Capítulo 4

Hester fue consciente de la intranquilidad de Robert durante toda la noche, pero sabía que no podía ayudarlo y que una intrusión sería imperdonable.

A la mañana siguiente lo encontró aún despierto, con la cara pálida. Se le veía muy joven y muy cansado. Ya había cumplido los veinte, pero sus facciones desvelaban con mucha facilidad al niño que llevaba dentro, y Hester podía sentir su aislamiento y su dolor. No lo molestó. El desayuno poco importaba.

– ¿Está bien? -preguntó Dagmar angustiada al encontrarse a Hester en las escaleras-. Ayer por la noche tenía la puerta cerrada. No quise entrar. -Se ruborizó levemente, y Hester supo que seguramente había abierto la puerta y le había oído llorar. Imaginaba la inquietud de Dagmar. Debía dolerle más de lo soportable no poder hacer nada por su hijo. Por el bien de Robert, ella también intentaría esconder el pesar del joven.

Hester no sabía qué decir. Tal vez no debería ocultar la verdad por más tiempo. Sólo mintiendo expresamente podría hacerlo.

– Creo que a lo mejor se está enfrentando a la posibilidad de que la parálisis no desaparezca -dijo con voz entrecortada-. Por supuesto, tal vez…

Dagmar fue a decir algo, pero su voz se hizo débil y no salió de su garganta. En su cabeza encontraba cientos de palabras, pero ninguna le servía. Hester leía en sus ojos lo que le carcomía por dentro. Dagmar se quedó quieta un momento, luego, incapaz de mantener la compostura, se volvió y corrió escaleras abajo, y cruzó a ciegas el vestíbulo hacia la sala de estar, donde podía estar sola.

Hester regresó arriba algo mareada.

A media mañana, Robert se despertó diciendo que la cabeza le palpitaba y que tenía la boca seca. Hester le ayudó a sentarse en la silla que tenía cerca. En el hospital de Scutari había aprendido a levantar a personas que carecían de la fuerza o de las ganas para hacerlo solas, incluso a hombres más grandes y más pesados que Robert. Le acercó el cuenco de agua para que se lavara y se afeitara mientras ella hacía la cama y ponía sábanas y fundas limpias, ahuecaba las almohadas y alisaba el cobertor. Aún no había acabado cuando Dagmar llamó a la puerta y entró.

Robert estaba sereno y muy serio; parecía haber recobrado el dominio de sí mismo. Rechazó la ayuda de su madre para regresar a la cama, pero era obvio que no podía arreglárselas sin Hester.

– Si la señorita Stanhope te molestó ayer -comenzó Dagmar-, mandaré una cortés nota de agradecimiento pidiéndole que no vuelva. Se puede solucionar el asunto sin que tú te molestes.

– De todos modos no es probable que vuelva -dijo Robert con tristeza-. Fui muy grosero con ella.

– Seguro que no fue culpa tuya… -prosiguió Dagmar.

– ¡Sí lo fue! ¡No me defiendas como si fuera un niño, o un idiota, y no fuese responsable de mis acciones! ¡No puedo ejercitar las piernas, pero sí la cabeza!

Dagmar se estremeció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Lo siento -se disculpó Robert de inmediato-. Será mejor que me dejes solo. Al parecer no soy capaz de comportarme educadamente con nadie, excepto la señorita Latterly. Al menos ella cobra por cuidarme, y me atrevería a decir que está acostumbrada a personas como yo, que se comportan de forma pésima con aquellos a los que deberían mostrar más agradecimiento.

– ¿Estás diciendo que quieres que me vaya? -Dagmar intentó dominar su dolor, pero resultaba patente en su rostro.

– No, claro que no. Sí, eso es. ¡Odio hacerte daño! ¡Me odio a mí mismo! -Se volvió, negándose a mirarla.

Hester no podía decidir si entrar o no en la habitación. A lo mejor debía dejar que los acontecimientos siguieran su curso para propiciar que se dijeran todo lo que no se habían dicho hasta ese momento. ¿O era preferible que no lo hicieran? Así no tendrían que retractarse y disculparse por ello. Y después no habría dudas acerca de si se habían perdonado o no.

– Escribiré a la señorita Stanhope -dijo Dagmar, titubeante.

Robert se volvió rápidamente.

– ¡No! Por favor, no. Me… Me gustaría escribirle yo mismo. Quiero disculparme. Lo necesito. -Se mordió el labio-. No quieras hacerlo todo por mí, mamá. No me robes la poca dignidad que me queda. Al menos aún soy capaz de disculparme por mí mismo.

– Sí… -Dagmar tragó saliva con esfuerzo-. Sí, desde luego. ¿Le pedirás que vuelva a venir o que no lo haga?

– Le pediré que vuelva a venir. Iba a leerme algo de sir Galahad y la búsqueda del Santo Grial. ¿Sabías que al final lo encontró?

– ¿Ah, sí? -Se esforzó por sonreír a pesar de que caían lágrimas por sus mejillas-. Iré… a buscarte papel. Y te traeré una bandeja. ¿Te las arreglarás con la tinta en la cama?

Robert sonrió con una mueca.

– Será mejor que aprenda a hacerlo, ¿no crees?

Por la tarde llegó el médico, como casi todos los días. Era un hombre bastante joven y no mantenía la actitud profesional que acaba por distanciar a un médico de sus pacientes. No tenía ese aire de autoridad que a algunos les conforta y a otros les parece condescendencia. Examinó a Robert y le hizo unas preguntas dirigiéndose a él directamente y sin asomo de falso optimismo.

Robert dijo muy poca cosa. Hester notó que Robert estaba intentando reunir el valor necesario para preguntarle al médico si volvería a caminar de nuevo. No hizo ninguna otra pregunta, aunque la que tenía en mente parecía todavía demasiado enorme para ser formulada.

– Progresa de forma muy satisfactoria -dijo el médico al cabo de unos instantes, mientras cerraba el maletín, hablándole a Robert, y no a Hester ni a Dagmar, que estaban a su lado-. Estar tumbado no parece tener ningún efecto adverso en la circulación de su sangre.

Dagmar hizo ademán de hablar aunque luego cambió de opinión.

– Hablaré con la enfermera Latterly sobre su tratamiento -continuó el médico-. Hay que evitar que le salgan llagas al estar tumbado siempre en una misma postura.

Robert tomó aire y lo dejó ir en un suspiro.

– No lo sé -dijo el médico con voz queda, respondiendo a la pregunta que su paciente no se había atrevido a formular-. Esa es la verdad, señor Ollenheim. No quiero decir con esto que, en caso de saberlo, se lo dijera necesariamente, pero no mentiría, se lo aseguro. No se puede descartar la posibilidad de que los nervios estén tan dañados que pase aun un largo tiempo hasta que pueda volver a utilizarlos. No lo sé.

– Gracias -dijo Robert con inseguridad-. No estaba convencido de querer preguntar.

El médico sonrió. No obstante, una vez abajo, en la antesala en la que Hester se reunió con Dagmar y Bernd para que el médico pudiera hablar con todos a la vez, su tono de voz fue muy grave.

– ¿Y bien? -inquirió Bernd con los ojos ensombrecidos por el temor.

– No tiene un aspecto muy prometedor -respondió el médico dejando el maletín sobre el asiento de uno de los sillones-. No tiene ningún tipo de sensibilidad en las piernas.

– ¡Pero la recobrará! -exclamó Bernd con impaciencia-. Usted nos dijo que podía tardar semanas, incluso meses. Debemos tener paciencia.

– Dije que tal vez recobraría la sensibilidad -corrigió el médico-. Lo siento muchísimo, barón Ollenheim, pero debe estar preparado ante la posibilidad de que no sea así. Creo que sería injusto para su hijo esconderle este hecho. Queda la esperanza, por supuesto, pero en modo alguno se trata de una certeza. La otra posibilidad también debe ser considerada y debemos prepararnos para ella en la medida de lo posible.

– ¡Prepararnos! -Bernd estaba horrorizado; los músculos de su cara cedieron como si hubiese recibido un golpe-. ¿Cómo podemos prepararnos para algo así? -Su voz sonaba cada vez más colérica-. ¿Cómo lo hacemos? -preguntó moviendo los brazos-. ¿Compramos una silla de ruedas? ¿Le decimos que nunca podrá ponerse de pie, y mucho menos andar? Eso… Eso… -Se detuvo, incapaz de continuar.

– Sea valiente -interpuso el médico-. Pero no finja que lo peor no puede suceder. Eso no le hará ningún bien. Tal vez se vea en la necesidad de tener que afrontarlo.

– ¿No hay nada que pueda hacerse? Pagaré lo que sea… Cualquier cosa…

El médico negó con la cabeza.

– Si hubiese alguna cosa, ya se lo habría dicho.

– ¿Qué podríamos decir o hacer para ponérselo más fácil -preguntó Dagmar con calma- si… si pasara lo peor? A veces no sé qué resultaría más sencillo, si decírselo o si no.

– Yo tampoco lo sé -admitió el médico-. Nunca lo he sabido. No existen respuestas seguras. Limítense a no dejar que vea lo muy preocupados que están. Y no intenten negarlo una vez que él mismo lo haya aceptado. Ya tendrá suficientes batallas que librar consigo mismo como para tener que luchar también contra ustedes.

Dagmar asintió. Bernd estaba en silencio, con la mirada perdida más allá del médico, concretamente en el magnífico cuadro que colgaba de la pared: un grupo de jinetes al galope, cuerpos fuertes, ágiles, moldeados por el movimiento en perfecta armonía.


A la mañana siguiente, mientras daba un pequeño paseo por el jardín, Hester se encontró con Bernd, que estaba solo junto a un arriate de flores casi marchitas. Septiembre estaba ya a punto de terminar y en el arriate contiguo los primeros ásteres estaban en flor; un esplendor de morados, violetas y malvas. Cerca de allí, el jardinero ya había podado los lupinos secos y las espuelas de caballero granadas. El resto de flores estivales se había marchitado hacía tiempo. Olía a tierra húmeda, y los escaramujos brillaban en los rosales. Octubre no quedaba muy lejos.

En realidad, Hester había salido a coger unas caléndulas. Tenía que fabricar más loción con esas flores. Era muy beneficiosa para la piel de las heridas y de las zonas doloridas de una persona que yacía tumbada siempre en la misma postura. Cuando vio a Bernd se detuvo y estuvo a punto de dar media vuelta, no quería importunarlo, pero él la vio. -¡Señorita Latterly!

– Buenos días, barón. -Esbozó una leve sonrisa, algo insegura.

– ¿Cómo se encuentra Robert esta mañana? – La preocupación se reflejaba en su rostro.

– Mejor -contestó ella con sinceridad-. Creo que estaba tan cansado que ha dormido muy bien, y está ansioso por saber si la señorita Stanhope aceptará volver a visitarlo.

– ¿Fue muy grosero con ella?

– No, no mucho, sólo hiriente.

– No me gustaría pensar que… la ofendió. ¡El propio dolor no es excusa para abusar o avergonzar a los que no se encuentran en posición de contraatacar!

En una sola frase había expresado todo lo que representaba su posición social, tanto en lo referente a la convicción sobre su innata superioridad como al inquebrantable deber de la autodisciplina y el honor que acompañaban a dicha posición. Hester contempló su grave perfil, de huesos fuertes y bien definidos, una versión avejentada y más pesada que el de Robert. A pesar de que la boca estaba medio oculta por el oscuro bigote, podía apreciarse la similitud de los trazos.

– No la ofendió -aseguró Hester, quizá no con total sinceridad-. Y la señorita Stanhope comprendió a la perfección el motivo de su brusquedad. Ella también ha sufrido mucho. Conoce las fases por las que Robert está pasando.

– Sí, es evidente que ella sufre algún tipo de… -dudó, no sabía cómo expresarlo con delicadeza- de herida. ¿Fue una enfermedad o un accidente? ¿Lo sabe? Claro que ella ha tenido más suerte que Robert. Puede andar, aunque sea con bastante torpeza.

Hester contempló la expresión de seguridad del barón, encerrado en su mundo de presunciones en lo que atañía a la vida de los demás. No podía hablarle de la tragedia de Victoria ni de la de su familia. Tal vez llegara a comprenderlo, pero de no ser así, el daño sería irreparable. La intimidad de Victoria quedaría destrozada y, con ella, la frágil confianza que con tanto esfuerzo había conseguido.

– Un accidente -respondió Hester-. Y después una operación quirúrgica mal realizada. Me temo que le ha dejado secuelas permanentes, dolores que a veces son más intensos y a veces menos.

– Lo siento mucho -dijo el barón con gravedad-. Pobrecilla. -Ahí acababa para él el asunto. Había cumplido con el trámite de la cortesía. No se le había ocurrido pensar que Victoria pudiera formar parte de la vida de Robert en el futuro. Era tan sólo una persona desgraciada que había sido amable en un momento de necesidad y que, pasado ese tiempo, desaparecería, seguramente para ser recordada con consideración, pero nada más.

El barón miraba por encima del arriate de flores marchitas hacia el estupendo espectáculo que ofrecían las margaritas y los ásteres a lo lejos, y las brillantes y algo desordenadas caléndulas, una repentina pincelada de color recortándose contra la tierra húmeda y las hojas oscurecidas.

– Señorita Latterly, si por casualidad se enterase de más detalles acerca de este desgraciado asunto de la condesa Rostova y la princesa Gisela, le agradecería que no le comentara nada a Robert. Temo que derivará en algo extremadamente desagradable cuando llegue el juicio, si es que no hay forma de evitarlo. No quiero que se preocupe de manera innecesaria. Mi esposa tiene una visión algo romántica del caso, que para Robert será mucho más fácil de aceptar.

– Sé muy poco al respecto -repuso Hester con sinceridad-. La baronesa me explicó cómo se conocieron el príncipe y Gisela, lo que supone que yo ya debía saber, y creo que Robert también. Pero no tengo la menor idea de por qué la condesa Rostova sostiene semejante acusación. Ni siquiera sé si es algo personal o político. Parece increíble, ya que no puede demostrar nada.

Bernd metió sus manos en los bolsillos y se balanceó ligeramente sobre los pies.

A Hester le fascinaba la pasión que, sin duda, empujaba a la condesa Rostova, pero sentía otra cosa de un modo más apremiante: su honda preocupación por Rathbone. Que perdiera el caso no era lo importante. Aunque también era cierto que, en privado, Hester creía que le haría bien. Se le habían subido los humos a la cabeza desde que tenía el título de sir. Sin embargo, no quería verlo humillado por haber aceptado un caso que era absurdo, ni tampoco distanciado de sus colegas ni de la sociedad, ni siquiera de la gente corriente de la calle que pudiera relacionarlo con la historia de amor de Gisela. A la gente no le gusta que pisoteen sus sueños.

– ¿Por qué habrá hecho la condesa algo así? -preguntó Hester en voz alta, consciente de que podía parecer impertinente-. ¿Es posible que otra persona la empujara a ello?

Una ligera brisa sopló entre los árboles e hizo caer unas cuantas hojas.

El barón se volvió despacio y la miró con el ceño fruncido.

– No había pensado en eso. Zorah es una mujer extraña y obstinada, pero nunca la había visto actuar de manera tan autodestructiva. No se me ocurre ningún motivo sensato por el que pueda haber llevado a cabo semejante acusación. Gisela nunca le gustó, pero tampoco le gusta a mucha otra gente. La princesa es una mujer con un talento especial tanto para hacer amigos como enemigos.

– ¿Podría actuar Zorah a favor de alguno de sus enemigos?

– ¿De forma tan suicida? -Negó con la cabeza-. Yo no haría algo así por nadie. ¿Y usted?

– Depende de quién se tratase y de por qué creyera que querían que lo hiciese -respondió ella, con la esperanza de que el barón le explicase algo más acerca de Zorah-. ¿Opina usted que la condesa cree de verdad que Gisela asesinó a su marido?

El barón sopesó la pregunta durante un instante.

– Lo veo difícil -dijo por fin-. Gisela no tenía nada que ganar, ni personal ni políticamente, con la muerte de Friedrich, y en cambio podía perderlo todo. No sé cómo Zorah no ha pensado en eso.

– ¿Se conocen bien? -Le picaba mucho la curiosidad. ¿Qué relación podría haber entre dos mujeres tan distintas?

– En cierto modo, yo creo que se conocen tal como pueden hacerlo las mujeres que han vivido muchos años en las mismas circunstancias, rodeadas por el mismo círculo de gente. Tienen un carácter muy diferente, pero hay aspectos en los que sus vidas se parecen. Zorah podría haber ocupado fácilmente el lugar de Gisela si Friedrich hubiese sido otro tipo de persona, si se hubiese enamorado de una mujer tan inapropiada como Zorah, en lugar de Gisela. -Un repentino desdén marchitó su expresión, y Hester se percató con nitidez de la rabia que sentía por la mujer que había trastocado la casa real y que había provocado que un príncipe abandonara a su pueblo y rechazara su deber.

– No es posible que pelearan por otro hombre, ¿verdad? -dijo Hester en voz alta, buscando razones.

– ¿Gisela? -Bernd parecía sorprendido-. Lo dudo. Coqueteaba, pero era sólo una especie de… de ejercicio de su poder. Nunca incitó a nadie. La verdad es que juraría que no tenía interés alguno en ese sentido.

– Pero quizá Zorah sí, y si el hombre estaba enamorado de Gisela… Gisela sin duda poseía un encanto sorprendente, un atractivo magnético. -Se dio cuenta de que estaba hablando de ella en pasado como si hubiera muerto-. Bueno, aún debe poseerlo, imagino.

Bernd torció la boca y se volvió de espaldas, el intenso sol otoñal le daba en la cara.

– Oh, sí. Uno no olvida a Gisela con facilidad. -Su expresión se suavizó, el desprecio desaparecía-. Pero Zorah también es difícil de olvidar. Creo que el motivo político es el más probable. Estamos en un momento muy delicado de nuestra historia. Es posible que dejemos de existir como país si nos vemos absorbidos por la gran Alemania. Por otro lado, si continuamos siendo independientes, tal vez quedemos devastados por la guerra, incluso invadidos y borrados del mapa.

– Entonces parece probable que, si asesinaron a Friedrich, fuese con la intención de evitar que regresara y encabezara la lucha por la independencia -comentó Hester con creciente convicción.

– Sí… -afirmó él-. En el caso de que Friedrich estuviera sopesando en serio la idea del retorno. No lo sabemos. Pero es posible que ese fuera el motivo por el que Rolf estaba en Inglaterra aquel mes, para convencerlo. Tal vez Rolf estaba más cerca de la victoria de lo que nadie imaginaba.

– ¡Entonces Gisela podría haberlo matado para evitar que se fuera! -exclamó Hester, más triunfal de lo adecuado-. ¿No es eso lo que diría Zorah?

– Tal vez, pero me cuesta creerlo. -Se volvió para mirarla, tenía una curiosa expresión en la cara que Hester no pudo descifrar-. Usted no conocía a Friedrich, señorita Latterly. No imagino al hombre que yo conocí abandonando a Gisela. Habría condicionado su regreso al hecho de poder llevarla consigo. Eso sí que podría creerlo. De no ser así, Friedrich habría desoído la llamada.

– En ese caso, algún enemigo de Gisela podría haberlo matado para impedirlo -razonó Hester-. Y si al mismo tiempo ese enemigo estaba apasionadamente a favor de la unificación, consideraría un acto de patriotismo el impedirle liderar la lucha por la independencia. ¿O podría haber sido alguien aliado en secreto con alguno de los principados que esperan convertirse en la potencia principal de la nueva Alemania?

Bernd la miró con interés, casi como si en algún sentido lo estuviera haciendo por primera vez.

– Le interesa mucho la política, señorita Latterly.

– Me interesan las personas, barón Ollenheim. Y he visto bastante guerra como para tenerle miedo sin importar el lugar en el que se produzca, sean cuales sean los países involucrados.

– ¿No cree que hay ciertas cosas por las que merece la pena luchar, aunque eso signifique la muerte? -preguntó muy despacio.

– Sí. Pero una cosa es considerar que el objetivo merece sacrificar la vida de otra persona y otra muy distinta defender que merece sacrificar la propia vida.

La miró pensativo, pero no añadió nada más a la cuestión. Ella recogió las caléndulas y regresaron juntos a la casa.

Victoria aceptó las disculpas de Robert y sólo tardó dos días en regresar. Hester esperaba encontrarla insegura, temerosa de un nuevo ataque provocado por el miedo que Robert no podía evitar, o por la rabia, que no era sino miedo disfrazado, dirigida a ella porque a ojos de Robert era menos vulnerable que sus padres.

Desde el vestidor contiguo, Hester escuchó cómo la doncella hacía pasar a Victoria y luego oyó los pasos que se alejaban dejándolos a solas.

La voz de Robert le llegó a Hester clara y teñida de vergüenza.

– Gracias por haber vuelto.

– Quería hacerlo -contestó Victoria con indudable timidez, y Hester pudo entrever su espalda a través de la rendija de la puerta-. Disfruto compartiendo cosas con usted.

Hester veía la cara de Robert. Sonreía.

– ¿Qué ha traído? -preguntó-. ¿Sir Galahad? Por favor, siéntese. Parece tener frío. ¿Hace frío fuera? ¿Quiere que pida un poco de té?

– Gracias, sí hace frío, y no, preferiría el té más tarde, si es posible, cuando le vaya bien a usted. -Se sentó con cuidado, intentando no torcer la espalda mientras se colocaba bien la falda-. Y no he traído a Galahad. He pensado que quizá es demasiado pronto. He escogido un par de cosas diferentes. ¿Le apetece algo divertido?

– ¿Más Edward Lear?

– Había pensado en algo mucho más antiguo. ¿Le gustaría escuchar a Aristófanes?

– No lo sé -dijo Robert, obligándose a sonreír-. Suena pesado. ¿Seguro que es divertido? ¿A usted la hace reír?

– Oh, sí -se apresuró a contestar ella-. Muestra, en cierto sentido, lo ridícula que es la gente que se toma a sí misma demasiado en serio. Creo que cuando ya no puedes reírte de ti mismo empiezas a perder el equilibrio.

– ¿Eso cree? -Parecía sorprendido-. Siempre había pensado que la risa era algo frívolo, no la consideraba parte la vida real sino una forma de escapar.

– Oh, en absoluto. -Su voz estaba llena de emoción-. A veces es mediante la risa cuando se dicen las cosas más reales.

– ¿Cree que lo absurdo es lo más real? -Robert parecía desconcertado, pero no crítico.

– No, no es eso lo que quiero decir -explicó Victoria-. No me refiero a la risa de la burla, que degrada, sino a la risa de lo cómico, la que nos ayuda a darnos cuenta de que no somos ni más ni menos importantes que los demás. Algo es divertido cuando es inesperado, desproporcionado. Nos hace reír porque no es como pensábamos que era y de pronto vemos lo tonto que es. ¿No le parece un tipo de cordura?

– Nunca lo había pensado de ese modo. -Estaba inclinado hacia ella, el rostro absorto por la concentración-. Sí, supongo que ése es el mejor tipo de risa. ¿Cómo lo descubrió? ¿O se lo contó alguien?

– He pensado mucho en ello. Tuve mucho tiempo para leer y para pensar. Eso es lo mágico de los libros. Puedes escuchar a las personas más grandes que han vivido jamás, en cualquier parte del mundo, de cualquier civilización. Puedes ver qué es lo que los hace completamente diferentes, cosas que jamás habrías imaginado. -Su voz aunó apremio y emoción, y Hester podía ver por el resquicio de la puerta que se inclinaba hacia la cama, y que Robert sonreía mientras la contemplaba.

– Léame a su Aristófanes -pidió él con suavidad-. Lléveme a Grecia durante un rato y hágame reír.

Victoria se retrepó en la silla y abrió el libro.

Hester regresó a la costura, y poco después oyó a Robert estallar en una escandalosa carcajada.


A medida que Robert recuperaba fuerzas y no dejó de necesitar cuidados tan constantes, Hester pudo empezar a salir de Hill Street de vez en cuando. En cuanto tuvo oportunidad escribió a Oliver Rathbone preguntándole si podría visitarlo en su despacho de Vere Street.

Él le contestó diciendo que estaría encantado de verla, pero que sería imprescindible convertir la visita en una rápida comida a causa de la presión del caso que estaba preparando.

Por lo tanto, Hester se presentó a mediodía y encontró a Rathbone recorriendo su despacho de un lado a otro, con un semblante en el que se apreciaban las huellas del cansancio y de una desacostumbrada inquietud.

– Me alegro muchísimo de verte -dijo Rathbone, sonriendo al verla entrar y cerrar la puerta tras de sí-. Tienes muy buen aspecto.

Se trataba de un comentario carente de sentido, una cortesía a la que no podía contestarse con sinceridad.

– Tú no -dijo ella negando con la cabeza.

Rathbone se detuvo en seco. No era la respuesta que esperaba. Era poco diplomática, incluso tratándose de Hester.

– El caso de la condesa Rostova te preocupa -comentó Hester con una leve sonrisa.

– Es complicado -arguyó él con cautela-. ¿Cómo te has enterado? -Imaginó la respuesta al instante-. Monk, supongo.

– No -contestó Hester, algo tensa. Hacía bastante que no veía a Monk. La relación entre ambos siempre había sido difícil, excepto en momentos de crisis, cuando la antipatía mutua que los unía se transformaba en vínculos de amistad fundados en una confianza instintiva más profunda que la razón-. No, lo sé por Callandra.

– Ah. -La respuesta le satisfizo-. ¿Comemos juntos? Siento no poder dedicarte mucho tiempo, pero tengo que tratar otros asuntos bastante urgentes. Estoy intentando reunir parte de la defensa de lo que, estoy convencido, demostrará ser un caso muy público.

– Desde luego -aceptó Hester-. Estaré encantada de acompañarte.

– Bien. -La condujo fuera del despacho, a través de las oficinas, entre los empleados con sus trajes limpios y abotonados, plumas en mano, libros de contabilidad abiertos frente a sí. Hablaron de asuntos triviales hasta que estuvieron sentados en un tranquilo rincón del restaurante. Pidieron empanada de carne con verduras y encurtidos para comer.

– Ahora estoy cuidando de Robert Ollenheim -dijo Hester tras el primer bocado de empanada.

– ¿Ah, sí? -Rathbone no mostró particular interés, y ella cayó en la cuenta de que Rathbone no había oído ese nombre con anterioridad y no tenía para él ningún significado.

– Los Ollenheim conocían bastante bien al príncipe Friedrich -explicó mientras se servía más encurtidos-. Y, por supuesto, a Gisela… y también a la condesa Rostova.

– Oh. Vaya, comprendo. -Ahora Hester gozaba de toda su atención. El color de sus mejillas se encendió y Rathbone fue consciente de la facilidad con que Hester lo había notado. Inclinó la cabeza y se concentró en la empanada, evitando la mirada de la mujer-. Lo siento. Supongo que estoy un poco preocupado. Las pruebas de este caso tal vez sean más difíciles de conseguir de lo que yo había previsto. -Alzó la mirada con rapidez, acompañándola con una sonrisa algo atribulada.

Una mujer de pecho abundante pasó junto a ellos, su falda rozó las sillas.

– ¿Has tenido noticias de Monk? -preguntó Hester.

Rathbone negó con la cabeza. -Hasta ahora no me ha enviado ninguna información -contestó.

– ¿Dónde está? ¿En Alemania?

– No, en Berkshire.

– ¿Por qué en Berkshire? ¿Es allí donde murió… o mataron a Friedrich?

El abogado tenía la boca llena. La miró sin molestarse en contestar.

– ¿Crees que pudo ser un crimen político? -inquirió Hester intentando que su pregunta sonara como si acabara de ocurrírsele en ese momento-. ¿Relacionado con la unificación alemana más que con motivos personales… si es que fue un asesinato?

– Muy probablemente -respondió Rathbone, concentrado todavía en la empanada-. Si hubiera regresado a su país para encabezar la lucha contra la forzada unificación, con seguridad se habría visto obligado a abandonar a Gisela, a pesar del hecho de que, según parece, él no lo creía así, y eso era lo que ella más temía.

– Pero Gisela lo amaba, siempre le había amado. Absolutamente nadie, aparte de Zorah, ha puesto eso en duda -señaló Hester, intentando no parecer una institutriz dirigiéndose a un niño algo lento de comprensión, pero notó que su propia voz sonaba impaciente y un poco demasiado inquisitiva-. Aunque él hubiera vuelto solo, si hubiera triunfado en la lucha por la independencia, podía haber pedido que también ella regresara al país para ser reina, y nadie hubiera podido negárselo. ¿No es también probable que otra persona lo matara para evitar su retorno, tal vez alguien que deseara la unificación?

– ¿Te refieres a alguien pagado por algún otro estado germánico? -inquirió él, considerando la pregunta.

– Creo que es posible. ¿Podría la condesa Rostova haber hecho la acusación instigada por otra persona, asumiendo el conocimiento de algo que aún no le han contado pero que se desvelará durante el juicio?

Rathbone lo pensó durante unos instantes mientras alcanzaba su copa de vino.

– Lo dudo -dijo por fin-. Pero sólo porque no parece una persona que siga las órdenes de nadie.

– ¿Qué sabes del resto de personas que estaban pasando esos días en la casa?

Rathbone le sirvió un poco más de vino.

– Muy poco, de momento. Monk está investigando acerca de todo eso en estos momentos. La mayoría se ha vuelto a reunir allí, supongo que para defenderse conjuntamente de la acusación. Es una de esas cosas que una ambiciosa anfitriona no quiere que se digan respecto a una fiesta en su casa de campo. -El breve resplandor de una sonrisa sarcástica iluminó el semblante de Rathbone para desaparecer casi al momento-. Pero eso no me sirve para defender a la condesa Rostova.

Hester estudió las facciones del abogado con atención, intentando vislumbrar en ellas la complejidad de sus sentimientos. Percibió la rápida inteligencia que le caracterizaba, el ingenio y un destello de autosuficiencia que lo hacía a un tiempo atractivo e irritante. Atisbó entonces que el caso en sí no era lo único que le preocupaba, sino también el no estar seguro de si había sido sensato aceptarlo desde un principio.

– A lo mejor la condesa Rostova sabe que fue un asesinato pero ha acusado a la persona equivocada -dijo Hester alzando la voz, mirándolo con una dulzura que a ella misma le sorprendió-. No sería culpable de daño ni de maldad alguna, sólo de no haber entendido lo complicado de la situación. ¿O acaso es posible que Gisela le administrara el veneno sin saberlo? Podría ser técnicamente culpable y moralmente inocente. -Había olvidado la empanada a medio acabar en el plato-. Y cuando esto se demuestre, la condesa retirará su acusación y se disculpará. Y entonces a lo mejor Gisela estará tan agradecida de que se haya descubierto la verdad, que aceptará las disculpas sin buscar indemnización ni castigo.

Rathbone permaneció en silencio durante unos segundos.

Hester siguió comiendo. Tenía bastante hambre.

– Claro que es posible -dijo él al cabo de un rato-. Si la hubieras conocido no dudarías ni de su percepción ni de su integridad.

Hester habría puesto en duda esa afirmación, pero se percató, con un sobresalto de sorpresa y diversión, de que Rathbone había quedado muy impresionado por la condesa, tanto que había olvidado su acostumbrada cautela. Hester sentía ya una enorme curiosidad por Zorah Rostova, aunque quizá mezclada con algo de resentimiento. En el tono de Rathbone podía apreciarse no sólo el entusiasmo, sino también desvelaba una vulnerabilidad que ella no había apreciado antes, un agujero en su férrea armadura de siempre. Le enfurecía que fuese tan ingenuo, le asustaba pensar que Rathbone resultara ser menos infalible de lo que ella había imaginado. Se sorprendió al pensar esto último, y fue consciente de que a cada minuto que pasaba sentía crecer su instinto de protección.

Rathbone no parecía darse cuenta de la intensidad de las emociones que despertaba una historia de amor tan pública y conocida como esa, la cantidad de sueños inconexos que la gente había depositado en ella. En algunos aspectos, él había vivido una vida resguardada de todo peligro, en un hogar confortable, con una excelente educación, en una universidad exclusiva y luego con una pasantía en el mejor bufete antes de ejercer la abogacía de manera independiente. Conocía la ley como pocos, y desde luego había visto todo tipo de crímenes pasionales e incluso depravados. ¿Pero había saboreado Rathbone algo de la vida cotidiana, con su fragilidad, su complejidad y sus aparentes contradicciones?

Hester creía que no, y esa carencia le hacía temer por él.

– Tendrás que enterarte de todo lo que puedas acerca de la situación política -dijo Hester con gravedad.

– ¡Gracias! -Había un brillo de sarcasmo en su mirada-. Ya lo había pensado.

– ¿Qué opiniones políticas tiene la condesa? -insistió ella-. ¿Está a favor de la unificación o de la independencia? ¿Cuáles son sus conexiones familiares? ¿De dónde saca el dinero? ¿Está enamorada de alguien?

Por la cara que puso, Hester vio que a Rathbone no se le había ocurrido pensar en esa última pregunta. La sorpresa encendió por un instante los ojos del abogado, luego los ensombreció.

– ¿Supongo que no hay ninguna posibilidad de que retire su alegación antes del juicio? -preguntó Hester sin esperanza. Sin duda, Rathbone ya lo habría intentado todo para disuadirla.

– Ninguna -respondió él, compungido-. Está decidida a ver cómo se hace justicia, a cualquier precio, y ya le he advertido de que puede ser muy alto.

– Entonces no puedes hacer nada más -dijo ella intentando sonreír-. He hablado con el barón y la baronesa Ollenheim sobre este asunto cuando he tenido ocasión. La baronesa tiene una opinión muy romántica. Él es más práctico, y me ha dado la impresión de que Gisela no es de su agrado. Los dos parecen convencidos de que ella y Friedrich se adoraban y de que él nunca se habría planteado regresar sin ella, por mucho que el país se viera absorbido en la unificación. -Bebió un trago de vino, mirando a Rathbone por encima del borde de la copa-. Si puedes demostrar que fue asesinado, creo que el culpable será otra persona.

– Ya estoy al corriente de las ramificaciones del tema. -Intentó controlar la voz, intentando aportarle un tono optimista sin conseguirlo-. Y de que la popularidad de la condesa va a disminuir mucho debido a semejante acusación. Romper sueños nunca reporta satisfacciones, pero a veces es necesario si lo que se busca es hacer justicia.

Era un discurso valiente, y el mero hecho de que lo pronunciara desvelaba el grado de su inquietud. Parecía desear confiar en ella, y sin embargo llevaba el desarrollo de la conversación sólo hasta cierto punto, como si ni siquiera él deseara pensar en un más allá.

Hester se sintió también algo a la defensiva frente a la imagen de aquella mujer que había perturbado a Rathbone de forma tan poco habitual.

– Parece una mujer muy valiente -comentó-. Espero que podamos encontrar pruebas suficientes como para abrir una investigación en regla. A fin de cuentas, en cierto sentido es nuestra responsabilidad, ya que sucedió en Inglaterra.

– ¡Así es! -exclamó Rathbone con vehemencia-. No podemos permitir que se extienda un rumor semejante sin, como mínimo, luchar por su esclarecimiento. Tal vez Monk desvele algunos hechos que nos sean de ayuda. Me refiero a cosas sencillas, como quién tuvo la oportunidad de hacerlo.

– ¿Cómo cree que lo mataron? -inquirió Hester.

– Veneno.

– Ya veo. Todo el mundo cree que es el método preferido de las mujeres. Pero eso no quiere decir que el asesino fuera una mujer. Y puede que no todo el mundo desee lo que dice desear acerca de la unificación y la independencia.

– Por supuesto que no -reconoció él-. Veremos lo que Monk ha descubierto y qué nueva luz arroja sobre la situación. -Intentó que sus palabras sonaran esperanzadas.

Ella le sonrió.

– No te preocupes todavía. Es sólo el comienzo. Al fin y al cabo, nadie pensó siquiera que se tratara de un asesinato hasta que la condesa lo dijo. Todos se conformaron con aceptar la versión de la muerte natural. Esto tal vez despierte nuevos recuerdos, si trabajamos lo suficiente. Y habrá amigos de la independencia que querrán conocer la verdad, sea cual sea. Quizá incluso la reina podría sernos de ayuda, aunque sólo fuera prestando su nombre y su apoyo a la investigación.

Rathbone la miró compungido.

– ¿Para demostrar que alguien de la familia real cometió un asesinato? Lo dudo. Es una mácula terrible, incluso sabiendo lo mucho que detesta a Gisela.

– ¡Oh, Oliver! -Hester se inclinó un poco sobre la mesa y, sin pensarlo, tocó los dedos del abogado-. ¡Muchos reyes han sido asesinados por sus parientes desde tiempos inmemoriales! De hecho, mucho antes aún. Creo que los tiempos inmemoriales son demasiado recientes en la historia de los reyes y de la ambición, el amor, el odio y el asesinato. Nadie que haya leído la Biblia lo encontrará difícil de creer.

– Supongo que tienes razón. -Rathbone se relajó y volvió a beber vino-. Gracias por tu ánimo, Hester. -Inclinó la copa unos centímetros hacia ella.

Hester alzó la suya e hicieron chocar los bordes con un leve tintineo, los ojos de Rathbone la miraban con cariño por encima de la copa.


Hester se enteró de cuándo regresaba Monk de Berkshire gracias a una breve nota que le envió Rathbone, y al día siguiente de su llegada fue a visitarlo a su casa de Fitzroy Street. Su relación siempre había sido frágil, a menudo crítica, al borde de la discusión, una curiosa mezcla de rabia y confianza subyacente. Él la enfurecía. Ella condenaba muchas de sus actitudes y conocía sus debilidades. Y, sin embargo, estaba absolutamente segura de que Monk nunca cometería ciertas deshonestidades, actos crueles o de cobardía, sino que más bien daría su vida por evitarlos. Había una zona oscura en la vida de Monk, el vacío de su memoria, pero era algo que le aterraba más a él que a ella.

En algunos momentos de su relación, uno en especial, Hester había llegado a pensar que la amaba. Pero no había estado convencida del todo, y se negaba a pensar en ello. Sin embargo, los lazos de su amistad eran inquebrantables e inmunes a cualquier tipo de duda. Hester llegó justo a tiempo para encontrarlo. Estaba haciendo las maletas para partir de nuevo.

– No puedes dejar el caso -dijo Hester indignada, de pie en mitad del salón que ella misma había decorado, a pesar de las objeciones de Monk, para que sus clientes, o posibles clientes, se sintieran cómodos a la hora de confiarle sus problemas. Al final, la joven había logrado convencerlo de que si una persona no se encontraba físicamente cómoda era muy poco probable que encontrara las palabras para confiarle los detalles complicados, y quizá dolorosos, imprescindibles para resolver un caso. Monk estaba de pie junto al fuego, con las cejas enarcadas y una expresión algo desdeñosa en el rostro.

– ¡Rathbone te necesita! -exclamó Hester, enfadada por tener que decirlo. Debería haberlo comprendido por sí mismo-. Lucha contra adversidades mayores de lo que cree. Tal vez no debería haber aceptado el caso, pero lo ha hecho, y ahora ya no tiene sentido lamentarse.

– Y supongo que con tu acostumbrado estilo de institutriz se lo habrás hecho saber, ¿no? -inquirió Monk, respondiendo a su crítica un tanto cínicamente, como de costumbre.

– ¿Y acaso tú no? -le desafió Hester.

– Le dije que sería difícil.

– ¿Y ahora nos dejas solos en la lucha? -Preguntó con tal incredulidad que casi tartamudeó. Había pensado cosas malas acerca de Monk en más de una ocasión, pero aun así le costaba creer que fuera a abandonarlos en mitad de la crisis. No era propio de él, no era el Monk que ella conocía. Había luchado con ardor y brillantez para ayudarla cuando lo necesitó, igual que ella y Rathbone habían luchado por él. ¿Podía olvidar algo así con tanta facilidad?

Monk parecía enfadado y satisfecho a la vez. En su rostro se dibujó una sonrisa semejante a una burla desdeñosa.

– ¿Y cuál crees tú que es el siguiente paso que debo realizar en la investigación? -dijo con sarcasmo-. Por favor, admito sugerencias.

– Bueno, podrías descubrir algo más acerca de la situación política de Felzburgo -comenzó ella-. ¿Existía o no un plan para hacer regresar a Friedrich? ¿Creía Gisela que regresaría sin ella o sabía que nunca la dejaría? ¿Insistió él para que aceptarla a ella fuera el precio de su regreso? Y si lo hizo, ¿cuál fue la respuesta? ¿Lo sabía Gisela? ¿Por qué la reina la odia de ese modo? ¿Estaba Friedrich al corriente de todas estas posibles maquinaciones? ¿Y el hermano de la reina, el conde Lansdorff? -Tomó aliento y luego prosiguió-. De todas las personas que estaban allí aquel fin de semana, ¿cuál de ellas tenía intereses personales o familiares en otro estado alemán que pudiera verse afectado por la unificación? ¿Quién tenía ambiciones políticas y qué opinión tenía cada uno de ellos respecto a la guerra? ¿Quién tiene aliados en uno y otro bando? ¿Y la condesa? ¿Quiénes son sus amigos más íntimos? Hay miles de cosas que puedes descubrir. Aunque sólo sirvieran para formular más preguntas ya sería un buen comienzo.

– ¡Bravo! -La aplaudió-. ¿Y con quién debo hablar para descubrir todo eso?

– ¡No lo sé! ¿No puedes pensar algo por ti mismo? ¡Ve a hablar con las personas de la corte en el exilio!

Monk abrió aun más los ojos.

– ¿Te refieres a la corte de Venecia?

– ¿Por qué no?

– ¿Crees que es una buena idea?

– ¡Desde luego! Si tuvieras algún tipo de lealtad hacia Rathbone, no necesitarías preguntármelo, ¡irías de inmediato!

La preocupación de Hester por Rathbone debió de trascender en su voz. Él lo notó, una curiosa ternura le cubrió el rostro, y luego algo que podía ser sorpresa, o dolor. Estaba todo ahí, y se desvaneció al instante, antes de que ella pudiera estar segura de haberlo apreciado.

– ¡Estaba a punto de irme! -exclamó Monk con aspereza-. ¿Por qué crees que hacía las maletas? ¿O quieres que me vaya a Venecia con lo puesto? ¿No crees que sería un poco más inteligente, si tengo que codearme con la corte en el exilio, que me ocupara de llevarme la ropa adecuada?

Hester tendría que haberlo supuesto. Lo había juzgado mal. De su interior brotó una corriente de consuelo, llenándola de calidez, deshaciendo todos los nudos formados por la rabia y calmando sus miedos. Sonrió sin querer. Nunca debía haber dudado.

– Sí, me alegro mucho. -No era una disculpa en toda regla, pero sí algo muy parecido-. Sin duda necesitarás ropa adecuada. ¿Vas en barco o en tren?

– En ambas cosas -contestó él. Luego vaciló-. No tienes por qué preocuparte tanto por Rathbone -dijo con resentimiento-. No es tonto. Y encontraré pruebas suficientes, ya sea para apoyar el caso o para persuadir a la condesa Rostova de que se retracte antes de llegar a los tribunales.

Hester se dio cuenta, con un estremecimiento de asombro, de que a Monk le molestaba que ella se inquietara por Rathbone. Estaba celoso, y eso le enfurecía. Hester tuvo ganas de reír, pero habría parecido una reacción histérica y Monk habría sido capaz de zarandearla hasta hacerla parar. Y no habría parado de buena gana, pues el asunto era de lo más gracioso. Él lo entendería todo al revés, y entonces ella sentiría aun más ganas de reír. Acabarían estando más cerca que nunca el uno del otro, tocándose, los miedos y las barreras olvidados por un momento. O bien discutirían y se dirían cosas que no sentían realmente pero que no podrían retirar ni olvidar.

Monk permanecía inmóvil.

Hester no se atrevió a hacer la prueba. Era demasiado importante lo que estaba en juego.

– Dudo que la condesa Rostova se disculpe o se retracte -dijo Hester con rapidez y con la voz entrecortada-. Pero al menos podrás descubrir si lo asesinaron o no. ¿Tú qué crees?

– No lo sé -respondió Monk con sobriedad-. Podría tratarse de veneno. Hay tejos en el jardín y cualquiera pudo haber cogido unas hojas sin que nadie lo viera.

– ¿Y cómo las hicieron llegar hasta el príncipe Friedrich? -preguntó ella-. Dudo que se pueda entrar en la habitación de un enfermo y pedirle que coma unas cuantas hojas sin más. De todos modos, casi todo el mundo conoce las hojas de tejo, son como agujas, se sabe que son venenosas. Cuando eres niño, los padres suelen advertir al respecto. Recuerdo que cuando era pequeña me daban miedo los tejos de los cementerios.

– Obviamente alguien debió hacer una infusión y verterla en la comida o en la bebida -replicó Monk, adusto-. Pudieron hacerlo en su habitación o, como es más probable, en la cocina, o distrayendo a un criado que subiera con una bandeja. No parece muy complicado. Pero la cuestión es que Gisela no salió de sus habitaciones. Ella es casi la única persona que no salió al jardín. Todo el servicio puede corroborarlo. Incluso de noche, estuvo junto a él en todo momento.

– ¿Quieres decir que alguien la ayudó? -aventuró Hester, sabiendo al instante que Gisela nunca confiaría a nadie un secreto de ese calibre.

Monk no se molestó en responder.

– Si de verdad lo asesinaron, no fue Gisela -continuó ella con voz queda-. ¿Qué vas a hacer? ¿Cómo podemos ayudar a Rathbone?

– No lo sé. -Monk parecía triste y molesto-. A lo mejor lo único que pretende Zorah es poder demostrar que fue asesinado. Tal vez ha acusado a Gisela porque la princesa es la única persona que se vería impelida a luchar para limpiar su nombre. Quizá era la única forma de conseguir un juicio y una investigación pública.

– ¿Y qué sucederá con Rathbone? -insistió ella-. Es él quien se ha comprometido a defenderla. ¿En qué puede ayudarle encontrar a otro culpable?

– No creo que le ayude en nada -dijo Monk con irritación, alejándose de la repisa de la chimenea-. Pero si ésa es la verdad, es todo cuanto yo puedo hacer. Supongo que no querrás que construya pruebas falsas para condenar a Gisela sólo con la intención de echarle una mano a Rathbone para que salga de un aprieto en el que se ha metido, debido a la fascinación que siente por una condesa alemana de opiniones escandalosas, haciendo caso al corazón en lugar de a la cabeza. ¿O es eso lo que quieres?

Hester debería haberse enfurecido con Monk por los comentarios virulentos de éste y por intentar ponerla celosa adrede mencionando a Zorah en aquellos términos; más aún sabiendo que lo había conseguido. Pero por una vez había sido capaz de leer los pensamientos de Monk con total claridad, y los motivos del investigador la halagaban. Sonrió.

– Descubre cuanto puedas de la verdad -dijo sin darle mayor importancia-. Supongo que él aprovechará lo que tenga, aunque sólo sea para salvar la dignidad y la reputación ofreciendo una disculpa decente por haber creído en algo incorrecto. La verdad puede ser dura de aceptar, pero las mentiras son siempre una solución peor. Quizá el silencio habría sido lo más adecuado, pero ya es demasiado tarde para eso.

– ¿El silencio? -señaló Monk con una aguda risa-. ¿Entre dos mujeres como ésas? Y ni siquiera hablo de Gisela, que ya no recibe a nadie. -Dio otro paso hacia delante-. Dile a Rathbone que le escribiré desde Venecia, si es que hay algo que contar.

– Por supuesto. Te veré cuando regreses. -Estuvo a punto de añadir algo más acerca de que hiciera todo lo posible, pero después atrapó su mirada y se quedó en silencio, ese silencio al que se había referido con tanta mordacidad. Echaría de menos a Monk sabiendo que ni siquiera iba a estar en Londres pero, evidentemente, no dijo una palabra al respecto.

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