Primera parte

Capítulo 1

Aquella madrugada Cí se levantó temprano para evitar encontrarse con su hermano Lu. Los ojos se le cerraban, pero el arrozal le esperaba despierto, como todas las mañanas.

Se incorporó del suelo y enrolló la estera mientras aspiraba el aroma del té con el que su madre perfumaba la casa. Al entrar en la estancia principal, la saludó con una inclinación de la cabeza y ella le respondió ocultando una sonrisa que él descubrió y le devolvió. Adoraba a su madre casi tanto como a su hermana pequeña, Tercera. Sus otras dos hermanas, Primera y Segunda, habían fallecido de niñas debido a un mal de familia. Tercera, aunque enferma, era la única que quedaba.

Antes de probar bocado se dirigió al pequeño altar que habían erigido junto a una ventana en memoria de su abuelo. Abrió los postigos e inspiró con fuerza. Afuera, los primeros rayos de sol se filtraban tímidamente entre la niebla. El viento meció los crisantemos colocados en el jarrón de las ofrendas y avivó las volutas de incienso que ascendían por la sala. Cí cerró los ojos para recitar una plegaria, pero a su mente sólo acudió un pensamiento: «Espíritus de los cielos: permitidnos regresar a Lin’an».

Recordó los días en los que sus abuelos aún vivían. En aquel entonces, el poblacho era su paraíso, y su hermano Lu, el héroe que cualquier niño habría querido imitar. Lu era como el gran guerrero de los cuentos que narraba su padre, siempre dispuesto a defenderlo cuando otros críos intentaban robarle su ración de fruta o a ahuyentar a los desvergonzados que pretendieran propasarse con sus hermanas. Lu le había enseñado a pelear empleando los pies y las manos de tal modo que sus rivales se viesen desbordados, le había llevado al río para chapotear entre las barcas y a pescar carpas y truchas que luego llevaban a casa con gran algarabía y le había mostrado dónde estaban los mejores escondites para espiar a las vecinas. Pero, con la edad, Lu se fue tornando vanidoso. Cuando cumplió los quince años, su fortaleza se convirtió en un alardeo constante, pareja a su menosprecio por cualquier otra habilidad que no fuese la de salir vencedor de una pelea. Comenzó a organizar cacerías de gatos para presumir ante las chicas, se emborrachaba con el licor de arroz que distraía de las cocinas y se vanagloriaba de ser el más fuerte de la pandilla. Se volvió tan engreído que hasta las mofas de las muchachas las interpretaba como halagos, sin comprender que en realidad siempre le evitaban. Y de ser su ídolo, Lu pasó lentamente a provocar en Cí indiferencia.

Pese a todo, hasta aquel momento, Lu nunca se había metido en líos, más allá de aparecer con los ojos morados tras alguna pelea o emplear el búfalo comunitario para apostar en las carreras de agua. Pero cuando su padre anunció su intención de trasladarse a la capital, Lin’an, Lu se negó en redondo. Ya había cumplido los dieciséis, era feliz en el campo y no pensaba moverse del pueblo. Alegó que en la aldea disponía de cuanto precisaba: el arrozal, su grupo de bravucones y dos o tres prostitutas de los alrededores que le reían las gracias, y aunque su padre amenazó con repudiarle, no se dejó intimidar. Aquel año se separaron. Lu se quedó en el pueblo y el resto de la familia emigró a la capital en busca de un futuro mejor.

Los primeros tiempos en Lin’an resultaron arduos para Cí. Cada mañana se levantaba al alba para comprobar el estado de su hermana, le preparaba el desayuno y cuidaba de ella hasta que su madre regresaba del mercado. Luego, tras atragantarse con un tazón de arroz, acudía a la escuela, en la que permanecía hasta mediodía, momento en el que corría al matadero donde trabajaba su padre para ayudarle el resto de la jornada a cambio de las vísceras que quedaban esparcidas por los suelos. Por la noche, después de limpiar en la cocina y cumplimentar con una oración a sus ancestros, aprovechaba para repasar los tratados confucianos que debía recitar a la mañana siguiente en la escuela. Así, mes tras mes, hasta el día en que su padre logró un empleo de contable en la prefectura de Lin’an, bajo las órdenes del juez Feng, uno de los magistrados más sagaces de la capital.

A partir de aquel instante, las cosas empezaron a mejorar. Los ingresos familiares aumentaron y Cí pudo abandonar el matadero para dedicarse por completo a sus estudios. Tras cuatro años en la escuela superior, y merced a sus excelentes calificaciones, Cí logró un puesto de ayudante en el negociado de Feng. Al principio se ocupaba de tareas burocráticas sencillas, pero su dedicación y esmero llamaron la atención del juez, el cual encontró en aquel muchacho de diecisiete años alguien a quien instruir a su imagen y semejanza.

Cí no le defraudó. Con el transcurso de los meses, pasó de desempeñar tareas rutinarias a colaborar en la toma de declaraciones, a presenciar los interrogatorios de los sospechosos y a asistir a los técnicos en la preparación y limpieza de los cadáveres que, en función de las circunstancias de los decesos, debía examinar Feng. Poco a poco, su esmero y su destreza resultaron imprescindibles para el juez, que no dudó en otorgarle más responsabilidades. Finalmente, Cí acabó ayudándole en la investigación de crímenes y litigios, labores que le permitieron descubrir los fundamentos de la práctica legal al tiempo que adquiría rudimentarias nociones de anatomía.

Durante su segundo año en la universidad, y animado por Feng, Cí asistió a un curso preparatorio de medicina. Según el magistrado, eran numerosas las ocasiones en las que las pruebas que podían delatar un crimen permanecían ocultas en las heridas, y para descubrirlas era preciso conocerlas y estudiarlas, no como un juez, sino como un cirujano.

Todo continuó así hasta que una noche su abuelo enfermó repentinamente y falleció. Tras el funeral, y como mandaban los rituales del luto, su padre hubo de renunciar al puesto de contable y a la vivienda que había disfrutado en usufructo, de modo que, sin trabajo y sin hogar, y en contra de los deseos de Cí, toda la familia se vio obligada a regresar a la aldea.

A su vuelta, Cí encontró a su hermano Lu cambiado. Vivía en una casa nueva que había construido con sus propias manos, había adquirido una parcela y tenía a su servicio a varios jornaleros. Cuando, forzado por las circunstancias, su padre llamó a la puerta, Lu le obligó a disculparse antes de dejarle entrar y le dejó una habitación pequeña en vez de cederle la suya. A Cí le trató con la indiferencia de siempre, pero cuando comprobó que ya no le seguía como un perro sumiso y que su único interés se centraba en los libros, le hizo acreedor de todas sus iras. En el campo era donde se demostraba el auténtico valor de un hombre. Allí, ni los textos ni los estudios le proporcionarían arroz ni peones. Para Lu, su hermano menor tan sólo era un inútil de veinte años al que habría de alimentar. Y a partir de ese instante, la vida de Cí se convirtió en un devenir de desplantes que le condujeron a odiar aquel pueblo.

Una ráfaga de viento fresco devolvió a Cí al presente.

De vuelta a la sala se topó con Lu, quien sorbía ruidosamente un trago de té junto a su madre. Al verle, éste escupió al suelo y dejó caer de mala manera el tazón sobre la mesa. Luego, sin aguardar a que su padre se levantara, agarró el hatillo y se marchó sin decir palabra.

– Debería aprender modales -masculló Cí mientras recogía con un paño el té que su hermano acababa de derramar.

– Y tú deberías aprender a respetarle, que para eso vivimos en su casa -replicó su madre sin levantar la vista del fuego-. Un hogar fuerte…

«Sí. Un hogar fuerte es el que sostiene un padre valiente, una madre prudente, un hijo obediente y un hermano complaciente». No necesitaba que nadie se lo repitiera. Ya se encargaba Lu de recordárselo cada mañana.

Aunque no era su cometido, Cí extendió los manteles de bambú y dispuso los cuencos sobre la mesa. Tercera había empeorado de la enfermedad que aquejaba su pecho y a él no le importaba realizar las tareas que le correspondían a su hermana. Colocó las escudillas cuidando de que formaran número par y dirigió el pico de la tetera hacia la ventana de forma que no apuntase hacia ninguno de los comensales. En el centro situó el vino de arroz y las gachas, y a su lado, las albóndigas de carpa. Miró la cocina ennegrecida por el carbón y la pila agrietada. Más que una vivienda, aquello parecía una fragua desvencijada.

Al poco apareció su padre cojeando. Cí sintió una punzada de tristeza.

«Cómo ha envejecido».

Frunció los labios y apretó los dientes. Parecía que la salud de su padre se hubiera ido quebrantando al mismo tiempo que la de Tercera. El hombre caminaba tembloroso, con la mirada gacha y su barba rala colgando como un trapo de seda deshilachada. Apenas si quedaba en él un atisbo del funcionario meticuloso que tiempo atrás le había inculcado el amor por el método y la perseverancia. Observó sus manos céreas, antaño exquisitamente cuidadas, que ahora se veían toscas y encallecidas. Supuso que añoraría sus uñas afiladas y los días en que las empleaba para examinar legajos judiciales.

A la altura de la mesa, el hombre se acuclilló apoyándose en su hijo y autorizó a los demás a sentarse con un ademán. Cí hizo lo propio y, por último, su madre se acomodó en el lado más próximo a la cocina. La mujer sirvió vino de arroz. Tercera no se levantó porque seguía postrada por la fiebre. Como durante toda la semana.

– ¿Vendrás a cenar esta noche? -le preguntó su madre a Cí-. Después de tantos meses, al juez Feng le ilusionará volver a verte.

Cí no se habría perdido el encuentro con Feng por nada del mundo. Sin saber el motivo, su padre había decidido interrumpir el luto y adelantar su regreso a Lin’an, a la espera de que el juez Feng accediera a readmitirle como ayudante. Ignoraba si Feng había acudido a la aldea por ese motivo, pero era lo que todos anhelaban.

– Lu me ha ordenado que suba el búfalo hasta la nueva parcela, y después pensaba visitar a Cereza, pero acudiré puntual a la cena.

– No parece que ya tengas veinte años. Esa muchacha te tiene ensimismado -terció el padre-. Si sigues viéndola tanto, acabarás por hartarte de ella.

– Cereza es lo único bueno que tiene este pueblo. Además, vosotros fuisteis los que concertasteis nuestro matrimonio -respondió Cí, dando cuenta del último bocado.

– Llévate los dulces, que para eso los he cocinado -le ofreció la madre.

Cí se levantó y los guardó en su talega. Antes de partir entró a la habitación donde dormitaba Tercera, besó sus mejillas calientes y recogió el mechón de pelo que se le había escapado del moño. La niña parpadeó. Entonces sacó los dulces y los escondió bajo la manta.

– Que no te los vea madre -le susurró al oído.

Ella sonrió, pero fue incapaz de decir nada.


* * *

Sobre el arrozal sembrado de cieno, la lluvia aguijoneó a Cí. El joven se despojó de la camisa empapada y sus brazos se tensaron hasta adquirir la dureza del hierro. Músculos y tendones crujieron cuando vareó al búfalo, que avanzó parsimonioso, como si la bestia adivinase que a aquel surco le seguiría otro, y a ese otro, siempre otro más. Alzó la vista y contempló el lodazal de verde y agua.

Su hermano le había ordenado abrir un canal para drenar la nueva parcela, pero trabajar en los lindes de los campos resultaba dificultoso debido al deterioro de los diques de piedra que separaban los terrenos. Cí, rendido, miró el campo de arroz inundado. Chasqueó el látigo y el animal hundió las pezuñas en el cieno.

Llevaba un tercio de jornada cuando la reja se enganchó.

«Otra raíz», se maldijo.

Arreó al búfalo bajo la lluvia. La bestia alzó el testuz y mugió de dolor, pero no avanzó. Los siguientes varetazos sólo sirvieron para que el animal sacudiese los cuernos intentando zafarse del castigo. Cí maniobró para hacerle retroceder, pero el apero quedó atrapado por el lado contrario. Entonces miró al animal con resignación.

«Esto te dolerá».

A sabiendas del sufrimiento que le provocaría, tiró de la argolla que pendía del hocico de la bestia mientras jalaba las riendas. Al hacerlo, el animal saltó hacia adelante y el apero crujió. En ese instante se dio cuenta de que debería haber arrancado la raíz con sus propias manos.

«Si he roto el arado, mi hermano me molerá a palos».

Inspiró con fuerza y hundió los brazos en el lodo hasta toparse con una maraña de raíces. Tiró de un manojo sin éxito, y tras varios intentos optó por dirigirse a la alforja que colgaba del costillar del animal para buscar una sierra afilada. Luego se arrodilló de nuevo y comenzó a trabajar bajo el agua. Extrajo un par de raigones que arrojó lejos y serró otros de mayor tamaño. Cuando se empleaba con el más grueso, notó un tirón en un dedo.

«Seguro que me he cortado».

Pese a no percibir dolor alguno, se examinó con detenimiento.

La culpa la tenía la extraña enfermedad con la que los dioses le habían maldecido desde su nacimiento y de la que fue consciente el día en que su madre tropezó y vertió sobre él un perol de aceite hirviendo. Contaba sólo cuatro años y apenas sintió lo mismo que cuando le lavaban con agua tibia. Pero el olor a carne quemada le advirtió de que algo horrible estaba sucediendo. Su torso y sus brazos sufrieron las consecuencias, quedando abrasados para siempre. Desde aquel día aquellas cicatrices le recordaron que su cuerpo no era como el de los demás niños y que aunque se sintiera afortunado por la ausencia de dolor, debía prestar sumo cuidado a cualquier herida que pudiera producirse. Porque, si bien era cierto que no sufría con los golpes, que el dolor causado por la fatiga apenas si le afectaba y que podía esforzarse hasta el agotamiento, también lo era que en ocasiones podía superar los límites de su cuerpo sin advertirlo y enfermar.

Al sacar la mano del agua, vio que la tenía cubierta de sangre. Alarmado ante la aparente magnitud del tajo, corrió a limpiarse con un paño. Sin embargo, tras enjugarse la mano con un trapo, sólo distinguió un pellizco amoratado.

«¿Qué demonios…?».

Extrañado, volvió al lugar donde se había trabado la reja y apartó las raíces mientras advertía cómo el agua cenagosa comenzaba a teñirse de rojo. Aflojó las riendas para liberar la reja y arreó al animal para que se apartara. Luego se detuvo y miró el agua mientras la respiración se le aceleraba. La lluvia repicaba sobre la superficie del arrozal, apagando cualquier otro sonido.

Entre el estupor y el miedo, caminó lentamente hacia el pequeño cráter que se había formado en el lugar donde se hincaba la reja. Mientras se acercaba, sintió cómo el estómago se le encogía y percibió en las sienes el martilleo de su corazón. Pensó en alejarse, pero se contuvo. Entonces observó un leve burbujeo que afloraba rítmicamente del cráter y se confundía con el repicar de la lluvia. Lentamente, se arrodilló entreabriendo las piernas, que abarcaron las pegajosas crestas de cieno. Acercó la cara al agua, pero sólo apreció otro borbotón sanguinolento. Pensó que si se aproximaba más, acabaría por probarla.

De repente, algo se movió bajo el agua. Cí dio un respingo y apartó la cabeza sorprendido, pero cuando advirtió que se trataba del aleteo de una pequeña carpa, suspiró aliviado.

«Estúpido bicho».

Se levantó y pateó al pez mientras intentaba calmarse. Entonces avistó otra carpa, con un jirón de carne en la boca.

«¿Pero qué diablos…?».

Intentó retroceder, pero perdió pie y cayó al agua entre un remolino de cieno, suciedad y sangre. Sin pretenderlo, abrió los ojos al sentir un manojo de tallos golpearle en la cara. Lo que vio le detuvo el corazón. Frente a él, con un trapo metido en la boca, la cabeza decapitada de un hombre flotaba entre la maraña.


* * *

Gritó hasta desgañitarse, pero nadie acudió en su ayuda.

Tardó en recordar que la parcela llevaba tiempo desatendida y que los campesinos se concentraban al otro lado de la montaña, así que se sentó a unos pasos del arado para mirar a su alrededor. Cuando dejó de temblar, se planteó abandonar al búfalo y bajar a buscar ayuda. La otra posibilidad consistía en esperar en el arrozal hasta que su hermano regresara.

Ninguna de las opciones le convencía, pero a sabiendas de que Lu no tardaría, optó por aguardar. Aquel lugar estaba infestado de alimañas y un búfalo entero valía mil veces más que una cabeza humana mutilada.

Mientras esperaba, terminó de cortar las raíces y liberó la reja. El arado parecía en buen estado, así que, con suerte, Lu sólo le recriminaría el retraso en el laboreo. O, al menos, eso era lo que él esperaba. Cuando terminó, enganchó de nuevo el arado y reanudó la faena. Intentó silbar para distraerse, pero en su interior sólo reverberaban las palabras que su padre pronunciaba de vez en cuando: «Los problemas no se resuelven dándoles la espalda».

«Sí. Pero éste no es mi problema», se respondió Cí.

Aró dos pasos más antes de detener al búfalo y regresar junto a la cabeza.

Durante un tiempo contempló receloso cómo se mecía sobre el agua. Luego se fijó un poco más. Tenía las mejillas aplastadas, como si se las hubieran pisoteado con saña. Advirtió sobre su piel amoratada las pequeñas laceraciones producidas por los mordiscos de las carpas. Después observó los párpados abiertos e hinchados, los jirones de carne sanguinolenta colgando junto a la tráquea… y el extraño trapo que salía de su boca entreabierta.

Nunca antes había contemplado algo tan aterrador. Cerró los ojos y vomitó. De repente acababa de reconocerlo. La cabeza decapitada pertenecía al viejo Shang. El padre de Cereza, la muchacha a quien amaba.

Cuando se recuperó, prestó atención a la extraña mueca que formaba la boca del cadáver, abierta exageradamente a causa del paño que surgía de entre sus dientes. Con cuidado, tiró del extremo y poco a poco la tela salió como si deshiciera un ovillo. Se la guardó en una manga e intentó cerrarle la mandíbula, pero estaba desencajada y no lo consiguió. De nuevo vomitó.

Se lavó la cara con el agua enfangada. Luego se levantó y desanduvo el terreno arado en busca del resto del cuerpo. Lo encontró a mediodía en el extremo oriental de la parcela, a pocos li de distancia del lugar donde había tropezado el búfalo. El tronco del cadáver aún lucía el fajín amarillo que le identificaba como varón honorable, al igual que su batín de cinco botones. No halló rastro del bonete azul que siempre portaba.

Le resultó imposible continuar laboreando. Se sentó sobre el dique de piedra y mordisqueó con desgana un mendrugo de pan de arroz que fue incapaz de tragar. Miró el cuerpo decapitado del pobre Shang abandonado sobre el lodo, como el de un criminal ejecutado y desahuciado.

«¿Cómo se lo explicaría a Cereza?».

Se preguntó qué clase de desalmado podría haber segado la vida de alguien tan honrado como Shang, un hombre dedicado a los suyos, una persona respetuosa con la tradición y con los ritos. Sin duda, el monstruo que había perpetrado aquel crimen no merecía permanecer en el mundo de los vivos.


* * *

Su hermano Lu llegó a la parcela en plena tarde. Le acompañaban tres jornaleros cargados con plantones, lo cual significaba que había cambiado de idea y que pensaba trasplantar el arroz sin aguardar a que el terreno se drenase. Cí dejó el búfalo y corrió hacia él. Al llegar a su altura, se inclinó para saludarle.

– ¡Hermano! No vas a creer lo que ha sucedido… -Su corazón latía acelerado.

– ¿Cómo no voy a creerlo si lo estoy viendo con mis propios ojos? -rugió señalando el campo, que permanecía sin arar.

– Es que he encontrado un…

Un varetazo contra su frente le hizo caer al fango.

– ¡Maldito vago! -escupió Lu-. ¿Hasta cuándo te creerás mejor que los demás?

Cí se llevó la mano a la brecha para apartar la sangre que manaba de su ceja. No era la primera vez que su hermano le golpeaba, pero Lu era el mayor y las leyes confucianas le impedían rebelarse. Apenas podía abrir el párpado, pero aun así se disculpó.

– Lo siento, hermano. Me retrasé porque…

Lu lo empujó.

– ¡Porque el delicado estudiante no tiene arrestos para trabajar! -Le propinó un nuevo empellón-. ¡Porque el delicado estudiante piensa que el arroz se planta solo! -Otro más que dio con sus huesos en el fango-. ¡Porque el delicado estudiante ya tiene a su hermano Lu para que se deslome por él!

Lu se limpió el pantalón mientras permitía que Cí se levantara.

– En… contré un ca… dáver… -logró articular.

Lu enarcó una ceja.

– ¿Un cadáver? ¿A qué te refieres?

– Ahí… en el dique… -agregó Cí.

Lu se giró hacia el lugar en el que unos grajos picoteaban el terreno. Empuñó su vara y, sin aguardar más explicaciones, se encaminó hacia el punto señalado por Cí. Cuando llegó junto a la cabeza, la movió con el pie. Frunció el ceño y se revolvió.

– ¡Maldita sea! ¿Lo encontraste aquí? -Sujetó la cabeza por el cabello y la balanceó con asco-. Ya imagino que sí. ¡Por las barbas de Confucio! ¿Pero no es Shang? ¿Y el cuerpo…?

– Al otro lado… Junto al arado.

Lu frunció los labios. Acto seguido se dirigió a sus jornaleros.

– Vosotros dos, ¿a qué esperáis para ir a cogerlo? Y tú, descarga los plantones y mete la cabeza en un canasto. ¡Malditos sean los dioses…! Regresamos al poblado.

Cí se acercó al búfalo para quitarle el arnés.

– ¿Se puede saber qué diablos haces? -le interrumpió Lu.

– ¿No has dicho que regresábamos…?

– Nosotros -escupió-. Tú volverás cuando termines tu trabajo.

Capítulo 2

Cí pasó el resto de la tarde tragando el hedor que despedía el bamboleante trasero de su búfalo mientras se preguntaba qué delito habría cometido el viejo Shang para haber acabado decapitado. Que él supiera, carecía de enemigos y jamás nadie le había amenazado. De hecho, lo peor que le había sucedido era haber engendrado demasiadas hijas, lo cual le había obligado a trabajar como un esclavo para reunir una dote que las hiciese atractivas. Aparte de eso, Shang había sido siempre un hombre honesto y respetado.

«La última persona en quien pensaría un asesino».

Para cuando quiso darse cuenta, el sol ya se estaba ocultando.

Además de labrar, Lu le había ordenado que extendiese un mogote de lodo negro, de modo que dispersó unas paletadas de la mezcla de excrementos humanos, barro, ceniza y rastrojos que habitualmente empleaban como fertilizante y aplanó el resto del montículo para disimularlo. Luego vareó al animal, que retrocedió con pesadez, como si no estuviera adiestrado para esa tarea, se encaramó sobre su lomo de un salto y emprendió el camino de regreso al poblado.

Mientras descendía, Cí comparó el hallazgo del cuerpo de Shang con el de otros casos similares cuyos detalles había tenido la oportunidad de conocer durante su estancia en Lin’an. En todo ese tiempo había asistido a Feng en numerosos crímenes violentos. Incluso había presenciado brutales crímenes rituales cometidos por miembros de sectas, pero jamás había contemplado un cuerpo tan salvajemente mutilado. Por fortuna, el juez estaba en la villa y no le cabía duda de que encontraría al responsable.

Cereza vivía con su familia en una casucha que a duras penas se sostenía sobre unos carcomidos pilotes de madera. Cuando alcanzó la casa, la angustia le atenazaba. Había barajado dos o tres frases para contarle lo sucedido, pero ninguna le había convencido. Aunque diluviaba, se detuvo frente a la puerta, intentando pensar lo que le diría.

«Algo se me ocurrirá».

Aproximó los nudillos mientras se mordía los labios y apretó los puños. Sus brazos temblaban más que su cuerpo. Esperó un instante y por fin llamó.

Sólo respondió el silencio. Al tercer intento comprendió que nadie le abriría. Cejó en su empeño y emprendió el regreso a su casa.


Nada más abrir la puerta, su padre se apresuró a recriminarle la tardanza. El juez Feng había acudido a cenar y llevaban un rato esperándole. Al ver al invitado, Cí juntó los puños frente a su pecho y se inclinó ante el invitado a modo de disculpa, pero Feng no se lo permitió.

– ¡Por los monstruos del infierno! -Sonrió condescendiente el juez-. ¿Pero qué comes aquí? ¡El año pasado aún parecías un muchacho!

Cí no era consciente de ello, pero a sus veinte años ya no era el chico endeble del que todos se burlaban en Lin’an. El campo había transformado su cuerpo enfermizo en el de un joven fibroso cuyos delgados músculos parecían un ramillete de juncos firmemente entrelazados. Cí sonrió con timidez, dejando entrever una hilera de dientes perfectamente ordenados, y contempló la figura de Feng. El anciano juez apenas había cambiado. Su rostro serio sembrado de finas arrugas seguía contrastando con su bigote cano cuidadosamente arreglado. Coronaba su cabeza el gorro bialar de seda que indicaba su rango.

– Honorable juez Feng -le saludó-. Excusad mi retraso, pero…

– No te preocupes, hijo -le interrumpió-. Anda, pasa, que vienes empapado.

Cí corrió hacia el interior de la casa y regresó con un pequeño paquete envuelto en un primoroso papel rojo. Hacía un mes que esperaba aquel momento. Justo desde que había sabido que el juez Feng les visitaría después de tanto tiempo. Como de costumbre, Feng rechazó tres veces el presente antes de aceptarlo.

– No deberías haberte molestado. -Guardó el paquete sin desenvolverlo, pues lo contrario habría significado que otorgaba más importancia al contenido que al hecho en sí del regalo.

– Ha crecido, sí, pero, como veis, continúa igual de irresponsable -terció el padre de Cí.

Cí titubeó. Las reglas de cortesía le impedían importunar al invitado con asuntos ajenos a la visita, pero un asesinato trascendía cualquier protocolo. Se dijo que el juez lo comprendería.

– Perdonad la descortesía, pero he de comunicaros una noticia horrible. ¡Han asesinado a Shang! ¡Lo han decapitado! -Su rostro era una mueca de incomprensión.

Su padre lo miró con gesto serio.

– Sí. Ya nos lo ha contado tu hermano Lu. Ahora, siéntate y cenemos. No hagamos esperar más a nuestro invitado.

A Cí le exasperó la flema con la que Feng y su padre se tomaban el suceso. Shang era el mejor amigo de su padre y, sin embargo, él y el juez seguían comiendo tranquilamente como si nada hubiera sucedido. Cí les imitó, aderezando con su propia hiel el resto de la cena. Su padre lo advirtió.

– Deja a un lado esas muecas. En cualquier caso, hay poco que podamos hacer -argumentó finalmente el patriarca-. Lu ha trasladado el cuerpo de Shang a las dependencias gubernamentales y sus familiares ya le están velando. Además, sabes que el juez Feng no tiene competencia en esta subprefectura, de modo que sólo nos resta aguardar a que envíen al magistrado que se hará cargo del caso.

En efecto, Cí lo sabía, del mismo modo que sabía que para entonces el asesino podría haberse esfumado. Y aun así, lo que más le irritaba era la calma de su padre. Por fortuna, Feng pareció leerle el pensamiento.

– No te preocupes -le tranquilizó el juez-. He hablado con los familiares. Mañana iré a examinarlo.

Hablaron de otros asuntos mientras la lluvia golpeaba con violencia el tejado de pizarra. En verano, los tifones solían sorprender a los incautos con diluvios inesperados, y aquel día Lu parecía haber sido el infortunado. Apareció empapado, apestando a licor y con los ojos turbios. Nada más entrar tropezó con un arcón y cayó de bruces al suelo, pero se levantó y pateó el mueble como si éste fuera el culpable de la caída. Luego saludó con un balbuceo estúpido al juez y se fue directamente a su cuarto.

– Creo que ha llegado el momento de retirarme -anunció Feng tras limpiarse los bigotes-. Espero que pienses en lo que hemos discutido -le dijo al padre de Cí-. Y en cuanto a ti… -se volvió hacia el joven-, nos vemos mañana a la hora del dragón, en la residencia del caudillo local donde estoy alojado.

Se despidieron y Feng partió. Nada más cerrar la puerta, Cí escrutó el rostro de su padre. Su corazón latía expectante.

– ¿Lo ha hecho? ¿Ha mencionado cuándo volveremos? -se atrevió a preguntar. Sus dedos repiquetearon sobre la mesa.

– Siéntate, hijo. ¿Otra taza de té?

El padre se sirvió una bien colmada y luego vertió otra para su hijo. Le miró con tristeza antes de bajar la vista.

– Lo siento, Cí. Sé cuánto ansiabas volver a Lin’an… -Dio un sorbo sonoro a la infusión-. Pero a veces las cosas no salen como uno planea.

Cí detuvo la taza a un suspiro de su boca.

– ¡No entiendo! ¿Ha sucedido algo? ¿Acaso Feng no os ha ofrecido la plaza?

– Sí. Lo hizo ayer. -Sorbió despacio otro trago.

– ¿Entonces? -Cí se levantó.

– Siéntate, Cí.

– Pero, padre… Lo habíais prometido… Dijisteis…

– ¡He dicho que te sientes! -alzó la voz.

Cí obedeció mientras sus ojos se empañaban. Su padre añadió té hasta que el líquido se desbordó. Cí hizo ademán de limpiarlo, pero su padre se lo impidió.

– Mira, Cí. Hay situaciones que no alcanzarías a comprender…

El joven no entendía qué era lo que debía comprender: ¿que hubiera de tragarse el desprecio que su hermano Lu le regalaba cada día? ¿Que aceptara de buen grado renunciar al porvenir que le aguardaba en la Universidad Imperial de Lin’an?

– ¿Y nuestros planes, padre? ¿Dónde quedan nuestros…?

Un bofetón lo interrumpió mientras su padre se erguía como un resorte. La voz del hombre temblaba, pero su mirada desprendía fuego.

– ¿Nuestros planes? ¿Desde cuándo un hijo tiene planes? -gritó-. ¡Permaneceremos aquí, en la casa de tu hermano! ¡Y así será hasta que yo muera!

Cí enmudeció mientras su padre se retiraba. Por un momento la rabia le envenenó.

«¿Y vuestra hija Tercera enferma…? ¿Tan poco os importa ella?».


Cí recogió las tazas y se dirigió al cuarto que compartía con su hermana.

Nada más acostarse, percibió en sus sienes los latidos de su corazón. Desde el mismo momento en que se habían instalado en la aldea, había soñado con regresar a Lin’an. Como cada noche, cerró los ojos para evocar su antigua vida. Recordó a sus viejos compañeros compitiendo en los concursos de conocimientos de los que a menudo salía victorioso; a sus profesores, a los que admiraba por su disciplina y empeño. Evocó la imagen del juez Feng y el día en que le admitió como asistente de sumarios. Anhelaba ser como él, presentarse algún día a los exámenes imperiales y obtener un puesto en la judicatura. No como su padre, que, después de años intentándolo, sólo había logrado una humilde plaza de funcionario.

Se preguntó por qué no querría regresar su padre. Acababa de confirmarle que Feng le había ofrecido la vacante por la que antes suspiraba y, de la noche a la mañana, sin motivo aparente, cambiaba radicalmente de opinión. ¿Sería por su abuelo? No lo creía. Las cenizas del difunto podían trasladarse para continuar celebrando los ritos de piedad filial en Lin’an.

La tos de Tercera le sobresaltó, haciendo que se girara. La niña dormitaba a su lado, temblorosa, con la respiración entrecortada. Le acarició el pelo con ternura y sintió lástima por ella. Tercera se había mostrado más resistente que Segunda y Primera, como demostraba el hecho de que ya hubiera cumplido los siete años, pero, al igual que sus hermanas, no creía que superara la decena. Era el sino de su enfermedad. Por un instante quiso imaginar que al menos en Lin’an habría dispuesto de los cuidados adecuados…

Cerró los ojos y volvió a girarse. Pensó en Cereza, con quien debía contraer nupcias una vez que aprobase los exámenes estatales. A aquellas horas estaría destrozada por la muerte de su padre y se preguntó si eso cambiaría sus planes de boda. No quiso responderse. De repente, se sintió mezquino por imaginar algo tan egoísta.

Habían transcurrido seis meses desde la repentina muerte de su abuelo…

Se desnudó porque el calor le sofocaba. Al desprenderse de la chaqueta, encontró el trapo ensangrentado que había extraído de la boca del pobre Shang. Lo miró con extrañeza y lo dejó junto a la almohada de piedra. Luego escuchó a través de la ventana unos gemidos procedentes de la casa vecina, que achacó a su vecino Peng, un pilluelo aquejado de dolores de muelas desde hacía días. Por segunda noche consecutiva, no logró descansar.


* * *

Cí se levantó al alba. Había acordado encontrarse con Feng en la residencia de Bao-Pao, el lugar en el que habitualmente se alojaban las visitas gubernamentales, para ayudarle en el examen del cadáver. En la habitación contigua, Lu roncaba con fuerza. Para cuando se despertara, él ya estaría lejos.

Se vistió en silencio y se marchó. La lluvia había cesado, pero el calor de la noche evaporaba el agua caída sobre los campos convirtiendo cada bocanada de aire en un trago de bochorno. Cí aspiró con fuerza antes de adentrarse en el laberinto de callejuelas que conformaban la aldea, una sucesión de casuchas calcadas las unas a las otras cuyas maderas carcomidas se repetían a escuadra como viejas fichas de dominó descuidadamente alineadas. De vez en cuando, titilantes farolillos teñían con su resplandor las portezuelas abiertas de las que emergía el olor a té mientras hileras de campesinos se dibujaban en los caminos como almas fantasmagóricas. Y aun así, el pueblo dormía. Tan sólo se escuchaban los lamentos de los perros.

Cuando alcanzó la casa de Bao-Pao, ya estaba amaneciendo.

Divisó a Feng bajo el soportal, ataviado con una bata de arpillera teñida de azabache a juego con su gorro. Su rostro era pétreo, pero sus manos tableteaban impacientes. Tras la reverencia de rigor, Cí le reiteró su agradecimiento.

– Sólo voy a echar un vistazo, así que ahórrate los aspavientos. Y no pongas esa cara -añadió Feng al comprobar su decepción-. No es mi jurisdicción, y ya sabes que últimamente no me dedico a resolver crímenes. Pero no te apures. Éste es un pueblo pequeño. Encontrar al asesino será tan fácil como sacarse un guijarro del zapato.

Cí siguió al juez hasta un cobertizo anexo donde montaba guardia su asistente personal, un hombre callado de rasgos mongoles. En el interior aguardaba el caudillo Bao-Pao, acompañado por la viuda de Shang y los hijos varones del difunto. Cuando Cí divisó los restos de Shang, le sobrevino una arcada. La familia había aposentado el cadáver sobre un sillón de madera como si aún siguiera vivo, con el cuerpo erguido y la cabeza unida al tronco mediante unos juncos entrelazados. Aun lavado, perfumado y vestido, parecía un espantapájaros ensangrentado. El juez Feng presentó sus respetos a la familia, departió un momento con ellos y les solicitó permiso para inspeccionar el cadáver. El primogénito se lo concedió y Feng se acercó lentamente al muerto.

– ¿Recuerdas lo que debes hacer? -le preguntó a Cí.

Se acordaba perfectamente. Sacó un pliego de papel de su bolsa, la piedra de tinta y su mejor pincel. A continuación, se sentó en el suelo, cerca del cuerpo. Feng se aproximó al cadáver lamentando que lo hubieran lavado y comenzó su trabajo.

– Yo, juez Feng, en la vigesimosegunda luna del mes del loto, del segundo año de la era Kaixi y decimocuarto de reinado de nuestro amado Ningzong, hijo del Cielo y honorable emperador de la Dinastía Tsong, con la autorización familiar pertinente, emprendo investigación previa y auxiliar a la oficial que deberá practicarse en no menos de cuatro horas a partir de su conocimiento por el magistrado que designe la prefectura de Jianningfu. En presencia de Li-Cheng, primogénito del fallecido, la viuda de este último, señora Li, sus otros hijos varones, Ze y Xin, así como de BaoPao, caudillo del poblado, y de mi ayudante Cí, testigo directo del suceso.

Cí escribió al dictado, repitiendo en voz alta cada una de las palabras. Feng continuó.

– El fallecido, de nombre Li-Shang, hijo y nieto de Li, que en palabras de su primogénito contaba unos cincuenta y ocho años de edad en el momento de su muerte, de profesión contable, labriego y carpintero, fue visto por última vez anteayer a mediodía después de atender sus tareas en el almacén de Bao-Pao, donde ahora nos encontramos. Su hijo manifiesta que el fallecido no padecía enfermedades más allá de las propias de su edad o de las estaciones, y que carecía de enemigos conocidos.

Feng miró al primogénito, quien se apresuró a confirmar los datos, y luego a Cí para que recitara lo redactado.

– Por desconocimiento de sus familiares -continuó Feng con gesto de reprobación-, el cuerpo ha sido lavado y vestido. Ellos mismos confirman que en el momento en que les fue entregado no advirtieron más heridas que el tremendo tajo que separaba su cabeza del tronco y que sin duda fue el que acabó con su vida. Presenta la boca exageradamente abierta… -intentó cerrársela sin éxito- y rigidez en la mandíbula.

– ¿No vais a desnudarle? -se extrañó Cí.

– No será necesario. -Feng alargó su mano hasta rozar el tajo del cuello. Se lo señaló a Cí esperando su respuesta.

– ¿Doble corte? -sugirió el joven.

– Doble corte… Como a los cerdos…

Cí observó con detenimiento la herida libre de cieno. En efecto, en su parte anterior, bajo el lugar que antes ocupaba la nuez, presentaba un tajo horizontal limpio similar al que se les practicaba a los cochinos para desangrarlos. Acto seguido, la herida se ensanchaba a lo largo de toda su circunferencia mediante pequeñas dentelladas, como las producidas con alguna especie de serrucho de matadero. Iba a comentar aquello cuando Feng le pidió que relatara las circunstancias del descubrimiento. Cí obedeció, refiriéndolas tan pormenorizadamente como las recordaba. Cuando concluyó, el juez le miró con severidad.

– ¿Y el trapo? -le preguntó.

– ¿El trapo?

«¡Seré estúpido! ¿Cómo he podido olvidarlo?».

– Me decepcionas, Cí, y no acostumbrabas a hacerlo… -El juez guardó silencio un instante-. Como ya deberías saber, la boca abierta no obedece ni a una mueca de socorro ni a un grito de dolor, pues en tal caso se habría cerrado por la relajación posterior al fallecimiento. En conclusión, debieron introducirle algún objeto antes o inmediatamente después de su muerte, el cual hubo de permanecer allí hasta que los músculos se agarrotaron. Respecto a la tipología del objeto, supongo que hablamos de un trapo de lino, si atendemos a los hilos ensangrentados que aún permanecen entre sus dientes.

A Cí le dolió el reproche. Un año antes no habría fallado, pero la falta de práctica le había vuelto torpe y lento. Se mordió los labios y rebuscó en su manga.

– Pensaba entregároslo -se excusó extendiendo el trozo de tela cuidadosamente doblado.

Seguidamente, Feng lo examinó con detenimiento. La tela era grisácea, con varias marcas de sangre reseca; su tamaño, el de un pañuelo de los usados para cubrirse la cabeza. El juez lo marcó como prueba.

– Termina y entinta mi sello. Luego haz una copia para cuando venga el magistrado.

Feng se despidió de los presentes y salió del cobertizo. Llovía de nuevo. Cí se apresuró a seguirle. Lo alcanzó justo a la entrada de los aposentos que Bao-Pao le había asignado.

– Los documentos… -tartamudeó.

– Déjalos ahí, sobre mi mesilla.

– Juez Feng, yo…

– No te preocupes, Cí. A tu edad, yo era incapaz de distinguir una muerte por ballesta de otra por ahorcamiento.

A Cí aquello no le reconfortó, porque sabía que era incierto.

Contempló al juez mientras éste organizaba sus diplomas. Anhelaba ser como Feng. Ansiaba su sagacidad, su honradez y su conocimiento. Había aprendido de él y deseaba seguir teniéndolo como maestro, pero nunca lo conseguiría encerrado en un poblado de labriegos. Esperó a que terminara antes de hacérselo saber. Cuando Feng depositó el último pliego, le preguntó por la contratación de su padre, pero el juez cabeceó resignado.

– Ése es un asunto entre tu padre y yo.

Cí paseó entre las pertenencias de Feng como un comprador indeciso.

– Es que anoche hablé con él y me dijo… En fin: yo pensaba que volveríamos a Lin’an, y resulta que ahora…

Feng se detuvo a mirarle. La humedad recubría los ojos de Cí. Inspiró fuerte antes de depositar su mano sobre el hombro del muchacho.

– Mira, Cí, no sé si debería decírtelo…

– Os lo ruego -le imploró.

– De acuerdo, pero habrás de prometerme que mantendrás la boca cerrada. -Esperó a que Cí asintiera. Luego tomó aire y se sentó, abatido-. Si he realizado este viaje ha sido sólo por vosotros. Tu padre me escribió hace unos meses comunicándome su intención de retomar su puesto, pero ahora, después de hacerme venir hasta aquí, no quiere ni hablar de ello. Le he insistido prometiéndole un trabajo cómodo y un sueldo generoso, e incluso le he ofrecido una casa en propiedad en la capital, pero, inexplicablemente, ha rehusado.

– ¡Pues llevadme a mí! Si es por ese olvido del trapo, os prometo que trabajaré duro. ¡Trabajaré hasta despellejarme si es preciso, pero no volveré a avergonzaros! Yo…

– Sinceramente, Cí, tú no eres el problema. Ya sabes cuánto te aprecio. Eres leal y me agradaría volver a tenerte como ayudante. Por eso le hablé a tu padre de ti y de tu porvenir, pero ha sido como estrellarse contra un muro. No sé qué le ocurre, se ha mostrado inflexible. De verdad que lo siento.

– Yo… yo… -Cí no supo qué decir.

Un trueno resonó en la lejanía. Feng le dio una palmada en la espalda.

– Había dispuesto grandes planes para ti, Cí. Incluso te había reservado plaza en la Universidad de Lin’an.

– ¿En la Universidad de Lin’an? -Sus ojos se dilataron. Regresar a la universidad era su sueño.

– ¿No te lo ha dicho tu padre? Supuse que te lo había contado.

A Cí le flaquearon las piernas. Cuando Feng le preguntó qué le sucedía, el joven permaneció en silencio, con la misma sensación que si le hubieran estafado.

Capítulo 3

El juez Feng anunció a Cí que precisaba interrogar a algunos vecinos, de modo que acordaron separarse hasta después del almuerzo. Cí aprovechó la pausa para regresar a su casa. Quería visitar a Cereza, pero necesitaba que su padre le diera permiso para faltar al trabajo.

Antes de entrar, se encomendó a los dioses y pasó sin llamar. Sorprendió a su padre leyendo unos documentos que se le escurrieron de entre los dedos. El hombre los recogió del suelo y los guardó precipitadamente en un cofre lacado en rojo.

– ¿Se puede saber qué haces aquí? Deberías estar arando -le espetó airado. Cerró el cofre y lo guardó debajo de la cama.

Cí le contó su intención de visitar a Cereza, pero su padre se mostró reacio.

– Tú siempre posponiendo tus obligaciones a tus deseos -masculló.

– Padre…

– Y no se morirá, te lo aseguro. No sé por qué complací a tu madre cuando se empeñó en emparejarte con una muchacha más peligrosa que un avispero.

Cí tragó saliva.

– Os lo ruego, padre. Será sólo un momento. Luego terminaré de arar y ayudaré a Lu con la siega.

– Luego, luego… ¿Acaso crees que Lu va al campo de paseo? Hasta su búfalo está más dispuesto a trabajar que tú. Luego… ¿Cuándo es «luego»?

«¿Qué os está ocurriendo, padre? ¿Por qué sois así de injusto conmigo?».

Cí no quiso replicarle. Todos, incluido su padre, sabían de sobra que durante los últimos seis meses había sido él, y no Lu, quien se había partido el espinazo cosechando el arroz; que habían sido sus piernas las que se habían cuarteado cuidando los plantones en los semilleros, sus manos las que habían encallecido cosechando, trillando, cribando y clasificando; quien había arado de sol a sol, nivelado, trasplantado y abonado, y quien se había dejado la vida pedaleando en las bombas y trasladando los sacos a las barcazas del río. Todos en aquel maldito pueblo sabían que, mientras Lu se emborrachaba con sus putas, él se había matado en el campo.

Por eso odiaba tener conciencia: porque le obligaba a aceptar las decisiones de su padre…

Fue a por su hoz y su hatillo. Encontró la talega, pero no la hoz.

– Usa la mía. La tuya la ha cogido Lu -le aclaró su padre.

Cí no puso objeciones. La metió en su hatillo y salió hacia la parcela.


Estuvo vareando al búfalo hasta que se hizo daño en la mano. El animal mugía como si le mataran, pero tiraba como un demonio en un intento desesperado de evitar los golpes de Cí, quien se aferraba al arado tratando de sepultarlo en la tierra mientras el campo se afanaba por engullir la interminable cortina de lluvia que se vaciaba desde un cielo cercano a la tormenta. A cada surco le seguía otro repleto de maldiciones, esfuerzo y varetazos. Cí no distinguía el frescor del agua, que cada vez caía con más fuerza. Tronó y el joven se detuvo. El cielo se veía tan negro como el lodo que pisaba. Cada vez sentía más calor. Se asfixiaba. A un chasquido le siguió otro trueno. Luego un rayo más. Y otro.

De repente, el cielo se abrió sobre su cabeza y un fogonazo de luz seguido de un estampido hizo que temblara la tierra. El búfalo se encrespó asustado y dio un brinco, pero el arado aguantó encallado, y al caer, el animal se desplomó sobre su pata trasera.

Cuando Cí recuperó el aliento, vio a la bestia tumbada en el cieno debatiéndose desesperada. Se apresuró a levantarla, pero no lo consiguió. Soltó el arnés y le dio de palos, pero el animal sólo elevó el testuz intentando librarse del castigo. Entonces comprobó aterrorizado que su pata trasera mostraba una espantosa fractura abierta.

«Dioses, ¿en qué os he ofendido?».

Sacó una manzana de su talega y se la acercó al animal, pero éste intentó cornearle. Cuando se apaciguó, Cí le ladeó la testa hasta hundir un cuerno en el fango. Miró sus ojos, tan abiertos por el pánico que parecía que deseasen escapar de la prisión de su cuerpo lisiado. Los ollares se expandían y contraían como un fuelle, expulsando un reguero de babas. Ni siquiera merecía la pena levantarlo. Aquel animal ya era carne de matadero.

Estaba acariciándole el hocico cuando sintió que lo aferraban por la espalda y le arrojaban al agua. Al volverse, se topó con la figura iracunda de Lu enarbolando una vara.

– Desgraciado inútil. ¿Así es como pagas mis desvelos? -Su rostro era la viva imagen de un diablo.

Cí intentó protegerse cuando la vara descendió. Creyó sentir una quemadura lacerándole la cara.

– Levántate, miserable. -Le azotó de nuevo-.Te voy a enseñar a palos.

Cí intentó incorporarse, pero Lu lo golpeó otra vez. Luego aferró al joven del pelo y lo arrastró por el cieno.

– ¿Sabes cuánto vale un búfalo? ¿No? Pues ahora vas a averiguarlo.

Lo arrojó sin piedad al lodo y le pisó la cabeza hasta que se la sumergió. Cuando se hartó de verle patalear, lo sacó y lo empujó bajo el arnés.

– ¡Déjame! -gritó Cí.

– Te asquea trabajar en el campo, ¿eh? Te desespera que nuestro padre me prefiera a mí… -Intentó atarle a las correas.

– Padre no te querría ni aunque le lamieses los zapatos. -Cí se resistió.

– Cuando acabe contigo me los lamerás tú. -Y volvió a golpearlo.

Mientras se enjugaba la sangre del varetazo, Cí miró con rabia a su hermano. Como mandaban los ritos de piedad filial, nunca le había replicado, pero había llegado el momento de demostrarle que él no era su esclavo. Se levantó y lo golpeó en el vientre con todas sus fuerzas. Lu no lo esperaba y acusó el impacto. Sin embargo, se revolvió como un tigre y le devolvió un puñetazo en el costado. Cí cayó en redondo. Su hermano le aventajaba en peso y en envergadura. En lo único que no le superaba era en el odio que ahora le impulsaba. Intentó levantarse, pero Lu lo pateó. Cí sintió que algo crujía en su pecho, pero no le dolió. Antes de que pudiera quejarse, recibió otra patada en el vientre. Las sienes le palpitaron y el cuerpo le ardió. De nuevo otro golpe lo derribó. Trató de incorporarse, pero no lo consiguió. Sintió la lluvia limpiándole la sangre del rostro.

Creyó escuchar a su hermano tratándole como a un despojo, pero no pudo asegurarlo porque la negrura le invadió y perdió la conciencia.


* * *

Feng se encontraba frente al cadáver de Shang cuando apareció Cí arrastrando los pies como un espectro.

– ¡Por los dioses! ¡Cí! ¿Quién te ha hecho…? -El juez lo acogió entre sus brazos antes de que se desmayara.

Feng lo tendió sobre una estera. Advirtió que apenas podía abrir uno de los ojos, pero la herida de la mejilla no parecía seria. Rozó el borde abierto con sus dedos.

– Te han marcado como a una mula -se lamentó mientras le descubría el torso. Se alarmó al descubrir el hematoma del costado, pero, por suerte, la costilla no estaba fracturada-. ¿Ha sido Lu? -Cí negó semiinconsciente-. No mientas. ¡Ese maldito animal! Tu padre hizo bien en dejarlo en el campo.

Feng terminó de desnudar a Cí e inspeccionó el resto de las heridas. Respiró aliviado al comprobar que su pulso se percibía rítmico y poderoso, pero aun así mandó a su ayudante en busca del curandero local. Al poco apareció un viejo desdentado cargado de hierbas y un par de tarros con brebajes. El hombrecillo examinó con exasperante lentitud a Cí, le aplicó unas friegas y le administró un tónico. Cuando terminó, lo vistió con ropa seca y recomendó a Feng que reposara.

Al cabo de un rato, un extraño zumbido alarmó a Cí. El joven se incorporó con dificultad y miró a su alrededor para advertir que se encontraba en la misma estancia en penumbra en la que se custodiaba el cadáver de Shang. Afuera llovía, pero el calor había comenzado a corromper la carne muerta, extendiendo el hedor como el de un pozo de excreciones. De nuevo escuchó el extraño murmullo procedente del cuerpo de Shang y se preguntó a qué obedecería. Enfocó la vista hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. El murmullo crecía y se agitaba siguiendo el ritmo de una sombra fantasmagórica que se mecía contrayéndose y expandiéndose sobre el cadáver. Al acercarse al muerto, advirtió que el zumbido procedía de un enjambre de moscas que revoloteaba sobre la sangre reseca que orlaba su garganta.

– ¿Cómo va ese ojo? -preguntó Feng.

Cí dio un respingo. No se había percatado de la presencia de Feng, que permanecía sentado en el suelo, a unos palmos de distancia.

– No lo sé. No siento nada.

– Parece que saldrás de ésta. No tienes ningún hueso roto y… -Un trueno cercano resonó con violencia-. ¡Por la Gran Muralla! ¡Los dioses del cielo se están enfadando!

– Conmigo llevan tiempo así -se lamentó Cí.

Feng le ayudó a caminar mientras otro trueno retumbaba en la lejanía.

– Pronto vendrán los familiares de Shang con los ancianos del pueblo. Los he convocado para comunicarles mis hallazgos.

– Juez Feng, no puedo seguir en esta aldea. Por favor, llevadme con vos a Lin’an.

– Cí, no me pidas imposibles. Debes obediencia a tu padre y…

– Pero mi hermano me matará…

– Disculpa, llegan ya los ancianos.

Los familiares de Shang entraron llevando a hombros un ataúd de madera sobre cuya tapa habían garabateado unos dibujos. Encabezaba la comitiva el padre, un anciano angustiado por haber perdido al vástago que debería haberle honrado a él después de muerto, seguido de otros parientes y algunos vecinos. Dejaron el ataúd junto al cadáver y entonaron un cántico fúnebre. Cuando concluyeron, se situaron a los pies del difunto, indiferentes ante la fetidez que desprendía.

Feng les saludó y todos le hicieron una reverencia. Antes de tomar asiento, el juez espantó las moscas que acosaban la garganta de Shang, pero los insectos volvieron al festín en cuanto el hombre cesó el manoteo. Para impedirlo, ordenó que le cubrieran la herida con un paño. Luego tomó asiento en el sillón que acababa de preparar su ayudante mongol tras una mesa lacada en negro.

– Honorables ciudadanos, como ya sabéis, esta tarde se personará el magistrado enviado desde la prefectura de Jianningfu. Sin embargo, y de acuerdo con la petición de la familia, se me ha rogado que investigue cuanto estuviera en mi mano. Así pues, me ahorraré los detalles protocolarios y pasaré a enunciar los hechos.

Cí lo miró desde el rincón en el que se había aposentado. Admiraba su sabiduría y la sagacidad con la que se desempeñaba. Feng ordenó sus notas y comenzó.

– De todos es conocido que Shang carecía de enemigos y, pese a ello, fue brutalmente asesinado. ¿Cuál pudo ser el motivo? Para mí, sin duda, el robo. Su viuda, mujer tenida por honrada y respetuosa, afirma que en el momento de su desaparición, el difunto portaba tres mil qián ensartados en una cuerda atada a su cintura. Sin embargo, el joven Cí, quien ya esta mañana nos demostró su perspicacia al identificar los cortes de su cuello, asegura que, cuando descubrió a Shang, éste no llevaba dinero alguno. -Se levantó y entrecruzó las manos mientras paseaba ante los campesinos, que evitaron su mirada-. Por otra parte, el propio Cí halló un trapo en la cavidad bucal del cadáver, de cuya autenticidad doy fe, y que obra en mi poder, contabilizado y numerado como prueba. -Sacó el trapo de una cajita y lo desplegó ante los asistentes.

– ¡Justicia para mi marido! -gritó la viuda entre sollozos.

Feng asintió con la cabeza. Calló un momento y continuó.

– A simple vista puede parecer que es un simple trozo de lino manchado con sangre… Pero si observamos estas manchas con detenimiento -recorrió las tres principales con sus uñas-, observaremos que todas responden a un curioso patrón curvado.

Los presentes cuchichearon, interrogándose sobre las consecuencias que podría propiciar tal descubrimiento. Cí se preguntó lo mismo, pero antes de encontrar una respuesta, Feng prosiguió.

– Para argumentar mis conclusiones, me he permitido hacer unas comprobaciones que desearía repetir ante los presentes. ¡Ren! -llamó a su ayudante.

El joven mongol se adelantó, llevando en sus manos un cuchillo de cocina, una hoz, un bote de agua entintada y dos paños. Se inclinó y depositó los objetos ante Feng, que los cogió. A continuación, el juez impregnó el cuchillo de cocina en el agua entintada para, seguidamente, secarlo con uno de los paños. Repitió la operación con la hoz y mostró el resultado a los asistentes.

Cí observó con atención, advirtiendo que el paño con el que había limpiado el cuchillo revelaba unas manchas ahusadas y rectilíneas, mientras que las que se habían formado al limpiar la hoz coincidían con las curvadas halladas en el trapo que había encontrado en la boca de Shang. Así pues, el arma debía de ser una hoz. Cí se admiró de la sagacidad de su maestro.

– Por tal motivo -continuó Feng-, ordené a mi ayudante que requisara cuantas hoces existieran en la aldea, trabajo que, con la ayuda de los hombres de Bao-Pao, ha cumplido durante la mañana con extrema diligencia. ¡Ren!

De nuevo el ayudante se adelantó, arrastrando una caja repleta de hoces. Feng se levantó para acercarse al cadáver.

– La cabeza fue separada del tronco con una sierra de carnicero, sierra que los hombres de Bao-Pao encontraron en la misma parcela donde fue asesinado Shang. -Sacó una sierra de la caja y la depositó en el suelo-. Pero el tajo mortal fue asestado con algo diferente. La herramienta que segó su vida sin duda era una hoz como ésta.

Un murmullo rompió el silencio sepulcral. Cuando callaron, Feng continuó.

– La sierra no presenta señales distintivas. Está confeccionada con hierro común y su mango de madera no ha sido reconocido. Pero, por fortuna, cada hoz lleva siempre inscrito el nombre de su propietario, de modo que en cuanto localicemos el arma, capturaremos también al culpable. -Feng hizo un gesto a Ren.

El ayudante se dirigió al exterior y abrió la puerta del cobertizo, dejando a la vista un grupo de campesinos custodiados por los hombres de Bao-Pao. Ren los hizo entrar. Cí no logró distinguirlos porque se agolparon al fondo, donde reinaba la oscuridad.

Feng preguntó a Cí si se encontraba con ánimos para ayudarle. El joven respondió afirmativamente. Se levantó con esfuerzo y asintió a las instrucciones que Feng le susurró al oído. Luego cogió un cuaderno y un pincel y siguió al juez, quien se agachó frente a las hoces para examinarlas. Lo hizo con calma, depositando cuidadosamente las hojas de las hoces sobre las marcas impresas en el trapo y mirándolas al trasluz. A cada poco dictaba algo a Cí, quien, siguiendo las órdenes de Feng, hacía como que escribía.

Hasta entonces, a Cí le había extrañado la finalidad del proceder de Feng, porque la mayoría de las hojas se forjaban a partir de un mismo molde, y a menos que casualmente la hoz en cuestión poseyese alguna dentellada singular, difícilmente podría obtenerse una información concluyente. Sin embargo, ahora lo entendía. De hecho, no era la primera vez que veía emplear a Feng una argucia como aquélla. Como el código penal prohibía taxativamente la condena de un enjuiciado sin haber obtenido su confesión previa, Feng había trazado un plan para amedrentar al culpable.

«No tiene pruebas. No tiene nada».

Feng terminó con las hoces y simuló leer las anotaciones inexistentes de Cí. Luego se volvió despacio hacia los campesinos mientras se atusaba el bigote.

– ¡Sólo os lo diré una vez! -gritó sobreponiéndose al estallido de la tormenta-. Las marcas de sangre encontradas en este trapo identifican al culpable. Las manchas coinciden con una única hoz, que, como ya sabéis, están grabadas con vuestros nombres. -Escrutó los rostros asustados de los labradores-. Sé que todos conocéis la condena por un crimen tan abominable, pero lo que ignoráis es que, si el culpable no confiesa ahora, su ejecución tendrá lugar mediante el lingchi de forma inmediata -bramó.

Un nuevo murmullo se extendió por el cobertizo. Cí se horrorizó. El lingchi o muerte de los mil cortes era el castigo más sanguinario que una mente humana pudiera imaginar. Se desnudaba al reo y después, lentamente y atado a un poste, se descuartizaban sus miembros como si se hicieran filetes. Los trozos de carne se depositaban ante el condenado, que era mantenido con vida el mayor tiempo posible, hasta que se le extraía un órgano vital. Miró a los labriegos y en sus caras vio el reflejo del pavor.

– Pero en atención a que no soy el juez encargado de esta subprefectura -gritó Feng a un palmo de los aterrados aldeanos-, voy a brindar al culpable una oportunidad irrechazable. -Se detuvo frente a un joven campesino que gimoteaba. Lo miró con desprecio y continuó-: En virtud de mi magnanimidad, voy a ofrecerle la misericordia que él no tuvo con Shang. Le concedo la ocasión de recuperar un ápice de honor permitiéndole que confiese su crimen antes de que le acuse. Sólo así podrá evitar la ignominia y la más terrible de las muertes.

Se retiró lentamente. La lluvia golpeaba la techumbre. No se escuchaba nada más.

Cí observó a Feng desplazarse como un tigre a la caza: sus andares pausados, la espalda encorvada, su mirada tensa. Casi podía respirar su nerviosismo. Los hombres sudaban entre el silencio y el hedor, con sus ropas empapadas adheridas a la piel. Afuera tronaba.

El tiempo pareció detenerse ante la ira de Feng, pero nadie se inculpó.

– ¡Sal, necio! ¡Es tu última oportunidad! -gritó el juez.

Nadie se movió.

Feng apretó los puños hasta clavarse las uñas. Murmuró algo y se dirigió entre maldiciones hacia Cí. El joven se asombró. Era la primera vez que lo veía así. El juez le arrebató el papel con las notas y fingió repasarlo. Luego miró a los campesinos. Sus brazos temblaban.

Cí comprendió que en cualquier momento Feng quedaría al descubierto. Por eso se admiró al contemplar la resolución con la que, inesperadamente, el juez se dirigió hacia el enjambre de moscas que revoloteaba sobre la sierra de carnicero.

– Malditas chupasangres. -Las espantó haciendo que se dispersaran.

De repente, su mente pareció relampaguear.

– Chupasangres… -repitió.

Feng manoteó sobre la sierra, provocando que la nube de insectos se desplazara hacia el lugar donde se amontonaban las hoces. Casi todas las moscas escaparon, pero varias descendieron hasta posarse sobre una hoz en concreto. Entonces el rostro de Feng cambió y emitió un rugido de satisfacción.

El juez se dirigió hacia la hoz sobre la que pululaban las moscas, la miró atentamente y después se agachó. Era una hoz común, aparentemente limpia. Y, sin embargo, de entre todas las hoces, aquélla era la única que las moscas se afanaban por chupar. Feng cogió una lámpara y la acercó a la hoja hasta distinguir unas motas rojas, casi imperceptibles. Luego dirigió la luz hacia la marca inscrita en el mango que identificaba a su propietario. Al leer la inscripción, su sonrisa se heló. La herramienta que descansaba entre sus manos pertenecía a Lu, el hermano de Cí.

Capítulo 4

Cí se palpó con cuidado la herida de la mejilla. Quizá no fuera mayor que otras que se había hecho en el arrozal, pero ésta había llegado para quedarse. Se apartó del espejo de bronce y bajó la cabeza.

– Olvida esa menudencia, muchacho. Cicatrizará y la lucirás con orgullo -le animó Feng.

«Ya. ¿Y con qué orgullo miraré ahora a Lu?».

– ¿Qué le sucederá?

– ¿Te refieres a tu hermano? Deberías alegrarte por librarte de esa bestia. -Y engulló uno de los pasteles de arroz que les acababan de servir en sus aposentos-. Ten. Prueba uno.

Cí lo rechazó.

– ¿Le ejecutarán?

– ¡Por el dios de la montaña, Cí! ¿Y qué si lo hacen? ¿Has visto lo que le hizo al difunto?

– Aún sigue siendo mi hermano…

– Y también un asesino. -Feng dejó el bocado con enojo-. Mira, Cí, realmente no sé qué sucederá; no soy yo quien ha de juzgarle. Imagino que el magistrado que se hará cargo del caso será un hombre juicioso. Hablaré con él y le imploraré clemencia si ése es tu deseo.

Cí asintió sin demasiada confianza. No sabía cómo persuadir a Feng para que mostrase más interés por Lu.

– Estuvo magnífico, señor -le aduló-. Las moscas en la hoz… la sangre reseca… ¡Jamás se me habría ocurrido!

– Tampoco a mí. Fue algo espontáneo. Al espantarlas, las moscas volaron hacia una hoz determinada. Entonces me di cuenta de que su vuelo no fue fortuito, que se posaron en aquella hoz porque aún conservaba sangre reseca en su hoja, y que, por tanto, pertenecía al asesino. Pero he de reconocer que el mérito no fue sólo mío… Tu colaboración ha resultado fundamental. No olvides que fuiste tú el que descubrió el pañuelo.

– Ya… -se lamentó-. ¿Podré ver a mi hermano?

Feng sacudió la cabeza.

– Supongo que sí. Si es que logramos capturarlo…


Cí abandonó los aposentos de Feng y vagó entre las callejuelas sin prestar atención a las ventanas que se cerraban a su paso. Conforme avanzaba, advirtió que varios vecinos le negaban el saludo. No le importó. De camino hacia el río, insultos sin dueño le hirieron por la espalda. Los caminos deslavazados por la lluvia eran el vivo reflejo de su alma, un espíritu vacío y desolado cuya penitencia parecía incrementarse con el olor a podredumbre que se revolvía en su nariz. Todo en aquel lugar -los restos de tejas caídas por el viento, las terrazas de arrozales serpenteando en las montañas, las barcazas de los transportistas meciéndose vacías en un inútil chapoteo- le hizo pensar que su vida estaba marcada por la desgracia. Hasta la cicatriz de su cara parecía responder a la señal de un apestado.

Odiaba aquel pueblo; odiaba a su padre por haberle engañado; odiaba a su hermano por su brutalidad y su simpleza; odiaba a los vecinos que le espiaban tras las paredes de sus casas; a la lluvia que día tras día le empapaba por dentro y por fuera. Odiaba la extraña enfermedad que había sembrado su torso de quemaduras, y hasta odiaba a sus hermanas por haberse muerto y haberle dejado solo junto a la pequeña Tercera. Pero, sobre todo, se odiaba a sí mismo. Porque si existía algo más indigno que la crueldad o el asesinato, si existía algún comportamiento vergonzoso y despreciable conforme a los códigos confucianos, era traicionar a su propia familia. Y eso era lo que él había conseguido al contribuir, sin pretenderlo, a la detención de su hermano.

El aguacero arreció. Paseaba arrimado a las fachadas buscando aleros bajo los que guarecerse cuando al doblar una esquina se dio de bruces contra un séquito encabezado por un culi que zarandeaba su tamboril con la excitación de un demente. A éste le seguía otro enarbolando un cartel en el que podía leerse: «SER DE LA SABIDURÍA -MAGISTRADO DE JIANNINGFU». Tras ambos, ocho porteadores trasladaban un palanquín cerrado protegido por una fina celosía. Cerraban la comitiva cuatro esclavos cargados con lo que debían de ser las pertenencias personales del magistrado. Cí se inclinó en señal de respeto, pero antes de enderezarse los porteadores le esquivaron como quien sortea una peña en el camino y continuaron su alocada carrera.

El joven los miró con temor mientras desaparecían calle abajo. No era la primera vez que veía al Ser, pues en ocasiones éste visitaba la aldea para dirimir asuntos de herencias, impuestos o conflictos de difícil resolución. Sin embargo, nunca antes había acudido por un delito de asesinato, y menos aún con tanta prontitud. Olvidó sus cuitas y siguió a la comitiva hasta la casa de Bao-Pao. Una vez allí, se apostó tras una ventana para seguir los acontecimientos.

El caudillo recibió al magistrado como si se tratara del mismísimo emperador. Cí lo vio doblar el espinazo mientras le regalaba una sonrisa escasa de dientes y sobrada de hipocresía. Tras los honores, el caudillo exigió a la servidumbre que trasladara su equipaje y dispusiera su propio cuarto para el Ser de la Sabiduría, espantando luego a los siervos a palmadas como si fueran gallinas. Después, entre reverencia y reverencia, informó al magistrado de los últimos acontecimientos y de la presencia de Feng en la aldea.

– ¿Y decís que aún no habéis capturado a ese tal Lu? -le oyó preguntar Cí al magistrado.

– La maldita tormenta está dificultando el rastreo a los perros, pero pronto lo cazaremos. ¿Deseáis comer algo?

– ¡Desde luego! -Y se sentó en el pequeño taburete que presidía la mesa. Bao-Pao hizo lo propio sobre otro-. Decidme, ¿no es el acusado el hijo del funcionario? -se interesó el magistrado.

– ¿Lu? Así es, en efecto. Vuestra memoria continúa siendo proverbial. -«Al igual que vuestra panza», pensó con sorna el caudillo.

El Ser de la Sabiduría se rio como si realmente lo creyera. BaoPao le estaba sirviendo más té justo cuando Feng entró en la sala.

– Acaban de avisarme. -Se disculpó el juez con una reverencia.

Al comprobar que su edad y rango eran inferiores a los de Feng, el Ser de la Sabiduría se levantó para ofrecerle su sitio, pero el juez lo rechazó y tomó asiento junto a Bao-Pao. Seguidamente, Feng comenzó a trasladarles sus últimas averiguaciones mientras el magistrado prestaba más atención a los platillos de carpa hervida que a lo que el juez le estaba contando.

– De modo que… -intentó concluir Feng.

– Delicioso. Este dulce es realmente delicioso -le interrumpió el Ser. Feng elevó las cejas.

– Decía que nos enfrentamos a un asunto espinoso -siguió Feng-. El presunto asesino es hijo de un antiguo empleado mío y, desafortunadamente, fue su propio hermano el que descubrió el cuerpo.

– Eso me ha contado Bao-Pao -concedió el Ser con una risilla tonta-. Qué muchacho más estúpido. -Y volvió a engullir otro bocado.

Desde el exterior, Cí deseó golpearlo.

– En fin, he preparado un informe detallado, que supongo que querréis examinar antes de vuestra inspección -declaró Feng.

– ¿Eh? ¡Ah! Sí, bien. Claro que, si es tan detallado, ¿para qué un segundo examen teniendo aquí estos platos? -Rio de nuevo.

Feng hizo una seña a su acólito para que se retirara con los informes. Le preguntó al Ser si deseaba interrogar a Cí, pero el magistrado rechazó la oferta y siguió engullendo sin descanso. Finalmente, dejó de masticar y miró a Feng.

– Dejemos la burocracia y capturemos a ese bastardo.


No hubieron de esperar a la cena, porque una reata de sabuesos conducidos por los hombres de Bao-Pao localizaron a Lu en el Monte del Gran Verdor, camino de Wuyishan. El hermano de Cí portaba tres mil qián atados a la cintura y se defendió como un animal acosado. Para cuando lograron reducirle, Lu ya había recibido la paliza de su vida.


* * *

El juicio se convocó para después del anochecer. La noticia sorprendió a Cí en su casa mientras intentaba explicarle a su padre todo lo que había sucedido.

– ¡Lu jamás haría eso! -aulló su padre frenético-. Y tú, ¿cómo has ayudado a acusarle?

– Pero, padre, yo no sabía que Lu… -Cí bajó la cabeza-. Feng nos ayudará. Me ha prometido que…

El hombre interrumpió a Cí con una mirada furibunda. Luego cogió a Tercera en brazos y en compañía de su esposa abandonó la vivienda.

Cí les siguió a cierta distancia, extrañado por la premura de la convocatoria. Ante cualquier proceso por asesinato debían practicarse dos investigaciones consecutivas instruidas por distintos magistrados, pero, según parecía, el Ser de la Sabiduría tenía prisa por regresar a su prefectura. Cuando alcanzaron la sala habilitada para la audiencia, observó que la presidía el estandarte judicial de la prefectura. Dos faroles de seda flanqueaban un pupitre y sillón vacíos.

No tuvieron que aguardar la llegada de Lu. Escoltado por los hombres de Bao-Pao, apareció con la cabeza enganchada al jia, el pesado cepo de madera que le asemejaba a un buey apaleado. Los grilletes que ensangrentaban sus pies y las manillas de pino prendiendo sus muñecas mostraban claramente que se trataba de un criminal peligroso. Al poco entró el Ser, ataviado con la toga de seda negra y el gorro bialar que lo identificaba como magistrado. El oficial del Orden lo presentó y leyó los cargos que pesaban contra Lu. Todos callaron, menos el Ser.

– Si el acusador está de acuerdo… -inquirió.

El primogénito del difunto se arrodilló en señal de sumisión y golpeó el suelo con su frente. A continuación, el alguacil le pidió que ratificara el papel en el que figuraban las acusaciones. El hombre leyó el texto tartamudeando, humedeció un dedo en la piedra de tinta e imprimió su huella roja en la parte superior. El alguacil la secó y confirmó su autenticidad con el pincel. Luego se la entregó al Ser.

– Por la gracia de nuestro Supremo Emperador Ningzong, heredero del Celeste Imperio, en su honorable y loado nombre, yo, su humilde servidor, Ser de la Sabiduría de la prefectura de Jianningfu y magistrado de este tribunal, una vez leídos cuantos cargos acusan al abyecto criminal Song Lu como asesino del ciudadano Li Shang, a quien robó, mató, profanó y decapitó, declaro que conforme a las leyes de nuestro milenario código penal, el Songxingtong, resultan probados cuantos hechos se reflejan en el precedente informe practicado por el sapientísimo juez Feng. Y siendo tal la certeza de éstos, cedo la palabra al acusado para que declare su culpabilidad, so pena de padecer cuantos tormentos fueren necesarios hasta su completa y final confesión.

Cí no pudo evitar que le doliera el corazón.

El alguacil empujó a Lu hasta hacerle hincar las rodillas. Lu miró al Ser con los ojos hundidos, carentes de inteligencia. Al comenzar a hablar, Cí observó que le faltaban varios dientes.

– Yo… no maté a ese hombre… -acertó a decir Lu.

Cí lo contempló compungido. Su hermano parecía un perro vencido. Aunque fuera culpable, no merecía aquel trato.

– Considera lo que dices -advirtió el Ser a Lu-. Mis hombres son hábiles con ciertos instrumentos…

Lu no pareció entender la amenaza. Cí pensó que estaba bebido. Uno de los guardias obligó a Lu a besar el suelo.

Parapetado tras sus pinceles y las piedras de tinta, el Ser releyó las notas elaboradas por Feng. Lo hizo con calma, como si fuese la única tarea encomendada para aquel día. Luego alzó la vista y escrutó a Lu.

– El acusado tiene ciertos derechos. Aún no se ha dirimido totalmente su culpabilidad, de modo que concedámosle la oportunidad de la palabra. Dime, Lu, ¿dónde te encontrabas hace dos lunas, entre la salida del sol y el mediodía?

Lu no contestó, de modo que el Ser repitió la pregunta, elevando el tono y su irritación.

– Trabajando -respondió al final Lu, sin convicción.

– ¿Trabajando? ¿Dónde?

– No sé. En el campo -balbuceó.

– ¡Ya! Sin embargo, dos de tus peones manifiestan lo contrario. Por lo visto, esa mañana no apareciste por el arrozal.

Lu lo miró con cara de estúpido. Los ojos le bailaban como los de un borracho.

– Aunque tú no lo recuerdes, Lao, el ventero con quien bebiste hasta altas horas de la madrugada la noche anterior, no lo ha olvidado. Según dice, jugasteis a los dados, te emborrachaste y perdiste mucho dinero -continuó el magistrado.

– Eso es imposible. Nunca he dispuesto de mucho dinero -replicó en un atisbo de impertinencia.

– Y también afirma que lo perdiste todo.

– Es lo que ocurre cuando se apuesta con los dados…

– Sin embargo, en tu cintura colgaba una sarta con tres mil monedas en el instante en que te detuvieron. -Lo miró con detenimiento-. Permíteme que te refresque la memoria con algo que no sea licor. Esta tarde, cuando huías tras el asesinato…

– Yo no huía… -le interrumpió en un alarde de atrevimiento-. Iba al mercado de Wuyishan. Eso es… Quería comprar otro búfalo porque el imbécil de mi hermano… -se mordió la lengua y señaló a Cí-: Porque ése de ahí le quebró la pata al único que tenía.

– ¿Con tres mil qián? ¡Basta ya de mentiras! Todo el mundo sabe que un búfalo cuesta cuarenta mil -rugió Feng.

– Iba a pagar sólo una señal -se defendió.

– ¡Con el dinero que robaste, claro! Acabas de declarar que perdiste cuanto tenías, y tu propio padre ha confirmado que estabas endeudado.

– Esos tres mil qián se los gané a un tipo después de salir de la taberna.

– ¡Ah! ¿Y de quién se trata? Supongo que esa persona podrá atestiguarlo.

– No… No sé… No lo había visto nunca. Era un borracho que se ofreció a jugar y perdió. Él mismo me dijo que en Wuyishan vendían bueyes baratos. ¿Qué queríais que hiciera? ¿Que le devolviera lo ganado?

El juez se adelantó a la mesa que hacía las veces de estrado y solicitó del Ser su autorización. Luego se dirigió hacia Lu y le desató la sarta con monedas que aún anudaba en su cintura para, a continuación, mostrársela al hijo del difunto. El joven miró con rabia la cincha sin prestar atención a las monedas agujereadas que bailaban sobre sus alojamientos.

– Es la de mi padre -aseguró.

Pese a lo triste de la situación, Cí admiró la astucia de Feng. Como los ladrones solían apoderarse de las sartas completas, entre los campesinos había cundido la costumbre de personalizar los cordeles que ensartaban las monedas con marcas que, en caso de robo, hicieran posible su identificación. El Ser asintió ante Feng y repasó de nuevo sus documentos.

– Dime, Lu, ¿reconoces esta hoz? -Hizo una seña para que el alguacil se la acercara.

El detenido la miró con desinterés. Los ojos se le cerraron, pero el alguacil le propinó un empellón que le hizo despertar. Los abrió y la miró de nuevo.

– ¿Es la tuya? -insistió el Ser.

Lu reconoció el grabado de su nombre y afirmó con la cabeza.

– Según consta en el informe -continuó el magistrado-, el juez Feng vinculó de forma inequívoca esta hoz con el asesinato, y aunque por sí solo este hecho y el dinero incautado serían suficientes para condenarte, la ley me obliga a conminarte a que confieses.

– Os vuelvo a decir… -Lu se le quedó mirando estúpidamente, incapaz de continuar.

– ¡Maldición, Lu! En atención a tu padre, aún no te he torturado, pero si persistes en tu actitud me veré obligado a… Estoy perdiendo la paciencia, Lu.

– ¡Me dan igual la hoz, los qián, los testigos…! -Se rio como un majadero.

Un golpe de bambú se estampó contra sus costillas. A un gesto del Ser, dos alguaciles lo arrastraron hacia una esquina.

– ¿Qué le van a hacer? -preguntó Cí a Feng.

– Tendrá suerte si resiste la máscara del dolor -le respondió.

Capítulo 5

Cí conocía bien aquel tormento, del mismo modo que sabía que si el acusado no confesaba, cualquier prueba en su contra carecería de valor. Por esa razón tembló.

El oficial del Orden apareció portando en sus manos una siniestra máscara de madera con refuerzos de metal, de cuya base partían dos cinchas de cuero. A una señal suya, dos ayudantes sujetaron a Lu, que se revolvió como un animal cuando intentaron acoplarle el artilugio. Cí observó cómo su hermano aullaba enloquecido, lanzando dentelladas al aire mientras se debatía en el suelo. Varias mujeres se escondieron temerosas, pero cuando los alguaciles lograron asegurarle la máscara, aplaudieron y volvieron a sus puestos. Al punto, el oficial del Orden se acercó a Lu, quien, tras varios varetazos más, parecía haberse calmado.

– ¡Confiesa! -le conminó el Ser.

Pese a las cadenas que le retenían, Lu aún aparentaba ser más fuerte que cualquiera de los presentes. Llevaba un rato sereno cuando, de repente, se revolvió y golpeó con el cepo al guardián más próximo, para a continuación abalanzarse sobre Cí. Por fortuna, los alguaciles lo detuvieron y lo apalearon hasta domarlo. Una vez rendido, aprovecharon para encadenarlo a la pared del granero. El oficial insistió, acercándole una vara a la boca.

– Declara, y aún podrás masticar arroz.

– ¡Quitadme esta mierda, hatajo de cebúes!

A un gesto del Ser, el alguacil giró una manilla y la máscara se contrajo sobre sí misma, ajustándose a la cabeza de Lu, que chilló como si le rompieran los huesos. La siguiente vuelta hizo que el artefacto se clavara contra sus sienes, arrancándole un aullido de dolor. Cí sabía que, en un par de vueltas, su cráneo estallaría como una nuez en el mortero.

«Confiesa de una vez, hermano».

Lu persistió en su silencio y el aullido se agudizó. Cí se tapó los oídos al mismo tiempo que un hilo de sangre brotaba en la frente de Lu.

«Confiesa, por favor».

A la siguiente vuelta, la máscara crujió y un alarido inhumano reverberó en toda la sala. Cí cerró los ojos. Cuando los abrió, comprobó que Lu se había mordido la lengua y sangraba con profusión. Iba a implorar clemencia cuando Lu se desmayó.

Al instante, el Ser ordenó a los alguaciles que detuvieran el tormento. Lu yacía doblado sobre sí mismo como un trapo arrugado, pero aún respiraba. Con un hálito imperceptible, el reo hizo una seña al magistrado, quien indicó a sus hombres que le aflojaran la máscara.

– Con… fieso… -susurró.

Al escuchar sus palabras, el hijo del difunto se abalanzó sobre Lu y lo pateó como a un perro. Lu apenas se inmutó. Cuando los alguaciles lograron alejar al enajenado, Lu se arrodilló e imprimió su huella sobre el documento de confesión. Seguidamente, el Ser pronunció el veredicto.

– En nombre del todopoderoso hijo del Cielo, declaro a Song Lu autor confeso del asesinato del venerable Shang. Al resultar las heridas que le infirió irremediablemente mortales y existiendo como añadido el ánimo de robar, no es aplicable la muerte por degüello ni tampoco por estrangulación, por lo que conforme a lo regulado en las honorables leyes del Songxingtong, el criminal Song Lu será ejecutado por decapitación.

El Ser timbró de rojo la sentencia y ordenó a los alguaciles que custodiaran al reo, dando por concluido el proceso. Cí intentó hablar con su hermano, pero los guardias se lo impidieron, así que se dirigió a Feng para valorar la posibilidad de un recurso. Cuando se disponía a abandonar el recinto, vio a su padre postrarse de hinojos ante los familiares de Shang e implorarles perdón, pero los huérfanos lo apartaron como si fuera un despojo. Cí corrió a ayudarle, pero su padre lo rechazó con un aspaviento. El hombre se incorporó como pudo y se sacudió el polvo de sus ropas. Después salió del cobertizo sin volver la vista atrás mientras Cí se dejaba caer abatido, acompañado tan sólo por la amargura de sus sentimientos.

Transcurrió un rato antes de que Cereza se le acercara con sigilo. La muchacha ocultaba su rostro bajo una capucha porque se había escabullido un instante de su familia.

– No te aflijas -le susurró ella-. Tarde o temprano mi familia recapacitará y aceptará que vosotros no sois como Lu.

Cí intentó quitarle la capucha, pero ella se apartó.

– Lu nos ha deshonrado -acertó a decir él.

– En todos los campos aparecen plagas. Ahora, he de irme. Ruega a los dioses por nosotros. -Acarició su cabeza y se marchó corriendo.

Sin embargo, a pesar de que se iba a librar de su hermano, Cí no pudo evitar que le carcomieran los remordimientos.

De un modo que no alcanzaba a comprender, Cí se sentía en deuda con su hermano. Quizá fuera porque Lu le había protegido en su infancia, o quizá porque, pese a la hosquedad de su carácter, también había trabajado duro por ellos. Ante aquella tragedia, no le importaban las veces que Lu le hubiera maltratado, ni lo ignorante, necio o rudo que pudiera ser con él. Ni siquiera le importaba el hecho de que hubiera robado o que fuese un criminal. Porque, sobre todo, Lu era su hermano, y las enseñanzas confucianas le obligaban a respetarle y obedecerle por encima de cualquier otra circunstancia. Tal vez Lu no supiera ser mejor, pero no creía que su hermano fuese un asesino. Violento, sí, pero un asesino, no.

«¿O quizá sí?».


* * *

El día amaneció con la misma lluvia y los mismos relámpagos. Todo igual, salvo la ausencia de Lu.

Cí se desperezó. No había dormido en toda la noche, así que salió temprano al encuentro de Feng para interesarse por el futuro de su hermano. Encontró a Feng en los establos, preparando su equipaje junto a su ayudante mongol. Al percatarse, dejó sus pertenencias y se acercó a Cí. Le dijo que partían por tierra hacia Nanchang, donde embarcarían en una de las chalupas arroceras que navegaban hacia el Yangtsé. Viajaba hacia la frontera septentrional en una misión que le ocuparía varios meses y que no admitía dilación.

– Pero no podéis dejarnos así, con mi hermano a punto de morir.

– Eso aún no debería preocuparte.

Feng le aclaró que, en los casos de pena capital, el Alto Tribunal Imperial debía confirmar el veredicto en Lin’an, lo que implicaba el traslado de Lu a alguna prisión estatal hasta la emisión del dictamen definitivo.

– Y conforme al calendario establecido, eso no sucederá antes del otoño -concluyó.

– ¿Eso es todo? ¿Y un recurso? Podríamos interponer un recurso. Sois el mejor juez, y… -imploró.

– Sinceramente, Cí, aquí queda poco por hacer. El Ser de la Sabiduría detenta plena competencia sobre este asunto, y su honor se vería gravemente ofendido si yo me entrometiera. -Le alcanzó un fardo a su ayudante y se detuvo, pensativo-. Lo único que puedo intentar es recomendar que trasladen a tu hermano a Sichuan, al oeste del país. Allí conozco al intendente que gobierna las minas de sal y sé por él que a los reos que trabajan con ahínco los mantienen con vida más tiempo. Además, como te he dicho, un asunto inexcusable me reclama en el norte y…

– Pero ¿y las pruebas? -Cí le dejó con la palabra en la boca-. Nadie en su sano juicio asesinaría por tres mil qián…

– Tú mismo acabas de decirlo: «Nadie en su sano juicio…». Sin embargo, no parece que Lu lo estuviera, ¿no crees? Esa historia de que ganó el dinero al salir de la taberna… -denegó con un gesto-. No intentes buscar racionalidad en el comportamiento de un borracho iracundo, porque nunca la encontrarás.

Cí bajó la cabeza.

– ¿Hablaréis entonces con el Ser?

– Ya te he dicho que lo intentaré.

– Yo… No sé cómo agradeceros… -Se arrodilló para cumplimentarle.

– Has sido casi como un hijo para mí, Cí. -Feng le obligó a que se levantara-. Ese hijo que el dios de la fertilidad se ha empeñado en negarme una y otra vez. Ya ves -murmuró con amargura-: Los mezquinos anhelan posesiones, dinero o fortunas, y, sin embargo, la mayor riqueza es la que proporciona una descendencia que te garantice cuidados en la vejez y honras en el más allá. -Un nuevo rayo atronó en el exterior-. ¡Maldita tormenta! Ése ha caído cerca -masculló-. Ahora debo dejarte. Saluda a tu padre de mi parte. -Le cogió por los hombros-. Dentro de unos meses, cuando regrese a Lin’an, me ocuparé del recurso.

– Por favor, venerable Feng, no olvidéis interceder ante el Ser de la Sabiduría por Lu.

– Ve tranquilo, Cí.

El joven se arrodilló de nuevo y tocó el suelo con la frente para ocultar su amargura. Cuando alzó la vista, el juez ya había desaparecido.


* * *

Aunque Cí intentó hablar con su padre, no lo consiguió. El hombre se había encerrado en su habitación con la puerta atrancada por dentro. Su madre le imploró que no lo importunara. Lu ya era un adulto emancipado y cualquier cosa que intentaran hacer en su favor sólo les procuraría una deshonra aún mayor. Cí intentó convencerla en vano. Luego se desgañitó sin que su padre le respondiera. Entonces, y sólo entonces, decidió que él se ocuparía de Lu.

A mediodía solicitó audiencia con el Ser para comprobar los resultados de las gestiones de Feng. El magistrado recibió a Cí y le ofreció algo de comer, cosa que sorprendió al joven.

– Feng me ha hablado bien de ti. Lástima lo de tu hermano, un mal sujeto, según se ha visto. Pero pasa, no te quedes ahí. Siéntate y dime en qué puedo ayudarte.

A Cí continuó asombrándole su cordialidad.

– El juez Feng me dijo que hablaría con vos sobre las minas de Sichuan -dijo inclinándose ante él-. Me comentó que podríais enviar allí a mi hermano.

– Ah, sí. Las minas… -El Ser engulló un trozo de pastel y se chupó los dedos-. Mira, muchacho, en la antigüedad sobraban las leyes porque bastaba con las cinco audiencias: se presentaban los antecedentes, se observaban los cambios del rostro, se escuchaban la respiración y las palabras, y en la quinta audiencia se escrutaban los gestos. No hacía falta nada más para desvelar la negrura de un espíritu. -Dio un nuevo bocado-. Pero ahora las cosas son distintas. Ahora un juez no puede, digamos… interpretar los sucesos con la misma… ligereza -dijo enfatizando sus palabras-. ¿Entiendes lo que digo?

Pese a no comprenderle, Cí asintió. El Ser continuó.

– De modo que te gustaría que Lu fuera trasladado a las minas de Sichuan… -Se limpió las manos en un paño y se levantó a buscar un tratado-. Veamos, veamos… Sí. Aquí está. En efecto, en según qué casos, la pena de asesinato puede conmutarse por la de destierro, siempre y cuando un familiar satisfaga la compensación monetaria correspondiente.

Cí prestó atención.

– Lamentablemente, el asunto que nos ocupa no admite discusión. Tu hermano Lu es culpable del peor de los crímenes. -Se detuvo un momento a reflexionar-. De hecho, deberías agradecerme que durante el juicio no calificara la decapitación de Shang como parte de algún ritual de magia familiar, pues en tal caso, no sólo Lu estaría abocado a la muerte de los mil cortes, sino que, por añadidura, tú y tu familia habríais sido desterrados a perpetuidad.

«Sí. Hemos tenido una gran suerte».

Cí apretó los puños. En efecto la ley contemplaba que los parientes del reo culpable, aun resultando inocentes del crimen, podían compartir con el asesino el mismo arte malévolo, en cuyo caso se hacía preciso su destierro. Sin embargo, no comprendía a dónde quería llegar el Ser. El magistrado, al advertir la extrañeza de Cí, decidió ser más explícito.

– Bao-Pao me ha comentado que tu familia posee propiedades. Unos terrenos por los que en su día ofreció a tu padre una buena cantidad.

– Así es -balbuceó Cí sin comprender.

– Y Feng me observó que, en estas circunstancias, sería preferible que discutiera contigo este asunto en lugar de con tu padre. -Se levantó y comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Luego volvió a la mesa y se acomodó.

– Disculpadme, magistrado, pero no alcanzo a entender…

El Ser se encogió de hombros.

– Por ahora sólo pretendo que llenemos el estómago, pero, quizá, mientras comemos, podamos acordar la cifra que libre a tu hermano del tormento.


* * *

Cí pasó el resto de la tarde meditando la propuesta del Ser. Cuatrocientos mil qián era una cantidad exorbitante, pero también una minucia si servía para salvar la vida de Lu. Cuando llegó a su casa, sorprendió a su padre encorvado sobre unos papeles El hombre tosió torpemente y los guardó en el cofre rojo. Después se volvió hacia él, indignado.

– Es la segunda vez que me interrumpes. A la tercera te arrepentirás.

– Conserváis un código penal, ¿no? -Su padre no dio crédito a lo que tomó por una impertinencia, pero antes de que pudiera articular palabra, Cí continuó-: Necesito consultarlo. Tal vez pueda ayudar a Lu.

– ¿Quién te ha dicho eso? ¿El desgraciado de Feng? ¡Por el Gran Buda, olvida a tu hermano de una maldita vez, que bastante infamia nos ha traído con su crimen!

Cí achacó lo airado de sus palabras a un desvarío momentáneo.

– Quien me lo haya dicho es lo de menos. Lo que de verdad importa es que nuestros ahorros podrían salvar a Lu.

– ¿Nuestros ahorros? ¿Desde cuándo has ahorrado tú? Olvida a tu hermano y aléjate de Feng. -Sus ojos parecían los de un demente.

– Pero, padre… El Ser me ha asegurado que si entregamos cuatrocientos mil qián

– ¡He dicho que lo olvides! ¡Maldición! ¿Sabes de cuánto disponemos? ¡En seis años de contable no he reunido ni cien mil! La mitad los gasté en mantenernos y la otra mitad en ti. A partir de hoy estamos solos, así que ahorra tu esfuerzo para gastarlo en el campo, que es donde lo vas a necesitar. -Se agachó y protegió el cofre con un paño.

– Padre, en este crimen hay algo que no entiendo. No voy a olvidar a Lu…

Un guantazo cruzó la cara de Cí, que quedó demudado por una mueca de asombro. Era la segunda vez que su padre le levantaba la mano. Inexplicablemente, el antaño honorable patriarca se había convertido en un anciano encanecido que, atenazado por la ira, temblaba frente a él, con los labios crispados y su mano, elevada y amenazadora, a un palmo de su boca. Pensó en buscar él mismo el código penal, pero rehusó enfrentarse a su progenitor. Simplemente, se dio la vuelta y salió a la calle sin prestar atención a los gritos que le exigían que se detuviera.

Caminó bajo la lluvia hasta alcanzar el hogar de Cereza. En el exterior se apreciaba un pequeño altar mortuorio que la lluvia se había encargado de transformar en un puñado de velas caídas y flores deshojadas. Enderezó las que pudo y rodeó la entrada para dirigirse hacia la estancia en la que solía descansar su prometida. Allí, el alero le protegía de la lluvia. Como de costumbre, golpeó con un guijarro en uno de los maderos y esperó a que contestara. Le pareció que transcurrían años, pero, finalmente, un sonido similar le confirmó que la joven estaba al otro lado.

Pocas veces podían hablar. Las estrictas reglas del noviazgo lo dificultaban hasta el punto de especificar los acontecimientos y fiestas en las que podían encontrarse, pero ellos se las apañaban de tanto en tanto para coincidir en el mercado y rozarse las manos por debajo de los puestos de pescado o dirigirse miradas cuando no se sentían observados.

La deseaba. A menudo fantaseaba con el tacto de su piel nívea, su cara redondeada o sus caderas rellenas. Soñaba con sus pies, siempre ocultos incluso durante los actos más íntimos, que imaginaba pequeños y gráciles como los de su hermana Tercera. Unos pies que la madre de Cereza le había vendado desde pequeña para que se parecieran a los de las mujeres de alta alcurnia.

El golpeteo de la lluvia le arrancó de su ensoñación, haciéndole volver a una noche en la que ni los perros dormirían al raso. Observó que diluviaba como si los dioses hubieran destrozado los diques celestiales, y tan sólo el esporádico fulgor de los relámpagos interrumpía la negrura y el silencio. Sin duda, era la peor noche de su vida. Y, aun así, no se movió. Prefirió empaparse como una rata a regresar a su casa y enfrentarse de nuevo a la incomprensible ira de un padre obcecado. No sabía bien qué hacer. A través de los resquicios susurró a Cereza que la amaba, y ella golpeó una vez para responderle. No podían hablar porque despertarían a su familia, pero al menos él percibía cercana su presencia, así que se acurrucó contra la pared y se dispuso a pasar la noche bajo el alero, al abrigo de la tormenta. Antes de dormir recordó su conversación con el Ser. En realidad, no había dejado de pensar en sus palabras. Quiso soñar que la propuesta del magistrado, aunque plena de egoísmo, permitiría a Lu conservar la vida.

Capítulo 6

Durmió hecho un guiñapo junto a la casa de Cereza hasta que un terrible estruendo retumbó a sus espaldas. Aturdido, Cí se frotó los ojos sin comprender lo que sucedía cuando un griterío hizo que dirigiera su mirada hacia la extensa columna de humo que se elevaba en el extremo norte de la aldea. El corazón se le paralizó. Justo allí se alzaba su casa. Impulsado por un terror desconocido, se unió a la riada de aldeanos que surgían como topos escapando de sus madrigueras y corrió como un desesperado, apartando a los curiosos, cada vez más rápido, cada vez más sobrecogido.

Conforme se acercaba, las fumaradas comenzaron a adherirse a sus pulmones como una pasta seca que tornó su saliva en un lodo espeso y acre. Apenas si veía. Tan sólo escuchaba alaridos y llantos, lamentos y figuras que deambulaban como fantasmas en pena. De repente, se topó con un muchacho ensangrentado que andaba con la mirada espantada. Era su vecino Chun. Le cogió por los brazos para preguntarle qué había ocurrido, pero sus manos sólo encontraron un muñón abierto. Luego el chico se desplomó como un juguete roto y expiró.

Cí saltó por encima de él para adentrarse en la maraña de cascotes, maderos y lastras que salpicaban el barro de la calle. Aún no divisaba su casa. La de Chun había desaparecido. Todo estaba destruido. No quedaba nada.

Entonces el pánico le paralizó.

Donde antes se alzaba su casa ahora sólo quedaban los restos del infierno: un cementerio de piedras, vigas y lodo esparcido sobre un páramo de paredes derruidas entre el crepitar de las llamas. Un olor denso y acre lo inundaba todo, pero lo que realmente le asfixiaba era la certeza de que cuantos se encontraran bajo aquellos cascotes yacían ya en su propia tumba.

Sin pensarlo, se abalanzó hacia el estercolero de vigas y trastos desvencijados que se amontonaban ante él, aullando los nombres de sus padres y de su hermana mientras movía piedras y maderos, trepaba por las paredes desmoronadas y retiraba cascotes sin cesar de gritar.

«Tienen que estar vivos. ¡Dioses bondadosos, no me hagáis esto! ¡No me lo hagáis!».

Empujó unas vigas y apartó los restos de un sillón aplastado mientras resbalaba por los pedazos de tejas barnizadas. Una de ellas le produjo un corte en un tobillo, pero no se enteró. Continuó escarbando como un poseso dejándose las uñas en el barro y las pilastras, con las palpitaciones de sus sienes impidiéndole razonar. De repente, unas manos cerca de él le sobresaltaron. Creyó que pertenecían a su padre, pero entre el humo advirtió que se trataba de alguien que escarbaba a su lado. Entonces alzó la vista y comprobó que eran varios los vecinos que se afanaban en retirar los escombros con la avidez de unos saqueadores de sepulcros.

«Malditas sanguijuelas».

Iba a atacarles cuando una de las figuras comenzó a gritar y algunas personas acudieron a toda prisa, haciéndole comprender que tan sólo intentaban ayudarle. Corrió junto a ellos y entre todos apartaron lo que quedaba de una pared.

Lo que vio le heló la sangre.

Aplastados bajo los cascotes yacían los cadáveres enfangados de sus padres. De repente, perdió pie y se golpeó con algo en la cabeza. Luego no recordó nada más allá del humo y la negrura.


* * *

Cuando Cí recobró el sentido, no comprendió qué hacía tumbado en medio de la calle y rodeado de desconocidos. Intentó incorporarse, pero un vecino se lo impidió. Entonces advirtió que alguien le había cambiado sus harapos de jornalero por una muda blanca: el color de la muerte y el luto. La garganta aún le sabía a humo. Necesitaba beber algo. Trató de recordar, pero su mente era un torbellino incapaz de distinguir el sueño de la realidad.

– ¿Qué…? ¿Qué ha sucedido? -logró articular.

– Te golpeaste en la cabeza -le dijeron.

– ¿Pero qué ha ocurrido?

– No lo sabemos. Probablemente fue un rayo.

– ¿Un rayo?

Cí comenzó a recuperar la memoria. De repente, un fogonazo restalló en su cabeza. El mismo que le había despertado la noche anterior. Desesperado, miró a su alrededor en busca de su familia.

«No es verdad. Tiene que ser un sueño».

Pero las imágenes le asaltaron a borbotones: el estruendo en medio de la noche, la montaña de cascotes, el cieno, los cadáveres… Se incorporó preso de agitación y corrió descalzo calle abajo. Entonces la visión le heló el corazón.

Entre las tinieblas del amanecer aún se apreciaban los vestigios de la humareda sobre el lugar en el que Lu había erigido su vivienda. Gritó hasta romperse la garganta y aun así continuó. Por mucho que lo implorara, aquello no era un sueño, y el terror volvió a golpearle.

Mientras intentaba pensar, divisó un corro de gente que cuchicheaba frente a las ruinas de lo que había sido su casa. Cuando se acercó hacia los escombros, el corro se abrió como un bloque de mantequilla separado por un cuchillo caliente. Cí avanzó despacio, a sabiendas de que aquel lugar sólo era una tumba improvisada. Olía a muerte. Era un aroma acre y lúgubre, un hedor intenso que se mezclaba extrañamente con el de la madera quemada. Caminó despacio mientras sus pupilas se acostumbraban a la poca luz que se filtraba por las grietas del techado, arrastrando sus pies renuentes hasta detenerse a un paso de los primeros cuerpos tumbados sobre el suelo. Entre los cadáveres reconoció al joven Chun y a otros vecinos. Luego un grito rasgó su garganta cuando contempló en el fondo, aún cubiertos de cieno y sangre, los cuerpos abrasados de sus padres.

Lloró hasta vaciarse y después destiló el hueco de pena que le habían dejado las lágrimas.

Cuando se serenó, le contaron que el rayo había caído sobre la ladera situada a espaldas de su casa y que el desprendimiento y el incendio posterior habían afectado a cuatro viviendas. En total eran seis los fallecidos. Pero entre ellos no estaba su hermana.

– La encontraron acurrucada bajo unas maderas -le informó uno de los otros familiares-. Sólo tiene una torcedura.

Cí asintió. Pese al alivio que le suponía la noticia, sus padres seguían allí, callados, inermes. La angustia le atenazó. Le corroyó tanto como los remordimientos que le envenenaban. Lamentó haber discutido con su padre y el extraño designio que le había conducido a pernoctar fuera de la casa. Si en lugar de rebelarse hubiese complacido a su padre, si le hubiese obedecido y hubiera permanecido junto a ellos, tal vez ahora todos estarían vivos.

O tal vez habría perecido con ellos.

Se cuestionó qué tipo de horrible conjunción había desatado contra él el firmamento: el asesinato de Shang, la condena de Lu, la fatal tormenta, la muerte de sus padres… ¿Era acaso el precio que debía pagar por su obstinado orgullo? Si al menos estuviera Feng para consolarle…

De repente se acordó de la pequeña Tercera. ¡Su hermana seguía viva! Quizá por esa razón había sobrevivido. Quizá para cuidarla.

Cuando le contaron que el viejo Sin Dientes la había acogido en su casa, corrió como un loco a buscarla. Al llegar la encontró dormida, ajena al duelo y a la tristeza, y decidió que permaneciera así. La mujer de Sin Dientes la había cubierto con una colcha de lino y le había prestado una muñeca de trapo que la cría abrazaba como si ya le perteneciera. Cí les agradeció sus cuidados y les pidió que la cuidaran mientras se ocupaba de sus padres. Sin Dientes no puso impedimento, pero la mujer murmuró algo por lo bajo. Cí se despidió de ellos y regresó a las ruinas que ahora ocupaban su casa.

Se encargó de que los cuerpos de sus padres fueran trasladados al cobertizo que Bao-Pao había habilitado para acoger todos los cadáveres. Allí les veló hasta el mediodía. Luego volvió al lugar del desastre con la intención de recuperar cuanto quedara de valor antes de que cualquier desaprensivo se le adelantase.

A la luz del día pudo apreciar que el alud procedente de la ladera había afectado a una hilera de seis viviendas de la veintena que lindaban con la montaña. Las dos situadas a los extremos, aunque dañadas, aún se mantenían en pie, pero las otras cuatro, entre las que se incluía la suya, aparecían devastadas. Numerosos vecinos participaban en las labores de desescombro, pero ninguno lo hacía en su casa. De hecho, al advertir su presencia, algunos le señalaron como el responsable de la desgracia.

Cí apretó los dientes, se arremangó la camisola y comenzó a trabajar.

Durante horas estuvo apartando el lodo y el cieno con la ayuda de una azada, moviendo tablones y retirando el amasijo de muebles rotos, restos de ropa, lastras y tejas que se amontonaban entre los cascotes. Pero a cada paso encontraba objetos que le impedían proseguir porque le revolvían el alma. Entonces se detenía y ocultaba su rostro humedecido por las pocas lágrimas que le quedaban. Encontró hecha añicos una vajilla de porcelana blanca que su madre adoraba. Pese a ello, reunió cuantos pedazos encontró y los protegió cuidadosamente con un trapo como si fueran recién comprados. También halló los pinceles de su padre, asombrosamente intactos. Con ellos había aprendido a escribir sobre su regazo. Los limpió de uno en uno y los guardó junto a la vajilla. Apartó unos peroles de hierro y algunos cuchillos que, aunque abollados, podían repararse y dejó de lado los despojos de modillones, cerchas y saledizos primorosamente labrados que ya sólo servirían como leña en invierno. Entre los arcones descubrió aplastados algunos textos confucianos que su padre aún conservaba de su época de estudiante. Los colocó sobre un tablón quemado y continuó con el trabajo.

De repente, escuchó unas risas a sus espaldas. En un primer instante no distinguió a nadie, pero después advirtió una pequeña sombra fugaz que se parapetaba tras un murete. Cí se alertó. Sin embargo, al acercarse reconoció a su vecino Peng, un diablillo de seis años que, pese a no llegarle a la cintura, era despabilado como pocos. Le ofreció unas nueces que había encontrado entre los escombros, pero el crío se escondió con una sonrisa pícara que mostraba sus dientes mellados. Cuando Cí le reiteró la oferta, el pilluelo se acercó.

– ¿Las quieres?

El crío volvió a reír y asintió con nerviosismo.

– Serán tuyas si me cuentas lo que ocurrió. -Cí sabía que el mozuelo había permanecido en vela las últimas noches por culpa de los dientes. El crío miró hacia atrás de reojo, como si temiera que lo pillasen robando un caramelo.

– Cayó un relámpago y la montaña se derrumbó. -Rio e intentó robarle las nueces, pero Cí las retiró antes de que el crío pudiera arrebatárselas. Luego se las tendió de nuevo.

– ¿Estás seguro?

– Vi a unos hombres…

– ¿A unos hombres?

El niño iba a contar algo más cuando un grito les interrumpió. Era la madre del muchacho ordenándole que regresara, así que éste demudó el semblante y corrió hacia su madre como si le persiguiera un diablo. Iba a desaparecer cuando Cí le llamó. Peng se detuvo y Cí le arrojó las nueces a los pies. El crío se agachó para recogerlas, pero cuando se encontraba a un palmo de ellas, la madre le arreó un empellón y lo alzó a hombros impidiéndoselo.

Cí se lamentó. Sacudió la cabeza y volvió al trabajo.

A media tarde ya sólo le faltaba por remover las rocas más grandes. De buena gana las habría dejado allí, pero necesitaba recuperar el arcón con el dinero que su padre había ahorrado para afrontar los gastos del retorno a la capital, un dinero que precisaría para satisfacer el chantaje del Ser. Así pues, paró a tomar aliento y comenzó a retirar piedras. Sin embargo, una hora y varios rasponazos más tarde, hubo de admitir que, sin ayuda, jamás lograría mover las piedras más grandes. Se disponía a renunciar cuando de repente descubrió la esquina del arcón que buscaba bajo una enorme pilastra.

«Aunque sea lo último que haga, a ti sí podré apartarte».

Aferró una viga con la que hacer palanca y la encajó entre la piedra y el arcón. Luego empujó hasta que sus músculos crujieron, sin lograr que la roca se moviera. Lo intentó un par de veces más antes de comprender que debía variar la posición de la palanca. Añadió un par de cuñas para mejorar el ataque, metió el hombro bajo la viga y sus piernas buscaron apoyo. Todo su cuerpo se endureció mientras sus huesos temblaban. Al tercer intento, la piedra cedió, rodando montículo abajo en una nube de polvo. Cuando la polvareda se disipó, Cí advirtió que la cerradura del arcón había cedido con el impacto, así que lo abrió con avidez, pero, tras vaciar su contenido, no halló ni un solo qián. Tan sólo había paños y telas. La conmoción le impidió reaccionar.

– Lo siento. Mi mujer ha dicho que no podemos quedárnosla -oyó pronunciar a sus espaldas.

Cí se volvió con un respingo para darse de bruces con Sin Dientes, el vecino que provisionalmente se había hecho cargo de Tercera. La pequeña, con un puchero en la cara, permanecía tras él aferrada a la muñeca de trapo.

– ¿Cómo? -El joven no entendió.

– Mi hija tiene otra igual -señaló a la muñeca-. Si quiere, puede quedársela -añadió.

Cí se mordió los labios. Sabía que estaba solo, pero lo que ignoraba era que incluso los hasta entonces amigos de su padre también le rechazarían. De todas formas, juntó los puños frente a su pecho para agradecerle la muñeca. Sin Dientes no le contestó. Tan sólo se dio la vuelta y desapareció con el mismo sigilo con el que le había sorprendido.

El joven miró a Tercera, que, callada y sumisa, parecía esperar una respuesta. La cría le miraba expectante, con una sonrisa con la que podría comprarse la felicidad. Cí pensó que era una niña maravillosa. Enferma, pero maravillosa. Observó las ruinas que les rodeaban y se volvió hacia la pequeña. La besó y le revolvió el pelo mientras buscaba un lugar donde acomodarla. Encontró una rama gruesa que se asemejaba a un caballo y la montó a horcajadas haciéndole el gesto de cabalgar. Pese a la tos, la niña se rio. Cí la imitó mientras la tristeza le atenazaba. Contempló las ruinas y luego a su hermana.

Antes del anochecer Cí consiguió una ración de arroz hervido que pagó al precio de dos para alimentar a Tercera. Él se conformó con lamer los restos del tazón y beber un trago de agua fresca. Luego construyó un precario techado empleando ramas secas con las que también improvisó un lecho en el que acostar a la cría. Le explicó que sus padres habían emprendido un viaje a los cielos y que ahora él cuidaría de ella, le aclaró que tendría que obedecerle siempre y que pronto construiría una nueva casa grande con un jardín lleno de flores y un columpio de madera. Luego la besó en la frente y esperó a que se durmiera.

En cuanto Tercera cerró los ojos, Cí volvió al trabajo. Con los últimos vestigios de luz levantó mimbres, pilastras y maderos, hasta darse por vencido. No aparecían los ahorros ni el cofre rojo. Imaginó que alguien los habría robado.

Se tumbó junto a Tercera y cerró los ojos enfrentado a un dilema irresoluble: si en seis años de esfuerzo su padre sólo había logrado reunir cien mil qián, ¿de dónde sacaría los cuatrocientos mil que el Ser le exigía para liberar a su hermano?

Capítulo 7

Aquella misma madrugada, Cí maldijo al dios de las tormentas. Se levantó en medio del aguacero y corrió a proteger los libros que había logrado recuperar del desastre, con la idea de que, a poco que valiesen, podría venderlos por la mañana. Una vez puestos a cobijo, contempló la estrafalaria colección de objetos que había rescatado de entre los escombros y que comprendía varios libros de su padre, una almohada de piedra, dos marmitas de hierro, unas mantas de lana medio chamuscadas, alguna que otra muda de ropa, dos hoces con los mangos quemados y una guadaña mellada. Imaginó que por todo ello no conseguiría ni dos mil qián en el mercado. Eso, si es que alguien los compraba. También había salvado un saco de arroz, otro de té, un bote de sal y la medicina de Tercera, además de una valiosa pierna de cerdo ahumada que su madre había adquirido para agasajar al juez Feng. Con aquellos víveres podrían sobrevivir mientras él se organizaba. Aparte, había encontrado cuatrocientos qián en monedas y un billete de cambio valorado en otros cinco mil. En total, contando con lo que sacara por la madera para leña, el valor de sus posesiones ascendía a poco más de siete mil qián. Más o menos, el mismo sueldo que una familia de ocho miembros obtenía en dos meses de trabajo. Se quedó mirando el arcón de los ahorros, preguntándose qué habría sido de ellos.

Emprendió una última batida aprovechando los primeros rayos de sol. Paseó de nuevo sobre los maderos, apartó unas pilastras y levantó los restos del somier de bambú para escarbar bajo el lecho de tierra con la avidez de un sabueso.

Se rio de pura desesperación.

Hasta el día en que descubrió el cuerpo de Shang, sus preocupaciones se habían limitado a madrugar cada mañana, lamentarse por los campos que debía arar y añorar su etapa en la universidad. Pero, al menos, había dispuesto de un techo donde cobijarse y una familia que le protegía.

Ahora todas sus posesiones se reducían a dos bocas hambrientas y unas cuantas monedas. Pateó una viga con impotencia y se sentó. Pensó en sus progenitores. Tal vez no había entendido las decisiones de su padre en los últimos días, pero, hasta entonces, siempre había sido un hombre íntegro y cabal. Quizá algo severo, pero honesto y juicioso como pocos. Se culpó por su rebeldía, la misma que le había conducido a odiarle en un estúpido arrebato; la necedad que le había impulsado a pasar la noche fuera de su casa en lugar de permanecer junto a ellos para cuidarlos.

Finalmente, dio por concluida la búsqueda tras comprobar que lo más valioso que quedaba era un nido de cucarachas. Escondió en el pozo las pertenencias que había recuperado y despertó a su hermana. Nada más abrir los ojos, Tercera preguntó por su madre. Mientras cortaba unas tajadas de la pata de cerdo ahumada, Cí le recordó que padre y madre habían emprendido un largo viaje.

– Pero te están vigilando, así que pórtate como una mujercita.

– ¿Y dónde están?

– Detrás de aquellas nubes. Venga, ahora cómetelo todo o se enojarán. Que ya sabes cómo se pone padre cuando se enfada.

– La casa sigue rota -señaló mientras mordisqueaba la carne.

Cí asintió. Era un problema. Intentó buscar una respuesta.

– Ya estaba vieja. Pero construiré una más grande. Aunque para eso me tendrás que ayudar. ¿De acuerdo?

Tercera tragó y afirmó al mismo tiempo. Cí le abrochó los botones de su chaqueta y ella recitó la cantinela que su madre le había enseñado cada mañana.

– Los cinco botones representan las virtudes que debe guardar una niña: la dulzura, el buen corazón, el respeto, el ahorro y la obediencia.

Cí aprovechó para añadir la alegría.

– Ésa no me la dice mamá.

– Me lo acaba de susurrar al oído.

Sonrió y la besó en una mejilla. Luego se acomodó a su lado y pensó en el Señor del Arroz. Tal vez en él radicara la solución a sus problemas.


* * *

Tenía faena por delante: reunir cuatrocientos mil qián podía resultar más complicado que trasladar de sitio una montaña, pero durante la noche había elaborado un plan que quizá le sirviera.

Antes de partir, cogió el código penal que había rescatado de los escombros y consultó los capítulos referentes a las condenas por asesinato y las conmutaciones de penas. El texto era claro al respecto. Una vez cerciorado, dedicó unos instantes al recuerdo de sus padres y les ofrendó una tajada de cerdo sobre un altar improvisado. Cuando terminó sus plegarias, rogó benevolencia a sus espíritus, cogió a Tercera en volandas y se encaminó hacia la hacienda del Señor del Arroz, el dueño de casi todas las tierras de la aldea.

En la muralla que delimitaba la entrada a la finca le salió al paso un hombretón mal encarado de brazos tatuados, pero cuando Cí le anunció sus intenciones, se lo franqueó y le acompañó a través de los jardines hasta un coqueto templete desde el que se dominaban las terrazas de arroz de las montañas. Allí, un anciano de gesto adusto descansaba sobre un palanquín, abanicado por una concubina. El hombre examinó a Cí con el tipo de mirada de quien valora a una persona por la calidad de sus zapatos y torció el gesto, pero lo mudó por una sonrisa cuando el centinela le indicó el motivo de la visita.

– De modo que quieres vender las tierras de Lu. -El Señor del Arroz le ofreció asiento en el suelo-. Siento lo de tu familia. Aun así, no es buena época para los negocios.

«Sobre todo en mis circunstancias, ¿no?».

Cí aceptó con una reverencia y envió a Tercera a jugar con los patos en el estanque de la casa. Tomó asiento sin prisa. Se había preparado la respuesta.

– He oído hablar de vuestra inteligencia -le aduló Cí-, pero más aún de vuestro tino para los negocios. -El anciano lució su vanidad con una sonrisa mentecata-. Sin duda, pensaréis que mi situación me obliga a malvender las propiedades de mi hermano. Sin embargo, no he venido aquí a regalaros nada, sino a ofreceros algo de un valor incalculable.

El anciano se reclinó en su palanquín, como si dudara entre escuchar a Cí o mandar que lo azotaran. Finalmente, le indicó que prosiguiera.

– Sé que desde hace tiempo Bao-Pao andaba en tratos con mi hermano -mintió Cí-. Su interés por las tierras de Lu venía de antiguo, desde antes de que mi hermano las adquiriera.

– No veo en qué puede eso interesarme. Poseo tantas tierras que necesitaría esclavizar diez pueblos enteros para poder cultivarlas -replicó con desdén.

– Es cierto. Y por esa razón estoy aquí y no en casa de Bao-Pao.

– Muchacho, estás colmando mi paciencia. Explícate o haré que te saquen a rastras.

– Su dignidad posee más tierras que Bao-Pao. En efecto, es más rico, pero no es más poderoso. Él es el caudillo. Su dignidad, con todos mis respetos, tan sólo un hacendado.

El hombre dejó escapar un gruñido. Cí supo que había acertado. Entonces continuó.

– Todos en el pueblo saben del interés de Bao-Pao por las tierras de Lu -agregó-. Su anterior dueño se negó mil y una veces a vendérselas por la enemistad ancestral que les enfrentaba.

– Y tu hermano se aprovechó para conseguirlas en una noche de juego… ¿Acaso crees que desconozco la historia?

– Y mi hermano se negó a vendérselas por la misma razón que el anterior propietario: porque el arroyo discurre por sus lindes y eso garantiza el riego incluso en los periodos de estiaje. Su dignidad posee las tierras inferiores, que se abastecen del agua del río, pero los terrenos de Bao-Pao se sitúan en la parte alta de las laderas, donde el agua no llega si no es con un sistema de bombas de pedales.

– Que no puede emplear porque atravesaría mis dominios. ¿Y bien? Ya sabemos que poseo más tierras de las que puedo cultivar y que dispongo de agua en abundancia. ¿Por qué habría de interesarme tu mísera parcela?

– Precisamente para evitar que se la venda a Bao-Pao. Pensad que si lo hiciera, el caudillo no sólo disfrutaría del poder, sino también de la abundancia que le proporcionaría el riachuelo de mi hermano.

El hacendado le miró de arriba abajo mientras rumiaba un bocado inexistente. Sabía que cuanto argumentaba Cí era cierto. Lo que desconocía era cuánto iba a costarle.

– Mira, muchacho, tus tierras no valen nada para mí. Si BaoPao las quiere, véndeselas a él.

«Sólo está fanfarroneando, Cí. Aguanta el envite».

– ¡Tercera! ¡Deja esos patos! -gritó Cí mientras se levantaba-. En fin, es normal que un caudillo consiga lo que se proponga y que un simple hacendado no sea capaz de impedírselo.

– ¿Cómo te atreves?

Cí no respondió a su amenaza. Simplemente se dio la vuelta y comenzó a descender la escalinata.

– ¡Doscientos mil! -le interrumpió el Señor del Arroz-. Doscientos mil qián por tu parcela.

– Cuatrocientos mil -replicó Cí sin inmutarse.

– ¿Bromeas? -Rio con sarcasmo-. Cualquiera sabe que ese terreno no vale ni la mitad de lo que te ofrezco.

«Tal vez tú lo sepas, pero tu codicia no».

– Bao-Pao me ha ofrecido trescientos cincuenta mil -volvió a mentir, jugándoselo todo a una baza-. Humillarle os costará cincuenta mil más.

– ¡Ningún imberbe va a decirme cuánto debo pagar por un pedazo de tierra! -farfulló.

– Como queráis, dignidad. Seguro que en el futuro seréis feliz admirando las cosechas de Bao-Pao.

– Trescientos mil -le atajó-. Y si elevas un grano de arroz tu precio, pagarás cara tu insolencia.

Cí terminó de descender la escalinata. Trescientos mil qián era vez y media el valor real de la tierra. Se dio la vuelta y encontró al Señor del Arroz a su espalda. Ambos sabían que el trato les convenía.

Antes de firmar el documento de cesión, el Señor del Arroz se aseguró de que la tierra le perteneciera.

– No os preocupéis. La ley me ampara. Con mi hermano condenado, ahora ejerzo de primogénito -aseguró Cí.

El anciano asintió.

– Una última cosa, muchacho. -El joven alzó la vista mientras terminaba de contar el dinero-. Yo también contaré hasta el último mu de tierra. Y si falta un solo grano, juro que haré que te arrepientas.


* * *

A media mañana Cí acudió al mercado cargado con las pocas pertenencias que había salvado, pero obtener de ellas quinientos qián resultó más complicado que intentar derretir una piedra. Al final, logró redondear la cifra añadiendo a la transacción las perolas de hierro y los cuchillos, utensilios que pretendía haber conservado para cocinar lo que consiguiera. Los libros no se los compraron porque en la aldea apenas si sabían leer, pero consiguió que los aceptaran como combustible a cambio del usufructo de un granero abandonado en el que podría descansar con Tercera. Tan sólo conservó los alimentos y el código penal de su padre, el cual le sería más útil que la nadería que le ofrecían. De regreso, dejó a Tercera en el granero y le encargó que vigilara la pata de cerdo.

– Sobre todo, de los gatos. Y si viene alguien, grita.

Tercera se colocó firme delante de la pata y adoptó el gesto de una fiera. Cí sonrió, atrancó la puerta del granero y, tras asegurarle que regresaría antes del mediodía, se encaminó hacia la casa de Bao-Pao.

Nada más llegar al cobertizo en el que descansaban los cadáveres, se interesó por las exequias de sus progenitores. El ataúd de su padre llevaba tiempo fabricado, conforme a lo estipulado en el libro de los ritos, el Li Ji. Cumplidos los sesenta, el féretro y los objetos necesarios para un correcto funeral debían revisarse una vez al año; pasados los setenta, una vez cada estación; vencidos los ochenta, una vez al mes, y superados los noventa, se mantendrían en buen estado cada día. Su padre había alcanzado los sesenta y dos, pero su madre no había llegado a los cincuenta, de modo que tenía que adquirir un ataúd para ella. Encontró al carpintero atendiendo a los familiares de las otras víctimas, así que hubo de satisfacer un precio que se le antojó abusivo a cambio de que aquella misma tarde lo tuviera dispuesto.

Se acercó a los cuerpos de sus padres y les hizo una reverencia. Aún no habían lavado los cadáveres y su aspecto comenzaba a tornarse repulsivo. Él mismo se encargó de adecentarlos con agua y paja, aromatizarlos con una lágrima de perfume que se apropió en un descuido y vestirlos con algunas de las prendas que le habían prestado. No disponía de velas ni de incienso, pero quiso pensar que a sus padres no les importaría. Los miró con tristeza, a sabiendas de que ya nada sería igual en su vida. Mientras rezaba por sus espíritus, les juró que él se encargaría de que nada malo le sucediera a su hermana. En ese momento adquirió conciencia de lo solo que estaba. Agotó junto a ellos el plazo que le había dado el Ser para negociar el indulto de su hermano, cumplimentó de nuevo a sus padres y salió del cobertizo con la vista nublada.


Un sirviente le condujo hasta las dependencias privadas del Ser, que le recibió dentro de una tina, atendido por uno de sus ayudantes. Cí jamás había contemplado antes a un hombre con tantas lorzas juntas bajo la pechera. Al verle, el Ser ordenó al servicio que se retirara.

– Un joven puntual. Éste es el tipo de negociante que me gusta. -Sonrió mientras alcanzaba un pastelillo de arroz. Le ofreció otro a Cí, que éste rechazó.

– Preferiría hablar de mi hermano. Su sabiduría me garantizó que conmutaría la pena de muerte si satisfacía la multa

– Dije que lo intentaría… Dime, ¿has traído el dinero?

– Pero, ilustrísima, aseguró que lo haría.

– ¡Déjate de estupideces, muchacho! ¿Lo tienes o no? -El magistrado salió del barreño dejando al aire sus vergüenzas. Cí no se intimidó.

– Trescientos mil. Es cuanto tengo. -Dejó los billetes sobre los pastelillos, advirtiendo al instante que su propio comportamiento rozaba la insolencia. Sin embargo, al Ser no pareció importarle. Cogió el dinero y lo contó con avidez. Sus ojos parecían brillantes bolas de vidrio a punto de saltar de sus cuencas.

– Establecimos cuatrocientos mil. -Elevó una ceja, pero se guardó los billetes.

– Entonces, ¿lo liberaréis?

– ¿Soltarle? No me hagas reír. Tan sólo hablamos de trasladarle a Sichuan.

Cí torció el gesto. No era la primera vez que alguien intentaba estafarle, aunque en esta ocasión había demasiado en juego. Aun así, procuró parecer indulgente.

– Tal vez no le escuché bien, pero entendí que el dinero correspondía a la compensación que establece la escala de rescates.

– ¿De rescates? -El magistrado se hizo el sorprendido-. Por favor, muchacho: esa escala de la que hablas refleja otras cantidades. La conmutación se satisface con doce mil onzas de plata, no con la miseria que me has entregado.

Cí comprendió que por las buenas no conseguiría nada. Por fortuna, se había preparado. Sacó un papel de su talega en el que había copiado unos informes y lo desplegó ante el Ser.

– Doce mil onzas en el caso de que el delincuente sea un oficial del gobierno superior al cuarto grado; cinco y cuatro mil para los de cuarto, quinto y sexto. -Su voz fue ganando confianza-: Dos mil quinientas para los de séptimo grado, inferiores y doctores en literatura; dos mil para los licenciados… -Estampó la copia contra los dulces-. ¡Y mil doscientas onzas de plata para un particular, como es el caso de mi hermano!

– ¡Oh! -exclamó el Ser con una mueca de afectación-. De modo que conoces la ley…

– Eso parece. -Cí se asombró de su propia desvergüenza.

– Sin embargo, flojeas en tus conocimientos contables… Mil doscientas onzas de plata equivalen a ochocientos cincuenta mil qián.

– Sí. Eso calculé. -Cí no se amilanó-. Y por esa misma razón comprendí que en realidad nunca pretendisteis conmutar la pena. Simplemente fijasteis la cantidad que imaginasteis que yo podría llegar a satisfacer. Y no sé qué opinarán de ello vuestros superiores en Jianningfu.

– Ya veo, ya… Resulta que ahora tenemos a un señor letrado… -Su tono se endureció-. Veamos, entonces, tú que tanto sabes: ¿tuvisteis tú y tu hermana algo que ver con el crimen?

Al instante Cí recordó las palabras del Ser cuando mencionó que podría acusarles de complicidad y brujería.

«Lo que sé perfectamente es cuándo me enfrento a una alimaña».

De inmediato cambió de estrategia.

– Disculpadme, venerable magistrado, pero los nervios no me dejan pensar. La noche ha sido horrible y ya no sé lo que digo. -Se inclinó-. Sin embargo, permitid que os señale que la cifra que os acabo de entregar supera la fijada por el código penal.

El Ser se cubrió con un chal negro de seda bordada. Miró a Cí y comenzó a secarse los grasientos pliegues de la barriga.

– Deja que te explique algo, muchacho: el crimen de tu hermano ni tiene ni merece redención. De hecho, ya debería haberlo ejecutado, tal y como me ha suplicado la familia del difunto, de forma que bastante haré si lo envío a Sichuan. Además, la potestad de admitir dicha permuta no corresponde al magistrado, sino a la gracia del emperador.

– Comprendo. -Hizo una pausa-. Entonces, devolvedme el dinero y permitid que haga efectiva la apelación de la sentencia.

El Ser se detuvo en seco y parpadeó nerviosamente.

– ¿Apelar? ¿En base a qué? Tu hermano confesó y todas las pruebas le condenan.

– En tal caso, no os importará que sea el doctísimo Tribunal de Casación el que lo evalúe. Reintegradme el capital y que sean ellos quienes decidan.

El magistrado se mordió los labios. Finalmente tomó una decisión.

– Te diré lo que haremos: yo olvido tu impertinencia y tú olvidas esta conversación. Te prometo que haré cuanto pueda.

– Me temo que no es garantía suficiente -le retó Cí, al límite de su paciencia-. Acreditad la conmutación o devolvedme mi dinero. Si no lo hacéis, me veré obligado a presentar el recurso ante vuestros superiores en la prefectura provincial.

El Ser lo miró de arriba abajo como si contemplara a una cucaracha. De repente, enrojeció de ira.

– ¿Y si ordenara ahora mismo que degollasen a tu hermano? ¿De veras crees que un mequetrefe como tú puede amenazarme y salir indemne?

Cí tembló al escucharlo. El asunto se le estaba escapando de las manos. Ni siquiera comprendía cómo podía haber sido tan estúpido al pagarle por adelantado.

– Os reitero mis disculpas, y lamento cualquier palabra vana que haya podido ofenderos, pero necesito mi dinero porque…

– ¿Tu dinero? -interrumpió de repente Bao-Pao haciendo acto de presencia-. Perdón por la intromisión, pero imagino que no te referirás a la cantidad que acabas de obtener por la venta de una parcela.

Cí se volvió a tiempo de advertir cómo desaparecía el centinela tatuado que había visto en la hacienda del Señor del Arroz. Al punto comprendió que le había delatado.

– Así es -le retó Cí.

– Querrás decir mi dinero -continuó el caudillo mientras se acercaba como un tigre hacia una oveja-. ¿O es que aún no te has enterado?

«¿Qué sucede aquí? ¿Qué tendría que saber?».

– ¡Oh! ¿No te lo había contado? -entonó el Ser con la hipocresía de un tratante de ganado-. Esta mañana alteré la sentencia de Lu, incluyendo en ella una pequeña cláusula en la que decretaba la expropiación de sus terrenos.

– Pero… Pero yo ya los he vendido…

– Terrenos que generosamente me han sido cedidos para su explotación -añadió Bao-Pao.

Cí palideció.

«Recupera lo que puedas y sal corriendo de aquí».

Comprendió que Bao-Pao y el Ser se habían aliado para manejarle a su antojo. De haberlo pretendido, el magistrado podría haberle expropiado los terrenos durante el juicio, pero había aguardado a que satisficiese la multa para quedarse con Bao-Pao el dinero y los terrenos. Decidió cambiar de plan. No era sencillo, pero tal vez funcionase. Sólo debía tenderles un cebo más apetitoso.

– Es una lástima que desperdiciéis el otro plazo -improvisó Cí.

– ¿A qué te refieres? -se interesaron los dos.

– El Señor del Arroz mostró mucho interés en hacerse con esos terrenos. Por lo visto, sabía bien de vuestra ambición por ellos, de modo que, para asegurarse la compra, acordó efectuar un segundo pago de trescientos mil qián más que me entregaría cuando comprobase el estado de las tierras y la legalidad de la venta. Un dinero que estoy dispuesto a entregaros si cumplís vuestra promesa.

– ¿Trescientos mil más? -se extrañó Bao-Pao. Sabía que aquél era un precio infinitamente superior a su valor real, pero la codicia brillaba en sus pupilas. El Ser se adelantó.

– ¿Y cuándo dices que te pagaría?

– Esta misma tarde. Tan pronto como le muestre la escritura de propiedad y una copia de la sentencia en la que se refleje que recibo las tierras libres de cargas.

– Sin la cláusula de expropiación…

– Si pretendéis que os entregue ese dinero…

El Ser pareció pensárselo, pero sólo fue un amago. Llamó a un escriba y le ordenó que librara una copia de la sentencia original.

– Con fecha de hoy -exigió Cí.

El magistrado apretó los labios.

– Con fecha de hoy -aprobó.

En cuanto el magistrado legalizó el documento, Cí respiró. Tenía en su poder la prueba que legitimaba la transacción efectuada con el Señor del Arroz. Sin embargo, cuando demandó la libertad de su hermano, el Ser se mostró tajante.

– Muchacho, no tientes a tu suerte. Trae el dinero y te aseguro que lo soltaré.

Cí fingió valorar la propuesta. Sabía que el Ser le estaba mintiendo, pero simuló que confiaba en él.

– Antes he de ocuparme de mis padres.

– Está bien, pero no te entretengas. Podría ocurrirle algo a tu hermana pequeña.


* * *

El entierro fue una despedida rápida y sencilla. Dos siervos de BaoPao condujeron los dos ataúdes en sendas carretillas hasta la Montaña del Descanso, un paraje cercano poblado de bambúes donde reposaban la mayoría de los fallecidos de la aldea. Cí buscó un lugar hermoso donde el sol de la mañana incidiera pronto y el viento arrullara los árboles. Cuando la última paletada de tierra ocultó los féretros, Cí supo que su tiempo en la aldea había concluido. En otras circunstancias habría reconstruido la casa, se habría empleado como peón en el arrozal y, cuando hubiese finalizado el luto, habría contraído matrimonio con Cereza. Con los años, si los hijos y los ahorros se lo hubiesen permitido, habría regresado a Lin’an para cumplir su sueño de presentarse a los exámenes imperiales y buscar un buen marido para Tercera. Pero ahora su única opción pasaba por la huida. En el poblado, tan sólo le aguardaba la ira del Señor del Arroz y el odio de los aldeanos.

Se despidió de los cuerpos de sus padres y pidió a sus espíritus que le acompañasen allá donde fuera. Luego simuló que se encaminaba hacia la hacienda del Señor del Arroz, pero en cuanto los siervos de Bao-Pao le perdieron de vista, volvió sobre sus pasos y les siguió hasta el almacén donde custodiaban a su hermano.

Esperó a que se marcharan. Después rodeó el edificio para verificar el número de centinelas. Sólo uno vigilaba en la puerta, pero no sabía qué hacer. Esperó acurrucado mientras la desesperación le consumía. El tiempo corría en su contra y, sin embargo, algo le impulsaba a hablar con su hermano antes de huir. Por muchas pruebas que lo incriminasen, no podía admitir que fuera un asesino.

Miró a su alrededor. El lugar estaba despejado. Tan sólo la figura de aquel maldito centinela.

Analizó detenidamente sus opciones. Si intentaba sobornar al guardia, se arriesgaba a que le detuvieran. Por un instante, se planteó provocar un incendio para desviar su atención, pero carecía de yesca y pedernal, y aunque lo consiguiera, también podía provocar el efecto contrario y atraer a más gente a la cuadra. Mientras se devanaba los sesos descubrió un ventanuco a pocos pasos de él. No era muy amplio, pero quizá cupiera. Usó un tonel como soporte y saltó hasta alcanzar el pretil de la ventana. Flexionó los brazos y trepó hasta encaramarse. Desafortunadamente, la estrechez del ventanuco le impidió franquearlo, pero pudo avistar en el interior del cobertizo una figura acurrucada. Poco a poco sus pupilas se fueron acostumbrando a la penumbra y la figura agachada cobró forma hasta convertirse en un inhumano amasijo de carne. Sus miembros ensangrentados parecían desprendidos de sus coyunturas y la cabeza, abatida hacia abajo, en una mueca de dolor, mostraba una posición imposible. Tenía la lengua cortada y las cuencas vacías.

Cí cayó al suelo desplomado. La mente le bullía mientras su boca intentaba, en vano, pronunciar un nombre. Balbuceó algo mientras se levantaba tambaleándose, vacilando y tropezando a cada paso, cayendo e incorporándose de nuevo sin prestar atención a su destino. Una violenta convulsión le sacudió antes de vomitar. La figura informe, rota y masacrada era la de Lu. Lo habían torturado y asesinado. No quedaba nada de él. Sólo el rencor que debía anidar en su alma.

Tenía que huir de la aldea. El Señor del Arroz le reclamaría unas tierras que ya no eran suyas o un dinero que ya no tenía, y ni éste ni el Ser de la Sabiduría atenderían a razones. Corrió al encuentro de Cereza para informarle de sus intenciones y pedirle que le esperara hasta que se demostrase su inocencia. Sin embargo, la respuesta de la joven fue rotunda: jamás se casaría con un fugitivo sin oficio ni tierras.

– ¿Es por lo de mi hermano? Si ése es el motivo, ya no tienes que preocuparte. Te repito que lo han ajusticiado. ¿Me oyes? Está muerto. ¡Muerto! -Cí se lamentó desde el otro lado de la celosía que clausuraba la ventana.

Esperó un rato, pero la joven no contestó. Aquélla fue la última vez que oyó hablar a Cereza.

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