Aquella mañana debería haber sido como cualquier otra de junio. Cí se había levantado al alba, se había aseado en el patio privado de Ming y había honrado a sus difuntos. Tras el desayuno, había corrido a la biblioteca y se había enfrascado con el compendio que tenía que presentar por la tarde al claustro, una recopilación de procedimientos y prácticas forenses que ilustrarían el trabajo que había desarrollado desde que comenzó a trabajar para Ming. Pero a media mañana descubrió con horror que había olvidado incluir unos pasajes de vital importancia extractados del Zhubing Yuanhou Zonglun, el Tratado general sobre las causas y los síntomas de las enfermedades, que había olvidado en el despacho de Ming.
Cí golpeó la mesa con los puños. Necesitaba el tratado con urgencia, pero precisamente esa misma mañana Ming había sido convocado de forma imprevista a la prefectura provincial y aún tardaría en llegar. Si esperaba a su regreso, no concluiría a tiempo la presentación. Pensó en la osadía que supondría entrar en su despacho privado sin su permiso. Pero necesitaba el tratado…
«Esto no es una buena idea».
Empujó la puerta y entró en el despacho. Todo estaba a oscuras, así que avanzó a tientas hasta la biblioteca privada de Ming.
Mientras buscaba el texto, sintió que se le enfriaba el corazón. Lentamente, sus dedos recorrieron el anaquel donde Ming solía ubicar el ejemplar hasta llegar a un lugar vacío. Un escalofrío le recorrió.
Se maldijo por su mala fortuna. De inmediato, escudriñó a su alrededor.
Finalmente, localizó el tratado en el escritorio, bajo otro volumen encuadernado en seda. Se acercó lentamente, casi deslizándose. Estiró el brazo con temor, pero al rozar su lomo se detuvo. Dudó qué hacer.
«Esto no es una buena idea», se repitió.
Iba a retroceder cuando de repente la puerta se abrió. Cí dio un respingo y el libro cayó al suelo arrastrando el volumen de cuero tras él.
Al girarse, vio a Ming. El maestro entró en el despacho y encendió un farol. Nada más reconocer a Cí, parpadeó, confuso. De inmediato le preguntó qué hacía allí.
– Yo… Ne-cesita-ba cónsul-tar el Zhubing Yuanhou Zonglun -tartamudeó.
– Te advertí que no tocaras mis cosas. -Su voz destilaba cólera.
De inmediato, Cí se agachó para recoger los libros y entregárselos a Ming, pero, al hacerlo, el volumen de cuero se abrió dejando a la vista unos dibujos de unos hombres desnudos que Ming ocultó como pudo.
– Es un tratado de anatomía -se excusó.
Cí asintió sin alcanzar a comprender por qué Ming intentaba engañarle. Conocía bien los dibujos fisiológicos, y éstos jamás representaban dos varones emparejados. Se disculpó otra vez y pidió permiso para retirarse.
– Es curioso que solicites mi autorización para salir y no la pidieras para entrar. Y tu tratado, ¿es que ya no lo necesitas? -preguntó Ming.
– Perdóneme, señor. He sido un insensato.
Ming cerró la puerta e invitó a Cí a que se sentara. Luego él hizo lo propio. Las venas de su rostro iracundo competían con la rabia de su mirada.
– Dime una cosa, Cí, ¿te has preguntado alguna vez por qué alguien haría por ti lo que estoy haciendo yo?
– Muchas veces. -Bajó la cabeza, arrepentido.
– Y, sinceramente, ¿te consideras merecedor de ello?
Cí frunció los labios.
– Supongo que no, señor.
– ¿Lo supones? ¿Acaso sabes de dónde vengo? -Elevó la voz-. He estado en la prefectura provincial. Vengo de allí porque me han ordenado que asista a los jueces imperiales en calidad de consejero. Y me lo han ordenado porque, por lo visto, alguien ha cometido una monstruosa aberración; un crimen tan espeluznante que ni la mente más salvaje sería capaz de concebir. Me han pedido que acuda a la Corte, ¿y sabes qué he hecho yo? Pues les hablé de ti. ¡Como lo oyes! -Sonrió con amargura-. Les dije que en la academia existía un estudiante verdaderamente excepcional. ¡Mejor que yo! Alguien dotado de una capacidad de observación inaudita, fuera de lo común. Y les supliqué, sí, les supliqué que te permitieran acompañarme. Les hablé de ti como cualquier padre orgulloso hablaría de su hijo, de aquél al que confiaría el cuidado de su casa y hasta de su propia vida. ¿Y cómo me pagas tú? ¿Traicionando mi confianza? ¿Entrando en mis aposentos y husmeando entre mis libros? ¿Qué más podía hacer por ti, Cí? ¡Dime! Te contraté, te saqué de la inmundicia, te defendí y te protegí. ¿¡Qué más podía hacer!? -Y descargó un puñetazo sobre la mesa.
Cí enmudeció. Le temblaba todo el cuerpo y, aunque deseaba contestar a Ming, era incapaz de articular una sola palabra. Le dolía sólo pensarlo. Le habría dicho que jamás habría entrado en su despacho de no mediar su absoluta desesperación. Le habría contado que si no amase tanto el estudio, si no le importase tanto lo que había hecho por él, si no se sintiese en la obligación de corresponder a cada una de sus expectativas, no habría mancillado su intimidad. Y que su injustificable entrada había sido para no defraudarle ante el consejo y que pudiera sentirse orgulloso de él. Sin embargo, lo único que podía expresar brotaba de sus ojos en forma de un brillo húmedo.
Se levantó antes de que Ming advirtiera su debilidad, pero el maestro le agarró del brazo.
– No tan deprisa. -Volvió a alzar la voz-. Les di mi palabra de que acudirías a la Corte y así será. Pero después de la visita te marcharás. Recogerás tus cosas y desaparecerás para siempre de esta academia. No quiero verte ni un instante más. -Y le soltó el brazo para permitir que se fuera.
Cualquier mortal en su sano juicio se habría dejado cortar una mano por traspasar la muralla del Palacio Imperial. Sin embargo, en aquel instante, Cí se habría dejado cortar las dos con tal de recibir un gesto amable de Ming.
Cabizbajo, siguió los polvorientos pasos del séquito judicial mientras avanzaba por la avenida Imperial en dirección a la colina del Fénix. Dos asistentes abrían la comitiva agitando frenéticamente los tamboriles para anunciar la presencia del juez de la prefectura, que, acomodado en su palanquín, se bamboleaba entre una multitud de curiosos ávida de cualquier chismorreo sobre torturas o ejecuciones. Ming caminaba detrás, con el semblante abatido. Cada vez que Cí lo miraba, se preguntaba cómo podía haberle defraudado así.
Ya ni siquiera le dirigía la palabra. Lo único que le había dicho era que en el palacio les esperaba el emperador Ningzong.
Ningzong, el Hijo del Cielo, el Ancestro Tranquilo. Escasos eran los elegidos para postrarse ante él y menos aún los autorizados a mirarle. Sólo sus consejeros más próximos osaban acercarse a él, sólo sus esposas e hijos podían rozarle, sólo sus eunucos lograban persuadirle. Su vida transcurría dentro del Gran Palacio, tras los muros que le protegían de la podredumbre y de la desdicha exterior. Encerrado en su jaula de oro, el Augur Supremo consumía su existencia en un interminable protocolo de recepciones, ceremonias y ritos conforme a los procedimientos confucianos sin que nunca mediara posibilidad de variación. De todos era sabida su enorme responsabilidad. Su puesto, más que un placer, era un constante sacrificio, una pesada obligación.
Y ahora él iba a traspasar el umbral que separaba el infierno del cielo, sin saber bien dónde se situaba cada cual.
Cuando franquearon la entrada, un mundo de lujo y riqueza se mostró ante Cí. Fuentes labradas en la roca salpicaban el verdor de un jardín por el que correteaban los corzos y desfilaban pavos reales de un azul tan irisado que parecían engalanados para la ocasión. Los riachuelos discurrían sonoros entre los macizos de peonías y los árboles de troncos nudosos mientras el fulgor del oro disputaba al bermellón y al cinabrio la primacía en columnas, aleros y balaústres. Cí se maravilló con los tejados, que se retorcían vivos en sus cornisas, doblándose extravagantemente hacia el firmamento. El impresionante conjunto de edificios, orientados en perfecta cuadrícula y alineados sobre un eje central de norte a sur, se elevaba desafiante y amenazador, cual gigantesco soldado que confiado de su poderío despreciase cualquier protección. Sin embargo, una perpetua fila de centinelas se apostaba a ambos lados de la vía que enlazaba la puerta de la muralla con la villa.
El cortejo avanzó en silencio hasta detenerse frente a la escalinata que daba acceso al primer palacio, el Pabellón de las Recepciones, entre el Palacio del Frío y el Palacio del Calor. Allí, bajo el pórtico de tejas esmaltadas, un hombre grueso de cara blanda y arrugada aguardaba impaciente luciendo el bonete que le identificaba como el respetable Kan, ministro del Xing Bu, el temido Consejo de los Castigos. Al acercarse, Cí advirtió la cuenca vacía que presidía su rostro. El ojo que conservaba parpadeaba nervioso.
Un funcionario de gesto adusto hizo las presentaciones protocolarias. Luego, tras las reverencias, les pidió a los recién llegados que le siguieran.
La comitiva discurrió en silencio por un pasillo interminable. Atravesaron varias salas adornadas con níveos jarrones de porcelana que contrastaban con los laqueados púrpuras de las paredes, dejaron atrás un claustro de planta cuadrada cuyo esplendor rivalizaría con una mina de jade y a continuación entraron en un nuevo pabellón de aspecto menos refinado pero igualmente imponente. Una vez allí, el funcionario que les guiaba impuso atención con un gesto.
– Honorables expertos, saludad al emperador Ningzong. -Y señaló el trono vacío que presidía la sala en la que acababan de entrar.
Todos los presentes se postraron ante el trono y golpearon el suelo con sus cabezas como si realmente lo ocupase el emperador. Una vez concluido el ritual, el funcionario le cedió la palabra al consejero Kan. El hombre tuerto se encaramó pesadamente sobre una tarima y escrutó a los presentes. Cí adivinó en su rostro una leve mueca de terror.
– Como ya sabéis, se os ha convocado por un asunto verdaderamente escabroso. Una situación que requerirá más de vuestros instintos que de vuestra agudeza. Lo que vais a presenciar excede lo humanamente admisible para entrar en el ámbito de la monstruosidad. Desconozco si el criminal al que nos enfrentamos es hombre, alimaña o aberración, pero, sea lo que sea, estáis aquí para atrapar a esa abominación.
Seguidamente, bajó de la tarima y se dirigió hacia una sala protegida por dos soldados tan descomunales como las hachas que enarbolaban. Cí se asombró ante la puerta de ébano en cuyo dintel aparecían labrados los diez reyes del infierno. Al abrirse, reconoció el hedor de la corrupción.
Antes de entrar, un discípulo de Kan ofreció a los asistentes hilas impregnadas de alcanfor que se apresuraron a embutir en sus fosas nasales. Luego los invitó a entrar en la habitación del horror.
Conforme se disponían alrededor del bulto ensangrentado, los rostros de los asistentes mudaron la curiosidad por una consternación que poco a poco se tornó en pavor. Bajo la sábana se adivinaba el cuerpo mutilado de algo parecido a un ser humano. Los estigmas encarnados chorreaban sobre el paño, empapándolo en la zona que correspondía al pecho y al cuello. Luego, la mortaja se hundía bruscamente sobre el hueco que debería haber ocupado la cabeza.
A una señal, la matrona suprema del palacio destapó el cadáver provocando un balbuceo de terror. Uno de los invitados lanzó un par de arcadas y otro vomitó. Lentamente, todos retrocedieron. Todos, menos Cí.
El joven no pestañeó. Al contrario, observó impávido el cuerpo despedazado de lo que hasta hacía poco había sido una mujer. Sus carnes blandas, profanadas sin piedad, se asemejaban a las de un animal parcialmente devorado. La cabeza había sido cercenada por completo, y los restos de la tráquea y el esófago colgaban del cuello como la tripa de un cerdo. De igual forma, los dos pies habían sido amputados a la altura de los tobillos. En el tronco, dos brutales heridas destacaban sobre las demás: la primera, bajo el seno derecho, mostraba un profundo cráter; como si una bestia hubiera enterrado en él su hocico hasta comerle los pulmones. La segunda resultaba aún más espeluznante y provocó un escalofrío en Cí. Una atroz incisión triangular recorría ambas ingles para cerrarse horizontalmente bajo el ombligo, dejando a la vista un amasijo de grasa, sangre y carne. Toda la caverna del placer había sido extirpada en algún extraño ritual. Ni sus restos, ni la cabeza, habían aparecido.
Cí contempló el cadáver con tristeza. La barbarie que había sufrido aquel cuerpo contrastaba con la delicadeza de sus manos. Incluso el suave perfume que aún desprendía luchaba contra el hedor de la descomposición. Sintió que la mano del oficial le indicaba que se retirara y Cí obedeció. Seguidamente, Kan procedió a leerles el informe preliminar elaborado por sus oficiales a raíz de las exploraciones practicadas por la matrona suprema. Cí pensó que no aportaba mucho más a lo ya advertido por él. Tan sólo mencionaba detalles como la edad aproximada de la mujer, que habían calculado en unos treinta años, la conservación de ambos senos, pequeños y fláccidos como sus pezones, o la blancura aterciopelada de su piel. También hacía notar que la mujer había sido encontrada vestida, tirada en un callejón cercano al Mercado de la Sal. Por último, opinaba sobre la clase de animal que podía haber causado semejante mutilación, especulando entre un tigre, un perro o un dragón.
Mientras los demás tartamudeaban, Cí meneó la cabeza. A buen seguro, la matrona suprema sabía de partos, de ordenanzas domésticas y de organización de convites, pero dudaba que alcanzara a distinguir la picadura de un insecto de una simple quemadura. Sin embargo, había poco que él pudiera hacer al respecto. Un hombre tenía terminantemente prohibido tocar el cadáver de una mujer. Así eran las leyes confucianas y nadie en su sano juicio se atrevería a contravenirlas.
Concluida la lectura del informe, Kan solicitó un veredicto a los asistentes.
El juez de la prefectura fue el primero en decidirse. Se adelantó, giró pausadamente alrededor del cadáver y pidió a la matrona que le diera la vuelta para observar su dorso. Los demás aprovecharon la manipulación para acercarse. Cuando la mujer logró mover el cuerpo, quedó a la vista una espalda blancuzca libre de heridas. La cintura era gruesa y sus nalgas se apreciaban blandas y suaves. El juez dio una vuelta más antes de mesarse los escasos pelos de su perilla. Después se dirigió hacia las ropas que vestía la víctima en el momento de su hallazgo. Era un simple sayo de lino, de los usados por la servidumbre. Se rascó la cabeza y se dirigió a Kan.
– Consejero de los Castigos… Ante un hecho tan aborrecible, las palabras huyen temerosas de mi garganta. Creo que no viene al caso incidir en los tipos y número de heridas, de las cuales han dado ajustada cuenta quienes me han precedido en el examen. Desde luego, coincido con mis colegas respecto a la intervención de una bestia, cuya naturaleza no alcanzo a discernir por lo absolutamente inusual de las heridas. -Pareció meditar su siguiente frase-. Pero a la vista de los hechos, me atrevería a asegurar que nos enfrentamos a una de esas sectas que practican las oscuras artes de la hechicería. Quizá los seguidores de El Loto Blanco, o los maniqueístas, o los cristianos nestorianos, o los mesiánicos de la Maitreya. La prueba es que, impulsados por un ansia abominable, los asesinos decapitaron y cercenaron los pies de esta desgraciada en una sangrienta ceremonia y, no satisfechos con ello, saciaron su apetito de horror y depravación permitiendo que alguna bestia le comiera el pulmón. -Miró a Kan, a la espera de su aprobación-. ¿Los motivos? Podrían ser tantos como retorcidas se revelen sus mentes asesinas: un ritual de iniciación, un castigo ante una desobediencia, una ofrenda a los demonios, la búsqueda de algún elixir que precisase un componente humano…
Kan asintió con la cabeza mientras sopesaba las palabras del juez. Seguidamente, le concedió la palabra a Ming.
El profesor se levantó despacio bajo la atenta mirada de Cí. El joven prestó atención a sus gestos y a sus palabras.
– Dignísimo consejero de los Castigos, permitid que me incline ante vuestra magnanimidad. -Saludó a Kan con una reverencia-. Sólo soy un humilde profesor y por ello os agradezco que hayáis considerado mi presencia en este terrible suceso. Espero que, con la ayuda de los espíritus, se avive mi ingenio y logre arrojar algo de luz entre las tinieblas. -Kan le hizo un gesto para que continuara-. También quisiera disculparme ante aquéllos a quienes pudiera ofender si mis apreciaciones difiriesen de las expuestas hasta ahora. En tal caso, me encomiendo a vuestra benevolencia.
Ming permaneció en silencio observando la espalda del cadáver. Luego solicitó a la matrona que lo devolviese a su posición original. Al contemplar de cerca el hueco dejado sobre su sexo cercenado no pudo evitar un gesto de repulsión. Observó las heridas con detenimiento. Después pidió una varilla de bambú para hurgar en las heridas, cosa que Kan autorizó. Echó un último vistazo y se volvió hacia el consejero.
– Las heridas son testigos fieles que nos hablan de lo ocurrido. A veces, nos aclaran cómo; a veces, cuándo; a veces, incluso el porqué. Pero las aquí presentes hoy sólo claman venganza. El conocimiento de los cadáveres nos permite estimar la profundidad de una incisión, la intencionalidad de un golpe o incluso la fuerza con la que fue descargado, pero para resolver un crimen resulta fundamental entrar en la mente del asesino. -Hizo una pausa que provocó un nervioso repiqueteo de dedos en Kan-. Y pese a ser sólo especulaciones, dentro de ese pensamiento creo ver que la extirpación de la caverna del placer obedeció a un impulso de depravación. A una pulsión lujuriosa que desencadenó un crimen de inusitada violencia. Desconozco si la mutilación obedece a la acción de alguna secta ocultista. Quizá la herida de su pecho así lo indique, pero de lo que estoy convencido es de que el asesino no seccionó la cabeza y los pies de la víctima como parte de un macabro ritual. Si lo hizo, fue para evitar su identificación. Eliminó su rostro porque, obviamente, cualquiera habría podido reconocerlo. Y seccionó sus pies, porque escondían el secreto de su linaje o posición.
– No os entiendo -intervino Kan.
– Esta mujer no era una simple campesina. La finura de sus manos, el cuidado de sus uñas, incluso los restos de perfume que aún conserva el cadáver nos hablan de alguien perteneciente a la nobleza. Y, sin embargo, su asesino intenta hacernos creer lo contrario, vistiéndola con ropas burdas. -Paseó lentamente por la sala-. De todos es conocido que, desde su infancia, las mujeres de la alta sociedad embellecen sus pies comprimiéndolos con vendas que impiden su crecimiento. Pero lo que la mayoría desconoce es que esa dolorosa deformación que transmuta sus extremidades en muñones como puños en cada mujer es diferente. Constreñidos por los vendajes, los pulgares se descoyuntan hacia el dorso y los restantes dedos hacia la planta, plegándolos y ciñéndolos hasta que las ligaduras y los andares terminan de obrar el efecto. Un resultado deforme y, por fortuna, distinto en cada joven. Porque aunque jamás enseñan sus pies de loto en público, los miman y sus sirvientas se los cuidan en privado. Así pues, cualquier mujer, aun sin rostro, sería fácilmente reconocida por esas mismas sirvientas con el simple examen de sus muñones. Que es, precisamente, lo que su asesino pretendía impedir.
– Interesante… ¿Y respecto a la herida de su pecho…?
– ¡Ah, sí! ¡El extraño cráter! Mi predecesor ha apuntado hacia la crueldad del asesino, cosa que no admite discusión, pero no encuentro razón para concluir que la herida le fuera causada inmediatamente tras su muerte. Es cierto que parece revelar los mordiscos de un animal, pero también lo es que cualquier perro pudo devorarla después de ser abandonada en el callejón.
Kan frunció sus gruesos labios. Luego dirigió la mirada hacia la clepsidra que marcaba las horas mientras meditaba algo.
– Muy bien, señores. En nombre del emperador os agradezco vuestro esfuerzo. Si volvemos a necesitaros, os llamaremos tan pronto como lo precisemos -determinó-. Ahora, si sois tan amables, mi oficial os acompañará hasta la salida. -Y se dio la vuelta para abandonar el salón.
– ¡Excelencia! ¡Disculpe…! -se atrevió Ming a interrumpirle-. Falta el lector… Le hablé de él al magistrado de la prefectura y estuvo de acuerdo en que nos acompañase.
– ¿El lector? -se extrañó el consejero de los Castigos.
– El lector de cadáveres. Mi mejor alumno -dijo, y señaló a Cí.
– No me han informado. -Dirigió una mirada severa a su acólito, que bajó la cabeza-. ¿Y qué es capaz de hacer que no hayáis hecho ya vos?
– Tal vez os parezca extraño, pero sus ojos son capaces de ver lo que para el resto son sólo tinieblas.
– En efecto, me parece extraño. -Kan miró a Cí con la misma incredulidad que habría mostrado si le hubieran asegurado que el joven podía resucitar a los muertos. Masculló algo y se volvió-. Está bien, pero daos prisa. ¿Algún detalle que añadir?
Cí se adelantó y cogió un cuchillo.
«Eso espero», murmuró.
Acto seguido, y ante el asombro de los presentes, descargó el cuchillo sobre el vientre de la mujer. La matrona intentó detenerlo, pero Cí continuó.
– ¿Lo entendéis ahora? -Con las manos ensangrentadas, Cí le señaló las tripas abiertas.
– ¿Qué habría de entender? -alcanzó a responder Kan.
– Que este cadáver es el de un hombre, no el de una mujer.
«Es un hombre. No una mujer…».
Cuando los prácticos de Kan confirmaron que bajo los intestinos del cadáver no existían órganos femeninos, pero sí la castaña de la virilidad, el consejero enmudeció. Lentamente, tomó asiento y pidió a Cí que continuara.
Con voz preocupada pero firme, Cí afirmó que el origen de la muerte provenía de la herida inferida en el pulmón. Sus bordes no presentaban las típicas retracciones e induraciones rosadas que se producían cuando la carne era cortada aún viva, cosa que tampoco sucedía en los muñones de los tobillos, ni en la sección del cuello, ni en el tajo que había desprendido su sexo, pero tenía la certeza de que el origen del fallecimiento estaba en el pulmón porque éste aparecía colapsado, como si hubiera sido perforado por algún objeto afilado.
En cuanto a la causa de la herida, Cí descartó la intervención de un animal. Era cierto que en el pulmón habían escarbado con saña, como intentando llegar hasta el interior de sus entrañas, pero en el exterior no aparecían ni arañazos ni mordeduras. No había ni el más mínimo rasguño a su alrededor, nada que indicara la presencia de una bestia. Además, aunque las costillas aparecían quebradas, lo hacían de forma limpia, casi cuidada, como si las hubiesen roto con algún tipo de tenaza. Con independencia de cómo se hubiera producido, parecía que el asesino buscaba algo en su interior. Algo que, aparentemente, había conseguido encontrar.
– ¿El qué? -le interrumpió Kan.
– Lo ignoro. Quizá el extremo de una flecha, cuya punta se partió al intentar extraerla. Puede que estuviese forjada en un metal precioso o que contuviera alguna marca identificativa, no lo sé, pero lo cierto es que el asesino se ocupó de eliminar cualquier detalle que pudiera incriminarle.
– Como las amputaciones…
– Con su proverbial prudencia, el maestro Ming apostó por una mujer perteneciente a la nobleza, cuyos pies deformados hasta la miniatura habrían delatado su condición. Y, sin embargo, precisamente ésa era la baza con la que el asesino pretendía confundirnos. Porque, ¿qué otra cosa si no habríamos pensado de un cuerpo suave y femenino, con pechos y formas de mujer?
»El asesino mutiló cuanto pudiera indicar su verdadera condición. Cercenó la cabeza para impedir su identificación, serró sus grandes pies, que lo habrían delatado como hombre, para hacernos creer que se trataba de una mujer noble y amputó la zona de su tallo de jade y sus bolsas de las semillas de la fertilidad. Sin embargo, ladinamente, dejó intactos sus senos femeninos. Y a buen seguro habría conseguido su propósito de no haber reparado en el tamaño de sus manos, desproporcionadamente grandes, aunque suaves y delicadas como las de una mujer.
– Pero, entonces, no entiendo… -Kan sacudió la cabeza-. Tallo de jade… senos de mujer… Si no es una cosa ni la otra, ¿qué clase de monstruo es?
– Ningún monstruo, consejero de los Castigos. Ese pobre desgraciado sólo era un eunuco imperial.
Kan resopló como un búfalo. Pese a no ser habitual, la existencia de eunucos de aspecto afeminado era algo conocido en la Corte, sobre todo, entre aquellos cuya castración había tenido lugar antes de la pubertad. Apretó los puños con rabia y se maldijo por no haber contemplado esa posibilidad. Si había una cosa que Kan odiase más que la rebeldía, era que alguien se revelase más astuto que él. El consejero miró a Cí como si éste fuera el responsable de su propia ignorancia.
– Podéis marchar -le espetó-. No necesito nada más.
De regreso a la academia, Ming interrogó a Cí.
– Por más que lo pienso, aún no comprendo cómo dedujiste…
– Fue durante vuestra intervención -le contestó Cí-. Cuando mencionasteis que habría sido fácil reconocer a la mujer por sus pies deformados y que por tal razón el asesino se los cercenó…
– ¿Sí? -Le miró sin entender.
– Como vos mismo señalasteis, el vendaje de los pies es una costumbre relativamente moderna, extendida sólo entre la nobleza. Algo que, obviamente, Kan conoce. Por tanto, era de suponer que ya hubiese interrogado a todas las familias acaudaladas sobre la desaparición de alguno de sus miembros. Si con posterioridad os pidió consejo, debió de ser porque, tras sus investigaciones, no sacó nada en claro.
– Pero lo del eunuco…
– Como dijo Kan, el muerto no era ni hombre ni mujer… Fue algo inconsciente, una imagen relampagueante. Al poco de mi llegada a Lin’an tuve la desdicha de presenciar la emasculación que le practicaron a un chiquillo cuyos padres anhelaban convertirlo en eunuco imperial. El muchacho murió desangrado sin que pudiera hacer nada por él. Aún puedo verlo como si hubiera ocurrido ayer…
Durante el resto del trayecto, Ming permaneció en silencio. Su rostro serio y sus mandíbulas apretadas hicieron recelar a Cí. Antes de acudir a la Corte, Ming le había anunciado su propósito de expulsarle de la academia. Ahora temía que su revelación sobre el eunuco hubiera herido su orgullo e influyera negativamente en su decisión. Se acordó del día en que ayudó a Feng en la aldea y las nefastas consecuencias de aquella colaboración. Enmudeció.
Poco antes de llegar a la academia, Ming le informó de que debía ausentarse. Le dijo que regresaría a la noche y entonces hablarían. Cí prefirió no preguntar. Le cumplimentó y se encaminó solo hacia el edificio con la convicción de que aquélla era la última vez que cruzaría sus puertas. Se disponía a entrar cuando, nada más verle, el criado que vigilaba la entrada salió a su encuentro, lo agarró del brazo y sin darle tiempo a que replicara lo condujo corriendo hasta el jardín. Cuando Cí le preguntó qué sucedía, el hombrecillo enrojeció.
– Vino a verte un hombre extraño. Dijo que era tu amigo, pero parecía un borracho. Al decirle que no estabas, se enfureció y comenzó a gritar como un energúmeno, así que lo despedí sin miramientos. Mencionó que era adivino, no sé qué de una recompensa y que volvería al anochecer -le susurró-. Pensé que deberías saberlo. Me caes bien, chico, pero yo de ti intentaría evitar determinadas compañías. Si los profesores te ven con ese hombre, no creo que les agrade.
Cí enrojeció. Xu le había encontrado y parecía dispuesto a cumplir su amenaza.
Todo había acabado. Aquella misma tarde recogería sus pertenencias y abandonaría la ciudad antes de que las cosas se complicasen más. Había intentado alcanzar su sueño, pero no lo había conseguido. Ming iba a expulsarle de la academia y pretender lo contrario sólo posibilitaría que Xu le chantajeara o le denunciara. Miró el cielo nublado antes de maldecir su suerte. Todo cuanto había soñado desaparecía para siempre. Sus anhelos se oscurecían como la bruma grisácea de la ciudad.
Ya en sus aposentos, mientras recogía sus pertenencias, le sobrevino el recuerdo del juez Feng. Desde el mismo día en el que le acogió como discípulo, Feng no sólo le había instruido con honestidad y sabiduría. También se había convertido en el padre que le habría gustado tener.
Recordó el día en que, acuciado por la enfermedad de Tercera, acudió a su antiguo palacete. En aquella ocasión se preguntó qué habría sido del juez, pero luego había optado por olvidarle. Al fin y al cabo, renunciar a su encuentro se le antojaba lo más digno que podía hacer. Feng no merecía que un fugitivo le mancillara.
Deambuló por la academia por última vez. Contempló las aulas desiertas y entristecidas, como contagiadas de la pesadumbre que le aplastaba a él, testigos mudas de un intento vano e ilusorio, de un sueño del que ahora le tocaba despertar. Al pasar por delante de la biblioteca, contempló los volúmenes que descansaban en sus atriles esperando impacientes a sus dueños, deseosos de ser abiertos para compartir la sabiduría que habían recopilado de los ancestros. Los contempló con envidia y luego se despidió.
La calle empezaba a dormitar. Un reguero de somnolientos seres anónimos pululaba como un desorganizado enjambre en el que, pese al desconcierto, cada individuo sabía a dónde ir. Todos parecían tener un refugio. Todos menos él.
Se echó la saca al hombro y comenzó a andar sin destino. Caminaría hasta encontrar una carreta o un bote que le llevase lejos, a una vida distante, a una vida infeliz. Volvió un momento la cabeza para contemplar la que había sido su casa, suplicando en su interior para que de alguna de las ventanas surgiese una figura que le llamara. Pero nadie apareció. Para su sorpresa, al girarse de nuevo, se dio de bruces con un soldado imperial, escoltado por otros tres igual de armados que él.
– ¿El lector de cadáveres?
– Así me llaman -balbuceó Cí al reconocer a uno de los guardias presentes durante su examen en la Corte.
– Tenemos orden de que nos acompañes.
Cí no se resistió.
Le trasladaron a la prefectura provincial a pie. Una vez allí, sin mediar palabra, le enfundaron una capucha y lo subieron a un carro tirado por mulas que le condujo durante un largo trecho por las calles de Lin’an. Durante el trayecto hubo de soportar los insultos y las burlas de los transeúntes, que se apartaban al paso de la comitiva, pero poco a poco el griterío se fue debilitando hasta convertirse en un murmullo que desapareció en el momento en el que el carro se detuvo frente a un enorme portalón. Cí apreció el chirrido de unos goznes junto a unas voces que no alcanzó a comprender. Luego, el carro reemprendió la marcha otro trecho hasta que se detuvo de nuevo y lo hicieron descender. Seguidamente, lo condujeron por un suelo empedrado que más adelante se transformó en una rampa resbaladiza. Cí comenzó a oler a moho, a frío y a suciedad. Sin saber por qué, presumió que no saldría vivo de allí. Finalmente, percibió el sonido de una cerradura antes de que un empujón le hiciera avanzar un par de pasos. La cerradura sonó de nuevo. Luego, todo enmudeció. Cuando se imaginó solo, se desprendió de la capucha que cubría su cabeza. En ese instante, escuchó los pasos de un cortejo.
– ¡De pie! -ordenó una voz.
Los ojos de Cí se agazaparon ante una antorcha que amenazaba con quemarle las pestañas. Sólo cuando el soldado se apartó, comenzó a vislumbrar la negrura de la mazmorra donde le habían confinado. Una sala en la que no existían ni puertas ni ventanas. Tan sólo paredes de roca cubiertas de mugre que apestaban a una pegajosa y extraña humedad. Frente a él se percibía una gran sala de cuyos muros pendían cadenas, tenazas y otros instrumentos de tortura. Finalmente, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, logró distinguir una figura gruesa parapetada tras un grupo de centinelas. Poco a poco, el hombre se acercó.
– Volvemos a encontrarnos -celebró el consejero Kan.
Cí no pudo evitar un escalofrío. Inspiró con fuerza al advertir las cadenas y tenazas que reposaban sobre un banco y se maldijo por no haber huido antes. A lo lejos, un grito desgarrador aumentó su recelo, provocando que sus manos temblaran.
– Sí. Una coincidencia -ironizó.
– Arrodíllate.
Cí se preparó para lo peor. Sus rodillas se clavaron sobre el suelo y su cabeza descendió hasta mojarse en un charco, a la espera del golpe definitivo. Sin embargo, en lugar de eso, otra figura se adelantó. Cuando el resplandor de las antorchas alcanzó a iluminarle, advirtió la presencia de un hombre delgado de aspecto enfermizo y mirada inquietante. A un palmo de sus ojos, contempló las puntas curvadas de unos zapatos negros labrados en oro y pedrería. Lentamente, su vista ascendió por la túnica de brocado rojo, siguió temerosa por el cinturón de madreperla y continuó trepando hasta detenerse incrédula en el extraordinario collar dorado que colgaba de su pecho. Un escalofrío le invadió. El sello que en su extremo refulgía más que el oro era el sello del emperador.
Cerró los ojos y agachó la cabeza. Contemplar al Hijo del Cielo significaba la muerte si se hacía sin su autorización. Pensó que el emperador deseaba contemplar personalmente su ejecución. Apretó los dientes y esperó.
– ¿Eres tú a quien llaman el lector de cadáveres? -Su voz sonó quebrada.
Cí enmudeció. Intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca como si hubiera engullido una cucharada de arena.
– Así me dicen, honorabilísimo emperador.
– Levántate y síguenos.
Unos brazos ayudaron a un Cí aún sobrecogido por lo que estaba sucediendo. De inmediato, un cortejo de guardias armados seguidos de una cohorte de ayudantes rodearon al emperador Ningzong, el cual, flanqueado por el consejero de los Castigos, emprendió la marcha a través de un tenebroso pasillo. Cí, escoltado por dos centinelas, le siguió.
Tras avanzar por un angosto sumidero, la comitiva desembocó en una estancia abovedada en cuyo centro descansaban dos ataúdes de pino. Varias antorchas crepitaban en la oscuridad, extendiendo su lúgubre luz sobre los cuerpos que permanecían dentro. Los centinelas se apartaron, dejando solos al consejero y al emperador. Kan hizo una seña y los guardias que custodiaban a Cí lo condujeron hasta ellos.
– Su Alteza Imperial requiere vuestra opinión -dijo Kan con cierto tono de rencor.
Cí buscó el permiso del emperador. Advirtió que su demacrado semblante era una capa de cera untada sobre una calavera viviente. El mandatario lo autorizó.
Cí se acercó al primer féretro. El cuerpo pertenecía a un varón de edad avanzada, su complexión era delgada y sus miembros alargados. Advirtió que los gusanos habían invadido su rostro hasta desfigurarlo por completo y devoraban su vientre a través de una brecha cuyo aspecto le resultó familiar. Estimó que llevaría muerto unos cinco días.
Permaneció en silencio. A continuación, se dirigió al segundo ataúd, un varón más joven y en un estado de descomposición similar. Las larvas asomaban por los orificios naturales y cubrían la herida que se abría sobre su corazón.
Sin duda, ambos hombres habían perecido a manos del mismo asesino. El mismo que había acabado con el eunuco del día anterior. Se lo comunicó a Kan, pero el emperador le interrumpió.
– Dirígete a mí -le ordenó.
Cí se humilló ante él. Al principio no se atrevió a hablar, pero poco a poco, conforme la sangre regresó a sus venas, adquirió el valor para mirarle y se atrevió a confirmar con voz firme que su vaticinio se apuntalaba sobre las insólitas coincidencias que presentaban todas las muertes.
Lo más importante era que en los tres casos la última causa de los fallecimientos obedecía a una única clase de herida: la que aparecía abierta en el torso y extrañamente excavada después. Por la amplitud de la hendidura y la apariencia de sus bordes, daba la impresión de que habían sido causadas con el mismo objeto, alguna especie de cuchillo de bordes curvados, y todas con el mismo propósito: extraer algo de su interior. Pero esto tampoco tenía demasiado sentido. Una flecha podía partirse, pero difícilmente sucedería en dos ocasiones seguidas, y menos aún, en tres. Curiosamente, en ninguno de los cuerpos se apreciaban indicios de resistencia o de lucha. Por último, era preciso señalar lo que a su juicio resultaba más turbador: pese al hedor de la putrefacción, todos desprendían una leve pero intensa fragancia a un perfume similar.
Sin embargo, también existían diferencias. Tanto en el caso del eunuco, como en el del cuerpo contenido en el primer ataúd, el asesino se había esforzado en eliminar cualquier detalle que pudiera facilitar su identificación: con el eunuco, amputándole el sexo, los pies y la cabeza, y con el cadáver del primer féretro, desfigurando su rostro con decenas de cortes que habían favorecido la proliferación de los gusanos.
– Pero si prestáis atención al tercer cuerpo, advertiréis que, pese a la acción de las larvas, conserva el rostro casi intacto.
El emperador dirigió su cadavérica mirada hacia el punto que señalaba la mano quemada de Cí. Asintió sin comentarios y le pidió que continuara.
– A mi juicio, tal hecho no se debe ni a un descuido ni es fruto de la improvisación. Si atendemos a las manos, advertiremos que las del más joven presentan las callosidades y suciedad propias de un desheredado. Sus uñas están astilladas y las pequeñas cicatrices de sus dedos nos hablan de un trabajador rudo y de baja extracción social. En cambio, las del eunuco y las del anciano son delicadas y están cuidadas, lo que nos conduce a establecer su alta posición.
– Interesante… Proseguid.
Cí asintió con la cabeza. Se detuvo un instante para aclarar sus ideas y señaló de nuevo al cadáver más joven.
– En mi opinión, el asesino, o bien se vio sorprendido por alguna circunstancia que le acució o no le importó que se pudiera identificar el cuerpo de un pobre obrero al que tal vez ni su madre fuera capaz de reconocer. Sin embargo, se preocupó bien de evitar que esto mismo sucediera con los otros dos, pues conociendo la identidad de los muertos, podríamos hallar un vínculo con su ejecutor.
– Así pues, vuestro veredicto…
– Ojalá lo tuviera -se lamentó Cí.
– ¡Os lo advertí, Majestad! ¡No puede leer en los cuerpos! -intervino Kan.
– ¿Pero puedes sacar alguna conclusión? -le preguntó el emperador. Su rostro no reflejaba ningún sentimiento.
Cí apretó los dientes antes de contestar.
– Siento defraudaros, Majestad. Supongo que vuestros expertos acertaron al aventurar que estos asesinatos obedecen al designio de alguna secta maléfica. Quizá, de haber dispuesto de los materiales precisos, podría haberos sido más útil. Pero sin pinzas ni vinagre, sin sierras ni químicos, difícilmente me atrevería a aventurar más de lo que hasta ahora he sugerido. Estos cadáveres presentan tal grado de putrefacción que lo único deducible es que ambos crímenes fueron cometidos en fechas cercanas. Por la extensión de la corrupción, primero murió el anciano y después el obrero.
Ningzong se atusó los exiguos bigotes que colgaban transparentes a ambos lados de sus labios mientras permanecía un rato en silencio. Finalmente, hizo una señal a Kan, que se acercó a él como si fuera a besarlo. El emperador murmuró algo y la faz de Kan cambió. El consejero miró a Cí con desprecio y se retiró acompañado de un funcionario.
– Bien, lector de cadáveres, una última cuestión -susurró el emperador-. Antes mencionaste a mis jueces. ¿Hay algo que aún no hayan hecho y que quizá debieran hacer? -Señaló a dos miembros de su séquito ataviados con túnicas verdes y bonete que aguardaban alejados.
Cí contempló sus rostros circunspectos. Parecían del tipo de funcionarios que despreciaban a los médicos. Supuso que a él también.
– ¿Lo han dibujado? -señaló al joven cuyo rostro aún era reconocible.
– ¿Dibujado? No entiendo.
– En un par de días sólo quedará el cráneo. Yo de ellos elaboraría un retrato lo más preciso posible. Tal vez lo necesiten para una futura identificación.
Salieron de las mazmorras y se trasladaron a una sala contigua. Era una estancia austera, pero al menos olía a limpio y no pendían cadenas de las paredes. El emperador no llegó a entrar. Comentó algo a un oficial de pelo blanco y piel cetrina, quien asintió una y otra vez. Luego Ningzong se retiró escoltado por todo su séquito, dejando a solas a Cí con el oficial al que acababa de instruir.
Una vez cerradas las puertas, el oficial se acercó a Cí.
– El lector de cadáveres… curioso nombre. ¿Lo elegiste tú? -Lo examinó de arriba abajo mientras giraba a su alrededor.
– No. No, señor. -Cí observó sus pequeños ojos vivarachos brillar bajo unas cejas pobladas.
– Ya. ¿Y qué significa? -El hombre de cabello blanco siguió girando alrededor de Cí.
– Imagino que se refiere a mi habilidad para observar los cadáveres y comprender las causas de la muerte. Me lo pusieron en la academia donde estudio… donde estudiaba -se corrigió.
– En la Academia Ming… Sí. La conozco. Todo el mundo la conoce en Lin’an. Mi nombre es Bo -le confió con gesto afable-. El emperador acaba de asignarme a ti como oficial de enlace, lo cual significa que, a partir de ahora, cuanto necesites y averigües deberás comunicármelo a mí. -Se detuvo frente a él-. Presencié tu intervención de ayer, durante el examen del eunuco… He de reconocer que me dejaste impresionado. Y, por lo visto, al emperador también.
– No sé si es algo de lo que deba alegrarme… Su excelencia el consejero de los Castigos no parecía muy complacido.
– Ya. -Vaciló, pensando en cómo continuar-. Este caso lo lleva personalmente Kan, pero la idea de consultarte ha procedido del emperador. El consejero es un hombre seco, disciplinado, férreo, un hombre a la vieja usanza. Un guerrero acostumbrado a masticar piedras y beber fuego. -Sonrió condescendiente-. En palacio se dice que su educación fue tan estricta que en su niñez nunca lloró, aunque yo apostaría a que nació sin lágrimas. Kan asistió al padre del emperador hasta su muerte y con el tiempo se ha convertido en uno de los consejeros más fieles del emperador Ningzong. Es íntegro. Quizá excesivamente rígido, e incluso en ocasiones tal vez pueda parecer retorcido, como esos árboles que crecen encorvados y que ya jamás se pueden enderezar. Pero es de fiar. Respecto a lo que mencionas, que no se ha mostrado complacido con tus nuevas funciones, al parecer no le gustó tu actitud cuando empuñaste el puñal y abriste el vientre de esa mujer sin su autorización. Si hay algo que Kan no tolera, diría más, si hay algo que le encoleriza, eso es la soberbia. Y tú ayer traspasaste una frontera que pocos han sido capaces de desandar.
– Supongo que sí… -Se preocupó-. Lo que no he comprendido es lo de que vos seáis mi oficial de enlace y eso de que cuanto averigüe… ¿Qué es lo que tengo que averiguar?
– La pericia que demostraste ayer cautivó al emperador, quien ha considerado que podrías sernos de utilidad. Descubriste hechos que los jueces de palacio ni siquiera fueron capaces de sospechar. -Guardó silencio, como si de repente dudara sobre la conveniencia de continuar. Miró a Cí, tomó aire y prosiguió-: En fin. He sido autorizado, así que presta atención. Lo que voy a contarte debes escucharlo como si no tuvieras lengua. Si hablas de ello con alguien, nada en este mundo te salvará. ¿Lo has entendido?
– Seré una tumba, señor -lo pronunció y al punto se lamentó de lo desafortunado de la metáfora.
– Me alegra oírlo -suspiró-. Desde hace unos meses, el peor de los males habita en Lin’an. Algo que se esconde y amenaza con devorarnos. Quizá aún es débil, pero su peligro es de una dimensión inabarcable. Letal como una invasión, terrible como una plaga, y mucho más difícil de derrotar. -Se mesó la perilla cana que brotaba de su piel cetrina.
Cí no entendía nada. De las palabras del oficial Bo parecía desprenderse que sus sospechas se concentraban en algún ente sobrenatural, pero, desde luego, los tres cuerpos que él había examinado habían sido asesinados por alguien muy concreto. Iba a decírselo cuando Bo se le adelantó.
– Nuestros alguaciles se esmeran en vano. Establecen conjeturas, persiguen indicios que parecen conducirles a otros más oscuros, y cuando nuestros jueces creen haber encontrado a un sospechoso, o bien éste desaparece o aparece asesinado. -Se levantó y volvió a pasear por la estancia-. Tu intervención de anoche hizo que el emperador determinara involucrarte en la investigación. Lamento si te han sorprendido los modos, pero era preciso actuar con prontitud y discreción.
– Pero, oficial, yo sólo soy un simple estudiante. No entiendo cómo podría…
– Estudiante, tal vez, pero simple, desde luego que no. -Lo miró como si lo juzgara-. Hemos indagado sobre ti. Incluso el emperador habló personalmente con el magistrado de la prefectura, el mismo que avaló tu presencia durante el examen de ayer y que, por lo visto, es íntimo amigo del profesor Ming. El magistrado tuvo la bondad de desvelarnos muchos de tus logros en la academia, e incluso mencionó que estabas compendiando una serie de tratados forenses que dicen mucho de tu capacidad de organización.
Cí sintió el peso de la responsabilidad.
– Pero ésa no es la realidad, señor. La gente se hace eco de los éxitos porque su repercusión se extiende como una mancha de aceite, pero a menudo olvidan mencionar los fracasos. Decenas de veces he equivocado mi vaticinio, y en cientos de ellas sólo aporté datos que hasta un recién nacido habría podido averiguar. Me paso el día entre cadáveres. ¿Cómo no voy a acertar? La mayoría de los casos que pasan por la academia obedecen a asesinatos burdos, a arrebatos de celos, a peleas de cantina o a disputas por tierras. Cualquiera que preguntara en el entorno de los fallecidos sería capaz de emitir un veredicto sin ni siquiera asistir al entierro. Sin embargo, aquí no nos enfrentamos a un asesino cualquiera con el seso nublado por el vino. La persona que ha perpetrado estos crímenes es alguien no sólo extremadamente cruel: sin duda, su inteligencia supera a su maldad. ¿Y vuestros magistrados? Ellos jamás consentirán que un recién llegado, sin estudios ni experiencia, les diga cómo actuar.
– No obstante, ninguno de nuestros jueces reveló que la mujer muerta era en realidad un eunuco…
Cí calló. Le enorgullecía que en la Corte valoraran sus conocimientos, pero temía que, si se involucraba demasiado, acabaran descubriendo su condición de fugitivo. Su rostro habló por él.
– Olvida a los magistrados -insistió Bo-. En nuestra nación no hay lugar para los privilegios. Somos justos con quienes desean progresar, con quienes se esfuerzan, con quienes demuestran su valor y su sabiduría. Hemos sabido que tu sueño es presentarte a los exámenes imperiales. Unos exámenes a los que, como bien sabes, cualquiera puede acceder independientemente de su procedencia o de su estrato social. En nuestra nación, un labriego puede llegar a ser ministro, un pescador, juez, o un huérfano, recaudador. Nuestras leyes son severas con quienes delinquen, pero también premian a quienes lo merecen. Y recuerda esto: si vales más que ellos, no sólo mereces tener derecho a ayudar. También tienes la obligación de hacerlo.
Cí asintió. Presentía que nada le libraría de un compromiso emponzoñado del que le sería difícil escapar.
– Entiendo tu perplejidad, pero, en cualquier caso, nadie pretende abrumarte con una responsabilidad que realmente no tendrás -continuó el oficial-. En la Corte hay jueces válidos a quienes no deberías subestimar. No se trata de que encabeces una investigación. Tan sólo que aportes tu visión. No es tan complicado. Además, el emperador está dispuesto a ser generoso contigo y, en caso de éxito, te garantiza un puesto directo en la administración.
Cí titubeó. Un ofrecimiento así era más de lo que jamás hubiera podido soñar. Sin embargo, seguía pensando que era un regalo envenenado.
– Señor, ¿puedo hablaros con franqueza?
– Te lo exijo. -Extendió las palmas de las manos.
– Quizá los jueces de palacio sean más inteligentes de lo que creéis.
Bo enarcó una ceja que arrugó la delgada piel de su frente.
– Ahora quien no comprende soy yo.
– La propia justicia de la que habláis. La que castiga y la que premia, y que se ve reflejada en el Catálogo de méritos y deméritos…
– ¿Te refieres a la puntuación con la que legalmente se califica la bondad o la maldad de los hombres? Parece justo que, si castigamos a quien comete un crimen, también premiemos a quien hace el bien. ¿Qué tiene que ver eso con los magistrados de la Corte?
– Que este mismo rasero se aplica igualmente a los jueces. También ellos son recompensados cuando emiten dictámenes justos, pero duramente castigados si equivocan su veredicto. No sería la primera vez que un juez es expulsado de la carrera judicial a consecuencia de un error.
– Desde luego. La responsabilidad no sólo se mueve en una dirección. La vida de sus procesados depende de ellos. Y si yerran, han de pagarlo.
– En ocasiones, incluso con su propia vida -subrayó Cí.
– Dependiendo de la magnitud del error. Es lo justo.
– Entonces, parece lógico que teman emitir un juicio. Ante un caso peliagudo, ¿por qué arriesgarse a un veredicto erróneo? Mejor callar y salvar el pellejo.
En ese momento se abrieron las puertas y Kan entró en la sala. El consejero avanzó con gesto serio, ordenó a Bo que se retirara y después de mirar a Cí por encima del hombro se situó a su lado. Sus cejas fruncidas y sus labios apretados hablaban por sí solos.
– A partir de hoy quedarás bajo mis órdenes. Si necesitas algo, antes deberás pedírmelo. Se te proporcionará un sello que te franqueará el paso a todas las estancias de la Corte, a excepción del Palacio de las Concubinas y de mis aposentos privados. Podrás consultar nuestros archivos judiciales y tendrás acceso a los cadáveres si fuera necesario. También se te permitirá interrogar al personal de la Corte. Todo, siempre, con mi autorización previa. El resto de los detalles podrás discutirlos con Bo.
Cí notó galopar su corazón. Eran tantos los interrogantes que se cernían sobre él, tantas las dificultades y los posibles peligros que necesitaba tiempo para pensarlo.
– Excelencia -se inclinó Cí-. No sé si estoy capacitado…
Kan entornó los ojos y le arrojó una mirada fría.
– Nadie te lo ha preguntado.
Caminaron a través de las mazmorras en dirección al archivo imperial. El consejero de los Castigos avanzó rápido, como si quisiera librarse cuanto antes de Cí. Poco a poco, la humedad y las estrecheces fueron desapareciendo para dar paso a unas galerías embaldosadas. Cuando alcanzaron la Sala de los Secretos, Cí enmudeció. En comparación con la biblioteca de la universidad, aquel archivo era un gigantesco laberinto cuyos límites parecían acabar en el infinito. Ante él, miles de estanterías plagadas de legajos ocupaban cualquier rincón por el que se pudiera transitar. Cí siguió a Kan entre angostos pasillos abarrotados de volúmenes, manuscritos y pliegos que ascendían hacia el techo hasta llegar a un pequeño vano por el que apenas se filtraba la tenue luz de la mañana. Kan se detuvo frente a una mesa lacada en negro sobre la que descansaba un legajo solitario. Cogió una silla y tomó asiento, dejando a Cí de pie. Ojeó un rato el documento con parsimonia y finalmente permitió que Cí se sentara.
– He tenido ocasión de escuchar tus últimas palabras -comenzó Kan- y quiero dejarte algo claro: que el emperador te brinde esta oportunidad no significa que yo confíe en ti. Nuestro sistema judicial es inflexible con quienes lo corrompen o lo violentan, y nuestros jueces han envejecido estudiándolo y aplicándolo. Tal vez tu vanidad te lleve a especular sobre la valía de estos magistrados, tal vez los veas como ancianos anquilosados, incapaces de ver más lejos de donde alcanzan a orinar. Pero te lo advierto: no oses poner en duda la capacidad de mis hombres o haré que te arrepientas antes de que ni siquiera puedas pensarlo.
Cí simuló aceptar sus palabras, aunque en su fuero interno estaba convencido de que, si esos mismos jueces hubieran demostrado su valía, él no se encontraría ahora allí. Prestó atención a Kan cuando éste le mostró el contenido de las páginas.
– Se corresponden con los informes de las tres muertes: los de la primera investigación y también los de la segunda. Aquí tienes pincel y tinta. Consúltalos sin límite y luego escribe tu opinión. -Sacó un sello cuadrado y se lo entregó-. Cada vez que tengas que acceder a alguna dependencia, preséntalo a los centinelas para que lo impriman en los correspondientes libros de registro.
– ¿Quiénes practicaron los exámenes? -se atrevió a preguntar.
– En los informes encontrarás sus firmas.
Cí echó un vistazo.
– Aquí sólo figuran los magistrados. Me refiero a los exámenes técnicos.
– Un wu-tso como tú.
Cí frunció el ceño. Un wu-tso era el término despectivo empleado para denominar a los que practicaban las mortajas y lavaban a los muertos. No quiso discutir. Asintió y continuó con el legajo. Al cabo de unos instantes, lo apartó a un lado.
– Aquí no consta nada sobre el peligro del que me habló el oficial de enlace. Bo mencionó una terrible amenaza, un mal de dimensiones inabarcables, pero aquí sólo se habla de tres cadáveres. Ni un móvil, ni una sospecha… Nada.
– Lo siento, pero no puedo suministrarte más información.
– Pero, excelencia, si pretendéis que os ayude, necesitaré saber…
– ¿Que me ayudes? -Se acercó a un palmo de su cara-. Parece que no has entendido nada. Personalmente no me importa en absoluto si descubres algo o no, de modo que haz lo que se te ordena y, de paso, ayúdate a ti mismo.
Cí apretó los puños y se mordió la lengua. Volvió su vista hacia los informes y comenzó a repasarlos. Cuando terminó, los cerró con un carpetazo. Allí no había nada. Hasta un labriego podría haber escrito aquello.
– Excelencia -se levantó-, necesitaré un lugar adecuado para examinar a fondo los cadáveres y que trasladen todo mi material allí. A ser posible, esta misma tarde. También que localicen a un perfumista. El más reputado de Lin’an. Necesito que presencie hoy la inspección que he de practicar. -No se inmutó ante el gesto de sorpresa de Kan-. En el caso de que se produzcan nuevos asesinatos, deberán informarme de inmediato, independientemente de la hora o el lugar del hallazgo. El cuerpo no podrá ser tocado, trasladado o limpiado hasta que yo no me persone. Ni siquiera un juez podrá moverlo. Si hay testigos, se les detendrá y se les separará. Igualmente, será convocado el mejor retratista disponible. No de esos que embellecen los rostros de los príncipes, sino uno que sea capaz de plasmar la realidad. También necesito conocer cuanto se sepa de ese eunuco: qué cargo ocupaba en palacio, cuáles eran sus gustos, sus vicios, sus flaquezas y sus virtudes. Si tenía amantes masculinos o femeninos, si mantenía lazos familiares, qué posesiones acumulaba y con quién se relacionaba. Necesito saber qué comía, qué bebía y hasta cuánto tiempo pasaba en las letrinas. Me será de utilidad un listado de todas las sectas taoístas, budistas, nestorianas y maniqueístas que hayan sido investigadas por ocultismo, hechicería o actos ilícitos. Por último, quiero una relación completa de todas las muertes que se hayan producido en los últimos seis meses en extrañas circunstancias, así como cualquier denuncia, desaparición o testigo que, por raro que parezca, pudiera estar relacionado con estos asesinatos.
– Bo se ocupará de todo.
– También me resultaría práctico un plano del palacio en el que se identifiquen las distintas dependencias y sus funciones, así como aquéllas a las que puedo acceder.
– Intentaré que un artista te elabore uno.
– Una última cosa.
– ¿Sí?
– Necesitaré ayuda. No podré resolver esto solo. Mi maestro Ming podría…
– Ya me he ocupado de ello. Alguien de tu confianza, espero.
El consejero se levantó, dio unas palmadas y aguardó. Al poco se escuchó un chirrido al final de un corredor. Cí dirigió su mirada hacia el punto de luz sobre el que se recortaba una silueta espigada que avanzaba hacia ellos. Entornó los ojos, pero no la distinguió. Sin embargo, conforme se acercaba, la figura se fue aclarando hasta resultarle familiar. Cí supuso que se trataría de Ming. Sin embargo, un escalofrío le sacudió la espalda al advertir que el rostro sonriente correspondía a Astucia Gris. Por un instante enmudeció.
– Excelencia, disculpad mi insistencia -dijo, finalmente-, pero no creo que Astucia Gris sea la persona más adecuada. Preferiría…
– ¡Ya está bien de exigencias! Este juez se ha hecho acreedor de mi confianza, cosa que aún no has logrado tú, de modo que menos hablar y más trabajar. Compartirás con él cualquier descubrimiento, del mismo modo que él lo hará contigo. Mientras dure esta investigación, Astucia Gris será mi boca y mis oídos, así que más te vale colaborar.
– Pero este hombre me ha traicionado. Él jamás…
– ¡Silencio! ¡Es el hijo de mi hermano! ¡Y no hay más que hablar!
Su antiguo compañero aguardó a que Kan se retirara. Luego sonrió a Cí.
– Volvemos a encontrarnos -dijo.
– Una desgracia como otra cualquiera. -Cí ni le miró.
– ¡Y cómo has cambiado! Lector de cadáveres del emperador… -ironizó. Cogió el legajo y se sentó.
– En cambio, tú sigues apropiándote de lo que encuentras. -Le arrebató los informes que acababa de coger.
Astucia Gris se levantó como un relámpago, pero Cí se enfrentó a él. Sus narices casi se rozaron. Ninguno se apartó.
– ¿Sabes? La vida está llena de coincidencias -dijo Astucia Gris mientras retrocedía con una sonrisa en los labios-. De hecho, mi primer encargo al llegar a la Corte fue investigar la muerte de aquel alguacil. El que examinamos juntos en la prefectura. Kao…
Un escalofrío recorrió a Cí.
– No sé a qué te refieres -logró balbucear.
– Es curioso. Cuanto más averiguo sobre ese alguacil, más extraño me parece todo. ¿Sabías que había viajado desde Fujian en busca de un fugitivo? Por lo visto, había una recompensa de por medio.
– No, ¿por qué habría de saberlo? -titubeó.
– En fin, tú procedes de allí. O, al menos, eso es lo que mencionaste en la academia el día de tu presentación.
– Fujian es una provincia grande. Cada día llegan desde allí miles de personas. ¿Por qué no se lo preguntas a ellos?
– ¡Qué suspicaz, Cí! Si te lo comento, es porque somos amigos. -Sonrió falsamente-. Pero no deja de ser una coincidencia curiosa…
– ¿Y sabes el nombre del fugitivo?
– Aún no. Por lo visto, el tal Kao era un tipo reservado y apenas habló del asunto.
Cí respiró. Pensó en callar, pero resultaría sospechoso no mostrar interés.
– Es extraño. La judicatura no ofrece recompensas -dijo para disimular.
– Lo sé. Quizá la oferta procediera de algún hacendado privado. Ese fugitivo debe de ser alguien importante.
– Tal vez el alguacil encontrara alguna pista y se planteara apropiarse él de la recompensa -sugirió Cí-, o tal vez la cobró y por eso fue asesinado.
– Tal vez. -Pareció valorarlo-. Por lo pronto, he enviado un correo a la prefectura de Jianningfu. En dos semanas espero tener el nombre del prófugo y su descripción. Atraparlo será como quitarle una manzana a un niño.
Durante la comida, Cí fue incapaz de ingerir un solo grano de arroz. Saber que Astucia Gris sería su compañero de investigación había logrado soliviantarle, pero averiguar que andaba indagando en el asesinato del alguacil Kao le había hecho palidecer. Disponía de dos semanas antes de que llegara cualquier información que pudiera relacionarle con Kao. Mientras tanto, debía concentrarse en descubrir lo que sucedía en la Corte. Si resolvía el caso, tal vez disfrutara de una oportunidad.
Astucia Gris sorbía la sopa con la avidez de un cerdo. Cí apartó el platillo y se alejó de él, pero éste le siguió. Acababan de confirmarles el traslado de los cadáveres a un depósito en las mazmorras y ninguno deseaba perderse la oportunidad de estudiarlos antes de que la podredumbre avanzara. Cí apremió el paso. Sin embargo, cuando llegó a la estancia, comprobó que el instrumental que había solicitado aún no había llegado. Bo, el oficial de enlace, dijo ignorar cualquier orden al respecto.
Cí maldijo a Kan. Se apoderó del sello que le franqueaba la entrada y sin aguardar a que Bo le diera permiso, le anunció su intención de trasladarse personalmente a la academia, sugiriéndole que le acompañara. No esperó su respuesta. Simplemente, abandonó la sala y se marchó. El oficial le siguió. Por fortuna, Astucia Gris no le imitó.
En la academia, mientras Bo se ocupaba de que un criado trasladase el instrumental, Cí buscó desesperadamente a Ming. Lo encontró en su despacho, encorvado sobre sus libros. Sus ojos estaban enrojecidos. Cí presintió que había llorado, pero no lo mencionó. Tan sólo se inclinó ante él y le pidió que le atendiera con un ápice de su misericordia.
– ¿Ahora me necesitas? -le reprochó-. Toda la academia sabe que el emperador te ha contratado como asesor. El lector de cadáveres… «El soberbio joven que superó a su estúpido maestro…», eso es lo que ahora murmuran. -Sonrió con amargura.
Cí bajó la cabeza. El tono de Ming destilaba un halo de resentimiento, pero fue sólo un parpadeo que se evaporó de inmediato dejando espacio a un poso de tristeza. Se sentía en deuda con aquel hombre acabado, la persona que le había acogido y enseñado a cambio de nada. Quiso contarle que le necesitaba, que había demandado su presencia en palacio, pero que no le habían dado opción. Iba a decírselo cuando se presentó el oficial reclamando su regreso.
– Se hace tarde -le advirtió.
– Ah, ya veo a lo que has venido… -dijo Ming al reparar en el criado cargado con el instrumental y la cámara de conservación.
Cí frunció los labios.
– Lo siento. Debo irme… -musitó.
– Vete, sí.
Los ojos de Ming volvieron a empañarse, pero esta vez Cí sintió que no lo hacían por rencor, sino por lástima.
Cuando Cí llegó al depósito, Astucia Gris ya no estaba. Según le informaron, el joven se había marchado tras una breve inspección de la que no había trascendido nada. Cí decidió aprovechar su ausencia para completar su examen. Se disponía a ordenar el instrumental cuando advirtió que junto a la puerta de la estancia aguardaba un hombrecillo bien vestido de aspecto asustadizo. Al preguntar a Bo, éste le aclaró que era el perfumista que había solicitado. Se llamaba Huio y era el suministrador oficial de palacio.
Cí lo saludó, pero el hombrecillo no se enteró. Sus ojillos temblaban pendientes de la espada que sostenía el centinela de la entrada, como si temiese que fuera su cuello el que peligrara. Cí lo advirtió, pero no logró tranquilizarle.
– ¡Le repito que no he hecho nada! -aseguró-. ¡Se lo expliqué a los guardias que me detuvieron, pero esos salvajes no me escucharon!
Cí comprendió que realmente el hombrecillo desconocía el motivo de su detención. Antes de que pudiera explicarle lo que sucedía, Bo se le adelantó.
– Obedece a este hombre -le dijo señalando a Cí-. Y si quieres conservar la lengua, mantén la boca cerrada.
No hizo falta que dijera más, porque el hombrecillo se postró gimoteando a los pies de Cí, rogándole que no le mataran.
– Tengo nietos, señor…
Cí lo levantó con cuidado. Huio temblaba como un perrillo asustado. Cí lo calmó.
– Sólo necesitamos que nos deis vuestra opinión sobre un perfume. Sólo eso.
Huio lo miró incrédulo. Cualquiera en su sano juicio sabía que los guardias imperiales no detenían a nadie para pedir consejo sobre aromas, pero las palabras de Cí parecieron tranquilizarle. Sin embargo, cuando el oficial abrió la puerta y el hombrecillo contempló los tres cadáveres putrefactos, se derrumbó como un saco de arroz.
Cí lo espabiló con las sales que habitualmente empleaba para reanimar a los familiares de los asesinados. Huio dio un respingo y gritó hasta cansarse. Cuando la voz se le quebró, Cí le explicó cuál sería su misión.
– ¿Sólo eso? -Aún desconfiaba.
– Sólo distinguir el perfume -le aseguró Cí.
Le explicó a Huio que, por fortuna, los gusanos aún no habían invadido los bordes de las heridas, tal vez repelidos por el propio perfume. Luego le mostró cómo usar las hilas de alcanfor para combatir la fetidez, pero el hombrecillo las rechazó. Huio aspiró una bocanada de aire y se adentró en el depósito. Cí se las colocó y le siguió. El hedor anegaba la sala y se aferraba a la garganta como un asqueroso vómito. Huio dio una arcada al advertir el festín de moscas y gusanos que pululaban sobre los cuerpos, pero avanzó, tembloroso. Sin embargo, antes de llegar, negó con la cabeza y salió de la sala espantado. Cuando Cí le alcanzó, ya estaba vomitando.
– Es… es espantoso -logró decir entre espasmos.
– Por favor, intentadlo de nuevo. Os necesitamos.
Huio se limpió la boca e hizo ademán de coger las hilas, pero finalmente las dejó. Esta vez entró decidido, armado con unas pequeñas astillas de bambú. Una vez frente a los cuerpos, las frotó contra los bordes de las distintas heridas, las introdujo en unos frasquitos y salió corriendo del depósito. Cí le siguió y cerró la puerta al salir.
– Ahí dentro es imposible respirar -suspiró Huio-. Es el hedor más repugnante que haya olido jamás.
– Yo le aseguro que no -contestó Cí-. ¿Cuándo podremos saber algo?
– Resulta difícil de predecir. En primer lugar, debería discernir entre los restos de perfume y el hedor de la corrupción. Y si lo consigo, habría de compararlo con los miles de aromas que se venden en la ciudad. Es algo muy complicado… -balbuceó-. Cada perfumista confecciona sus propios perfumes. Aunque provengan de esencias similares, se mezclan en secretas proporciones que alteran la composición final.
– Visto así, no es muy alentador.
– Sin embargo, he advertido una peculiaridad… un detalle que tal vez facilite la tarea. El simple hecho de que, tras varios días, aún permanezcan restos de perfume nos habla sin duda de una altísima concentración unida a un excelente fijador. Quizá no sea determinante, pero por la combinación de la fragancia -destapó uno de los frascos y lo acercó a su nariz-, podría aventurar que no se trata de una esencia pura.
– ¿Y eso significa…?
– Que tal vez tengamos suerte. Por favor, dejadme hacer mi trabajo. Quizá en un par de días obtenga alguna respuesta.
El posterior examen de los cadáveres aportó a Cí un dato relevante que había obviado en su primera inspección. Además de las terribles heridas comunes en el pecho, el anciano presentaba en la espalda, bajo el omoplato derecho, una herida circular, del diámetro de una moneda, cuyos bordes se apreciaban desgarrados y vueltos hacia afuera. Apuntó sus observaciones y continuó la exploración.
La ausencia de marcas de defensa era indicio de que las víctimas no habían opuesto resistencia a su asesino, lo cual a su vez implicaba que o bien las víctimas fueron sorprendidas o bien conocían ya a su verdugo. En cualquier caso, era algo sobre lo que debería meditar. Finalmente, descubrió un detalle hasta entonces inadvertido: las manos del cadáver del más anciano, el que tenía el rostro desfigurado, presentaban una extraña corrosión que partía de los dedos y se extendía por las palmas y el dorso. Era una ulceración fina y uniforme que sólo afectaba a la parte externa de la piel, cuyo aspecto, pese al avance de la putrefacción, era más blanquecino que el del resto del cuerpo. Parecía como si las hubiera atacado algún polvo ácido del color del caolín. También advirtió la presencia, bajo el pulgar de la mano derecha, de lo que parecía ser un pequeño tatuaje rojizo con forma de llama ondulada. Tomó un serrucho y seccionó el miembro a la altura de la muñeca. Luego pidió que lo introdujeran en hielo y lo guardaran en la cámara de conservación. Echó un último vistazo y salió afuera para respirar.
Al poco se presentó Bo acompañado por el artista que debía elaborar el retrato de uno de los cuerpos. Al contrario que el perfumista, el pintor ya había sido advertido de lo espinoso de su tarea, pero, aun así, al entrar en el depósito, exhaló una exclamación de terror. Cuando se repuso, Cí le señaló el rostro que debía reproducir y las zonas que debía interpretar para que se asemejaran a su apariencia en vida. El hombre asintió. Sacó sus pinceles y comenzó a trabajar.
Mientras el artista avanzaba, Cí leyó con detenimiento los informes que acababa de entregarle Bo. En ellos constaba que el eunuco asesinado, de nombre Suave Delfín, había comenzado a trabajar en el Palacio de las Concubinas el día de su décimo cumpleaños. Desde entonces, había prestado sus servicios como vigilante del harén, acompañante cordial, músico y lector de poemas. Su extremada inteligencia le había hecho merecedor de la confianza de los responsables del erario, quienes le asignaron el puesto de ayudante del administrador cuando cumplió los treinta años, cargo en el que se había mantenido hasta el día de su muerte, a los cuarenta y tres años de edad.
A Cí no le extrañó. Era habitual y conocido que los eunucos resultaban los candidatos idóneos para administrar el patrimonio de palacio, ya que, al carecer de descendencia, no se veían tentados a derivar recursos para su propio beneficio.
El informe señalaba que una semana antes de su desaparición, Suave Delfín había solicitado permiso para ausentarse de palacio alegando una llamada de su padre, el cual había enfermado repentinamente. El permiso le había sido concedido, motivo por el que su desaparición no había despertado sospechas.
Respecto a sus vicios o virtudes, las notas sólo apuntaban hacia un desmedido amor por las antigüedades, de las cuales poseía una pequeña colección que custodiaba en sus habitaciones privadas. Por último, se consignaban las actividades que desempeñaba a diario y las personas a las que frecuentaba, principalmente, eunucos de su misma condición. Sin embargo, no constaba nada sobre las pruebas practicadas al cuerpo.
Cí guardó el informe junto al plano del palacio en el que figuraban marcadas las dependencias en las que se alojaría mientras durase la investigación. Observó que la habitación que le habían asignado lindaba con el Palacio de las Concubinas, al que, recordó, tenía prohibido acceder. Recogió sus útiles y echó un vistazo al boceto que estaba rematando el retratista. Sin duda, debía de ser un profesional reputado, pues había recogido hasta el último detalle del rostro del fallecido. Le sería de gran ayuda. Le dejó trabajando, pidió a Bo que encargara a un ebanista la fabricación de una pica de características determinadas y se marchó.
Durante el resto de la tarde se dedicó a recorrer las zonas del palacio por las que se le permitía deambular.
En primer lugar, inspeccionó el exterior, un recinto de planta cuadrada de unos treinta y seis li de perímetro protegido por dos murallas almenadas cuya altura estimó que excedería la de seis hombres dispuestos uno sobre otro. En sus esquinas, cuatro torres de vigilancia flanqueaban las cuatro puertas ceremoniales que, orientadas según los puntos cardinales, facilitaban el acceso al palacio, puertas que por su grosor juzgó inexpugnables para cualquiera que las intentara franquear.
Tras el paseo, se internó por el frondoso cinturón de jardines que guarnecía el lugar. Mientras caminaba, se dejó bañar por el jaspeado torrente de verdes intensos, de tonalidades esmeraldas, del musgo húmedo y brillante como recién barnizado, del olivino pardo y la tenue manzana, de los turquesas suaves y desvaídos entremezclados en un exuberante cuadro que hería la vista de tanto esplendor. El aroma fresco y penetrante de los ciruelos, los melocotoneros y los jazmines le limpió del hedor pútrido que se había adherido a sus pulmones. Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Sintió que la vida entraba de nuevo en él.
Se concedió tiempo para disfrutar de los macizos de peonías, que se alternaban gozosos con otros de orquídeas y camelias, y admiró los bosquecillos de pinos y bambúes salpicados de riachuelos, estanques, puentes y pabellones. Pensó que aquel lugar reunía todo lo que un hombre podría anhelar.
Finalmente, tomó asiento junto a una formación rocosa artificial que imitaba las pequeñas crestas de una cordillera. Allí, acompañado por el trinar de los jilgueros, desplegó el cuadernillo que se adjuntaba al plano del palacio. Comprobó que se trataba de la sección del código penal reguladora de las obligaciones que afectaban a cuantos obreros permaneciesen en los palacios imperiales tras la finalización de sus trabajos diarios. En ellas se especificaba la hora de shen, el periodo comprendido entre las tres y las cinco de la tarde durante el cual los mencionados trabajadores debían presentarse ante el oficial encargado de comprobar sus identidades. El mismo oficial era el responsable de verificar que la salida del palacio se efectuaba por las mismas puertas por las que habían accedido. Si haciendo caso omiso de estas disposiciones, alguno de los obreros permanecía voluntariamente en el palacio, incurriría en la pena de prisión durante el tiempo ordinario y sufriría la muerte por estrangulación.
Cí no entendía la razón de aquella advertencia. El sello que le habían entregado le facultaba no sólo a deambular por las dependencias marcadas, sino también a pernoctar en la habitación que Kan le había asignado. Tal vez su hospedaje fuese sólo provisional o tal vez hubiera de tener más cuidado.
No pudo evitar un estremecimiento.
La normativa continuaba haciendo especial mención a los horarios. Según refería, ningún obrero externo podía permanecer en palacio una vez expirado el turno laboral. Si se descubría lo contrario, los inspectores de trabajo, oficiales responsables, soldados y porteros procederían de inmediato a su búsqueda, informando del hecho al emperador. Respecto a la servidumbre propia de la Corte, aquellos que no se presentaran puntualmente para el desempeño de sus obligaciones o bien cesaran en ellas antes de plazo quedarían sujetos a la pena de cuarenta golpes por día de ausencia. Por último, especificaba que, si el hallado culpable fuera un oficial civil o un militar, la pena impuesta se aplicaría en el grado superior inmediato, sin exceder en ningún caso de sesenta golpes y un año de destierro.
Cerró el cuadernillo. Quiso pensar que nada de lo allí reseñado guardaba relación con él. De repente, todo el esplendor de los jardines no le pareció sino una extraordinaria pero desoladora prisión.
Se levantó y se encaminó hacia los edificios de la Corte exterior erigidos más al sur, en los que se ubicaban las oficinas de la rama ejecutiva del gobierno. Había procurado memorizarlos, de modo que intentó recordar su posición. A la entrada se situaba el Consejo de Personal o Li Bu, dedicado a asuntos como la graduación y distribución de funcionarios. A continuación, se ubicaba el Consejo de Rentas o Finanzas, también llamado Hu Bu, a cargo de los impuestos. Después, más hacia el interior, estaba el Consejo de los Ritos, encargado de supervisar las ceremonias, oposiciones y protocolos estatales. A su lado se encontraba el Consejo del Ejército o Bing Bu, que administraba los asuntos militares. El Consejo de los Castigos, dirigido por Kan, controlaba las cuestiones judiciales y se situaba en el piso superior, junto al Consejo de Trabajos, también llamado Gong Bu, responsable de los proyectos de obras públicas como avenidas, canales y puertos. En el mapa se detallaba la ubicación de las distintas oficinas especializadas en temas menores, como agricultura, justicia, banquetes imperiales, sacrificios imperiales, recepciones diplomáticas, establos imperiales, vías fluviales, educación y talleres imperiales, pero Cí fue incapaz de identificarlas.
Frente a la entrada principal, decidió comprobar su conocimiento del recinto. Mostró su sello al centinela, quien, tras anotar su nombre y la hora, le franqueó el paso. Cí atravesó el enorme recibidor central y comprobó con el mapa lo preciso de su recreación. Luego se dirigió hacia el inmenso siheyuan, el patio porticado que establecía la frontera con la Corte interior, donde se erigían el Palacio de las Concubinas y el Palacio Imperial.
Observó desde la puerta la majestuosidad de ambos palacios, cuyas habitaciones, unas doscientas según el plano, quedaban ocultas hacia la fachada interior. En ellas se alojaban, además del emperador, sus esposas y concubinas, los eunucos y un destacamento permanente de la guardia imperial.
Volvió su vista hacia el mapa. Según parecía, en el ala oriental, frente al Palacio de las Concubinas, estaban ubicados los almacenes y las cocinas, y en el ala opuesta, los establos y las caballerizas. Imaginó que las mazmorras se situaban bajo éstos, aunque debido al laberinto que trazaban los sótanos, fue sólo una suposición. Por último comprobó que los dos palacios de verano -Fresco Matinal y Eterno Frescor- quedaban alejados de su vista, en el ala septentrional. Una vez satisfecho, sacó el informe que le habían suministrado para compararlo con sus propias notas. Tras leerlo apretó los dientes.
Hasta aquel momento, sólo podía presumir de una única certeza: la de enfrentarse a un asesino extremadamente peligroso y de una inteligencia superior, cuya habilidad para disfrazar sus crímenes rivalizaba con su crueldad al cometerlos. No mucho más. Contaba a su favor con el descubrimiento de la naturaleza masculina del eunuco, un hallazgo que esperaba que desconociera su ejecutor, pero en su contra jugaban un par de asuntos difíciles de controlar. Por un lado, el absoluto desconocimiento del móvil que había guiado al asesino, dato que, dada la avanzada descomposición de los cuerpos, se revelaba necesario averiguar. Por otro, la manifiesta hostilidad de Kan, para quien su presencia parecía ser más una carga que una solución. Pero esos dos inconvenientes apenas representaban un grano de arroz si se comparaban con el que él juzgaba más peligroso: tener de compañero de pesquisas a una rata como Astucia Gris.
Se dirigió a sus aposentos para reflexionar con tranquilidad.
La habitación era una estancia limpia provista de una cama baja y una mesa de estudio. No necesitaba más y agradeció las vistas al patio interior que le proporcionaba la única ventana. Tomó asiento para reordenar sus ideas y comenzó a trabajar. Desafortunadamente, sus mayores expectativas pasaban por los progresos del perfumista y la distribución del retrato que había ordenado realizar. Y en ambos casos, los resultados no estaban garantizados ni dependían de él. Se lamentó por ello. Detestaba quedar en manos del azar.
Abrió la cámara de conservación que había hecho traer del depósito y extrajo la mano que había cercenado al cadáver para examinarla a la luz del sol. Se fijó en que las yemas de los dedos parecían haber sido atravesadas por decenas de agujas hasta convertirlas en una especie de fu hai shi, la rugosa piedra pómez de Guangdong. Juzgó su origen como una corrosión antigua, pero no se atrevió a aventurar más. Luego se fijó en las uñas. Bajo ellas parecía haber unos fragmentos negros similares a astillas. Sin embargo, al extraerlas y presionarlas, comprobó que se deshacían, pues en realidad eran pequeños restos de carbón. Guardó de nuevo la mano y se dedicó a pensar en los extraños cráteres que el asesino había practicado sobre las tres heridas principales. ¿Por qué las habría perfumado? ¿Por qué habría escarbado de aquella brutal manera? ¿En verdad buscaría algo o, tal y como habían sugerido Ming y el magistrado, responderían a un rito o a un instinto animal?
Se levantó y cerró la carpeta de un manotazo. Si pretendía avanzar, tenía que interrogar a las amistades del eunuco Suave Delfín.
Un oficial informó a Cí de que encontraría a Lánguido Amanecer en la Biblioteca Imperial.
El mejor amigo de Suave Delfín resultó ser un joven eunuco de aspecto aniñado cuya edad no superaría los diecisiete años. Aunque sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz sonaba templada, y sus respuestas, serenas y maduras. Pero cuando le preguntó por Suave Delfín, su tono cambió.
– Ya le dije al consejero de los Castigos que Suave Delfín era muy reservado. Es cierto que pasábamos mucho tiempo juntos, pero hablábamos poco -respondió.
Cí obvió preguntarle a qué dedicaban su tiempo. En cambio, le interrogó sobre la familia de Suave Delfín.
– Casi nunca los mencionaba -respondió aliviado al comprobar que no le responsabilizaba de su desaparición-. Su padre era un pescador del lago, al igual que los de muchos de nosotros, pero a él no le gustaba reconocerlo y solía fantasear al respecto.
– ¿Fantasear?
– Exagerar, imaginar… -le explicó-. Cuando se refería a su familia, lo hacía con respeto y admiración, pero no por piedad filial, sino con cierta presunción. Como si descendiese de gente rica y poderosa. Pobre Suave Delfín. Él no mentía por maldad. Lo que le sucedía es que odiaba la miseria de su juventud.
– Comprendo. -Ojeó por encima sus notas-. Según parece, era muy cuidadoso con su trabajo…
– ¡Oh, sí, desde luego! Siempre apuntaba lo que hacía, se pasaba las horas muertas repasando sus cuentas y siempre salía el último. Se mostraba orgulloso de haber progresado tanto. Por eso despertaba tantas envidias. Y por eso me envidiaban a mí.
– ¿Envidias? ¿De quiénes?
– De casi todos. Suave Delfín era guapo y suave como la seda. Y también rico. Era ahorrador.
A Cí no le sorprendió. Eran muchos los eunucos que ascendían en la Corte y se hacían con una pequeña fortuna. Todo dependía de su trabajo y de la habilidad en el elogio y en la adulación. Sin embargo, cuando Cí se lo hizo notar, el joven eunuco no estuvo de acuerdo.
– Él no era como los demás. Sólo tenía ojos para el trabajo, para sus antigüedades… y para mí. -Rompió a llorar.
Cí intentó consolarle, pero no lo logró. No quiso insistir. Si lo necesitaba, volvería a interrogarlo. El muchacho iba a marcharse cuando algo acudió a la mente de Cí.
– Una última cosa -le señaló-. Dijiste que Suave Delfín despertaba envidia en casi todos…
– Así es, señor -lagrimeó.
– ¿Y en quién no, aparte de ti?
El joven eunuco miró a los ojos de Cí como si le agradeciera aquella pregunta. Luego bajó los suyos.
– Lo siento. No se lo puedo decir.
– No tienes nada que temer de mí -se extrañó Cí.
– A quien temo es a Kan.
Mientras reflexionaba sobre la complejidad de su situación, Cí se encaminó hacia las habitaciones en las que había residido Suave Delfín hasta el día de su desaparición. En su calidad de ayudante del administrador, éstas se ubicaban cerca del Consejo de Finanzas, en el piso superior.
Encontró la puerta custodiada por un centinela de pocas palabras que, no obstante, le franqueó el paso tras anotar su nombre en la libreta de registro y verificar la legitimidad del sello imperial. Una vez dentro, Cí comprobó que, en efecto, Suave Delfín era un ferviente devoto del orden y la pulcritud. Los diferentes libros de su despacho, todos dedicados a la poesía, no sólo estaban alineados con maniática precisión, sino que además habían sido forrados con papeles de seda de idéntico color. Nada en la habitación estaba dispuesto al azar: los trajes, perfectamente doblados y apilados en el interior de un arcón impoluto; los pinceles de escritura, tan escrupulosamente limpios que hasta un recién nacido podría haberlos chupado; o las varillas de incienso, ordenadas según su tamaño y olor. Sin embargo, sobre la mesa se advertía un elemento discordante: un diario dejado caer descuidadamente, abierto por la mitad. Cí preguntó al centinela si alguien había tenido acceso a las dependencias tras la desaparición del eunuco y éste, tras consultar el libro de registro, contestó que no. Cí entró de nuevo y se dirigió a la siguiente habitación.
La segunda estancia era un amplio salón cuyos tabiques parecían haber sido invadidos por un ejército de antigüedades. En la pared de entrada, decenas de estatuillas de bronce y jade de las dinastías Tang y Qin estaban clasificadas con etiquetas que ilustraban su insigne procedencia. Lindantes con el muro exterior y flanqueando la ventana que miraba al Palacio de las Concubinas, cuatro jarrones de delicada porcelana de Ruzhou exhibían su níveo esplendor. Frente a ellos, en la pared opuesta, refinadas pinturas de paisajes montañosos, jardines, ríos y puestas de sol brillaban sobre lujosos lienzos de seda. Sin embargo, en la cuarta pared tan sólo se exhibía un lienzo primorosamente caligrafiado que coronaba el acceso a la última estancia. Se fijó en él. El texto era un poema de trazos vigorosos y firmes que progresaban de derecha a izquierda como un armonioso desfile de lirismo y destreza. Se fijó en los numerosos sellos rojos, que señalaban a sus anteriores propietarios. Le atrajo la forma ligeramente curvada del bastidor, el cual miró con atención.
Juzgó que su valor resultaría incalculable. Seguramente demasiado oneroso incluso para un eunuco próspero como Delfín.
Finalmente, se adentró en la tercera estancia, un dormitorio presidido por un lecho envuelto en gasa, perfumado con generosidad. El edredón se ajustaba a las esquinas con exquisitez, como una mano a un guante. Las paredes, pulcras, se hallaban guarnecidas con lienzos de seda bordada. Nada en aquellas estancias estaba dispuesto al azar.
Nada, excepto el diario de Suave Delfín.
Volvió a la primera sala para examinarlo.
Se trataba de un volumen de finas hojas de papel decorado con flores de loto. Tras comprobar que estaba completo, se enfrascó en su lectura sin prisas, buscando cualquier indicio que le resultara útil. Curiosamente, el diario no hacía mención alguna a su desempeño laboral, dedicándose exclusivamente a asuntos personales. El eunuco desgranaba sus sentimientos hacia el joven Lánguido Amanecer, del cual parecía estar profundamente enamorado. Hablaba de él con delicadeza y cariño, casi con la misma pasión que reflejaba cuando se refería a sus padres, a los que mencionaba prácticamente en cada página.
Cuando lo terminó, frunció el ceño. De su lectura se desprendía que el eunuco, pese a su agitada vida amorosa, había sido una persona sensible y honesta.
Y también podía inferirse que, de un modo u otro, había sido engañado por su ejecutor.
Al día siguiente, Cí acudió pronto al archivo. Astucia Gris pernoctaba fuera de palacio y, sabedor de que no solía madrugar, aprovechó la privacidad de la mañana para comprobar los asuntos en los que había trabajado Suave Delfín antes de morir.
Según comprobó en los legajos, desde el último año el eunuco se había ocupado de la contabilidad correspondiente al comercio de la sal, uno de los monopolios que, junto a los del té, el incienso y el alcohol, controlaba en exclusiva el estado. Cí no estaba familiarizado con los asientos mercantiles, pero, por simple comparación con los reseñados en años precedentes, comprobó que existía un descenso constante y pronunciado en los balances. La merma podía obedecer a fluctuaciones del mercado o tal vez a un enriquecimiento ilegítimo que, de alguna forma, justificaría la valiosísima colección de antigüedades que había acumulado Suave Delfín.
Para verificarlo acudió al Consejo de Finanzas, donde le confirmaron que el montante total de transacciones había disminuido debido al avance de los bárbaros del norte. Cí comprendió. De un modo u otro, todos los habitantes del imperio habían sufrido en sus carnes las consecuencias de la invasión de los Jin. Tras haber sido contenidas durante años, las tropas Jin habían avanzado hasta ocupar el norte del país. Desde entonces, las relaciones comerciales se habían resentido, y más aún en los últimos años, cuando a pesar de los pactos y los tributos, sus ejércitos amenazaban con proseguir su expansión. Agradeció la explicación al funcionario y emprendió camino hacia el depósito. Quería limpiar los cadáveres para comprobar su evolución.
Antes de descender a las mazmorras se pasó por las cocinas y los establos para proveerse de los suministros que había encargado a Bo. Una vez satisfecho, se dirigió a la antecámara del depósito. Al entrar le invadió una náusea. Desde allí podía mascarse el hedor a corrupción. Imaginó que las hilas de alcanfor apenas lo paliarían. Aun así, se las colocó y comenzó a trabajar. Justo en ese momento apareció Bo.
– Me retrasé, pero aquí la tienes. -Le mostró la pica que le había encargado.
Cí examinó con detenimiento el asta, sopesó su masa y comprobó el diámetro y su alineación. Asintió satisfecho. Era exactamente lo que necesitaba. La dejó a un lado y continuó con los preparativos. En una cacerola de terracota introdujo una gran cantidad de hojas de cardo blanco y vainas de jabón de judías. Las prensó y les prendió fuego, pues el humo combatiría el hedor. Seguidamente, preparó un cuenco con vinagre, inhaló unas gotas de aceite de semillas de cáñamo y mordió un trozo de jengibre fresco. No podía hacer mucho más. Aspiró una bocanada de aire y con el resto del material entró en la sala dispuesto a afrontar el último examen.
Pese al lavado practicado el día anterior, los gusanos se habían vuelto a reproducir e infestaban los cadáveres. Rápidamente sofocó las ascuas con el vinagre para que el humo se expandiera y comenzó a elaborar el enjuague definitivo. Mezcló el resto del vinagre con estiércol fermentado hasta conseguir una papilla viscosa que diluyó con agua, luego embadurnó una paleta de madera y utilizó la mixtura para arrastrar las larvas y los gusanos. Finalmente, completó la limpieza vertiendo varios baldes de agua sobre los cuerpos. Sintió asco al percibir bajo sus pies el grasiento charco de sangre, insectos y podredumbre, pero apretó los dientes y comenzó la inspección.
En el eunuco y en el cadáver desfigurado no hizo hallazgos relevantes. En ambos, la corrupción había avanzado ennegreciendo la piel hasta desprenderla de los músculos, y en muchas zonas se veía acartonada. Sin embargo, sobre el rostro del hombre más joven, el mismo del que había mandado elaborar un retrato, descubrió una miríada de diminutas señales tan pequeñas como semillas de amapola. Cí limpió con esmero las zonas de piel mejor conservadas y las examinó con atención. Las minúsculas cicatrices parecían antiguas y se veían diseminadas por todo el rostro como pequeñas quemaduras o picaduras de viruela, con la única excepción de unos extraños cercos cuadrados alrededor de ambos ojos. Lo apuntó en su cuaderno y esbozó una imagen en la que replicó el patrón. Comprobó que esas mismas marcas estaban presentes en las manos. Finalmente, cogió la pica.
No estaba seguro de que su idea funcionase, pero aun así avanzó hacia el cuerpo mutilado del anciano. Empuñó la pica y apuntó su extremo hacia el cráter abierto en el pecho. Luego, con sumo cuidado, fue introduciendo el asta, buscando algún camino que permitiese su progreso. Cuando la pica cedió ante la presión, exhaló un rugido de satisfacción. Poco a poco, como si se deslizara por un pasadizo secreto, el extremo de la pica fue penetrando en el interior del cuerpo, inclinándose hacia abajo y hacia el exterior. Cuando detuvo su progreso, Cí pidió a Bo que le ayudase a dar la vuelta al cadáver. Al hacerlo, comprobó que el extremo de la pica aparecía por la herida abierta en la espalda, confirmando sus sospechas. No se trataba de dos heridas diferentes, sino de una sola, con entrada y salida. Iba a extraer la pica cuando un brillo en su extremo llamó su atención. Con cuidado, cogió unas pinzas y separó el fragmento brillante de la sangre reseca. Al examinarlo con cuidado, determinó que se trataba de una esquirla de piedra. No supo identificar su procedencia, pero la guardó como prueba.
– Necesitaré otro cadáver -le dijo al oficial.
Bo le miró con preocupación.
– Conmigo no cuentes -respondió.
Cí rio y Bo respiró al comprender que no era preciso matar a nadie. Lo que a Cí le urgía era un cuerpo muerto para comprobar su teoría. Sin embargo, cuando Bo le propuso conseguirlo en el cementerio de Lin’an, Cí se negó en redondo. Se acordó del adivino.
– Tendremos que encontrarlo en otro lugar -le apremió.
De entre su material sacó dos grandes pliegos de papel: uno mostraba el dibujo de una figura humana por su parte ventral, y el otro, la misma imagen por su parte dorsal. Ambos esbozos se veían completados con una serie de puntos negros y blancos que salpicaban de forma precisa las distintas partes de la anatomía. Bo se interesó por ellos.
– Los utilizo como plantilla. Los puntos negros señalan los lugares que resultan mortales en caso de ser afectados por una lesión o herida. Los blancos indican los propensos a ocasionar un gran mal. -Los extendió en el suelo y dibujó el lugar exacto y la forma de las heridas.
Cuando concluyó, limpió la pica, cogió los dibujos en los que había bosquejado las heridas del anciano y, tras autorizar la inhumación de los cadáveres, abandonó el palacio en compañía de Bo.
El Hospital Central era una especie de granja atestada de moribundos que pasaban a diario de los camastros al cementerio como huevos al canasto. Cí había pensado que sería el lugar idóneo para practicar con un cuerpo, pero el director del sanatorio les informó de que los últimos fallecidos ya habían sido retirados por sus familiares. Bo sabía que Cí pretendía comprobar las heridas que produciría una pica al atravesar un cuerpo humano. Por eso, cuando Bo sugirió emplear a un enfermo como sustituto, Cí no dio crédito. El oficial argumentó que el voluntario que accediese a su propuesta recibiría un entierro digno y una compensación para sus familiares, y aunque Cí se negó, Bo ordenó al director que difundiera la propuesta. Para asombro de Cí, el director aceptó sin poner reparos.
Recorrieron sala por sala en busca de candidatos, que Cí descartó por demasiado sanos. Finalmente, el director les propuso a un hombre quemado que se debatía entre la vida y la muerte, pero Cí lo rechazó, alegando que sus quemaduras alterarían los resultados. Continuaron hasta una estera próxima en la que yacía un obrero con el color de la muerte pintado en su rostro. El hombre había quedado aplastado a causa de un derrumbamiento y agonizaba. Cí contempló cómo el dolor le consumía en sus últimos instantes. También lo rechazó. Entonces Bo se percató de que Cí jamás aceptaría su planteamiento. Se dio la vuelta y salió del hospital contrariado.
– No sé ni cómo me he atrevido a pensarlo -dijo Bo, arrepentido.
– ¿Y las ejecuciones? -respondió Cí.
Le propuso a Bo emplear el cadáver de un condenado.
El responsable de la prisión de extramuros, un militar cuajado de cicatrices, pareció disfrutar con la idea de atravesar a un muerto.
– Precisamente esta mañana estrangulamos a uno -se felicitó-. Sabía que en el pasado se emplearon presos muertos para experimentar los efectos de la acupuntura, pero nunca me habían propuesto algo semejante. En fin, si es por el bien del imperio, al menos esos criminales servirán para algo.
Les condujo hasta el lugar donde yacía el cuerpo del infortunado. El responsable del presidio les informó de que la ejecución pública había tenido lugar el día anterior en uno de los mercados, pero después había sido trasladado al patio de la prisión y desde entonces permanecía expuesto para escarmiento de los demás reos. Lo encontraron tirado sobre la tierra, vestido y hecho un guiñapo.
– Ese cabrón violó a dos niñas y las arrojó al río. La turba le apaleó -justificó.
Cuando el militar le preguntó si necesitaba que lo desnudaran, Cí respondió negativamente. El anciano había sido asesinado vestido y él pretendía reproducir los hechos de la forma más fidedigna posible. Sacó los dibujos y comprobó la posición de las heridas. Luego prendió sobre la camisola del cadáver una pinza de bambú señalando el lugar donde tenía que clavar la pica.
– Será preciso incorporarlo -señaló.
Entre varios soldados consiguieron izar el cuerpo y pasarle una soga bajo los hombros que aseguraron bajo una viga. Finalmente, el cadáver colgó como un monigote. Cí lo miró. Cuando aferró la pica no pudo evitar sentir pena por el criminal. Sus ojos entreabiertos parecían desafiarle desde más allá de la muerte. Cí enarboló la lanza. Pensó en las niñas asesinadas y descargó la pica sobre el cadáver con todas sus fuerzas. Sonó un chasquido y el madero penetró en el cuerpo como si trinchara un cerdo. Sin embargo, se enganchó a mitad del recorrido y no lo traspasó.
Cí maldijo entre dientes. Extrajo la pica y se dispuso a repetir la operación. Tensó cada uno de sus músculos y volvió a pensar en las niñas. Esta vez la descarga fue más violenta, pero tampoco logró atravesarlo. Sacó la pica y escupió al suelo.
– Pueden bajarlo. -Pateó una piedra con rabia. Meneó la cabeza de un lado a otro.
No dio explicaciones. Simplemente, agradeció la colaboración y dio por concluido el ensayo.
El resto de la tarde lo empleó en aclarar sus ideas, cosa que pudo hacer hasta que Astucia Gris lo encontró. El cachorro de juez le preguntó por sus avances, pero Cí no dudó en mentirle. No estaba dispuesto a dejarse engañar otra vez.
– Según parece, ese Suave Delfín era un hombre honesto -le contestó Cí-. Sólo vivía para su trabajo, pero no he indagado mucho más. ¿Y tú? -simuló interesarse también.
– ¿Quieres que te sea sincero?
Cí recordó la última vez que su rival le aseguró lo mismo. Pensó que aunque se tratara de su propio padre, Astucia Gris le mentiría igual.
– Este asunto es un regalo envenenado -farfulló Astucia Gris-. No tienen ni idea. Nos ceden un caso sin pies ni cabeza y, como no saben resolverlo, pretenden que nosotros parezcamos los ineptos.
– Sin pies ni cabeza, nunca mejor dicho -ironizó sin ganas Cí-. ¿Y qué tienes previsto hacer?
– He pensado acelerar el otro asunto. El del asesino del alguacil. Lo he madurado bien y no voy a permitir que esos ladinos salpiquen de mierda mi carrera.
Cí también se aceleró. Pese a su temor, intentó averiguar más sobre sus intenciones. Le preguntó si es que habían llegado noticias nuevas de Fujian.
– Al contrario, la valija se está retrasando. De hecho, ayer llegó un correo que esperábamos desde hacía seis días. Por esa razón he decidido acudir yo en persona. -Hizo una pausa-. Te lo aseguro. Necesito un primer éxito inmediatamente. No voy a parar hasta resolver el asesinato de ese Kao.
– Pero ¿y las órdenes de Kan? -intentó disuadirle.
– He hablado con él y no me ha puesto impedimentos. -Sonrió-. Ventajas de ser familia. Tendrás que arreglártelas solo.
Cí se arrepintió de haberle preguntado. Hasta aquel instante había albergado la esperanza de que las pesquisas de Astucia Gris resultaran infructuosas, pero ahora estaba seguro de que el joven juez averiguaría que, en realidad, él era el fugitivo a quien perseguía el alguacil asesinado. Le preguntó cuándo partía.
– Salgo esta noche. Cuanto más tiempo permanezca aquí, más fácil será que me etiqueten de fracasado.
Cí no supo si alegrarse. Por un lado, dispondría de más tranquilidad para trabajar en los asesinatos, pero hablar de tranquilidad cuando ésta dependía de la investigación de Astucia Gris se le antojó una necedad.
– Buena suerte -le dijo.
Nunca había deseado un «buena suerte» tan hipócrita. Tras despedirse, se levantó para dirigirse a su habitación. Tenía muchas cosas en las que pensar.
«Ninguna buena», se lamentó.
La llegada del perfumista sorprendió a Cí mientras meditaba sobre el origen de las minúsculas cicatrices en el rostro de uno de los cadáveres. Pese a barajar algunas hipótesis, aún no había llegado a ninguna conclusión, de modo que cuando el hombrecillo le aseguró que estaba de suerte, Cí se alegró. Sin embargo, lo que menos esperaba era que, por toda respuesta, el perfumista le regalara una sonrisilla mientras le tendía un frasquito sellado con cera.
– Podéis olerlo -le ofreció orgulloso.
Cí rompió el sello y aproximó la nariz al intenso aroma que brotaba del frasco y se adentraba en su pituitaria. Era un perfume profundo, denso, dulce y empalagoso como la mermelada, con notas que le recordaron al sándalo y al pachuli. Su vigor le emborrachó. Sin embargo, pese a parecerle familiar, fue incapaz de identificarlo. El perfumista agrió el gesto.
– ¿No lo reconocéis?
– ¿Acaso debería? -se sorprendió Cí.
– Supongo que sí. Es Esencia de Jade, la fragancia que desde hace años elaboro para el emperador.
Cí frunció el ceño. Desconocía el alcance de la revelación, así que le confesó al perfumista que su estancia en el palacio se reducía a un par de días entre legajos y cadáveres.
– Y aunque he gozado del privilegio de conocer al emperador, puedo aseguraros que las circunstancias del encuentro no ayudaron a que me fijara en su perfume.
– ¡Oh, no! Esta esencia no es para él -le advirtió el perfumista.
Cí se frotó el rostro, desvelando su interés. El perfumista le contó que desde hacía años elaboraba con ingredientes secretos y en rigurosa proporción aquella fragancia, cuyo uso estaba absolutamente prohibido a cualquier otra persona que no fuese esposa o concubina del emperador.
– Y que, por supuesto, fabrico para ellas en exclusiva.
Cí permaneció en silencio meditando la revelación del perfumista, que parecía esperar impaciente su aprobación. Finalmente, le preguntó si existía la posibilidad de que alguien en su taller hubiese sustraído una partida. El hombrecillo se ofendió.
– ¡Eso es imposible! Cada vez que se me ordena un nuevo suministro, yo me encargo de procesar la fragancia, envasarla, numerarla y trasladarla personalmente a la Corte -aseguró categórico.
– ¿Y si alguien hubiese imitado su fragancia?
– ¿Imitar? Eso no sólo resultaría improbable, sino que también sería inútil. Lo primero, porque sólo yo conozco los ingredientes y le aseguro que no son fáciles de descubrir. Y lo segundo, porque de ser desenmascarado, el falsificador sería ejecutado sin remisión.
– Ya, entiendo. ¿Y existe la posibilidad de que os equivoquéis?
– ¿Qué queréis insinuar? -El perfumista le miró como si le hubiera insultado.
– Me refiero a que si estáis completamente seguro de vuestro descubrimiento… Al fin y al cabo, los restos de fragancia eran mínimos y estaban contaminados con la podredumbre.
– Mirad, joven -afirmó sin atisbo de duda-. Si llevarais trabajando en esto desde el día en que nacisteis, sabríais bien de lo que hablo. Sería capaz de reconocer mi perfume aunque al lado acampara un ejército de elefantes.
Lo dijo tan convencido que Cí no lo dudó. Iba a continuar el interrogatorio cuando el perfumista añadió algo.
– Por cierto, resulta curioso, pero había algo más… Un olor extraño. Acre. Tan sólo unos retazos, pero estaba allí.
– ¿Otro perfume?
– No. No era un perfume. Y tampoco procedía de la putrefacción. No sé. Intenté distinguirlo, pero me resultó imposible.
Cí lo anotó entre sus apuntes. Con aquellos datos tenía suficiente, pero se le ocurrió una última cuestión.
– Respecto a ese perfume que elaboráis, Esencia de Jade… en palacio, ¿quién es el encargado de recibirlo?
– No es él, sino ella. -Los ojos del hombrecillo se abrieron como si la contemplara desnuda en ese momento-.Una nüshi. La encargada de organizar los encuentros del emperador con sus concubinas. Generalmente, la surto de perfume cada primera luna. Unos treinta botes como éste, según la demanda. Tened en cuenta que, además de la nüshi, en el harén conviven unas mil concubinas. Ella es la que recibe y administra todos los lotes, y os aseguro que los custodia como si fueran los hijos que no puede tener.
Tras acompañar hasta la salida al perfumista, Cí se adentró en los jardines. Conocer la existencia de una nüshi le había intrigado, y aunque sabía que no podía franquear sus límites, sentía la necesidad de acercarse al Palacio de las Concubinas. Mientras caminaba, repasó mentalmente los datos de los que disponía.
De una parte, estaban los cadáveres. En primer lugar, el del eunuco: un hombre laborioso y minucioso, amante de su familia y aparentemente honesto, cuyo trabajo como ayudante del administrador difícilmente justificaba una colección de antigüedades tan valiosa. Le seguía el de un hombre que rondaría la cincuentena, con el rostro desfigurado y las manos extrañamente corroídas por algún ácido o enfermedad; quizá el único indicio por el que podría identificarle pero del que sabía poco más. Finalmente, quedaba el cuerpo del más joven, con la cara salpicada de unas minúsculas cicatrices de apariencia antigua, a excepción de dos extraños cercos situados sobre los ojos.
En cuanto a asuntos pendientes de indagar, sin duda destacaría los aspectos comunes a los tres asesinatos: el interés del asesino en impedir la identificación de los cadáveres, las terribles heridas en forma de cráteres horadados en sus torsos y el insólito olor a una fragancia elaborada por un único perfumista cuya custodia estaba a cargo de la nüshi del emperador.
Para cuando quiso darse cuenta, deambulaba por las inmediaciones del Palacio de las Concubinas, algo que podía resultar peligroso en caso de ser descubierto por algún eunuco. Se agazapó tras un árbol y miró el edificio cuyas celosías velaban hasta el último rincón. Era una construcción delicada, como las mujeres que se alojaban en su interior. Tras los estores de papel le pareció adivinar las siluetas de unas jóvenes gráciles correteando desnudas y, sin pretenderlo, se fijó en ellas. Sintió el aguijón del deseo recorriendo su cuerpo. Hacía tiempo que no yacía con ninguna flor.
Intentó desterrar la lujuria de su pensamiento centrándose en las palabras pronunciadas por el perfumista. La nüshi era la única persona que administraba aquella fragancia. Nadie más tenía acceso a ella. Ni siquiera los eunucos. Y si, tal y como afirmaba el químico, sólo él fabricaba aquella esencia, no le quedaba otro camino que interrogar a la responsable de su distribución.
De regreso a la Corte exterior, acudió al encuentro del retratista para comprobar el progreso de su trabajo. Una vez en su taller, Cí lanzó una exclamación de admiración. Frente a él, en un lienzo sobre un caballete, se erguía un rostro tan nítido y vívido que parecía que pudiese hablar. El artista había reflejado con absoluta perfección cada rasgo del cadáver hasta devolverlo a la vida. Perfecto en todo, con la excepción de un tremendo error.
– Debí haberlo mencionado, pero tendríais que haberlo dibujado con los ojos abiertos.
La noticia sorprendió al retratista, que se inclinó una y otra vez en señal de arrepentimiento, pero Cí le disculpó asumiendo su parte de responsabilidad. Por fortuna, el artista le aseguró que podía remediarlo.
– Al revés habría sido más complicado.
– ¿Podríais añadirle también unas cicatrices?
Sobre el propio retrato, Cí le explicó el tipo, tamaño, forma, número y distribución, especificándole que se abstuviera de pintarlas alrededor de los ojos. Esperó a que terminara el trabajo en previsión de nuevos errores, pero cuando concluyó y pudo contemplar el resultado, Cí le mostró su satisfacción.
– Es realmente magnífico.
El retratista respiró con orgullo, se inclinó ante Cí y le entregó el lienzo de seda, que éste enrolló como si fuera de oro, para a continuación guardarlo en una talega de tela. Se despidieron y Cí se encaminó hacia su cuarto. Una vez allí, desenrolló el lienzo y lo contempló con detenimiento. En efecto, la imagen parecía tener vida. El único problema residía en la imposibilidad de su duplicación, lo cual impedía su distribución y publicidad de forma masiva. Pero, aun así, seguía pensando que le sería útil en cuanto descubriese el origen de aquellas minúsculas cicatrices.
Después de un rato sin saber cómo proseguir, pensó en su maestro Ming, del que añoraba sus consejos y su templanza. Recordó que Ming siempre sabía qué decir o cómo actuar. Se sentía en deuda con él en la misma medida en que se avergonzaba por haberle defraudado. Debería ir a visitarle y compartir las cuestiones que le mantenían intrigado. Enrolló de nuevo el retrato, se pertrechó con sus notas y salió dispuesto a reconciliarse con la única persona que le había ayudado desde su llegada a Lin’an.
Atravesó el jardín sin problemas. Sin embargo, cuando intentó franquear la muralla de palacio, el centinela se lo impidió de malos modos.
– Ahórrate el esfuerzo -le espetó el guardia mientras miraba despectivamente el sello que Cí se empeñaba en mostrarle. Cuando éste le informó de que era un salvoconducto expedido por el mismísimo consejero de los Castigos, el centinela no se inmutó.
– Entonces habla con él. Es Kan quien lo ha ordenado.
Cí no dio crédito a sus palabras, pero el centinela no retrocedió.
Apretó los dientes y pateó un guijarro con la misma rabia con la que habría pateado a Kan de haberlo tenido enfrente. Finalmente, se giró. Si el emperador deseaba que él avanzara en la investigación, tendría que decidir qué hacer con un ministro que parecía más pendiente de ponerle impedimentos que de facilitarle el trabajo. Por fortuna, el salvoconducto parecía conservar su validez en el interior del complejo, lo que le permitió acceder hasta el despacho del secretario personal del emperador. Cí se identificó y solicitó una entrevista, pero el secretario, un anciano de aspecto relamido, le miró como si acabara de posársele una mosca. Resultaba no sólo insólito, sino también insultante que un simple trabajador pretendiese una audiencia con el emperador.
– Hay quienes han muerto por menos -señaló casi sin mirarlo.
Cí se dijo que, si lo quisieran muerto, ya le habrían matado.
Insistió, pero lo único que consiguió fue que la indignación del secretario aumentara. El hombre le ordenó que se retirara bajo amenaza de llamar a la guardia, pero Cí no se arredró. Estaba dispuesto a aclarar aquella situación a costa de lo que fuese, así que permaneció de pie, desafiante, sin ni siquiera pestañear cuando el secretario le amenazó con enviarle a juicio y asistir a su decapitación. Mientras el hombre alzaba cada vez más la voz, Cí advirtió que se aproximaba el séquito imperial, en el que marchaban Kan y el emperador. No dio opción a que le detuvieran. Dejó con la palabra en la boca al secretario y, antes de que la guardia pudiera impedírselo, se arrojó de bruces al suelo frente a ellos. Al reconocerle, Kan ordenó que lo prendieran, pero Ningzong se opuso.
– Extraño modo de presentarte ante tu emperador.
Consciente de su insolencia, Cí no se atrevió a mirar. Golpeó el suelo con la frente y suplicó indulgencia. Al no obtener respuesta, balbuceó que se trataba de un asunto relacionado con los crímenes que no admitía dilación.
– Majestad, ¡esto es intolerable! -bramó Kan.
– Tiempo habrá para los castigos. ¿Has descubierto algo? -se limitó a preguntar el emperador.
Cí pensó si no sería más conveniente hablar a solas con el soberano. Estuvo a punto de solicitarlo, pero no quiso tentar más su suerte. Pese a continuar postrado, miró a Kan de soslayo.
– Majestad, con todos mis respetos, creo que alguien intenta sabotear mi trabajo -se atrevió a decir finalmente.
– ¿Sabotear? ¿A qué te refieres? -Hizo un gesto a la guardia para que se apartara unos pasos. Cí no se movió.
– Hace unos instantes, cuando me dirigía a realizar unas gestiones en el exterior, los centinelas me han impedido salir de palacio -dijo con un hilo de voz-. De nada me ha servido el sello que me facilitó su excelencia el consejero, y…
– Comprendo. -Miró a Kan, quien apenas prestó atención a la denuncia de Cí-. ¿Alguna cosa más?
Cí abrió la boca perplejo. Sin embargo, mantuvo la frente pegada al suelo.
– Sí, Majes-tad -tartamudeó-. En los informes que se me han entregado no constan las pesquisas practicadas por los jueces de palacio. No hay ni un solo dato sobre el lugar y la forma donde se encontraron los cuerpos. No constan testigos ni denuncias sobre desapariciones, ni ningún apunte sobre sospechas, ni ninguna referencia a un móvil. -Miró de reojo a Kan, quien evitó el enfrentamiento-. Ayer interrogué a un amigo íntimo de Suave Delfín, un joven eunuco que se mostró colaborador hasta que dejó de serlo. Y la explicación a su repentino silencio fue que el consejero de los Castigos le había prohibido hablar de ello.
El emperador guardó silencio un instante.
– ¿Y por esa razón crees que puedes importunarme presentándote ante mí como un animal salvaje?
– Alteza, yo… -Se sorprendió al tiempo que comprendía lo necio de su comportamiento-. El consejero Kan manifestó que nadie había entrado en las dependencias privadas de Suave Delfín, pero eso es falso. No sólo entró él, sino que prohibió al centinela hablar de ello. ¡Vuestro consejero no quiere que descubra nada! Desprecia cualquier método que provenga del examen y de la razón y se empecina en ocultar aquello que podría dejarle en evidencia. No puedo interrogar a las concubinas, no puedo acceder a los informes, no puedo salir de palacio…
– ¡Ya he escuchado suficientes impertinencias! ¡Guardias! ¡Conducidlo a sus aposentos!
Cí no se resistió, pero mientras los guardias lo incorporaban, pudo advertir cómo la sonrisa envenenada de Kan acompañaba el brillo de su único ojo.
Oyó cómo los guardias cerraban la puerta y se apostaban en el exterior. Luego se mordió las uñas hasta que al cabo de un rato se abrió la puerta de nuevo. Bo entró sin saludar, con el rostro enrojecido por la ira.
– ¡Vosotros los jóvenes os creéis los dueños del mundo! -murmuró mientras deambulaba por la estancia-. Llegáis con vuestros aires de conocimiento, con vuestras técnicas novedosas y vuestros expertos análisis, os presentáis ante vuestros mayores, soberbios y orgullosos, confiados en vuestra capacidad de averiguar lo imposible y olvidáis las más elementales normas de protocolo. -Hizo una pausa para clavar los ojos en Cí-. ¿Se puede saber qué pretendes? ¿Cómo se te ha ocurrido acusar a un consejero?
– A un consejero que me impide investigar, encerrándome como a un reo…
– ¡Por el Gran Buda, Cí! Lo de la muralla no fue idea suya. Sólo siguió las órdenes del emperador.
Cí palideció.
– Pero… -balbuceó sin comprender.
– ¡Estúpido iluso! Si salieses sin escolta de palacio, tu vida duraría menos que un huevo entre las fauces de un zorro. -Hizo una pausa, buscando la comprensión de Cí-. No es que no puedas salir. Es que si lo haces, debes hacerlo protegido.
– Pero entonces…
– Y claro que Kan entró en las dependencias de Suave Delfín. ¿Qué querías? ¿Que lo dejasen todo en tus manos?
– ¿Y vos no comprendéis que jamás podré ayudaros si no me explicáis cuál es el peligro al que me enfrento? -alzó la voz Cí.
Bo pareció reflexionar. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Luego se giró hacia Cí con el gesto cambiado.
– Entiendo tu impotencia, pero eres tú quien ha de comprender sus motivos. De acuerdo, el emperador solicitó tu ayuda, pero no pretendas que confíe sus secretos al primer recién llegado que le deslumbre con sus trucos.
– Muy bien. Pues si no me permitís progresar, pedid al emperador que me releve. Os contaré cuanto he averiguado y…
– ¡Ah! ¿Pero has averiguado algo? -se sorprendió Bo.
– Menos de lo que podría y más de lo que me han permitido.
– ¡Escúchame bien! Soy sólo un oficial, pero puedo ordenar que te azoten ahora mismo, así que olvida los sarcasmos.
Cí comprendió que su irreverencia le estaba conduciendo a un callejón sin salida. Bajó la cabeza y se disculpó. Luego sacó sus notas y las repasó mientras Bo tomaba asiento en un taburete cercano. Cí inspiró con fuerza hasta que se calmó. Una vez tranquilo, comenzó a detallarle punto por punto sus avances: el descubrimiento de las pequeñas cicatrices en el rostro del cadáver más joven, la existencia del perfume Esencia de Jade, cuya custodia recaía en la nüshi de palacio, y el engaño de Suave Delfín.
– ¿A qué te refieres? -Los ojos de Bo centellearon.
– A que mintió a Kan. El eunuco nunca llegó a visitar a su padre, porque su padre nunca enfermó. En realidad, Suave Delfín se vio obligado a emplear esa excusa para que nadie desconfiara de su ausencia.
– Pero ¿cómo puedes afirmarlo? -se interesó Bo-. Su padre enfermaba a menudo.
– En efecto. Y cada vez que sucedía, Suave Delfín lo apuntaba en su diario. Detallaba hasta la extenuación sus cuitas y temores, los preparativos para visitarle, los presentes que le llevaría y las fechas en las que viajaría. No olvidaba nada. Y, sin embargo, en el último mes no hay ninguna referencia, ni siquiera a un resfriado.
– Pudo ser algo urgente y repentino. Tanto que no tuviera tiempo de apuntarlo -sugirió el oficial, visiblemente incómodo.
– Desde luego que podría haber sucedido así. Pero no lo fue. En los informes consta que Suave Delfín cursó su petición de licencia un día después de la primera luna del mes, si bien no partió de viaje hasta el día siguiente por la noche, intervalo más que suficiente para reflejar en su diario cuanto hubiera precisado.
– ¿Y eso a qué nos conduce? -preguntó extrañado el oficial.
– A algo que supongo que debería inquietaros. Suave Delfín fue asesinado por una persona conocida, quizá alguien en quien confiaba. Recordad que en su cuerpo no había indicios de que opusiera resistencia, luego, o no se defendió, o quizá no esperaba que su asesino le matara. La razón por la que inventó una mentira para abandonar el palacio hubo de ser muy poderosa, pues sin duda sabía del castigo al que se exponía si era descubierto.
– Lo que dices es inquietante. Tendré que consultarlo con el emperador.
Cuando Cí franqueó la puerta de la Biblioteca de los Archivos Ocultos, el corazón se le encogió. El emperador había accedido a que le fueran reveladas sus sospechas a cambio de un juramento vital: podría consultar los documentos aprobados por Kan, pero si se atrevía a rozar el lomo de cualquier otro volumen, sería ejecutado con el mayor de los tormentos. Por ello, cada vez que necesitase examinar algún dato, debería hacerlo en presencia del propio consejero.
Cí siguió a la gruesa figura de Kan a través de unos pasillos sombríos devorados por una legión de legajos que amenazaban con derrumbarse sobre ellos. El consejero de los Castigos llevaba un pequeño farol que iluminaba su rostro lisiado hasta convertirlo en una máscara grotesca. El de Cí era el reflejo del temor. Lamentaba haber presionado a Kan. Antes de su conversación con Bo pensaba que el consejero no deseaba ayudarle. Ahora tenía la sensación de contar con un enemigo. Mientras caminaba, se fue fijando en algunas de las etiquetas que identificaban los legajos: Sublevación y sofoco del ejército yurchen, Tácticas de espionaje del emperador Amarillo, Armas y armaduras de los guerreros dragón, Sistemas para provocar enfermedades y pestilencias…
Advirtió que Kan se detenía frente a uno que rezaba Honor y traición del general Yue Fei. Lo sacó y se lo entregó a Cí.
– ¿Lo conoces?
Cí asintió. En la escuela era obligatorio aprender la historia de Yue Fei, el héroe nacional. Yue Fei había nacido en el seno de una familia humilde un siglo atrás. A los diecinueve años se alistó en el ejército y acudió a guarnecer las fronteras septentrionales del país, donde prestó extraordinarios servicios contra los invasores Jin. A causa de su valor y su capacidad como estratega, fue promovido hasta el grado de subjefe del consejo privado del emperador. Era popular la leyenda de que, con sólo ochocientos soldados, Yue Fei había derrotado a quinientos mil hombres en las afueras de Kaifeng.
– Lo que no comprendo es el término de «traición» que encabeza el legajo -repuso Cí.
Kan cogió el legajo y lo abrió.
– Se refiere a un hecho poco divulgado, uno de los episodios más deshonrosos de la Dinastía Tsong -le confesó-. Pese a su entrega incondicional, a los treinta y nueve años el general Yue Fei fue acusado de alta traición y ejecutado con deshonor. Con el tiempo, se descubrió la execrable mentira de su acusación y su figura fue rehabilitada por el emperador Xiaozong, el abuelo de nuestro actual emperador, quien, de hecho, mandó erigir un templo en su honor en el lago del Oeste, al pie de Qixia Ling.
– Sí. Lo conozco. Su tumba la guardan cuatro estatuas arrodilladas, con los torsos desnudos y las manos atadas a la espalda.
– Las efigies representan al primer ministro Qin Hui, a su esposa y a sus lacayos Zhang Jun y Mo Qixie, los cuatro indeseables que urdieron la trama que propició su ejecución. -Movió la cabeza en señal de desaprobación-. Desde esa época estamos en lucha contra los malditos yurchen, esos bárbaros del norte a los que, en lugar de expulsar, pagamos tributos para sobrevivir. Invadieron a nuestros antepasados, se apoderaron de nuestras tierras, de nuestra antigua capital, de nuestros campos y de nuestras cosechas. Gracias a ellos, nuestros territorios sólo son hoy la mitad de lo que fueron. ¡Y todo por ser la nuestra una tierra de gente de paz! Ése ha sido nuestro gran error. Ahora nos lamentamos de carecer de un ejército que defienda nuestra nación y nos limitamos a satisfacer arbitrios que contengan su avance mientras ellos diezman todo cuanto nos perteneció. -Descargó un puñetazo sobre el legajo.
– Es terrible… -Cí carraspeó-. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con los asesinatos?
– Lo tiene. -Su respiración agitada inflaba y vaciaba su corpachón-. Según las crónicas, Yue Fei engendró cinco hijos cuyos destinos quedaron marcados por el oprobio y la vergüenza de su progenitor. Sus carreras, sus matrimonios y sus posesiones se desvanecieron como cenizas aventadas por un huracán. Finalmente, el odio y el rencor les arruinaron hasta sumirles en el olvido y su estirpe desapareció antes de que llegase su rehabilitación. Sin embargo, según nuestros informes -buscó una página concreta-, Yue Fei también tuvo un hijo natural que consiguió escapar a la ignominia, emigró al norte y prosperó. Ahora creemos que uno de sus descendientes busca vengar aquella traición a su antepasado en la figura del emperador.
– ¿Y por eso mataría a tres hombres sin nada en común entre sí?
– ¡Sé de lo que hablo! -bramó. Su rostro reflejaba la gravedad de un funeral-. Nos hallamos en vísperas de firmar un nuevo tratado con los Jin. Un armisticio que afianzará la precaria seguridad de nuestra frontera a costa de más peajes. -Hizo ademán de coger un legajo distinto, pero se contuvo-. Y ahí reside el móvil del traidor.
– Lo siento, pero no consigo…
– ¡Ya está bien! -le interrumpió-. Esta tarde se celebrará una recepción en palacio a la que asistirá el embajador de los Jin. Estate preparado. Se te proporcionará vestimenta e identidad adecuada. Allí conocerás a tu adversario, a la víbora descendiente de Yue Fei. La persona a la que deberás desenmascarar antes de que ella te descubra a ti.
A la espera de la llegada de la embajada, Cí se enfundó el uniforme de seda verde que acababa de suministrarle el sastre imperial y que, según sus palabras, lo identificaría como asesor personal de Kan. Cí se ajustó el bonete con brocados de plata y se contempló frente al espejo de bronce. Torció una ceja. Su aspecto le recordaba al de un falso cantante de teatro que pretendiera colarse en un banquete para almorzar sin pagar. Sin embargo, al sastre no pareció afectarle su desconfianza. Le cogió medidas con alfileres y pinzas y le aseguró que, tras ajustarlo, quedaría como un príncipe. Cí dejó que el hombre se afanara mientras él meditaba sobre las palabras de Kan. Aunque su corazón latía con fuerza ante la perspectiva de enfrentarse al asesino, no dejaba de preguntarse por qué si Kan ya lo conocía, prefería presentárselo en vez de detenerlo él.
La ceremonia se inició a media tarde, poco antes de que el sol comenzara a ocultarse tras el Palacio del Eterno Frescor. Un sirviente había conducido a Cí hasta las dependencias privadas de Kan, que ya le esperaba a la puerta, vestido de gala. El consejero aprobó el atuendo de Cí y juntos se dirigieron hasta el Salón de los Saludos, donde tendría lugar la recepción. Por el camino, Kan asesoró a Cí sobre los entresijos del ceremonial, señalándole que justificaría su asistencia a la recepción presentándole como un experto conocedor de las costumbres Jin.
– Pero si yo no sé nada acerca de esos bárbaros…
– En la mesa en la que nos sentaremos no tendrás que hablar de ellos -le resumió.
Cuando entraron en el Salón de los Saludos, Cí palideció.
En un gigantesco espacio diáfano, en el que podría caber hasta un regimiento, decenas de mesas aparecían desbordadas por una multitud de manjares de colores y formas inimaginables. El aroma a guisos de soja, camarones fritos y pescado agridulce se mezclaba con la fragancia de los crisantemos y las peonías, mientras recipientes de bronce rellenos de nieve traída de las montañas refrescaban el ambiente merced a las numerosas ruedas de viento instaladas tras las ventanas. Las paredes, lacadas de un rojo tan intenso como la sangre, brillaban ante el fulgor que penetraba por las celosías abiertas, dejando a la vista un paisaje en el que los pinos japoneses, blanquecinos como el marfil, le disputaban el privilegio de la belleza a los altos bambúes, a los macizos de jazmines, a las orquídeas y flores de canela, o a los nenúfares albos y carmín que flotaban plácidos en el lago, salpicados por el incesante chapoteo de una cascada artificial.
Aún boquiabierto, Cí se percató de que, hasta aquel momento, su concepto de riqueza había sido tan nimio como el de un pobre ermitaño encandilado con un camastro nuevo. A su juicio, ni el más soñador de los mortales sería capaz de imaginar el lujo que se derramaba a su alrededor.
Se fijó en el ejército de sirvientes que permanecían inmóviles, como rígidas estatuas sacadas del mismo molde colocadas una tras otra en perfecta hilera a la espera de atender a la concurrencia. Al fondo, sobre una tarima forrada de raso amarillo, distinguió la mesa imperial, con diez faisanes asados, en tanto que a sus pies, junto a las mesas, centenares de invitados engalanados con vistosos trajes conversaban animosamente.
Kan le hizo una seña para que le siguiera.
El consejero de los Castigos le guio a través de un elenco de aristócratas, pomposos nobles acaudalados, notables llegados de los confines del imperio, poetas reconocidos, licenciados en caligrafía, prefectos y subprefectos, altos cargos de la administración y miembros de los diferentes consejos, todos ellos acompañados por sus respectivas familias. Le contó que el emperador había preferido dar un tono festivo al encuentro para que no se considerase una rendición.
– En realidad, se ha hecho coincidir la audiencia con la fiesta, y no al contrario.
Ocuparon una mesa junto a otros invitados, en la que se sentaron respetando la costumbre de los ocho lugares. La norma era reservar la silla situada en la parte orientada al este para el invitado más importante, y ésa fue la que ocupó el consejero de los Castigos. Todos los demás se sentaron según su rango y edad, a excepción de Cí, que lo hizo al lado de Kan.
Mientras esperaban la llegada del emperador, Kan confió a Cí en voz baja que había cedido su puesto en la mesa imperial para no estar tan sujeto por el protocolo. Luego presentó a Cí a sus compañeros de mesa: dos prefectos, tres letrados y un reputado fabricante de bronces.
– Cí es mi ayudante -explicó Kan.
El joven asintió. Mientras Kan departía con sus colegas, Cí observó que las mujeres se congregaban en mesas separadas, algo habitual en cualquier tipo de celebración, pues permitía a los hombres hablar de sus asuntos. Aún no habían comenzado a servir los entrantes cuando un toque de gong salido de la nada anunció la inminente presencia del emperador.
Ningzong apareció acompañado de un séquito de cortesanos tan numeroso y de un contingente de soldados tan amenazador que a cualquier otro dirigente de la tierra se le habría cortado la respiración. Precedido por una sinfonía de timbales y trompetas, todos los asistentes se levantaron al unísono para cumplimentarle. El emperador no se inmutó. Su mirada entornada parecía contemplar el infinito mientras avanzaba como un fantasma ausente, ajeno a la admiración y al esplendor. Una vez junto al trono, Ningzong tomó asiento y con un ademán autorizó a los invitados para que le imitaran. De inmediato, un nuevo gong puso en movimiento a un enjambre de camareros, ayudantes, sirvientes y cocineros que se apresuraron a desfilar, como si les fuera la vida en ello, en un bullicioso baile de bandejas, bebidas y viandas.
A la espera del embajador de los Jin, uno de los comensales hizo los honores a Cí.
– Te recomiendo el pollo de mendigo a la fragancia de la hoja de loto. Pero si prefieres el picante, prueba la sopa de pescado de Songsao. Es un poco agria, aunque magnífica para el verano -le sugirió el fabricante de bronces.
– Quizá prefiera la sopa de mariposas con tortas fritas -propuso uno de los letrados-. O tal vez una tajada de cerdo de Dongpo.
– ¡Hum! ¡Licor de uva! ¡Esto sí es una exquisitez y no las heces de vino de arroz que nos escancian en otras ocasiones! -Uno de los prefectos se apresuró a servirse un vaso-. Respecto a la comida, no os apuréis. Según tengo entendido, servirán ciento cincuenta platos distintos.
Cí agradeció las sugerencias, pero se puso unas simples albóndigas hervidas con jengibre. En cuanto a la bebida, optó por el vino de cereales caliente y especiado al que estaba acostumbrado. Le llamó la atención la presencia de una bandeja con fideos y queso de oveja, alimentos propios de la gente del norte.
– En honor al embajador -masculló Kan, y escupió sobre aquellos platos. Los demás comensales le imitaron. Cí, perplejo, hizo lo propio.
– ¿Y qué clase de ayudante eres tú? -terció el fabricante de bronces dirigiéndose a Cí-. Nuestro consejero de los Castigos no es hombre que se deje aconsejar. -Se rio.
A Cí se le atragantó la sopa. Carraspeó un poco y se disculpó torpemente.
– Soy experto en los Jin -respondió sin reflexionar, y al punto se dio cuenta de su torpeza.
– ¿Sí? ¿Y qué sabes de esos canallas a los que hemos de pagar? ¿Es cierto que nos quieren invadir?
Cí simuló que aún tenía algo en la garganta. Bebió un trago de agua para ganar tiempo.
– Si lo revelara en esta mesa, Kan me rebanaría la garganta y, entonces, además de salpicarles, probablemente perdería mi empleo -dijo por fin, y sonrió.
El fabricante de bronces lo miró con asombro antes de comprender que bromeaba. Luego prorrumpió en risas. Cí advirtió que Kan le dirigía un gesto furibundo, antes de resoplar con alivio.
– De modo que trabajáis con bronces… -desvió la atención Cí-. Hoy he tenido la oportunidad de reflejarme en un espejo de ese material. Su pulido era tal que parecía hielo. Aún estoy asombrado. Jamás vi precisión igual.
– ¿Aquí, en palacio? Entonces, sin duda, lo he fabricado yo. No está bien que lo diga, pero ningún otro metalúrgico maneja el bronce con tanta habilidad -fanfarroneó mientras les mostraba los recargados anillos de ese material que poblaban sus dedos.
– Cierto. Muy cierto -dijo Kan mirando al fabricante con severidad. Cí observó cómo el rostro de éste perdía la sonrisa al contemplar la mirada de Kan.
Para evitar que los invitados comprometieran a Cí con nuevas preguntas, Kan se adueñó de la palabra. Le fue fácil continuar con el tema que parecía haber despertado un evidente interés.
– ¡Todo en su punto! -Sonrió-. La sopa caliente, el arroz tibio y el jugo y las bebidas frías, a excepción del vino y el té. ¿Sabíais que es aconsejable ingerir más comida dulce en otoño, más salada en invierno, más ácida en primavera y más amarga en verano?
– Yo lo único que sé es que mi mujer me la amarga todo el año -contestó uno, provocando la chanza del resto.
Como si los hubieran espoleado, los contertulios se lanzaron a la conversación. Uno comentó que la carne de res era dulce y suave por naturaleza, de modo que se debía cocinar junto con comida amarga y ligera, pero otro prefirió hablar de los cinco licores.
– Los que maceran a los cinco animales. Espero que esta noche bebamos bien de ellos. -Y todos estuvieron de acuerdo.
Nada más decirlo, apareció un sirviente con cinco frascos de aguardiente de sorgo, cada uno conteniendo un bicho repulsivo. Cí distinguió un alacrán, un lagarto, un ciempiés, una serpiente y un sapo. Fue el único que no los probó.
Iban a brindar cuando Kan interrumpió a Cí.
– Ahí llega el embajador Jin. -Volvió a escupir.
Ninguno de los presentes se levantó.
Cí se giró hacia la puerta y lo divisó. El embajador caminaba delante de cuatro de sus oficiales. Sobre su tez parda, del color de la tierra sucia, destacaban unos dientes relucientes, inusualmente blancos. A Cí se le asemejó a un chacal. El hombre avanzó hasta detenerse a cinco pasos de la mesa imperial. Al igual que sus oficiales, se arrodilló y se postró ante Ningzong. Luego hizo una seña a sus hombres para que entregaran unos presentes a Su Majestad Imperial.
– Malditos hipócritas -murmuró Kan-. Primero nos roban y ahora nos agasajan.
Cí observó que el embajador y sus oficiales tomaban asiento en una mesa cercana al emperador, sobre la que descansaba el plato preferido de los bárbaros: un enorme y completo cordero asado. Quizá por sus vestimentas no lo parecieran, pero su forma de devorar dejaba a las claras que eran unos salvajes.
Pese al interminable desfile de platillos, Kan ya no comió más. Por prudencia, Cí le imitó. En cambio, el resto de los comensales se concentraron en los postres que llenaban los tapetes de bambú. El licor pasaba de mano en mano derramándose sobre las rodajas de raíz de loto en almíbar, las rodajas de sandías y melones y los untuosos helados de frutas cuidadosamente emulsionados, los cuales, en su mayor parte, acabaron en medio de sus pecheras. Kan avisó a Cí de que, en cuanto comenzaran los fuegos de artificio, le indicaría la persona de la que sospechaba.
A Cí le dio un vuelco el corazón.
Instantes después, un nuevo toque de gong informaba a los invitados de que el emperador daba por concluido el banquete para continuar con el té y los licores en los jardines.
Todos se levantaron. Kan esperó a que los invitados con los que había compartido mesa dejaran de tambalearse antes de emprender camino. Cí tuvo que sujetar al fabricante de bronce.
– La noche se presenta prometedora -anunció Kan-. Salgamos a contemplar el espectáculo.
Nada más alcanzar la terraza, Cí comprobó que las familias continuaban separadas: los hombres junto a los licores, riendo y bebiendo en la balconada principal, y las mujeres comenzando a preparar el té ceremonial en las mesitas cercanas al estanque. El reflejo limpio de la luna acompañaba a los cisnes mientras los farolillos encendían la noche entre los pinos japoneses. Cí supuso que cuando llegase el momento de enfrentarse al sospechoso, la oscuridad se convertiría en su aliada. Le temblaban las manos, como si de algún modo presintieran que se acercaba una batalla. Sin embargo, Kan parecía tener ojos sólo para el fabricante de bronce, al cual no dejaba de vigilar. Cuando Cí le preguntó sobre el presunto asesino, el consejero le conminó a que aguardase.
Tras un rato conversando con varios desconocidos, Kan le avisó.
– Acompáñame. Vamos a tomar el té.
Pese a su grueso volumen, Kan bajó la escalinata con el sigilo de un gato y se internó en la oscuridad. Cí le siguió por la espesura, sorteando los distintos grupos que conversaban pausadamente junto a las mesitas. Dejaron atrás unos macizos de flores y se dirigieron hacia la orilla del estanque. Allí, una jaula de mariposas repleta de luciérnagas iluminaba a un grupo alrededor de una tetera. Cí distinguió a hombres y mujeres que supuso ancianos y cortesanas, pues, de lo contrario, no compartirían mantel. Sin esperar a que le invitaran, Kan se arrodilló junto a ellos.
– No os importará que nos unamos…
La sonrisa de una mujer madura les dio la bienvenida.
– Estás en tu casa -musitó-. ¿Quién te acompaña?
Cí palideció ante la belleza serena de la mujer. Tal vez hubiera cumplido los cuarenta, pero no los aparentaba. Ella y Kan se conocían.
– Es Cí. Un nuevo ayudante. -El consejero se sentó junto a la mujer e hizo sitio al joven.
Cí examinó a los presentes. Cuatro hombres y seis mujeres, todos riendo distraídamente. Los hombres se veían añosos, pero sus cuidados modales y sus costosas vestimentas parecían compensar su ancianidad ante los ojos de las cortesanas. Éstas, a excepción de la mujer que acababa de recibirles, aparentaban ser muy jóvenes. Sin embargo, ninguna poseía la perfección de rasgos de la más madura. A los hombres los analizó de otra manera, imaginando que entre ellos debía de encontrarse el autor de los asesinatos.
Mientras la mujer que había hecho de anfitriona les servía una taza de té con la delicadeza de un suspiro, Cí escrutó los rostros de los presentes. El que tenía enfrente era un hombre nervudo, cuyos ojos semientornados por el alcohol mantenían una desagradable expresión lasciva, mirara a la joven que mirara. Imaginó que, de poder, las consumiría de un bocado sin diferenciar su sabor, apurándolas igual que el cuenco de licor que degustaba. Los otros tres no parecían peligrosos. Tan sólo unos viejos borrachos que baboseaban ante la juventud de unas cortesanas que podrían haber pasado por sus nietas.
Bebió un sorbo de té y centró su vista en el primer hombre, quien, al advertirlo, le devolvió una mirada de desprecio.
– ¿Qué miras? ¿Acaso eres un invertido? -le espetó.
Cí bajó los párpados. Debería haber intentado pasar inadvertido y, en vez de eso, se había puesto en evidencia.
– Pensé que le conocía -dijo por fin, y bebió otro sorbo de té.
Kan carraspeó. Le hizo un gesto que Cí no entendió.
Los hombres continuaron bebiendo licor mientras las cortesanas reían al sentir sus caricias bajo los vestidos. Cí comenzó a sentirse incómodo. No comprendía a qué esperaba Kan para tomar la iniciativa. Ni siquiera imaginaba lo que pretendía. Volvió a fijarse en su sospechoso. El hombre intentaba abrir el escote de la chica más joven, pero ésta se resistió.
– ¡Estate quieta de una vez! -bramó el hombre al tiempo que la abofeteaba. Cí hizo ademán de impedirlo, pero el hombre se revolvió-. ¡Y tú! ¿Qué quieres?
Cí se alarmó. Pensó que el hombre se abalanzaría sobre él, pero Kan le hizo un gesto para que se tranquilizara.
– ¿Cómo te atreves? -espetó la anfitriona al violento. Su voz sonó firme, imperativa. A Cí le sorprendió y al hombre le sublevó.
– ¿Qué? -El hombre se dispuso a enfrentarse a la mujer. Cí tensó sus músculos, pero Kan le contuvo. La mujer sacó un frasquito de su regazo.
– Así no se conquista a una joven -le aconsejó ella en un susurro. Sirvió un poco del brebaje y se lo ofreció.
– ¿Qué es? -gruñó el hombre mientras olía el contenido.
– Un vigorizante amatorio. Te vendrá bien.
El hombre pareció desconfiar. Luego apuró la bebida de un trago y de inmediato la escupió.
– ¡Por todos los dioses! -rugió-. ¿Qué clase de porquería es ésta?
La mujer sonrió dejando a la vista una hilera de dientes perfectos.
– Zumo de gato.
Cí sonrió. En efecto, el zumo de gato era un vigorizante. De lo que Cí no estaba tan seguro era de que el procedimiento empleado para obtenerlo fuera de su agrado.
– Si alguna vez has estrujado una esponja, podrás imaginarlo -le explicó la mujer mientras le servía otro vaso-. Se coge un gato hermoso y se le rompen los huesos con un martillo teniendo cuidado de no aplastarle la cabeza para que aguante vivo. Se le deja reposar un poco y se le prende fuego al pelo. Luego se escalda y se sazona al gusto. Tras una hora de cocción, se cuela en una jarra y listo.
El hombre la miró desconcertado. Sus ojos bailaban con estupor, brillantes por el efecto del licor. No sabía qué hacer. Intentó balbucear algo, pero ni él mismo se entendió. Arrojó al suelo la escudilla de licor que le ofrecía y se marchó soltando juramentos. Los otros hombres le siguieron como si le debieran obediencia, llevándose con ellos a las cortesanas.
Kan rompió a reír. Una vez que el resto de comensales hubo desaparecido, aprovechó para dirigir su atención a la anfitriona. Se limpió las manos y se sirvió té. Luego se volvió hacia Cí, cerciorándose de que le prestara atención.
– Cí, te presento a Iris Azul. La descendiente del general Yue Fei.
La mujer inclinó la cabeza mientras Cí enmudecía estupefacto. Luego vio algo en la claridad de sus ojos que le atemorizó.
Para Cí, enterarse de que Iris Azul era la descendiente de Yue Fei fue como si de repente le hubieran sacudido la cabeza y luego se la hubieran vaciado a mazazos. Sin embargo, la mujer de ojos pálidos que le miraba con la delicadeza de una gacela, la anfitriona de exquisito peinado y vistoso hanfu de seda cuyos modales serenos rivalizarían con los de una soberana era para Kan la sospechosa de haber asesinado brutalmente a tres hombres.
Al instante, la turbadora belleza de Iris Azul cobró otra dimensión, y aunque la suavidad de sus palabras continuaba presente, los gestos afables que antes le habían seducido comenzaron a inquietarle.
Cí no sabía qué decir. Sólo acertó a balbucear un «encantado» y permaneció absorto contemplando sus rasgos serenos. Seguía siendo bella, pero en la hermosura de sus ojos creyó descubrir un velo de frialdad que parecía traicionarla. Recordó la engañosa calma del escorpión justo antes de lanzar su mortal ataque y se le encogió el estómago.
Mientras tanto, Iris Azul, ajena a sus cuitas, se interesó por el trabajo que desempeñaba Cí como ayudante de Kan. En esta ocasión el consejero se adelantó.
– Precisamente por eso quería presentártelo. Cí está elaborando un informe sobre los pueblos del norte y he pensado que tú podrías ayudarle. Aún sigues ocupándote de los negocios de tu padre, ¿no?
– En la medida de mis posibilidades. Desde que me casé, mi vida ha cambiado bastante. Pero, en fin, eso es algo que ya sabes… -Hizo una pausa-. De modo que trabajas sobre los Jin… -dijo dirigiéndose a Cí-. Entonces, estás de suerte. Podrás preguntarle a su embajador.
– No digas simplezas. El embajador está ocupado. Casi tanto como yo -intervino de nuevo Kan.
– ¿En asuntos de faldas también?
– Iris… Iris… Siempre tan irónica. -Kan torció el gesto-. Cí no quiere las palabras vacías de un hombre entrenado en la mentira. El joven busca la verdad.
– ¿El joven no tiene boca? -dijo Iris Azul. Cí advirtió en su tono un poso de provocación.
– Me gusta respetar a mis mayores -le respondió.
Cí comprobó que ella se daba por aludida y sonrió con malicia en la oscuridad. Luego miró a Kan buscando alguna respuesta. No comprendía las intenciones del consejero ni a dónde pretendía llegar. Además, comenzaba a advertir que la relación entre Kan e Iris Azul no resultaba tan idílica como había supuesto.
Esperaba una contestación cuando, de repente, una figura se recortó bajo la luz de los faroles. Cí creyó identificar al fabricante de bronces con el que habían coincidido durante la cena. Al reconocerle, Kan se levantó con dificultad.
– Si me disculpáis, he de resolver un asunto -dijo el consejero, y salió al encuentro del hombre.
Cí se mordió los labios. Seguía sin saber qué decir. Tamborileó sus dedos en la taza de té y luego se la acercó a su boca.
– ¿Nervioso? -preguntó la mujer.
– ¿Debería estarlo?
Por un momento, se le pasó por la cabeza que el té pudiera contener algún tipo de veneno y detuvo la taza. Lentamente, la separó de sus labios mientras echaba una ojeada disimulada a su interior. Luego contempló a la mujer. Le miraba de una forma extraña que no alcanzó a interpretar.
– De modo que respetar a los mayores… -insistió ella-. ¿Qué edad tienes?
– Veinticuatro -mintió, agregándose dos.
– ¿Y qué edad supones que tengo yo?
A sabiendas de que la oscuridad le protegía, Cí la examinó sin sonrojo. Los destellos anaranjados de los faroles embellecían un rostro suavemente esculpido y atenuaban las leves marcas de expresión que los años parecían haberle regalado. Su pecho, del tamaño de las naranjas, se abultaba levemente bajo su hanfu, contrastando con una cintura escueta y unas inusuales caderas prominentes. Le sorprendió que a ella no le incomodara su escrutinio. Sus ojos grisáceos, de un color que Cí jamás había contemplado, brillaban.
– Treinta y cinco. -Aunque había calculado algún año más, pensó que halagarla le ayudaría.
La mujer enarcó una ceja.
– Para trabajar junto a Kan hay que ser muy temerario o muy necio. Dime, Cí, ¿qué clase de persona eres tú?
A Cí le sorprendió la impertinencia de la mujer. Desconocía su posición, pero debía de sentirse muy segura para criticar a Kan ante un desconocido que en teoría trabajaba para él.
– Quizá sea el tipo de persona que no insulta a los recién llegados -le contestó.
La mujer torció el gesto y bajó la mirada. Cí presumió en ella un halo de arrepentimiento.
– Discúlpame, pero ese hombre siempre me ha enervado. -Derramó un poco de té al intentar servirse-. Sabe que no conozco tanto a los Jin como pretende, así que no me imagino cómo podría ayudarte.
– No sé. Tal vez podríais hablarme de vuestro trabajo. Es obvio que no sois un ama de casa -improvisó.
– Mi trabajo es tan vulgar como yo misma. -Bebió con desgana.
– A mí no me parecéis vulgar. -Cí carraspeó-. ¿A qué os dedicáis exactamente?
La mujer permaneció un momento callada, como si valorara contestar.
– Heredé un negocio de exportación de sal -dijo finalmente-. Las relaciones con los bárbaros siempre fueron difíciles, pero mi padre supo manejarse y estableció unos almacenes cerca de la frontera. Por suerte, y pese a las trabas del gobierno, prosperaron rápido. Ahora los manejo yo.
– ¿Pese a las trabas?
– Es una triste historia. Y esto es una fiesta.
– Por lo que contáis, un oficio peligroso para una mujer sola…
– Nadie ha afirmado que lo esté.
Cí volvió a sorber té. Dudó qué decir.
– Kan mencionó algo sobre vuestro marido. Supongo que os referís a él.
– Kan habla demasiado. Y sí. Mi marido se ocupa de muchas cosas. -Su voz sonó amarga.
– ¿Y dónde está ahora?
– Viajando. Lo hace a menudo. -Se sirvió un poco de licor-. Pero ¿a qué tanta pregunta sobre él? Pensé que quienes te interesaban eran los Jin.
– Entre otros asuntos -contestó Cí.
Cí advirtió que la situación se le escapaba de las manos. Sus dedos volvían a tabletear. Permaneció mudo comprobando que el silencio dejaba de ser una leve incomodidad para convertirse en una pesada losa. Iris Azul pronto pensaría lo mismo. El tiempo jugaba en su contra, pero no sabía cómo avivar la conversación.
En ese momento la mujer se movió. Cí se fijó en la blancura de su antebrazo cuando lentamente sacó un abanico de su manga. Lo desplegó con la misma lentitud y lo empezó a aletear. Al poco de usarlo, a Cí le alcanzaron los efluvios de una fragancia intensa. Sus notas penetrantes se le antojaron extrañamente familiares.
– ¿Esencia de Jade? -dijo Cí.
– ¿Cómo?
– El perfume. Es Esencia de Jade -afirmó-. ¿Cómo lo habéis conseguido?
– Ese tipo de preguntas sólo se formulan a cierta clase de mujeres -sonrió con pena-, y provocan respuestas que sólo se devuelven a cierto tipo de hombres -añadió.
– Aun así -insistió.
Por toda respuesta, Iris Azul apuró su vaso de licor.
– He de irme -le dijo.
Cí iba a retenerla cuando una explosión les sorprendió. Alzó la cabeza. Sobre ellos, unas guirnaldas de luces destellaban en el cielo apagándose y encendiéndose. Brillos verdes y rojos iluminaban sus rostros en continuos estallidos de luz, como miles de soles naciendo en el firmamento.
– ¡Los fuegos de artificio! -Cí se quedó admirado por las formas floridas que relampagueaban en el cielo-. Son preciosos. -Buscó la complicidad de Iris Azul, pero encontró su mirada ausente, perdida en la espesura-. Deberíais mirarlos -le aconsejó.
En lugar de dirigir la mirada al cielo, la mujer giró la cabeza hacia Cí. Sin embargo, su rostro no se alineó exactamente con el suyo. Tenía los ojos humedecidos por el resplandor de los fuegos. El joven advirtió que sus pupilas permanecían inmóviles ante los estallidos de luz.
– Ojalá pudiera -dijo.
Cí contempló cómo la mujer, ayudada por un bastón, se daba la vuelta y se alejaba.
Meneó la cabeza. Iris Azul, la nieta de Yue Fei, la asesina de la que sospechaba Kan, era absolutamente ciega.
De regreso a palacio, Cí escrutó a la multitud, entregada al espectáculo pirotécnico que continuaba sembrando el cielo de fulgor. Buscaba a Kan, pero no lo encontró. Miró en la balconada, en el Salón de los Saludos y en las salitas anexas con idéntico resultado. Bajó de nuevo a los jardines, pero tampoco estaba allí. Sin saber qué hacer, se dedicó a contemplar los fuegos hasta su completa extinción, hasta que en el aire quedó tan sólo una densa niebla con un profundo olor acre. Una niebla que le recordó el día en que su casa se derrumbó, acabando con su familia.
Volvió a pensar en su padre. No pasaba un día sin que lo hiciera.
Perdió la noción del tiempo sumido en sus pensamientos.
Sería más de medianoche cuando creyó descubrir la figura de Kan moviéndose tras los matorrales. Parecía que alguien le acompañaba. Se levantó y fue a su encuentro. Sin embargo, al distinguir a la persona con la que conversaba, se detuvo en seco. Era el embajador de los Jin. Cí se preguntó de qué hablarían tan efusivamente, ocultos en la espesura. No encontró respuesta. Estaba confuso. Quizá el licor ingerido no le dejaba pensar con claridad. Se dijo que haría bien en darse la vuelta y dirigirse a sus dependencias.
La cama parecía de piedra. Durmió a ratos, entre retortijones, hasta que un oficial le despertó agitándole como a una estera. El hombre le dijo que se levantara. Tenía orden de conducirle a la habitación de los cadáveres.
– ¡Ahora! -dijo sin miramientos mientras deslizaba el estor que cubría la ventana.
Cí se frotó los ojos. Creyó que la cabeza le iba a reventar.
– ¿Pero aún no han enterrado los cuerpos? -Se tapó los ojos. La luz le molestaba.
– Ha aparecido otro. Esta mañana.
De camino al depósito, el oficial le informó de que habían encontrado el cuerpo cerca del palacio, al otro lado de las murallas. Cí preguntó si alguien lo había examinado. El hombre contestó que en aquel mismo instante lo estaba reconociendo Kan junto a uno de sus inspectores.
Cuando Cí entró en la habitación de los cadáveres, Kan estaba inclinado sobre el cuerpo. El infortunado yacía sobre la mesa boca arriba, desnudo, y al igual que el eunuco, carecía de cabeza. Al advertir su presencia, el consejero de los Castigos le urgió a que se acercara.
– También decapitado -le indicó.
No hacía falta que se lo dijera. Se cubrió con un delantal y echó un vistazo rápido. Como de costumbre, el inspector que acompañaba a Kan se había limitado a reflejar en su informe aspectos superficiales como la enumeración de las heridas y el color de la piel. Al carecer de rostro, el inspector no se había atrevido a aventurar una edad.
Tras leer el informe, Cí solicitó permiso para practicar el examen.
Lo primero que le llamó la atención fue la herida del cuello producida por la decapitación. Al contrario que en el caso del eunuco, el corte se veía sucio, con desgarros, por lo que dedujo que el asesino no había dispuesto del tiempo necesario para realizarlo con tranquilidad. La abierta en el pecho era menos profunda que las halladas en los otros cadáveres. Apuntó sus observaciones y continuó la exploración. En el cuello, a la altura de la nuca, se apreciaban unos rasguños longitudinales que descendían hasta los hombros. Enseguida se dirigió al dorso de las manos, hallando el mismo tipo de escoriaciones. Por último, examinó los tobillos, en los que encontró las marcas que esperaba. Se lo hizo saber a Kan.
– Los arañazos se originaron durante el traslado del cadáver, al ser sostenido por los pies y arrastrado sobre la espalda -los señaló-. Obviamente, estaba aún vestido, o de lo contrario los arañazos se habrían extendido hasta las nalgas.
Cogió unas pinzas, extrajo restos de la tierra que permanecía adherida a las uñas y a la piel y los depositó en un pequeño frasco que taponó con un trozo de tela. Luego intentó flexionar los brazos y las piernas por sus coyunturas, encontrando que la rigidez cadavérica aún se hallaba en su fase inicial. Estimó que su muerte habría tenido lugar hacía menos de seis horas.
De repente, se detuvo. Aún le dolía la cabeza, pero creyó distinguir un aroma con claridad.
– ¿No lo oléis? -olfateó.
– ¿El qué? -se extrañó Kan.
– El perfume.
De inmediato, Cí acercó la nariz al cráter excavado entre los pezones. Luego se incorporó mientras fruncía los labios. No le cabía duda. Era Esencia de Jade. El mismo aroma que perfumaba a Iris Azul la noche anterior. Ocultó a Kan su descubrimiento.
– ¿Dónde están sus ropas? -preguntó.
– Apareció desnudo -respondió el consejero.
– ¿Y no se encontró nada junto a él? ¿Ningún objeto? ¿Nada que lo identificara?
– No. Nada.
– Están los anillos… -intervino el inspector.
– ¿Los anillos? -Cí miró extrañado a Kan.
– ¡Ah, sí! Los había olvidado. -Carraspeó. Se acercó a una mesita y se los mostró. Cí se quedó pasmado.
– ¿No los reconocéis? -preguntó Cí.
– No. ¿Por qué habría de hacerlo?
– Porque son los anillos que llevaba el fabricante de bronce con el que cenamos anoche en la recepción.
Cuando se quedaron solos, Cí expresó a Kan sus reparos sobre la implicación de Iris Azul.
– Por el Gran Buda, consejero, ¡esa mujer es ciega! -espetó.
– ¡Esa mujer es un diablo! -le aseguró Kan-. O si no, dime, ¿cuánto tiempo tardaste en advertir que no veía? ¿Cuánto tiempo te mantuvo engañado?
– ¿Pero de veras os imagináis a una invidente serrando cabezas y arrastrando cuerpos?
– ¡No seas necio! ¡Nadie ha hablado de que sea ella quien los descuartice! -Su semblante se endureció.
– ¡Ah! ¿No? ¿Entonces, quién?
– ¡Si lo supiera no estaría aquí soportándote! -bramó, y desperdigó todo el instrumental de Cí de un manotazo.
Cí sintió cómo la sangre invadía su rostro. Tomó aire y suspiró profundamente. Luego recogió los utensilios que habían rodado por el suelo.
– Mirad, excelencia, todos sabemos que hay muchas clases de asesinos. Pero descartemos por un momento a aquellos que no piensan en matar: gente normal que un día pierde la razón durante una disputa o sorprende a su mujer en los brazos de otro. Esas personas cometen una locura que en su sano juicio jamás habrían ni imaginado y acarrean con las consecuencias durante toda su vida. -Terminó de colocar su instrumental-. Y ahora pensemos en los otros: en los asesinos de verdad, en los monstruos.
»En este grupo encontramos distintos tipos. Por un lado, están los que actúan impulsados por la lujuria, seres insaciables como tiburones. Por lo general, sus víctimas son mujeres o niños. No se conforman con matarlos: primero los profanan y destrozan, y después los masacran. Por otro lado, están los violentos, los viscerales: hombres irascibles capaces de destruir una vida a la mínima por el motivo más absurdo, como tigres apaciblemente dormidos que te devorarían por rozarles un bigote. También están los iluminados: los que fanatizados por ideales o por sectas cometerían la más execrable de las barbaries, igual que un perro de presa entrenado para pelear. Por último, encontraríamos a los más extraños: los que disfrutan con el placer de matar. Este tipo de asesino no puede compararse a ningún animal, porque el mal que anida en él le hace infinitamente peor. Y ahora, decidme, ¿en qué grupo clasificaríais a esa mujer? ¿En los lujuriosos? ¿En los coléricos? ¿En los dementes?
Kan miró a Cí de soslayo.
– Muchacho, muchacho… Te aseguro que no pongo en duda tu habilidad con los huesos, con las armas o con los gusanos. ¡Adelante! ¡Por mí puedes hasta escribir un libro y dar luego charlas en el mercado! -bramó-. Pero, con toda tu sabiduría, has olvidado a una especie fundamental, sanguinaria como pocas, inteligente, pausada. Has desdeñado a la serpiente: es capaz de aguardar agazapada el momento propicio, hipnotizar a su víctima y descargar de un latigazo su mordedura ponzoñosa. Hablo de aquellos que actúan movidos por el veneno de la venganza. O lo que es lo mismo: por un odio tan atroz que les corrompe las entrañas. Y te aseguro que uno de ellos es Iris Azul.
– ¿Y con qué los hipnotiza? ¿Con sus ojos muertos? -espetó.
– ¡No hay mayor ciego que el que no quiere ver! -Descargó un puñetazo sobre la mesa-. Te obcecas en tus absurdos conocimientos prácticos y desdeñas el sentido común. Ya te he dicho que utiliza a cómplices.
Cí prefirió silenciar que le había visto conversar a escondidas con el embajador de los Jin, a sabiendas de que un enfrentamiento con Kan no le conduciría a nada. Así pues, optó por cambiar la estrategia.
– De acuerdo. Entonces, ¿quién la ayuda en sus asesinatos? ¿Su marido, tal vez?
Kan miró hacia la puerta tras la que aguardaba el inspector.
– Salgamos fuera -sugirió.
Cí guardó su instrumental y siguió a Kan mientras se maldecía por su fortuna. A cada instante que pasaba confiaba menos en él. No entendía por qué Kan le había ocultado el detalle de los anillos y, menos aún, que tras revelarle que el asesinado era el fabricante de bronces no hubiera hecho un solo comentario. Máxime considerando que, probablemente, el consejero habría sido la última persona que había hablado con la víctima. Una vez en el exterior, Kan le condujo hasta las proximidades del estanque donde habían celebrado la fiesta la noche anterior. Frunció el ceño y miró a Cí.
– Olvida a su marido. Le conozco desde hace tiempo y sólo es un anciano cabal cuya única estupidez fue casarse con esa arpía. -Hizo una pausa-. Más bien pienso en su sirviente. Un mongol de cara de perro que se trajo del norte.
Cí se frotó la barbilla. Aparecía un nuevo personaje.
– Y si es así, ¿por qué no le detenéis?
– ¿Cuántas veces habré de repetírtelo? -gesticuló-. Porque estoy convencido de que tiene más cómplices. Una única persona sería incapaz de acometer estos atroces crímenes y cuanto ellos esconden.
Cí se mordió la lengua. Estaba harto de ese gran misterio del que, al parecer, todos sabían y nadie le podía explicar. En el supuesto de que las sospechas de Kan fuesen ciertas, ¿por qué no hacía que siguieran al mongol? Y en el caso de que ya lo hubiera ordenado, ¿qué absurdo papel jugaba él en la investigación? La única explicación era que todo consistiese en una gran mentira planeada por el propio Kan. Sin embargo, había algo que no le cuadraba: el perfume encontrado en los cadáveres. No le cabía duda de que Kan, con su indudable poder, podía haberse apropiado de una partida para acusar a Iris Azul, pero lo que no entendía era que, si ese perfume pertenecía en exclusiva a las concubinas del emperador, pudiera usarlo Iris Azul.
Cuando le preguntó a Kan cómo era posible que una mujer de su posición actuara de anfitriona de cortesanas, éste no lo dudó.
– ¿No te lo dijo ella? -se extrañó-. Iris Azul fue una nüshi. La favorita del emperador.
Una nüshi… Por esa razón, Iris Azul ejercía de intermediaria entre los nobles y las flores: porque conocía el arte del cortejo como si de una sacerdotisa del placer se tratara.
– Al emperador le complace tratar bien a sus invitados y, siempre que puede, invita a Iris Azul -masculló Kan-. Esa mujer es puro fuego, y aún hoy, pese a sus años, te aseguro que te consumiría.
Kan le contó que, pese a su ceguera, las noticias sobre su belleza habían traspasado las murallas de palacio cuando reinaba el antiguo emperador. El entonces soberano no lo dudó. Ordenó que compensaran a su familia y la condujeran a su harén.
– Entonces, era una niña, pero yo mismo vi cómo hechizó al emperador. El padre de Ningzong olvidó al resto de sus concubinas y se obsesionó con ella, disfrutándola hasta la extenuación. Cuando la enfermedad se apoderó de los miembros del soberano, la nombró nüshi imperial. Aunque ya sólo era un anciano achacoso, ella siguió ocupándose de que copulara con mayor frecuencia con las mujeres de menor rango y, una vez al mes, con la reina. Conducía a las concubinas a la alcoba real, les entregaba el anillo de plata que debían ponerse en la mano derecha antes de entrar, las desnudaba, las perfumaba con Esencia de Jade y presenciaba la consumación del acto. -Kan pareció imaginarlo-. Aunque no puede ver, decían que disfrutaba mirando.
Le contó que, a la muerte de su padre, Iris Azul abandonó su puesto de nüshi con la anuencia del nuevo emperador. A pesar de su ceguera, manejó con mano de hierro los negocios que había heredado antes de contraer matrimonio con su actual marido, al que también hechizó.
– Tiene algo que enloquece a los hombres. Embrujó al emperador, ha embrujado a su marido, y si no tienes cuidado, también te embrujará a ti -añadió.
Cí meditó las palabras de Kan. Él no era una persona que creyese en hechicerías, pero lo cierto era que no podía quitarse a Iris Azul del pensamiento. Aquella mujer tenía algo que la diferenciaba del resto y que no sabía explicar. Sacudió la cabeza intentando razonar. Aún quedaba pendiente el asunto del fabricante de bronces, así que se lo hizo saber a Kan.
– Anoche, cuando lo dejé, parecía nervioso -contestó el consejero-. Le pregunté sobre la nueva aleación en la que estaba trabajando y de la que no paraba de presumir. Ya te darías cuenta de que era un fanfarrón, pero no me imagino quién querría matarle.
– ¿Ni siquiera Iris Azul? -preguntó Cí.
– Eso tendrás que averiguarlo tú.
«Si no tienes cuidado, también te embrujará a ti».
Cí pensó que tal vez Kan acertara con su vaticinio sobre Iris Azul, porque algo en aquella mujer le atraía como una pulsión. Quizá fuera la suficiencia que mostraba pese al quebranto de su ceguera, quizá la imposibilidad de que apreciara sus cicatrices o quizá el temple mostrado ante los envites de Kan, pero, fuera lo que fuese, en su mente parecían haber anidado sus grisáceos ojos ciegos, su rostro delicadamente ovalado y la profundidad de su voz serena. Y por más que intentara arrinconarlos, sólo conseguía arraigarlos más.
Cuando quiso advertirlo, había desperdiciado casi toda la mañana. Sacudió la cabeza. Necesitaba centrarse en la investigación. Sobre todo, porque se aproximaba el regreso de Astucia Gris, y la información que éste trajese de Fujian podría conducir a su propia ejecución.
Determinó trabajar por partes.
En primer lugar, se centró en el hombre del retrato. Tenía su imagen, pero nada más. En un principio había supuesto que el dibujo le ayudaría a identificarlo, pero ante la ausencia de nuevas pruebas, preguntar uno por uno a los dos millones de habitantes que poblaban Lin’an resultaría una tarea imposible, y éste era un problema que debía resolver. Se mesó los cabellos mientras clavaba la vista en el boceto, como si su sola contemplación fuera capaz de proporcionarle una solución. Después de un rato se preguntó cuál sería el origen de la miríada de cicatrices que salpicaban su cara. No parecían las secuelas de una enfermedad, así que sólo restaba la posibilidad de un accidente. Pero en ese caso, ¿cuál? No encontró respuesta. Sin embargo, parecía claro que, fuera lo que fuese lo que hubiera ocasionado las heridas, éstas le habrían provocado un grave dolor. Y, en tal supuesto, ese mismo dolor le habría conducido a buscar ayuda en algún dispensario u hospital.
Se sorprendió a sí mismo por lo acertado de su reflexión. ¡Eso era! ¡Lo tenía! El número de hospitales y dispensarios a los que podría haber acudido era limitado y el médico que lo hubiera atendido seguramente recordaría haber tratado a un paciente con la cara marcada por un patrón de laceraciones tan inusual.
De inmediato, solicitó a Bo que iniciara el dispositivo de búsqueda, instándole a que durante el tiempo que se prolongara le reportara las novedades que se fueran produciendo y emplazándole a que, en cuanto tramitara los preparativos, regresara a sus aposentos para salir de palacio.
Una vez ultimado el asunto del retrato, pasó a ocuparse del cadáver del desfigurado, del que conservaba la mano que le había cercenado. Sacó el miembro de la cámara de conservación y lo volvió a inspeccionar. Por fortuna, el hielo había hecho su trabajo y se conservaba en un estado similar al momento en el que lo había seccionado. El carcomido blanquecino parecía un colador cuyo fondo hubieran perforado cientos de agujas. La corrosión de la piel afectaba a todos los dedos y se extendía por la palma y el dorso, como si su presencia obedeciera al efecto de algún ácido con el que hubiera trabajado. En días anteriores había confeccionado una lista con oficios tan dispares como los de tintorero de sedas, cantero, blanqueador de papel, cocinero, lavandero, pintor de fachadas, calafateador o químico, lo que constituía un panorama desalentador. Debía acotar la búsqueda. Además de todo eso, le quedaba inspeccionar el lugar donde habían encontrado el cuerpo del fabricante de bronces y visitar su taller, pero lo inmediato era trasladar el miembro cercenado para preguntar en la Gran Farmacia de Lin’an.
Los ayudantes de Bo hubieron de emplearse a fondo para dispersar la interminable turba de enfermos, lisiados y heridos que les impedían el acceso al establecimiento. Dentro, Cí se vio desbordado por una avalancha de curiosos que se abalanzaron sobre el mostrador en cuanto sacó la mano amputada de la cámara de conservación. Una vez apartados los mirones, Cí colocó el miembro mutilado frente a unos dependientes, que temblaban como si temiesen que en cualquier momento las manos cercenadas pudieran llegar a ser las suyas. Las palabras de Cí no consiguieron tranquilizarlos.
– Sólo pretendo que examinéis el miembro con atención y me digáis si habéis prescrito algún tratamiento para un padecimiento así.
Tras examinar la extremidad muerta, los dependientes se miraron extrañados, pues lo que para Cí aparentaba ser una enfermedad que requería tratamiento, para ellos no pasaba de ser una simple erosión. Cí no se conformó. Colocó la mano amputada sobre el mostrador y demandó la presencia del encargado, asegurándoles que no se irían hasta que aquél apareciera. Pasados unos instantes, acudió un hombre rechoncho de aspecto despistado, ataviado con un mandilón y un gorro rojos. Al examinar el miembro amputado se mostró bastante sorprendido, pero, aun así, ofreció a Cí la misma respuesta que le habían dado sus subordinados.
– Nadie pediría un tratamiento para algo tan vulgar.
Cí apretó los puños. Aquellos hombres no se estaban esforzando.
– ¿Y puede saberse por qué estáis tan seguro? -reclamó.
Por toda respuesta, el hombre puso sus manos junto a la extremidad cercenada.
– Porque yo padezco esa misma corrosión.
Cuando Cí se recuperó de su desconcierto, comprobó que, en efecto, la erosión de las manos del encargado era prácticamente un calco de la que presentaba la mano amputada. Hubo de esforzarse para poder continuar.
– ¿Pero cómo…? -balbuceó.
– Es la sal. -Le mostró bien sus manos-. Los marineros, los mineros, los que salan pescados y carnes para conservarlos… Todos los que trabajamos diariamente con la sal, tarde o temprano, acabamos con las manos picadas. Yo mismo la empleo a diario para preservar mis compuestos, pero no es una afección grave. No creo que a ese desgraciado fuera preciso amputarle la mano -ironizó.
A Cí la apostilla no le hizo ninguna gracia. Introdujo de nuevo el miembro en la cámara de conservación, les agradeció su ayuda y abandonó la Gran Farmacia de Lin’an.
Se le abría una puerta y se le cerraba otra. El hecho de descartar la presencia de un ácido como el causante de la corrosión eliminaba varios oficios, pero la irrupción de la sal añadía otros tantos o más. La cuarta parte de Lin’an vivía de la pesca, y aunque de esa cuarta parte, sólo una fracción abandonaba el río Zhe para faenar en alta mar, si se le añadían los trabajadores de los almacenes de conservas y los tratantes de sal, la cifra de sospechosos superaría con creces los cincuenta mil. Así pues, sus esperanzas residían en un último detalle: la diminuta llama ondulada tatuada bajo el pulgar. Bo le aseguró que se ocuparía de su identificación.
Aún tenía pendiente la visita al taller del broncista, un trámite en el que había depositado grandes esperanzas y del que esperaba obtener pruebas concluyentes. Encargó a los ayudantes que llevaran la cámara de conservación a palacio, instruyéndoles para que reemplazaran el hielo nada más llegar, y en compañía del oficial se encaminó hacia los barrios portuarios del sur de la ciudad.
Cuando llegaron a la dirección que le había suministrado Kan, Cí palideció. Frente a él, donde hasta el día anterior se levantaba el taller de bronces más importante de la ciudad, ahora sólo quedaba un desolador paisaje de horror y destrucción. Los rescoldos aún crepitaban entre el cementerio de vigas abrasadas, madera quemada, metal derretido y ladrillos amontonados. Parecía que un ejército de fuego hubiera arrasado el taller hasta sus cimientos, dejando un rastro de humeante desolación.
Cí recordó el incendio que había asolado su casa de la aldea. Creyó respirar incluso el mismo olor.
De inmediato se dirigió hacia la multitud de fisgones en busca de testigos que pudieran informarle sobre lo sucedido. Unos vecinos le hablaron de un fuego voraz que había empezado de madrugada, otros mencionaron grandes ruidos al derrumbarse la construcción y varios más lamentaron que la tardanza del cuerpo de bomberos hubiera permitido que las llamas se propagasen a los talleres contiguos, pero nadie aportó ningún dato que, más allá de la confusión, resultara relevante. Afortunadamente, un muchacho de aspecto avispado que deambulaba por los alrededores se ofreció a suministrarle información de primera mano por tan sólo diez qián. El chico parecía un esqueleto con piel, por lo que Cí añadió a su demanda un puñado de arroz hervido que adquirió en un puesto cercano. Entre bocado y bocado, el muchacho le contó que un ruido había precedido al incendio, pero fue incapaz de aclarar nada más. Cí ya iba a marcharse, decepcionado, cuando el joven le sujetó por el brazo.
– Pero sé de alguien que lo vio.
Le confesó que un compañero del sindicato de pedigüeños pernoctaba desde hacía años en uno de los cobertizos del taller.
– Es cojo. Por eso nunca se aleja del lugar que tiene asignado para mendigar. Cuando llegué esta madrugada, lo encontré ahí atrás -señaló-, escondido como una rata en una madriguera. Parecía que hubiera visto al dios de la muerte. Me dijo que debía escapar. Que si lo encontraban, le matarían.
– ¿Que le matarían? -Cí abrió los ojos como platos-. ¿Quiénes?
– No lo sé. Os digo que estaba aterrado. En cuanto amaneció, aprovechó la confusión para perderse entre la multitud. Hasta dejó sus cosas aquí. -Señaló una esquina en la que descansaba un platillo para pedir y una jarra de cerámica-. Cogió su muleta y desapareció.
Cí aún se lamentaba por aquella contrariedad cuando el jovenzuelo le sorprendió.
– Pero, señor, si os interesa, puedo encontrarle.
– ¿A quién? -Cí estaba confuso.
– ¡A mi amigo el cojo!
Cí intentó encontrar en la mirada del jovenzuelo algún destello de sinceridad que compitiera con el de su codicia. No lo halló.
– Muy bien. Tráemelo y te recompensaré.
– Señor, estoy enfermo. Y tengo mis necesidades. Si he de buscarle, no podré mendigar…
– ¿Cuánto? -Frunció los labios.
– Le costará… diez mil qián. ¡Cinco mil! -se corrigió.
Cí meneó la cabeza en señal de desaprobación. Sin embargo, no tenía muchas más opciones. Fijó de nuevo su mirada en la del pedigüeño. No sabía qué pensar. Se maldijo mientras le pedía las monedas a Bo, pero el oficial se las negó.
– Desaparecerá y no volverás a verlo -le advirtió.
– ¡El dinero! -insistió Cí, a sabiendas de que Kan le había instruido para que satisficiese los gastos que precisara. El hombre meneó la cabeza en señal de desaprobación y se lo entregó.
Cí comenzó a desgranar monedas mientras los ojos del jovenzuelo refulgían como si contemplase una montaña de oro. Sin embargo, éstos se apagaron al comprobar que Cí se detenía al alcanzar la cifra de quinientos qián.
– El resto lo tendrás cuando me traigas a tu amigo. Para él también habrá otros tantos. -Y le devolvió la sarta a Bo. El jovenzuelo ya se daba la vuelta cuando, esta vez, fue Cí quien le aferró-. ¡Y te lo advierto! Si no tengo noticias tuyas, haré que te expulsen del sindicato y pagaré para que te muelan a palos.
Le dijo su nombre y la forma de localizarle. Luego el joven desapareció entre la muchedumbre.
Antes de emprender el regreso, Cí husmeó entre las ruinas del taller con la esperanza de encontrar algún indicio, pero sólo halló moldes de terracota destrozados, instrumentos de forja derretidos y hornos derrumbados que a sus ojos significaban lo mismo que un texto para un analfabeto. Curiosamente, no aparecieron objetos de bronce ni depósitos de cobre y estaño, cosa que atribuyó al efecto de la rapiña. Pidió a Bo que consiguiera una relación de los obreros que hubieran trabajado en el taller en los últimos meses y le encargó que se ocupara de que todos los restos, a excepción de los ladrillos y las vigas, fueran trasladados al palacio.
– No importa lo destrozados que estén. Que identifiquen cada pieza antes de cargarlas en cajas y que se haga constar en ellas el lugar en el que fueron encontradas.
– A Kan no le agradará que conviertas el palacio en un basurero -objetó.
Cí no le contestó. Simplemente, esperó a que Bo tramitara su petición. De camino a su siguiente gestión, Cí se preguntó si los miembros del cuerpo de bomberos en los que Bo había delegado serían de confianza. Aunque albergaba serias dudas, le tranquilizó saber que la ausencia de objetos de valor no tentaría a los encargados del traslado.
De regreso a palacio se detuvieron en el lugar donde habían descubierto el cadáver del metalúrgico. Cí se felicitó por el hecho de que siguiera de guardia el mismo centinela que había encontrado el cuerpo. El hombre, una montaña de granito, le ratificó que, en efecto, el cadáver apareció decapitado y desnudo justo en aquel mismo sitio, al pie de la muralla. Cí examinó los rastros de sangre que aún permanecían sobre la calzada de piedra, sacó su cuaderno de notas y trazó un esbozo con un carboncillo, procurando representar lo mejor posible la forma del reguero. Le preguntó al centinela si durante su turno permanecía siempre en el mismo lugar o, por el contrario, efectuaba rondas periódicas.
– Cuando suena el gong, nos desplazamos trescientos pasos al oeste, regresamos y andamos otros trescientos en sentido opuesto. Luego volvemos y esperamos hasta el siguiente aviso.
Cí asintió. Echó un último vistazo por los alrededores antes de insistir al centinela en si recordaba algo que le hubiese llamado la atención. Tal y como imaginaba, el hombre contestó que no.
No le importó demasiado. Había descubierto lo suficiente como para avanzar en la investigación.
Durante la inspección a los jardines imperiales, Cí tomó diversas muestras de tierra. Una vez en sus aposentos, sacó los pañuelos del frasco en el que había guardado los restos de tierra que halló bajo las uñas y en la piel del fabricante de bronces y lo dejó sobre la mesa. Las cuatro muestras recogidas momentos antes resultaban bastante diferentes entre sí: la procedente de las inmediaciones del estanque se veía húmeda, prensada y negruzca, al contrario que la extraída del bosque, más suelta, de un tono pardo y con restos de pinochas. La tercera, recogida junto a los pies de la balconada, estaba compuesta por diminutos fragmentos de piedrecitas machacadas. Por último, la encontrada en la zona lindante con la muralla mostraba un aspecto amarillento y untuoso, probablemente debido a la alta concentración de la arcilla empleada como argamasa para la construcción del recinto. Lentamente, cogió el frasco en el que conservaba los restos extraídos del cadáver y los colocó junto al montoncito procedente de la muralla.
Coincidían.
Devolvió la muestra del cadáver a su frasco y etiquetó las otras cuatro.
El resto de la tarde lo empleó en repasar sus anotaciones. Apenas descansó. Astucia Gris regresaría pronto y el tiempo se le escapaba igual que un chorro de agua entre las manos. Al anochecer, lanzó todas las notas al suelo. Aunque aún aguardaba los resultados del retrato, que había enviado a dispensarios y hospitales, y quedaba pendiente el interrogatorio de los trabajadores del taller de bronce, no albergaba demasiadas esperanzas. Su idea respecto a la pica había fracasado y la única alternativa que había barajado, la existencia de una ballesta modificada capaz de disparar con la suficiente potencia un punzón de semejante calibre, carecía de fundamento. ¿Por qué querría alguien crear una flecha pesada y maciza, incapaz de volar grandes distancias? ¿Qué propósito tendría transformar un arma casi perfecta en otra más grande y pesada, más difícil de transportar, de cargar y de manejar? Y lo más inexplicable: ¿qué sentido tendría que el asesino empleara siempre un arma tan aparatosa para acabar con sus víctimas?
Era obvio que su hipótesis resultaba tan necia como dar por sentado que una ciega fuera incapaz de matar a un hombre.
A pesar de sus dudas, no había descartado la implicación de Iris Azul en los asesinatos. El vínculo de la nüshi con Esencia de Jade, pese a resultar circunstancial, no dejaba de situarla junto a cada una de las evidencias y, en palabras de Kan, a Iris Azul le sobraban motivos para odiar al emperador. Un odio arraigado en lo más profundo de su ser que el propio padre de Iris Azul se había encargado de alimentar con la leyenda de los agravios sobre su abuelo Yue Fei.
Pensó en la nüshi. De hecho, no había dejado de hacerlo desde la noche que la conoció. Porque aunque le disgustara admitirlo, había algo más; algo que trascendía los asesinatos; algo que no alcanzaba a comprender y, mucho menos, controlar. No entendía por qué no dejaba de recordarla; por qué rememoraba su voz cálida, grave y sinuosa; por qué se recreaba en sus ojos pálidos pero sin vida; por qué cada vez que acudía a su pensamiento se le encogía el corazón. Además, pese al riesgo que suponía el regreso de Astucia Gris, pese al peligro que le acarrearía el fracaso en las investigaciones y pese a que la razón le urgía a preparar una alternativa, se negaba en redondo a considerar la huida. Había apostado demasiado como para planteárselo siquiera. Rozaba con los dedos su anhelo de alcanzar la judicatura. El emperador se lo había prometido y, por grandes que resultaran las dificultades, era lo que siempre había ambicionado; el sueño que el juez Feng le había inculcado.
A Feng se lo debía todo. Si cerraba los ojos, podía rememorar al hombre que le había acogido desde su adolescencia y que le había enseñado cuanto sabía. Y si permanecía con ellos cerrados, podía contemplarse a sí mismo frente a la figura de su padre, mostrándole el título de juez que él había sido incapaz de conseguir.
Se preguntó qué habría sido del juez Feng. Desde que lo buscara meses atrás, cuando pensó en él como último recurso para salvar a su hermana, no había vuelto a intentar localizarle.
¿Qué podía hacer? Descartado Ming, tal vez fuera Feng la única persona en la que poder confiar. Pero, por mucho que pretendiera ignorarlo, seguía siendo un fugitivo. No tenía derecho a arrastrarle con él al precipicio de la deshonra. Por eso decidió renunciar a su búsqueda y continuar las pesquisas solo.
Unos golpes al otro lado de la puerta le despertaron de su ensoñación. Abrió y se encontró con Bo. El oficial acudía para informarle de que el traslado de los restos recuperados en el taller de bronce había comenzado y de que la dama Iris Azul había hecho llegar a palacio su deseo de reunirse con él al día siguiente en el Pabellón de los Nenúfares.
– ¿Conmigo? -se asombró.
Cí mostró a Bo su preocupación por el hecho de que una mujer casada recibiera a un extraño en ausencia de su marido, pero el oficial le tranquilizó argumentándole que su esposo ya había regresado y también estaría en el pabellón. En cualquier caso, Cí no pudo evitar un escalofrío. Las reglas de comportamiento obligaban a las mujeres a permanecer escondidas mientras sus esposos actuaban como anfitriones, pudiendo aparecer en silencio sólo para servir el té o los licores. Pero resultaba obvio que aquellas normas no afectaban a la nüshi.
Cí no pudo dormir en toda la noche, pero soñó que le arrullaba la voz de Iris Azul.
Amaneció tan agotado como si hubiera arado una montaña. No era la primera vez que los nervios le traicionaban, pero lamentó que le hubieran atacado aquella noche porque deseaba causar una buena impresión a Iris Azul. Aunque por su ceguera ella no pudiera apreciarlo, Cí decidió engalanarse con el atavío que le habían confeccionado para la recepción del embajador. Sin embargo, unos libros olvidados sobre el traje de gala habían transformado la seda en lo más parecido a un papel arrugado, de modo que cuando se contempló ante el espejo se sintió escandalosamente ridículo. Después de estirarse la pechera sin éxito, se perfumó con unas gotas de esencia de sándalo. Luego repasó las anotaciones que había apuntado durante la noche sobre la historia de los Jin y se marchó en persecución de un corazón que caminaba varios pasos por delante.
El Pabellón de los Nenúfares estaba ubicado junto a otros similares en el interior del Bosque del Frescor, el perímetro amurallado anexo al conjunto palaciego en el que se alojaban los altos cargos imperiales. Cí no encontró problemas para franquear la zona de la muralla que comunicaba ambos recintos. Luego sólo hubo de seguir el camino empedrado cercado por cipreses que le había indicado Bo.
Poco antes de la hora convenida se detuvo frente al reluciente pabellón, un edificio de dos alturas escoltado por un jardín de limoneros que le intimidó. Sus aleros curvados hacia el cielo aparentaban el vuelo de las grullas, orgullosos de pertenecer a una vivienda que gozaba de la protección del emperador. Se colocó bien el gorro y comprobó con desagrado que las arrugas de su pechera continuaban presentes. Hizo un último intento por alisarlas que las dejó aún peor.
Iba a llamar a la puerta cuando ésta se abrió inesperadamente. Detrás, un sirviente mongol se inclinó ante él y le invitó a pasar. Cí lo siguió hasta un luminoso salón cuyas deslumbrantes paredes rojas brillaban tanto que parecían recién barnizadas. Continuó bajo la luz que se filtraba a través de los ventanales hasta distinguir, sentada de espaldas en un extremo de la estancia, la figura de una mujer ataviada con un hanfu holgado de color turquesa y el cabello recogido con una ancha cinta de seda. Cuando el sirviente anunció la presencia del invitado, la mujer se levantó y se volvió hacia él. Cí se sonrojó al saludarla. A la luz del día, Iris Azul resultaba aún más cautivadora. Intentó controlar sus emociones. Miró a su alrededor buscando la figura de su marido, pero no la encontró. Tan sólo apreció las maravillosas antigüedades que adornaban cada rincón de aquel salón.
– Volvemos a vernos -dijo él, y de inmediato carraspeó al advertir lo desafortunado de su comentario.
Iris Azul sonrió. Sus dientes eran una invitación a la lujuria. Observó que el hanfu se le entreabría, dejando a la vista la turgencia de uno de sus pechos. Sin reparar en su ceguera, Cí apartó la mirada, temeroso de que ella le descubriera. La mujer le invitó a que se sentara. Sin esperar a que él aceptara, comenzó a servirle una taza de té. Sus manos acariciaron la tetera con una suavidad que Cí ambicionó.
– Os agradezco vuestra invitación -acertó a decir.
Ella inclinó la cabeza en señal de cortesía. Luego se sirvió a sí misma con igual delicadeza mientras le preguntaba por la recepción del embajador. Cí conversó con amabilidad, si bien evitó mencionar el asesinato del fabricante de bronces. Luego se hizo un silencio que a Cí no le incomodó. Sus ojos la contemplaban absorto, como si cada movimiento de Iris Azul, cada pestañeo o cada respiración le sacudiera los sentidos. Apartó la vista. Al sorber el té, Cí percibió en sus labios el burbujeo del agua hirviente y, para simular normalidad, se quejó.
– ¿Qué sucede? -preguntó Iris.
– Nada. Me quemé un poco -mintió.
– Lo siento -se disculpó ella, azorada. De inmediato, humedeció a tientas un pañuelo con el que calmarle la quemadura. Al hacerlo, sus dedos rozaron los labios de Cí, que temblaron de vergüenza.
– No es nada. Sólo me asusté. -Se separó de ella-. ¿Y vuestro marido? -se interesó.
– Vendrá pronto -dijo con el rostro tranquilo, sin asomo de rubor-. ¿De modo que te alojas en palacio? Para ser un simple consejero, parece un privilegio fuera de lo común…
– Tampoco es común que una dama de vuestra categoría no tenga los pies vendados -contestó sin pensar en un intento de desviar la conversación. La mujer escondió los pies bajo el largo hanfu.
– Quizá te parezca detestable, pero gracias a ello no soy una inválida total. -Su semblante se endureció-. Una costumbre moderna que, por fortuna, mi padre rechazó.
Cí lamentó su falta de tacto. De nuevo enmudeció.
– Llevo poco en palacio -dijo por fin Cí-. Kan me ha invitado unos días, pero lo cierto es que espero irme pronto. Éste no es mi lugar.
– ¿No? ¿Y cuál es?
Pensó qué responder.
– Me gusta el estudio.
– ¿Sí? ¿Qué tipo de estudio? ¿Los clásicos? ¿La literatura? ¿La poesía?
– La cirugía -respondió sin meditarlo.
Un gesto de aversión borró la belleza del rostro de Iris Azul.
– Tendrás que disculparme, pero no entiendo qué interés puede albergar abrir un cuerpo -se asombró-. Y menos aún, qué tiene que ver eso con tu trabajo como consejero de Kan.
Cí empezó a lamentar su propia indiscreción. Temió que la invitación de Iris Azul, en lugar de suponerle una ayuda, obedeciera a su propio interés, así que se prometió mostrarse más cauto, recordando que se enfrentaba a la sospechosa de un comportamiento criminal.
– Los Jin poseen unos hábitos alimenticios distintos a los nuestros, unos hábitos que provocan la presencia de algunas enfermedades y la ausencia de otras. Ése es el objeto de mi investigación y la causa de que ahora me encuentre aquí. Pero, decidme, ¿a qué debo el honor de vuestra invitación? La otra noche no parecíais muy dispuesta a hablar de los Jin.
– Las personas cambian -ironizó mientras le servía un poco más de té-. Pero, desde luego, no es ésa la razón. -Le sonrió como si pudiera verle-. Si quieres que te sea sincera, me interesó tu comportamiento de la otra noche, cuando defendiste a la cortesana frente a la violencia de aquel energúmeno. Es algo inusual entre los hombres de palacio. Y me sorprendió.
– ¿Y por eso me invitasteis?
– Digamos que simplemente… me apeteció.
Cí sorbió el té para disimular su embarazo. Nunca antes una mujer le había hablado de tú a tú. Su sonrojó aumentó cuando la nüshi se inclinó y se le abrió de nuevo el hanfu. Desconocía si Iris Azul era consciente de sus movimientos, pero, aun así, miró hacia otro lugar.
– Bonitas antigüedades -dijo por fin.
– Quizá para quien pueda apreciarlas. No las colecciono por mí, sino para complacer a cuantos me rodean. Es el espejo de mi vida -sentenció.
Cí percibió la amargura de sus palabras, pero no supo qué decir. Iba a preguntarle sobre su ceguera cuando escuchó cierta algarabía en el exterior.
– Debe de ser mi marido -le informó.
Iris Azul se levantó sosegadamente y esperó que la puerta se abriera. Cí la imitó. Observó que a la mujer se le ceñía el vestido.
Al fondo del pasillo, Cí divisó la figura de un hombre entrado en años. Le acompañaba Kan y ambos charlaban animadamente. El anciano llevaba en sus brazos unas flores que Cí supuso que regalaría a Iris Azul. El desconocido saludó a su mujer desde la entrada y celebró que ya hubiera llegado el invitado. Sin embargo, cuando avanzó lo suficiente como para contemplar a Cí, sus brazos flojearon y las flores se cayeron al suelo.
El anciano no consiguió articular palabra. Tan sólo se quedó de pie, mirándole incrédulo, igual que Cí a él mientras la sirvienta se apresuraba a recoger las flores que les separaban. Al ver que ninguno reaccionaba, Iris Azul se adelantó.
– Amado esposo, tengo el gusto de presentarte a nuestro invitado, el joven Cí. Cí, os presento a mi marido, el honorable juez Feng.
Cí permaneció de pie frente al juez, paralizado. Feng tan sólo balbuceó. Cuando por fin se sobrepuso, el juez hizo ademán de preguntarle algo, pero el joven se le adelantó.
– Honorable Feng. -Se inclinó ante él.
– ¿Qué haces tú aquí? -acertó a pronunciar el juez.
– ¿Os conocéis? -intervino Kan, sorprendido.
– Sólo un poco… Hace años mi padre trabajó para él -se apresuró a contestar Cí. El joven advirtió que Feng no terminaba de comprender. Sin embargo, el anciano tampoco le desmintió.
– ¡Excelente! -aplaudió Kan-. Entonces, todo resultará más fácil. Como te venía comentando -se dirigió a Feng-, Cí me está ayudando en la elaboración de unos informes sobre los Jin. Pensé que la experiencia de tu esposa podría beneficiarnos.
– ¡Y pensaste bien! Pero sentémonos y celebremos este encuentro -les invitó Feng, aún azorado-. Cí, te suponía en la aldea, dime, ¿qué tal sigue tu padre? ¿Y qué te ha traído por Lin’an?
Cí bajó la cabeza. No le apetecía hablar de su padre. En realidad, no le apetecía hablar de nada. Le avergonzaba la posibilidad de haber llevado la deshonra a Feng y, más aún, de haber deseado a su mujer. Intentó evitar la conversación, pero el juez insistió.
– Mi padre murió. Se derrumbó la casa. Murieron todos -resumió Cí-. Vine a Lin’an pensando en los exámenes… -De nuevo bajó la mirada.
– ¡Tu padre, muerto! ¿Pero por qué no viniste a verme? -Asombrado, pidió a Iris que sirviera más té.
– Es una larga historia -intentó zanjar Cí.
– Pues eso vamos a remediarlo -repuso Feng-. Kan me ha comentado que te estás alojando en palacio, pero ya que has de trabajar con mi esposa, te propongo que te traslades aquí. Si Kan no se opone, por supuesto…
– Al contrario -dijo Kan-. ¡Me parece una propuesta excelente!
Cí quiso rechazar la invitación. No podía traicionar a quien consideraba como su padre. En cuanto regresara Astucia Gris se descubriría que era un fugitivo y su deshonor salpicaría a Feng. Pero el juez insistió.
– Ya verás. Iris es una excelente anfitriona y recordaremos viejos tiempos. Estarás feliz aquí.
– De verdad, no quiero molestar. Además, tengo todos mis útiles y mis libros en palacio y…
– ¡Menudencias! -le interrumpió-. Ni yo me lo perdonaría ni tu padre me perdonaría que te dejara marchar. Daremos orden de que trasladen tus pertenencias para que puedas alojarte de inmediato.
Hablaron de asuntos intrascendentes mientras Cí oía sin escuchar. Tan sólo miraba el rostro de Feng, curtido por las arrugas. Le hería el corazón la sola idea de permanecer bajo el mismo techo que él, así que suspiró con alivio cuando Kan se levantó para dar por terminada la reunión y solicitar que le acompañara. Feng e Iris les siguieron hasta la puerta.
– Hasta pronto -se despidió Feng.
Cí le devolvió el saludo, rezando para que en realidad fuera un «hasta nunca».
De camino a palacio, Kan se congratuló por la fortuna de aquel encuentro.
– ¿No lo entiendes? -Se frotó las manos-. ¡Tendrás la oportunidad de conocer los secretos de esa mujer! ¡De indagar sin que ella se entere! ¡De seguir a su sirviente mongol!
– Con todos mis respetos, excelencia. La ley prohíbe taxativamente que un investigador se aloje en el domicilio de un sospechoso.
– La ley… -escupió-. Esa norma sólo pretende impedir que el investigador sea corrompido por los familiares, pero si éstos desconocen que están siendo investigados, difícilmente podrán corromper a nadie. Además, tú no eres juez.
– Lo siento -le atajó-. Seguiré investigando si así lo deseáis, pero no me alojaré en casa de esa mujer.
– ¿Pero qué necedades dices? ¡Ésta es una ocasión única! ¡Ni a propósito la habría ideado mejor!
Cí estaba convencido de ello porque el gesto de Kan era el de un depredador. Intentó disuadirle, argumentando que no podía traicionar la confianza del hombre que había sido amigo de su padre. Deshonraría a su padre, al juez Feng y a sí mismo, y eso era algo que no se podía permitir.
– ¿Y por esa confianza dejarás que su propia mujer le conduzca a la ruina? Tarde o temprano saldrá a la luz su perfidia, alcanzará a Feng y lo abatirá como a una marioneta.
– ¡Muy bien! Pues si tanto os importa el porvenir de Feng, detenedla entonces -replicó.
– ¡Maldito necio! -Su rostro cambió-. Ya te he explicado que necesitamos saber quiénes son sus cómplices. Si la detuviera ahora, escaparían antes de que la tortura nos proporcionase sus nombres. Además, hay mucho más en juego que el honor de un pobre anciano: está en liza el futuro del emperador.
Cí pensó bien lo que iba a decir. Sabía que podía costarle la vida, pero no lo dudó.
– Obrad como queráis, pero no lo haré. No antepondré el futuro del emperador al del juez Feng.
Kan atravesó a Cí con la mirada. El consejero no dijo nada, pero el joven paladeó en su garganta un indescriptible temor.
De regreso a su habitación, Cí comprendió que había llegado el momento de escapar. Si se apresuraba, aún podría conseguirlo. Sólo debía llamar a Bo y encontrar una excusa para que le acompañara más allá de las murallas. Luego, al primer descuido, se escabulliría y huiría de Lin’an para siempre. Llamó a un sirviente y encargó que avisaran al oficial.
Mientras recogía sus pertenencias, tuvo tiempo para lamentarse. Sabía que jamás se le volvería a presentar una ocasión así. Había rozado su sueño con los dedos y ahora debía dejarlo escapar para siempre. Se acordó de su hermana pequeña, de su inocente carita de melocotón. Recordó la pérdida de su familia, sus deseos de llegar a ser juez y de demostrar al mundo que existían otras formas de investigar y buscar la verdad. Eso también iba a perderlo. Ahora, lo único que podía hacer era conservar su dignidad.
Cuando escuchó la llamada a la puerta, se guardó la tristeza, y cogió una pequeña talega en la que metió sus libros de notas. Afuera aguardaba Bo, al que explicó que le necesitaba para que le acompañara de nuevo al taller del broncista. Bo no sospechó nada. Salieron del palacio y se dirigieron hacia las murallas. Cí temía que en cualquier momento un brazo desconocido le sujetara por la espalda. Aligeró el paso. Cuando se disponían a cruzar la primera muralla, un centinela les dio el alto. Cí apretó los dientes mientras Bo mostraba los salvoconductos, que el centinela examinó con parsimonia. Luego miró a Cí con detenimiento mientras comprobaba las credenciales. Tras unos instantes de duda, les franqueó el paso que comunicaba con la segunda muralla. Avanzaron. En el siguiente control, otro centinela volvió a detenerles. Bo repitió la operación mientras Cí aguardaba mirando hacia otro lado. El guardia le observó con el rabillo del ojo. Cí se mordió los labios. Era la primera vez que le ponían reparos. Aspiró con fuerza y aguardó. Al poco, el centinela regresó con los salvoconductos en la mano. Cí intentó cogerlos, pero el guardián los retuvo.
– Están firmados por el consejero de los Castigos -le observó Cí de mala gana.
Al centinela no pareció intimidarle.
– Sígueme a la torreta -le ordenó.
Cí obedeció. Al entrar, dio un respingo. Dentro aguardaba Kan. El consejero se levantó, cogió las credenciales que le ofrecía el centinela y las arrugó sin mirarlas.
– ¿A dónde ibas? -preguntó Kan. Su rostro destilaba desdén.
– Al taller del broncista. -Cí sintió el galopar de su corazón-. Hay una pista que necesito investigar. Me acompaña Bo -añadió.
Kan enarcó una ceja. Aguardó antes de preguntar.
– ¿Qué clase de pista?
– Una -balbuceó Cí.
– Puede que sea cierto… O puede, como sospecho, que hayas considerado la necia posibilidad de escapar. -Hizo una pausa y sonrió-. Por si fuera ése el caso, quiero advertirte de que sería muy descortés que lo hicieras sin despedirte de tu maestro Ming. Está en las mazmorras. Detenido. Y ahí seguirá hasta que accedas a alojarte en el pabellón de Feng.
Cuando Cí vio el estado en el que se hallaba Ming, la rabia le devoró. El hombre yacía en un camastro roto, con el rostro impávido y la vista perdida. Al advertir la presencia de Cí, intentó levantarse para saludarle, pero sus piernas se lo impidieron. Las tenía amoratadas, maceradas a bastonazos. El profesor balbuceó, dejando a la vista en su boca un hueco sanguinolento.
– Esos bárbaros… me golpearon -alcanzó a decir.
Cí no tenía elección. Abogó para que fuera atendido y trasladado a otro lugar. Luego le aseguró a Kan su colaboración.
Varios sirvientes le ayudaron a transportar sus pertenencias hasta el Pabellón de los Nenúfares. Cuando se retiraron, Cí admiró con tristeza su nueva habitación. Era una estancia amplia desde la que se divisaba el jardín cuajado de limoneros. El aroma de los árboles inundaba cada rincón, convirtiéndolo en un paraíso de frescor. Dejó sus cosas y salió al encuentro del juez Feng, que aguardaba afuera rebosante de satisfacción. Cuando llegó a su altura, Cí se inclinó para cumplimentarle, pero Feng lo acogió entre sus brazos antes de que terminara su reverencia.
– ¡Muchacho! -Le alborotó el pelo con entusiasmo-. ¡Cuánto me alegro de tenerte entre nosotros!
Al calor de un delicioso té negro, Feng se interesó por las circunstancias que habían rodeado la muerte de su padre. Cí le narró la pérdida de su familia, sus vicisitudes en la ciudad, su encuentro con el adivino, la trágica desaparición de su hermana, su ingreso en la Academia Ming y su posterior llegada a palacio, pero evitó los detalles referentes a su fuga y al motivo de su presencia en aquella habitación. Feng le escuchaba boquiabierto, como si no diera crédito a sus palabras.
– Pero todas esas penalidades… ¿por qué no trataste de buscarme? -le preguntó.
– Lo intenté. -Pensó en confesarle su condición de fugitivo. Finalmente, bajó la mirada-. Señor, no debería estar aquí. Yo no soy digno de compartir…
Feng lo detuvo poniendo un dedo sobre sus labios. Le aseguró que ya había sufrido lo suficiente como para discutir qué era o no lo conveniente. Celebraba haberle encontrado y compartiría sus cuitas con la misma voluntad que sus alegrías. Cí enmudeció. El remordimiento le atenazaba la garganta. Permaneció en silencio hasta que Feng le preguntó por los exámenes.
– Querías presentarte, ¿no es así?
Cí asintió. Le contó que había intentado conseguir el certificado de aptitud, pero que le había sido denegado a causa del comportamiento deshonroso de su padre. Sus ojos se humedecieron.
Feng bajó la cabeza con tristeza.
– De modo que te has enterado -se lamentó-. Nunca quise contártelo. Fue algo muy desagradable. Ni siquiera cuando en la aldea te preguntabas por el cambio de actitud de tu padre, cuando me preguntaste por qué se negaba a regresar a Lin’an, me atreví a decírtelo. -Se mordió los labios-. En aquel momento ya tenías bastantes complicaciones con la detención de tu hermano. Pero tal vez ahora pueda ayudarte. Tengo influencias y quizá ese certificado…
– Señor, no quiero que hagáis nada por mí que pueda perjudicaros.
– Sabes cuánto te he apreciado siempre, Cí. Y ahora que has aparecido, quiero que formes parte de esta familia para siempre.
Le habló sobre su esposa, Iris Azul.
– Nos conocimos al poco de vuestra marcha. Lo cierto es que las cosas no fueron fáciles. Las habladurías nos acompañaban allá donde íbamos, pero puedo asegurarte que junto a ella he encontrado la felicidad.
Cí observó a la nüshi de reojo. La mujer descansaba en el jardín, mirando plácidamente al infinito. La luz bañaba su sedoso cabello negro, recogido en un moño que dejaba al descubierto un cuello firme y terso. Entonces apartó la vista como si estuviera a punto de robar un bocado prohibido y sorbió té para esconder su rubor. Cuando terminó, solicitó a Feng permiso para retirarse a sus habitaciones. Le dijo que debía estudiar y Feng se lo concedió. Ya se marchaba cuando el juez le detuvo para obsequiarle con un dulce de arroz. Cí lo aceptó avergonzado. Al girarse escuchó de nuevo la voz templada de Feng.
– Cí.
– ¿Sí, mi señor?
– Gracias por quedarte. Me haces muy feliz.
Cí se dejó caer sobre la cama de plumas y contempló la riqueza que se exhibía a su alrededor. En cualquier otra circunstancia habría disfrutado de la situación, pero en aquel instante se sentía igual que un perro salvaje acogido por un amo al que devoraría en cuanto tuviera oportunidad.
Sus ojos se nublaron al mismo tiempo que su entendimiento. Pero ¿qué podía hacer? Si desobedecía a Kan, el consejero de los Castigos ejecutaría a Ming con la frialdad de quien aplasta a una babosa. En cambio, si accedía a sus deseos, traicionaría a Feng. Se metió un pastelillo de arroz en la boca y le supo a hiel. Fue incapaz de tragarlo. Lo escupió con asco, como si lo que le amargara fuera su propia alma. Quizá no mereciera la pena vivir así.
No supo durante cuánto tiempo se martirizó, culpándose por el daño que iba a infligir a la única persona que le había ayudado de verdad. Afuera, la luz de los ventanales comenzaba a apagarse, igual que sus esperanzas.
Pensó en todos los asesinados: el eunuco Suave Delfín, un invertido elegante y sensible amante de las antigüedades; el hombre de las manos corroídas, relacionado de algún modo con el comercio de la sal; el joven del retrato, con el rostro picado de heridas y aún sin identificar; el fabricante de bronce, cuyo taller ardió casualmente la misma noche en la que fue decapitado… Nada tenía sentido, al menos en lo que afectaba a Iris Azul. Porque aunque la mujer realmente quisiera perjudicar al emperador, ¿por qué razón mataría a cuatro individuos sin relación aparente entre ellos? O, planteado de otra forma, ¿de qué manera afectaban aquellas terribles muertes al emperador? Al fin y al cabo, y pese a la similitud entre todos los asesinatos, ni siquiera tenía la certeza de que hubieran sido cometidos por la misma persona.
Meditó hasta bien avanzado el crepúsculo y siguió haciéndolo tras simular unas molestias en el estómago que le permitieron eludir la cena. Luego, cuando el cansancio le venció, cerró los ojos y a su mente acudió Iris Azul. Lo hizo sin pretenderlo, pero eso no evitó que se sintiera como un indeseable. Por más que lo intentó, no pudo apartarla de su pensamiento.
A la mañana siguiente se levantó antes que sus anfitriones. Necesitaba comprobar que Ming se hallaba bien. Agradeció a los sirvientes el desayuno y, tras notificarles que regresaría para comer, partió hacia las mazmorras.
Encontró a Ming en una celda convertida en un estercolero, en la que la humedad, los restos podridos de comida y los excrementos convivían con las ratas que emergían de las cloacas. La ira le abrasó las entrañas. El maestro yacía tumbado, quejándose de las llagas que laceraban sus piernas. Cí exigió a gritos una explicación al centinela, pero éste mostró la misma piedad que un matarife en su trabajo. El joven lo maldijo al tiempo que le arrebataba una jarra de agua y se agachaba junto a Ming para confortarle. De inmediato, se despojó de su camisola y con ella le enjuagó la sangre reseca de sus labios. Las heridas de sus piernas tenían mal aspecto. Cí tembló. Quizá en un hombre joven los bastonazos podrían curar rápido, pero en Ming… No sabía bien qué hacer. Intentó tranquilizarle, pero en realidad él estaba más nervioso que su maestro. Finalmente, le aseguró que le sacaría de allí. Ming sonrió sin convicción, dejando entrever sus encías ensangrentadas.
– No te esfuerces. Los afeminados nunca hemos sido del agrado de Kan -ironizó.
Cí maldijo al consejero. Lamentó que Ming se encontrara en aquella situación por su culpa. Le confesó lo delicado de la situación debido al chantaje al que Kan le estaba sometiendo y le prometió que haría cuanto estuviera en su mano para salvarlo.
Ming asintió.
– Es como dar palos de ciego. ¿De qué me sirve seguir pistas si desconozco el móvil que guía al asesino? -se quejó amargamente.
– ¿Has considerado la venganza?
– Es lo que me sugirió Kan. Pero, por todos los dioses, ¡si sospecha de una ciega! -Le detalló la situación de la nüshi.
– ¿Y acaso no podría tener razón?
– Por supuesto que podría tenerla. Esa mujer dispone de tal fortuna que podría contratar a un ejército. ¿Pero por qué habría de hacerlo? Si lo que desea es vengarse, ¿por qué asesinar a unos desgraciados?
– ¿Y no hay otros sospechosos? ¿Algún enemigo de los muertos?
– Ya no sé qué pensar. El eunuco no tenía enemigos. Su única obsesión era el trabajo.
– ¿Y el fabricante de bronce del que me has hablado?
– Quemaron su taller. Lo estoy investigando.
Ming intentó incorporarse, pero un latigazo de dolor lo devolvió al suelo.
– Siento no poder ayudarte, Cí. En mi estado… Pero quizá puedas hacer algo por mí. -Sacó una llave que pendía de su cuello-. Cógela. Es de mi biblioteca. Hay una falsa portezuela sobre la última estantería. -Un temblor le sacudió-. Allí guardo los secretos de mi vida, pequeñas cosas que me han acompañado: algunos libros, dibujos, poesías, recuerdos… Objetos sin valor que para mí significan mucho. Si me sucediera algo, no quiero que nadie los encuentre. Pregunta por Sui. Él te dejará entrar.
– Pero, señor…
– Prométeme que los rescatarás y los enterrarás a mi lado.
– Nada de eso será necesario.
– Prométemelo -le urgió.
Cí se mordió los labios. Se lo prometió en voz alta, pero para sus adentros añadió algo de su cosecha: si su maestro Ming moría, Kan no tardaría en acompañarlo.
Su siguiente destino fue el despacho de Kan, al que accedió gracias a su sello. No esperó a que el centinela le anunciara. Simplemente, empujó la puerta e irrumpió. Sorprendió a Kan volcado sobre unos papeles que recogió a toda prisa. Sus ojos se cubrieron de ira, pero los de Cí lo hicieron aún más. No permitió que el consejero hablara.
– O sacáis ahora mismo a Ming de esa cloaca o revelo a Iris Azul todos vuestros manejos -le desafió.
Al escucharle, Kan pareció respirar tranquilo.
– ¡Ah! ¿Es eso? Pensé que ya le habrían trasladado -disimuló.
Cí percibió en Kan el hedor de la mentira.
– Si no lo sacáis, se lo contaré. Si no mejora, se lo contaré. Y si muere…
– ¡Y si él muere, será porque tú no has cumplido tu trabajo y entonces moriréis los dos! -le atajó-. Déjame decirte algo, muchacho: hasta ahora tus pesquisas han satisfecho al emperador, pero, desde luego, a mí no. Tus oportunidades se van agotando al mismo ritmo que mi paciencia y te aseguro que no bromeo si te digo que ésta es muy, muy escasa. De modo que olvídate de lo que le pueda pasar a ese degenerado y vuelve de una vez a tu trabajo si no quieres acabar como él. -Kan se dio la vuelta, confiado.
Cí no se movió.
– ¡¿Es que no me has oído?! -gritó Kan al darse cuenta de que seguía allí.
– Cuando trasladéis a Ming -le desafió.
El consejero desenfundó un puñal del cinto y en un vertiginoso movimiento lo situó en la yugular de Cí. El joven percibió la presión del metal. A cada latido, el acero acariciaba el contorno azul de su vena, pero él ya había tomado una decisión. Contaba con que si Kan hubiera querido matarlo, hacía tiempo que lo habría ordenado.
– Cuando trasladéis a Ming -repitió.
Sintió que el filo del cuchillo vibraba por la rabia. Finalmente, Kan lo retiró.
– ¡Guardia! -bramó. De inmediato, entró el centinela-. Disponed lo necesario para que el prisionero Ming sea atendido de sus heridas y trasladado a este edificio. En cuanto a ti -acercó su grueso rostro hasta rozar el de Cí-, dispones de tres días. Si en tres días no has encontrado al asesino, un asesino te encontrará a ti.
Nada más abandonar el despacho de Kan, Cí halló el aire que le faltaba. Aún se preguntaba cómo se había atrevido a desafiar de aquella forma al consejero, pero no tenía tiempo para responderse. El plazo dado por Kan coincidía aproximadamente con la fecha de regreso de Astucia Gris. Apretó los puños hasta enterrarse las uñas. Si quería salvar a Ming, su única salida pasaba por encontrar al asesino, aunque ello supusiera traicionar al juez Feng.
En compañía de Bo, regresó a las mazmorras para comprobar que se cumplían las órdenes de Kan. Allí, cuatro sirvientes acompañados de un médico atendieron a Ming y lo trasladaron en unas parihuelas. Una vez satisfecho, acordó con Bo acercarse a la sala en la que habían depositado los objetos encontrados en el taller del broncista.
Al entrar en el almacén, pudo comprobar que el lugar no era mejor que el estercolero donde habían encerrado a Ming. Tan sólo era más grande y acumulaba más suciedad. Pateó un trozo de madera chamuscada y apartó unos atizadores de hierro. Quienes hubieran efectuado el traslado de los enseres no sólo habían olvidado etiquetar su procedencia, sino que los habían dejado acumulados en un altillo y desperdigados por el suelo. Bo se disculpó ante Cí y le ayudó a organizar el material. Primero separaron todos los objetos de metal. Luego el oficial se encargó de clasificar las maderas y Cí de numerar los moldes. Sin embargo, lo que en principio se le había antojado una tarea sencilla acabó convirtiéndose en un quebradero de cabeza. En la mayoría de los moldes, los fragmentos de terracota y cerámica eran tan numerosos y pequeños que la sola idea de reconstruirlos le parecía inalcanzable, pero los diferentes tonos de las arcillas, modificados por el calor de la fundición, le permitieron individualizar cada una de las piezas.
Estaba a la mitad del trabajo cuando de repente encontró un trozo que le sorprendió.
– Olvidad los hierros. ¿Habéis visto esto? -le enseñó el fragmento a Bo-. Es distinto a los demás.
Bo contempló el trozo de terracota verduzca con el mismo entusiasmo que si le hubiera enseñado cualquier otra piedra.
– ¿Qué es? -acertó a decir.
– ¡Busquemos más!
Entre ambos localizaron un total de dieciocho fragmentos que, por su aspecto, parecían formar parte de la misma horma. Cuando Cí se cercioró de que no había más, los guardó en un paño que introdujo en un saco aparte. Bo le preguntó el motivo, pero cuando iba a contestarle, Cí receló de él. Para evitar sospechas, le dijo que hiciera lo mismo con el resto de los moldes mientras él terminaba de examinar los artículos de metal. Al llegar la hora del almuerzo, dejó de disimular y se despidió de Bo para regresar al Pabellón de los Nenúfares con el saco a la espalda.
Nada más llegar a su habitación, sacó los fragmentos para proceder a su recomposición. Por comparación con el resto de los moldes, le había llamado la atención no sólo su tono olivino, sino también su uniformidad, lo que a su juicio denotaba un uso muy escaso. Sin embargo, tal razonamiento contradecía el sentido de un molde, ya que éstos se construían con el fin de reproducir numerosas piezas seriadas. La conclusión a la que llegó fue que aquella matriz sería relativamente nueva. Había comenzado a combinar los trozos cuando advirtió que desde el quicio de la puerta una figura le contemplaba.
– La mesa está dispuesta -anunció Iris Azul.
Cí carraspeó y de inmediato recogió las piezas como si le hubieran sorprendido robándolas. Cuando las escondía bajo la cama comprobó que la mujer miraba al vacío mientras su silueta se recortaba al contraluz como un laúd bellamente tallado. Le agradeció el aviso y la siguió hacia el salón, donde Feng ya aguardaba.
Durante la comida, Feng reveló a Iris Azul el vínculo que le unía a Cí.
– Tendrías que haberlo conocido: de mozuelo era un manojo de nervios, ¡y listo como el hambre! -aseguró-. Su padre trabajaba para mí, así que lo tomé a él como ayudante. Recuerdo que, según acababa la escuela, ya estaba en la puerta aguardando a que iniciara la ronda para acompañarme en mis investigaciones. -Su rostro se iluminó-. Me volvía loco con sus preguntas y sus discusiones… ¡Y por el viejo Confucio! ¡Había que explicárselo todo! Nunca se conformaba con un simple «porque sí».
Cí sonrió. Rememoró aquella época como la mejor de su vida.
– Te he echado de menos, muchacho -se sinceró Feng-. ¿Sabes, Iris? Además de resultar un ayudante imprescindible, con el tiempo Cí se convirtió casi en el hijo que nunca pude tener. -Su mirada se tiñó de tristeza-. Pero olvidemos las penas. ¡Ahora está con nosotros! -Sonrió-. Y eso es lo que importa.
– Nunca fui tan bueno -se sonrojó Cí.
– ¿Tan bueno? -se enervó Feng-. ¡Eras el mejor! Nada que ver con los ayudantes que te precedieron. Todavía recuerdo el caso de tu aldea.
– ¿Qué sucedió? -se interesó Iris Azul.
– Nada en particular. -Cí carraspeó, incómodo al recordar el delito de Lu y su trágico final-. El mérito correspondió a Feng.
– ¿Cómo que nada en particular? ¡Deberías haberlo presenciado! Ocurrió en su aldea natal. Cí descubrió el cadáver de un tal Shang. Estábamos atascados. Ningún sospechoso y ni una sola pista ante un crimen pavoroso. Pero Cí no se dio por vencido y me ayudó hasta que encontré la prueba que necesitaba.
Cí rememoró el instante en que Feng espantó las moscas que volaron hasta posarse sobre la hoz de su hermano y cómo, a raíz de aquella circunstancia, el juez dedujo su implicación en el asesinato.
– No me extraña que Kan le haya contratado -repuso Iris Azul-, aunque es curioso que el motivo sean los Jin. Según me dijo, lo que le interesaba de ellos eran sus costumbres alimenticias.
– ¿De veras? -Feng miró a Cí extrañado-. No sabía que te dedicaras ahora a esos menesteres. Pensé que tu trabajo tendría más que ver con tu habilidad como wu-tso.
Cí se atragantó al oírle, aunque se apresuró a culpar al vino de arroz. Mencionó de pasada que había estudiado a los bárbaros del norte en la Academia Ming. Por fortuna, Iris Azul no pareció reparar en ello.
– ¿Y qué os separó? -preguntó la mujer-. Quiero decir: ¿por qué dejó de ser tu ayudante?
– Un hecho luctuoso -contestó Cí-. Mi abuelo falleció, y mi padre se vio obligado a solicitar la excedencia que exige el luto. Dejamos Lin’an y emigramos a la aldea, a la casa de mi hermano. -Miró a Feng, temiendo que éste ampliase las explicaciones que hacían referencia al comportamiento deshonroso de su padre. Sin embargo, el juez permaneció callado-. El pollo está delicioso -añadió, intentando desviar la atención.
Durante el resto de la comida, Feng le habló a Cí de su ascenso y su mudanza al Pabellón de los Nenúfares. El juez le confesó que todo se lo debía a Iris Azul.
– Desde que la conocí, mi vida es otra. -Acarició la mano a su esposa. Por toda respuesta, ella la retiró.
– Voy a pedir más té.
Cí observó cómo Iris Azul se levantaba y se encaminaba hacia las cocinas sin ayudarse del curioso bastón rojo que siempre la acompañaba. No podía dejar de pensar en su piel. Feng también la miró.
– Nadie diría que es ciega. -Sonrió orgulloso-. Podría recorrer hasta el último rincón de la casa sin tropezar y estaría de vuelta antes que tú.
Cí asintió mientras contemplaba alejarse su figura. Se sentía como un auténtico traidor. Los remordimientos le devoraban. Sopesó confesarle la verdad a Feng o, al menos, parte de ella. Necesitaba hacerlo para no reventar.
Aprovechó el ínterin para hablarle de Kan, pero antes hizo jurar a Feng que mantendría el secreto de cuanto le confiase.
– Incluida Iris Azul -añadió.
Feng lo juró por el alma de sus difuntos.
Entonces Cí le contó su huida de la aldea y su condición de fugitivo y le habló de Astucia Gris. Luego se extendió en el asunto de los extraños asesinatos que estaba investigando, aprovechando para detallarle cada una de las muertes y cuanto había averiguado. Cuando acabó con los aspectos truculentos, le aseguró que Kan estaba persuadido de que todo era un complot contra el emperador. Obviamente, omitió sus sospechas sobre Iris Azul.
Al escucharlo, Feng se asombró.
– Pero todo esto es increíble… Veré en qué puedo ayudarte. Y respecto ese joven a quien temes… Astucia Gris, no te preocupes. Cuando regrese de Fujian, hablaré con él y todo se aclarará.
Cí le miró a los ojos. El rostro de Feng rebosaba confianza y él estaba a punto de traicionarle. El estómago se le encogió. Iba a confesarle que el verdadero motivo de su presencia en el Pabellón de los Nenúfares obedecía a la presunta implicación de su esposa cuando Iris Azul volvió.
– El té.
Feng le sonrió. Hizo sitio en la mesa y se apresuró a sostenerle la bandeja para que se acomodara. Luego ella les sirvió con suavidad, acariciando la tetera. Cí la contempló absorto. Sus movimientos tranquilos le cautivaban. Sorbió el líquido al tiempo que Feng, y después ella les imitó. En ese instante, Feng se levantó como si le hubiera sacudido un rayo.
– ¡Lo había olvidado! -exclamó y salió apresurado hacia su cuarto. Al poco regresó con unos papeles-. Toma, Cí. -Se los dio-. Son tuyos.
Cí se chupó los dedos antes de limpiárselos con un paño, cogió los impresos, extrañado, y los leyó con detenimiento.
– Pero esto… -balbuceó mientras miraba incrédulo a Feng.
Feng asintió.
Cí volvió a revisar el certificado de aptitud que necesitaba para optar a los exámenes. En él no constaba mención alguna al comportamiento ignominioso de su padre. Estaba limpio. Era apto. Miró a Feng con los ojos empañados, se inclinó ante él y sonrió.
Estaban apurando el té cuando les interrumpió el sirviente mongol para informar a Feng de que unos comerciantes le esperaban en la puerta. Dijo que era urgente. Feng se disculpó ante Cí y salió a atenderlos. Al poco, regresó indignado. Según parecía, uno de los convoyes que transportaban mercancías hacia la frontera había sufrido un asalto.
– Por lo visto, los atacantes fueron rechazados, pero hemos sufrido bajas y se ha perdido parte de los suministros. Tendré que partir de inmediato -se lamentó.
Cí lo lamentó aún más. Habría dado lo que fuera por confesarle los verdaderos motivos de su presencia, pero Feng no le dio oportunidad. El juez aprovechó el instante de la despedida para susurrar algo al oído de Cí.
– Cuídate de Kan… y cuida a Iris Azul. -Y partió a toda velocidad.
Feng había asegurado que sólo estaría fuera unos días, lo suficiente como para organizar una nueva remesa desde los almacenes cercanos a la ciudad, pero, aun así, la sola idea de saberse a solas con Iris Azul hizo temblar a Cí. Quizá por ello, al escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, no pudo evitar que se le escapara de entre los dedos el certificado de aptitud. Y cuando al agacharse para recogerlo, rozó sin pretenderlo las manos de Iris Azul, una sacudida le agitó el corazón.
Al intentar disculparse, las palabras se le atropellaron en la garganta, así que arguyó que estaba cansado y que necesitaba ir a sus aposentos para descansar. Iris Azul asintió y le ofreció continuar con la conversación sobre los Jin cuando recuperara los ánimos. Cí aceptó con un balbuceo, cogió un plato de arroz gelatinoso con la excusa de comerlo más tarde y se retiró.
Una vez en su dormitorio, sacó de nuevo los fragmentos de terracota y comenzó a trabajar. Empezó por los trozos más grandes, los cuales numeró con un carboncillo, a fin de recordar su posición. Cuando terminó, comenzó a montarlos para intentar recomponerlos. Para mantenerlos unidos, empleó el arroz gelatinoso. Sin embargo, a cada poco, los nervios le traicionaban y los escasos fragmentos que lograba relacionar acababan desmoronados sobre el tapete de la mesa. Lo intentó una y otra vez hasta que maldijo el molde y lo apartó. Al fin y al cabo, sabía que, por mucho que quisiera engañarse, el temblor de sus manos no procedía ni de la falta de pulso ni del miedo al fracaso. El origen de su intranquilidad residía en su fuero interno, en la irrefrenable seducción que ejercía sobre él Iris Azul.
Se dejó caer en la cama e intentó descansar, pero no lo consiguió. Las sábanas de seda acariciaban su piel haciéndole soñar con ella. Trató de contenerse pensando en Feng, pero sólo logró imaginar los senos turgentes de su esposa.
Decidió darse un baño para intentar relajarse. Pidió unos paños a una sirvienta. La tina, situada en una sala contigua, aguardaba llena de agua. Una vez solo, se desnudó despacio y se metió lentamente. La frescura le tranquilizó. Cerró los ojos y sumergió la cabeza, dejándose abrazar por la reconfortante masa líquida. Cuando emergió, se miró las manos, cubiertas de cicatrices. Contempló las que cruzaban su torso; el torso quemado de un mutilado. Hasta aquel instante, las marcas que recorrían su cuerpo no le habían preocupado demasiado, quizá porque, al igual que un cojo lo haría con su torcedura o un sordo con su silencio, se había acostumbrado a vivir con ellas. Sin embargo, ahora que las miraba, se avergonzaba de su aspecto. O lo que era peor aún: se despreciaba. Las quemaduras que surcaban su piel como enroscadas raíces de carne le parecían ahora tan retorcidas como sus pensamientos.
Volvió a entornar los párpados, en busca de una paz que sabía que no habitaba en su interior, y permaneció en silencio, con el tiempo arrastrándose lentamente mientras sentía de vez en cuando el ponzoñoso aguijón del deseo.
¿Cómo era posible que le estuviese sucediendo algo así? ¿Cómo podía ni siquiera pensar en la esposa del hombre que le había acogido? Cuanto más intentaba razonar, cuanto más trataba de apartarse de aquella dulce tentación, más se aferraba ésta a él, atrapándole, venciendo su voluntad como aquel que, agotado, se rinde ante la placidez de un sueño profundo.
Poco a poco, su nuca se fue relajando, sus hombros perdieron tensión y sus brazos se dejaron llevar por el leve chapoteo con el que el agua serena le acariciaba. Un dulce sopor comenzó a adueñarse de él y le condujo hasta un lugar brumoso en el que la paz que añoraba le acogía entre sus brazos. De pronto, percibió un perfume intenso, embriagador. Tan penetrante como si fuera real. Y entonces la oyó.
Al abrir los ojos, la encontró frente a él, con sus ojos ciegos clavados en su cuerpo. Se intentó cubrir, sin advertir que ella no podía verle.
– ¿Te encuentras bien? -dijo Iris Azul suavemente-. La sirvienta me ha dicho que ibas a bañarte, pero ha transcurrido toda la tarde y…
– Lo siento -respondió, azorado-. He debido de quedarme dormido.
Por toda respuesta, la mujer tanteó las paredes hasta topar con una arqueta sobre la que se sentó delicadamente. A Cí le incomodó. No entendía por qué Iris Azul permanecía junto a él. Observó que su mirada no se fijaba en él, sino que se desviaba ligeramente, y su desacierto, de algún modo, le tranquilizó.
– De forma que eres wu-tso. Extraña profesión.
– Tan sólo me interesan las causas de la muerte -se excusó-. Como a vuestro marido…
– No desde que le ascendieron. Desde entonces sólo se ha dedicado a asuntos burocráticos. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas realmente? -Se levantó y se acercó a la tina.
Cí carraspeó.
– Ya os lo dije. Trabajo como asesor de Kan. ¿Y una nüshi? ¿A qué se dedica una nüshi?
– ¡Oh! ¿Ya te has enterado? -La mujer giró alrededor de la tina con pasos sigilosos mientras rozaba con sus dedos el borde de la bañera-. Entre otras cosas, enjabonaba al emperador. -Y sumergió sus manos en la tina.
Cí permaneció inmóvil, incapaz de respirar, pensando que Iris Azul escucharía los latidos de su corazón. Percibió la presión de sus dedos cerca de sus pies. Tembló. Pensó que iba a acariciarle, pero en ese instante la mujer destapó el desagüe de la tina y se levantó.
– La cena está preparada. Te espero en el comedor. -Y se marchó de la estancia mientras la bañera se vaciaba.
Cí pensó que había sido como estar ante una diosa capaz de susurrarle un beso mientras planeaba su perdición.
De no ser por la descortesía que hubiese significado su ausencia, Cí habría renunciado a la cena. Limpio y perfumado, se presentó en el pequeño salón al que le guio la sirvienta, una estancia recoleta en la que aguardaba Iris Azul sentada en una banqueta. Tomó asiento frente a ella, sin osar mirarla. Nada más alzar la vista, se quedó admirado. La mujer vestía una blusa vaporosa que dejaba entrever su piel. Tragó saliva y retiró la vista, como si temiese que Iris Azul pudiera advertirlo, pero después, mientras ella le ofrecía un plato de brotes de soja, se atrevió a contemplarla. Conforme se movía, la silueta de sus pechos se recortaba contra la seda marcando la protuberancia de sus pezones. Como ella permanecía ajena, su mirada se volvió más fija, más intensa. Observó sus brazos torneados. Sus manos cuidadas exploraban los frutos con delicadeza, palpándolos y acariciándolos para percibir su madurez y su textura. La respiración de Cí se tornó pesada. No podía dejar de contemplarla.
– ¿Qué miras? -le preguntó ella.
Cí dio un respingo.
– Nada -respondió.
– ¿Nada? ¿No te gusta lo que nos han servido? Hay incluso uvas pasas…
– ¡Oh, sí! ¡Por supuesto! -Y cogió uno de aquellos extraños frutos.
– Antes me preguntaste por mi antiguo trabajo… ¿De veras te interesa? -preguntó Iris mientras le servía.
– Mucho. -Admiró la belleza de unos ojos que le hacían olvidar todo lo demás-. ¡Perdón! -se excusó, y cogió la escudilla. Al hacerlo, volvió a rozarle las manos. Le sacudió un escalofrío.
Iris bebió y sus labios se humedecieron. Dejó lentamente la tacilla sobre el tapete de bambú y apoyó las manos sobre su regazo. Cí supuso que ella sabía que la estaba mirando.
– De modo que deseas saber a qué se dedica una nüshi… Deberías terminar de comer, o quizá beber un poco más, porque escucharás una historia repleta de amargura. -Inspiró mientras miraba al vacío. Luego sonrió con un rastro de angustia-. Entré al servicio del emperador siendo una niña, condición que perdí pronto porque en cuestión de días ese hombre acabó con mi infancia. Debió de ver algo en mí. Lo vio, y simplemente lo cogió. -Su mirada se entristeció-. Crecí entre concubinas. Ellas fueron las hermanas que me enseñaron a vivir. A vivir para él, para satisfacer al Hijo del Cielo con un arte refinado, sutil… y descorazonador. -Sus ojos se humedecieron-. En vez de jugar, aprendí a besar y a lamer. En lugar de reír, aprendí a complacer…
»¿Textos de Confucio…? ¿Los Cinco Clásicos…? Jamás los escuché. Los libros que me leían eran los clásicos del placer: el Xuannüjing, el libidinoso Manual de la muchacha oscura; el Xufangneimishu, el Prefacio del arte secreto de la alcoba; el Ufangmijue, Las fórmulas secretas del tálamo; el Unüfang, Las recetas de la dama sencilla… Mientras mi cuerpo crecía y mis pechos se formaban, se aferró a mí un odio tan profundo e intenso como mi propia ceguera. Y cuanto más le odiaba, más me deseaba él. -Entornó los párpados, como si pudiera verlo.
»Aprendí a ser mejor que las demás. A chupar mejor, a emplear cada orificio, a arquear con fuerza mis caderas, a sabiendas de que, cuanto más me desease, más efectiva sería mi venganza.
»Ése era mi anhelo. -Dirigió sus ojos hacia Cí-. Con el tiempo, me convertí en su favorita. Gozaba de mí día y noche. Codiciaba tenerme, lamerme, penetrarme. Y cuando lo obtuvo todo de mí; cuando ya no pudo sacar más de mi cuerpo, entonces deseó también mi alma.
Cí contempló el rostro de Iris Azul, abatido como una flor marchita. El estómago le oprimía. Las lágrimas resbalaban sin cesar por sus suaves mejillas.
– No es necesario que sigas. Yo…
– Querías oírlo, ¿no? -le interrumpió ella-. ¿Sabes lo que es que te estrujen como un limón? Sentirte usada, y lo que es peor: gastada, vacía. Cuando llegas a una situación en la que ni siquiera te queda tu propio respeto; cuando te han arrebatado tu honor, tu honra, tu estima… -Se enjugó las lágrimas.
»Sólo era una cáscara, una peladura reseca sin color ni aroma. Una juventud hueca y herida que yo misma odiaba. Y lo gracioso es que era la envidia de mis compañeras. Cualquiera de ellas se habría cambiado por mí, incluso con mi ceguera, con tal de ser la favorita. Pero yo no podía tener hijos como ellas. -Volvió a reír con un rictus de amargura.
»Conseguí lo que pretendía a costa de mi dignidad. Te aseguro que habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido. O lo hice… ya no recuerdo. Pero, al final, conseguí mi propósito. La cáscara se endureció, y cuando el emperador necesitó mi piel tanto como a su vida; cuando logré que me llamara en sueños, que despertara enfebrecido buscándome para que saciara su sed de carne, entonces me negué. De repente, mi alegría se convirtió en tristeza; mi pasión en languidez; mi deseo en postración… Para lograrlo, lloré, grité y me arrastré. Alegué una enfermedad a la que sus médicos no encontraron curación. Ni tampoco a la suya, como yo sabía que sucedería. Desde aquel día, su orgulloso tallo de jade se convirtió en un suave pañuelo de seda, porque ninguna concubina, ninguna cortesana, ninguna prostituta en el reino fue capaz de darle lo que yo le daba.
Cí la escuchó mudo. Su mano se acercó a la de ella en un deseo de reconfortarla, pero en el último momento se detuvo. Se alegró de que sus ojos no pudieran advertirlo.
– No es preciso que sigas -le insistió.
– Aun así, me mantuvo a su lado. Me nombró nüshi para que enseñara mis habilidades a sus nuevas adquisiciones, para que adiestrara a sus concubinas en las artes del placer. Y yo lo hice para estar cerca de él y disfrutar de su deterioro. Para verle envejecer y, al mismo tiempo, enloquecer.
»Luego, cuando su hijo Ningzong ascendió al trono, pasé a un segundo plano. El nuevo emperador me regaló su indiferencia, que fue la misma con la que le traté yo. Seguí en la Corte hasta la muerte de mi padre. No podía heredarle mientras siguiera en palacio, pero entonces conocí a Feng.
Cí la miró. Sus lágrimas se habían secado. Imaginó que durante su vida en la Corte habría gastado todas las demás. Le sirvió un poco de licor.
– ¿Y qué sucedió? -preguntó Cí.
– No quiero hablar de ello. -Su respuesta resonó seca como un martillazo.
Permanecieron un tiempo en silencio. Luego, ella se levantó, se disculpó por su comportamiento y se retiró a sus aposentos.
Cí continuó sentado frente al licor, con su cabeza latiendo en un torbellino de ideas y deseos. Cogió la botella y bebió de ella. Pensó en Feng. Pensó en Iris Azul. Todo le daba vueltas. Se aferró a la botella y se marchó a su habitación.
A medianoche, un extraño ruido le despertó. Cí se frotó las sienes. La cabeza le palpitaba como si le hubieran sacudido con una maza. Abrió los párpados y vio la botella de licor vacía a un palmo de su cara. El olor a alcohol dulzón y pegajoso le abofeteó. La habitación estaba a oscuras. Creyó escuchar el rumor de unos pasos y una puerta girar. El pulso se le aceleró. Sin moverse, dirigió la vista hacia la entrada de la habitación. Guiñó los ojos con extrañeza. En el umbral, una ligera luminosidad alumbraba la figura desnuda de Iris Azul.
La contempló en silencio imaginando su cuerpo de diosa en medio de la penumbra. La mujer entró y cerró la puerta. Un temblor le estremeció. La vio entrar despacio, caminando serena, dirigiéndose hacia él. Lentamente, Iris avanzó hasta detenerse al borde de la cama. Cí permaneció inmóvil, pero su respiración pesada delataba su rubor.
Iris separó la sábana que le cubría y se deslizó debajo con la delicadeza de quien acaricia una flor. Algo dentro de Cí quería impedirlo. Algo aún más fuerte anhelaba rozar su piel. Podía imaginar el calor que desprendía su cuerpo, a un cabello del suyo. Suspiró.
Apenas si podía pensar. Su perfume intenso penetraba en sus pulmones hasta embriagarle haciéndole enloquecer. De repente, apreció la mano de Iris deslizándose lenta sobre su pierna. Su tacto era una caricia que ascendía perezosa hacia su cintura. Aspiró con fuerza y su abdomen se contrajo. Aguantó exánime, suplicando que se marchara de su lado y a la vez rezando para que continuara. Al sentir el contacto de sus pechos contra los suyos se estremeció. Escuchó su respiración profunda junto a su cuello.
Nunca se había apoderado de él una sensación similar.
Un terrible miedo le paralizaba. Sus cicatrices le cohibían, pero se dejó arrastrar por el calor que emanaba del cuerpo de la mujer. Hundió sus labios en su cuello suave y dulce como la mermelada, notando en ellos los latidos de una garganta que exhalaba suaves gemidos, como si muriera. Sus manos buscaron las de ella, las aferraron y las apretó contra él en un desesperado intento de conservarlas para siempre. Se encorvó sobre ella buscando sus espacios, sus rincones, saboreando sus hombros y sus clavículas mientras Iris dejaba exangüe su cabeza y alzaba sus pechos para que él los tomara.
Cí los recorrió con su lengua. Sabían a deseo, temblaban en sus labios. Notó su piel erizada, la dureza de sus pezones, el rumor de sus gemidos que escapaban de su boca mientras él la besaba. Bebió de su lengua con desesperación, como si necesitara apagar una sed tan antigua como su propia vida. Y ella respondió igual. Apretándole, atrayéndole. Abrazándole como si le necesitara, como si se aferrara a una roca en medio de la tempestad.
Siguieron besándose y acariciándose. Los jadeos de ella le incitaban, aguijoneando su deseo. La mujer separó su boca y buscó su pecho. Lo lamió y lo chupó mientras Cí la contemplaba en la penumbra. La deseaba. Deseaba penetrar en ella y se lo susurró. Ella no pareció oírle. Sus labios descendieron por el vientre de Cí, sin importarle sus cicatrices, hasta alcanzar su tallo de jade, duro y vibrante. Cuando Iris lo envolvió con su boca, Cí creyó morir. La mujer deslizaba sus labios con deseo, enganchada a él, prendida con una ansiedad desconocida para el joven. Su lengua le trastornaba haciéndole enloquecer. Él cerró los ojos para grabar aquel instante. De repente, sintió que Iris le abrazaba con sus piernas, como si justo en aquel momento le precisara dentro de él. Cí intentó entrar en ella, pero Iris se lo impidió, girándose hasta sentarse a horcajadas sobre él. La mujer se elevó hasta que su cueva del placer rozó el tallo de Cí, que tembló tenso. Con una mano, Iris le tapó los ojos. Con la otra, condujo despacio el miembro hacia su interior. Cí suspiró. Intentó apartar la mano que le cegaba, pero ella se apretó contra él y le lamió los labios.
– Iguales -le susurró.
– Iguales -respondió él, y permitió que su palma le cerrara los párpados.
La mujer bajó sus caderas hasta que su cueva le albergó ceñida, cálida, húmeda. Cí sintió un calor intenso que le dominaba y le vencía. Su bamboleo le mecía en un placer desconocido. Su boca le emborrachaba, le apasionaba, le enloquecía. Jamás había sentido nada igual. Iris siguió moviéndose, arqueándose, besándole con ansiedad como si cogiera bocanadas de aire antes de morir asfixiada, como si lo necesitara para vivir.
Luego su cuerpo se sacudió. Su cintura avanzó y retrocedió sobre Cí en una prolongada tortura de placer, cada vez más rápida, más violenta. Su boca no dejaba la de Cí ni siquiera para respirar. El joven sintió cómo ella se agitaba y se sacudía, cómo sus movimientos perdían el control y se convertían en frenesí. Luego, Cí se revolvió en impetuosos latigazos hasta derramarse dentro de ella, sintiéndose desfallecer.
Ella permaneció pegada a él, como si les hubieran cosido la piel. Sus respiraciones eran sólo un jadeo sincopado, aún atormentado por el placer. Antes de separarse, Cí notó el sabor salado de unas lágrimas que brotaban de los ojos ciegos de Iris. Deseó que fueran de felicidad.
Se equivocó.
Cuando al día siguiente se despertó, ella ya no estaba. Preguntó a la sirvienta por el paradero de su ama, pero ésta no supo darle razón.
Desayunó en la misma salita en la que habían cenado la noche anterior. El té no le supo a nada. Aspiró con fuerza, intentando recuperar el aroma de Iris Azul que aún conservaba impregnado en su piel. Sin embargo, su dulce sabor le dejaba ahora un regusto de amargura.
Pensó en Feng mientras se preguntaba si sería capaz de enfrentarse a él sin bajar la mirada. Sabía que no podría. Ni siquiera era capaz de mirarse a sí mismo frente al magnífico espejo de bronce que presidía la estancia. Apuró el té, buscando borrar los efectos del licor que aún le perseguían. Luego se levantó para asearse, como si con el agua pudiera arrastrar de su cuerpo la indignidad con la que se había cubierto. Anheló el placer de Iris Azul, pero se odió por haber perdido el alma.
De camino hacia su estancia se detuvo en el salón principal, cautivado por la belleza de las antigüedades que engalanaban sus paredes. Los jarrones, los lienzos, los espejos y los cuadros eran de tal magnificencia que ridiculizaban la colección que días atrás le había fascinado en las dependencias del eunuco Suave Delfín. Especialmente sublime era el muestrario de poesías antiguas, primorosamente caligrafiadas sobre lienzos montados en bastidores curvados que contrastaban sobre el rojo sangre de la pared tapizada en seda. Los textos pertenecían al célebre taoísta Li Bai, el poeta inmortal de la Dinastía Tang. Leyó despacio la estrofa.
Pienso en la noche.
Delante de la cama, la luna brilla.
Encima de la escarcha está la duda.
Miro arriba y hay luna llena.
Miro abajo y añoro mi vida.
Por un instante se vio reflejado en aquel verso.
Siguió leyendo hasta llegar a un pequeño epígrafe en el que se anunciaba que la composición pertenecía a una serie de once telas, cada una caligrafiada sobre un único paño. Sin embargo, en aquella pared sólo colgaban diez lienzos. Sobre el lugar que debería haber ocupado el undécimo aparecía un burdo retrato del poeta que no lograba ocultar la marca dejada por un bastidor anterior. Una impronta similar a la que los otros diez habían transferido a la seda.
Tragó saliva. No podía ser.
Iba a cerciorarse cuando un ruido a sus espaldas lo alarmó. Al girarse se dio de bruces con Iris Azul. Dio un respingo. La mujer se había puesto un llamativo vestido rojo.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella.
– Na-da -tartamudeó Cí.
– Me ha dicho la sirvienta que has preguntado por mí.
– Así es. Pero me dijo que no sabía dónde estabas. -Intentó acariciar su mano, pero ella la retiró.
– Salí a dar un paseo -dijo circunspecta-. Siempre lo hago.
Cí la contempló. Había algo en su gesto que le parecía extraño. Volvió a mirar el lugar en el que suponía que habría estado el undécimo lienzo.
– Impresionantes poemas. ¿Siempre hubo diez? -preguntó.
– No lo sé. No puedo verlos.
Cí frunció los labios. No comprendía su actitud.
– ¿Sucede algo? Anoche estabas más…
– Las noches son siempre oscuras. Los días nos traen la claridad. Dime, ¿qué has pensado hacer hoy? Aún no hemos hablado de los Jin.
Cí carraspeó. En realidad, no sabía muy bien cómo plantear la cuestión de los norteños. Quizá podría consultárselo a su maestro Ming. Así, de camino, comprobaría si Kan había cumplido con la promesa de cuidarle. Se excusó con Iris Azul diciéndole que debía visitar a un amigo enfermo y luego acudir a un almacén.
– ¿A mediodía, entonces? -sugirió ella.
– Sí.
– De acuerdo. Te esperaré aquí. Cí abandonó el edificio agobiado por la inquietud. Aunque se resistía a admitirlo, cada vez creía menos en la inocencia de Iris Azul. Pero ansiaba confiar en ella. Dudó si contárselo a Ming.
Encontró al viejo maestro en una habitación modesta pero limpia, cercana a las estancias donde se alojaba el oficial Bo. Su aspecto había mejorado, aunque sus piernas aún mostraban un tono violáceo que le preocupó. Le preguntó si le había visitado el médico. Ming negó con la cabeza.
– No necesito a esos matasanos -refunfuñó. Se incorporó entre quejidos ahogados-. Pero he podido lavarme y no me dan mal de comer.
Cí miró la escudilla con restos de arroz seco que yacía junto a él. De haberlo sabido, le habría traído fruta y vino. Se lamentó por ello. Cuando se aseguró de que nadie les escuchaba, le confesó sus inquietudes sobre Iris Azul. Unas sospechas en las que no quería creer, pero que no paraban de aumentar. Le enumeró las circunstancias que le llevaban a recelar de la nüshi, si bien inmediatamente después la defendió.
Ming le escuchó con atención. Su rostro denotaba preocupación.
– Según cuentas, esa mujer parece tener motivos -argumentó Ming.
– Os repito que son sólo circunstanciales. No hay ninguna prueba contra ella. Además, ¿cómo no va a aborrecer al emperador? Si hubierais sufrido lo que ella, vos también le odiaríais, pero de ahí a que pretenda matarlo, media un abismo… Deberíais conocerla. -Bajó la mirada-. Esa mujer es pura dulzura.
– ¿Y quién te dice que no la conozco? Lo extraño es que tú no supieras de ella. Me has hablado mucho de su encanto, pero ¿acaso no estarás confundiendo tus pensamientos con tus deseos?
El rubor se apoderó de Cí.
– ¿A qué os referís? -saltó Cí-. Iris Azul sería incapaz de matar una mosca.
– ¿Eso crees? Entonces supongo que sabrás el motivo por el que el emperador Ningzong la retiró de su cargo como nüshi.
– ¡Claro que lo sé! Cuando Ningzong subió al trono, se deshizo de ella porque fue la causante de la enfermedad de su padre. El viejo emperador se volvió loco cuando ella le rechazó.
– ¿Eso es lo que te ha contado? -Le miró con gesto severo-. Me extraña que no estés al corriente de una historia que todo el mundo conoce.
– ¿Y cuál es esa historia? -le desafió Cí.
Ming compuso un gesto recriminador.
– Pues que el viejo emperador no se volvió loco por su rechazo. Los médicos que lo atendieron encontraron veneno en el té que ella le preparaba.
Cí sintió como si le estrujaran el estómago mientras las palabras de Ming restallaban en su interior. Se resistía a creerle, pero el rostro del maestro no dejaba lugar a dudas. Maldijo su debilidad por querer creer en la inocencia de Iris Azul, lo mismo que la hora en la que había sucumbido a sus encantos. Se sintió infinitamente estúpido, como si hubiera vendido su alma por un par de miserables monedas. Iba a preguntarle a Ming por los detalles cuando la presencia de un centinela le obligó a interrumpirse. Aguardó a que se fuera, pero el guardia se recostó sobre una de las paredes y prestó atención a la conversación. Tras esperar un rato, Cí renunció a su propósito, insistió a Ming en que se dejara visitar por el médico y abandonó la estancia acompañado de una terrible confusión.
Aún anonadado, intentó contemplar desde otra perspectiva los acontecimientos en los que se había visto involucrada Iris Azul. Al fin y al cabo, ella tenía un motivo: un rencor exacerbado hacia el emperador que no sólo no ocultaba, sino del que parecía envanecerse sin recato ante el primer desconocido que se le cruzara. Y si había sido capaz de envenenar al emperador, sin duda podía planear otros crímenes. Además, a ello podía sumar su falta de escrúpulos al traicionar a Feng, por mucho que él mismo hubiera sido cómplice en su infidelidad, o el asunto del perfume, que la vinculaba directamente con los cadáveres encontrados. Sin embargo, aún le quedaba encontrar la razón por la que Iris Azul mataría a unos desconocidos ajenos al emperador. O al menos, a uno de ellos. Porque en cuanto la relacionara con uno, estaba convencido de que los demás caerían detrás.
Decidió visitar de nuevo las estancias del eunuco. Había algo que necesitaba cotejar.
Las dependencias de Suave Delfín continuaban vigiladas por un centinela que le franqueó el paso tras comprobar el sello y registrar su nombre en el libro de entradas. Una vez dentro, Cí se dirigió directamente hacia la sala que el eunuco había convertido en su museo de antigüedades particular. En ella seguía colgado el majestuoso cuadro que en su primera visita le había llamado la atención. No había errado. Era la poesía del inmortal Li Bai. La número once. La que faltaba en la colección de Iris Azul.
Advirtió que la moldura blanca que lo enmarcaba era curvada, como la serie que había admirado en el pabellón de la nüshi. Desplazó el bastidor ligeramente para comprobar su huella en la pared. Después repitió la operación con el resto de los lienzos de la estancia. Cuando concluyó, en su rostro se mezclaban la rabia y la satisfacción. Al salir, recordó el libro de registro en el que quedaban reflejadas las personas que penetraban en las dependencias. Quizá no encontrara nada, pero tampoco tenía mucho que perder. Unas monedas cambiaron de mano y el guardia accedió a que lo consultara. Cí repasó los datos con avidez. Aunque la mayoría de los nombres le resultaban desconocidos, sus ojos brillaban sobre los renglones verticales. Por fortuna, también figuraba el cargo que desempeñaban en palacio, así que le fue fácil descartar a la servidumbre que había trabajado en los aposentos. Entre otros, en el listado figuraban Kan y Bo, pero finalmente encontró el nombre que realmente buscaba. La caligrafía era clara, determinante. Dos días después de la desaparición del eunuco, había visitado aquellas estancias alguien llamado Iris Azul.
Su corazón palpitó al sentir que rozaba la verdad. Aún faltaba una hora para su encuentro con la nüshi, así que aprovechó para ir al almacén donde se amontonaban los restos calcinados del taller del broncista y echar un vistazo.
Sonrió. Las piezas comenzaban a encajar.
Todo parecía ir encauzándose hasta que llegó al almacén y descubrió que la puerta permanecía abierta y sin vigilancia. Miró a un lado y a otro, pero no vio a nadie. De inmediato, su alegría se tornó en preocupación. Dentro, la negrura aguardaba amenazadora. Se adentró lentamente, con cautela, pero a los pocos pasos tropezó con un bulto y cayó, advirtiendo al tantear para levantarse que la mayoría de los objetos que él y Bo habían clasificado yacían desperdigados por el suelo. Maldijo a los culpables. Rápidamente, abrió las puertas, que dejaron pasar la suficiente luz como para descubrir que habían saqueado el almacén. De inmediato se dirigió hacia el lugar donde habían dispuesto los moldes, para advertir con desesperación que la mayoría habían sido destrozados hasta convertirlos en arena. Parecían haber empleado una maza sobre el enorme yunque que se hallaba a su lado. De repente, escuchó un ruido sobre su cabeza, e instintivamente empuñó la maza para dirigir la mirada hacia el altillo en el que habían amontonado las piezas de hierro.
No distinguió a nadie, así que continuó inspeccionando los restos hasta encontrar una talega que contenía yeso del utilizado para extraer positivos de los moldes. La cogió y se la guardó. Luego sonó un nuevo crujido, esta vez más intenso. Cí elevó otra vez la mirada lo suficiente como para distinguir sobre el altillo una figura agazapada. No le dio tiempo a más, porque súbitamente una avalancha de barras, rejas y maderas le cayó encima hasta sepultarle.
Cí sólo se atrevió a abrir los ojos cuando el polvo dejó de adherirse a sus pulmones. Apenas distinguía nada, pero, al menos, seguía vivo, de modo que agradeció a la fortuna haber resbalado bajo el yunque, que había hecho las veces de parapeto. Sin embargo, uno de los hierros le mantenía atrapada la pierna derecha impidiéndole cualquier movimiento. Intentó liberarse, pero no lo consiguió. Poco a poco, los rayos del sol se fueron filtrando en medio de la polvareda, recortando contra la luz la tenebrosa figura de un desconocido. Cí se quedó paralizado. Permaneció en silencio, por si se trataba de la misma persona que había provocado el derrumbe, pero eso no evitó que la figura se aproximase hacia él. Cí tragó una saliva pastosa. Aferró una barra de metal cercana y se dispuso a vender cara su vida. La figura estaba a un paso de él. Tensó sus músculos mientras escuchaba el borboteo de su sangre golpeándole en las sienes. De repente, la figura lo vio. Cí permaneció inmóvil, atento al movimiento de la víbora. Su respiración se aceleró. Estaba dispuesto a descargar el hierro sobre su cabeza cuando el desconocido habló.
– ¡Cí! ¿Eres tú?
Cí dio un respingo. Era la voz de Bo. Por un momento se tranquilizó, pero aun así mantuvo la barra en la mano.
– ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? -preguntó Bo mientras se afanaba en retirar los hierros que atrapaban a Cí.
Cí le ayudó hasta conseguir liberarse. Luego se apoyó en Bo para salir del almacén. En el exterior, aspiró una bocanada de aire limpio. Aún desconfiaba de Bo, así que le preguntó qué había ido a hacer allí.
– El centinela que descubrió los destrozos me informó de que alguien había aprovechado la ausencia de la guardia nocturna para reventar la puerta, así que vine para comprobarlo.
Cí dudó de Bo. De hecho, dudaba de todos. Intentó caminar, pero sólo logro hacerlo con dificultad, así que le pidió al oficial que le acompañara hasta el Pabellón de los Nenúfares, pues temía que, en su estado, pudieran volver a atacarle. Durante el trayecto, Cí se interesó por los avances en el asunto del retrato del cadáver que se había difundido por la ciudad.
– Aún no hay nada -se excusó Bo-. Sin embargo, tengo novedades sobre la mano cercenada. El extraño tatuaje con forma de llama que encontraste bajo el pulgar no era tal.
– ¿Qué queréis decir?
– Hice que lo examinara Chen Yu, un reputado tatuador del mercado de la seda. Uno de los mejores de Lin’an. El hombre le dedicó un buen tiempo antes de afirmar que, en su opinión, parte del círculo externo se había borrado por culpa de la sal. -Se agachó sobre el suelo arenado y dibujó una achaparrada llama ondulada. Luego la bordeó con un círculo-. En realidad, no son unas llamas. Es un yin-yang.
– ¿El símbolo de los taoístas?
– Más concretamente, el de un monje alquimista. El tatuador me aseguró que el pigmento empleado era cinabrio, el elemento identificativo de los ocultistas que buscan el elixir de la vida eterna.
A Cí no le sorprendió su respuesta. En realidad, después de lo ocurrido en el almacén, ya no le sorprendía nada. Recordó que la única persona a la que le había contado su intención de acudir al almacén había sido a Iris Azul, y al punto comprendió lo necio que había sido al pretender creer en su inocencia. La nüshi tenía un motivo: la venganza contra el emperador. Había dispuesto de la oportunidad a través de su sirviente mongol y poseía la necesaria sangre fría, como demostraba el hecho de haber intentado envenenar al emperador años atrás y ahora de intentar matarle a él. Lo más conveniente sería ir a ver a Kan y revelarle sus descubrimientos. Pero antes debía proteger su bien más valioso: el molde que había ocultado en el pabellón.
Cuando los sirvientes del Pabellón de los Nenúfares advirtieron lo penoso de su estado, hicieron ademán de avisar a la señora, pero Cí les ordenó que le condujesen directamente a sus aposentos y le dejaran solo. Le agradeció la ayuda a Bo y se despidió de él.
Nada más entrar a su habitación, Cí corrió hacia el lugar donde guardaba el molde de terracota verde. Aún desconocía el motivo, pero presentía que ésa precisamente era la pieza que buscaba la persona que había pretendido asesinarle. Por suerte, los fragmentos continuaban en el mismo lugar. Estaba escondiéndolos de nuevo cuando Iris Azul entró sin llamar. A Cí le tembló el corazón.
– Me han dicho que has sufrido un accidente -dijo Iris, sobresaltada.
Cí no se conmovió. Terminó de esconder los restos del molde, sabedor de que Iris no podía verle y se incorporó.
– Sí. Un accidente bastante extraño. De hecho, yo casi lo denominaría un intento de asesinato. -Se arrepintió al momento de su incontinencia verbal.
Al escucharlo, Iris abrió los ojos, evidenciando aún más su extraño matiz.
– ¿Qué…? ¿Qué ha sucedido? -balbuceó.
Era la primera vez que Cí la veía vacilar.
– No lo sé. Esperaba que me lo contaras tú. -Se arrancó la blusa hecha jirones y la arrojó sobre la cama.
– ¿Yo? No entiendo…
– Dejémonos de mentiras. -La agarró por una muñeca-. Desde el primer momento no quise creer a Kan, pero él tenía razón.
– ¿Pero qué necedades dices? ¡Suéltame! ¡Suéltame o te haré azotar! -Se zafó.
Iris comenzó a temblar mientras sus pies retrocedían titubeantes. Cí se apresuró a cerrar la puerta. Al oír el portazo, ella dio un respingo. Cí la acorraló.
– Por eso me sedujiste, ¿no? Kan me advirtió sobre ti; sobre tus planes contra el emperador. No quise creerle y casi me cuesta la vida, pero todas tus argucias han fracasado. Igual que tus mentiras.
– Estás loco. ¡Déjame!
– El eunuco trabajaba en el monopolio de la sal. Ignoro si descubrió algo en las cuentas y tú le sobornaste o simplemente te chantajeó, pero sabías de su obsesión por las antigüedades y le pagaste con una a la que no pudo renunciar. Y cuando te siguió chantajeando, acabaste con él.
– ¡Vete de aquí! ¡Vete de mi casa! -sollozó.
– Eras la única persona que sabía que yo iría al almacén y por eso enviaste a un sicario para que me matara. Probablemente, el mismo que acabó con la vida de Suave Delfín y de los otros.
– ¡Te digo que te vayas! -gritó.
– Empleaste la Esencia de Jade para asustarles, para que supieran que una ciega podía acabar con ellos. Te sabías protegida por lo que sucedió con tu antepasado; sabías que el emperador no volvería a arriesgarse, acusando sin pruebas a la nieta del famoso héroe al que nuestro imperio traicionó. Pero tu sed de venganza no conocía límites. Me mentiste cuando mencionaste que el emperador enfermó de amor. ¡Lo envenenaste igual que a mí ayer!
Iris Azul intentó salir de la habitación, pero Cí se lo impidió.
– ¡Confiésalo! -bramó Cí-. Confiesa que me mentiste. Que me hiciste creer que sentías algo por mí. -De repente, se dio cuenta de que sus propios ojos se le humedecían.
– ¿Cómo te atreves a acusarme de nada? ¡Tú! Tú, que fuiste el primero en mentirme sobre tu verdadera profesión; tú, que has traicionado a tu querido Feng con su bella esposa ciega.
– ¡Me embrujaste! -aulló Cí.
– Eres patético. No sé qué pude ver en ti. -Intentó salir de nuevo.
– ¿Acaso crees que tus lágrimas te salvarán? Kan tenía razón en todo. ¿Me oyes? ¡En todo! -Volvió a retenerla.
Los ojos húmedos de Iris estaban inflamados por la rabia.
– ¡En lo único que ese consejero puede tener razón es en que soy una estúpida! ¿Sabes? La noche que defendiste a aquella cortesana creí que serías diferente. ¡Maldita necia! -se lamentó-. No eres distinto a los demás. Te crees con derecho a acusarme y a condenarme, a usarme y a despreciarme porque sólo soy una vieja nüshi. Una experta en las artes de alcoba. Y sí. Es cierto. Te seduje. ¿Y qué? -le retó-. ¿Qué sabes tú de mí? ¿Acaso sabes cómo es mi vida? No. ¡Desde luego que no! Jamás podrías imaginar ni por un momento el infierno que me ha tocado vivir.
Cí pensó en su propio infierno. Sabía bien lo que era sufrir, del mismo modo que sabía que ella era culpable. Aquella mujer no tenía derecho a reprocharle nada. Y mucho menos después de lo que había descubierto.
– Kan me lo advirtió -acertó a repetir.
– ¿Kan? Esa bola de sebo vendería a sus hijos con tal de conseguir su propósito. ¿Qué es lo que te ha contado? -Le golpeó en el pecho-. ¿Que intenté envenenar al emperador? ¡Pues no! ¡No lo hice, por mucho que ahora me arrepienta! ¿Acaso crees que de ser cierto el emperador me habría dejado con vida? ¿Acaso te ha revelado Kan el motivo de su rencor? ¿Te ha dicho que mil veces intentó poseerme y que siempre le rechacé? ¿Te ha contado que me pidió en matrimonio y me negué? ¿Te ha revelado la afrenta que supuso para el gran consejero de los Castigos que una nüshi le despreciara? -Se dejó caer al suelo, abatida entre lágrimas.
Cí la contempló sin saber qué decir. Por una parte quería creerla, pero las pruebas…
– Tu nombre aparecía en el registro de las dependencias de Suave Delfín -le confesó-. No sé cómo lograste entrar, pero lo hiciste. Y dentro cuelga un lienzo con la undécima poesía de Li Bai. Una antigüedad que te pertenece. Una reliquia que debería estar en tus paredes y que sustituiste por un burdo retrato del autor. Un texto que el eunuco jamás habría podido adquirir. -Esperó a que ella lo desmintiera, pero Iris enmudeció-. Leí los sellos de propiedad. Esas poesías pertenecieron a tu abuelo. Si es verdad que tanto le apreciabas, jamás habrías permitido que abandonaran tu hogar. A menos…
– ¿A menos…? -sollozó, y se giró para marcharse.
– ¿A dónde vas?
– ¡Déjame en paz! -Se volvió y miró hacia donde creía que se encontraban los ojos de Cí-. ¡Pregúntale a Kan! Conserva docenas de frascos de Esencia de Jade que se apropió para agasajarme. En cuanto a la poesía de Li Bai, mi marido se la regaló a Kan, así que pregúntale a él cómo llegó a manos de Suave Delfín. -Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo-. Y, por si no lo sabías, el día que entré en las dependencias del eunuco lo hice para recoger unas miniaturas de porcelana. Sí, el eunuco era mi amigo. Por eso Kan me advirtió que había desaparecido y por eso me pidió que acudiese a recoger las miniaturas que me pertenecían… Si no me crees, pregúntaselo a él.
Una vez a solas, Cí intentó sacudirse de la confusión que le atenazaba. Cuando se serenó, volvió a sacar el molde y se sentó en el suelo para terminar de reconstruirlo. Comenzó siguiendo el orden apuntado, pero los fragmentos se le desmoronaron. Se miró las manos. Le temblaban como las de un niño asustado. De un manotazo apartó los trozos y los lanzó lejos.
No podía quitarse a Iris Azul de la cabeza. Se arrepintió de haber sujetado con fuerza a la misma mujer que le había amado con tanta dulzura la noche anterior. Lamentaba haberse dejado llevar por su temperamento, pero creía estar en lo cierto al acusarla. Sin embargo, el comportamiento de la nüshi no se correspondía con el de alguien culpable. Una mujer acorralada, quizá, ¿pero culpable…? Existían pruebas que la incriminaban, pero también numerosas lagunas acompañaban la acusación.
¿Por qué razón habría querido Iris Azul matar a aquellos hombres? Era la cuestión que le atormentaba. Se la formulaba una y otra vez. Tal vez la respuesta residiera en los fragmentos de terracota o quizá en el propio Kan.
Inspiró varias veces antes de ponerse de nuevo con el molde. No podía permitirse más errores, así que se empeñó en la tarea de unir los fragmentos con los restos del arroz gelatinoso. Poco a poco, la horma fue cobrando forma hasta completar dos mitades que, una vez juntas, conformaron un bloque prismático del tamaño de un antebrazo. Apartó los fragmentos sobrantes, que parecían constituir parte de una varilla interna, y, con cuidado, enlazó los dos caparazones con un cinto. Después mezcló en una palangana el yeso que había traído del almacén y vertió su contenido en el hueco del molde. Mientras aguardaba a que fraguara, limpió con cuidado los restos blanquecinos. Finalmente, cuando se cercioró de su solidez, separó las dos mitades.
Cí contempló el resultado de su trabajo. Sobre el suelo descansaba una pieza de yeso que, por su aspecto, le recordó a una especie de cetro de mando. Su longitud rondaría los dos palmos, y su circunferencia, del grosor de la empuñadura de una espada, podía abarcarse con la mano. No imaginaba cuál podía ser su utilidad, así que escondió nuevamente los fragmentos del molde en el armario. Los que formaban parte de la varilla interior optó por ocultarlos junto al cetro de yeso en el entarimado, bajo una lama que encontró suelta. Luego abandonó el Pabellón de los Nenúfares. La ansiedad le oprimía y necesitaba respirar.
Vagó desconcertado. Estaba acostumbrado a analizar cadáveres y a examinar cicatrices, a buscar marcas y a desvelar heridas invisibles, pero ignoraba cómo enfrentarse a intrigas y rencores, a pasiones y a mentiras ante las cuales su pensamiento racional parecía no tener respuesta. Cuanto más lo meditaba, mayor era su certeza de que Kan le había manipulado desde su primer encuentro. De ser cierta la información de Iris Azul, el consejero de los Castigos habría actuado contra ella movido por un despecho aún más poderoso que el que ella profesaba hacia el emperador. Que Kan hubiese acompañado a Iris Azul a las dependencias del eunuco era una posibilidad, y si realmente el consejero tenía acceso a la Esencia de Jade, cobraba sentido que éste hubiera dejado rastros de perfume para incriminarla. Porque que lo hubiera hecho ella para autoinculparse escapaba a su comprensión. Además, Iris Azul nunca había ocultado su resentimiento hacia el emperador, lo cual la convertía en un objetivo fácil sobre el que descargar cualquier imputación. Si a ello sumaba el hecho de que Kan fue el último que vio con vida al fabricante de bronces, que fue él quien mantuvo una extraña reunión con el embajador de los Jin y su falta de claridad a la hora de proporcionar explicaciones, tal vez en el propio consejero residiese la solución.
Miró a su alrededor. Si tuviera que elegir un lugar en el que aposentarse, desconfiaría más de aquel palacio que de un nido lleno de víboras.
Meditó cómo actuar. No podía acudir a Kan, porque lo único que conseguiría sería prevenirle. Quizá el consejero fuese el asesino. O quizá el inductor. O tal vez no tuviera nada que ver y simplemente había pretendido aprovechar unos asesinatos que en nada suponían una amenaza para armar una mentira y vengarse de la mujer que le había humillado, y que, de algún modo, aún gozaba de la protección del emperador. Recordó entonces que el propio Ningzong le había advertido sobre el irascible temperamento de Kan.
El propio Ningzong…
Quizá debería hablar con el emperador. De hecho, no se le ocurría otra forma de arrojar luz sobre un asunto que no sólo se había enquistado, sino que comenzaba a tornarse demasiado peligroso.
Se armó de valor. Tomó aire y fue en busca de Bo. Necesitaba su ayuda si pretendía ser recibido por el emperador.
Encontró a Bo en su habitación, aseándose. Cuando le dijo que precisaba una audiencia inmediata con el emperador, Bo se negó.
– Existe un protocolo que todos hemos de respetar. Si lo ignoramos, seremos azotados, o algo aún peor -le aseguró.
Cí conocía bien los interminables rituales que marcaban el día a día del emperador, pero también sabía que para lograr sus objetivos no debía retroceder ante las dificultades. Le dijo a Bo que había resuelto los crímenes y que precisamente por ello ni podía hablar con Kan ni podía aguardar más tiempo.
– Además, en caso de que os reprendan, diré que ha sido idea mía.
– Ya… Pero me nombraron tu escolta precisamente para evitar ideas de ese tipo -dijo mientras se secaba la cabeza.
– ¿Acaso olvidáis lo sucedido en el almacén? Si no me ayudáis, puede que mañana no tengáis a quien escoltar.
Bo se maldijo. Apretó los dientes mientras miraba fijamente a Cí. Finalmente, tras unos instantes de duda, decidió trasladar la cuestión a su inmediato superior. Éste, a su vez, lo hizo al suyo, y este último, a un grupo de ancianos ceremoniosos que enmudeció al conocer la pretensión del recién llegado. Por fortuna, el más consumido pareció comprender la importancia del asunto y, aprovechando un intervalo en sus actividades, hizo llegar la petición al emperador. Pasado un tiempo que a Cí se le antojó interminable, el anciano regresó. Su rostro era árido como una piedra.
– Su Honorable Majestad te recibirá en el trono -dijo con seriedad. Encendió una varilla de incienso del tamaño de una uña y se la entregó a Cí-. Podrás hablar hasta que se extinga. Ni un suspiro más -le advirtió.
Cí siguió al anciano hasta el salón real sin ni siquiera fijarse en la magnificencia del lugar. Su único interés consistía en mantener con vida una llama que ya amenazaba con quemarle el pulgar. Se humedeció los dedos e intentó hacer lo propio con el extremo de la varilla para prolongar su existencia. De repente, el anciano se apartó y Cí se vio frente al emperador.
El dorado de su túnica le deslumbró tanto que a punto estuvo de perder la varilla cuando el anciano le sacudió un varetazo para que se arrodillase. De inmediato, Cí recuperó la compostura y se agachó para besar el suelo. Apenas le quedaba tiempo y el anciano parecía eternizarse volviendo a explicar el motivo de su presencia. Pensó en interrumpirlo, pero aguantó hasta que finalmente recibió autorización para hablar. Cí se atropelló con el relato de lo acaecido. Refirió al emperador sus sospechas sobre Kan, informándole de sus mentiras y de sus intentos sesgados para inculpar a Iris Azul.
El emperador le escuchó en silencio con sus ojos mortecinos escrutando cada una de sus palabras. Su rostro céreo permaneció impasible, sin rastro de emoción.
– Acusas de deshonor a uno de mis hombres más leales, a un consejero imperial por el que me dejaría cortar una mano. Una afrenta que, de ser falsa, está penada con la muerte -le advirtió pausadamente Ningzong-. Y, sin embargo, sigues ahí… manteniendo entre tus dedos los rescoldos de una varilla que lucha por apagarse… -Juntó las palmas de sus manos y las colocó sobre sus labios fruncidos.
– Así es, Majestad. -Tembló mientras las yemas se le quemaban.
– Si doy orden de que Kan sea conducido hasta aquí y éste rebate tus acusaciones, me veré obligado a ejecutarte. Si, por el contrario, lo meditas y retiras tu acusación, seré magnánimo y olvidaré tu atrevimiento. Así pues, piénsalo atentamente y dime: ¿estás dispuesto a mantener tu denuncia?
Cí aspiró con fuerza. La llama palideció hasta desaparecer.
Dijo «sí» sin pensar. El oficial encargado de avisar al consejero de los Castigos irrumpió en la Sala del Trono temblando como si hubiera visto a un diablo. Su rostro estaba cubierto por el sudor y sus ojos escapaban de sus órbitas. Corrió como un exaltado y se lanzó de bruces a los pies del emperador, que, extrañado, retrocedió como si se le hubiera abrazado un apestado. Varios centinelas lo apartaron de él y le obligaron a levantarse. El hombre balbuceó algo ininteligible. Sus pupilas dilatadas eran el reflejo del terror.
– Está muerto, Majestad. ¡Kan se ha ahorcado en su habitación!