cierto a menos que lo vieran con sus propios ojos. Friedrich parecía no poder hacer nada sin Gisela. Si ella se iba de la sala, uno se daba cuenta de que esperaba a que volviera. Le pedía su opinión, esperaba sus halagos, dependía de su aprobación.
Rathbone vaciló. ¿Era demasiado pronto? ¿Había dado ya suficientes fundamentos? Tal vez no. Debía estar seguro. Miró los rostros de los miembros del jurado. Era demasiado pronto.
– ¿Así que ese día jugaron juntos a croquet toda la tarde?
– Sí.
– ¿Y el resto del grupo?
– Yo pasé la tarde con Stephan von Emden. No sé qué hicieron los demás.
– ¿Pero sí sabe qué hicieron Friedrich y Gisela?
– Sí. Desde donde estaba se veía el campo de croquet.
Harvester se puso de pie y se dirigió al juez.
– Señoría, todo lo que afirma la testigo es que el príncipe Friedrich y la princesa Gisela estaban muy unidos, lo cual todo el mundo sabe. Todos fuimos testigos de su encuentro, su idilio, su amor y el sacrificio que les ha costado. Nos hemos alegrado con ellos y hemos llorado por ellos. E incluso tras doce años de feliz matrimonio, sabemos ahora que su amor no había disminuido lo más mínimo, sino que tal vez era aún más profundo y más completo que antes. La propia condesa Rostova admite que el príncipe Friedrich nunca habría regresado a su país sin su esposa, y ella lo sabía tan bien como todos los demás.
Gesticulaba ampliamente hacia Zorah, en el estrado.
– Ha dicho -añadió Harvester- que no comprende cómo el conde Lansdorff podía engañarse a sí mismo y mantener esperanzas respecto al éxito de su misión. Nos ha dicho usted que no conocía ningún plan pensado para superar ese obstáculo, igual que el conde Lansdorff en persona. La princesa Gisela no pudo materialmente haber envenenado a su marido y tampoco tenía motivo alguno para desear hacerlo. La defensa está malgastando el tiempo de todos demostrando mi caso. Le estoy agradecido, pero no es necesario. Ya lo he demostrado yo solo.
– ¿Sir Oliver? -preguntó el juez-. ¿Esta estrategia suya no carecerá de sentido tanto como parece, verdad?
– No, señoría. ¿Tendrá el tribunal un poco más de paciencia?
– Un poco, sir Oliver. Sólo un poco.
– Gracias, señoría. -Rathbone inclinó ligeramente la cabeza, luego se volvió hacia Zorah-. Condesa Rostova, háblenos de lo que ocurrió por la noche, si tiene la bondad. -Había esperado que eso fuese innecesario, pero no disponía de otra arma-. ¿Qué sucedió por la noche? -preguntó.
– Hubo una cena y luego estuvimos jugando para entretenernos. Había varios invitados. La comida fue excelente, nueve o diez platos, una magnífica selección de vinos. Todas las mujeres llevaban los mejores vestidos y joyas. Como de costumbre, Gisela eclipsaba a todo el mundo, incluso a Brigitte von Arlsbach. Aunque, claro, a Brigitte nunca le ha gustado la ostentación, a pesar de ser la más acaudalada entre los presentes.
Miró hacia los paneles de madera sobre las cabezas de la última fila del público mientras recordaba la fiesta.
De nuevo, el silencio era absoluto. Todos se esforzaban por escuchar cada palabra.
– Aquella noche Gisela estuvo muy divertida. -La voz le salía tensa de la garganta-. Nos hizo reír a todos. Cada vez era más osada en sus comentarios, pero no fue vulgar, nunca se ha mostrado vul gar. Aunque podía ser muy descarada con las debilidades ajenas. Tenía un sexto sentido para descubrir los puntos vulnerables de cada uno.
– Suena un poco cruel -observó Rathbone.
– Es extremadamente cruel -contestó ella-. Pero, claro, unido a un agudo ingenio, también puede ser muy divertido; para todos menos para la víctima, claro está.
– ¿Y quién era la víctima en aquella ocasión?
– Sobre todo Brigitte -respondió-. Por eso, seguramente, ni Stephan ni Florent se reían. Pero sí todos los demás. Supongo que tampoco entendían de qué se estaba hablando y no supieron qué otra cosa hacer. El vino se sirvió en grandes cantidades. ¿Por qué habrían de importarles los sentimientos de la baronesa de un oscuro principado germánico, cuando una de las figuras más resplandecientes y románticas de Europa entretenía a la corte durante la cena?
Rathbone no expresó su opinión. Se le había formado un nudo en el estómago. Ése iba a ser el peor momento de todos, pero sin él no había caso.
– ¿Y después de la cena, condesa Rostova? – Su voz parecía casi tranquila. Sólo Monk y Hester, que estaban entre el público, comprendían cómo se sentía.
– Después de la cena estuvimos jugando -respondió Zorah con media sonrisa.
– ¿Jugando? ¿A cartas? ¿Billar? ¿Charadas?
El juez miraba a Zorah y fruncía el ceño.
La condesa endureció su rostro.
– No, sir Oliver, algo más físico que eso. No recuerdo todos los juegos, pero sé que jugamos a la gallinita ciega. Les cubrimos los ojos a todos los caballeros, por turnos. Nos caíamos a menudo y acabábamos sobre el sofá o juntos en el suelo. Harvester se levantó.
– Sí, sí -admitió el juez-. ¿Cuál es el sentido de todo esto, sir Oliver? Los jóvenes juegan a cosas que para algunos de nosotros son algo subidas de tono o, de algún modo, de cuestionable moralidad.
Intentaba salvar la situación, salvar incluso a Rathbone de sí mismo, y lo sabía.
Rathbone vaciló un instante. La escapatoria aún era posible, y con ella la derrota, no sólo la de Zorah sino la de la verdad.
– Tiene sentido, señoría -se apresuró a decir-. Continúe con lo que ocurrió el resto de la noche, si tiene la bondad, condesa Rostova.
– Jugamos a «frío o caliente» -siguió obedientemente-. Escondíamos los objetos en lugares muy indiscretos.
– ¿Alguien puso alguna pega?
– Creo que no. Brigitte no jugaba y, si no recuerdo mal, Rolf tampoco. Brigitte llamaba la atención porque estaba sobria. Pero hacia la medianoche, o un poco más tarde, jugamos a carreras de caballos.
– ¿Carreras de caballos? -preguntó desconcertado el juez.
– Los hombres iban a gatas, señoría -explicó Zorah-. Y las señoras los montaban a horcajadas.
– ¿Hacían carreras de esa forma? -se sorprendió el juez.
– Las carreras no eran nuestro propósito, señoría -dijo ella-. No se trataba de eso. Nos estábamos riendo mucho, quizá por entonces ya de un modo un tanto histérico. Nos caíamos bastante a menudo.
– Comprendo. -La expresión de disgusto de su cara dejó claro que lo comprendía.
– ¿Y la princesa Gisela participó en ese juego? -persistió Rathbone-. ¿Y el príncipe Friedrich?
– Desde luego.
– ¿Así que Gisela estaba de buen humor? ¿Era feliz?
Zorah frunció el ceño, como si lo pensara antes de contestar.
– Creo que no.
– ¡Pero ha dicho que participó en la… diversión! -protestó Rathbone.
– Sí… Montaba a Florent… y se cayó.
El público se exaltó y se calmó casi al instante.
– ¿El príncipe Friedrich estaba preocupado o molesto por la atención que recibía su esposa? -preguntó Rathbone con la boca seca.
– No -respondió Zorah-. Le encantaba ver que provocaba risas y admiración. No tenía celos de ella y, si piensa que Friedrich temía que respondiera con demasiado entusiasmo a las insinuaciones de alguien, se equivoca. Nunca lo hizo. Nunca la he visto reaccionar de manera inadecuada con ningún otro hombre, ni tampoco nadie me ha comentado nunca algo así. Siempre estaban juntos, siempre hablaban. A veces él se sentaba tan cerca de ella que extendía el brazo y le tocaba la mano.
El público estaba sobrecogido.
El juez parecía totalmente confuso. Harvester mostraba una perplejidad absoluta.
– ¿Y aún así no está segura de que fuera feliz? -dijo Rathbone con tanta incredulidad como pudo-. ¿Por qué dice eso? A mí me parece que tenía todo lo que una mujer puede desear.
Una expresión de rabia y lástima cubrió la cara de Zorah, como si un sentimiento nuevo por completo erradicara todas sus antiguas convicciones.
– La vi sola, al final de las escaleras -respondió muy despacio-. La luz le daba en la cara, y yo estaba en las sombras, abajo. Ella no sabía que yo estaba allí. Por un momento pareció sentirse atrapada, como un animal en una jaula. La expresión de su cara era terrorífica. Nunca había visto tanta desesperación en nadie. Era una completa desesperanza…
En el tribunal el silencio estaba tintado de incredulidad. Incluso el juez se quedó de piedra.
– Luego se abrió una puerta detrás de mí -continuó Zorah, casi en un susurro-. Ella escuchó el ruido y la expresión se esfumó de pronto. Se obligó a sonreír de nuevo y bajó las escaleras con un brillo forzado, la voz crispada.
– ¿Conoce la causa de ese sentimiento, condesa?
– En aquel momento no sabía de qué podía tratarse. Imaginé que sería el miedo a que Friedrich sucumbiera a la presión de la familia y el deber, regresara a Felzburgo, y la abandonara. Aun así, eso no explicaría el pánico que vi, como si estuviera… encerrada, luchando por escapar de algo que la aferraba y la asfixiaba. -Levantó un poco la barbilla, había nerviosismo en su voz-. Era la última mujer del mundo por la quería sentir lástima, pero no pude olvidar la expresión de sus ojos, allí arriba, de pie.
El tribunal estaba en silencio, la tensión se palpaba en el aire.
– ¿Y el resto de la noche? -preguntó Rathbone tras unos instantes.
– Seguimos bebiendo, jugando, riendo y haciendo chistes atrevidos y comentarios crueles sobre personas que conocíamos, o que creíamos conocer, y nos fuimos a dormir a eso de las cuatro de la madrugada -respondió Zorah-. Algunos nos fuimos a nuestras camas, otros no.
Hubo un creciente rumor de desaprobación entre el público y miradas de incomodidad en el jurado. No les gustaba que hablaran así de sus superiores en la escala social; aunque algunos aceptaran que era cierto, preferían no verse forzados a admitirlo. Otros parecían realmente asombrados.
– ¿Y ése fue un día típico? -preguntó Rathbone con cautela.
– Sí.
– ¿Había muchos días así?
– Casi todos eran así, más o menos -respondió Zorah, aún muy erguida, con la cabeza alta a pesar de tener que mirar un poco hacia abajo, a la sala-. Comíamos y bebíamos, montábamos a caballo, íbamos en carruaje o calesa. Hacíamos carreras. Comíamos en el campo, dábamos fiestas. Jugábamos a croquet. Los hombres tiraban. Nosotras remamos una o dos veces en el río. Paseábamos por los bosques o el jardín. Si llovía o hacía frío, hablábamos o tocábamos el piano, leíamos libros o mirábamos cuadros. Los hombres jugaban a cartas o al billar, o fumaban. Y, por supuesto, apostaban por esto o por aquello: quién ganaría a las cartas, qué sirviente contestaría a la campanilla. Por la noche teníamos entretenimiento musical o teatral, o jugábamos.
– ¿Y Friedrich y Gisela siempre estaban tan unidos como ha descrito?
– Siempre.
Harvester se levantó.
– Señoría, esto es impertinente, no demuestra nada y sigue siendo irrelevante.
Rathbone no le hizo caso y continuó, alzando la voz por encima de la protesta del otro abogado, haciéndolo callar.
– Condesa Rostova, después del accidente, ¿visitó a Friedrich en sus habitaciones?
– Una vez.
– ¿Puede describirnos la habitación, por favor?
– ¡Señoría! -Esta vez Harvester también gritaba.
– Es relevante, señoría -dijo Rathbone aún más alto-. Le aseguro al tribunal que es fundamental.
El juez dio un golpe de mazo pero nadie obedeció.
– ¡Señoría! -Harvester no callaba. Estaba de pie y de cara a Rathbone delante de la tribuna-. Esta testigo ya ha sido impugnada por las circunstancias. Su propio interés en el asunto es el que nos concierne aquí. Nada de lo que diga que vio…
– ¡No puede impugnar nada que no se ha dicho! -gritó Rathbone con encono-. Debe dársele la oportunidad de defenderse…
– Pero no… -protestó Harvester.
El juez levantó las manos.
– ¡Silencio! -rugió.
Ambos callaron.
– Señor Rathbone -dijo el juez retomando un tono normal-. Espero que no esté a punto de añadir más calumnias a la ya peligrosa situación de su cliente.
– No, señoría, no lo haré -contestó Rathbone con vehemencia-. La condesa Rostova no dirá nada que no pueda ser corroborado por otros testigos.
– Entonces su testimonio no es de tan urgente importancia como ha dicho -espetó Harvester en tono triunfante-. Si otros testigos pueden decir lo mismo, ¿por qué no se lo hace decir a ellos?
– Por favor, siéntese, señor Harvester -pidió el juez con firmeza-. La condesa Rostova continuará con su testimonio. Tendrá oportunidad de interrogarla cuando sir Oliver haya acabado. Si hace alguna alusión en perjuicio de los intereses de su cliente, tiene el recurso del que se está haciendo valer en estos momentos. Proceda, sir Oliver. Pero no nos haga perder el tiempo y, por favor, no nos empuje a emitir juicios morales sobre otros asuntos que no incumban al tema de la muerte del príncipe Friedrich y al hecho de comprobar si su cliente puede demostrar la terrible acusación que ha efectuado. Ése es su único cometido aquí. ¿Me ha entendido?
– Sí, señoría. Condesa Rostova, ¿querría describirnos el dormitorio del príncipe Friedrich y las habitaciones que él y la princesa Gisela ocuparon durante su convalecencia en Wellborough Hall?
Hubo un susurro de consternación y decepción en la multitud. Habían esperado algo más excitante.
Incluso Zorah parecía desconcertada, pero comenzó con obediencia.
– Tenían un dormitorio, un vestidor y una sala de estar. Y, por supuesto, un cuarto de baño y un retrete privados, que no vi. Tampoco vi el vestidor. -Miró a Rathbone para ver si eso era lo que quería.
– ¿Nos querría describir la sala de estar y el dormitorio, por favor? -Asintió con la cabeza.
Harvester estaba cada vez más impaciente, incluso el juez estaba empezando a perder la paciencia. El jurado estaba completamente perdido. De pronto, el proceso había pasado de un momento de gran tensión a una banalidad total.
Zorah parpadeó.
– La sala de estar era bastante grande. Tenía dos ventanas en saliente, que daban al oeste, creo, al jardín.
– ¡Señoría! -Harvester se había vuelto a levantar-. Esto no puede ser de ninguna relevancia. ¿Mi distinguido amigo quiere dar a entender que la princesa Gisela salió por la ventana de la sala y bajó por la pared hasta el paseo de tejos? Esto se está convirtiendo en algo absurdo, y se está abusando del tiempo y de la inteligencia del tribunal.
– Es precisamente porque respeto la inteligencia del tribunal por lo que no quiero guiar a la testigo, señoría -dijo Rathbone a la desesperada-. Ella no sabe qué parte de lo que vio está relacionada con el crimen y lo explica por completo. Y en cuanto al tiempo, ¡lo malgastaríamos mucho menos si el señor Harvester no hiciera más que interrumpirme!
– Le doy otros quince minutos, sir Oliver – advirtió el juez-. Si no ha llegado a ningún punto relevante para entonces, haré caso de las protestas del señor Harvester. -Se dirigió a Zorah-. Por favor, haga una descripción lo más sucinta posible, condesa Rostova. Le ruego que continúe.
Era obvio que Zorah estaba tan confundida como el que más.
– La alfombra era francesa, al menos el diseño, de diferentes tonos vino y rosa, igual que las cortinas. Había muchas sillas, no recuerdo cuántas, todas tapizadas a juego. En el centro de la sala había una pequeña mesa de nogal, y una especie de cómoda contra la pared del fondo. No recuerdo nada más.
– ¿Flores? -preguntó Rathbone.
Harvester dejó escapar un sonoro soplido de indignación.
– Sí -respondió Zorah con el ceño fruncido-. Lirios de los valles. Eran los preferidos de Gisela. Siempre tenía algún ramo cuando era la temporada. En Venecia los tenía siempre, incluso a finales de invierno.
– Lirios de los valles -repitió Rathbone-. ¿Un ramo de lirios de los valles? ¿En un jarrón? ¿Un jarrón lleno de agua?
– Por supuesto. Si no hubiesen tenido agua se habrían marchitado enseguida. No estaban en una maceta, si es que se refiere a eso. Los habían cortado del invernadero y el jardinero los había hecho subir para ella.
– Gracias, condesa Rostova, con esa descripción basta.
Hubo un suspiro de sorpresa en toda la sala, como la estela que deja una gran ola al romper contra la playa. Todos se miraban con incredulidad.
Los miembros del jurado miraban a Zorah, luego al juez, luego a Harvester.
– ¿Se supone que eso es relevante? -dijo Harvester con una voz muy alterada.
Rathbone sonrió y se dirigió a Zorah.
– Condesa, se ha insinuado que usted estaba celosa de Gisela porque la sustituyó a usted hace doce años en el afecto del príncipe Friedrich, y que ha escogido esta extraña forma de venganza. ¿Está celosa porque fue ella y no usted la que se casó con él?
Una serie de emociones asomaron en el semblante de Zorah: negación, desdén, una risa sombría y amarga, y, repentina y sorprendentemente, lástima.
– No -dijo muy despacio-. No hay nada en este mundo ni el otro que me convenciera para cambiarme por ella. Él la asfixiaba, la había atrapado para siempre en la leyenda que ella misma había creado. A ojos del mundo eran dos grandes amantes, personas mágicas que habían conseguido lo que muchos sólo podemos soñar o desear. Ella tenía todo eso en la realidad. Eran Marco Antonio y Cleopatra sin el áspid. Eso es lo que a ella le dio fama, posición social. La definía, sin esa parafernalia no era nadie, una simple farsante. Por mucho que él dependiera de ella, se aferrase a ella, le chupase la vida, nunca podría abandonarlo, ni siquiera podía perder los nervios con él. Se había construido una imagen y estaba prisionera de ella para el resto de su vida. Se había quedado seca, tenía que sonreír, actuar sin descanso. En aquel momento no comprendí la expresión de su cara. Supe que odiaba a Friedrich, pero no entendía por qué.
»Sin embargo, ayer por la tarde estaba hablando con alguien y, de pronto, vi a Gisela atrapada para siempre en la interpretación del papel que con tanta brillantez había creado, y comprendí por qué acabó con todo de la única manera en que podía hacerlo. Era una mujer fría y ambiciosa, dispuesta a utilizar el amor de un hombre en su propio interés. Pero yo no podría desearle a nadie ese encarcelamiento en vida. Al menos, no creo que pudiera. Al fin y al cabo, el accidente lo había dejado tullido. Nunca habría vuelto a ser un compañero para ella. Era la última reja de su celda en una cárcel eterna y completa junto a él.
La sala estaba en silencio. Nadie hablaba. Nada se movía.
– Gracias, condesa -dijo Rathbone muy despacio-. No tengo nada más que preguntarle.
Luego se rompió el hechizo y se oyó un suave murmullo de consternación que se iba convirtiendo en rabia, casi en violencia, por la confusión y el dolor de los sueños rotos.
Harvester le dijo algo a Gisela y ella no contestó. Luego se puso en pie.
– Condesa Rostova, ¿ha notado alguien más, aparte de usted, ese profundo terror y esa desesperanza en una de las mujeres más queridas y afortunadas del mundo? ¿O se trata únicamente de su extraordinaria y subjetiva percepción?
– No tengo la menor idea -respondió Zorah, con la voz tranquila y la mirada serena.
– ¿Pero nadie, en ningún momento, le ha dado la más mínima indicación de que apreciara en esa felicidad y ese amor constantes, que duraron doce años, día y noche, con buen y mal tiempo, en público y en privado, la tragedia que usted afirma que se escondía tras la apariencia? -Empleó un tono muy sarcástico. No cayó en el melodrama, pero su voz era muy elocuente.
– No -admitió ella.
– ¿Así que sólo tenemos su palabra para creer en su brillante e incisiva visión que, ahora que está en el estrado, y moralmente en el banquillo de los acusados, desesperada, nos muestra, siempre según su opinión, este increíble secreto?
Lo miraba a los ojos sin estremecerse, una leve sonrisa le curvaba los labios.
– Yo soy la primera, señor Harvester. Seré la única sólo por poco tiempo. Si puedo ver lo que usted no ve, es simplemente porque le aventajo en dos cosas: conozco a Gisela desde hace mucho más tiempo que usted y soy mujer, lo que significa que puedo comprender a otra mujer como usted nunca lo hará. ¿Responde eso a su pregunta?
– Si otros acabarán por seguirla o no, condesa, aún está por verse -dijo con frialdad el letrado-. Hoy, aquí, está usted sola. Gracias, si no por la verdad, al menos por una invención de lo más original.
El juez miró a Rathbone en actitud interrogativa.
– No hay más preguntas, gracias, señoría -contestó Rathbone.
Zorah pudo regresar a su asiento.
– Me gustaría volver a llamar a lady Wellborough, si su señoría me lo permite -prosiguió Rathbone.
Emma Wellborough subió al estrado pálida, desconcertada y bastante asustada.
– Lady Wellborough -empezó Rathbone-, ha estado usted presente durante el testimonio de la condesa Rostova…
Ella asintió con la cabeza, luego se dio cuenta de que eso no era adecuado y contestó afirmativamente con voz temblorosa.
– ¿La descripción que se ha realizado de los hechos que tuvieron lugar en su casa, previos al accidente del príncipe Friedrich, es básicamente correcta? ¿Es así como viven ustedes, como pasan los días?
– Sí -dijo con voz queda-. No… no parecía tan… tan trivial como ella lo ha descrito… tan… carente de sentido. No estábamos… tan… borrachos… -Se le apagó la voz.
– No les juzgamos -dijo Rathbone, y supo que era mentira. Todos los presentes les estaban juzgando, no sólo a ellos sino a todos los de su clase y a la familia real de Felzburgo-. Lo único que necesitamos saber -continuó con voz algo quebrada- es si pasaban así el tiempo, y si el príncipe y la princesa tenían una relación tan íntima como ha descrito la condesa Rostova, si siempre estaban juntos, normalmente por insistencia de él. ¿Intentaba ella separarse, encontrar algo de tiempo para estar sola o en compañía de otros, pero él siempre estaba ahí, aferrándose a ella, exigiendo su presencia?
La testigo estaba perpleja y triste. ¿Había llegado demasiado lejos?
Vaciló durante tanto tiempo que Rathbone sintió el latido de su corazón, el pulso se le aceleraba. Era como luchar con un pez enganchado al extremo del sedal. Hasta el último momento corría el peligro de perderlo.
– Sí -dijo al fin-. Yo solía envidiarla. Veía su vida como la mayor historia de amor del mundo, con lo que sueñan todas las jóvenes. -Se le escapó una pequeña risa pero casi acabó atragantándose-. Un apuesto príncipe, y Friedrich era muy apuesto, tenía unos ojos maravillosos y una voz preciosa. Un apuesto príncipe que se enamorara tan profundamente que estuviera dispuesto a perder al mundo de vista por ti, siempre y cuando tú también le amaras. -Tenía los ojos arrasados en lágrimas-. Y luego partir y vivir felices para siempre en un lugar tan maravilloso como Venecia. Nunca pensé que pudiera ser una cárcel no volver a ser nunca libre, ni poder estar sola… -Se detuvo, un oscuro pensamiento la abrumaba-. ¡Es… terrible!
Harvester se había levantado, pero no interrumpió. Volvió a sentarse en silencio.
– Lady Wellborough -dijo Rathbone al cabo de un momento-, ¿la descripción que la condesa Rostova ha hecho de las habitaciones de Friedrich y Gisela en su casa es correcta?
– Sí.
– ¿Vio usted las flores?
– ¿Se refiere a los lirios de los valles? Sí, ella los pidió. ¿Por qué?
– Eso es todo, gracias. A no ser que el señor Harvester tenga alguna pregunta, puede irse.
– No. -Harvester negó con la cabeza-. Ahora no tengo ninguna.
– Señoría, llamo al doctor John Rainsford. Es mi último testigo.
El doctor Rainsford era un hombre joven de cabello rubio, con el rostro fuerte e inteligente de un entusiasta. A petición de Rathbone, enumeró sus notables títulos como médico y toxicólogo.
– Doctor Rainsford -comenzó Rathbone-, si un paciente presentara los síntomas de dolor de cabeza, alucinaciones, piel sudorosa y fría, dolor estomacal, náuseas, ritmo cardiaco ralentizado, entrada en coma y, por último, muerte, ¿cuál sería su diagnóstico?
– Una de entre varias posibilidades -respondió Rainsford-. Necesitaría conocer el historial del paciente, cualquier tipo de accidente sufrido, saber lo que había comido últimamente.
– ¿Y si las pupilas estuviesen dilatadas? -añadió Rathbone.
– Sospecharía de envenenamiento.
– ¿De hojas o corteza de tejo, quizá?
– Con mucha probabilidad.
– ¿Y si el paciente tuviera ronchas en la piel?
– Oh… eso no es tejo. Eso suena más a lirio de los valles.
Hubo abucheos por todo el tribunal. El juez se inclinó hacia delante con la cara rígida y los ojos muy abiertos. Los miembros del jurado estaban muy erguidos. A Harvester se le rompió el lapicero por la inconsciente presión que hacían sus manos.
– ¿Lirio de los valles? -preguntó Rathbone con cautela-. ¿Son venenosos?
– Oh, sí, más venenosos que nada en el mundo -dijo Rainsford muy seriamente-. Tanto como el tejo, la cicuta o la belladona. Cualquier parte de ellos lo es: las flores, las hojas, los bulbos. Incluso el agua en que se conservan las flores cortadas puede ser letal. Provoca exactamente los síntomas que ha descrito.
– Comprendo. Gracias, doctor Rainsford. ¿Querría permanecer en el estrado por si el señor Harvester tiene algo que preguntarle?
Harvester se levantó, respiró hondo, negó con la cabeza y volvió a sentarse. Parecía enfermo.
El jurado se retiró y estuvo fuera durante sólo veinte minutos.
– Fallamos a favor de la demandada, la condesa Zorah Rostova -anunció el presidente del jurado con la cara pálida y expresión triste. Miró primero al juez, para ver si había cumplido bien con su deber, luego a Rathbone con una antipatía sosegada y grave. Después se sentó.
Nadie entre el público se alegró. Quizá no sabían lo que estaban esperando, pero no era aquello. Se quedaron tristes. Ahora tenían la verdad, pero no se trataba de una victoria. Demasiados sueños se habían ensuciado y roto para siempre.
Rathbone se volvió hacia Zorah.
– Usted tenía razón, ella lo asesinó -dijo en un suspiro-. ¿Qué sucederá ahora con la lucha por mantener la independencia? ¿Encontrarán a un nuevo líder?
– Brigitte -respondió ella-. La aprecian mucho y, además de poseer convicción y dedicación por su país, es valiente. Rolf y la reina la apoyarán.
– Pero cuando el rey muera, Waldo le sucederá. Entonces Ulrike tendrá mucho menos poder -señaló Rathbone.
Zorah sonrió.
– ¡No lo crea! Ulrike siempre tendrá poder. La única que puede aspirar a llegar a su altura es Brigitte, y sólo a su manera. Están en el mismo bando, pero la unificación llegará, sólo es cuestión de saber cómo y cuándo.
Se puso en pie en medio del ajetreo y el barullo de la multitud que pretendía salir de la sala.
– Gracias, sir Oliver. Me temo que mi defensa le ha costado cara. No le apreciarán a usted por lo que ha hecho. Ha mostrado a la gente algo que preferirían no saber. Ha hecho que vieran a los ricos y a los privilegiados, aunque sea brevemente, con mucha más claridad de lo que les gustaría, ha hecho que mostraran partes de sí que prefieren ocultar.
»Y ha roto los sueños de la gente corriente a quien le gustaba, más bien necesitaba, vernos más sabios y mejores de lo que somos. En el futuro les será difícil contemplar nuestra riqueza y ociosidad y sobrellevarla con ecuanimidad. Y tienen que hacerlo, porque muchos dependen de nosotros, de un modo u otro. Y tampoco nosotros les perdonaremos por haber sido testigos de nuestros defectos.
Se le endureció el rostro.
– Creo que tal vez no debería haber dicho nada. Quizá habría sido mejor que hubiese dejado que se saliera con la suya. Al final habría hecho menos daño.
– ¡No diga eso! -Rathbone le agarró del brazo.
– ¿Porque ha sido una dura batalla? -Sonrió-. ¿Y hemos pagado mucho por la victoria? Eso no tiene nada que ver, sir Oliver. El precio no tiene nada que ver con el valor real.
– Lo sé. Quería decir que no crea que es mejor permitir que un hombre indefenso sea asesinado por la persona en quien más confiaba y dejar que nunca se sepa. El día que aceptemos algo así, porque contemplar la verdad que desvela es desagradable, habremos perdido todo lo que nos hace dignos de respeto.
– Qué correcto. Qué inglés -contestó ella, pero con repentina ternura en la voz-. Es usted la persona de la que podría esperarse una declaración como ésa, con sus pantalones a rayas y su cuello blanco y almidonado. Aunque, en realidad, quizá tenga razón. Gracias, sir Oliver. Ha sido todo un placer conocerle. -Y sonrió más aun, con una calidez y un resplandor que Rathbone no había visto antes en ella. Se dio la vuelta y se marchó en medio de un remolino de su falda color escarlata y rojo.
La sala se oscureció sin ella. Rathbone querría haberla seguido, pero habría sido una tontería. En su vida no había lugar para él.
Monk y Hester estaban a su lado.
– Brillante -dijo Monk con sequedad-. Otra victoria arrolladora, aunque pírrica, esta vez. Has perdido más de lo que has ganado. Has tenido suerte de disponer ya del título de sir. Ahora no te lo concederían.
– No necesito que me digas eso -contestó Rathbone con amargura-. No lo hubiese hecho de no haber sido porque la alternativa era mucho peor. -Pero pensaba en Zorah, en lo llena de vida que estaba, en su temeridad y su valentía. Tal vez haberle sido fiel valía el precio que había pagado e incluso el sentimiento de pérdida que le embargaba.
Monk suspiró.
– ¿Cómo pudo acabar así un amor como ése? Él lo dejó todo por ella. Su país, su pueblo, su trono. ¿Cómo ha podido acabar la historia de amor más grande del siglo en desilusión, odio y asesinato?
– No era la mayor historia de amor del siglo -respondió Hester-. Eran dos personas que necesitaban lo que el otro podía darles. Ella quería poder, posición, riqueza y fama. Él parecía querer admiración constante, devoción, alguien que estuviera con él todo el tiempo, que viviera su vida por él. No tenía valor para estar sin ella. El amor es valiente y generoso, y sobre todo nace del honor. Para poder amar a otra persona antes debes serte fiel a ti mismo.
Rathbone la miró y los labios se le curvaron poco a poco en una sonrisa.
Monk frunció el ceño. Su mirada rebosaba una antipatía extrema, después rabia, más tarde pareció luchar consigo mismo, perdió la batalla y se relajó.
Conscientemente, rodeó a Hester con un brazo.
– Tienes razón -dijo a regañadientes-. Eres presuntuosa, dogmática e insufrible… pero tienes razón.