– Los periódicos, señor. -El criado de Rathbone se los ofreció mientras desayunaba, con el Times colocado encima de todos los demás.
El estómago de Rathbone se encogió. Aquél era el indicador de la opinión pública. En la pila de letra impresa encontraría a qué se enfrentaba realmente, la esperanza y el miedo de lo que debería afrontar aquel día y durante todo el tiempo que durase el juicio.
Aunque eso no era del todo cierto. Duraría mucho más que el juicio. En la memoria de la gente su nombre quedaría por siempre relacionado con aquel asunto.
Abrió el Times y examinó las páginas para encontrar el artículo referente al juicio. Tenía que haber uno. Era inconcebible que no se hicieran eco de semejante caso. Toda Europa estaría siguiéndolo.
Ahí estaba. Casi lo pasó de largo porque en el titular no aparecía ni el nombre de Gisela ni el de Friedrich. Decía: «¿TRÁGICO ACCIDENTE O ASESINATO?». Luego proseguía con el resumen de los testimonios, siempre mostrando extrema compasión por Gisela, describiéndola con detalle: su rostro ceniciento, su gran dignidad, su circunspección al negarse a culpar a otros o a jugar con los sentimientos del público. Rathbone casi rasgó la página al leerlo. Las manos le temblaban de frustración. Gisela había realizado una sublime actuación. Ya fuera casualidad o cálculo, lo había hecho con suma maestría. Ninguna actriz lo habría hecho mejor.
El artículo continuaba hablando del enfoque de Rathbone sobre la situación y lo calificaba de desesperado. Claro que tenía razón, pero había esperado que no fuese tan evidente. Sin embargo, el grueso del artículo hizo que el corazón se le acelerara en una oleada de esperanza. Escribían que se había hecho imprescindible descubrir la verdad acerca de cómo había muerto el príncipe Friedrich.
Examinó el resto de la columna, con la boca seca y el pulso disparado. Estaba todo ahí, el resumen político de las cuestiones independentistas contra la unificación, los intereses involucrados, los riesgos de la guerra, las facciones, la lucha por el poder, su idealismo, incluso referencias a las revoluciones europeas de 1848.
El artículo terminaba ensalzando el sistema legal británico y pidiendo que no se dejara pasar aquella gran oportunidad y la responsabilidad de descubrir y demostrar ante el mundo la verdad acerca de si el príncipe Friedrich había muerto debido a un accidente o si, por el contrario, había sido víctima de un asesinato cometido por un miembro de la realeza en territorio británico. Debía hacerse justicia, y para eso era imprescindible descubrir la verdad, por muy difícil o doloroso que les resultara a algunos. Un crimen tan atroz no podía mantenerse en secreto para evitar la vergüenza de quien fuese.
Dejó el Times a un lado y miró el siguiente periódico. El tono era algo distinto. Se centraba en el aspecto humano y reiteraba la consigna del día anterior de que, a pesar de las emociones políticas y del asesinato, no había que perder de vista que se trataba de un caso de calumnia. En lo más profundo de su dolor, una mujer noble y trágica había sido acusada de un crimen horrible. El tribunal no estaba sólo para discernir la verdad e investigar asuntos que podían afectar a decenas de miles de personas, sino también, y tal vez antes que nada, para proteger los derechos y el buen nombre de los inocentes. Era el único recurso que les quedaba cuando eran acusados en falso, y tenían derecho, un derecho absoluto y sagrado, a exigirlo de las manos de todos los pueblos civilizados.
Harvester no habría servido mejor a sus intereses ni aun habiendo escrito él mismo el artículo.
Rathbone cerró el periódico, su anterior júbilo se vio moderado de forma considerable. Apenas había empezado. Había dado el primer paso, nada más.
Se le acabó de amargar el desayuno cuando llegó el correo de la mañana, que incluía una breve nota del Lord Canciller.
Estimado sir Oliver,
Permítame elogiar el tacto con que ha conducido hasta ahora un caso extremadamente difícil y arduo. Debemos esperar que el peso de las pruebas acabe por persuadir a la desafortunada demandada para que se retracte.
Sin embargo, ciertas personas de Palacio, que tienen un serio interés en que continúen las buenas relaciones con Europa, en especial con nuestros primos alemanes, me han pedido que le advierta de lo delicado de la situación. Estoy seguro de que de ningún modo permitirá que su cliente involucre, ni mediante la más leve insinuación, la dignidad y el honor de la actual familia real de Felzburgo.
Desde luego, he respondido al caballero en cuestión que todo temor en esa dirección es infundado. Le deseo toda la suerte del mundo en la negociación de este desgraciado asunto.
Atentamente
La carta estaba firmada con su nombre pero no con su título. Rathbone la dejó con gesto rígido, los dedos le temblaban. Ya no le apetecía el té ni las tostadas.
Harvester comenzó la jornada llamando a declarar al doctor Gallagher. Rathbone se preguntó si había tenido intención de convocarlo incluso antes de que surgiera la cuestión del asesinato al final del día anterior. Quizás había previsto la reacción de los periódicos y se había preparado. No parecía nervioso. Pero lo cierto es que era demasiado buen actor como para traslucir lo que no quería mostrar.
Gallagher, por otra parte, parecía muy incómodo. Subió los escalones del estrado con dificultad, tropezó en el último y sólo se salvó de la caída al agarrarse de la barandilla. Se volvió hacia el tribunal y prestó juramento, tosiendo para aclararse la voz. Rathbone sintió cierta lástima por él. Con toda seguridad, aquel hombre ya habría estado nervioso al atender al príncipe. Había sido un accidente muy grave, podía haber esperado perder al paciente y ser culpado por la incapacidad de obrar un milagro. En aquellos momentos le rodeaban personas profundamente inquietas y preocupadas. No tenía colegas a quienes consultar, como habría sucedido en un hospital. Sin duda deseó conocer entonces una segunda opinión, de algún médico de Londres, para no tener que cargar él solo con la responsabilidad y, si es que la había, con la culpa. Estaba lívido, tenía la frente perlada de sudor.
– Doctor Gallagher -empezó Harvester con gravedad, acercándose al centro de la sala-. Siento mucho, señor, tener que ponerle en esta situación, pero a buen seguro conoce las acusaciones que se han lanzado en relación con la muerte del príncipe Friedrich, ya sea por maldad o por auténtico convencimiento. El caso es que, como han sido expresadas en público, no podemos dejarlas sin contestar. Debemos descubrir la verdad y no podemos hacerlo sin su testimonio.
Gallagher fue a hablar pero acabó tosiendo. Sacó un pañuelo blanco, se lo llevó a la boca y, cuando hubo terminado, lo retuvo en la mano.
– Pobre hombre -susurró Zorah junto a Rathbone. Era el primer comentario que hacía sobre un testigo.
– Sí, señor, lo comprendo -dijo Gallagher con tristeza-. Haré todo cuanto esté en mi mano.
– Estoy seguro de ello. -Harvester estaba de pie con las manos en la espalda, lo que Rathbone había reconocido ya como una postura muy suya-. Debo hacerle recordar el accidente -continuó-. Lo llamaron para atender al príncipe Friedrich. -Era una afirmación. Todo el mundo conocía la respuesta-. ¿Dónde y en qué estado se encontraba cuando lo vio por primera vez?
– Estaba en sus habitaciones, en Wellborough Hall -respondió Gallagher mirando al frente-. Estaba tumbado en una tabla que habían subido porque temían que en la cama blanda los huesos le rozasen unos con otros, al no estar totalmente estirado. El pobre hombre aún estaba consciente y sentía todo el dolor. Creo que él mismo lo había pedido.
Rathbone miró a Zorah y vio en su cara la inquietud que le provocaba el sufrimiento del príncipe, como si en su mente aún estuviera vivo. Se armó de valor para buscar también culpabilidad en su expresión, pero no vio asomo de ella. Se volvió para mirar a Gisela. Su semblante era por completo diferente. No había vida en su rostro, ni agitación, ni angustia. Era como si todas sus emociones se hubiesen agotado y no le quedara nada.
– Así es -decía Harvester con gravedad-. Todo este asunto es muy desagradable. ¿Cuál fue su diagnóstico, doctor Gallagher, cuando lo examinó?
– Tenía varias costillas rotas -contestó el médico-. La pierna derecha estaba destrozada, rota por tres puntos, igual que la clavícula.
– ¿Y heridas internas? -Harvester se mostraba tan adusto como si el dolor y el miedo estuvieran aún vivos y presentes entre ellos. Entre el público se escucharon susurros de pena y horror. Rathbone era consciente sobremanera de la presencia de Zorah. Oyó el frufrú de su falda cuando movió el cuerpo al ponerse rígida; revivía el horror y la incertidumbre de aquel momento. No quería volver a mirarla, pero no pudo evitarlo. En sus facciones había una mezcla de sentimientos, la nariz extraordinaria, demasiado grande, demasiado fuerte para su cara, los ojos verdes entrecerrados, los labios separados. En aquel momento creyó imposible que hubiese podido causar la muerte de Friedrich.
Pero aún no tenía idea de cuánto sabía o cuáles eran sus verdaderos motivos para haber hecho pública la acusación de asesinato, ni siquiera sabía si había amado a Friedrich o si no sentía más que lástima por el sufrimiento humano. Seguía siendo para él tan inexpugnable como el día en que la conoció. Era exasperante, quizás estaba algo más que un poco loca y, sin embargo, Rathbone no lograba verla como una villana, no podía evitar que le gustara. Todo habría sido mucho más sencillo si no hubiera sido así. Podría haber rehusado su deber legal para con ella y sentirse libre en lugar de preocuparse por lo que le sucediera, aunque se lo hubiese buscado ella misma.
Gallagher describía las heridas internas que conocía o que, según su opinión médica, adivinaba. -Claro está que es imposible saberlo -dijo con torpeza-. Parecía estar recuperándose, al menos, de un modo general. Mi opinión es que, en cualquier caso, habría quedado gravemente incapacitado. -Respiró hondo-. Ahora entiendo que no supe ver algo que pudo quebrarse al moverse o quizá al toser con fuerza. A veces hasta un estornudo violento puede tener graves consecuencias.
Harvester asintió con la cabeza.
– Pero ¿los síntomas que observó eran del todo concordantes con la muerte debido a las heridas de un accidente, como las que él sufrió a causa de lo que fue una muy mala caída?
– Yo… Eso pensé en aquel momento. -Gallagher se inquietó, movía el mentón como para aflojarse el cuello de la camisa pero no soltó las manos de la barandilla-. Firmé el certificado de defunción según mi más sincero convencimiento. Claro que… -se detuvo. Ahora su vergüenza era evidente para todos los que estaban presentes en la sala.
Harvester parecía preocupado.
– ¿Tiene una segunda opinión, doctor Gallagher? ¿Surgió al leer en los periódicos la insinuación de sir Oliver en la vista de ayer, o fue incluso antes, si puedo preguntar?
Gallagher parecía deshecho. No apartaba la vista de Harvester, como si no se atreviera a mirar a otra parte por si se topaba con la mirada de Gisela.
– Bueno… la verdad… supongo que recientemente, leyendo los periódicos. Aunque un detective privado vino a hablar conmigo hace algún tiempo, y sus preguntas fueron más bien perturbadoras, aunque entonces le di poca importancia.
– ¿Así que otros le han sugerido una segunda opinión? ¿Ese agente del que habla trabajaba para sir Oliver y su cliente, por casualidad? -Harvester hizo un gesto leve, casi despectivo, en dirección a Zorah.
– Yo… -Gallagher negó con la cabeza-. No lo sé. Me dio a entender que estaba encargado de la protección del buen nombre de la princesa y de lord y lady Wellborough.
Hubo un murmullo de encono entre el público. Uno de los miembros del jurado frunció la boca.
– ¡Ah, sí! ¿Eso hizo? -dijo Harvester con sarcasmo-. Bueno, tal vez fuera así, pero puedo decirle, sin lugar a duda, doctor, que no estaba relacionado con la princesa Gisela, y me sorprendería mucho que lo estuviera con lord y lady Wellborough. Su reputación no corre peligro, nunca lo ha corrido.
Gallagher no dijo nada.
– Reflexionándolo más en profundidad, doctor -continuó Harvester, dando unos pasos y desandándolos de nuevo-, ¿aún cree que su primer diagnóstico fue correcto? ¿Murió el príncipe Friedrich como resultado de las heridas causadas por el accidente, agravadas posiblemente por un ataque de tos o un estornudo?
– La verdad es que no lo sé. Sería imposible estar seguro sin una autopsia del cadáver.
Una exclamación ahogada se extendió por toda la sala. En el público, una mujer se dejó llevar y gritó. Uno de los miembros del jurado parecía muy alterado, como si estuviera a punto de realizarse la autopsia delante de él, allí y en aquel momento.
– ¿Existe algún indicio que demuestre que las heridas no pudieron ser la causa de la muerte, doctor Gallagher? -preguntó Harvester.
– ¡No, claro que no! Si lo hubiese no habría firmado el certificado.
– Claro que no -convino Harvester con vehemencia, extendiendo las manos-. Ah, otra cosa. ¿Supongo que visitó al príncipe con mucha frecuencia mientras se estaba recuperando?
– Por supuesto. Cada día. Dos veces al día durante la primera semana después del accidente, luego, al ver que progresaba bien y que le bajaba la fiebre, sólo una vez.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el accidente y la defunción?
– Ocho días.
– Y, durante ese tiempo, ¿quién, que usted sepa, se ocupó de él?
– Cada vez que lo visitaba, la princesa estaba a su lado. Parecía ocuparse de todo cuanto necesitaba su marido.
La voz de Harvester se hizo algo más grave y precisa.
– ¿Atenciones médicas, doctor, o también le preparaba la comida?
La sala quedó en silencio. El lugar estaba tan abarrotado que la gente se apretaba en los bancos, las telas de los vestidos rozaban entre sí, las gabardinas de lana de los caballeros contra el tafetán y el fustán de los vestidos, los trajes y los chales de las mujeres. Aunque por el ruido que hacían, bien podía haberse tratado de figuras de cera.
– No -dijo Gallagher con firmeza-. Ella no cocinaba. Deduje que no sabía hacerlo. Y como era una princesa, apenas podía esperarse algo así de ella. Me dijeron que nunca bajaba a la cocina. De hecho, me dijeron que no salió de las habitaciones desde que lo llevaron allí hasta que murió. Es más, no salió de ellas hasta pasados unos cuantos días. Estaba consternada por el dolor.
– Gracias, doctor Gallagher -dijo Harvester con elegancia-. Ha sido usted muy claro. Es todo lo que quiero preguntarle de momento. Sin duda, sir Oliver querrá interrogarle, así que si tiene la bondad de permanecer donde está…
Gallagher se volvió para mirar a Rathbone mientras éste se levantaba y se le acercaba. Monk le había hablado de los tejos que había en Wellborough Hall y él había investigado al respecto. No debía enojar a aquel hombre si pretendía sacar de él algo útil. Y debía olvidarse de Zorah, que estaba inclinada hacia delante y escuchaba cada palabra con los ojos puestos en él.
– Creo que todos nos damos cuenta de la situación en que se encontraba, doctor Gallagher -comenzó con una ligera sonrisa-. No tenía ningún motivo para suponer que el caso era diferente de lo que le habían explicado. Nadie espera ni prevé que en una casa así, con gente así, suceda algo indecoroso o de algún modo distinto a como parece ser. Le habrían criticado por su tremenda desfachatez y falta de sensibilidad si hubiese insinuado lo contrario, incluso de la forma más indirecta. Pero con la sabiduría que otorga el volver la vista atrás, y estando ahora al tanto de la situación política de Felzburgo, vamos a examinar de nuevo lo que vio y oyó y veremos si podemos darle aún la misma interpretación.
Frunció el ceño como excusándose.
– Lamento mucho hacer esto. No puede ser sino doloroso para los presentes, pero estoy seguro de que comprenden que es necesario para descubrir la verdad. Si se cometió un asesinato, debe ser probado y los culpables deben pagar por ello.
Miró intencionadamente al jurado, luego a Gisela, que estaba sentada con expresión sombría y serena junto a Harvester.
– Y si no hubo ningún crimen, si fue sólo una tragedia, entonces también deberemos demostrarlo y silenciar para siempre los malvados rumores que se han extendido por toda Europa. Los inocentes también merecen nuestra protección, y debemos cumplir con la confianza que depositan en nosotros.
Se volvió hacia el estrado antes de que Harvester protestara alegando que estaba dando un discurso.
– Doctor Gallagher, ¿cuáles eran exactamente los síntomas del príncipe Friedrich en las últimas horas antes de su muerte? Me gustaría ahorrar este mal trago a todo el mundo, en especial a la viuda, pero es imprescindible volver sobre ello.
Gallagher no dijo nada durante un par de segundos. Parecía estar poniendo en orden sus ideas, disponiéndolas del modo adecuado antes de empezar.
– ¿Desea remitirse a sus notas, doctor Gallagher? -preguntó el juez.
– No, gracias, señoría. Es un caso que no olvidaré jamás. -Tomó aliento y se aclaró la voz-. El día que el príncipe entró en situación crítica, me llamaron antes de lo que yo tenía previsto para acercarme hasta allí. Un criado de Wellborough Hall vino a mi casa y me pidió que fuese de inmediato porque el príncipe Friedrich mostraba síntomas de estar peligro. Pregunté cuáles eran, y me dijo que tenía fiebre, un dolor de cabeza muy intenso, náuseas y que sentía mucho dolor interno. Por supuesto, fui de inmediato.
– ¿No tenía otros pacientes?
– Uno. Un anciano caballero con gota, una dolencia crónica por la que poco más podía hacer que aconsejarle que se abstuviera de beber oporto. Un consejo que se negó a seguir.
Una risa nerviosa contagió al público, luego volvió a hacerse el silencio.
– ¿Y cómo encontró al príncipe Friedrich cuando lo vio, doctor Gallagher? -preguntó Rathbone.
– Como había dicho el criado -respondió el médico-. Por entonces ya tenía intensos dolores y había vomitado. Desgraciadamente, por decoro, no habían conservado el vómito, así que no pude comprobar la cantidad de sangre que contenía, pero la princesa me dijo que era abundante. Ella temía que tuviera una seria hemorragia y estaba muy inquieta. Lo cierto es que la princesa parecía estar pasando más agonía emocional que él física.
– ¿Volvió a vomitar mientras estaba usted allí?
– No. Muy poco después de mi llegada entró en una especie de delirio. Parecía muy débil. La piel estaba fría al tacto, húmeda, y aparecieron ronchas. Noté que el pulso era irregular, cuando pude encontrárselo, y padecía grandes dolores internos. Admito que, desde ese momento, temí por su vida. Tenía muy pocas esperanzas de que se recuperara. -Estaba lívido y, al contemplar su postura rígida y su cara agónica, Rathbone pudo imaginar muy bien la desesperada lucha de Gallagher por salvar al moribundo, consciente de que nada podía hacerse, viéndolo sufrir e incapaz, de realizar algo para aliviar su mal. Era una profesión que Rathbone nunca podría haber ejercido. Prefería con diferencia tratar con las angustias y las injusticias de la mente, la complicación de la ley y sus batallas.
– Imagino que todos podemos concebir su angustia, doctor -dijo en voz alta y con un sincero respeto-. Sólo podemos dar gracias por no haber estado en su lugar. ¿Qué sucedió después?
– El príncipe Friedrich empeoró con rapidez -respondió Gallagher-. Se enfrió y perdió las pocas fuerzas que le quedaban. El dolor parecía disminuir y cayó en un coma del que ya no despertó. Murió a eso de las cuatro menos cuarto de la tarde.
– Y por lo que había visto y lo que conocía del caso, ¿concluyó que había muerto de hemorragia interna?
– Sí.
– Una conclusión en absoluto extraña, dadas las circunstancias -reconoció Rathbone-. Pero dígame, doctor Gallagher, volviendo a considerarlo, ¿hay cualquier cosa entre esos síntomas que indique, no hemorragia interna, sino envenenamiento? ¿Por ejemplo, el efecto que produce el veneno de la corteza o las hojas del tejo?
Toda la sala contuvo la respiración. Alguien soltó un grito apagado. Un miembro del jurado parecía preso de la angustia.
Zorah se movía en el asiento, inquieta, y torcía el gesto.
Como siempre, Gisela permanecía impasible, pero su rostro estaba tan pálido que bien podría haber estado muerta, parecía una figura de mármol en lugar de una mujer.
Rathbone se metió las manos en los bolsillos y sonrió con tristeza, mirando aún al testigo.
– En caso de que no haya tenido ocasión recientemente de repasar dichos síntomas, doctor, deje que los enumere, para conocimiento del tribunal, si no de usted. Mareos, diarrea, dilatación de las pupilas, dolor estomacal y náuseas, debilidad, palidez de la piel, convulsiones, coma y muerte.
Gallagher cerró los ojos y Rathbone creyó notar cómo se tambaleaba un poco en el estrado.
El juez le miraba con intensidad.
Un miembro del jurado se llevó una mano a la cara.
Gisela estaba de piedra, exhausta como si todo cuanto le importaba, todo lo que le aportaba vida, la hubiese abandonado.
En el público, una mujer lloraba en silencio.
La cara de Zorah estaba desfigurada por la tristeza. Parecía que estuviera reviviendo otra vez el dolor y la angustia de aquel día.
– No tuvo diarrea -dijo el médico muy despacio-. A no ser que tuviera lugar antes de que yo llegara y no me lo comunicaran. Tampoco había convulsiones.
– ¿Y dilatación de las pupilas, doctor Gallagher? -Rathbone casi contuvo la respiración. Sentía la palpitación de su propio pulso.
– Sí… -La voz de Gallagher era poco más que un susurro. Tosió, y volvió a toser-. Sí, tenía las pupilas dilatadas. -Parecía destrozado.
– ¿Y es ése uno de los síntomas de muerte por hemorragia interna, doctor? -Rathbone no expresó crítica alguna en el tono de su voz. Le resultó sencillo, pues no era lo que pretendía. Dudaba que cualquier otro hombre en el lugar de Gallagher hubiese pensado en ello.
El médico exhaló un suspiro.
– No, no lo es.
Un murmullo se extendió entre el público.
El rostro del juez se endureció y miró a Rathbone con gravedad.
– Doctor Gallagher -dijo Rathbone en medio de un punzante silencio-, ¿sigue manteniendo la opinión de que el príncipe Friedrich murió como resultado de una hemorragia interna causada por las heridas sufridas en la caída?
Los miembros del jurado miraban a Gisela y luego a Zorah.
Zorah apretó los puños y se adelantó unos centímetros en el asiento.
– No, señor, no soy de esa opinión -respondió Gallagher.
En el público se escucharon gritos y respiraciones entrecortadas. Al parecer, alguien se desmayó, porque muchas personas se levantaron para hacerle sitio.
– ¡Déjenla respirar! -ordenó un hombre. -¡Tenga! Sales aromáticas -ofreció otra persona.
– ¡Hagan sitio! -se oyó-. ¡Ujieres! ¡Agua!
– ¡Coñac! ¿Alguien tiene una petaca de coñac? ¡Oh, gracias, caballero!
El juez esperó hasta que la mujer fue atendida, luego dio permiso a Rathbone para continuar.
– Gracias, señoría -agradeció Rathbone.
– ¿Puede decirnos cuál fue, a su juicio, la causa de la muerte, doctor Gallagher? Después de tanto tiempo y sin más exámenes, nos damos cuenta de que tan sólo puede realizar suposiciones.
El movimiento del público cesó de pronto. Ya nadie hacía caso de la mujer que se había desmayado.
– Mi suposición, señor, es que fue veneno de tejo -dijo Gallagher desconsolado-. Lamento profundamente no haberme dado cuenta en aquel momento. Presento mis disculpas a la princesa Gisela y al tribunal.
– Estoy seguro de que ninguna persona sensata puede culparle de nada, doctor -dijo Rathbone con franqueza-. ¿Quién de nosotros habría pensado en buscar la presencia de veneno en la muerte de un príncipe alojado en la casa de un respetado miembro de la aristocracia? Yo, desde luego, no lo habría hecho y, si alguien aquí dice lo contrario, pido permiso para tratar con él el asunto.
– Gracias -dijo el médico, apesadumbrado-. Es usted muy generoso, sir Oliver. Pero la medicina es mi deber y mi vocación. Debería haber observado los ojos y haber tenido el valor y la diligencia de investigar a fondo la discrepancia.
– Ha tenido el valor ahora, señor, y le estamos en deuda por ello. Es todo cuanto tenía que preguntarle.
Harvester se puso en pie. Estaba pálido y menos seguro que al principio del día. No se movía con la misma tranquilidad.
– Doctor Gallagher, es usted ahora de la opinión que la causa de la muerte del príncipe Friedrich fue el veneno de tejo. ¿Puede decirnos cómo le fue administrado?
– Debió ingerirlo -respondió Gallagher-. Bien con la comida o con alguna bebida.
– ¿Tiene un sabor agradable?
– No tengo la más remota idea. Imagino que no.
– ¿Qué forma tendría? ¿Líquido? ¿Sólido? ¿Hojas? ¿Frutos?
– Un líquido destilado de las hojas o de la corteza.
– ¿No de los frutos?
– No, señor. Es curioso, el fruto es la única parte del tejo que no es venenosa, incluso las semillas son tóxicas. Pero, en cualquier caso, el príncipe Friedrich murió en primavera, cuando esos árboles no tienen frutos.
– ¿Una destilación?
– Sí -corroboró Gallagher-. Nadie comería hojas ni corteza de tejo.
– ¿Así que habría sido preciso que alguien cortara hojas, o corteza, y las hirviera durante un tiempo considerable?
– Sí.
– Y, sin embargo, nos ha dicho que la princesa no bajó a la cocina. ¿Disponía de algún artefacto en su habitación que le permitiera haber fabricado algo así?
– Creo que no.
– ¿Podría haberlo hecho en la chimenea del dormitorio?
– No, claro que no. Además, la habrían visto.
– ¿Había hornillos en la chimenea del dormitorio?
– No.
– ¿Salió la princesa a recoger corteza u hojas de los tejos?
– No lo sé. Creo que no se separó del príncipe.
– ¿Le parece razonable suponer que dispuso de los medios o la oportunidad para envenenar a su marido, doctor Gallagher? ¿O, en realidad, algún motivo en absoluto?
– No.
– Gracias, doctor Gallagher. -Harvester le dio la espalda al testigo y miró a la sala-. A menos que la condesa Rostova conozca algún hecho relevante que no sepamos y haya decidido escondérselo a las autoridades, me parece que tampoco ella puede creerlo, ¡su acusación es falsa y lo sabe tan bien como todos nosotros!
Henry Rathbone había estado en el tribunal aquel día, igual que el anterior. Oliver fue a visitarlo a su casa por la noche. Tenía un intenso deseo de alejarse de la ciudad todo lo posible, así como del tribunal y de lo que allí había sucedido. Fue en coche de caballos, atravesando la intensa y ventosa noche de finales de otoño, hacia Primrose Hill. El tráfico era escaso y su carruaje avanzaba con rapidez.
Llegó algo pasadas las nueve y encontró a Henry sentado junto a un vivo fuego y hojeando un libro de filosofía en el que parecía incapaz de concentrarse. Lo dejó en cuanto Oliver entró en la habitación. Tenía la cara lívida de preocupación.
– ¿Oporto? -preguntó mientras señalaba la botella que había en una mesita junto a su asiento. Sólo había una copa, pero tenía más en la vitrina de la pared. Las cortinas estaban echadas para aislarse de la noche salpicada de lluvia. Eran las mismas cortinas de terciopelo marrón que llevaban allí colgadas los últimos veinte años.
Oliver se sentó.
– Aún no, gracias -rehusó-. Tal vez más tarde.
– He estado en el tribunal -dijo Henry al cabo de unos instantes-. No tienes que explicármelo. -No le preguntó qué pensaba hacer a continuación.
– No te he visto. Lo siento. -Oliver miró al fuego. A lo mejor debía haber aceptado el oporto. Tenía más frío de lo que pensaba. El sabor sería agradable y el calor bajaría por su garganta.
– No quería distraerte de tu tarea -respondió Henry-. Pero pensaba que querrías hablar de ello después y que sería más fácil si yo había estado allí. No es sólo lo que se dice, sino la forma en que la gente reacciona.
Oliver miró a su padre.
– Y vas a decirme que el público está con Gisela, la pobre viuda afligida. Ya lo sé. Y por lo que veo, tienen razón. Monk cree que fue un crimen político y que quien lo hizo intentaba matar a Gisela para liberar a Friedrich y que de este modo él pudiera regresar a su país y liderar la independencia. Pero el plan salió mal por alguna cuestión desconocida y tomó el veneno la persona equivocada.
– Es posible -dijo Henry con el ceño fruncido, arrugando la frente-. Espero que no vayas a decir nada tan estúpido en los tribunales.
– No creo que sea estúpido -repuso Oliver de inmediato-. Creo que existe la probabilidad de que sea cierto. La reina odiaba a Gisela con todas sus fuerzas, pero con el mismo fervor deseaba también el regreso de Friedrich, para que encabezara el partido independentista y se casara con una esposa que le diera un heredero al trono. El otro hijo de la reina no tiene descendencia.
Henry parecía desconcertado.
– Pensaba que Friedrich tenía varias hermanas.
– El ascenso al trono no pasa por línea femenina -contestó Oliver, poniéndose algo más cómodo en la silla.
– ¡Pero esto se puede cambiar! -exclamó Henry con impaciencia-. Es mucho más sencillo y menos peligroso que asesinar a Gisela e intentar convencer al afligido Friedrich, presionarlo para que encabece una batalla en la que necesitará de todo su valor, destreza y determinación. E incluso llegados a ese punto podría ser una causa perdida. Se necesita un milagro para eso, no a un hombre que acaba de perder al amor de su vida y que tal vez sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de quién ha sido el responsable.
Oliver miraba a su padre sin abrir boca. No había pensado tan a fondo en esa cuestión. Si hubiesen logrado asesinar a Gisela, seguro que Friedrich habría sospechado siquiera un poco.
– Tal vez no fuera la reina, ni Rolf, sino algún fanático descerebrado que no calculó lo que sucedería -dijo vacilante.
Henry enarcó las cejas.
– ¿Y había muchos de esos fanáticos descerebrados en Wellborough Hall con acceso a la comida del príncipe?
Oliver no se molestó en responder.
El fuego se apagaba con una lluvia de chispas y Henry alcanzó las tenazas y añadió más carbones, luego se volvió a reclinar en su asiento.
– ¿A quién llamará Harvester mañana? -preguntó, alargando la mano para tomar la pipa y llevándosela distraídamente a la boca sin intentar siquiera encenderla.
– No lo sé -contestó Oliver con la mente casi en blanco.
– ¿Podría Gisela ser culpable? -presionó Henry-. ¿Hay algún razonamiento según el cual algo así resulte plausible, suponiendo que tuviera motivos para hacerlo?
– El servicio -dijo Oliver en respuesta a la pregunta anterior-. Harvester llamará al servicio de Wellborough Hall. Casi con total seguridad testificarán que después del accidente Gisela no salió de las habitaciones que ocupaba su marido.
– ¿Es eso cierto?
– Al parecer, sí.
Henry sacó la pipa de su boca. Tenía las zapatillas tan cerca del fuego que las suelas empezaban a chamuscarse, pero no se había dado cuenta, estaba demasiado absorto en el problema.
– Entonces no puede ser culpable -dijo con franqueza-. A no ser que supongamos que lleve consigo destilación de tejo, o bien que lo planeó todo desde antes del accidente. Ambas suposiciones requieren pruebas irrefutables para que alguien se moleste en considerarlas.
– Lo sé -reconoció Oliver sin demora-. No fue ella.
Se quedaron sentados en silencio, sólo se escuchaba el sonido del alto reloj de pared y el agradable crepitar del fuego.
– Se te están quemando los pies -comentó Oliver distraídamente.
Henry los movió, haciendo un gesto de dolor al notar las suelas calientes.
– Entonces debes descubrir quién fue -dijo el anciano.
– O Rolf o Brigitte, si lo que querían era matar a Gisela y dejar a Friedrich libre para regresar a su país, o Klaus von Seidlitz, si lo que pretendían era asesinar a Friedrich para evitar su retorno.
– Aún no has demostrado que existiera una conspiración -observó Henry-. No puedes dejarlo en el aire como una mera suposición. El jurado no emitirá ningún veredicto en el que, eso quede reflejado si no lo demuestras.
– No importa -dijo Oliver, melancólico-. La acusación es de calumnia, y sólo pueden emitir un veredicto de culpabilidad, porque Zorah es culpable. Tal vez consiga convencerlos de que lo hizo para sacar a la luz el hecho de que fue asesinado y no se atrevía a acusar a nadie más, o que, de algún modo, al principio creyó que podría haber sido Gisela, aunque no pienso que creyera algo semejante. Sólo habría que preguntarle por qué lo pensaba. Pero no hay forma de que responda algo coherente.
Se levantó y se acercó a la vitrina, la abrió y sacó una copa. Regresó junto a la chimenea, llenó la copa de oporto y se sentó.
– No me atrevo a hacerla declarar. Se ahorcará ella sola.
Henry le miraba fijamente.
– Lo siento -se disculpó Oliver por la exageración-. ¿Quieres un poco más? -Hizo un gesto en dirección a la botella de oporto.
– Quizá se ahorque. -Henry no hizo caso del ofrecimiento, como si no lo hubiese oído-. Tal vez haga exactamente eso, Oliver, si no vas con mucho cuidado, si no demuestras la existencia del plan para hacer regresar a Friedrich. Y, aunque lo hagas, surgirán entonces las siguientes preguntas: ¿Lo mató la propia Zorah? ¿Tuvo oportunidad?
– Sí. -Ni siquiera el oporto logró calmar el frío que le inundaba por dentro.
– ¿Pudo Zorah cortar y destilar el tejo?
– Claro que pudo haberlo cortado. Igual que cualquiera, menos Gisela. Aún no hemos descubierto cómo lo destilaron. Ése es el mayor fallo en la serie de pruebas. El personal de la cocina parece muy seguro de que nadie utilizó sus instalaciones para hacerlo. Pero Zorah no está ni mejor ni peor situada que los demás en ese aspecto.
– ¿Tiene un motivo?
– No lo sé, pero no sería difícil insinuar unos cuantos, desde los celos y el resentimiento por el matrimonio de Gisela y Friedrich hace doce años -argumentó Oliver-, hasta el odio político, debido a que Gisela impedía que Friedrich regresara a su país y encabezara así la lucha por la independencia, o, en realidad, porque había impedido desde un primer momento que cumpliera con su deber de ser rey.
– Así que la respuesta es que sí tenía un motivo: el más antiguo del mundo y el más fácil de comprender. -Henry negó con la cabeza-. Oliver, me temo que tu cliente y tú os habéis metido en la boca del lobo. Vas a tener muchísima suerte si escapa de la horca.
Oliver no dijo nada. Sabía que era cierto.
Como Rathbone había anticipado, Harvester pasó el día siguiente llamando a testificar al servicio de Wellborough Hall. Debía tenerlo preparado, a no ser que hubiese enviado a alguien a por ellos el día anterior, después de que se levantara la sesión, y hubiesen viajado toda la noche; suponiendo que hubiera trenes nocturnos desde esa parte de Berkshire.
Las peores expectativas de Rathbone se vieron confirmadas. Criado tras criado, subieron todos al estrado muy sobrios, muy asustados, con su ropa de los domingos, transparentemente sinceros, retorciéndose las manos a causa de la vergüenza.
La princesa Gisela no había salido ni una sola vez de las habitaciones que ocupaba con el príncipe Friedrich, que en paz descanse. Nadie la había visto al otro lado de la puerta de paño verde. De ningún modo había estado en la cocina. La cocinera lo juró, igual que la ayudanta de cocina, las dos fregonas, el pastelero, el limpiabotas y tres de los lacayos, el mayordomo y el ama de llaves, dos camareras, cuatro sirvientas y dos muchachas. La doncella de lady Wellborough habló en nombre de otras tres doncellas de la planta de arriba, un ayuda de cámara y tres lavanderas.
Absolutamente nadie había visto a la princesa Gisela fuera de sus habitaciones, y prácticamente en todo momento había tenido a alguien cerca.
Por otro lado, no cabía duda de que había tejos en el jardín, varios.
– ¿Y cualquiera que hubiese paseado por los jardines habría tenido acceso a los tejos? -preguntó Harvester al ama de llaves, una mujer afable y de buen carácter, con cabello entre rubio y canoso.
– Sí, señor. El paseo de tejos es muy agradable, y un lugar normal al que acudir si se quiere estar solo. Conduce a las mejores vistas de los campos.
– ¿Así que no sorprendería ver a alguien allí, aunque fuera solo? -preguntó Harvester con cautela.
– No, señor.
– ¿Vio o supo si alguien en particular fue a pasear por allí?
– Estaba demasiado ocupada con una casa llena de invitados como para ponerme a mirar por la ventana a ver quién paseaba, señor. Pero en un día de verano, o en una primavera tan buena como aquella, casi todos los invitados habrían paseado por allí en algún que otro momento.
– ¿Excepto la princesa Gisela?
– Sí, señor, excepto ella, pobrecilla.
– ¿La condesa Rostova, por ejemplo?
– Sí, señor -respondió la mujer con mayor cuidado-. Le gustaba pasear. No era mujer de quedarse en casa en un día soleado.
– Y después del accidente, ¿le subían al príncipe la comida de la cocina con regularidad?
– Siempre, señor. Él no salía. A veces no era más que un poco de consomé, pero siempre se lo subíamos.
– ¿Lo llevaba una doncella o un lacayo?
– Una doncella, señor.
– ¿Y esa doncella podría haberse encontrado con otro invitado en las escaleras o en el rellano?
– Sí, señor.
– ¿Y de inmediato se haría a un lado y dejaría pasar a ese invitado?
– Desde luego.
– ¿Pasaría un invitado por las escaleras lo bastante cerca como para añadir algo al plato sin ser visto, con un juego de manos?
– No lo sé, señor. Los platos deberían ir en una bandeja y cubiertos con un paño por encima.
– ¿Pero sería posible, señora Haines?
– Supongo que sí.
– Gracias. -Harvester se volvió hacia Rathbone-. ¿Sir Oliver?
Pero Rathbone no podía argumentar nada de valor. No había nada que contradecir. Él mismo había demostrado que Friedrich fue asesinado, y Harvester había demostrado que no podía haber sido Gisela. No podía implicar a nadie más. Sería un acto de desesperación sugerir un nombre y, mirando al jurado, era lo suficientemente inteligente como para saber que cualquier intento de culpar a alguien redundaría en su perjuicio. Aún no había argumentado de forma irrefutable la existencia de una conspiración para reinstaurar a Friedrich, sin duda debía de serlo porque derrocaría a Waldo automáticamente. Nadie admitiría algo así en las actuales circunstancias. Sería un suicidio político, y cualquiera con suficiente pasión por la lucha se sacrificaría por la causa, pero nunca sacrificaría la causa en sí, y, desde luego, no para salvar a Zorah.
Harvester sonrió. Había intentado proteger a Gisela demostrando su inocencia y, de ese modo, corroborar también la calumnia de Zorah. Rathbone estaba a punto de ver a Zorah acusada, al menos en la opinión del público, de asesinato. Y también sería acusada legalmente a no ser que Rathbone encontrara alguna forma de probar lo contrario. Por desgracia, sus peores presentimientos se vieron confirmados al finalizar las sesiones de aquel día. En cuanto se retiró el tribunal, los periodistas se abalanzaron hacia la calle. Las multitudes estiraron el cuello y se adelantaron para ver mejor a Gisela y darle ánimos, aplaudiéndola y lanzándole vítores de ánimo y admiración.
Para Zorah hubo gritos de odio. Le tiraron fruta y verdura podrida. Más de una piedra dio contra la pared a su espalda. Ella, mientras tanto, se abría camino, la cara lívida, la cabeza alta, los ojos aterrorizados, hacia donde Rathbone había ordenado que esperara un carruaje. Sabía que no podía confiar en encontrar un coche en medio de una muchedumbre enfurecida que amenazaba ya con la violencia física.
– ¡Que la cuelguen! -gritó alguien-. ¡Que cuelguen a esa bruja asesina!
– ¡Que la cuelguen! -rugió la multitud-. ¡Que la cuelguen! ¡Que la cuelguen del cuello! ¡A la horca!
Sólo con gran dificultad y mayor coraje pudo Rathbone, magullado y sin aliento, guiarla hasta el carruaje y ayudarla a subir en él.
Zorah se sentó a su lado mientras el coche avanzaba y los caballos piafaban y se plantaban en mitad de la calle, incapaces de abrirse paso entre la multitud de cuerpos. Unas manos alcanzaron los arreos y el cochero hizo restallar el látigo. Se oyeron alaridos de furia y el carruaje se lanzó de nuevo hacia delante, haciendo que Zorah y Rathbone perdieran el equilibrio. Sin pensarlo, él alargó la mano para agarrarla y detener su caída. No se le ocurría nada que decir. Le hubiese gustado decirle que todo iría bien, que de algún modo salvaría la situación para los dos, pero no sabía cómo, y a ella no le habría ayudado una mentira, sólo la habría enfurecido.
Zorah lo miró con gratitud pero sin esperanza.
– Yo no lo maté -dijo, su voz apenas se oía por encima del traqueteo de las ruedas y los gritos de la multitud detrás de ellos, pero estaba tranquila-. ¡Lo hizo ella!
Rathbone sintió que la desesperación se adueñaba de su ánimo.
También Hester llegó a casa de los Ollenheim desde el tribunal en un estado de profunda tristeza. Temía muchísimo por Rathbone y, cuanto más desesperadamente intentaba pensar en una solución, menos la encontraba.
Entró por la puerta principal de Hill Street temblando de frío, aunque hacía una tarde bastante buena. Estaba tan abatida que no encontraba de dónde sacar fuerzas.
No quería hablar ni con Bernd ni con Dagmar, y estaba segura de que habrían llegado a casa antes que ella. Tenían su propio carruaje y no se habían quedado a presenciar el amargo final: cómo Rathbone y Zorah se habían visto asediados al salir del tribunal, soportando la ira y el odio de la muchedumbre.
Subió directamente a su habitación y, después de quitarse la capa, llamó a la puerta de Robert, que estaba entreabierta.
– Adelante -dijo él de inmediato.
Hester abrió la puerta y se sorprendió al ver a Victoria sentada en la butaca y a Robert en la silla de ruedas, no en la cama. Ambos la miraban con avidez, pero no estaban tensos. Los asientos estaban muy juntos, como si hubiesen estado hablando muy seriamente antes de que llamara a la puerta. El rostro de Robert ya no estaba pálido. El sol y la brisa de finales de otoño le habían dado color a sus mejillas al haber estado sentado en el jardín, y su pelo, que le caía sobre la frente, brillaba. La verdad es que ya iba siendo hora de que llamaran a un barbero para que se lo cortara.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Robert. Luego frunció el ceño-. No ha ido bien, ¿verdad? Lo veo en su cara. Pase y cuéntenos. -Señaló otra silla que había en el dormitorio. Su mirada estaba llena de preocupación.
Hester era consciente de la calidez del sentimiento de Robert. De pronto, la enfureció que alguien que le gustaba tanto tuviera que ser un tullido, confinado a una silla de ruedas, posiblemente para el resto de su vida, sin opciones de carrera, amor o matrimonio, las cosas que sus iguales entendían como algo normal. La emoción casi la ahogaba.
– ¿De verdad ha ido tan mal? -preguntó Robert con dulzura-. Será mejor que se siente. ¿Quiere que haga que le suban una taza de té? Se la ve muy disgustada.
Hester intentó forzar una sonrisa y supo que no lo había logrado.
– No tiene por qué guardar las formas -siguió Robert-. ¿Ya han emitido un veredicto? No puede ser, ¿verdad?
– ¿Se ha retractado? -preguntó Victoria, desconcertada.
– No. No se ha retractado -respondió Hester mientras se sentaba-. Y el veredicto aún queda lejos. Sir Oliver no ha empezado siquiera. Pero no veo en qué van a cambiar las cosas cuando lo haga. Se ha llegado a un punto en que la propia Zorah tendrá que luchar por escapar de la horca.
Los dos la miraban fijamente.
– ¿Zorah? -dijo Robert, horrorizado-. ¡Pero Zorah no lo mató! Si lo hubiese hecho, habría sido la última en hablar de asesinato. Habría estado contentísima al ver que todos pensaban en un accidente. ¡No tiene sentido!
– Tal vez piensan que no es sensata -señaló Victoria-. Tal vez crean que es una fanática, o una histérica. Sé que por ahí se dice que es una excéntrica, que viste ropa de hombre y que ha estado en toda clase de lugares inadecuados e indecentes. Y, cómo no, insinúan que tiene una moralidad atroz.
Hester se asustó al ver que Victoria sabía tantas cosas. ¿Cómo se había enterado? Luego recordó que su vida y circunstancias habían sido drásticamente alteradas. Había caído tan bajo en la escala social que ya no tenía nada parecido a la vida de joven dama de la que había disfrutado antes de la desgracia de su familia, y sin duda dependía económicamente de sus parientes. Debía de estar más familiarizada que Robert con el lado duro de la vida.
Él miraba a Victoria, y ella se ruborizó con tristeza.
– ¿Quién puede pensar algo así? -le preguntó Robert-. Es del todo injusto.
– Cuando la gente está enfadada, la justicia tiene poco que decir -contestó Victoria con calma.
– ¿Por qué habrían de estar enfadados? -Robert frunció el ceño-. A lo mejor ha injuriado a Gisela, pero el veredicto aún no se ha fallado. Y si fue un asesinato, deberían estarle agradecidos, sea quien sea el culpable. Al menos ha sacado la verdad a la luz. A mí me parece que están pecando de lo mismo de lo que la acusan: llegar a conclusiones precipitadas sin atender a los hechos y condenar a una persona sin pruebas. Es de lo más hipócrita.
Victoria sonrió.
– Claro que lo es -convino con dulzura. Su mirada era suave y resplandeciente cuando se dirigía a Robert.
El joven se volvió hacia Hester.
– ¿Y su amigo, sir Oliver? Debe de sentirse muy mal al no poder hacer nada, sobre todo si las cosas están tan mal para Zorah como dice.
– Creo que no sabe qué tiene que hacer -dijo Hester con franqueza-. Debe demostrar que el asesino fue otra persona para salvar a la condesa, y no tenemos ninguna prueba.
– Lo siento.
Victoria se puso en pie, se movía con mucha torpeza a causa del dolor, se erguía y trataba de disimularlo para que Robert no se diera cuenta.
– Se hace tarde -dijo Victoria-, tengo que irme. Seguro que está cansada después de las desgracias de hoy. Los dejo para que hablen un rato. A lo mejor se le ocurre alguna idea. -Miró a Robert, dudó un momento, parpadeó y se obligó a sonreír de nuevo-. Buenas noches. -Y de repente giró sobre sus talones, salió por la puerta y la cerró con dificultad tras de sí. La expresión de su mirada, su voz y el color de su rostro habían traicionado sus sentimientos, y Hester los había leído con tanta claridad como si hubiesen sido palabras, o más aún. Las palabras pueden engañar.
Miró a Robert. Tenía la boca fruncida, la mirada ensombrecida por el dolor. Se miró las piernas, colocadas en la silla por el lacayo. Un pie estaba un poco torcido y él era incapaz de enderezarlo siquiera. Hester lo vio, pero colocarlo por él hubiese sido un gesto intolerable en aquel momento.
– Gracias por traerme a Victoria -dijo deprisa-. Creo que siempre la querré. Ojalá tuviese algo para darle de tanto valor como lo que ella me ha dado a mí. -Exhaló-. Pero no tengo nada. -Vaciló-. Si pudiera andar. ¡Si pudiera ponerme de pie! -Se le quebró la voz y durante unos segundos largos y dolorosos tuvo que luchar por dominarse a sí mismo.
Hester sabía que Victoria no le había contado nada acerca de sus propias desgracias. Era un asunto extremadamente íntimo pero, sin embargo, Robert sufría, y quizá dejaría escapar la felicidad de los dos al creer que eran muy diferentes y que él no valía nada para ella.
Hester habló muy despacio. A lo mejor era un error, un error irreparable, quebrantaría su confianza, pero se lo contó.
– Puedes darle amor. No hay regalo más grande…
Él agitó los hombros, la miraba con rabia y frustración en los ojos, y algo que le contrariaba y que Hester creyó que era vergüenza.
– ¡Amor! -exclamó con amargura-. Con todo mi corazón. Pero eso apenas basta, ¿no? No puedo cuidar de ella. No puedo apoyarla ni protegerla. ¡No puedo amarla como un hombre ama a una mujer! ¡«Con mi cuerpo te reverencio»! -Se le quebró la voz por las lágrimas no derramadas, la soledad y la indefensión-. ¡No puedo darle amor! ¡No puedo darle hijos!
– Tampoco ella puede darte esas cosas -dijo Hester con mucho cuidado, deseando tocarle la mano y sabiendo que no era el momento-. La violaron cuando era niña y, a consecuencia de ello, sufrió un aborto clandestino. Lo hicieron muy mal y nunca se ha recuperado. Ésa es la causa de su aflicción, su dolor constante, y algunos días del mes es peor que otros. Ni siquiera puede tener relaciones matrimoniales y, desde luego, nunca podrá concebir un hijo.
Robert se quedó lívido. La miraba con tanto horror que le temblaba el cuerpo, abría y cerraba los puños en su regazo y, por un momento, Hester pensó que iba a devolver.
– ¿La violaron? -Se asfixiaba. En el rostro se le agolpaban sentimientos de tal violencia y horror que Hester se odió por habérselo contado. Seguro que ahora despreciaba a Victoria. Igual que muchos otros, creía que era impura, no una víctima sino un recipiente que había invitado a aquello y que se lo había merecido. Al contárselo había cometido un espantoso error, irreparable.
Volvió a mirar a Robert.
Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
– ¡Sufrió eso! -susurró-. Y todo este tiempo ha estado aquí, pensando en mí… ¿Cómo me ha dejado ser tan egoísta?
Esta vez le tomó de la mano y la sostuvo sin pensarlo.
– No era egoísmo -se apresuró a decir ella-. Usted no podía saberlo y yo no tenía derecho a contárselo. Es algo muy íntimo. Yo… no soportaría que pensara… -se detuvo. Aquello era mejor no decirlo.
De pronto él le sonrió.
– Lo sé.
Hester no sabía si lo sabía o no, pero de ningún modo iba a comprobarlo.
– No le diré que me lo ha contado -prometió él-. Al menos no de momento. La avergonzaría, ¿verdad? -Fue una afirmación, no una pregunta-. Y tampoco se lo contaré a mis padres. No es un secreto mío, que pueda compartir, y además no creo que lo fueran a tomar como debieran.
Hester sabía que tenía toda la razón. Bernd no consideraba a Victoria Stanhope una amistad demasiado adecuada para su hijo en un sentido permanente, qué decir de algo más que eso. Pero el alivio la invadió con una enorme y bendita calidez, incluso con una pizca de dulzura.
– ¿No es la mujer más hermosa que haya visto jamás? -dijo Robert de todo corazón, con la mirada dulce y resplandeciente-. Gracias por traérmela, Hester. Le estaré agradecido toda la vida.