Epílogo

Cí se despertó con los huesos entumecidos. Tan sólo había transcurrido una semana desde que acabara el juicio y, aunque notaba la falta de ejercicio, sentía que sus heridas cicatrizaban a buen ritmo. Se frotó los ojos y recorrió con agrado las humildes paredes de su antiguo dormitorio. Afuera se escuchaba el ajetreo de los alumnos, apresurándose por entrar a las aulas. De nuevo estaba en casa, rodeado de libros.

El médico que aguardaba a los pies del camastro le saludó con un brebaje en la mano. Como cada mañana, Cí se lo agradeció y lo bebió de un trago.

– ¿Cómo sigue el maestro? -preguntó.

El anciano de ojos vivarachos recogió el recipiente con una sonrisa.

– No deja de parlotear y sus piernas mejoran como las de una lagartija. -Echó un vistazo a las cicatrices de Cí-. Me ha dicho que quiere verte… y creo que ya va siendo hora de que comiences a caminar. -Le dio una palmada en el hombro tras comprobar su mejoría.

Cí se alegró. Desde su llegada a la academia había permanecido postrado en la cama, informado del estado de Ming tan sólo por las noticias que le trasladaban los médicos y sirvientes que le cuidaban. Se incorporó con dificultad y contempló los reflejos que el amanecer derramaba sobre el papel de la ventana. Sus tonos anaranjados brillaban con fuerza y en su fulgor creyó ver a sus ancestros animándole a que luciese orgulloso el apellido de su estirpe. Por fin se sentía en paz con ellos. Les honró con una varilla de incienso y aspiró su aroma mientras se decía que, allá donde estuvieran, descansarían satisfechos.

Se cubrió y salió de la habitación ayudándose del bastón rojo de Iris Azul. Ella se lo había hecho llegar con el deseo de que se recuperara y desde entonces había soñado con empuñarlo. De camino a las dependencias de Ming, se cruzó con varios profesores que le saludaron como si fuera uno de los suyos. Cí les devolvió la reverencia, sorprendido. Hacía calor. Un calor que le reconfortó.

Encontró a Ming tendido en su lecho, cubierto de magulladuras. La habitación estaba en penumbra, pero el rostro del maestro se iluminó al reconocerle.

– ¡Cí! -se alegró-. ¡Ya puedes andar…!

Cí se aposentó a su lado. Ming parecía cansado, pero sus ojos rebosaban de vida. El médico le había recomendado que lo animara, así que charlaron un rato sobre sus heridas, sobre el juicio y sobre Feng.

Ming pidió a un criado que les sirviera una taza de té y retomó la conversación. Había cosas que aún no comprendía bien y ansiaba preguntárselas a Cí.

– Por ejemplo, el móvil de los crímenes.

– He de reconocer que averiguarlo fue complejo. El fabricante de bronces era un vanidoso cuya verborrea competía con su egolatría. De hecho, su invitación a la recepción de los Jin obedeció a la presión que ejerció sobre Feng, que fue quien se la facilitó. El mongol detenido ha confesado que el fabricante ansiaba entrar en la élite de la sociedad y no dudó en extorsionar a la única persona que podía facilitárselo sin advertir que trataba con alguien peligroso. Según sus palabras, Feng concluyó que su indiscreción y su avaricia le ponían a partes iguales en peligro, así que esa misma noche lo asesinó. Respecto al alquimista taoísta y al artificiero, como ya comenté en el juicio, prefirió matarlos a arriesgarse a cualquier delación propiciada por su falta de liquidez. Por lo visto, les debía grandes sumas de dinero que no estaba en disposición de afrontar.

– ¿Pero por qué Feng mató al consejero? Puede que los asesinatos de unos desgraciados pasaran inadvertidos, pero debió haber imaginado que un crimen de tal calibre jamás quedaría impune.

Cí enarcó una ceja.

– Supongo que se vio obligado a hacerlo. Kan estaba obcecado con la culpabilidad de Iris Azul, y o bien su recelo le llevó a descubrir que el verdadero autor era Feng, o éste temió que acabara haciéndolo. El caso es que Feng encontró la fórmula idónea simulando su suicidio, una idea pérfida que, de haber acabado bien, le habría liberado de cualquier sospecha al lograr mediante amenazas que el consejero se inculpara a sí mismo. Después, cuando revelé al propio Feng la falacia del suicidio, éste se lo confió a Astucia Gris para que pareciese él el autor del descubrimiento y así poderme acusar a mí.

– ¿Y el asunto del perfume? -le interpeló-. De lo escuchado en el proceso, parece desprenderse que quien depositó la esencia sobre los cadáveres lo hizo con el ánimo de inculpar a la nüshi… Pero si el asesino fue su esposo, ¿qué interés podría guiarle? Tengo entendido que Feng estaba perdidamente enamorado de su mujer.

– Aunque no puedo asegurarlo, sobre esa cuestión me atrevería a responsabilizar a Kan. Es más, creo que sería un error presuponer la inocencia del consejero por el simple hecho de haber resultado finalmente asesinado. El consejero estaba obsesionado con Iris Azul, hasta el punto de confundir sus deseos con sus hallazgos. Según parece, en su día, Kan la pretendió en matrimonio y su rechazo provocó en él una animadversión tan grande como la que ella profesaba hacia el emperador. Creo que ese odio le cegó, y esa ceguera le impulsó a buscar algo con lo que incriminarla. Él tenía acceso a la Esencia de Jade, así que supongo que, una vez descubiertos los cadáveres, dejó el rastro del perfume para falsear pruebas con las que acusarla.

– No obstante, habrás de reconocer que Kan no andaba descaminado. Al fin y al cabo, el culpable resultó ser Feng. -Ming sorbió el té que Cí acababa de servirle-. ¡Qué extraño! Feng parecía un hombre cultivado. No comprendo los motivos que pudieron impulsarle a cometer unos crímenes tan pavorosos.

– ¿Y quién puede entenderlo? El problema reside en que a menudo intentamos enjuiciar actuaciones insanas conforme a nuestro sano entendimiento. Feng resultó ser un perturbado, y sólo desde su perturbado juicio podríamos aventurar una justificación a sus actos. No obstante, Bo me contó lo que el siervo mongol de Feng confesó tras su detención: además de confirmar que había colaborado con su amo activamente en los asesinatos, justificó éstos por la avaricia de Feng.

– ¿Por la avaricia? Feng ya era rico. Los negocios de sal de su esposa…

– Según Bo, los negocios hacía tiempo que habían empeorado. Ante los conflictos fronterizos, el emperador Ningzong había interrumpido el comercio con los Jin, los principales clientes de Feng. En realidad, estaba arruinado.

– ¿Pero qué ganaba Feng con los asesinatos?

– Dinero y poder. No olvidéis que Feng tomó las riendas de las actividades comerciales que antes manejaba Iris Azul y que su desafortunada gestión les condujo a la ruina. Según he tenido conocimiento, Feng entabló relaciones con Iris Azul mientras mi padre aún trabajaba para él, y aunque mantuvo en secreto dicha relación, por su condición de nüshi, ya comenzó a ocuparse de sus negocios. Feng invirtió sus últimos recursos en tejer una tupida red cuyo fin último era vender el secreto de un arma letal a nuestros enemigos; un secreto que probablemente animaría a los Jin a emprender la invasión que ya algunos vaticinan. Incluso puede que, en su delirio, Feng se imaginase que obtendría el control del monopolio de la sal tras una hipotética victoria de los Jin. Pero todo esto no son más que especulaciones. Bo y varios jueces continúan investigando…

– ¿Pero cómo pudo acceder Feng al secreto de un arma tan mortífera?

– También yo me hice esa pregunta, y creo que la respuesta reside en la familia de Iris Azul. Recordad que su antepasado Yue Fei fue uno de los generales más notables de nuestro reino y un pionero en el uso militar de la pólvora. De hecho, en el despacho de Feng encontré una copia del Ujingzongyao, el tratado sobre técnicas militares en el que se establecen los rudimentos de su aplicación, así que me inclino a pensar que, de algún modo, Feng encontró apoyo en su familia política, todos ellos vinculados con el ámbito militar. Las averiguaciones practicadas por Bo parecen confirmar estas sospechas.

– Y todo por una hermosa mujer… Una mujer que al final le traicionó…

Cí guardó silencio mientras acariciaba el bastón de Iris Azul.

– Una mujer que me salvó. -Su corazón palpitó con fuerza.

Cí se levantó en silencio, sin ganas de prolongar una conversación inútil. Ming no conocía a Iris Azul. Nadie la conocía como él. Había soñado con ella cada día de su convalecencia y anhelaba verla. Salió del dormitorio y regresó a su habitación. Aunque se sentía cansado, sus maltrechos miembros parecían reclamar un paseo a la luz del día. Se aseó y se vistió. Luego se apoyó en el bastón de Iris Azul y salió de la academia en dirección al Pabellón de los Nenúfares.


Al llegar a la muralla, se alegró de que el sello que le había entregado Kan siguiera ejerciendo sus funciones de salvoconducto, de modo que saludó al centinela y se encaminó trabajosamente por los jardines hacia la residencia de Iris Azul.

Según avanzaba, imaginó su reencuentro con ella. Deseaba agradecerle su inesperada intervención en el juicio; tomarla entre sus brazos y demostrarle que la amaba; decirle que nunca había dudado de ella y que no le importaba ni su edad ni su ceguera. Sin embargo, conforme se acercaba al edificio, su rostro comenzó a ensombrecerse. Al aproximarse más, su corazón tembló.

En las inmediaciones del pabellón, decenas de guardias se movían a toda prisa en medio de gritos y de desorden. Cí aceleró el paso todo lo que sus maltrechas piernas le permitieron, al tiempo que imaginaba lo peor. Cuando alcanzó el umbral de la puerta, uno de los guardias le detuvo. Cí se identificó e intentó franquear el paso, pero el hombre se lo impidió. De nada le valieron sus explicaciones ni los ruegos para que le informase sobre qué estaba ocurriendo. Se disponía a apartarlo de un empujón cuando del interior de la vivienda surgió la figura de Bo.

– ¿Qué es lo que sucede? ¿Qué hace toda esta gente aquí? -le preguntó Cí agarrándole del brazo.

– Es Iris Azul. Estamos registrando la casa… Tenía orden de permanecer en el pabellón hasta que concluyeran las investigaciones, pero ha desaparecido.

– ¿Desaparecido? ¿Qué quieres decir? -Lo apartó a un lado y entró en el pabellón.

Devorado por la incertidumbre, Cí recorrió las dependencias cojeando, con Bo pisándole los talones. Incrédulo, pasó de una estancia a otra, incapaz de comprender la desaparición de Iris Azul. Al entrar en el dormitorio principal, el estómago se le encogió. El suelo estaba cubierto de ropas y enseres desperdigados, como si alguien hubiera hecho el equipaje a toda prisa antes de salir huyendo. Lentamente abandonó la estancia y entró en el despacho de Feng. Allí, varios oficiales repasaban los volúmenes perfectamente alineados que permanecían en las estanterías. Cí los contempló distraídamente hasta fijarse en el hueco que destacaba en uno de los anaqueles. Era la balda que contenía los tratados sobre la sal. Para su sorpresa, el libro que faltaba era el valioso ejemplar de lomo verde. El manual sobre técnicas militares y aplicaciones de la pólvora. El insólito Ujingzongyao.

Frunció el ceño y acercó su mano al hueco al advertir la presencia de un objeto rojo oculto tras los libros. Sin dar crédito, metió lentamente la mano hasta rozarlo. Al sacarlo, tartamudeó. Era el cofre lacado de su padre. El mismo que le robaron el día que lo mataron. Su corazón se detuvo. Lo abrió, temeroso, como si en su interior se conservara el espíritu de su progenitor. Dentro, reconoció la letra de su padre en unos documentos. Los que reflejaban la contabilidad paralela que él había elaborado y que demostraba las malversaciones de Feng.

Cí abandonó el pabellón abatido, incapaz de reflexionar más allá de su propia confusión; incrédulo ante su propia credulidad, asombrado por la realidad y aturdido por su estupidez. Se alejó lentamente y caminó como un fantasma hasta la puerta de la academia. Allí, el portero le avisó de que alguien le estaba esperando en el patio. A Cí le dio un vuelco el corazón pensando que se trataría de Iris Azul, pero, para su extrañeza, quienes aguardaban en el claustro eran dos pordioseros a quienes juraría no haber visto nunca. Desconcertado, confirmó con el portero que era a él a quien esperaban y se dirigió hacia los dos desconocidos.

– ¿No os acordáis de mí? -le preguntó el más jovenzuelo-. El día del incendio en el taller. Me dijisteis que cuando encontrara al cojo, viniese a por el dinero.

Cí lo miró de arriba abajo hasta que de pronto lo reconoció. Se trataba del muchacho al que había interrogado en las inmediaciones del taller del broncista. Advirtió que el pordiosero que lo acompañaba descansaba sobre una muleta. Debía de ser el testigo del que le había hablado. Ladeó la cabeza.

– Llegas tarde, chico. El caso ya está resuelto… -se excusó.

– ¡Pero, señor! Prometisteis que si lo traía nos pagaríais el resto de dinero… -se quejó.

Cí fijó sus ojos en los del muchacho. Parecía realmente necesitado. Sacó una bolsa y la retuvo en su mano.

– Está bien. ¿Qué fue lo que vio tu amigo?

– ¡Venga! ¡Díselo! -le dio un empujón.

El muchacho cojo se adelantó a trompicones.

– Llegaron tres personas -relató-. Una mandaba y las otras obedecían. Yo estaba escondido, así que pude verles y oírles bien. La que mandaba esperó fuera mientras los otros buscaban algo dentro de la nave. Luego lo rociaron todo con aceite y después le prendieron fuego.

– Ya… ¿Los reconocerías si los vieras? -le preguntó sin convencimiento.

– Creo que sí, señor. A uno de los hombres le llamaron Feng. El otro parecía un mongol.

Cí dio un respingo. Se acercó hasta el muchacho.

– ¿Y el tercer hombre? ¿Qué puedes contar de él?

– ¡No! ¡No era un hombre! -confesó-. La persona que les mandaba en realidad era una mujer.

– ¿Cómo que una mujer? -balbució-. ¿Qué mujer? -Sacudió al muchacho por los hombros.

– ¡No lo sé! Sólo vi que se desplazaba torpemente, apoyándose sobre un extraño bastón. Un bastón como… -De repente el muchacho enmudeció.

– ¿Qué sucede? ¡Maldita sea! ¡Habla! -le urgió Cí.

– Un bastón como el vuestro… -le señaló.


* * *

Cí pasó tres días encerrado en su habitación sin probar bocado ni curarse las heridas. Tan sólo dejó que el tiempo transcurriera mientras se preguntaba si realmente Iris Azul sería tan culpable como parecía, si Feng habría sido el títere que ella había manejado como instrumento de venganza o si habrían existido motivos ocultos que la guiaron en su conducta. También se preguntó por qué Iris habría traicionado a Feng, salvándole a él la vida. Imaginó que aquello era algo que nunca averiguaría.

Ese mismo día Bo le visitó. El oficial no tenía noticias de Iris Azul, pero le dijo que debería considerarse afortunado. Según sus averiguaciones, cuando durante el juicio el emperador le ofreció inmunidad a cambio de su inculpación, ya había determinado ejecutarle, se confesara culpable o no. Lo único que le libró del cadalso fue el inesperado suicidio de Feng. También le comunicó que se habían emprendido acciones para detener al Ser de la Sabiduría por cohecho y malversación. Cí le agradeció la confianza, pero eso no alivió su amargura.

Al cuarto día dejó atrás las lamentaciones y se levantó. Si había acudido a Lin’an con un propósito, debía trabajar duro para conseguirlo. Mientras se aseaba, comprobó que sus piernas y sus brazos habían recuperado el vigor perdido y que su mente volvía a estar ávida de estudio. Luego cogió un tazón de arroz y se dirigió a la biblioteca, donde estudiaban sus compañeros.

Esa misma tarde se encontró con el maestro Ming. El anciano había comenzado a caminar y su mejoría le alegró. Ming también se complació de encontrarle otra vez rodeado de libros.

– ¿Estudiando de nuevo? -le preguntó.

– Sí. Tengo tarea por delante. -Le mostró el flamante tratado forense en el que estaba trabajando.

Ming sonrió.

– Bo estuvo aquí. -Se sentó junto a Cí-. Me puso al tanto del curso de las investigaciones. Por lo visto, el adivino va a ser ejecutado. Me contó la huida de Iris Azul y tu episodio con Feng en las mazmorras. También mencionó que el emperador ha declinado su promesa de introducirte en la judicatura.

Cí afirmó con la cabeza.

– Así es. Al parecer, Ningzong encontró la excusa perfecta al tachar todos mis descubrimientos de brujería… -Elevó los hombros con resignación-. Pero, al menos, no ha vetado mi presencia en los exámenes y eso es lo único que me importa.

– Ya… -Ming se quejó-. Pero será duro: faltan dos años para la próxima convocatoria y los exámenes son difíciles de superar… ¿Sabes? No creo que necesites seguir como alumno. Tus conocimientos forenses son excepcionales y, si quisieras, podría hacer que entraras a formar parte de nuestro claustro de profesores. No tendrías que preocuparte ni pelear por algo que quizá no logres nunca.

Cí miró a Ming con determinación.

– Os lo agradezco, señor, pero sólo deseo estudiar. Mi único interés reside en superar esos exámenes. -Miró el cofre rojo con los documentos de su padre-. Me lo debo a mí mismo, se lo debo a mi familia y os lo debo a vos.

Ming sonrió mientras asentía. Se levantó para retirarse, pero antes de hacerlo se detuvo.

– Una última curiosidad, Cí. ¿Por qué renunciaste a la oferta del emperador? Bo me contó que, a cambio de tu silencio, Ningzong te brindó todo cuanto podías anhelar: retribuciones generosas, una futura rehabilitación y un puesto en la judicatura. ¿Por qué no aceptaste?

Cí contempló a su viejo maestro con cariño.

– En cierta ocasión, Iris Azul me comentó que Feng conocía infinitas formas de morir. Y puede que fuera verdad. Tal vez sea cierto que existen infinitas formas de morir. Pero de lo que estoy seguro es de que sólo existe una forma de vivir.

Загрузка...