Cuarta parte

Capítulo 20

Durante el sepelio, Cí sintió que una parte de él se quedaba dentro del pequeño ataúd. La otra parte era un amasijo de carne desmembrada, retales que aunque se cosieran jamás volverían a lucir como antes. Por primera vez sintió más pena por su alma que por su cuerpo, como si las quemaduras que le habían desfigurado desde niño abrasaran ahora su interior y no encontrara el agua que pudiera apagarlas.

Lloró hasta que se le secaron las lágrimas. Se encontraba vacío, como si su cuerpo fuera sólo un caparazón hueco. Únicamente sentía amargura y desesperación. Primero habían fallecido sus hermanas. Luego su hermano y sus padres. Y ahora la pequeña.

No le acompañaba nadie. Tan sólo Xu. El adivino se mantenía expectante en silencio, masticando unas raíces junto a la carretilla alquilada en la que habían transportado el féretro. Cí aún no había terminado de arreglar las flores con las que pretendía disfrazar la tristeza de la fosa cuando el adivino se le acercó y le puso en las narices el contrato de su venta como esclavo. Cí se revolvió. Aferró el papel y lo rompió en mil pedazos. Sin embargo, a Xu no pareció afectarle. Se agachó para recogerlos tranquilamente y comenzó a juntarlos con cuidado, como si pretendiese recomponerlos.

– ¿No quieres firmarlo? -sonrió-. Dime una cosa, Cí. ¿En serio crees que voy a dejar escapar a la mejor baza de mi negocio?

Cí lo atravesó con la mirada. Iba a marcharse cuando escuchó aullar a Xu.

– ¿A dónde crees que vas? ¡Sin mí no eres nada! Sólo un pretencioso muerto de hambre.

– ¿A dónde? -Cí explotó-. ¡Lejos de ti y de tu asquerosa codicia! ¡A la Academia Ming!

Apenas podía pensar. Nada más acabar la frase se arrepintió de haberla pronunciado.

– ¿De verdad crees eso? ¡Pero qué equivocado estás! -Rio-. Si me abandonas, te denunciaré a ese alguacil que vino a buscarte al cementerio, luego me mearé en la tumba de tu hermana y me iré de putas con la recompensa.

Un relámpago en forma de puñetazo interrumpió las amenazas de Xu. El segundo golpe acabó con sus dientes. Cí sacudió la mano mientras se contenía para no aplastarle el cráneo. Xu escupió sangre, pero aun así mantuvo su sonrisa bobalicona.

– Estarás conmigo o con nadie.

– ¡Escúchame tú! -le retó-. Ponte tu maldito disfraz y saca las migajas que puedas. Seguramente engañarás a los suficientes como para obtener más que con la recompensa. Si algún día me entero de que has hablado con Kao, correré la voz de tus mentiras y se te acabará el negocio. -Iba a marcharse, pero se detuvo-. Y si me entero de que has rozado un grano de tierra de esta tumba, te abriré en dos y me comeré tu corazón.

Dejó una última flor sobre la tumba de Tercera y partió de la colina en dirección a Lin’an.


* * *

Cí contempló los sauces desnudos zarandeados por el viento, diciéndose que ni sus ramas más descarnadas se sentirían tan abandonadas como él. La lluvia invernal traspasaba sus ropas y golpeaba su piel mientras vagabundeaba pensando en la nada, a solas con su tristeza. Unos pasos huérfanos le condujeron por un bullicio del que no se percató entre una miríada de almas que no repararon en él.

Anduvo toda la mañana recorriendo los mismos canales, las mismas callejuelas, repitiendo trayectos sin advertirlo. Miraba al suelo. Pisaba la suciedad que poco a poco parecía trepar por sus piernas para asfixiarle la garganta. A mediodía se detuvo para respirar. Alzó la vista y se encontró atrapado en un dolor más fuerte que la soledad, padeciendo en su alma el peso agobiante de la desesperanza. Mientras deslizaba su espalda contra el viejo pilar de madera hasta acuclillarse, se preguntó si merecería la pena estudiar en la academia. ¿Acaso el conocimiento que adquiriese le devolvería la alegría de Tercera o el tierno cariño de su madre o la honestidad que su padre le había negado?

Imágenes desdibujadas de su hermana, pequeñas sonrisas que parecían desvanecerse entre la lluvia, sus ojitos vivarachos brillantes por la fiebre… Todo desaparecía volviéndose de un gris plomizo y uniforme, del horrible color del desaliento.

Pensó en su familia: en su madre, en su padre, en sus hermanos… Recordó el tiempo en que todos eran felices; el tiempo en el que compartían ilusiones que saltaban de unos a otros. Un tiempo que ya jamás regresaría.

Permaneció sentado mientras el agua que caía sobre su rostro enturbiaba su mirada, del mismo modo que la soledad ensombrecía su alma. Se habría quedado allí de no ser por el joven pordiosero que se sentó inesperadamente a su lado en busca de refugio. El muchacho no tenía brazos. Tan sólo dos muñones a los que habían atado unas bolsas de tela para que pudiera acarrear grano. Pese a su limitación, el muchacho sonreía mostrando sus encías vacías y unos ojos que desaparecían en un guiño de felicidad. Le dijo que le gustaba la lluvia porque le lavaba la cara. Cí le ajustó las bolsas y enjugó su rostro con un paño empapado. Recordó entonces la cara de Tercera, siempre risueña pese a la enfermedad. Imaginó su espíritu cerca de él, animándole a que se levantara y corriese hacia sus sueños. Sintió su presencia. Por un instante casi la tocó.

Acarició la cabeza del mozuelo y se levantó. Comenzaba a escampar. Si se apresuraba, alcanzaría la Academia Ming antes del atardecer.


Llegó antes de lo imaginado, impulsado por una ansiedad que fue incapaz de dominar. Desde el exterior del antiguo palacio donde se ubicaba la academia adivinó las siluetas de los estudiantes que discutían animadamente tras las ventanas iluminadas. Sus risas traspasaban los jardines de ciruelos, perales y albaricoqueros que se erguían frente al poderoso muro de piedra que protegía el edificio. Soñó que él era uno más de ellos y su alma chisporroteó. En ese instante, un grupo de estudiantes apareció por una calleja en dirección a la academia. Charlaban sobre los libros que acababan de adquirir y apostaban respecto a cuál sería el primero en aprobar los exámenes que les conducirían a la judicatura. Detrás de ellos, un par de criados tiraban de un carro de mano cargado de fruta, dulces y viandas.

Cuando el grupo traspasó la puerta, el corazón se le encogió. Por un momento, se preguntó si realmente su sitio estaría en un lugar reservado a jóvenes adinerados, descendientes de nobles y de jueces hastiados de riquezas. Observó que uno de los estudiantes le miraba por encima del hombro, como si temiera que su proximidad pudiera contaminar su nobleza. Al sentirse descubierto, el joven miró hacia otro lado y cuchicheó algo a sus compañeros, quienes se giraron para mirarle con desprecio. Luego desaparecieron tras la puerta de doble hoja que daba acceso al palacio. Cí los vio marchar. Dentro se custodiaban la sabiduría y la limpieza. Afuera quedaban la basura y la ignorancia.

Se armó de valor y les siguió.

Se dirigía hacia el jardín cuando le salió al paso un hombrecillo, vara en mano, agitándola como quien espanta a una mosca. Cuando Cí le comunicó su intención de entrevistarse con el maestro Ming, el criado lo miró de arriba abajo y le contestó que era imposible. Aunque Cí le aseguró que el propio Ming le había invitado, el guardián no le creyó.

– El maestro no invita a pordioseros. -Le empujó a empellones hacia la puerta.

Mientras retrocedía, Cí advirtió cómo los estudiantes se reían de él antes de desaparecer tras los árboles.

No lo soportó. Era su oportunidad y no iba a perderla. Se zafó del hombrecillo y echó a correr hacia el edificio mientras a su espalda resonaban gritos de alarma. Traspasó el umbral de entrada y atravesó un salón al tiempo que una jauría de estudiantes se unía al criado que intentaba capturarle. Cí cerró tras de sí una segunda puerta y saltó por una ventana a otra habitación donde varios jóvenes permanecían meditando. Sin darles tiempo a reaccionar, cruzó el aula y corrió hacia una biblioteca, donde se dio de bruces contra un grupo de alumnos que consultaban sus volúmenes, haciendo que varios libros cayeran por el suelo desparramados. Miró a su alrededor. Allá donde fuera, nuevos estudiantes se unían al hombrecillo, que le pisaba los talones. Estaba rodeado. Advirtió unas escaleras que conducían hacia las dependencias superiores y se encaramó por ellas subiendo los peldaños de dos en dos. Sin embargo, al llegar arriba, encontró que la puerta en la que finalizaban estaba cerrada. Intentó forzarla a empujones, pero no cedió. Para cuando quiso retroceder, una muchedumbre enfurecida comenzaba a ascender hacia él enarbolando todo tipo de palos y varas. Cí apoyó la espalda contra la puerta y volvió a empujar. Casi podía sentir los golpes en su rostro. Se protegió la cara a la espera del primer impacto, pero no llegó a recibirlo porque la puerta se abrió sola hacia adentro.

De repente, los perseguidores se detuvieron en seco.

Cí no comprendió lo que sucedía hasta que giró la cabeza. Tras él, la figura muda de Ming, bajo un gorro alado, le observaba con fiereza.

De nada valieron sus explicaciones. Cuando Ming escuchó la versión del criado, ordenó que lo expulsaran. De inmediato, media docena de estudiantes se abalanzaron sobre Cí, lo arrastraron escaleras abajo y lo arrojaron al jardín a empellones, no sin antes advertirle que la próxima vez no tendrían tantos miramientos.

Aún estaba sacudiéndose el polvo cuando un brazo le ayudó a levantarse. Era el guardián que vigilaba la entrada. Una vez de pie, el hombrecillo le tendió una escudilla de arroz. Cí pareció no comprender, pero, aun así, le dio las gracias.

– Dáselas al maestro -dijo, y le señaló la ubicación de su despacho-. Ha dicho que te recibirá mañana si te presentas con educación.


* * *

Cí engulló la ración con avidez, pero, al poco, el arroz se le revolvió en el estómago hasta hacerle vomitar. Luego las horas transcurrieron lentas mientras se agotaban los últimos rayos de luz.

Pasó la noche a la intemperie, tumbado como un perro junto a la puerta de la academia. Apenas durmió. Tan sólo cerró los ojos imaginando a Tercera, ya feliz. Poco podía hacer por ella más que honrarla como al resto de su familia y desear que su espíritu también le protegiera.

A la mañana siguiente sintió cómo una sacudida le desperezaba.

Entre legañas, Cí distinguió al criado que el día anterior le había perseguido con la vara y que ahora le sonreía mostrándole sin rubor los huecos de sus encías urgiéndole a que se levantara y se adecentara. Cí se sacudió el polvo y se recogió el pelo bajo el gorro. Luego siguió al hombrecillo, que corría a pasos menudos, como si llevara los pies atados. El jardinero se detuvo un instante junto a una fuente para permitir que Cí se refrescara y continuó por el jardín hasta llegar a la biblioteca. Una vez allí, se inclinó ante la figura tranquila del maestro Ming, quien hojeaba impasible las páginas de un libro. Al advertir la presencia de Cí, el maestro cerró el volumen y lo depositó sobre una mesa baja que tenía delante. Alzó la vista y lo miró con curiosidad.

Cí se inclinó ante él, pero Ming le indicó que avanzase y tomase asiento. Cuando lo hizo, el profesor se tomó su tiempo en observarle. Cí reparó en su tez clara y sus bigotes de gato. El hombre lucía la misma toga de seda roja con la que le había visto en el cementerio. Cí tamborileó los dedos mientras aguardaba sus palabras. Finalmente, el maestro se levantó.

– Muchacho, muchacho… ¿Cómo debería llamarte? -Paseó de un lado a otro de la estancia-. ¿El sorprendente adivino de asesinatos? ¿O quizá el inesperado invasor de academias?

Cí se ruborizó. Atinó a balbucear que se llamaba Cí, pero cuando el maestro le preguntó por su apellido, recordó el informe sobre la conducta deshonrosa de su padre y en previsión de posteriores preguntas incómodas guardó silencio.

– Está bien, Cí Sin Padres. Respóndeme a otra cosa -prosiguió Ming-. ¿Por qué debería mantener mi oferta ante alguien que reniega de sus progenitores con un simulado olvido? Ciertamente, el otro día en el cementerio pensé que alguien con tu perspicacia no sólo merecía una oportunidad, sino que hasta me atreví a imaginar que quizá tuvieses algo que aportar a la difícil ciencia de los muertos. Pero a la luz de tu violenta irrupción de ayer, más propia de un vulgar salteador de caminos que de un joven honrado, ahora albergo enormes dudas.

Cí buscó una respuesta. No podía revelar su ascendencia sin comprometer su seguridad, pero tampoco deseaba comenzar una cadena de mentiras. Valoró contar que era huérfano, pero, aun así, supuso que el maestro le interrogaría. Transcurrieron unos segundos que a Cí se le antojaron eternos. Finalmente, tomó una decisión.

– Hará unos tres años sufrí un terrible accidente, un grave percance que me borró los recuerdos. -Se desabrochó lentamente la camisola y le mostró las cicatrices que poblaban su pecho. Igual de despacio, se la cerró-. Sólo recuerdo que un día aparecí en medio del campo. Una familia me recogió y cuidó de mis heridas, pero cuando emigraron al sur yo opté por venir a la ciudad. Ellos siempre dijeron que éste debía ser mi lugar.

– Ya. -Ming se atusó los bigotes lentamente-. Y, sin embargo, conoces qué métodos emplear para revelar heridas ocultas, en qué lugar se le tatúa el nombre a un reo o de qué forma unas cuchilladas provocan o no la muerte…

– Con aquella familia trabajé en un matadero -improvisó-. El resto lo he aprendido en el cementerio.

– Muchacho, en el cementerio sólo se aprende a enterrar… y a mentir.

– Honorable señor, yo…

– Eso por no hablar de tu inapropiada irrupción de anoche… -le interrumpió.

– ¡Aquel guardián era un necio! Le hablé de la oferta que me hicisteis en el cementerio, pero se negó a escucharme.

– ¡Silencio! ¿Cómo te atreves a insultar a alguien a quien no conoces? Aquí todos hacen lo que se les ordena, incluso ese guardián al que tan gratuitamente tildas de necio… y que sin duda te califica a ti como a tal. -Le señaló un volumen que había sobre la mesita-. ¿Lo reconoces?

Cí cogió el volumen y lo ojeó con cuidado. Intentó tragar saliva, pero no lo consiguió. Lo conocía bien porque era el libro de su padre. El mismo que había perdido cerca del canal durante su huida de Kao.

– ¿Dónde… dónde lo encontrasteis? -tartamudeó.

– ¿Dónde lo perdiste tú? -replicó el maestro Ming.

Cí esquivó su mirada. Inventase lo que inventase, Ming lo descubriría.

– Me lo robaron -acertó a decir.

– Ya. Pues quizá fuera ese ladrón el mismo que me lo vendió a mí -replicó de nuevo Ming.

Cí calló. Sin duda, Ming le había reconocido y tal vez también supiera lo del alguacil que le perseguía. Acudir a la academia había sido un error. Dejó el libro donde lo había encontrado y suspiró. Luego se levantó dispuesto a marcharse, pero el maestro se lo impidió.

– Se lo compré a un rufián en el mercado. Durante nuestro encuentro en el cementerio me resultaste familiar, aunque entonces no te reconocí. Mi memoria ya no es la que era -se lamentó-. Pero la semana pasada, durante mi habitual paseo por el mercado de los libros, me llamó la atención un ejemplar que ofrecían en un puesto poco recomendable. Entonces me acordé de ti. Me imaginé que tarde o temprano aparecerías por aquí, y por eso lo adquirí. -Frunció los labios y se apretó la cara con una mano, como si meditara qué decir mientras respiraba con parsimonia. Le pidió a Cí que volviera a sentarse-. Querido muchacho, seguramente me arrepienta, pero a pesar de tus mentiras y de las poderosas razones que espero que tengas para esgrimirlas, voy a mantener mi oferta y a brindarte una oportunidad. -Cogió el libro-. No cabe duda de que posees unas cualidades excepcionales y sería una verdadera lástima que, entre tanta mediocridad, éstas se desperdiciaran. Así pues, si realmente estás dispuesto a hacer lo que te mande… -Le tendió el libro de su padre-. Ten. Es tuyo.

Cí lo aceptó temblando. Aún no comprendía por qué Ming lo admitía en la academia, pero, al menos, de sus palabras parecía desprenderse que no había conocido a Kao. Se postró de hinojos ante él, pero el maestro le incorporó.

– No me lo agradezcas. Tendrás que ganártelo día a día.

– No os arrepentiréis, señor.

– Eso espero, muchacho. Eso espero.


* * *

Cí conoció a sus futuros compañeros en la Digna Sala de las Discusiones, el fastuoso salón de tilo donde habitualmente se celebraban los debates y los exámenes. Como de costumbre, un interminable claustro de profesores junto a los alumnos de las distintas disciplinas aguardaban alineados en perfecta formación para conocer al nuevo aspirante y expresar sus objeciones. Observado por cientos de ojos, Cí permanecía de pie en el centro de la sala procurando que el temblor de sus manos permaneciera igual de escondido que el resto de sus nervios.

En medio de un solemne silencio, Ming avanzó hacia el viejo estrado de madera que presidía la sala. Ascendió la escalerilla, se inclinó ante los profesores e hizo lo propio ante los alumnos para agradecerles su presencia. Luego pasó a relatar el casual encuentro del cementerio, hecho que le permitió descubrir el sorprendente talento de Cí, el lector de cadáveres, a quien calificó como una incomprensible mezcla de hechicería, curandería y erudición y cuyo aspecto y modales burdos, tal vez, y recalcó el «tal vez», pudieran pulirse hasta hacerle brillar como una joya tallada. Por tal razón, solicitaba del claustro que la vacante escolar fuera adjudicada de forma provisional a Cí, de modo que éste tuviera la oportunidad de corroborar las cualidades que a su juicio atesoraba.

Para asombro de Cí, cuando el claustro interrogó a Ming sobre los orígenes del solicitante, éste recreó como certera la fábula del accidente que le condujo a perder la memoria, mencionando de camino su pasado como enterrador, carnicero y adivino.

Una vez concluida la presentación, Ming le cedió el estrado a Cí. Era el turno de los profesores. Cí buscó entre sus rostros algún gesto amable, pero se dio de bruces contra una fila de estatuas. Los primeros profesores lo interrogaron sobre el conocimiento de los clásicos, un segundo grupo sobre leyes y otros cuantos más sobre poesía. Después, durante el turno de las objeciones, un profesor enjuto de cejas exageradamente pobladas tomó la palabra.

– A buen seguro, deslumbrado por el artificio de tus predicciones, nuestro colega Ming no ha dudado en presentarte con todo tipo de elogios. Y no lo critico por ello. -Hizo una pausa para buscar las palabras-. En ocasiones, es difícil distinguir entre el fulgor del oro y el brillo del latón. Pero, por lo visto, la veracidad de esas mismas predicciones le ha conducido a imaginar que se encontraba ante un ser distinto, un iluminado capaz de codearse sin más con quienes han dedicado su vida al estudio de las letras. Desde luego, no me extraña. Ming es conocido por su insólita pasión hacia los riñones, las vísceras y otros despojos, en detrimento de asuntos verdaderamente importantes, como la literatura o los poemas. De hecho -se giró hacia él-, ni siquiera se ha irritado con algunas de tus erróneas respuestas. Sin embargo, y como ya deberías saber, la resolución de crímenes y la posterior aplicación de la justicia requieren de un enfoque que trasciende las simples conjeturas sobre el quién o el cómo. La verdad sólo resplandece entendiendo los motivos que impulsan a obrar, comprendiendo las inquietudes, las situaciones, las causas… Algo que no está en las heridas ni en las entrañas. Y para ello se precisan personas cultivadas en el arte, en la pintura y en las letras.

Cí permaneció mudo mientras contemplaba al profesor que acababa de expresar sus objeciones. Admitía su parte de razón, pero discrepaba de su absoluto desprecio hacia la medicina. Si en ocasiones los jueces eran incapaces de distinguir una muerte natural de un asesinato, ¿cómo demonios iban a impartir justicia? Lo pensó antes de contestar.

– Honorable profesor, yo no me presento aquí para ganar una batalla -le cumplimentó-. No pretendo hacer prevalecer lo poco que sé, ni desmerecer lo mucho que saben los maestros y alumnos que habitan en esta academia. Tan sólo quiero aprender. El conocimiento no entiende de murallas, de límites o de compartimentos. Pero tampoco entiende de prejuicios. Si me permitís ingresar, os aseguro que trabajaré tan duro como el que más, hasta dejarme, si es preciso, esas vísceras que tanto os molestan.

Un profesor grueso y blando con boca de piñón alzó el brazo para intervenir. Su respiración era un jadeo penoso y fatigado, y los pocos pasos que dio al adelantarse le hicieron resoplar como si hubiera subido a una montaña. Sus manos se cruzaron bajo el vientre mientras observaba detenidamente a Cí.

– Por lo visto, ayer mancillaste el honor de esta academia irrumpiendo en ella como un salvaje, un hecho que me trae a la memoria a un ciudadano de quien sus vecinos me decían: «De acuerdo. Será un ladrón, pero es un maravilloso flautista». ¿Y sabes qué les respondí yo? «De acuerdo. Será un maravilloso flautista, pero es un ladrón». -Su lengua fina humedeció unos labios carnosos mientras se rascaba el cuello grasiento. Bajó la cabeza despacio, como si pensara lo que iba a decir a continuación-. ¿Qué parte de verdad es la que hay en ti, Cí? ¿La del joven que desobedece las órdenes pero que lee en los cadáveres, o la del joven que lee en los cadáveres, pero desobedece las órdenes? Más aún: ¿por qué habríamos de aceptar en la academia más respetable del imperio a un vagabundo como tú?

Cí se estremeció. Había dado por supuesto que Ming, en su calidad de director, habría hecho prevalecer su opinión, pero, dadas las circunstancias, decidió modificar su discurso.

– Venerable maestro -se inclinó de nuevo-, os ruego que disculpéis mi inaceptable comportamiento. Ha sido una actuación vergonzosa que sólo obedeció a mi inexperiencia, a la impotencia y a la desesperación. Sé que esto no me excusa, y que en todo caso debería demostrar con hechos que soy merecedor de vuestra confianza. Pero para ello, para demostrároslo, también preciso de vuestra indulgencia. -Volvió a hacer una reverencia y se giró hacia el resto del claustro-. Los hombres cometen errores. Incluso los más sabios. Y yo sólo soy un joven campesino. Un joven campesino ansioso por aprender. ¿Y acaso no es eso lo que se practica aquí? Si conociese todas las reglas, si respetase todos los preceptos, si no albergase en mí la necesidad de conocer, ¿para qué necesitaría estudiar? ¿Y cómo podría evitar entonces lo que me hace imperfecto?

»Hoy me enfrento a una oportunidad tan grande como la vida, porque ¿qué es la vida sin conocimiento? No hay mayor tristeza que la de un ciego o la de un sordo. Y yo, en cierta medida, lo soy. Permitidme ver y oír, y os aseguro que no lo lamentaréis.

El maestro gordo respiró un par de veces. Luego asintió y retrocedió pesadamente hasta incorporarse a la fila para cederle la palabra al último profesor, un viejo encorvado de ojos apagados, quien se interesó acerca del motivo que le había llevado a aceptar la invitación de Ming.

Cí sólo encontró una respuesta.

– Porque éste es mi sueño.

El viejo meneó la cabeza.

– ¿Sólo por eso? Hubo un hombre que soñó con volar por los cielos, pero tras arrojarse desde un precipicio sólo consiguió estrellar sus huesos contra las rocas…

Cí contempló los iris mortecinos del anciano. Bajó del estrado y se acercó al hombre de la mirada vacía.

– Cuando deseamos algo que hemos visto, tan sólo debemos alargar el brazo. Cuando lo que deseamos es un sueño, tenemos que alargar nuestro corazón.

– ¿Estás seguro? A veces los sueños conducen al fracaso…

– Tal vez. Pero si nuestros antepasados no hubieran soñado un mundo mejor para nosotros, aún vestiríamos con harapos. Mi padre me dijo una vez -le tembló la voz al pronunciarlo- que si me empeñaba en edificar un palacio en el aire, no perdería el tiempo. Que seguramente era allí donde debería estar. Tan sólo debía esforzarme lo suficiente para construir los cimientos que lo sostuvieran.

– ¿Tu padre? ¡Qué extraño! Ming comentó que perdiste la memoria.

Cí se mordió los labios mientras se le humedecían los ojos.

– Eso es lo único que recuerdo de él.


* * *

La Sala de los Jueces bullía de estudiantes que cuchicheaban en corros, a la espera de la aparición del nuevo alumno. Todos se preguntaban quién sería realmente aquel lector de cadáveres y cuáles serían las extraordinarias capacidades que le habían permitido esquivar el durísimo proceso de selección que abría las puertas de la academia. Los más sorprendidos habían corrido la voz de que sus extraños poderes procedían de la hechicería, mientras que otros más escépticos, a la luz de la presentación, lo despojaban de cualquier aura sobrenatural y especulaban que tal vez obedecieran a su experiencia como matarife. Sin embargo, ajeno a la controversia, un alumno espigado aguardaba apartado del resto mordisqueando una rama de regaliz. Cuando Cí entró acompañado por Ming, Astucia Gris escupió el regaliz al suelo y se apartó aún más. Luego los observó de soslayo.

Ming presentó a Cí a los alumnos con los que conviviría a partir de aquel día, todos ellos aspirantes a un puesto en la judicatura imperial. La mayoría eran jóvenes aristócratas de uñas largas y cabello arreglado, cuyos refinados modales se le antojaron a Cí como propios de cortesanas. Ming le informó de que en la academia se estudiaban distintas artes, entre ellas la pintura y la poesía, pero que él se alojaría en el dormitorio de los estudiantes de leyes. Pese a algunos rostros de rechazo, todos los estudiantes le saludaron cortésmente a excepción del que permanecía apartado en un rincón. Cuando Ming se percató, lo llamó elevando la voz. El joven de pelo canoso se despegó parsimoniosamente de la pared en la que se había recostado y avanzó hacia el maestro con desidia.

– Veo que no compartes la curiosidad que muestran el resto de tus compañeros, Astucia Gris.

– No sé por qué debería interesarme. He venido aquí a estudiar, no a dejarme seducir por las engañifas de un muerto de hambre.

– Me parece perfecto, querido joven… Porque tendrás ocasión de vigilarle de cerca y comprobar cuánto hay de cierto en ellas.

– ¿Yo? Pero no entiendo…

– Desde hoy es tu nuevo compañero de habitación. Compartiréis libros y camastros.

– ¡Pero maestro…! Yo no puedo vivir junto a un campesino… Yo…

– ¡Silencio! -le espetó Ming-. ¡En esta academia no cuentan ni el dinero ni los negocios ni las influencias de tu familia! ¡Obedece y saluda a Cí, o coge tus textos y prepara tu equipaje!

Astucia Gris inclinó la cabeza, pero sus ojos se clavaron en Cí. Luego pidió permiso para retirarse. Ming se lo concedió, pero cuando el joven canoso ya alcanzaba el umbral de la puerta, su voz lo detuvo.

– Antes de irte, recoge el regaliz que has escupido en las baldosas.


Durante el resto del día, Cí tomó contacto con las actividades habituales de la academia. Ming le informó de que debería levantarse a la salida del sol para asearse y cumplir con los ritos hacia sus antepasados. A continuación, desayunaría con el resto de estudiantes y seguidamente se dedicaría a las clases. Harían un alto para comer y pasarían el resto de la tarde estudiando o discutiendo casos prácticos de las distintas disciplinas. Después de la cena trabajaría en la biblioteca para costearse la estancia. Le explicó que aunque el Gobierno de Universidades hubiera clausurado la Facultad de Medicina, él aún dedicaba una parte de su programa al conocimiento médico y al estudio de las causas que provocaban los fallecimientos. De vez en cuando acudían a las dependencias judiciales para observar en vivo los exámenes que los magistrados efectuaban sobre los cadáveres y ocasionalmente asistían a juicios para conocer de primera mano los comportamientos criminales y la forma en que los jueces actuaban para descubrirlos y condenarlos.

– Convocamos exámenes trimestralmente. Hemos de asegurarnos de que los alumnos progresan conforme a lo previsto. En caso contrario, procedemos a la expulsión de quienes no merecen nuestros esfuerzos. Y recuerda que tu plaza es provisional -añadió.

– Conmigo no ocurrirá lo que con alguno de estos hijos de ricos, señor.

Ming le miró por encima del hombro.

– Te daré un par de consejos, muchacho. No te dejes engañar por la apariencia sofisticada de estos jóvenes. Y, menos aún, la confundas con indolencia. Es cierto que pertenecen a la élite del país, pero estudian con ahínco para lograr sus objetivos. -Señaló a unos cuantos que devoraban el contenido de unos libros-. Y si ven que vas contra ellos, te despedazarán como a un conejo.

Cí asintió. Sin embargo, dudó de que las motivaciones de aquellos jóvenes ni siquiera se aproximaran a las que le impulsaban a él.

A media tarde les convocaron para la cena en el Comedor de los Albaricoques, una sala engalanada con primorosas sedas que lucían pinturas de paisajes de pabellones y árboles frutales. Cuando Cí llegó al comedor, los demás alumnos ya habían tomado asiento formando círculos alrededor de pequeñas mesas de mimbre. Le admiró el mar de platillos y cuencos repletos de sopas, salsas y frituras que parecían desbordar los tapetes junto a las bandejas de pescados y frutas variadas que aguardaban en otras mesas. Buscó un lugar libre en el que sentarse, pero cuando encontró el primer hueco, los alumnos desplazaron sus posiciones para evitar que lo ocupara. Lo intentó en la siguiente mesa con idéntico resultado. Al cuarto intento advirtió que quienes le impedían sentarse parecían acatar los gestos de un estudiante espigado situado al fondo del comedor. Cí observó a Astucia Gris. El joven no sólo le sostenía la mirada, sino que le retaba con una sonrisa sarcástica.

Cí supo que si retrocedía, debería soportar los caprichos de aquel estudiante durante el tiempo que permaneciera en la academia. Y no había sufrido tanto para ahora consentir aquella situación.

Avanzó hacia la mesa que ocupaba Astucia Gris y antes de que pudieran impedírselo introdujo el pie entre los dos jóvenes que intentaban quitarle el sitio. Los dos estudiantes le miraron como fieras, pero Cí no se arredró. Al contrario, apretó con la pantorrilla y se hizo hueco a la fuerza. Iba a sentarse cuando Astucia Gris se levantó.

– En esta mesa no eres bienvenido.

Cí se sentó sin prestarle atención. Cogió un cuenco de sopa y comenzó a sorber.

– ¿No me has oído? -alzó la voz Astucia Gris.

– Te he oído a ti, pero no he escuchado las protestas de la sopa. -Y siguió sorbiendo sin mirarlo.

– Que no conozcas a tu padre no significa que no puedas conocer al mío -le amenazó.

Cí dejó de comer. Depositó el cuenco de sopa entre los platillos y se incorporó lentamente hasta que sus ojos se alinearon con los de su oponente. Si la mirada de Cí hubiera podido matar, Astucia Gris habría caído fulminado.

– Ahora escúchame tú a mí -le desafió-. Si en algo aprecias tu lengua, procura que jamás vuelva a pronunciar el nombre de mi padre o haré que tengas que hablar por signos. -Y se sentó para seguir cenando como si nada hubiera pasado.

Astucia Gris le miró con el rostro encendido por la cólera. Luego, sin decir palabra, se dio la vuelta y abandonó el comedor.

Cí se felicitó por el resultado. Su oponente había intentado provocar un incidente para desacreditarle en su primer día en la academia y, sin embargo, sólo había conseguido quedar en ridículo delante de sus propios compañeros. Y aunque sabía que Astucia Gris no se conformaría con una derrota, lograrlo en público le resultaría complicado.

Con la llegada de la noche, la tensión se acrecentó. El dormitorio que debían compartir era un pequeño cubículo separado de los restantes por paneles de papel, con lo que la intimidad se limitaba a la penumbra proporcionada por los pequeños faroles que pendían del techo. La celda apenas disponía del espacio suficiente para albergar dos camastros, uno junto al otro, dos mesitas y dos armarios para guardar su ropa, sus enseres y sus libros. Cí observó que el de Astucia Gris rebosaba de sedas como el de una muchacha casadera, pero también albergaba una voluminosa colección de libros lujosamente encuadernados. En el suyo tan sólo habitaban telarañas. Las apartó con la mano y depositó el libro de su padre en el centro de la primera balda. Luego se arrodilló y rezó por sus familiares bajo la mirada despectiva de Astucia Gris, quien para entonces comenzaba a desvestirse para meterse en la cama. Cí hizo lo propio, intentando aprovechar la oscuridad para ocultar las quemaduras de su torso, pero Astucia Gris las descubrió.

Se metió cada uno en su cama y permanecieron en silencio. Cí escuchaba la respiración de Astucia Gris con el temor de quien percibe la proximidad de un animal. No podía dormir. En su cabeza bullían mil pensamientos encontrados: la falta de su hermana, la pérdida de su familia, la terrible revelación sobre su padre… Y ahora que por fin los dioses le ofrecían la oportunidad de su vida, un estudiante malcriado parecía dispuesto a amargársela. Intentó encontrar la forma de apaciguar la animadversión que parecía haber despertado en Astucia Gris, pero tampoco sabía de qué forma lograrlo. Al final, llegó a la conclusión de que debía consultarlo con Ming. Seguramente, él sabría cómo ayudarle, y eso le tranquilizó. Comenzaba a conciliar el sueño cuando un siseo procedente del camastro de Astucia Gris le interrumpió.

– ¡Eh, engendro! -rio entre dientes-. ¿Ése era tu secreto, no? Serás listo, sí, pero repulsivo como una cucaracha. -Volvió a reírse-. No me extraña que leas en los muertos, si pareces un cadáver podrido.

Cí no respondió. Apretó los dientes y cerró los párpados intentando no escucharle mientras una rabia ácida le corroía los intestinos. Se había acostumbrado tanto a sus cicatrices que había olvidado lo llamativas que podían resultarles a los demás. Y, aunque a decir de quienes le conocían, su rostro era agraciado y su sonrisa limpia, lo cierto era que su pecho y sus manos eran retales abrasados. Se arrebujó en la manta y apretó su sien contra la piedra que hacía de almohada hasta sentir cómo se aplastaba su cerebro, maldiciéndose por el perverso don que le impedía percibir el dolor y que le convertía en una triste aberración.

Pero justo antes de caer rendido, cuando el sueño comenzaba a vencerle, pensó que tal vez sus quemaduras sirvieran para aplacar la animosidad de Astucia Gris. Y con ese pensamiento logró conciliar el sueño.


* * *

Los días siguientes transcurrieron vertiginosamente. Cí se levantaba antes que nadie y aprovechaba hasta el último rayo de luz para repasar lo aprendido durante la jornada. Los escasos momentos de asueto los dedicaba a releer el libro de su padre, intentando memorizar hasta el último detalle de los capítulos relacionados con los aspectos criminales.

Cuando las clases se lo permitían, acompañaba a Ming en sus visitas a los hospitales. En ellos abundaban los sanadores, los hombres de las hierbas, los acupuntores y los aplicadores de moxa, pero escaseaban los cirujanos pese a su evidente necesidad. La doctrina confuciana prohibía la intervención en el interior de los cuerpos y, por tanto, la cirugía se limitaba a los casos imprescindibles, como la reducción de fracturas abiertas, los cosidos de heridas o las amputaciones. Al contrario que la mayoría de sus colegas, quienes denostaban a cuantos practicaban la sanación, Ming mostraba un inusitado interés por la medicina avanzada. El profesor se quejó amargamente del cierre de la Facultad de Medicina.

– La inauguraron hace veinte años y ahora la han cerrado. Esos tradicionalistas del rectorado afirman que la cirugía es un retraso. Y luego pretenden que nuestros jueces encuentren criminales gracias a sus estudios de literatura y de poesía…

Cí asintió. Había tenido el privilegio de asistir a algunas clases magistrales en aquella facultad, antes de su clausura, y desde entonces añoraba sus enseñanzas. Sin embargo, era de los pocos que las apreciaban. La mayoría de los estudiantes preferían centrarse en los cánones confucianos, en la caligrafía y en la poética, a sabiendas de que les serían más útiles a la hora de afrontar los exámenes oficiales. Al fin y al cabo, cuando accedieran al puesto de juez, la mayor parte de su tiempo lo dedicarían a trabajos burocráticos, y si en alguna ocasión debían enfrentarse a algún asesinato, llamarían a un carnicero o a un matarife para que les diera su opinión y les limpiara los cadáveres.

Cualquier cosa se le antojaba una novedad, y aunque ya lo hubiera vivido durante su época de estudiante, verse rodeado de compañeros con similares inquietudes, volver a discutir de filosofía o ejercitar los ritos le resultaba tan sugestivo como examinar los modelos anatómicos tallados en madera o participar en apasionantes discusiones jurídicas. Por eso era tan feliz en la Academia Ming.

Cada día aprendía algo nuevo y, para sorpresa de sus compañeros, pronto demostró que sus conocimientos no se limitaban a las heridas o a las muertes, sino que también alcanzaban los contenidos del extenso código penal, los trámites burocráticos pertinentes en los juicios o los procedimientos para interrogar a un sospechoso. Ming le había incorporado al grupo de alumnos avanzados, aquellos que al final del curso académico dispondrían de una oportunidad para entrar directamente en la judicatura.

Y a medida que crecía la confianza de Ming en Cí, aumentaba la envidia de Astucia Gris.

Tuvo ocasión de comprobarlo cuando Ming les convocó de urgencia para el examen del mes de noviembre, anunciándoles que en aquella ocasión lo realizarían conjuntamente y se celebraría fuera de la academia, en la sede de la prefectura provincial.

– Tendrá lugar en la Habitación de los Muertos. Se trata de emular el proceso habitual de una investigación y os enfrentaréis a un caso aún no resuelto -les dijo-. Al igual que en la vida real, uno de vosotros adoptará el papel de juez principal y practicará el primer informe. El segundo hará de juez supervisor, es decir, revisará el informe de su compañero y elaborará un segundo. Después, entre los dos deberéis emitir un único veredicto. Competiréis contra otras dos parejas tan preparadas como vosotros, de modo que vuestra fortaleza puede que os enfrente y se convierta en vuestra mayor debilidad. Y ya os auguro que, al igual que harán los criminales, de ella se aprovecharán vuestros adversarios. Es, por tanto, un trabajo en unión, no en competencia. Si sumáis vuestros conocimientos, saldréis vencedores. Si os enfrentáis, sólo triunfará la estulticia. ¿Lo habéis comprendido? -Ming los escrutó sin que ninguno de los dos, Cí y Astucia Gris, moviera un solo músculo. Asintió. Luego inspiró antes de retarles con la mirada-. Hay algo más: los vencedores de esta prueba se situarán en la primera posición para el puesto de Oficial Imperial que cada año nos otorga la Corte. Os hablo del puesto fijo que siempre habéis soñado. Así pues, preparaos bien y trabajad duro.

A Cí no le incomodó que Astucia Gris se le adelantara al solicitar la figura de juez principal. Lo que realmente le molestó fue que arguyera que él no estaba preparado. Ming aceptó el reparto de papeles propuesto por Astucia Gris, no tanto por su alegato como por la antigüedad de cada alumno en la academia, pero se aseguró de que ambos trabajarían juntos sin problemas.

De Cí obtuvo su compromiso. De Astucia Gris, sólo un gruñido.

De camino a la Sala del Silencio, el lugar donde se reunían para estudiar, Cí comprendió que aquella oportunidad era demasiado importante como para mantener vivas estériles rencillas. Además, hasta aquel día no había tenido mayores problemas con Astucia Gris aparte de los insultos y burlas sobre sus quemaduras que desde el primer instante le había dirigido, pero que poco a poco había ido abandonando al comprobar que no le afectaban. Por otra parte, tenía que reconocer que los conocimientos de Astucia Gris sobre cuestiones legales y literarias eran superiores a los suyos y necesitaba su capacidad si pretendían ganar el concurso. Tras la cena, intentaría discutirlo con él.

Encontró el momento oportuno cuando se levantaron de las mesas. Algunos alumnos se habían adelantado para acudir a la biblioteca y continuar con la preparación del trabajo, así que le propuso imitarlos.

– La Habitación de los Muertos… Mañana será un gran día. Podríamos repasar algunos de los casos y…

– ¿Llevas aquí cuatro meses y de veras crees que trabajaré contigo? -le interrumpió Astucia Gris burlonamente-. Estamos juntos porque nos lo han ordenado, pero no necesito una babosa a mi lado. Tú haz tu trabajo, que yo haré el mío. -Y se fue a dormir tan tranquilo, como si en lugar de enfrentarse al reto más importante de su carrera, a la mañana siguiente sólo fuera de paseo.

Cí no le siguió. Permaneció despierto hasta tarde revisando sus apuntes, examinando las anotaciones y repasando los temas en los que Ming había incidido.

El estudio no era el único asunto que le preocupaba. Desde el instante en que supo que el examen se celebraría en la Habitación de los Muertos, se dio cuenta de que se expondría a un gran peligro. Habían transcurrido seis meses desde la inesperada aparición de Kao en el cementerio y no había vuelto a saber de él, pero si, tal y como mencionó entonces el adivino, mediaba una recompensa por su detención, probablemente su descripción rondaría aún por la prefectura.

Incluso así, la oportunidad era tan extraordinaria que estaba dispuesto a arriesgarse.

Ya de madrugada, cuando los caracteres impresos comenzaron a bailar frente a sus ojos, preparó el pequeño instrumental que había traído consigo del cementerio y al que había unido grandes pliegos de papel, carboncillos, agujas con sedas ya enhebradas y un frasco de alcanfor que había obtenido en las cocinas. Lo dispuso junto a las talegas que los demás alumnos habían preparado y comprobó que entre los utensilios comunes que llevaría a la Habitación de los Muertos se hallaba cuanto precisaría.

Después comenzó con su transformación.

Con sumo cuidado, se introdujo dos pequeñas bolas de algodón en ambas fosas nasales para dilatarlas al máximo. Con la ayuda de una navaja, se rasuró el escaso bigote que lucía y se recogió el pelo bajo un nuevo gorro que le había prestado un alumno. Al contemplar el resultado en el espejo de bronce pulido, sonrió satisfecho. No era un gran cambio, pero ayudaría.

Cuando quiso darse cuenta, hacía rato que Astucia Gris se había levantado. El estómago se le encogió. Se limpió los ojos en la palangana común y corrió al encuentro de sus compañeros mientras se enfundaba sus guantes. La cabeza le zumbaba como si se la hubieran pateado, de modo que apenas prestó atención a las voces que le urgían a que alcanzara a la comitiva que abandonaba ya la academia. Cogió su talega y se lanzó escaleras abajo.

Al verle llegar, Ming meneó la cabeza.

– ¿Dónde te habías metido? Y por todos los dioses, ¿qué te has hecho en la nariz?

Cí respondió que había preparado unas hilas de algodón empapadas en alcanfor para soportar el hedor. Ésa era la causa de su retraso.

– Me decepcionas -le dijo, y le señaló el cabello desmadejado que se le escapaba bajo el gorro.

Cí calló. Tan sólo inclinó la cabeza y se colocó en la fila junto a Astucia Gris, cuyo aspecto era impecable.


Poco después llegaban al cuartel de la prefectura, una soberbia construcción amurallada ubicada entre los canales principales que delimitaban la plaza Imperial y que ocupaba el espacio normalmente asignado a cuatro edificios. Sus larguísimas paredes desnudas, despejadas de cualquier pedigüeño, contrastaban con las construcciones vecinas, devoradas por un hervidero de tenderetes, puestos de frutas y verduras, gandules desocupados y transeúntes veloces desplazándose como hormigas desorganizadas de un lado a otro. Visto así, la prefectura parecía un edificio muerto y desolado, como si una riada hubiera barrido a cuantos se hubieran apostado contra sus murallas. Cualquiera que habitase en Lin’an conocía y temía el lugar. Pero más que ninguno de ellos, lo temía Cí.

No pudo evitar estremecerse.

Se caló el gorro hasta las sienes y se arrebujó en su chaqueta. Al entrar, se pegó a Astucia Gris como si fuera su sombra y sólo cuando alcanzaron la Habitación de los Muertos se atrevió a levantar la cabeza. El alcanfor no le hizo efecto. Respiró el olor de la muerte, pero, al menos, respiró.

La estancia era un asfixiante despacho en el que apenas cabían todos apretados. En un lateral, un pilón con agua parecía aguardar su turno para limpiar toda la inmundicia que quedaba adherida al pequeño canal que a modo de desagüe atravesaba la habitación. En el centro, sobre una mesa alargada, se apreciaba la figura de un cuerpo cubierto con una sábana. Apestaba a cadáver. Un guardia enjuto con cara de galgo apareció por otra puerta para anunciarles la inminente llegada del prefecto y proporcionarles los detalles preliminares. Según dijo, se enfrentaban a un caso oscuro que exigía la máxima discreción y del que, por igual motivo, no se les facilitarían todos los pormenores.

Dos noches antes había aparecido un cuerpo flotando en el canal. El cadáver, un varón de apariencia y complexión vulgar que rondaría los cuarenta años, había sido descubierto por uno de los encargados de las esclusas. Lo habían encontrado vestido y empuñando una jarra de licor. No portaba identificación personal, dinero o efectos de valor, y aunque sus ropajes habían permitido determinar su oficio, éste era otro dato que tampoco les sería revelado. En la víspera, los prácticos de la prefectura ya habían efectuado sus exámenes bajo la supervisión del juez encargado y sus conclusiones permanecían en secreto. Ahora ofrecían a los estudiantes más avanzados la oportunidad de sumar sus opiniones. Una vez explicados los procedimientos básicos que debían emplear en la inspección, el guardia otorgó la palabra a Ming.

Disponían de una hora.

Rápidamente, el maestro aleccionó a las tres parejas que examinarían el cadáver. Para administrar el tiempo, cada componente dispondría de un intervalo limitado que él regularía quemando varillas de incienso. Una varilla por pareja. Prescindirían de los formalismos burocráticos y comenzarían directamente el examen. Les insistió en que anotaran cuantos hallazgos e indicios encontrasen relevantes, pues los necesitarían para elaborar un informe que sería contrastado con los oficiales. Finalmente, estableció un orden de actuación. Primero intervendrían los dos hermanos cantoneses expertos en literatura, a continuación dos estudiantes de leyes y, por último, Astucia Gris y Cí.

Al punto, Astucia Gris hizo notar la desventaja que suponía atender un cadáver tan manipulado. Sin embargo, a Cí no le importó. Al fin y al cabo, las parejas que les precedían, al carecer de conocimientos de anatomía, apenas tocarían el cadáver, pero el retraso le proporcionaría la oportunidad de seguir los avances de sus compañeros. Mientras los hermanos cantoneses se dirigían hacia la mesa central, preparó el papel y el pincel que emplearía para sus notas. Se situó lo mejor que pudo y comenzó a humedecer la piedra de tinta.

Ming encendió la varilla que daba inicio a la prueba. Al instante, los estudiantes cantoneses se inclinaron ante el profesor. Luego se dispusieron uno a cada lado de la mesa y retiraron al unísono la mortaja que ocultaba al cadáver. Iban a comenzar el examen cuando de repente un estrépito sonó a sus espaldas. Los estudiantes se detuvieron y todos los presentes se giraron para descubrir una enorme mancha de tinta negra extendiéndose junto a sus pies. El causante había sido Cí. Sus dedos enguantados conservaban la postura en la que habían sostenido la piedra de tinta que ahora yacía en el suelo partida en mil pedazos. Frente a él, sobre la mesa de inspección, descansaba el cadáver del alguacil Kao.

Capítulo 21

Todos miraron con desprecio a Cí, a excepción de Astucia Gris, que simplemente escupió.

Cí se disculpó en silencio y, pese a la inquietud que le producía el cadáver de Kao, se colocó lo más cerca posible de la mesa para observar el trabajo de la pareja que les precedía. Costara lo que costara, necesitaba saber qué le había ocurrido a Kao. El miedo le atenazó, pero tragó saliva y se contuvo. Luego observó a sus compañeros inspeccionar el cuerpo desnudo mientras memorizaba cuantos detalles describían sobre sus hallazgos. Así, la primera pareja destacó la ausencia de heridas que hiciesen pensar en una muerte violenta, aventurando que tal vez se tratara de un simple accidente, en tanto que la segunda se fijó en las pequeñas mordeduras que presentaban sus labios y sus párpados, un hecho que atribuyó a las bandadas de peces hambrientos que infestaban los canales. El resto de las reflexiones afectaban a hechos incuestionables como la complexión, el color de la piel o antiguas cicatrices que no aportaban luz sobre las causas del fallecimiento.

Cuando la última varilla de incienso expiró, le tocó el turno a Astucia Gris. El joven se aproximó despacio, como si la nueva varilla sólo midiese su tiempo y no el de Cí. Como un felino que merodeara su presa, rodeó el cadáver para comenzar el examen en el sentido inverso al habitual. Tocó sus pies azulados. Luego ascendió palpando sus pantorrillas, gruesas pero bien formadas, sus rodillas nudosas y sus poderosos muslos hasta detenerse en su tallo de jade, también mordisqueado por los peces. Lo levantó con cuidado y observó sus testículos caídos, que Cí juzgó que manoseaba en exceso. Cí observó el avance de la varilla de incienso. Astucia Gris no había llegado aún al torso y ya había consumido la cuarta parte del tiempo. El estudiante continuó el ascenso hacia la cabeza, que giró de un lado a otro. Al igual que con el resto del cuerpo, no realizó ningún comentario. Finalmente, pidió ayuda para voltear el cadáver, momento que aprovechó Cí para comprobar la rigidez de sus miembros.

Astucia Gris continuó con exasperante lentitud, en contraste con la rapidez con la que el incienso se quemaba. Inspeccionó las orejas, la espalda ancha, los glúteos, que separó y juntó, y de nuevo sus extremidades inferiores.

Cí miró la varilla. Se había extinguido más de la mitad. Sin embargo, ni a Astucia Gris ni al propio Ming, que permanecía distraído charlando con otro estudiante, parecía importarles. Cí optó por no interrumpirle, con la idea de que Ming prolongaría el tiempo que excediera su compañero. Para cuando Astucia Gris dio por concluida su inspección, apenas quedaba un suspiro de incienso. A toda prisa, Cí le reemplazó.

Durante las inspecciones previas había comprobado que, en efecto, el cuerpo no presentaba señales de violencia, así que acudió directamente a la cabeza, prestando especial interés a la nuca. Esperaba encontrar algo en ella, pero no halló nada relevante. Luego continuó con la boca, los ojos y las fosas nasales. Tampoco encontró heridas extrañas ni signos que revelasen la acción de una ponzoña. Por último, se detuvo en los oídos. El derecho lo apreció normal, pero, de repente, en el izquierdo, creyó encontrar algo. Era sólo una intuición, pero necesitaba confirmarlo. Corrió hacia su talega y hurgó entre sus herramientas. El tiempo transcurría y no encontraba lo que buscaba. Miró la varilla de incienso justo en el instante en que se apagaba. Entonces volcó las herramientas, las desperdigó por el suelo y aferró unas pinzas y una pequeña piedra como si le fuera la vida en ello. Apretó los dientes y rezó por estar en lo cierto. Sin embargo, cuando se disponía a culminar el examen, uno de los guardias se interpuso entre él y el cadáver. Su rostro rezumaba gravedad. Cí pensó que le habían descubierto. Bajó la mirada y aguardó unos instantes que se le hicieron eternos.

– La prueba ha concluido -indicó el hombre.

Su corazón palpitó. No podía dar crédito a lo que oía. Tenía que continuar. Apenas había comenzado.

– Pero, señor, Astucia Gris empleó parte de mi tiempo -se atrevió a contestar-. Él…

– Eso no es asunto mío. Nos espera el prefecto -dijo sin apartarse de su posición.

Cí se dirigió a Ming buscando ayuda, pero éste escondió la mirada. Estaba solo.

«Tengo que hacerlo. Tengo que lograrlo».

Cí se inclinó en señal de aceptación. Se retiró despacio y dejó las pinzas en la talega. Sin embargo, antes de retirarse, pidió permiso para cubrir el cadáver con la sábana. El guardia dudó, pero se lo concedió, y Cí obedeció con diligencia.

A cualquier otro, la cara le habría cambiado. Cuando abandonaron la Habitación de la Muerte, los ojos de Cí brillaban satisfechos.


* * *

De regreso a la academia, Ming se disculpó ante Cí.

– Te aseguro que pensaba concederte más tiempo, pero no imaginé que eso contrariaría los planes del prefecto.

Cí no respondió. Sólo pensaba en las consecuencias de su descubrimiento. El prefecto, un hombre rechoncho que apestaba a sudor, les había recordado la imperiosa confidencialidad del caso, emplazándoles a encontrarse dos días más tarde para recabar los informes escritos. Dos días para decidir qué hacer con su destino.

Cí apenas tomó nada durante la comida. A su término debían presentar a Ming los resúmenes preliminares y él aún no sabía qué contarle. Probablemente, en la prefectura conocían el oficio de Kao, pues de otro modo no se explicaba el secretismo que parecía rodear el caso. Lo que ya no resultaba tan evidente era que supieran, como sabía él, que había sido asesinado. Sin embargo, si comunicaba sus conclusiones, alertaría a las autoridades sobre la existencia de un asesino y, en tal caso, quizá el primer sospechoso fuera él. Tragó un bocado que se le atascó en la boca del estómago. La segunda pareja ya había acudido al despacho de Ming. Pronto les tocaría a ellos. Miró a Astucia Gris recostado sobre una esterilla repasando sus notas. El corazón le palpitó.

«Dioses, ¿qué debo hacer?».

Se preguntó qué habría hecho su padre en su lugar y sintió una opresión en el pecho. Siempre que debía adoptar una decisión importante, su espectro le asaltaba para torturarle. Recordó los años en los que su padre había sido honesto y respetado, los años en los que le había ayudado y animado para que se presentara a los exámenes imperiales y añoró no disponer de alguien como el juez Feng en quien apoyarse.

El empellón de Astucia Gris le arrancó de sus pensamientos. Cí lo miró. Permanecía erguido frente a él, con una mirada arrogante urgiéndole a que se levantara. Cí obedeció, se sacudió las migas y le siguió sin dirigirle la palabra.


Era la primera vez que acudía al despacho privado de Ming. Le sorprendió acceder a una estancia tenebrosa, sin ventanas ni mamparas de papel que permitiesen el paso de la luz. En las paredes de madera rojiza apenas se distinguían viejas sedas que lucían grotescos dibujos de figuras humanas mostrando distintos detalles de su anatomía. El maestro aguardaba sentado tras una mesa de ébano negra, consultando un volumen en la penumbra. A sus espaldas, un anaquel iluminado con pequeños farolillos hacía resplandecer lúgubremente una colección de calaveras, clasificadas según su tamaño como si se tratase de una valiosa y extraña mercancía. Astucia Gris se le adelantó. Con el beneplácito de Ming, se arrodilló frente a la mesa y Cí le imitó. Finalmente, Ming concluyó sus anotaciones y elevó la mirada. Su rostro cansado reflejaba el hastío en sus ojos.

– Espero que al menos vosotros gocéis del mínimo entendimiento del que el resto de vuestros compañeros parece carecer. ¡En mi vida había escuchado tanta sandez junta! ¿A qué esperáis? ¡Empezad!

Astucia Gris carraspeó. Su mirada altiva se había quedado fuera del despacho. Extrajo sus notas y comenzó.

– Honorabilísima sabiduría, agradezco con sincera humildad la oportunidad de…

– Puedes ahorrarte tus humildades. Por favor, comienza de una vez -le interrumpió.

– Por supuesto, señor. -Carraspeó-. Pero no sé si Cí debería permanecer afuera. Como ya sabéis, un segundo juez jamás debe contaminar su juicio con el conocimiento de las conclusiones del primero.

– ¡Por todos los dioses, Astucia Gris! ¿Quieres comenzar?

Volvió a carraspear. Dejó sus notas en el suelo y miró a Ming.

– Señor, antes de elucubrar sobre las causas de la muerte, habríamos de preguntarnos el porqué de tanta cautela. En otras ocasiones, tal reserva no ha sido precisa, lo que me conduce a pensar que el difunto debía de ser alguien de cierta relevancia o relacionado con alguien de cierta relevancia.

– Prosigue -dijo Ming con interés.

– En tal caso, la siguiente cuestión consistiría en entender por qué a las autoridades les interesa la opinión de unos estudiantes. Si precisan confidencialidad, la mejor forma de garantizarla es no descubrírnosla, lo cual significa que desconocen, o al menos, no tienen la seguridad de saber lo que ha ocurrido.

– Podría ser, en efecto.

– Respecto al oficio y condición social del fallecido, no disponer de información sobre su atuendo nos priva de valiosos datos, pero, al menos, la ausencia de callosidades nos hablan de un trabajo burocrático, al igual que sus uñas romas descartan un conocimiento literario.

– Una observación interesante…

– Así lo creo. -Sonrió sin recato-. Por último, en relación a las causas del deceso, el cadáver no presentaba ningún signo de violencia: ni moratones, ni heridas, ni signos de envenenamiento reciente. Tampoco ninguna excreción por ninguno de los siete orificios naturales que evidenciase una muerte provocada y que, de haber existido, habrían permanecido en forma de pequeños restos pese a la acción del agua.

– Entonces…

– Entonces deberíamos concluir que su muerte se produjo tras la caída al canal. A mi juicio, que el hombre muriera ahogado no reviste mayor importancia. Lo verdaderamente relevante es que esto sucedió tras una borrachera, como indica que apareciera aferrado a una garrafa con restos de licor.

– Ya… -El gesto de Ming cambió del interés a la decepción-. ¿Tu conclusión, pues…?

– Sí, venerable maestro -tartamudeó al advertir su mohín-. Como decía, el desdichado sin duda trabajaba en algún asunto importante. Su muerte, a todas luces inesperada, les ha supuesto un contratiempo y quieren asegurarse de que realmente se debió a un accidente.

Ming volvió a su cara de hastío. A excepción de los detalles relativos a la condición social del fallecido, cuanto había relatado Astucia Gris no era más que un calco de lo deducido por sus compañeros. Le agradeció su esfuerzo y se volvió hacia Cí.

– Tu turno -dijo sin convicción.

– Si pudiéramos examinar sus ropas… O hablar con la persona que lo encontró… -se interpuso Astucia Gris.

– Tu turno -reiteró Ming.

Cí se incorporó. Había escuchado con atención a Astucia Gris y se lamentaba de que se le hubiera adelantado con un par de conclusiones ciertas. Hasta ese instante había decidido contar esos mismos hallazgos o poco más y guardarse para él su terrible descubrimiento. Sin embargo, si se limitaba a repetir las palabras de su compañero, quedaría ante Ming como un necio. Pese a todo, lo intentó.

Ming enarcó una ceja. Esperó a que Cí continuara, pero el joven permaneció en silencio.

– ¿Eso es todo?

– A la vista de lo investigado, es cuanto puedo decir. Lo que ha relatado Astucia Gris no carece de fundamento -intentó parecer convincente-. Al contrario, sus observaciones se revelan agudas y ajustadas, y coinciden con las mías por cuanto he visto y tocado.

– Pues entonces deberías prestar más atención, porque no te mantenemos en esta academia para que repitas lo que podría parlotear un loro. -Guardó silencio un instante, como si meditara lo que iba a decir-. ¡Y menos aún para que intentes engañarnos!

– No os entiendo. -Cí se sonrojó.

– ¿De veras? Dime una cosa, Cí, ¿acaso crees que soy un necio?

Cí notó que se le encendían las mejillas. No sabía a qué se refería exactamente, pero se imaginaba que iba a averiguarlo muy pronto.

– No os comprendo… -repitió.

– ¡Por todos los dioses! ¡Deja ya de actuar! ¿Crees que no me fijé cuando descubriste algo en su oreja? ¿Crees que no advertí tus extraños movimientos cuando simulaste que cubrías el cadáver? Si hasta pude apreciar tu sonrisa velada…

– No sé de qué me habláis -mintió Cí.

Ming se irguió con los orificios nasales dilatados y los ojos inyectados en sangre.

– ¡Retiraos! ¡Vamos! ¡Retiraos! -aulló.

Mientras huían de la sala, ambos pudieron escucharle murmurar entre dientes «maldito mentiroso…».


* * *

Cí consumió la tarde pensando en cómo resolver una situación que se le antojaba insostenible. Las horas transcurrían lentas frente a sus notas y lo único que se le ocurría era renunciar a su sueño y escapar de Lin’an. Sin embargo, seguía en la biblioteca estrujándose la cabeza en busca de una solución. Finalmente, cogió un pincel y comenzó a escribir. Durante largo rato transcribió hasta el último detalle de cuanto había averiguado, sin saber aún si en algún momento entregaría el informe. Envidió la situación de Astucia Gris. Le había visto bromear con otros compañeros, empuñando una jarra de licor, como si el fracaso le resbalara igual que el alcohol por su garganta. A última hora, poco antes de la cena, Astucia Gris se le acercó tambaleándose. Sus ojos brillaban, igual que su sonrisa húmeda. Parecía contento. Le ofreció un sorbo de licor, pero Cí lo rechazó mientras guardaba apresuradamente su informe.

– Vamos, compañero -balbuceó-. Olvida a Ming y bebe un poco.

Cí se maravilló de los efectos que el licor podía provocar en algunas personas. Desde su ingreso en la academia, era la primera ocasión en que su compañero se dirigía a él sin insultarle. Volvió a rechazarlo, pero Astucia Gris insistió.

– ¿Sabes? Tengo que confesarte que hasta esta misma tarde te odiaba… El listo de Cí… El inteligente de Cí… -Echó otro trago-. Pero, por el Gran Buda, hoy no has sido más listo. Todavía recuerdo tus palabras: «Lo que ha relatado Astucia Gris no carece de fundamento. Al contrario, sus observaciones se revelan agudas y ajustadas, y coinciden con las mías por cuanto he visto y tocado» -le imitó-. Me has caído simpático. Ten. -Le acercó la jarra y rio con estruendo.

Cí cogió la jarra y bebió un trago con la única intención de que le dejase en paz. Sintió el calor del licor de arroz atravesar su garganta y abrasarle el estómago. No estaba acostumbrado a ingerir bebidas tan fuertes.

– ¡Fantástico! -rio Astucia Gris-. Escucha. Esta noche, varios estudiantes iremos a cenar al Palacio del Placer y brindaremos a la salud del viejo Ming. ¿Quieres venir? Reiremos como borrachos y disfrutaremos como príncipes.

– No, gracias. No me gustaría que Ming se enterara…

– ¿Y qué si se entera? ¿Acaso crees que somos sus prisioneros? Ming sólo es un pobre avinagrado que nunca tiene suficiente. ¡Venga, anímate! Lo pasaremos bien. Te esperaremos al segundo gong, abajo, junto a la fuente del jardín. -Dejó el licor a los pies de Cí y se fue canturreando por donde había venido.

Cí agarró la jarra y miró dentro. El líquido se agitaba en la oscuridad como su propia alma. Había apurado toda la tarde buscando una solución inexistente y ya no sabía qué hacer. Si revelaba cuanto sabía, recuperaría la confianza de Ming, pero se situaría en la diana de la justicia. Si callaba, perdería la oportunidad que tanto había soñado de acceder a la judicatura. Acercó la jarra a sus labios y volvió a beber. En esta ocasión, el licor le reconfortó. Poco a poco, su entendimiento se nubló y sus problemas comenzaron a desvanecerse.

El aviso del segundo gong le sorprendió sentado en la biblioteca. No pensaba con claridad, pero tampoco lo necesitaba. A su lado descansaba vacía la jarra de licor. Se preguntó durante cuánto tiempo más le mantendría Ming pensionado en la academia. Cuánto tiempo tardaría en enviarle de regreso al cementerio.

¿Qué más le daba?

Escuchó unas risas procedentes del jardín. Se levantó vacilante y bajó las escaleras. Abajo, junto a la fuente, cuatro estudiantes con sendas jarras rodeaban a Astucia Gris. Cí los contempló un instante. Parecían contentos. No se decidió. Finalmente, dio media vuelta para dirigirse a los dormitorios cuando Astucia Gris advirtió su presencia. Cí oyó su voz pidiéndole que se acercara. Su tono era amable y persuasivo. Lo dudó, pero no se movió. Le apetecía beber más, pero en su interior algo le decía que no era buena idea. En ese instante Astucia Gris se le acercó. Sonreía. Le pasó el brazo por el hombro y le insistió en que les acompañara, asegurándole que se divertirían. En el último instante, Cí se dijo que si todo le salía mal, al menos no perdería la oportunidad de congeniar con Astucia Gris.


* * *

En el Palacio del Placer Cí descubrió las mujeres más bellas que jamás hubiera podido imaginar.

Nada más entrar, un vivaracho sirviente salió al encuentro de Astucia Gris y con grandes aspavientos le buscó acomodo entre el bullicio de hombres acaudalados, mercaderes y universitarios que corrían tras las bailarinas. La música de los laúdes y las cítaras excitaba a los clientes, que reían y jadeaban ante las mujeres maquilladas que giraban alrededor de ellos como nenúfares en un remolino. Cí advirtió que, en ocasiones, las jóvenes se subían ligeramente sus vestidos dejando a la vista sus pequeños pies con polainas, lo que despertaba la lujuria de los hombres al mismo tiempo que sus gritos. Astucia Gris parecía formar parte del espectáculo, saludando a amigos, conocidos y camareros como si fuera el mismísimo dueño del prostíbulo. Pronto, una nube de sirvientes comenzó a abarrotar la mesa con platos y licores de todo tipo. Astucia Gris no tardó en demandar una pareja de flores para que les hicieran compañía. Enseguida dos bellezas sonrientes tomaron asiento junto a los seis jóvenes mientras Astucia Gris escanciaba las botellas. Ocho era el número perfecto.

– ¿Te gustan, eh? -sonrió Astucia Gris a Cí mientras acariciaba la pierna de una de ellas-. Atended bien -se dirigió a las flores como si las conociera desde hace años-. Éste es Cí. El lector de cadáveres. Mi nuevo compañero. Puede hablar con los espíritus, así que sed dulces como la miel u os convertirá en borricos. -Y rio desencajado acompañado por sus amigos.

A Cí le incomodó que las dos flores cambiaran sus sitios para aposentarse a su lado. Sin embargo, el aguijón del deseo le hirió con fuerza. Hacía mucho tiempo que no rozaba a una mujer. Tanto que había olvidado la suavidad de su piel y la caricia de sus perfumes. Su sentido se enturbió, pero la llegada de las viandas le distrajo de otros apetitos. Había tantas y tan diferentes que parecían hacer verdad el dicho de que en Lin’an se comía cualquier cosa que volara menos las cometas, cualquier cosa que nadara menos los barcos y cualquier cosa con patas menos las mesas. Sobre los tapetes se amontonaban entrantes fríos de caracoles al vapor con jengibre, budín de las ocho gemas o cangrejos perlíferos que le disputaban el sitio a primeros platos de arroz frito, costillas de cerdo con castañas, fritura de ostras al diente de dragón y pescado crujiente de río. En otra mesa auxiliar, varios cuencos de sopas especiadas aguardaban turno para ejercer su papel digestivo. El vino tibio de arroz corría de cuenco en cuenco y las risas crecían al mismo ritmo que las manchas sobre las pecheras. Cí engullía feliz, asombrado aún con el cambio experimentado por Astucia Gris, que entre sorbo y sorbo le alentaba a que se divirtiera.

Cí no necesitaba que le animaran. Las dos flores ya se encargaban de ello.

La primera vez que sintió la mano de una de ellas deslizarse por su entrepierna escupió el trago de un respingo. A la segunda ocasión, Cí intentó ser honesto con la chica. Le confesó que le perturbaba su perfume y que el rojo oscuro de sus labios le aturdía hasta lo más profundo de su tallo, pero era pobre como una rata y no podría agradecerle sus servicios. Sin embargo, eso no pareció importarle a la flor, que inclinó suavemente su cabeza hasta rozarle el cuello con la lengua.

Un restallido de placer le sacudió la espalda erizándole la piel. Escuchó las risas de Astucia Gris y a sus cuatro amigos jaleándole a que la acompañara.

Cí apenas podía pensar. Los últimos cuencos de licor le habían transportado a un neblinoso mundo de caricias y esencias que le arrastraban hacia un vértigo de placeres jamás imaginados. Iba a besar a la flor cuando sintió que alguien le zarandeaba en el hombro. Creyó escuchar una recriminación.

– ¡Te digo que la sueltes y te busques otra! -volvió a farfullar un hombre de mediana edad, con un bastón en la mano.

– ¡Eh! ¡Déjale en paz! -intervino Astucia Gris.

El hombre no le escuchó. Agarró a la flor por el brazo y tiró de ella como si fuera a arrancárselo, arramblando con todos los platillos que quedaban en la mesa. Cí se levantó para impedírselo, pero, antes de lograrlo, recibió un bastonazo en la cara que lo arrojó al suelo. El hombre iba a propinarle otro cuando Astucia Gris se abalanzó sobre él y lo hizo caer. Enseguida acudieron varios sirvientes para separarlos.

– ¡Maldito borracho! -bramó Astucia Gris mientras se limpiaba la pequeña herida que se acababa de hacer en una mano-. Deberían tener cuidado con la gente que dejan entrar. -Y ayudó a Cí a levantarse-. ¿Estás bien?

Cí aún no sabía con certeza lo que había ocurrido porque el alcohol era el amo de sus torpes movimientos. Se dejó ayudar por Astucia Gris cuando le condujo a una mesa limpia en un rincón tranquilo de la sala. Los otros estudiantes prefirieron quedarse cerca de las flores.

– ¡Por el Gran Buda! Ese imbécil casi nos fastidia la noche. ¿Quieres que llame a la chica?

– No. Déjalo. -Todo le daba vueltas.

– ¿Seguro? Parece una experta y sus pies son deliciosos. Apuesto a que colea como un pez recién ensartado. Pero si no te apetece, olvidémoslo. ¡Hemos venido a divertirnos! -E hizo una seña a un empleado para que les sirviera más licor.

Cí empezó a divertirse con Astucia Gris. El joven parecía haberse desprendido de sus aires de superioridad y charlaba y reía como si fueran amigos de toda la vida. Sus comentarios sobre los viejos que babeaban entre las bailarinas mientras éstas les birlaban sus monedas y sus muecas imitándoles de forma irreverente le hacían reír de una forma que ya había olvidado. Pidieron unos pastelillos de sésamo y algo de licor de arroz, y continuaron bebiendo hasta que las palabras comenzaron a atropellárseles. Por un momento, se quedaron en silencio, torpes, descansando.

Entonces, el rostro de Astucia Gris cambió.

El estudiante le habló de su soledad. Desde muy joven, su padre le había enviado a los mejores colegios y escuelas, donde había crecido rodeado de sabiduría, pero alejado del cariño de sus hermanos, de los besos de su madre o de las confidencias de un amigo. Había aprendido a valerse por sí mismo, pero también a no confiar en nadie. Su vida era la de un hermoso caballo de pura raza encerrado en un establo dorado, pero dispuesto a cocear al primero que se le acercara. Y odiaba esa vida triste y solitaria.

Cí le compadeció. Apenas podía mantener los ojos abiertos.

– Tendrás que disculparme -le confesó Astucia Gris-. Me he comportado contigo como un indeseable, pero es que al menos en la academia gozaba del respeto de Ming… O así lo creía, hasta que llegaste tú. Ahora sólo tiene ojos para tus deducciones…

Cí miró al joven sin saber qué decir. El licor le amodorraba el pensamiento.

– Olvídalo -balbució-. No soy tan brillante.

– Sí que lo eres -reiteró, cabizbajo-. Esta mañana, por ejemplo, en la Habitación de los Muertos, descubriste lo que ninguno de nosotros fuimos capaces de ver.

– ¿Yo?

– Lo que encontraste en la oreja de ese hombre. ¡Maldición! Sólo soy un inepto engreído…

– No digas eso. Cualquiera podría haberse fijado.

– No. Yo no. -Y hundió su rostro en otro vaso de alcohol.

Cí vio la derrota en sus ojos. Hurgó en un bolsillo y sacó torpemente una pequeña piedra metálica.

– Observa esto -dijo y le mostró la piedra. Acto seguido, la aproximó lentamente a una fuente de hierro hasta que, de repente, como por arte de magia, saltó de su mano y voló hasta adherirse a la fuente. Los ojos de Astucia Gris se redondearon en sus órbitas y casi se le salieron cuando intentó separarla sin lograrlo.

– Pero… -No comprendió-. ¿Un imán?

– Un imán -le confió Cí mientras lo desprendía-. Si hubieras dispuesto de uno, tú también habrías descubierto la varilla insertada en su oído. La varilla de hierro con la que asesinaron a ese alguacil.

– ¿Asesinado? ¿Alguacil? ¿Pero qué dices? Realmente eres un diablo, Cí. -Y volvió a beber más animado-. Entonces, la jarra de licor que encontraron aferrada a su mano…

Cí echó un vistazo a su alrededor hasta descubrir a un anciano que dormía en un diván con un bastón entre las manos. Se lo mostró a Astucia Gris.

– Fíjate. No lo aferra. -Los ojos se le cerraron. Los abrió un instante después para continuar-. El bastón sólo descansa dócil en sus manos. Cuando una persona fallece, con su último aliento deja escapar todas sus fuerzas. Sólo si después de muerto alguien coloca ahí la jarra, y la mantiene hasta que la rigidez cadavérica actúe…

– ¿Un señuelo?

– En efecto. -Y apuró su vaso casi sin poder articular su pensamiento.

– De verdad eres un diablo.

Cí no supo qué decir. El licor le amodorraba cada vez más el entendimiento. Se le ocurrió brindar.

– Por mi nuevo amigo -dijo Cí.

Astucia Gris vació el vaso.

– Por mi nuevo amigo -repitió Astucia Gris.

Astucia Gris llamó a un camarero para pedir más licor, pero Cí lo rechazó. Apenas si podía distinguir el torbellino de vasos, clientes y bailarinas que daban vueltas a su alrededor. Sin embargo, le pareció distinguir a una figura esbelta que se destacaba entre la vorágine y se acercaba lentamente hacia él. Cí creyó reconocer la belleza fugaz de unos ojos almendrados a un suspiro de los suyos. Después, la humedad de unos labios cargados de deseo le inundó hasta transportarle al paraíso.

Mientras Cí se dejaba acurrucar por los brazos de la flor, Astucia Gris se levantó.

Si en lugar de abandonarse a las caricias, en aquel momento Cí hubiese alzado la vista, se habría asombrado al comprobar cómo Astucia Gris se deshacía de su borrachera y caminaba con determinación para entregar las monedas convenidas al mismo hombre que momentos antes les había atacado.

Capítulo 22

Cuando Cí despertó entre la basura del callejón, el sol ya brillaba sobre los tejados húmedos de Lin’an.

El griterío de los transeúntes retumbó en su cabeza aún adormilada como si estallaran mil relámpagos. Se levantó lentamente y, confundido, miró a su alrededor hasta distinguir sobre su cabeza el cartel que anunciaba el Palacio del Placer. Un escalofrío le desperezó. Aún conservaba en su piel el sabor del cuerpo de la flor cimbreándose sobre él, pero también le acompañaba un extraño desconcierto. No vio ni a Astucia Gris ni a ninguno de sus acompañantes, de modo que, muy despacio, comenzó a caminar hacia la academia.

Nada más llegar al edificio, el guardián le informó de que Ming había preguntado varias veces por él. Por lo visto, el maestro había decidido que los alumnos que habían asistido a la prefectura presentaran sus informes ante el claustro de profesores en la Digna Sala de las Discusiones.

– Llevan un rato reunidos, pero ni se te ocurra entrar así o te echarán a varetazos.

Cí se contempló. Llevaba la ropa manchada de restos de comida y apestaba a licor. Se maldijo por su suerte sin entender aún por qué Astucia Gris no le había esperado, pero prefirió olvidar los lamentos para correr a una tina de agua con la que adecentarse. En un abrir y cerrar de ojos se lavó y voló hacia su cubículo en busca de ropa limpia. Una vez arreglado, cogió la talega en la que guardaba el informe para volver a correr atropelladamente hacia la Digna Sala de las Discusiones. Antes de entrar, se detuvo a recuperar el aliento. En la sala, todos le miraron. Se sentó en silencio, advirtiendo que justo en aquel momento comenzaba la exposición de Astucia Gris.

Cí le hizo un gesto con la mirada, pero Astucia Gris le rehuyó. A Cí le extrañó. Supuso que obedecería a los nervios, así que se colocó la talega entre las piernas y prestó atención. Mientras tanto, en el centro de la sala, Astucia Gris tamborileaba con sus dedos sobre el pequeño atril en el que había dispuesto sus conclusiones. Cuando se lo indicaron, el alumno solicitó el permiso de los profesores y comenzó a relatar los procedimientos preliminares que había seguido durante el examen. Cí aún debía decidir qué hacer con su propio informe, de modo que abrió su talega para repasarlo. Sin embargo, advirtió con estupor que no estaba donde lo había dejado. Aún estaba buscándolo cuando en la sala comenzaron a resonar sus propias palabras saliendo de la boca de Astucia Gris.

«No puede ser».

Sus manos temblaron mientras vaciaba la talega y aumentaron su estremecimiento cuando encontró su manuscrito en el fondo, arrugado, en lugar de pulcramente doblado, tal y como lo había guardado él. La sangre le hirvió.

Conforme Astucia Gris avanzaba en su relato, Cí comprendió hasta qué punto le había utilizado. Su aparente amistad había sido un maldito ardid, y el alcohol, el vehículo que había empleado para sonsacarle. Cí escuchó sus palabras ralentizadas, reverberando una y otra vez en su cabeza, recordándole lo necio que había sido al confiar en quien ahora le asestaba la peor de las puñaladas. Lo que para Astucia Gris era ganar una baza ante Ming, para él podía suponer su condena de por vida.

Oyó a su rival detallar la imposibilidad del accidente o el suicidio, descartando que el fallecido hubiera podido mantener aferrada la jarra. Se apropió de su descubrimiento sobre la causa de la muerte, al atribuirse el haber encontrado una larga varilla de hierro introducida en su oreja izquierda y se excusó por no habérselo comunicado a Ming durante la audiencia previa alegando la necesidad de preservar su hallazgo. Todo lo leía pausadamente de un informe, copia exacta del suyo, que a su conclusión entregó a Ming. No había omitido nada. Ni siquiera el oficio del asesinado.

Hubo de contenerse para no saltar sobre él y golpearle.

Y lo peor era que no podía denunciarle. Si lo hacía, no sólo le resultaría complicado demostrar que su compañero le había robado el informe, y no al revés, como sin duda Astucia Gris se encargaría de proclamar, sino que, además, en el caso de lograrlo, se vería obligado a explicar cómo había averiguado que el fallecido era alguacil. Por fortuna, tal explicación era lo único que había evitado reseñar en el informe original.

Por eso, Astucia Gris no supo qué argumentar cuando Ming le interrogó sobre la cuestión.

– Deduje su profesión por la extraña y reiterada petición de confidencialidad -arguyó dubitativamente.

¿Deduje? ¿No deberías decir más bien… copié? -le preguntó Ming.

Astucia Gris enarcó ambas cejas al tiempo que sus mejillas se encendían.

– No entiendo a qué os referís.

– Entonces, tal vez pueda explicárnoslo el propio Cí. -Y le señaló indicándole que se levantara.

Cí obedeció, si bien antes tuvo cuidado de arrugar su informe y guardarlo en la talega. Cuando llegó a la altura de Astucia Gris, advirtió el temor en su mirada. No le cabía duda de que Ming sospechaba algo. Permaneció en silencio mientras pensaba en cómo resolver aquella situación.

– Estamos esperando -le urgió Ming.

– No sé bien a qué, señor -habló por fin Cí.

La respuesta desconcertó a Ming.

– ¿Es que no tienes nada que objetar? -Su voz rabió.

– No, venerable maestro.

– ¡Vamos, Cí! No me tomes por necio. ¿Ni siquiera tienes opinión?

Cí dirigió su mirada a Astucia Gris. Pudo apreciar como éste tragaba saliva. Antes de abrir la boca, sopesó bien su respuesta.

– Opino que alguien ha realizado una labor excelente -dijo finalmente señalando a su compañero-. Así pues, sólo resta felicitar a Astucia Gris y que los demás sigamos trabajando. -Y sin esperar a que Ming le diera permiso, bajó del estrado y salió de la Digna Sala de las Discusiones tragándose su propia hiel a bocanadas.


* * *

Se maldijo mil veces por su estupidez, y mil veces más por su cobardía.

De buena gana habría estampado sus puños contra la cara de Astucia Gris, pero eso sólo habría servido para que a él le expulsaran de la academia y para que su oponente se saliera con la suya. Y no iba a permitir que eso sucediera. Se dirigió a la biblioteca, buscó un rincón apartado y sacó de la talega su informe arrugado en busca de algún detalle que dejara a Astucia Gris en evidencia. Algo que pudiera desenmascararle y que no le comprometiera. Llevaba un rato repasándolo cuando alguien se le acercó por la espalda. Cí dio un respingo. Era Ming. El maestro meneó la cabeza y se sentó frente a él. Se mordió los labios. Su rostro reflejaba indignación.

– No me estás dejando alternativa. Si no cambias, tendré que expulsarte de la academia -dijo finalmente-. ¿Pero qué te pasa, muchacho? ¿Por qué dejaste que se saliera con la suya?

– No sé de qué me habláis. -Escamoteó el informe bajo sus mangas. Ming lo advirtió.

– ¿Qué ocultas ahí? Déjame ver. -Se levantó y le arrebató el papel. Lo ojeó rápido mientras su gesto cambiaba-. Lo que imaginaba -masculló alzando la vista-. Astucia Gris jamás habría redactado un informe en estos términos. ¿Acaso crees que no conozco su estilo? -Hizo una pausa en espera de una respuesta-. ¡Por todos los dioses! Estás aquí porque confié en ti, así que confía tú ahora en mí y cuéntame lo que ha sucedido. No estás solo en el mundo, Cí…

«Sí que estoy solo. Sí que lo estoy».

Cí intentó recuperar su informe, pero Ming lo apartó de su alcance.

Se mantuvo en silencio mientras la rabia le reconcomía. ¿Qué sabía aquel hombre de lo que le sucedía? ¿Cómo hacerle entender que no sólo había desperdiciado la oportunidad de conseguir su sueño, sino que además se había colocado de nuevo en la diana de la justicia? ¿De qué forma podía explicarle que en cuantos había confiado le habían traicionado, comenzando por su propio padre? ¿Qué podía saber él de confianza?


* * *

Durante los días siguientes, Cí trató de evitar a Ming y a Astucia Gris. Al primero le fue difícil, pero al segundo le resultó imposible porque ambos seguían compartiendo dormitorio. Por fortuna, su compañero había optado por una estrategia similar a la suya y se mantenía apartado de él tanto como podía. De hecho, asistía a clases distintas, disimulaba cuando se cruzaban y, durante las comidas, buscaba sitio en las mesas más alejadas. Cí se imaginó que Astucia Gris debía de temer algún tipo de respuesta, lo que a su juicio le convertía en una fiera acosada capaz de saltarle al cuello cuando menos lo esperara.

Por su parte, Ming no había vuelto a mencionar el asunto del informe, un comportamiento que le desconcertó.

Sin embargo, eso no le aplacó. Por las tardes, tras las clases de retórica, comenzó a trabajar en el documento que, según hizo creer a sus compañeros, demostraría la impostura de Astucia Gris. Incluso se vanaglorió de ello en el comedor, con la esperanza de que llegara a oídos de su rival. Estaba convencido de que Astucia Gris mordería el cebo y, tarde o temprano, sucumbiría a la tentación de robar el nuevo informe, igual que había hecho con el original.

Cuando lo tuvo todo listo, hizo correr la voz asegurando que al día siguiente lo presentaría ante el consejo y desenmascararía a Astucia Gris. Luego se fue a su dormitorio y esperó sentado a su rival.

Astucia Gris se presentó a media tarde. Nada más entrar tosió al ver a Cí, agachó la cabeza y se tumbó en la cama como si estuviera desfallecido. Cí advirtió que simulaba dormir. Pasado un rato, Cí se levantó, dejó el informe en su talega, cerciorándose de que su rival pudiera apreciarlo, y la guardó en su arcón. Luego esperó al gong que anunciaba la hora de silencio y abandonó la habitación.

Para entonces, Ming ya aguardaba en el pasillo, tal y como Cí le había suplicado.

– No sé cómo me has convencido para esta locura -murmuró el maestro.

– Tan sólo escondeos y esperad. -Se inclinó ante él.

Ming se ocultó tras una columna imitando a Cí. La luz del único farol titilaba a lo lejos como si formara parte de la conjura. Pasaron unos instantes que a ambos se le antojaron eternos, pero, al poco, desde su escondrijo, pudieron observar cómo Astucia Gris asomaba la cabeza y miraba a un lado y a otro antes de volver a desaparecer. Momentos después, en medio del silencio, se escuchó el chirrido del arcón.

– ¡Va a hacerlo! -alertó Ming a Cí.

Cí negó con la cabeza y le hizo una seña para que aguardara. Contó hasta diez.

– ¡Ahora! -gritó Cí.

Corrieron hacia el dormitorio e irrumpieron en él, sorprendiendo a Astucia Gris con la mano en la talega. Al verse descubierto, su cara se transformó.

– ¡Tú! -maldijo a Cí.

Sin dar tiempo a que reaccionaran, emitió un rugido y se abalanzó sobre Cí haciéndole caer. Ambos rodaron por el suelo, derribando con sus cuerpos las sillas del dormitorio. Ming intentó separarlos, pero los dos jóvenes parecían gatos salvajes que intentaran despedazarse. Astucia Gris aprovechó su envergadura y se sentó a horcajadas sobre Cí, pero éste se revolvió hasta desembarazarse de su oponente. Astucia Gris descargó un puñetazo sobre el vientre de Cí, que éste no acusó. Le golpeó una segunda vez con todas sus fuerzas, pero Cí permaneció impertérrito, lo que provocó el desconcierto de su rival.

– ¿Ahora te sorprendes? -Cí soltó un puñetazo que impactó en la cara de Astucia Gris-. ¿No buscabas mi demostración? -le asestó otro golpe que le reventó el labio-. ¡Pues aquí la tienes! -Un tercero hizo que Astucia Gris cayera hacia atrás antes de que Ming pudiera detenerle.

Cí se levantó con la respiración agitada y el pelo desmadejado mientras Astucia Gris gruñía con la cara ensangrentada a los pies de la cama. Cí escupió ante sus amenazas. Había tragado mucha hiel por su culpa y no estaba dispuesto a engullir más.


* * *

Al día siguiente, Cí y Astucia Gris se cruzaron cuando éste abandonaba la academia. Nadie había acudido a despedirle. Ni siquiera los amigos a los que siempre convidaba. Cí observó que le esperaba a la puerta un séquito de personajes cuyos costosos ropajes parecían sacados de una celebración imperial. No le extrañó. Durante el desayuno ya se rumoreaba que la plaza ofertada por la prefectura había sido asignada a Astucia Gris. Apretó los dientes resignado. Quizá hubiera perdido la oportunidad de su vida, pero al menos se había desquitado. Para su sorpresa, Astucia Gris le sonrió.

– Supongo que sabes que me voy…

– Una lástima -ironizó Cí.

Astucia Gris torció el gesto. Se inclinó hasta aproximarse a su oído.

– Disfruta de la academia y procura no olvidarme, porque yo no te olvidaré a ti.

Cí lo miró con desdén mientras su rival abandonaba la academia.

«Disfruta tú de tus nuevos labios», murmuró.


* * *

Aquella misma tarde, el claustro se reunió de urgencia para debatir la expulsión de Cí.

Los profesores convocantes alegaron que, fueran o no acertados, los augurios de Ming sobre la portentosa capacidad de Cí en ningún caso justificaban su comportamiento vehemente. Cí estaba ocupando una plaza que no sólo restaba credibilidad, sino también ingresos a la academia. Y con su último acto violento, había estado a punto de truncar la generosa donación que anualmente hacía efectiva la familia de Astucia Gris.

– De hecho, hemos tenido que avalar la candidatura de Astucia Gris a la judicatura para evitar el desastre.

Ming se opuso. Insistió en que, como había quedado demostrado, Cí había sido el autor del informe que Astucia Gris, mediante el engaño, había sustraído y empleado. Pero sus oponentes le recordaron que durante la presentación del informe, el propio Cí había aceptado la autoría de su compañero y que ni sus posteriores argumentaciones, ni el comportamiento con el que había intentado apoyarlas, eran aceptables. La opinión mayoritaria era que Cí debía abandonar la academia sin mayor dilación.

Ming no se dio por vencido. Estaba persuadido de que, tarde o temprano, la presencia del joven les reportaría más beneficios que todos los qián que cualquier padre pudiera pagar. Por esa razón, y para evitar gastos a la academia, propuso al claustro tomar al joven como ayudante personal.

Un murmullo de desaprobación se extendió entre los presentes. Yu, uno de los profesores más beligerantes, calificó a Cí de ser tan farsante como los mercaderes que en lugar de seda vendían piezas de papel o los deleznables charlatanes que prometían remedios inservibles. Incluso tachó de excéntrico a Ming, dudando de que su interés obedeciera simplemente a motivos altruistas y juzgando más bien que respondiese a apetitos más íntimos. Al escucharle, Ming bajó la cabeza y guardó silencio. Desde hacía tiempo, un grupo de envidiosos encabezado por el maestro Yu buscaba su destitución. Iba a replicarle cuando el miembro más anciano se levantó.

– Esa insidiosa insinuación está fuera de lugar. -Su voz resonó autoritaria-. Además de ser el director de esta academia, Ming es un profesor encomiable y su moral no admite discusión. Aquí siempre ha respondido con su trabajo, y los rumores sobre sus gustos, o lo que haga fuera de esta institución, es algo que sólo incumbe a su familia y a él.

Un tenso silencio se adueñó de la sala mientras todos los ojos escrutaban a Ming. El maestro pidió la palabra y el anciano se la concedió.

– No es mi reputación la que está en juego, sino la de Cí -desafió al profesor que acababa de recriminarle-. Desde el primer día, ese joven ha trabajado con denuedo. En los meses que lleva en la academia ha madrugado, limpiado, estudiado y aprendido más que muchos de sus compañeros durante toda su vida. Que haya quienes no quieran verlo o, lo que es aún peor, quienes en beneficio propio pretendan utilizar espurios argumentos contra mi persona están errando el camino. Cí es un estudiante rudo e impulsivo, pero también un joven que rebosa un talento difícil de encontrar. Y aunque su comportamiento en algún momento merezca nuestra reprobación, también merece nuestra generosidad.

– Nuestra generosidad ya le fue concedida cuando ingresó -apuntó el anciano.


Ming se volvió hacia los componentes del claustro.

– Si no confiáis en él, al menos, confiad en mí.


* * *

A excepción de los cuatro detractores que ambicionaban el puesto de Ming, el resto del claustro acordó que el joven permaneciera en la academia bajo la estricta responsabilidad del director. No obstante, también pactaron que cualquier infracción que supusiese el más mínimo descrédito para la institución provocaría su expulsión inmediata. La del joven y la del propio Ming.

Cuando Ming informó a Cí, éste no le creyó.

Ming le explicó a grandes rasgos que había dejado de ser un simple alumno para convertirse en su ayudante. Le anunció que a partir de ese mismo día abandonaría la celda que había compartido con Astucia Gris y se trasladaría a sus dependencias privadas, en el piso superior, donde podría consultar su biblioteca siempre que lo precisara. Durante las mañanas continuaría acudiendo a las clases con el resto de los alumnos, pero por las tardes se dedicaría a asistirle en sus investigaciones. Cí acogió la propuesta con sorpresa y, aunque no comprendió por qué Ming apostaba tanto por él, prefirió no preguntar.

Desde ese momento, la academia se convirtió para Cí en una especie de paraíso. Cada mañana era el primero en acudir a las disertaciones sobre los clásicos y el último en abandonarlas. Asistía ansioso a las clases de leyes y efectuaba las rondas por los hospitales de Lin’an con la energía de un adolescente que intentara impresionar a su enamorada. Pero aunque el contacto con los cadáveres resultaba enriquecedor, era por las tardes cuando más disfrutaba. Tras la comida, se encerraba en el despacho de Ming y consumía las horas entre el arsenal de tratados médicos que el propio Ming había logrado recuperar de la universidad antes de su clausura. Conforme los leía y releía, Cí advirtió que, pese a la sabiduría que atesoraban, en ocasiones trataban las materias de forma confusa, repetida o desordenada, por lo que propuso a Ming sistematizar aquel caos. Según el joven, la solución pasaba por redactar nuevos tratados clasificados según las dolencias, de forma que pudieran consultarse sin tener que acudir una y otra vez a distintas fuentes en las que, al fin y al cabo, repetían y solapaban idénticos conceptos.

A Ming le entusiasmó tanto la propuesta que la tomó como propia y le otorgó la máxima prioridad. Incluso convenció al claustro de profesores de la necesidad de acometer aquella tarea, obteniendo de ellos una asignación monetaria adicional que dedicó en parte a la adquisición de material y en parte a remunerar a Cí.

Cí trabajó duro. Al principio, se limitó a recopilar y organizar información de libros médicos como el Wu-tsang-shen-lu, el Discurso divino de los sistemas funcionales del cuerpo, el Ching-hen fang, las Prescripciones a través de la experiencia, o el Nei-shu lu, el Ensayo sobre las respuestas inducidas. También estudió tratados sobre criminología, como el I-yü chi, la antigua Colección de casos dudosos, o el Che-yü kuei-chien, el Espejo mágico para resolver casos. Con el paso de los meses, además de continuar con el proceso de análisis, Cí comenzó a reflejar sus propios pensamientos. Lo hacía por las noches, cuando Ming se acostaba. Después de sus oraciones, encendía su farol y bajo la llama amarillenta reseñaba los métodos que según él debían emplearse ante el examen de un cadáver. A su juicio, no sólo resultaba fundamental un conocimiento exhaustivo de las circunstancias de un deceso, sino que debía exigirse la perfección en los actos más simples o triviales. Para evitar descuidos, se hacía preciso seguir un orden exacto, comenzando por la coronilla, las suturas craneales y la línea del nacimiento del pelo, y continuar por la frente, las cejas y los ojos, cuyos párpados deberían abrirse sin miedo a que escapase el espíritu del muerto. Acto seguido, se proseguiría por la garganta, el pecho del hombre y los senos de la mujer, el corazón, la campanilla y el ombligo, la región púbica, el tallo de jade, el escroto y los testículos, palpándolos con detenimiento para comprobar si estaban completos. En las mujeres, y con la ayuda de una comadrona siempre que fuera posible, debería comprobarse la puerta del nacimiento de los niños, o la puerta oculta si se tratara de jóvenes vírgenes. Por último, se examinarían piernas y brazos sin olvidar las uñas y los dedos. La parte trasera exigiría el mismo cuidado, por lo que se comenzaría por la nuca, el hueso que pasea sobre la almohada, el cuello, el lomo y las nalgas. Igualmente se inspeccionaría el ano, así como la parte posterior de las piernas, siempre cuidando de presionar a la vez ambos miembros con el fin de advertir cualquier desigualdad producida por golpes o inflamaciones. A partir de este reconocimiento previo, se determinarían la edad del fallecido y la fecha aproximada de su muerte.

Cuando Ming leyó las primeras hojas no supo bien qué decir. Muchas de sus reflexiones, en especial las referidas a la forma de abordar los exámenes forenses, superaban en claridad y precisión a las que salpicaban desordenadamente algunos tratados, pero además existían otras que incorporaban procedimientos y experiencias por él desconocidas, por no hablar de sus novedosas propuestas en cuanto a instrumental quirúrgico o la extraña heladera que Cí había adquirido y modificado para conservar órganos durante largo tiempo y a la que había denominado «cámara de conservación».

Cí apenas se relacionaba con los demás estudiantes. Sus fantasmas le habían empujado a trabajar como un esclavo, pero tampoco necesitaba nada más. No existía ninguna otra cosa en su cabeza. Hacía su trabajo tan bien como sabía y maldecía el momento en el que fallaba una pregunta o le pasaba inadvertida una herida cuando examinaba un cadáver. Así, cuando resolvía un caso, lo saboreaba solo. No tenía amigos, ni siquiera compañeros. Tampoco le importaba. Se bebía el tiempo trabajando, aislado del mundo. Sólo tenía ojos para los libros y corazón para sus sueños.

Pero Ming insistía una y otra vez en los aspectos legales.

– En ocasiones, tu función no consistirá en determinar las causas de un fallecimiento -le explicaba-. ¿Qué ocurriría si un hombre es apaleado por varias personas? O peor aún: ¿qué sucedería si muriese al cabo de unos días? ¿Cómo determinarías si su fallecimiento obedeció a las heridas infligidas o bien fue causado por alguna enfermedad previa?

Ming le habló entonces de los plazos de la muerte.

Cí conocía la clasificación de las heridas según el instrumento con el que se hubieran causado, pero le sorprendió que dicha categorización se emplease para determinar los plazos de la muerte. Ming le especificó que a las heridas producidas por golpes con manos y pies les correspondía un periodo de diez días, mientras que para las causadas con cualquier otra arma, incluidos los mordiscos, el tiempo límite se establecía en veinte días. Añadió que por escaldamiento o quemaduras pasaba a treinta días, que era el mismo plazo que correspondería al vaciado de ojos, labios cortados o huesos rotos.

– Y esto es determinante, pues si la muerte acaece dentro del plazo límite se considerará que obedece a las heridas, pero si lo traspasa, entonces se razonará que no es consecuencia directa de las secuelas y no podrá acusarse al reo de asesinato.

A Cí le resultó sorprendente que algo tan subjetivo se regulase con tal precisión.

– Pero ¿y si median heridas posteriores? ¿O si muere con posterioridad al plazo, pero a causa de las heridas iniciales?

– Te pondré un ejemplo. Imaginemos un herido por arma. Apenas un rasguño, pero que a la semana deriva en una corrupción que le conduce a la muerte. Supongamos que ésta se produce antes de los veinte días: entonces el criminal será acusado de asesinato, por leve que hubiese sido la herida causante. Ahora bien, si durante la evolución de la herida ese mismo hombre fuese mordido por una víbora y muriese a causa del veneno, entonces el criminal sería juzgado sólo por lesiones.

Cí meneó la cabeza, y la meneó más aún tras conocer supuestos complicados como el que afectaba a las mujeres embarazadas. Si tras ser heridas, abortaban antes de alcanzar el plazo límite, entonces éste se incrementaría en treinta días, teniendo en cuenta que la suma de los dos plazos nunca podría superar los cincuenta. Cuando le dijo que él era partidario de individualizar cada caso, fue Ming quien se extrañó.

– Las leyes están para cumplirlas. Esa rebeldía tuya ya te ha ocasionado bastantes problemas -le recriminó.

Cí no estaba seguro de ello. Era cierto que las leyes pretendían hacer el bien, pero, respetando las reglas, la Corte había otorgado el título de Oficial Imperial a un farsante como Astucia Gris. Al recordarlo, sintió un pinchazo en el estómago. Bajó la cabeza para dar por concluida la discusión y continuó con su trabajo mientras rumiaba qué sería de Astucia Gris.


* * *

El invierno transcurrió rápido, pero la primavera se enquistó en el ánimo de Cí.

A menudo se despertaba entre temblores mirando desesperado al vacío, buscando el fantasma de Tercera en la más absoluta oscuridad. La buscaba con los ojos tanto como con el corazón. Luego pasaba el resto de la noche temblando, aterrorizado por su ausencia y por la de una familia que a veces le parecía no haber tenido jamás. En tales ocasiones recordaba con añoranza al juez Feng. Alguna vez se había planteado averiguar su paradero, pero ahora en la academia las cosas marchaban bien y, además, tenía la convicción de que si entraba en su vida, tarde o temprano su condición de fugitivo le deshonraría.

Una tarde de asueto decidió buscar compañía en el Palacio del Placer.

La flor que eligió fue amable con él. Cí creyó que incluso dulce. Sus caricias no se detuvieron ante sus quemaduras y sus labios le recorrieron de formas que nunca habría podido imaginar. Él le entregaba sus qián y ella mitigaba su soledad.

Volvió a la semana siguiente, y a la otra, y otra más. Así, hasta que una noche nublada se topó con Astucia Gris sentado a la misma mesa en la que éste le había engañado meses atrás. Nada más verlo se le revolvió el estómago. El joven oficial bebía animado, rodeado de una cohorte de acémilas que reían sus gracias sin reparar en la fea cicatriz de su labio, cuando le divisó. Cí intentó escabullirse, pero cuando iba a alcanzar la puerta, Astucia Gris se lo impidió. Se le acercó despacio, lo aferró por el cuello y le conminó a que le mirase. Los amigos que le acompañaban lo sujetaron también.

No sentir los golpes hizo que éstos fueran más duros, más salvajes. No pararon hasta que quedó inerte. Se ensañaron con él.

Despertó en la academia, al cuidado de Ming. El hombre deslizaba un paño húmedo sobre su frente con la delicadeza de una madre que cuidara a su pequeño. Cí apenas podía moverse. Apenas podía ver. La negrura le envolvió. Cuando volvió a despertar, Ming continuaba allí. Escuchó su voz, pero no le comprendió. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que le logró entender.

El maestro le dijo que llevaba inconsciente tres días. Una muchacha, a la que al parecer conocía, había dado aviso de su situación y, acompañado de varios alumnos, había acudido a por él.

– Según relató, te atacaron unos desconocidos. O, al menos, eso es lo que yo he contado aquí.

Cí intentó incorporarse, pero Ming se lo impidió. El curandero que le había visitado le había prescrito descanso hasta que las roturas de las costillas sanasen. Debía guardar cama un par de semanas. Lo suficiente como para perderse las clases más importantes. Pero Ming le dijo que no se preocupase. Le cogió su mano con la misma dulzura que una flor.

– Yo velaré por ti.


* * *

Además de sus cuidados, durante la convalecencia, Cí hubo de soportar los continuos reproches de Ming. El maestro le recriminó que su comportamiento huraño le impidiera disfrutar del conocimiento, de la alegría de otros alumnos. Alababa su laboriosidad, pero la misma superioridad que mostraba en sus análisis parecía abocarle a un aislamiento pernicioso. Y, a juzgar por las consecuencias, la compañía de una flor no parecía ser el mejor remedio. Cí simulaba no escucharle, pero, durante la noche, cuando las horas transcurrían lentas, meditaba sobre las palabras que había fingido no oír. Palabras que le punzaban porque sabía que destilaban razón. Los mismos fantasmas que le asaltaban por las noches le estaban enterrando en vida. Las dudas sobre su padre le devoraban poco a poco, aferradas a sus vísceras, cada día creciendo más. Si en verdad pretendía conseguir su sueño, tendría que expulsar a aquel espectro de su corazón.

Pero desconocía cómo.

Decidió que aquella noche se lo confesaría a Ming.

Lo encontró en su despacho, semioculto tras una nube de incienso que, con sus halos fantasmagóricos, impregnaba de un gris sucio la oscuridad. El aroma denso y dulzón del sándalo penetró en sus pulmones, que se resintieron al hincharse. Sus ojos descubrieron a un Ming inmóvil meditando frente a una taza de té. Su rostro tenía el brillo mortecino de la cera. Al reconocerle, el maestro le invitó a sentarse con un hilo de voz. Cí le obedeció y guardó silencio. No sabía por dónde empezar, pero Ming se lo facilitó.

– Debe de ser importante para que interrumpas mis oraciones, pero adelante, estaré encantado de escucharte.

Su voz sonaba suave. Cí respiró. Ming sabía cómo transformar las aristas de una rama quebrada en un pincel fino, listo para el trabajo.

Le explicó quién era y de dónde venía. Le habló de la extraña enfermedad que marcaba su cuerpo, de su estancia en la universidad años atrás, de los días como ayudante del juez Feng, de la desaparición de su familia y de su terrible soledad. Pero, sobre todo, le reveló la ignominiosa actuación de su padre y el deshonor que había derramado sobre él. Cuando llegó el momento de contarle que él mismo era un fugitivo del alguacil que precisamente había aparecido asesinado, no se atrevió.

Ming le escuchó tranquilo mientras sorbía el té humeante como si se tratara de un manjar caro y exquisito. Su tez impasible era la de un anciano que acabara de escuchar una historia mil veces contada. Cuando terminó, colocó la taza sobre la mesa baja y le miró fijamente.

– Ya has cumplido veintidós años. Un árbol siempre es responsable de sus frutas, pero una fruta no puede serlo de su árbol. Aun así, estoy seguro de que, si buscas en tu interior, encontrarás motivos para enorgullecerte de tu padre. Yo los veo en tu sabiduría, en tus gestos, en tu educación.

– ¿Mi educación? Desde que llegué a la academia mi vida ha sido un reguero de farsas y mentiras. Yo…

– Tú eres un joven ambicioso e impetuoso, pero no un desalmado. De lo contrario, no te asaltarían esos remordimientos que te impiden el descanso. En cuanto a tus mentiras… -vertió un poco más de té sobre su taza-, no es un buen consejo, pero deberías aprender a mentir mejor.

Ming se levantó y se dirigió a la biblioteca, de la que regresó con un libro que Cí reconoció. Era un código penal similar al de su padre.

– ¿Un carnicero que domina el Songxingtong? -le retó-. ¿Un enterrador que aunque acaba de llegar a Lin’an conoce el único lugar donde se vende un alimento tan poco común como el queso? ¿Un pobre inculto que lo ha olvidado todo excepto sus extensos conocimientos sobre heridas y anatomía? Dime una cosa, Cí, ¿de verdad pensabas que podrías engañarme?

Cí no supo qué decir. Por fortuna para él, Ming interrumpió su balbuceo.

– Vi algo en ti, Cí. Detrás de las mentiras que vertía tu boca, advertí una sombra de tristeza. Tus ojos pedían ayuda. Inocentes… desvalidos. No me defraudes, Cí.

Aquella noche, Cí por fin descansó.

Fue la primera y la última vez. Al día siguiente, una noticia le sobrecogió.

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