Encontró a Tercera igual que la había dejado. La pequeña parecía feliz, ajena a cualquier peligro. Cí la felicitó por haber vigilado tan bien la pata de cerdo y le cortó una loncha como recompensa. Mientras la niña comía, Cí cambió su atuendo blanco de luto por un conjunto de arpillera burda que había pertenecido a su padre. Estaba sucio, pero al menos no lo reconocerían. Luego lio un hatillo en el que metió las monedas que le quedaban, el código penal, algo de ropa y la pierna de cerdo. Guardó el billete de cambio de cinco mil qián en una bolsa que escondió bajo las ropas de Tercera, se echó el hatillo a la espalda y cogió de la mano a la pequeña.
– ¿Quieres viajar en barco? -Le hizo cosquillas sin esperar a que contestara-. Ya verás cómo te gusta.
Cí rio con amargura.
Se dirigieron al muelle dando un rodeo. Su primer pensamiento había sido dirigirse a Lin’an siguiendo la ruta terrestre del norte, pero, precisamente por ser la habitual, había decidido evitarla. La ruta fluvial, aunque más larga, sin duda resultaría más segura.
Recordó que en época de cosecha numerosas barcazas de arroz partían en dirección al puerto marítimo de Fuzhou junto a pequeñas gabarras cargadas de maderas preciosas que tras alcanzar el mar oriental continuaban la singladura costa arriba con destino a la capital. Sólo debía localizar una y embarcar antes de que zarpara.
Ante el temor de que hubieran dado la voz de alarma, Cí evitó el muelle principal y se dirigió al extremo sur del embarcadero, donde los braceros efectuaban las labores de desestiba. Allí, sobre un chalupón medio desfondado, un anciano de piel manchada orinaba balanceándose mientras observaba a sus marineros jalar con fuerza de las sogas. Cí escuchó que se dirigían a Lin’an, así que aguardó a que el viejo bajase a tierra para proponerle que les llevara. El hombre se sorprendió, pues aunque era común que los aldeanos aprovechasen las barcazas para sus viajes, habitualmente negociaban los precios en la consigna.
– Es que debo un dinero al consignatario que no puedo pagar ahora -se excusó Cí y le ofreció un puñado de monedas que el viejo rechazó denegando con la cabeza.
– No es suficiente. Además, la barcaza es pequeña, y ya ves cómo va de cargada.
– Señor, os lo suplico. Mi hermana está enferma, y necesita medicinas que sólo se consiguen en Lin’an…
– Pues viaja en carro por el norte. -Se sacudió el miembro y lo guardó bajó los pantalones.
– Por favor… La niña no aguantará por tierra.
– Mira, chico, esto no es un hospicio, de modo que si quieres embarcar, tendrás que hurgarte la talega.
Cí le aseguró que le ofrecía cuanto tenía, pero el viejo no se ablandó.
– Trabajaré durante la singladura. -No quiso decir que disponía del billete de cambio.
– ¿Con esas manos abrasadas?
– No os dejéis engañar por mi aspecto… Trabajaré duro y, si fuera necesario, os pagaré el resto cuando desembarquemos.
– ¿En Lin’an? ¿Y quién te espera allí? ¿El emperador con un saco de oro? -Se fijó en la cría y se dio cuenta de que realmente estaba enferma. Luego dirigió la vista hacia el joven desharrapado, diciéndose que aunque quisiera venderlo como esclavo no sacaría de él más que un par de monedas. Escupió al arroz y se dio la vuelta, pero luego se giró de nuevo-. ¡Maldito sea Buda…! De acuerdo, muchacho. Harás lo que te mande, pero cuando lleguemos a Lin’an desestibarás tú solo hasta el último tronco. ¿Entendido?
Cí se lo agradeció como si le debiera la vida.
La barcaza se desperezó lentamente como un gigantesco pez que se debatiera por librarse del fango. Cí ayudó a los dos marineros que manejaban las pértigas de bambú mientras Wang, el patrón, cuidaba del gobernalle entre gritos y maldiciones. Parecía imposible que aquella balsa desbordada por la carga pudiera navegar, pero, lentamente, la corriente se adueñó del cascarón haciendo que se bamboleara. Luego se estabilizó y poco a poco comenzó a deslizarse tranquilamente alejándose para siempre de la aldea.
Hasta la puesta del sol Cí se entretuvo colaborando en las tareas de navegación, las cuales se limitaron a apartar con una vara las ramas que el barco encontraba a su paso y a intentar pescar con un anzuelo prestado. De vez en cuando, el marinero de proa comprobaba el calado del cauce mientras el de popa, pértiga en mano, propulsaba la barcaza cuando la corriente arremansaba. Cuando el sol desapareció, el patrón arrojó el ancla en medio del río, encendió un farolillo de papel que atrajo un enjambre de mosquitos como si estuviera untado con miel y, tras comprobar la carga, anunció que descansarían hasta el amanecer. Cí buscó acomodo entre dos sacos junto a Tercera, asombrada aún por su primer viaje fluvial. Cenaron un poco del arroz hervido preparado por la tripulación y honraron los espíritus de sus padres. Pronto, las voces se fueron espaciando y al rato sólo se escuchó el chapoteo del agua contra la barcaza. Sin embargo, la calma del anochecer no impidió que la ansiedad acosara a Cí. Durante el trayecto no había dejado de preguntarse qué habría hecho para enfurecer a los dioses, qué terrible pecado habría cometido para desatar aquella ira implacable que había diezmado a su familia.
La angustia acuciaba su mente, lo quemaba por dentro, minando sus esperanzas. Cerró los ojos para engañarse, diciéndose que aunque sus padres hubiesen muerto, sus espíritus continuarían presentes cerca de él, pendientes de sus necesidades. Desde pequeño había visto la muerte como un hecho natural e inevitable, algo familiar que sucedía a su alrededor de forma constante: las mujeres fallecían en los partos; los niños nacían muertos o se les ahogaba cuando sus padres no disponían de recursos para alimentarles; los viejos morían en los campos, agotados, enfermos o abandonados; las inundaciones arrasaban pueblos enteros; los tifones y vendavales se cebaban en los incautos; las minas se cobraban su peaje; los ríos y los mares reclamaban el suyo; las hambrunas, las enfermedades, los asesinatos… La muerte era tan obvia como la vida, pero mucho más cruel e inesperada. Y, aun así, no alcanzaba a comprender cómo en tan poco tiempo le habían sucedido tantísimas fatalidades. A los ojos de un necio, tal vez pudiera parecer que los dioses se habían comportado de forma caprichosa y que una inexplicable conjunción de desgracias se habían congregado para golpearle. Y, no obstante, aunque él sabía que cuantos sucesos acaecían en la tierra eran consecuencia y pago de los comportamientos humanos, no encontraba una respuesta comprensible que reconfortara su alma. Sintió que librarse de aquel dolor le resultaría tan difícil como intentar recoger un vaso de agua derramada. Nada se asemejaba a aquel sufrimiento que se aferraba a su cuerpo como un parásito. Nada le había dolido tanto antes. Nada.
Sólo anhelaba que amaneciera. Hasta ese momento no se había planteado qué ocurriría con su vida; no había pensado dónde ir o qué hacer, ni cómo o de qué forma sobrevivir, pero en aquel instante carecía del ánimo y de la claridad mental necesarios. Únicamente pensaba en alejarse del lugar que le había robado cuanto tenía; en huir de allí y proteger a su hermana.
Con las primeras luces del alba, la actividad regresó a la barcaza. Wang ya había recogido el ancla y daba voces a sus dos hombres cuando una chalupa manejada por otro anciano se acercó temerariamente hasta chocar contra la borda. Al advertirlo, Wang le increpó por su descuido, pero el viejo pescador le saludó con una sonrisa bobalicona y continuó bogando como si no hubiera ocurrido nada. A Cí le extrañó su presencia, pero, para entonces, decenas de paquebotes oscuros y aplastados pululaban por el río como una enorme plaga.
– ¡Malditos ancianos! Deberían morir todos ahogados -rezongó uno de los tripulantes sin caer en la cuenta de que su propio patrón superaba en años a la mayor parte de ellos. El marinero miró el lateral de la embarcación y meneó la cabeza-. Ese malnacido ha abierto una vía de agua -informó a Wang-. Deberíamos repararla o echaremos a perder la carga.
Nada más comprobar los daños, Wang escupió hacia el anciano, que ya se alejaba. Luego masculló un juramento y ordenó que se dirigieran hacia la orilla. Por fortuna, se hallaban a pocos li de Jianningfu, la mayor encrucijada de canales de la prefectura, donde encontrarían el material necesario para arreglar la brecha. Hasta entonces navegarían pegados a la orilla, aun a riesgo de ser asaltados por los bandidos que merodeaban por los caminos. Por ese mismo motivo, Wang encargó a Cí y a sus hombres que abriesen bien los ojos y diesen aviso si alguien se acercaba a la barcaza.
Encontraron el muelle de Jianpu convertido en un avispero de comerciantes, tratantes de ganado, peones de todo tipo, constructores de juncos, mercachifles improvisados, pescadores, pordioseros, prostitutas y buscavidas que se mezclaban de tal forma que hacían casi imposible distinguir a los primeros de los últimos. El hedor a pescado podrido competía ventajosamente con el de sudor rancio y los aromas provenientes de los puestos de pitanza.
Nada más efectuar el atraque, un hombrecillo de ropas miserables y bigote de chivo corrió a exigirles el impuesto de amarre, pero el patrón lo despidió a patadas alegando que no sólo no iba a desestibar mercancía alguna, sino que su parada obedecía a la embestida de un inepto que a buen seguro había zarpado de aquel mismo embarcadero.
Mientras Wang descendía a tierra para aprovisionarse, encargó a Ze, el tripulante más veterano, que comprase el bambú y el cáñamo necesarios para la reparación, y al más joven que permaneciera junto a Cí en la barcaza hasta su regreso.
El marinero joven rezongó antes de aceptar de mala gana, pero Cí se alegró de no tener que molestar a Tercera, que dormitaba hecha un ovillo entre dos fardos de arroz. Tiritaba como un cachorro, de modo que la cubrió con un saco vacío para protegerla de la brisa procedente de las montañas. Luego izó un cubo de agua y se dedicó a fregar los escasos tablones que emergían bajo la carga mientras el tripulante que les acompañaba se entretenía admirando a varias prostitutas que caminaban llamativamente pintarrajeadas. Pasado un rato, el marinero escupió la raíz que llevaba tiempo mascando y le dijo a Cí que bajaba a dar una vuelta. A Cí no le preocupó. Continuó fregando y esperó a que las tablas se secasen antes de darles una segunda pasada.
Se disponía a reanudar la labor cuando una joven ataviada con una túnica roja se acercó hasta la borda de la gabarra. Las ropas ceñidas a su cuerpo se veían raídas, pero lucía una hermosa figura y su sonrisa dejaba entrever una dentadura completa. Cí se sonrojó cuando la joven le preguntó si era suya la barcaza.
«Es más bella que Cereza».
– Sólo la estoy cuidando -acertó a contestar.
La joven se tocó el moño como si se lo arreglara. Parecía interesada en él y eso le incomodó, pues, a excepción de Cereza y de las cortesanas con las que había intimado en los salones de té junto al juez Feng, jamás había hablado con otras mujeres que no fueran las de su familia. La joven deambuló contoneándose por la orilla del muelle y luego regresó sobre sus pasos. Cí no le había quitado el ojo de encima, así que disimuló cuando advirtió que se detenía otra vez frente a la barcaza.
– ¿Viajas solo? -se interesó.
– Sí. Quiero decir… ¡no! -Cí se dio cuenta de que se estaba fijando en sus manos quemadas y las ocultó tras la espalda.
– Pues yo no veo a nadie más. -Sonrió.
– Ya -balbució Cí-. Es que han desembarcado para comprar unas herramientas.
– ¿Y tú? ¿No bajas?
– Me han ordenado que vigile la mercancía.
– ¡Oh! ¡Qué obediente! -Torció el gesto como si se disgustara-. Y dime, ¿también te han prohibido que juegues con las chicas?
Cí no supo qué contestar, pero se quedó mirándola embobado, incapaz de hacer otra cosa. La joven era una meretriz.
– No tengo dinero -le aclaró.
– Bueno, eso no es problema. -La joven sonreía a cada instante-. Eres un chico guapo, y a los chicos guapos se les hacen ofertas. ¿No te apetece un té caliente? Lo prepara mi madre con aroma a melocotón. Así es como me llaman. -Rio y le señaló una cabaña cercana.
– Ya te he dicho que no puedo abandonar el barco, Aroma de Melocotón.
La chica pareció no concederle importancia, volvió a sonreír y se dio la vuelta para encaminarse hacia la cabaña. Al poco, regresó con dos tazas y una tetera. A Cí se le antojó que sus mejillas se veían aún más encarnadas. Realmente no se parecía a Cereza, pero cuando la joven hizo ademán de subir a la barcaza, Cí no supo reaccionar.
– No te quedes como una estatua. ¡Ayúdame o se me caerá! -le espetó descarada.
Cí le ofreció el brazo procurando que las quemaduras de su mano quedasen ocultas bajo la manga. Ella las vio, pero no pareció importarle. Se agarró con fuerza y de un salto se encaramó a la nave. Luego, sin esperar a que Cí se lo autorizara, se sentó sobre un fardo y vertió té sobre una taza.
– Cógelo. No te cobraré por ello.
Cí la obedeció. Sabía que ofrecer té era una estrategia común entre las flores, el término con el que las prostitutas preferían que las llamaran; sin embargo, también sabía que se podía aceptar una taza sin que ello supusiese ninguna clase de compromiso, y a él le apetecía a aquella hora de la mañana. Se sentó en el suelo frente a la joven y la miró con detenimiento. Sus cejas pintadas destacaban sobre la cara empolvada con arroz. Dio un sorbo al té, que encontró fuerte y especiado. El calor le reconfortó. Entonces, la joven entonó una canción mientras simulaba con sus manos el vuelo de un pájaro.
La melodía flotó en el ambiente mientras el murmullo se apoderaba despacio de sus sentidos. Cí dio un sorbo largo que paladeó con delectación. Cada trago era el abrazo de un ser querido, un arrullo que le acariciaba y le envolvía. Sus párpados acusaron el cansancio de la noche y se entornaron para saborear la agradable sensación que le mecía junto al chapoteo de las olas. Poco a poco, un sopor le fue invadiendo y dominando hasta vencerle. Y así, sin advertirlo, el sufrimiento desapareció para dar paso a la negrura.
Lo siguiente que percibió fue el agua de un cubo al estrellarse contra su cara.
– ¡Maldito vago! ¿Dónde está el barco? -gritó Wang mientras lo izaba del suelo del muelle.
Cí miró a su alrededor incapaz de comprender lo que sucedía. Los oídos le retumbaban mientras aquel viejo lo sacudía sin miramientos. No acertó a articular palabra.
– ¿Te has emborrachado? ¿Te has emborrachado, desgraciado? -Acercó su rostro al de Cí hasta aspirar su aliento-. ¿Dónde está el otro marinero? ¿Dónde diablos está mi barco?
Cí no entendía por qué aquel hombre aullaba hecho un energúmeno mientras él permanecía tumbado en la orilla con las sienes a punto de reventar. De repente, el tripulante más veterano le arrojó otro cubo de agua y Cí se sacudió como un perro. La cabeza le daba vueltas, pero en una especie de fogonazo comenzó a visualizar una sucesión de inquietantes imágenes: el atraque en el muelle… el desembarco del patrón y los tripulantes… la joven atractiva… la taza de té… y después… la nada. Un regusto amargo le hizo comprender que se había dejado embaucar por quien sin duda lo había narcotizado para robar la nave con su mercancía. Pero lo que realmente le aterró fue comprobar que, con la carga, también había desaparecido Tercera.
Cuando le pidió a Wang que le ayudara, éste le volvió la espalda jurándole que los mataría a él y al otro tripulante por haber abandonado la barcaza.
Ni aunque le hubiesen amenazado con despedazarle, Cí habría renunciado a rescatar a su hermana.
Se incorporó aún aturdido y siguió a Wang, quien ya se perdía entre la muchedumbre de pescadores y tratantes, husmeando de barca en barca en pos de un bote con el que emprender la persecución. Cí le siguió a distancia, advirtiendo que el patrón interrogaba a cuantos encontraba próximos a la orilla. Varios pescadores rechazaron su oferta de arrendar una barca, pero un par de jovenzuelos que holgaban sobre una chalupa aceptaron alquilársela por una sarta de monedas. Wang negoció incluir en el precio la contratación de ambos, pero cuando éstos supieron que pretendía perseguir a unos delincuentes, se negaron a arrendársela. De nada sirvieron los ruegos de Wang. Los jóvenes se mostraron inflexibles, alegando que no estaban dispuestos a participar en una expedición que pusiera en riesgo sus vidas. A lo único a lo que accedieron fue a venderle la chalupa por una cantidad exorbitante. Finalmente, Wang aceptó, les pagó lo convenido y subió a la gabarra seguido por Ze, su tripulante. Cuando Cí fue a hacer lo propio, el patrón se lo impidió.
– ¿A dónde crees que vas?
– Mi hermana viaja en ese barco. -La mirada de Cí reflejó determinación.
Wang comprendió que sería preferible contar con las manos de Cí a tenerlas en su garganta. Dudó un instante mientras miraba a su único tripulante.
– De acuerdo, pero si no recuperamos mi mercancía, te aseguro que pagarás con sangre hasta el último tablón de mi gabarra. Preparad la barca y sacad esas redes mientras yo compro las armas…
– Señor -le interrumpió Cí-. No creo que sea buena idea… a menos que sepáis manejarlas.
– ¡Por los dioses de la guerra! Sé lo suficiente como para cortarte la lengua y comérmela asada. ¿Cómo pretendes que les detengamos? ¿Con otra taza de té narcotizado?
– Señor Wang, no sabemos cuántos son -dijo Cí tratando de convencerle-. Ni siquiera si están armados. Pero si se dedican al robo, probablemente sabrán luchar mejor que dos viejos y un campesino. Si les atacamos empleando arcos y flechas que no sabemos utilizar, lo único que conseguiremos será que nos acribillen.
– No sé si eres necio de nacimiento o a causa de la bebida, pero esos tipos no nos van a devolver por las buenas ni a mí mi barco ni a ti a tu hermana.
– Mientras discutimos, esa gente se aleja -intervino el tripulante.
– ¡Ze, cállate! Y en cuanto a ti, haz lo que te he ordenado o márchate de mi barca.
– El chico tiene razón -replicó Ze-. Si espabilamos, los alcanzaremos antes de una hora, cuando se detengan a descargar. Seguramente, lo harán río abajo, de forma apresurada y sin medios de transporte. Será fácil atraparlos.
– ¡Por todos los diablos! ¿Ahora, además de tripulante, también eres adivino?
– Patrón, es obvio que esos ladrones pretenden buscar el camino más fácil. En esta zona la corriente es fuerte y remontar el río sólo serviría para disminuir su ritmo. Además, van cargados con madera, una mercancía que río arriba no vale nada, pero que en Fuzhou es una fortuna.
– ¿Y lo de antes de una hora?
– Recordad la vía de agua. El barco no aguantará a flote. Según el sol, nos llevan media hora de ventaja, así que podremos alcanzarlos.
Wang lo miró asombrado. Con las prisas había olvidado por completo la brecha del casco.
– Por eso has dicho que desembarcarían sin contar con medios de transporte. Porque en cuanto se percaten del problema se verán obligados a atracar en cualquier lado. Pero ahora la pregunta es: ¿dónde?
– Lo desconozco, patrón, pero buscarán el primer recodo o afluente que les oculte de los curiosos. Si sabéis de alguno…
– Por el dios de las aguas, claro que sí. ¡Venga! ¡Embarquemos!
Cí cargó las varas de bambú y el material de reparación que había adquirido en el mercado, se acomodó en un extremo y empujó la embarcación. Luego cada uno agarró una pértiga y entre los tres empujaron la chalupa en pos de los bandidos.
Tal y como había predicho Ze, antes de una hora avistaron la gabarra adentrándose en uno de los canales. La embarcación navegaba lenta y orillada, escorada como un animal herido a la búsqueda de un refugio donde desplomarse. Aún no se distinguía el número de ocupantes, pero sólo uno manejaba la pértiga, lo cual le hizo a Cí concebir esperanzas.
Impulsó con más fuerza la pértiga y animó a Wang y a Ze a que le imitaran.
Durante la persecución habían barajado diversas estrategias: desde abordarles en cuanto los tuvieran delante hasta esperar a que descargaran, pero cuando se cercioraron de que eran tres los delincuentes, prevaleció el plan de Cí, que propuso hacerse pasar por un mercader enfermo para despertar la codicia de los ladrones.
– Lo que menos esperarán es que dos viejos y un enfermo se abalancen sobre ellos. Les empujaremos con las pértigas y les haremos caer al agua -agregó-. Por eso hemos de alcanzarles antes de que atraquen.
Wang coincidió en que en tierra carecerían de oportunidades. Impulsaron la nave con cautela hasta aproximarse a unos diez botes de distancia, momento en el que ocultaron a Cí con una manta bajo la que también escondieron su pértiga. Cuando llegaron a la altura de la gabarra, Wang, con su mejor sonrisa, saludó a los tres ocupantes y a la prostituta que había mencionado Cí.
Desde su escondite, Cí escuchó cómo Wang solicitaba a los bandidos ayuda para el acaudalado comerciante que había caído enfermo de manera inesperada. Entretanto, Ze dispuso la chalupa en paralelo a la barcaza. Cí repasó el plan.
«A la señal, me levantaré y empujaré al hombre de proa. Ellos se encargarán de los demás».
Soportó el olor a pescado podrido de la chalupa mientras escuchaba conversaciones sin sentido sobre el precio de la ayuda. Sentía el latido de su corazón cada vez más fuerte, esperando una señal que no acababa de llegar. De repente, se hizo el silencio.
«Algo va mal».
Aferró la pértiga con fuerza. Pensó en salir y cumplir con su parte. Tercera podía estar en peligro. Sin embargo, Wang se le adelantó.
– ¡Ahora! -gritó el patrón.
Cí se incorporó como un resorte, dispuesto a acabar con su contrincante. Divisó un abdomen y lo golpeó con fuerza mientras Wang hacía lo propio con el bandido de popa. El primer hombre se tambaleó al primer impacto y sin comprender qué sucedía cayó por la borda como un fardo. El oponente de Wang aguantó el equilibrio, pero un varetazo lo envió directo al agua. Sin embargo, Ze falló en su intento y el tercer hombre sacó un puñal que enarboló amenazante.
Cí sabía que era cuestión de tiempo que los dos caídos volviesen a la barca. O acababan con el que quedaba o todo se perdería. Wang pareció leerle el pensamiento porque ambos acudieron en ayuda de Ze. Las tres pértigas hicieron el resto. De inmediato, Wang saltó a su barcaza.
– Tú quédate ahí -le ordenó a Ze mientras soltaba un guantazo a la prostituta, que gritaba como si la estuvieran violando.
Cí siguió a Wang. El patrón le había ordenado que impidiera que los caídos se acercaran a los botes, pero antes tenía que comprobar cómo estaba Tercera. Corrió hacia los sacos donde la había dejado durmiendo, pero no la encontró. Su corazón se desbocó. Comenzó a mover los fardos como un enloquecido gritando su nombre una y otra vez, hasta que de repente escuchó una vocecita procedente del otro extremo de la embarcación. Mientras Wang y Ze se empleaban con las pértigas para mantener a raya a los bandidos, él corrió hacia la voz de su hermana. Apartó una manta y allí estaba: pequeña, indefensa, apretada contra su muñeca de trapo. Febril y asustada.
Cuando Cí solicitó al patrón que admitiese a la prostituta como pasajera, el hombre se echó las manos a la cabeza. Sin embargo, Cí insistió.
– La obligaron a hacerlo. Fue ella quien salvó a mi hermana.
– Es verdad -afirmó la vocecita de Tercera, escondida a sus espaldas.
– ¿Y tú te lo crees? ¡Despierta, muchacho! Esa flor es tan amarga como las del resto de su jardín. Amarga y con espinas. Dirá cualquier cosa con tal de salvar su hermoso trasero. -Empujó la pértiga en dirección a la orilla.
Acababan de abandonar el canal lateral y remaban hacia el margen opuesto del río con la chalupa que habían comprado atada a la gabarra. A nado, los bandidos jamás podrían cruzarlo. Cuando alcanzaron la ribera, Cí insistió.
– ¿Pero qué más os da? No puede hacernos daño y dejarla aquí sería como entregarla a sus secuaces.
– Y bien agradecida que debería mostrarse. Si hasta tendría que bailarnos para que no la arrojáramos al agua. Pero mírala: agria y seca, como la leche cortada.
– ¿Y cómo pretendéis que se encuentre si os empeñáis en abandonarla a su suerte en vez de entregarla a la justicia?
– ¿A la justicia? No me hagas reír, muchacho. Seguro que se muestra encantada de no tener que dar explicaciones ante un juez. Y si no, pregúntaselo. Además, ¿por qué habría de hacer yo semejante cosa?
– Ya os lo he dicho. ¡Por todos los diablos, Wang! ¡Salvó a mi hermana! Y tampoco se defendió cuando asaltamos la gabarra.
– ¡Faltaría más! Mira, muchacho, haré lo que tendría que haber hecho contigo: dejarla aquí por ladrona, envenenadora, mentirosa, serpiente y mil cosas más, así que deja de porfiar y ayúdame con esas maderas.
Cí contempló a la joven, acurrucada sobre sí misma, y la comparó con uno de esos perros vagabundos a los que algunos críos apaleaban sin piedad hasta que desconfiaban y mordían al primero que se les acercaba. Creía en su inocencia, pero Wang se empeñaba en replicarle que si la prostituta había cuidado a su hermana no había sido por piedad, sino para venderla después en algún burdel de los que a buen seguro frecuentaba. Sin embargo, Cí se fiaba de lo que le dictaba su corazón, quizá porque veía su propio sufrimiento reflejado en el de la muchacha.
– Pagaré su pasaje -declaró.
– ¿He oído bien?
– Supongo que sí, si no tenéis el oído tan duro como el alma… -Se dirigió hacia Tercera y sacó la bolsa con el billete de cinco mil qián de entre sus ropas-. Con esto alcanzará hasta Lin’an.
Wang lo miró de arriba abajo antes de escupir sobre uno de los fardos.
– ¿No decías que no tenías dinero? En fin. Son tus monedas, muchacho. Paga y carga con esa arpía. -Se humedeció los labios-. Pero cuando ella te saque los ojos, no vengas a mí con tus lágrimas.
A mediodía, Wang dio por concluida la reparación de la barcaza. Los mazos de juncos se habían ensamblado adecuadamente y el calafateado provisional de paja y brea había detenido la brecha de agua. Echó un trago de licor de arroz antes de premiar a su tripulante con otro. Entretanto, Cí continuaba achicando el agua que amenazaba con pudrir la madera apilada. Estaba terminando cuando Wang se acercó a él.
– Oye, muchacho… No tendría por qué hacerlo, pero, de todos modos, gracias.
Cí no supo qué contestar.
– No las merezco, señor. Me dejé embaucar como un necio y…
– ¡Eh! ¡Eh! ¡Alto! No todo fue culpa tuya. Te ordené que permanecieras en el barco y obedeciste… Fue el otro sinvergüenza el que abandonó la carga. Y míralo de este modo: además de librarme de un tripulante inútil, hemos recuperado el barco y nos hemos ahorrado un buen trecho de ir remando. -Se rio.
– Sí. Esos ladrones nos han evitado un buen trabajo. -Cí se rio también.
Wang examinó la borda. Luego escupió con gesto preocupado.
– No me gusta la idea de detenernos en Xiongjiang. En ese condado no hay nada bueno que ganar. A lo sumo, una puñalada o un corte en el gañote. -Se subió la chaqueta y mostró una cicatriz que le recorría la barriga-. ¡Ladrones y putas! Mal sitio para abastecerse, pero tendremos que hacerlo de todos modos. No creo que aguante el calafateado.
Después de engullir un cuenco de arroz hervido con carpa, zarparon hacia la Ciudad de la Muerte, el nombre con el que Wang había bautizado a la villa en la que se detendrían. Según el patrón, si los remiendos resistían, emplearían entre día y día y medio de navegación.
Durante el trayecto, Cí se acordó del juez Feng y de todo cuanto significaba para él. Desde que había entrado a su servicio había admirado su sabiduría y su conocimiento, su minuciosidad en el trabajo, la ecuanimidad de sus decisiones y la sagacidad de sus juicios. Nadie era tan agudo en sus observaciones ni tan eficaz en su trabajo. Con él había aprendido cuanto sabía. Quería ser como él, y en Lin’an esperaba conseguirlo. Wang decía que en Lin’an las oportunidades surgían como las moscas en un estercolero, y a expensas de que Feng regresara de su periplo por la frontera norte del país, esperaba que estuviera en lo cierto.
Al pensar en Feng, el recuerdo de sus padres acudió a su mente. Fue un latigazo. Se sentó para ocultar su tristeza hasta que Tercera lo advirtió y se acercó a él preocupada. Cuando la niña le preguntó qué le ocurría, Cí achacó su abatimiento a la falta de alimento. Cortó una tajada de cerdo para disimular y le ofreció otra a su hermana. Luego le acarició el pelo y la trasladó a proa.
Cí aún no había comenzado a comer cuando la prostituta aprovechó para sentarse junto a él. Al hacerlo, le rozó las manos, pero él, avergonzado por sus quemaduras, las retiró con brusquedad.
– Te escuché antes, cuando me defendías…
– No te equivoques. Lo hice por mi hermana. -Su proximidad le incomodó.
– ¿Aún crees que te engañé?
– Hasta un niño lo creería. -Sonrió con amargura.
– ¿Sabes? -Se levantó, desafiante-. Por un momento pensé que eras diferente. Que habías visto algo en mí. Pero tú no comprendes lo que una mujer como yo ha de soportar. Llevo trabajando desde que nací y todo lo que tengo es este cuerpo sucio y maltratado, este pelo lleno de piojos y un vestido de pordiosera. Hasta me da la sensación de que mi vida es prestada…
La joven rompió a llorar, pero a Cí no le conmovió.
– Yo no tengo que comprender nada.
Se levantó y contempló a Wang mientras éste manejaba el timón con la barbilla alzada, como si de esa forma pudiese aspirar más profundamente la fragancia que el viento le robaba al agua. Su silueta confiada le calmó. Pensó en sentarse otra vez junto a la flor, pero no le apetecía discutir con la joven. No le apetecía nada.
Aunque había previsto pasar la noche velando a Tercera, se sorprendió a sí mismo deslizando miradas furtivas hacia Aroma de Melocotón. Lo hizo a hurtadillas, protegido por las sombras que arrojaba el bamboleante farolillo que indicaba la posición de la barcaza. Cuanto más la contemplaba, más le fascinaba su aspecto; su asombro crecía con la gracilidad de sus movimientos, con la aparente delicadeza de su mirada, con la suavidad de su tez y el rubor casi imperceptible de sus mejillas. Aún no entendía por qué había desperdiciado con ella sus últimas monedas.
De repente se estremeció al toparse en la oscuridad con los ojos almendrados de Aroma contemplándole, como si un intenso fogonazo iluminara la noche y descubriese sus vergüenzas. Sin embargo, ella mantuvo la mirada firme, impertérrita, mientras la de él sucumbía torpe como la de una presa hipnotizada.
La vio acercarse sinuosamente, flotando sobre sus pequeños pies de garza, aproximándose despacio hasta cogerle de la mano y conducirle a la chalupa vacía. Su corazón tembló al sentir el roce de sus manos que se perdían bajo su camisola y su entrepierna vibró asustada cuando percibió sus dedos hábiles rodeando su sexo con maestría. Intentó separarse, pero ella posó sus labios sobre los de él atrapándolos, sorbiéndolos y paladeándolos mientras se sentaba sobre él a horcajadas. Cí no comprendía por qué recelaba cuando en su interior su dolor se mitigaba, por qué aquel cuerpo de miel perfumada le enervaba sus sentidos mientras el temor le reconcomía, por qué deseaba perderse en su interior, sumergirse en ella con la voracidad del hambriento, con el ansia del necesitado, mientras su resistencia se desvanecía con el sabor a fruta macerada de su boca, bebiendo de su veneno, ese licor intenso, embriagador y oscuro que vencía su miedo y alimentaba su ansia.
– ¡No! -susurró Cí tajante cuando Aroma intentó despojarle de la camisola.
A ella le extrañó, pero él permitió que le bajara el pantalón.
Creyó morir cuando la joven movió pausadamente sus caderas en un vaivén profundo y continuo, apretándose contra su vientre como si quisiese absorber cada suspiro, cada porción de su cuerpo, guiando sus manos heridas hasta sus pechos pequeños, de los que parecían brotar imperceptibles gemidos que a él le encendían, le emborrachaban transportándole a un mundo apenas conocido en el que el dolor se escabullía para tornar en un indescriptible deleite.
Cí le acarició las mejillas, siguió su cuello suave y redondeado, deslizó su boca buscando su nuca, donde aspiró el perfumado nacimiento de su cabello mientras su ardor crecía y su urgencia se incrementaba. Aroma aceleró sus movimientos pegándose a él, culebreando como si careciese de huesos, agitando su respiración, haciendo que Cí ansiase devorarla mientras exprimía su miembro en un torrente de escalofríos que intentaban derruir la presa que los contenía, su sexo en el de ella, su lengua en la de ella, hasta que la desesperación inundó a Cí cuando la joven explotó sobre él abrazándole, aferrándose a él como si se le escapara la vida.
Al día siguiente, Wang lo encontró dormido en la chalupa, exhausto y desmadejado, como si hubiera estado de borrachera. Rio con fuerza cuando, tras zarandearle, intentó remeterse los calzones.
– Así que para eso la querías, ¿eh, bribón…? Venga, espabila y ponte a remar. La Ciudad de la Muerte nos espera.
Tembló al divisarla.
Para Wang, arribar a la Ciudad de la Muerte era como un peligroso juego de azar en el que, además de llevar las peores fichas, apostase con las manos atadas. Aquella villa era un nido de forajidos, criminales, desterrados, traficantes, especuladores, tahúres y prostitutas, dispuestos a esquilmar al primer extranjero que desembarcara. Lo sabía bien porque la cicatriz de su vientre se encargaba de recordárselo cada mañana. Sin embargo, en aquella ocasión, el habitual griterío del puerto parecía haber sido engullido por un extraño silencio. El muelle se veía abandonado, con cientos de barcazas atracadas como espectros ocultos entre las brumas. El único sonido perceptible era el del chapoteo que mecía las embarcaciones en una lúgubre danza.
– Estad atentos -avisó.
La gabarra se deslizó entre las naves vacías en dirección al embarcadero, donde de vez en cuando podían advertirse figuras fugaces corriendo de un almacén a otro. Al pasar junto a una de las chalupas, Cí descubrió un cadáver flotando sobre un vómito de sangre. Nada más decirlo, advirtió que a lo lejos flotaban varios más.
– ¡Es la plaga! -aventuró el tripulante. Su rostro era el reflejo del pavor.
Wang asintió con la cabeza. Cí se situó junto a Tercera, con Aroma de Melocotón refugiada a sus espaldas. Intentó atisbar la orilla a través de la bruma, pero no distinguió nada.
– Seguimos río abajo -determinó Wang-. Tú, coge una pértiga -le ordenó a la prostituta.
En lugar de obedecerle, Aroma se apoderó de Tercera y amenazó con arrojarla al agua.
– ¿Pero se puede saber qué haces? -gritó Cí acercándose a ella. La prostituta volvió a hacer ademán de lanzarla al río. Tercera comenzó a llorar.
– Te aseguro que la tiraré. -Su rostro agraciado se había transformado en una horrible máscara.
– Pero si yo te he…
– ¡El dinero! -le interrumpió-. ¡El dinero o la tiro!
– ¡Maldita seas! ¡Suelta a mi hermana!
– ¡Echadme el dinero! ¡Ya! -retrocedió. Cí fue tras ella, pero la joven alzó a la cría sobre el agua-. Da un paso más y…
– No, Cí. Es el agua venenosa -le advirtió Wang.
Cí se detuvo. Había oído hablar de la terrible enfermedad que engendraba el agua del río. Le pidió a Wang que obedeciera, pero el viejo no se inmutó. Ya había perdido demasiado dinero y no estaba dispuesto a seguir haciéndolo.
– Te propongo algo mejor -dijo Wang-. Deja a la niña y lárgate de aquí, o yo mismo te echaré al agua con un palo entre tus nalgas.
– ¿Le has preguntado a él si está de acuerdo? -dijo la prostituta en alusión a Cí-. ¡Dame el dinero de una vez, viejo cabrón!
Wang agarró un palo y lo enarboló ante la mirada atónita de Cí.
– ¿Pero qué hacéis? Por todos los dioses, dadle el dinero -le suplicó el joven.
Wang simuló que bajaba el palo, pero, de repente, lanzó un mandoble lateral que alcanzó a la prostituta en la cabeza haciendo que soltara a Tercera. La cría, al verse libre, corrió hacia Cí, pero antes de lograrlo, Aroma consiguió engancharla por una pierna y la arrojó al agua. Cí palideció. Tercera no sabía nadar y se hundiría como una piedra. Tomó aire y se lanzó tras ella. Buceó entre las aguas turbias mirando de un lado a otro sin distinguirla. Lo hizo hasta que sintió estallar los pulmones. Ascendió para aspirar una bocanada de aire. Escupió agua y gritó su nombre. No la localizaba. Pudo verla emerger a un par de cuerpos de él, pero volvió a sumergirse por debajo de otra chalupa. Cí nadó hacia ella braceando con todas sus fuerzas. Cuando llegó a la altura de la chalupa, se hundió bajo sus tablas. Al encontrarla enmudeció. Tercera permanecía sumergida, con su ropa enganchada al casco de la embarcación. No se movía. Sus ojos permanecían cerrados y una hilera de burbujas escapaba de su nariz. Estaba absolutamente inerte. Desesperado, desgarró su camisola y la elevó a la superficie. La niña no respiraba. La sacudió mientras clamaba su nombre.
– Por favor, no te mueras.
Sintió una vara en su espalda. Era Wang, tendiéndole un asidero. Lo cogió y sin soltar a su hermana se encaramó a la barcaza. El patrón tendió a Tercera boca abajo y agitó sus brazos.
– Esa grandísima puta… Traedme una manta.
Wang continuó sacudiendo a la cría, empujando su espalda una y otra vez, incorporándola y tumbándola. El tiempo transcurría. Cí intentó ayudar, pero Wang lo apartó. Volvió a intentarlo, sin éxito, propinándole pequeñas palmadas y secando su cara, hasta que de repente la niña vomitó. Cí aguardó expectante, pendiente de cada gesto o sonido que emitiese la pequeña. Tercera tosió una vez. Finalmente, las toses se sucedieron y la niña rompió a llorar. Cuando Cí la abrazó, no pudo evitar imitarla.
Por boca de Wang Cí supo de la huida de Aroma de Melocotón. Le dijo que la joven había aprovechado la confusión para soltar la chalupa y desembarcar en el muelle. Según el patrón, Aroma tan sólo había aguardado una oportunidad, oportunidad que se le había presentado con las aguas venenosas.
– ¡Maldita puta! No sé qué te haría anoche -le reprochó Wang a Cí-, pero lo único claro es que se ha cobrado bien sus servicios.
– Y a él, ¿qué le ha ocurrido? -contestó Cí señalando a Ze. El tripulante permanecía en el suelo, retorciéndose de dolor. Wang le miró sin prestarle atención.
– Al intentar detenerla se ha dejado la pierna en el ancla. -Desgarró una tira de un paño y se la ofreció a Ze-. Anda, véndate esa herida o me encharcarás todo el barco con tu sangre. Y tú, cámbiate antes de que la humedad te pudra los pulmones -aconsejó a Cí.
– No importa. Estoy bien -mintió.
Se mudó de pantalones, pero se dejó la camisola para mantener ocultas sus quemaduras. Pensó en Cereza y en Aroma de Melocotón. Nunca volvería a confiar en una mujer. Las odiaba. Jamás lo haría.
– ¿Me has oído, Cí? Cámbiate de camisa -insistió Wang.
Cí no dijo nada. No tenía ni resuello ni ganas. Mientras navegaban río abajo, Cí se cuestionó su futuro. Tanto él como Tercera habían caído en las aguas venenosas. Ahora sólo le quedaba rezar para que los dioses les protegiesen de la enfermedad. Él no la temía, pero otra cosa era la precaria salud de su hermana. Si Tercera enfermaba, no lo superaría. Afortunadamente, su temperatura se mantenía estable y la tos no había hecho acto de presencia, pero ahí acababa su suerte porque Wang, harto de problemas, ya le había anunciado su intención de desembarcarlos en la primera aldea que encontraran.
De repente, un alarido le arrancó de sus dilemas. Al girarse vio a Ze, tumbado a proa, chillando como un cerdo. Hasta ese momento el tripulante se había mantenido en su puesto vareando la pértiga con fuerza, pero al intentar mover un fardo había perdido pie y se había desplomado. Cuando por fin Ze permitió que le atendiesen, Cí se echó las manos a la cabeza. Por lo visto, el tripulante había silenciado la gravedad de la herida para no entorpecer la huida. Cuando Wang lo advirtió, maldijo su suerte. Cí comprobó que, en lugar de remediarle, la venda tan sólo había ocultado el tajo producido con el ancla. Cuando terminó de retirar el vendaje, observó el tremendo corte que, a la altura de la tibia, dejaba al aire parte del hueso.
– Seguiré remando, patrón… -se disculpó Ze.
Wang meneó la cabeza. Había visto muchas heridas, y aquélla no era de las buenas. Cí terminó de explorarla con gesto de preocupación.
– Tiene suerte de que no le haya afectado a los tendones. Pero es profunda. Habría que cerrarla antes de que la podredumbre le devore la pierna -declaró Cí.
– Ya. ¿Y cómo lo hacemos, doctor? ¿Atándosela con una cuerda? -ironizó Wang.
– ¿A cuánto estamos de la próxima aldea? -Al preguntarlo, Cí recordó que Wang había amenazado con desembarcarlos en cuanto atracaran.
– Si lo que buscas es un brujo, olvídalo. No me fío de esos profanadores.
Cí asintió. Por lo general, los campesinos despreciaban a los curanderos, oficio que pasaba de padres a hijos con el mismo interés del que hereda un canasto viejo. Mejor considerados, aunque mucho más escasos, los sanadores, hombres que, además de conocer las artes de las hierbas, las infusiones y los ungüentos, dominaban el oficio de la acupuntura y la moxibustión. Sólo cuando éstos desahuciaban a un enfermo se acudía a los brujos, en su mayoría una mezcolanza de alquimistas, adivinos y charlatanes, cuyos rudimentarios conocimientos de la práctica quirúrgica chocaban con los mandatos confucianos, que prohibían taxativamente la apertura de los cuerpos. Por eso, los pocos que se atrevían con la cirugía eran tachados de profanadores. Sin embargo, durante sus años de trabajo junto a Feng, él había aprendido que las vísceras, los huesos y la carne de un hombre apenas diferían de las de un cerdo. Tal vez por eso, cuando intentó hurgar en la herida, Wang se lo impidió.
– ¡Cuidado! Lo prefiero cojo a muerto.
– Sé algo de medicina -aseguró Cí-. En la aldea me encargaba de curar las heridas de nuestro búfalo. Si Ze es tan bruto como aparenta, no se diferenciará mucho…
Ze consintió con un lamento. Al fin y al cabo, sabía que hasta Fuzhou no dispondría de más ayuda que la que Cí pudiera prestarle.
Cí se preparó. No era la primera vez que se enfrentaba a una intervención de aquella naturaleza. De hecho, había practicado muchas en su época en la universidad. Limpió la herida con té hervido y prestó atención al movimiento del barco. Mientras aplicaba el té, retiró las fibras del pantalón que permanecían adheridas a la herida. El corte comenzaba bajo la rodilla y discurría paralelo a la tibia hasta perderse a un palmo del tobillo. Le preocupaba su profundidad y el modo en que sangraba. Cuando concluyó el enjuague, le pidió a Wang que se acercara a la orilla.
– ¿Eso es todo? ¿Ya has terminado?
Cí denegó con la cabeza. Carecía de agujas e hilo de seda, pero en cierta ocasión había tenido la oportunidad de presenciar el examen de un cadáver cuyas heridas habían sido suturadas empleando las «cabezas gordas». Le dijo a Wang lo que se le había ocurrido.
– Habitan en los juncos. Será fácil encontrarlas -añadió.
Wang frunció los labios. De aquellos bichos sólo había escuchado que su mordedura era capaz de despertar a un muerto. Aunque no confiaba en Cí, deseaba echarle un vistazo a la reparación del casco, así que accedió a orillar la barcaza.
Echaron el ancla junto a un delta amarillento, la desembocadura de un afluente que se arrastraba como una serpiente moribunda. Allí, el lodo ocre contrastaba con el verdor de los juncos que crecían espigados como un bosque frondoso. De haber planeado huir, aquel lugar habría resultado el idóneo. Y, sin embargo, lo único que Cí anhelaba era hacer bien su trabajo.
Pronto divisó los pequeños montículos de barro seco que, enmascarados en el juncal, identificaban la presencia de los hormigueros. Cí respiró de satisfacción. Se arrodilló junto a los primeros insectos que arremetían ya contra sus piernas y hundió su brazo hasta hacerlo desaparecer dentro de uno de los túmulos. Luego lo agitó como si quisiera arrancarles las entrañas. Lo sacó cubierto de una mezcla de lodo y de enloquecidas hormigas empeñadas en enterrar sus desproporcionadas mandíbulas en el brazo que había perturbado su rutina. Cí se alegró de no percibir el dolor. Recogió los insectos de uno en uno, los depositó cuidadosamente en un frasco que cerró con un paño y regresó corriendo a la barcaza. Al advertir que aún pululaban «cabezas gordas» en su antebrazo, Wang intentó desprendérselas.
– ¡Por todos los dragones, muchacho! ¿Es que no sientes los bocados?
– Sí, claro -mintió Cí-. Aprietan como diablos.
Miró a los insectos afanándose contra su brazo.
Con el tiempo, se había acostumbrado a ocultar a los extraños su insólito don. En su infancia, la ausencia de dolor había despertado la admiración de los vecinos, que habían guardado cola a los pies de su cuna para comprobar cómo resistía los pellizcos en los mofletes y las quemaduras de la moxibustión. Pero en la escuela las cosas cambiaron. Los maestros se asombraron ante los varetazos que era capaz de soportar sin emitir un quejido y los demás críos envidiaron aquella extraña cualidad que lo convertía en superior a los demás. Entonces se empeñaron en demostrar que si se le castigaba lo suficiente, aquel niño también se quejaría. Así, los juegos se fueron violentando y progresaron desde el simple bofetón hasta alcanzar el ensañamiento. Poco a poco, Cí aprendió el arte de la simulación y en cuanto percibía el más mínimo roce, aullaba y berreaba como si le hubiesen abierto la cabeza a pedradas.
Sacudió las hormigas que intentaban escapar del frasco y miró a Ze.
– ¿Estás preparado?
El tripulante asintió. Cí confirmó el gesto y se preparó.
Con el índice y el pulgar de la mano derecha, Cí sujetó al primer insecto, que acercó con cuidado al borde de la herida mientras mantenía ocluido el corte con la otra mano. Ze le miró extrañado. Al contacto con la piel, la hormiga descargó sus mandíbulas sellando con el bocado los dos extremos del tajo. De inmediato, Cí le arrancó el abdomen, dejando la cabeza adherida, y buscó un nuevo insecto. Celosamente, repitió la operación situando la nueva hormiga un poco más abajo y después reiteró el procedimiento a lo largo de toda la herida.
– Esto ya está. En dos semanas arrancas las cabezas. No será complicado. Para entonces la herida ya habrá cicatrizado y…
– ¿Él? -terció Wang-. ¿Pero cómo pretendes que se las quite este manazas?
– Bueno… Sólo tiene que emplear el filo de un cuchillo.
– Ni lo sueñes, chico. No vas a abandonarlo ahora.
– Yo… No entiendo… Dijisteis que nos desembarcaríais en la primera villa.
– Pues si lo dije, lo olvidas. Además, no creas que vendrás de invitado. En su estado, Ze es incapaz de remar y yo solo no puedo conducir el barco, de modo que ocuparás su lugar hasta que lleguemos a Lin’an.
– Pero, señor, yo…
– Y ni se te ocurra pedirme un jornal o yo mismo te echaré por la borda. ¿Está claro?
Cí asintió mientras el patrón se daba la vuelta para encaminarse hacia el timón. Pese al gesto huraño de Wang, Cí supo que aquel anciano acababa de salvarles la vida.
Durante la siguiente semana Cí no se separó de su hermana. Pese a sus plegarias, la fiebre apareció y aunque la medicina surtía efecto, temía que ésta se le agotara. En cuanto llegasen a Lin’an, lo primero que haría sería aprovisionarse con el suficiente remedio para tratarla.
Cuando no estaba junto a Tercera trabajaba duro. Impulsaba con fuerza la pértiga, limpiaba la cubierta y aseguraba la carga protegido por unas gruesas manoplas que Ze le había prestado para mover las tablas. De vez en cuando, Wang le urgía a comprobar la profundidad del río o apartar alguna rama, pero por lo general no le importunaba demasiado porque la corriente se encargaba de impulsar la barcaza. Una tarde estaba limpiando la cubierta cuando Wang le llamó.
– ¡Muchacho, atento! ¡Tapa a la cría y mantén la boca cerrada!
Cí tembló al escuchar su tono. Al alzar la vista, advirtió la presencia de una gabarra ocupada por dos hombres y un perrazo que se aproximaba por un costado. Uno tenía la cara picada. Wang susurró a Cí que dejara la limpieza y empuñase la pértiga.
– ¿Alguien a bordo se llama Cí Song? -gritó el de la cara picada.
Wang miró a Cí, que tembló mientras ocultaba a su hermana bajo una manta. El patrón se giró hacia el recién llegado.
– ¿Cí? ¿Qué clase de estúpido nombre es ése? -Se rio.
– ¡Limítate a contestar o probarás mi bastón! -El hombre mostró el sello que le acreditaba como alguacil-. Mi nombre es Kao. ¿Quiénes son esos que van a bordo?
– Lo siento -se disculpó el patrón-. Yo soy Wang, nacido en Zhunang. Y el cojo es Ze, mi tripulante. Navegamos hacia Lin’an con un cargamento de arroz que…
– No me interesa a dónde vais. Buscamos a un muchacho que embarcó en Jianyang. Creemos que le acompaña una muchacha enferma…
– ¿Un forajido? -pareció interesarse Wang.
– Robó un dinero. ¿Y ése quién es? -señaló de soslayo a Cí.
Wang tardó en responder. Cí apretó la pértiga y se dispuso a defenderse.
– Es mi hijo. ¿Por qué?
El alguacil lo miró de arriba abajo con desprecio.
– Apártate. Voy a subir.
Cí se mordió los labios. Si inspeccionaban la gabarra, descubrirían a Tercera, pero si intentaba impedirlo, firmaría su condena.
«Piensa algo o te prenderán».
De repente, Cí, con el rostro compungido por el dolor, se dobló sobre sí mismo como si le hubieran quebrado el espinazo. Sorprendido, Wang hizo ademán de auxiliarle, pero en ese instante Cí comenzó a toser violentamente. A continuación, los ojos del joven se abrieron de una forma inconcebible, se golpeó el pecho y, gesticulando como si se muriera, lanzó un esputo sanguinolento. Luego se irguió con dificultad y extendió una mano hacia el alguacil, que contemplaba estupefacto la sangre que Cí arrojaba por la boca.
– El a-gua… Por ca-ri-dad, a-yú-den-me… -Cí avanzó hacia él.
El alguacil retrocedió aterrado mientras el moribundo se le acercaba. Estaba a punto de alcanzarle cuando Cí se tambaleó, perdió el equilibrio y se desplomó de bruces contra el suelo esparciendo un saco de arroz sobre la cubierta. Cuando Wang le dio la vuelta descubrió el rostro tembloroso de Cí encharcado en sangre, arroz y saliva.
– ¡La enfermedad del agua venenosa! -exclamó Wang apartándose de un salto.
– ¡El agua venenosa…! -repitió Kao palideciendo.
El alguacil retrocedió temeroso hasta que sus talones encontraron el fin de la gabarra. Sin volver la cabeza, descendió hasta su barcaza de un salto y ordenó a su ayudante que se alejara.
– ¡Que remes te digo! -aulló como un energúmeno.
El ayudante dio un respingo y empujó la pértiga como si en ello le fuera la vida. Luego, poco a poco, la barca se fue alejando río abajo hasta perderse en la lejanía.
Wang aún se preguntaba qué estaba sucediendo cuando Cí se incorporó como por ensalmo.
– ¿Pero…? ¿Pero cómo lo has hecho? -balbució. El joven parecía tan sano como una manzana recién cortada.
– ¡Ah! ¿Esto? -Se despojó de las manoplas y escupió unos restos sanguinolentos-. Bueno, me dolió un poco cuando me mordí las mejillas. -Mintió en lo que atañía al dolor-. Pero por la cara que ha puesto el tipo, el teatro ha merecido la pena.
– ¡Maldito tramposo…!
Los dos rieron. Wang echó un vistazo al pequeño punto en el que se había convertido la embarcación del alguacil y se volvió hacia Cí con el gesto cambiado.
– Seguro que se dirigen a Lin’an. No sé lo que habrás hecho y, la verdad, tampoco me importa, pero atiende a esto: cuando desembarques, abre bien hasta el ojo del culo. La mirada de ese Kao era la de un perro de presa. Ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla.