Tercera parte

Capítulo 11

Durante los últimos meses, Cí había anhelado regresar a Lin’an, pero ahora que las colinas se recortaban sobre la capital, su estómago se encogía como un fuelle oprimido. Ayudó a Wang a soltar la amarra del navío que les había remolcado costa arriba desde Fuzhou y levantó la mirada.

La vida le esperaba.

A través de la bruma, la gabarra remontó perezosa hacia el cementerio del Zhe, el enorme estuario donde sucumbían las enfermas aguas del gran río para confluir con la inmundicia del lago del Oeste y anunciar, con su insoportable hedor, la riqueza y la miseria de la reina de todas las urbes: Lin’an, la capital de la gran prefectura, la antigua Hangzhou, el centro del universo.

Un tímido sol bañaba los cientos de barcazas que, asfixiadas en un palmo de agua, luchaban contra el enjambre de sampanes y juncos que extendían sus rígidas velas para sortear los imponentes navíos mercantes, las gabarras semihundidas, los botes de madera carcomida y las casas flotantes que se aferraban desesperadamente a la podredumbre de sus cimientos.

Poco a poco, Wang condujo su gabarra por el incesante hormiguero fluvial hasta convertirse en uno más de los enloquecidos tripulantes que se disputaban, cual perros un hueso, un sitio por el que navegar con sosiego. La tranquilidad de la travesía se había transformado en un frenesí de gritos y de jadeos, de avisos y de insultos tintados de amenazas que se convertían en golpes cuando las cubiertas se entrechocaban. Cí intentó seguir las órdenes de un Wang tan exaltado que hubiera sido capaz de tirar a alguien por la borda.

– ¡Maldito seas! ¿Dónde aprendiste a remar? -bramó Wang-. ¿Y tú de qué te ríes? -increpó a su tripulante-. Me da igual cómo tengas la pierna. Deja de pensar en tus putas y arrima el hombro. Atracaremos más adelante, lejos de los almacenes.

Ze obedeció de mala gana, pero Cí no contestó. Bastante tenía él con agarrar la pértiga con fuerza e impedir que se le escapara.

Cuando la aglomeración les dio un respiro, Cí alzó la mirada. Nunca antes había contemplado Lin’an desde el río y su grandeza le maravilló. Sin embargo, conforme se acercaban al muelle, rememoró un paisaje que, a semejanza de un familiar lejano, parecía recibirle con alegría.

La ciudad continuaba indemne, imperturbable y orgullosa, cobijada tras las colinas boscosas que protegían su flanco occidental y que dejaban expuesto su frente meridional, allá donde el río la mojaba. Sólo así cobraba sentido el enorme foso inundable y la portentosa muralla de piedra y tierra prensada que impedían el acceso desde el agua.

Un pescozón le sacó de su ensimismamiento.

– Deja de mirar y rema.

Cí volvió a la tarea.

Emplearon más de una hora en atracar lejos del muelle principal, frente a una de las grandes puertas, de las siete que desde el río daban acceso a la ciudad. Wang había decidido que Cí y Tercera desembarcaran allí.

– Será lo más seguro. Si alguien te espera, lo hará cerca del Mercado de Arroz o en el puente Negro de los barrios del norte, donde se desestiban las mercancías -le aseguró.

Cí le agradeció su ayuda. Durante las tres semanas que había durado la singladura, aquel hombre había hecho más por él que todos los vecinos de su aldea. Pensó que, pese a su aparente frialdad y a su impostado mal humor, era el tipo de persona al que uno le confiaría su hacienda. Wang le había permitido viajar hasta Lin’an y le había proporcionado trabajo durante la travesía. Todo ello sin ninguna pregunta. Wang le dijo que no necesitaba hacérselas.

Supo que jamás le olvidaría.

Se acercó a Ze para despedirse y echar un último vistazo a la herida de su pierna. No tenía mal aspecto. Comprobó que cicatrizaba bajo la presión de las mandíbulas de las hormigas.

– Dentro de un par de días, arranca las cabezas. Pero la tuya déjatela puesta, ¿eh? -Cí le palmeó la espalda.

Ambos se rieron.

Cogió a su hermana de la mano y se echó al hombro el saco con sus pertenencias. Antes de desembarcar, miró de nuevo a Wang. Iba a reiterarle su agradecimiento cuando el hombre se le adelantó.

– Tu sueldo… Y un último consejo: cámbiate de nombre. Cí te traerá problemas -le dijo, y extendió frente a él una talega.

En cualquier otra circunstancia Cí habría rechazado las monedas, pero sabía que para sobrevivir los primeros días en Lin’an necesitaría hasta la bolsa que las contenían. Ensartó las monedas en un cordel y se las anudó a la cintura.

– Yo… -Terminó de enlazarlas y las ocultó bajo la camisa.


* * *

Le dolió alejarse del patrón. Durante los días de travesía, su carácter huraño le había recordado a su padre, y ahora que se despedían, en su cabeza resonaban las enigmáticas palabras que había pronunciado Wang en la barcaza:

«Ese alguacil ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla».

Tembló como un cachorro ante la gigantesca muralla de ladrillos encalados, horadados en su centro por la apertura de la Gran Puerta. Era el último escollo, la boca del dragón cuyo espinazo había de atravesar para enfrentarse a su gran sueño. Y ahora que lo tenía al alcance de la mano, le invadía un temor desconocido.

«No lo pienses, o no lo harás».

– Vamos -dijo a Tercera y, confundidos con la vorágine de personas que como una catarata desembocaba en la ciudad, atravesaron la Gran Puerta de la muralla.

Tras la gigantesca barrera todo permanecía como lo recordaba: las mismas chabolas de la ribera, el penetrante olor a pescado, el frenesí de los comerciantes y chamarileros mezclado con el ruido de los carros, el sudor de los mozos luchando contra los berridos de los animales, los farolillos rojos bamboleándose en los portalones de los talleres, las tiendas de seda, jade y baratijas, el trasiego de mercancías exóticas, los interminables puestos multicolores arracimados unos sobre otros como azulejos descuidadamente amontonados, el bullicio de los tenderetes, los gritos de los vendedores atrayendo a los clientes o espantando a los chiquillos, los toneles de comida y bebida…

Caminaban sin rumbo fijo cuando de repente sintió cómo la mano de Tercera tironeaba de la suya con insistencia. Al mirarla, la encontró ensimismada contemplando un llamativo puesto de golosinas regentado por una especie de adivino, a decir del aparatoso cartel coloreado que lucía a los pies de su pequeña mesa destartalada. Se entristeció por Tercera, porque su carita desbordaba ilusión, pero no podía gastar lo poco que le había dado Wang en un puñado de golosinas. Iba a explicárselo cuando el adivino se adelantó.

– Tres qián. -Y le ofreció dos caramelos a la cría.

Cí contempló al hombrecillo que sonreía como un idiota mostrando sus encías desnudas mientras agitaba la mercancía. Iba ataviado con una vieja piel de asno que le confería un aspecto a medio camino entre lo repulsivo y lo extravagante, y que competía en notoriedad con un estrafalario gorro de ramas secas y molinillos de viento bajo el cual asomaba un manojo de canas. El adivino era lo más parecido a un mono que había visto nunca.

– Tres qián -insistió el hombre con la sonrisilla.

Tercera intentó coger los caramelos, pero Cí se lo impidió.

– No podemos permitírnoslo -susurró al oído a la cría. Con tres qián podía comprar una ración de arroz que les mantendría alimentados todo el día.

– ¡Oh! ¡Yo sólo puedo comer caramelos! -argumentó Tercera muy seria.

– La chiquilla tiene razón -terció el hombrecillo, que no perdía detalle-. Ten. Prueba un poco. -Y le ofreció un trozo envuelto en un vistoso papel encarnado.

– No insistas. No tenemos dinero. -Cí le apartó la mano secamente-. Venga, vámonos.

– Pero ese hombre es un adivino -gimoteó Tercera mientras se alejaban-. Si no le compramos los dulces, nos embrujará.

– Ese hombre es un falsario. Si de verdad fuera adivino, habría adivinado que no podemos comprarlos.

Tercera asintió. Carraspeó un poco y tosió. Al oírla, Cí se detuvo en seco. Reconocía aquella tos.

– ¿Te encuentras bien?

La pequeña volvió a toser, pero afirmó con la cabeza. Cí no la creyó.


De camino hacia la avenida Imperial, Cí miró a su alrededor. Conocía bien aquel lugar. Conocía a todos los buscavidas, vagos, titiriteros, pordioseros, charlatanes y ladrones que pululaban por allí. Conocía todos sus trucos: los que supieran y los que pudieran inventar. Durante el tiempo que trabajó a las órdenes del juez Feng, no hubo día en el que para resolver algún crimen no acudieran al suburbio extramuros donde ahora se encontraban. Y lo recordó con temor. Allí, las mujeres se vendían en las esquinas, los hombres languidecían consumidos por la bebida, una mala mirada podía arrebatarte la vida y un mal gesto dar con tus huesos en el canal. Era lo normal. Pero también era donde habitaban los soplones, y por eso lo frecuentaban. Por su ubicación junto al puerto, entre la antigua muralla interior y la exterior que circundaba la ciudad, era el arrabal más pobre y peligroso de Lin’an. Y por esa misma razón le preocupaba no saber dónde dormirían aquella noche.

Maldijo la ley que obligaba a los funcionarios a establecer su lugar de trabajo en una ciudad diferente a la de su nacimiento. La medida se había promulgado para evitar los actos de nepotismo, prevaricación y cohecho que solían darse entre familiares, una forma de cercenar la tentación de aprovechar el cargo para beneficiar ilegalmente a los más allegados. Sin embargo, la consecuencia negativa era que separaba a los funcionarios de sus familias. Por esa razón no tenían a nadie en Lin’an. En realidad, no tenían a nadie en ningún lugar. Sus tíos paternos habían emigrado al sur y muerto durante un tifón que había asolado la costa. De la familia de su madre no sabía nada.

Debían apresurarse. Con el crepúsculo, los altercados se sucedían en el arrabal. Tenían que abandonarlo y encontrar cobijo en otro sitio.

Tercera se quejó, y con razón. Llevaba rato soportando los gruñidos de su estómago sin que a Cí pareciera interesarle, así que se plantó en el suelo.

– ¡Quiero comer!

– Ahora no tenemos tiempo. Levántate si no quieres que te arrastre.

– Si no comemos, me moriré, y entonces tendrás que arrastrarme a todas partes. -Su carita rebosaba determinación.

Cí la miró compungido. Pese a la necesidad que tenían de encontrar un alojamiento, se dio cuenta de que debían detenerse. Buscó algún puesto de comida por los alrededores, pero todos le parecieron indecentemente caros. Finalmente, encontró uno atestado de pordioseros. Se acercó con asco y preguntó los precios.

– Estás de suerte, muchacho. Hoy los regalamos. -El hombre olía tan repulsivamente como las viandas que ofrecía.

El regalo de una ración de fideos resultó costar dos qián, y a Cí le pareció un robo. No obstante, era la mitad de lo que pedían en los demás negocios, así que compró una ración que el hombre vertió sobre un papel sucio para no servírsela en las manos.

Tercera frunció el ceño. No le gustaban los fideos porque eran el alimento de los bárbaros del norte.

– Pues tendrás que comértelos -le señaló Cí.

La pequeña cogió unos pocos con los dedos y se los metió en la boca antes de escupirlos con cara de asco.

– ¡Saben a ropa mojada! -se quejó.

– ¿Y cómo sabes a qué sabe la ropa? -le recriminó Cí-. Deja de quejarte y come como hago yo.

Cí echó un bocado y lo escupió.

– ¡Por el grandísimo demonio! ¿Pero qué porquería es ésta?

– Deja de quejarte y cómetelos -le replicó Tercera contenta.

Cí arrojó los fideos podridos al suelo, con el tiempo justo para evitar que dos pordioseros le atropellaran cuando se abalanzaron sobre los restos. Al ver cómo los devoraban, se arrepintió de haberlos tirado. Al final adquirió dos puñados de arroz hervido en otro puesto mientras se lamentaba por la estafa. Esperó a que Tercera acabase con su ración y le cedió la suya cuando advirtió que seguía hambrienta.

– ¿Y tú qué comerás? -le preguntó la niña con los carrillos llenos.

– Ya desayuné una vaca. -Y eructó para demostrarlo.

– Mentiroso. -Se rio.

– Es verdad. Mientras dormías. -Cí sonrió y rebañó con avidez los restos de arroz simulando que lo hacía para probarlo.

Tercera volvió a reír, pero un ataque de tos la sacudió. Cí se limpió los dedos y corrió a socorrerla. Los ataques cada vez eran más fuertes y frecuentes. Le aterraba que la pequeña acabara como sus hermanas. Poco a poco, la tos remitió, pero en la cara de Tercera aún permanecía el dolor.

– Te pondrás bien. Aguanta.

Rebuscó rápido en su talega. Sus dedos temblaban sin encontrar el remedio. Volcó el contenido y lo desparramó violentamente por el suelo hasta encontrar unas raíces secas. Era la última dosis de hierbas, apenas unas briznas. Pronto necesitaría más. Se las metió en la boca y le dijo que las masticara. Tercera sabía lo que debía hacer. Al poco de tragarlas, la tos se le alivió.

– Eso te ocurre por comer tan rápido -desdramatizó Cí, pero su rostro le traicionó.

– Lo siento -dijo ella.

A Cí se le encogió el corazón.


* * *

Le urgía encontrar un lugar donde atender a la pequeña, así que se encaminaron hacia la colina del Fénix, el barrio residencial donde se ubicaba la casa que habían ocupado años atrás en el extremo sur de la ciudad. Obviamente, no podían hospedarse allí, pues las viviendas que la prefectura cedía a los oficiales sólo se adjudicaban a los funcionarios en activo, pero iba a intentar que Abuelo Yin, un antiguo vecino amigo de su padre, les acogiese durante unos días.

Poco a poco, los edificios de cinco plantas que atestaban el empedrado de la avenida Imperial fueron dejando paso a solitarios palacetes de aleros curvados y jardines primorosamente engalanados, el bullicio y el sudor de las intransitables calzadas se transformó en aroma de jazmines y la barahúnda de fardos que cimbreaban sobre los balancines de bambú y los lomos de las mulas se transformaron en séquitos de sirvientes y lujosos palanquines ocupados por nobles y damas. Por un instante, Cí volvió a sentirse parte de un mundo en el que una vez había vivido.

Cuando llamó a la puerta labrada, el sol ya descendía. Abuelo Yin siempre les había tratado como a sus nietos, pero quien abrió la puerta fue su segunda esposa, una mujer altiva y huraña. Al reconocerlos, su rostro avinagrado se arrugó.

– ¿Qué hacéis aquí? ¿Acaso pretendes arruinarnos la vida?

Cí enmudeció. Hacía un año que no se veían y, en lugar de sorprenderse, parecía que aquella mujer hubiera estado esperando que aparecieran. Antes de que le diera de bruces con la puerta, Cí preguntó por Abuelo Yin.

– ¡No está! -respondió secamente-. ¡Y no os recibirá! -añadió.

– Por favor, señora. Mi hermana está muy enferma…

La mujer contempló a Tercera con cara de asco.

– Pues razón de más para que os larguéis.

– ¿Quién es? -Se oyó una voz lejana que Cí reconoció como la de Abuelo Yin.

– ¡Un pordiosero! ¡Ya se va! -Y salió resuelta al jardín cerrando la puerta, agarró a la niña del brazo y la arrastró hacia la calle obligando a Cí a seguirla-. ¡Y ahora me vas a escuchar! -agregó-. Ésta es una casa decente, ¿sabes? No necesitamos que ningún ladrón venga a empañar nuestro buen nombre.

– Pero…

– ¡Y por favor, no te hagas el inocente! -Se mordió los labios antes de continuar-: Esta mañana se ha presentado en el barrio un alguacil con un perrazo. Husmearon por toda la casa. ¡Qué vergüenza! Nos contó lo que hiciste en la aldea. Nos lo contó todo… Y dijo que seguramente vendrías por aquí. Mira, Cí, no sé por qué huiste con ese dinero, pero te aseguro que de no ser por el aprecio que le teníamos a tu padre, ahora mismo te arrastraría a la prefectura y te denunciaría. -Soltó el brazo de la niña y la empujó hacia él-. Así que procura no regresar por aquí, porque te aseguro que si vuelvo a verte a un li de nuestra casa, haré sonar hasta el último gong de la ciudad y no habrá lugar en Lin’an donde puedas esconderte.

Cí cogió a su hermana y retrocedió, trastabillándose, con la sensación de que se hubiera hecho la noche y el día nunca fuese a regresar. Era obvio que o bien el Ser de la Sabiduría había cumplido su amenaza de involucrarle en el asesinato de Shang, o bien el Señor del Arroz le había denunciado por el robo de los trescientos mil qián que se había apropiado el Ser, inculpándole del robo a él. Y el alguacil Kao, con quien se había encontrado en el río, era su brazo ejecutor.

Imaginó que el alguacil habría advertido al resto de los vecinos, de modo que se encaminaron hacia las murallas para evitar ser descubiertos. De regreso hacia el muelle, pensó que tal vez pudieran alojarse en las posadas cercanas al puerto. Desde luego, no era el lugar más recomendable de la ciudad, pero las habitaciones eran baratas y allí nadie les buscaría.

A media tarde encontró un edificio medio en ruinas en el que se anunciaban habitaciones baratas. Sus paredes desniveladas se apuntalaban sobre un restaurante contiguo que atufaba a podrido. Descorrió la manta raída que hacía de cortina de entrada y se dirigió hacia el encargado, una especie de bruto que dormitaba entre vahos de alcohol. El dependiente ni siquiera le miró. Extendió la mano y pidió cincuenta qián por adelantado. Justo cuanto poseía. El joven intentó negociar una reducción, pero el borracho escupió como si le importara una boñiga. Cí estaba recontando sus monedas cuando Tercera tosió. La miró preocupado. Si aceptaba aquel precio, no podría comprar su medicina.

«A menos que encuentre trabajo».

Quiso pensar que lo lograría. Tras asegurarse de que tendrían derecho a evacuar sus deposiciones por la ventana, pagó la habitación y preguntó si el cuarto disponía de puerta en la entrada.

– ¿Crees que los que se alojan aquí tienen algo de valor como para necesitar una puerta? Es al fondo, en el tercer piso. ¡Ah! Y una cosa, muchacho. -Cí se detuvo y el hombre le sonrió-: No me importa que te folles a una cría, pero, si se muere, sal de aquí arreando con ella antes de que me dé cuenta. No quiero líos con la ley.

Cí tampoco los quería, así que no se molestó en replicarle. Dejó atrás las voces y las risas procedentes de los agujeros tapados con cortinas que flanqueaban el pasillo y subió por unas escaleras desvencijadas que parecía que condujeran a unas mazmorras. Dio una arcada. Apenas si entraba la luz y apestaba a sudor rancio y a orina. Por suerte, el cubículo que les habían asignado daba al río, el cual se divisaba a través de las rendijas del entramado de junco con el que habían reparado la pared de ladrillo. En el suelo, una esterilla manchada con fluidos resecos invitaba a cualquier cosa menos a acostarse, así que la apartó de una patada y sacó una tela de su hatillo. La tos de Tercera le interrumpió.

«He de conseguir la medicina ya».

Husmeó a su alrededor. La habitación era tan baja que apenas si se podía caminar erguido. No comprendía cómo aquel usurero le había cobrado tanto por aquel cajón. Además, alguien parecía haberse empeñado en emplear la habitación como basurero, pues en el suelo yacían abandonadas decenas de varas de bambú de las utilizadas para las reparaciones. Las apartó y formó con ellas un pequeño armazón que cubrió con la estera a modo de caseta. Luego ensució el rostro de Tercera con la porquería del suelo y le enseñó cómo tenía que esconderse.

– Ahora presta atención, porque lo que voy a decirte es muy importante. -La cría abrió los ojos hasta que éstos iluminaron su rostro-.Tengo que salir, pero regresaré enseguida. Mientras tanto, ¿te acuerdas de cuando te escondiste en la aldea el día que se hundió la casa? Pues ahora quiero que hagas lo mismo tras estos bambúes, y que no hables, que no salgas y que no te asomes hasta que vuelva. ¿Lo has entendido? Si lo haces bien, te traeré los caramelos que viste donde el adivino.

Tercera asintió. Cí quiso creer que le obedecería. En cualquier caso, no tenía elección.

Mientras la ocultaba, rezó a sus difuntos para que la protegieran. Luego buscó entre sus pertenencias algo que pudiese vender, más allá de los cuatro trapos y el cuchillo que había traído de la aldea y por los que no obtendría ni las gracias. Tan sólo el Songxingtong, el código penal heredado de su padre, poseía algún valor. Si es que daba con alguien que quisiera comprarlo.

De camino al Mercado Imperial, recordó que los mejores libros se conseguían en los puestos situados bajo los árboles que rodeaban el pabellón de verano del Jardín de las Naranjas, así que, para ahorrar tiempo, bajó al Canal Imperial y buscó acomodo gratuito entre los botes que se dirigían al norte a cambio de bogar durante el trayecto. Al ser una barcaza de reparto, tuvieron que cambiar varias veces de canal de entre los que surcaban la red interior de la ciudad, pero, aun así, navegar resultaba el medio más rápido para desplazarse por Lin’an.

Por fortuna, desembarcó en el mercadillo de libros en el mejor momento del día, cuando los estudiantes de la universidad abandonaban las aulas para tomar un té mientras curioseaban los últimos volúmenes llegados desde las imprentas de Hionha. Entre las decenas de jóvenes aspirantes a funcionarios, pulcramente ataviados con sus blusones negros, Cí se vio a sí mismo un año atrás deambulando por aquel mismo parque en busca de textos forenses con los que saciar su sed de conocimientos. Jamás encontró ninguno, pese a saber, por el juez Feng, de la existencia de raros volúmenes. Conforme caminaba hacia los puestos especializados en contenidos legales, envidió las conversaciones que llegaban a sus oídos y que le hicieron rememorar sus días en la escuela superior: discusiones sobre la importancia del saber, sobre la preocupación por las invasiones del norte o sobre los debates respecto a las últimas corrientes neoconfucianas. Se reprendió al sorprenderse ensoñado con sus anhelos en lugar de afanarse en vender el libro. Dejó atrás a los vendedores de poesías y se dirigió hacia los surtidos de textos judiciales, advirtiendo que, tal y como imaginaba, el código penal resultaba un ejemplar bastante demandado. Tal vez por ello la oferta era variada, y los precios, casi ridículos. Le llamó la atención una edición del Songxingtong primorosamente encuadernada en seda púrpura, muy parecida a la que él llevaba envuelta bajo el brazo. Se acercó al librero y la señaló.

– ¿Cuánto?

El hombre se levantó de su taburete y avanzó parsimoniosamente hasta coger el volumen. Se sacudió el polvo de las manos y le mostró sus páginas como si acariciara a una hermosa mujer.

– Veo que sabes apreciar una auténtica obra de arte -le aduló-. Un Songxingtong escrito a mano con la delicada caligrafía del maestro Hang. Nada que ver con esas copias baratas, xilografiadas a espuertas.

Cí le dio la razón.

– ¿Cuánto? -insistió.

– Diez mil qián. Y es un regalo. -Se lo ofreció para que pudiera admirarlo.

Cí lo rechazó con amabilidad. Había olvidado que cualquier cosa en Lin’an era un regalo, pero, a juzgar por los nobles que examinaban otros volúmenes, los libros que poblaban las cajas de madera de aquel librero debían de ser auténticos tesoros. Se fijó entonces en un anciano de bigotes aceitados que se interesaba por el código que el librero acababa de mostrarle. Lucía una brillante toga roja y un gorro alado a juego, la indumentaria típica de un gran maestro. El anciano lo hojeó con delicadeza mientras su rostro se iluminaba, al tiempo que deslizaba suavemente sobre el texto la alargada uña de su dedo meñique. El hombre preguntó el precio al librero y torció el gesto cuando éste se lo dijo. Sin duda, le parecía caro, pero, en lugar de devolverlo, continuó examinándolo. Antes de dejarlo en su sitio, Cí escuchó al anciano decir que iba a buscar dinero y volvería para comprarlo. No se lo pensó.

– Perdone mi atrevimiento, venerable señor -lo abordó mientras se alejaba del puesto. El anciano profesor lo miró extrañado.

– Ahora tengo prisa. Si lo que pretendes es entrar en la academia, habla con mi secretario -espetó sin aminorar el paso.

Cí se extrañó.

– No. Disculpad, señor. Os he visto interesaros por un viejo volumen y, casualmente, yo dispongo de un ejemplar similar que os vendería mucho más barato…

– ¿Seguro? ¿Un Songxingtong escrito a mano? -desconfió.

Cí sacó el volumen del paño que lo envolvía y se lo mostró. El anciano lo cogió y lo abrió despacio. Tras examinarlo cuidadosamente, se lo devolvió a Cí, pero el joven no lo aceptó.

– Podéis quedároslo por cinco mil qián.

– Lo siento, joven, pero no compro a ladrones.

– Os equivocáis, señor. -El rostro de Cí se encendió-. El libro perteneció a mi padre, y le aseguro que no lo vendería si no necesitara el dinero.

– Muy bien. ¿Y quién es tu padre?

Cí frunció los labios. No deseaba revelar su identidad sabiendo que le estaban buscando. El anciano lo miró de arriba abajo mientras enarcaba las cejas. Le devolvió el libro y se giró.

– Señor, os aseguro que no miento. -El hombre continuó andando, pero Cí le persiguió hasta sujetarlo-. ¡Puedo demostrároslo!

El profesor se detuvo, contrariado. Si ya era un insulto abordar a un desconocido sin su consentimiento, más aún lo era retenerlo. Cí temió que avisara a la policía que patrullaba en el mercado, pero, por fortuna, no lo hizo. El hombre volvió a escrutarle antes de soltarse de su brazo de un tirón.

– De acuerdo. Veámoslo.

Cí carraspeó. Necesitaba el dinero. Necesitaba convencer a aquel hombre y sólo disponía de una oportunidad. Cerró los ojos y se concentró.

– El Songxingtong. Sección primera: de las penas ordinarias. -Cogió aire y continuó-: «La menos grave de las penas se ejecuta golpeando al reo con la parte más delgada del bambú, a fin de procurarle la vergüenza por sus torpezas pasadas y proporcionarle un saludable aviso sobre su conducta futura. La segunda pena se ejecuta con la parte más gruesa del bambú, para proporcionar mayor dolor y escarmiento. La tercera pena consiste en el destierro temporal a una distancia de quinientos li, con el objeto de conseguir del culpable el arrepentimiento y la corrección. La cuarta es el destierro completo y se aplica a los criminales que, siendo indeseables para la convivencia, aún no merecen el máximo tormento, decretándose para ellos un exilio mínimo de dos mil li. Por último, la quinta pena es la muerte de los criminales, llevada a cabo mediante degüello o estrangulación».

Esperó a que el académico emitiese su aprobación.

– No me impresionas, muchacho. Ya he visto ese truco otras veces.

– ¿Un truco? -Cí no le entendió.

– Os aprendéis un par de párrafos y pretendéis haceros pasar por estudiantes, pero llevo muchos años de profesor. Y ahora, vete de aquí antes de que llame a la patrulla.

– ¿Un truco? ¡Preguntadme! ¡Preguntadme lo que queráis, señor! -Le tendió el volumen.

– ¿Cómo?

– Lo que queráis -le retó.

El hombre miró fijamente a Cí. Abrió el volumen por una página al azar y dirigió la mirada al texto. Luego la volvió hacia Cí, que aguardaba desafiante.

– Muy bien, sabihondo. De la división de los días…

Cí tomó aire de nuevo. Hacía meses que no releía aquella sección.

«Vamos… Recuérdalo».

El tiempo pasaba y el hombre tableteó con el pie. Iba a devolverle el libro cuando Cí se arrancó.

– «El día se divide en ochenta y seis partes conforme al almanaque imperial. Un día de obra comprende las seis horas que median entre el amanecer y el crepúsculo. La noche ocupa otras seis, haciendo un total de doce horas diarias. Un año legal se compone de trescientos sesenta días completos, pero la edad de un hombre se contabilizará siguiendo el número de años del ciclo tomados desde el día que su nombre y nacimiento fueran llevados al registro público…».

– ¿Pero cómo…? -lo interrumpió.

– No os engaño, señor. El libro es mío, pero puede ser suyo por cinco mil qián. -Vio que el maestro no se decidía-. Mi hermana está enferma y necesito el dinero. ¡Por favor!

El hombre contempló el volumen escrupulosamente encuadernado, escrito a mano pincelada a pincelada como el más bello de los cuadros. El estilo de la letra era vibrante, conmovedor, poético. Suspiró al cerrarlo y se lo devolvió a Cí.

– Lo siento. Es realmente magnífico, pero… no puedo comprártelo.

– ¿Pero por qué? Si es por el precio, puedo rebajároslo. Os lo dejo en cuatro mil… en tres mil qián, señor.

– No insistas, muchacho. De haberlo visto antes, sin duda lo habría adquirido, pero ya me he comprometido con el librero, y mi palabra vale más que cualquier rebaja que puedas ofrecerme. Además, no sería justo arrebatarte esa obra de arte abusando de tu necesidad. -Meditó un momento mientras contemplaba la cara de decepción de Cí-.Te diré lo que haremos: toma cien qián y conserva tu libro. Se nota que te duele venderlo. En cuanto al dinero, no te ofendas: considéralo un préstamo. Ya me lo devolverás cuando soluciones tu situación. Mi nombre es Ming.

Cí no supo qué decir. Pese a la vergüenza, cogió las monedas y las ensartó en su cinto, prometiéndole que antes de una semana se lo reintegraría con intereses. El anciano asintió con una sonrisa. Le saludó cortésmente y continuó su camino.

Cí guardó el libro y voló hacia la Gran Farmacia de Lin’an, el único dispensario público en el que podría encontrar la medicina que necesitaba por menos de cien qián. La Gran Farmacia estaba situada en el centro de la ciudad y no sólo era el almacén más grande, sino también el que proporcionaba caridad a quienes carecían de recursos.

«Pero hay que demostrar que la medicina es necesaria», se lamentó.

Ése era el problema. Si el enfermo no acudía personalmente a la farmacia, el familiar que le representaba tenía que aportar la prescripción de algún médico o pagar íntegramente el coste de los medicamentos. Pero, si no disponía de dinero para medicinas, ¿cómo demonios iba a satisfacer los honorarios de un médico? Aun así, continuó con su plan porque no quería arriesgarse a acudir con su hermana y que algún funcionario les reconociera.

A las puertas de la Gran Farmacia se encontró con el barullo provocado por unas familias indignadas que se quejaban del trato recibido. Evitó la entrada de los particulares y se dirigió hacia los mostradores de la caridad, donde los enfermos se agolpaban en dos grupos: uno, formado por una muchedumbre de tullidos, y otro menos nutrido pero más ruidoso, compuesto por emigrantes cargados de niños que corrían de un lado para otro.

Acababa de situarse junto a los segundos cuando el corazón se le paralizó. Cerca de los críos, un agente con la cara picada escoltado por un enorme perro inspeccionaba uno por uno a padres y niños separándolos a empujones. Era Kao, el alguacil que le estaba buscando. Sin duda, sabía lo de la enfermedad de su hermana y le estaba esperando. Si le descubría, no tendría la suerte que había corrido en el barco.

Iba a alejarse cuando observó que el perrazo se acercaba a él para olisquearlo. Podía ser casualidad, aunque también era posible que le hubiera rastreado a partir de alguna prenda recogida en la aldea. Intentó inútilmente contener la respiración, pero el animal gruñó. Cí lo maldijo. Imaginó que el alguacil no tardaría en advertirlo. El perrazo volvió a gruñir mientras giraba a su alrededor para acercar sus fauces a su mano. Pensó en apartarla y salir corriendo, pero en ese instante advirtió que el animal le estaba lamiendo los dedos.

Respiró con alivio. Lo que le había atraído era el olor de los fideos. Le dejó hacer y esperó a que se marchara. Luego retrocedió despacio hasta situarse junto al grupo de tullidos. Estaba a punto de conseguirlo cuando una voz le hizo dar un respingo.

– ¡Deténgase!

Cí obedeció en seco, con el corazón en la garganta.

– ¡Si la medicina es para un niño, vuelva a situarse en el otro lado! -resonó entre el griterío.

Se volvió más tranquilo. Había sido un dependiente que ya miraba para otro lado. Sin embargo, al girarse de nuevo, se dio de bruces con los ojos encendidos de Kao. Cí rogó para que no le reconociera.

Transcurrió un instante eterno hasta que el alguacil gritó.

Cí emprendió la huida en el mismo instante en el que el perro se abalanzaba como un rayo hacia su garganta. Abandonó la farmacia y se lanzó calle abajo por entre el gentío, volcando cuantos obstáculos encontraba a mano para dificultar el avance del perro. Tenía que llegar al canal o todo habría acabado. Giró tras unos carros y atravesó el puente, chocando con un vendedor de aceite que le maldijo cuando la mercancía se desperdigó por el suelo. Por fortuna, el perro patinó sobre el vertido, permitiendo que Cí se distanciara. Sin embargo, cuando comenzaba a creerse a salvo, Cí se trastabilló y cayó al suelo, perdiendo el libro de su padre. Intentó recuperarlo, pero un rufián salido de la nada lo cogió y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció entre el gentío. Cí hizo ademán de perseguirlo, pero los gritos del alguacil le disuadieron. Se levantó y emprendió de nuevo la carrera. En un puesto de aperos se apoderó de una azada mientras proseguía la huida hacia el canal, el cual divisó a un suspiro. La presencia de una barcaza abandonada le hizo correr hacia ella para usarla en su huida, pero cuando se disponía a soltar la amarra, el perro se le adelantó, acorralándole contra un muro. El animal, poseído por el diablo, mostraba las fauces desencajadas, lanzando dentelladas que le impedían el paso. Miró hacia atrás y vio a Kao aproximarse. En un instante lo atraparía. Enarboló la azada y se dispuso a defenderse. El animal tensó sus músculos. Cí apretó las manos antes de lanzar un primer mandoble, que el perro esquivó. Elevó de nuevo la azada, pero el animal se abalanzó sobre una de sus piernas y hundió sus fauces en la pantorrilla. Cí notó los colmillos atravesando la pernera, pero no sintió el dolor. Descargó con fuerza la azada y el cráneo del perro crujió. Un segundo golpe logró que soltara la presa. Kao se detuvo anonadado. Cí corrió hasta el canal y saltó al agua sin pensárselo. Una bocanada de líquido penetró en sus fosas nasales al sumergirse bajo la capa de porquería, juncos y frutas que flotaba en el agua. Buceó bajo una gabarra desfondada y se agarró a su casco por la borda mientras recuperaba el aliento. Alzó la mirada y advirtió que el alguacil enarbolaba ahora la azada e intentaba alcanzarlo. Volvió a sumergirse para bucear hacia el otro extremo. Comprendió que en aquella situación no podría aguantar mucho. Tarde o temprano lo capturaría. En ese momento escuchó los gritos que alertaban sobre la apertura de las esclusas, y al instante, recordó lo peligroso que resultaba permanecer en el agua cuando se abrían las compuertas y los accidentes mortales que provocaban.

«Es mi única oportunidad».

Sin pensarlo, se soltó de su agarradero para dejarse arrastrar por la corriente. La masa de agua voló hacia la esclusa zarandeándole en una ola violenta, hundiéndole y elevándole como una cáscara de nuez. Pasada la primera compuerta, el peligro provenía ahora de las barcazas que irrumpirían, impulsadas por el agua. Nadó dejándose el alma hacia el segundo portón, pendiente de no resultar aplastado contra los diques. Cuando la ola rompió contra la esclusa, logró agarrarse a un cabo suelto. Luego el nivel se elevó rápidamente mientras las barcazas se apretujaban en el recinto, amenazando con atraparle. Una vez aferrado a la cuerda, intentó salir trepando por la pared. Sin embargo, la pierna derecha no le respondió.

«Por los dioses de la bruma, ¿qué sucede ahora?».

Al examinarse, comprobó la gravedad de las mordeduras.

«¡Maldito animal!».

Buscó apoyo sobre la pierna izquierda y se aupó hasta el borde del dique. Desde allí divisó a Kao, impotente al otro lado de las esclusas. El alguacil pateó el cadáver del perro.

– ¡No importa dónde te escondas! ¿Me oyes? ¡Te atraparé vivo o muerto, aunque sea lo último que haga en este mundo!

Cí no respondió. Ante el asombro de los presentes, se marchó cojeando y se perdió entre la muchedumbre.

Capítulo 12

Mientras se arrastraba por las callejuelas menos concurridas, Cí se maldijo por su infortunio. Ahora, para comprar la medicina, tendría que acudir a alguna de las herboristerías privadas, en las que, a buen seguro, le sacarían hasta los ojos. Se detuvo en la primera que encontró, un establecimiento oscuro dedicado a la compraventa de raíces y remedios medicinales. No había ningún cliente y, pese a ello, los propietarios le miraron de arriba abajo como si fuese un desahuciado. A Cí no le importó. Nada más solicitar el medicamento, los hombrecillos cuchichearon algo entre sí para a continuación explayarse sobre su escasez y la dificultad para conseguirlo. Finalmente, le informaron de que el precio ascendía a ochocientos qián el puñado molido.

Cí intentó negociar, pues todo su capital se reducía a las cien monedas que le había entregado el anciano profesor en el mercado de libros. Se desató el cinto.

– No necesito un puñado. La cuarta parte me servirá -dijo, y depositó el cinto con las monedas sobre un mostrador repleto de raíces y hojas secas diseminadas entre un revoltijo de hongos deshidratados, semillas, vainas, tallos troceados y minerales.

– Entonces serían doscientos qián. Y aquí sólo cuento cien -denegó uno de ellos.

– Es cuanto tengo. Pero siguen siendo cien qián. -Miró el local vacío y simuló reflexionar-. No parece que marche bien el negocio. Mejor ganar algo que no ganar nada.

Los hombres se miraron incrédulos.

– Eso sin considerar que podría conseguirlo gratuitamente en la Gran Farmacia -agregó Cí al comprobar su impasibilidad.

– Mira, chico -dijo el más corpulento mientras recogía el remedio y lo guardaba-, esa treta está más repetida que los granos de un saco de arroz. Si hubieras podido adquirir esta raíz por menos dinero, ya lo habrías hecho, de modo que suelta los doscientos qián o vete por donde has venido.

«Cómo he podido ser tan iluso».

Cí frunció los labios e hizo un último intento. Se descalzó.

– Son de cuero bueno. Cien qián más los zapatos. Es todo de cuanto dispongo.

– Dime una cosa, chico, ¿tú ves que necesitemos alpargatas? ¡Venga! ¡Largo!

Por un momento Cí pensó en coger el remedio y salir corriendo, pero la cojera le hizo desistir. Cuando se marchó de la herboristería su desesperanza era tal que, si alguien le hubiera preguntado sobre su futuro, habría respondido que acabó el mismo día en que sus padres perecieron sepultados.


* * *

En las demás herboristerías recibió un trato parecido. En la última que visitó, un puesto de mala muerte próximo al mercado del puerto, pretendieron timarle con unos polvos de bambú triturado. Por fortuna, había comprado muchas veces aquel remedio y conocía su sabor acre y su textura untuosa, así que nada más catarlo adivinó el intento de engaño. Escupió la prueba y recuperó su dinero antes de que lo guardaran, pero, aun así, hubo de escapar a toda prisa de los propios dueños, que lo acusaron arteramente de romper el trato.

Caminó desolado. Su mundo se desmoronaba.

Pese a saber que sólo le pagarían con arroz, malgastó el resto de la tarde buscando trabajo. Solicitó plaza en varios puestos cercanos, pero todos le rehuyeron al advertir su aspecto enfermizo y el estado de su pierna. Para cuando quiso vendársela, la mayoría de los comercios ya habían cerrado. Lo intentó también en los distintos muelles, pero todos estaban abarrotados de peones a la espera de faena. Probó a ofrecerse como mozo de cuerda, vendedor ambulante a comisión, sirviente, limpiador de lodos negros, remero y mulo de carga, pero en la mayoría de los lugares le advirtieron de que, para encontrar trabajo, tendría que obtener el permiso de los gremios que gestionaban los empleos vacantes, cuyas oficinas estaban situadas en las montañas próximas al lago del Oeste y la colina del Fénix. En el resto, simplemente, ni le atendieron.

El tiempo transcurría mientras Tercera se apagaba.

La desesperación le impidió respirar. Pensó en robar, o incluso en venderse bajo los puentes de los canales, como hacían los enfermos y los desahuciados, pero hasta eso estaba controlado por el hampa organizada, sociedades criminales con ramas especializadas que iban desde los robos a jóvenes ricos mediante la extorsión hasta la caja de apuestas para timadores, pasando por los cortabolsas y truhanes de poca monta que pululaban por las calles. Lo sabía bien porque Feng los había perseguido durante años.

Mientras intentaba pensar, creyó distinguir a lo lejos la figura del vendedor de caramelos al que habían visto por la mañana. El hombre continuaba ataviado con la misma piel raída de burro, pero había trocado el taburete de adivino por una suerte de estrado sobre el que reclamaba la presencia de cuantos quisieran ganar dinero. Al parecer, había embaucado a un ingenuo, que seguía con atención los extraños aspavientos que escenificaba frente a él, al tiempo que atraía la atención de otros cuantos. Pronto una multitud se congregó alrededor de sus reclamos, ante los que Cí también sucumbió.

«¿Qué demonios estará tramando?».

Se las arregló como pudo para acercarse un poco más.

Cuando estuvo a pocos pasos de él, Cí pensó que aquel hombre no sólo era peculiar por su atuendo, sino que, a juzgar por la fila de personas que aguardaban sus servicios, también debía de ser un embaucador de primera. Además del puesto de dulces, el hombrecillo había colocado a sus espaldas una suerte de escenario confeccionado con una cortina roja sobre la que pendían todo tipo de baratijas: viejas conchas de tortuga de las que se usaban para la adivinación, pequeños budas de arcilla descuidadamente pintados, pajarillos disecados, abanicos de papel mal decorados, cometas de bambú y seda, barritas de incienso de dudosa calidad, pañuelos ajados, anillos, cintos, agujas de hueso para el cabello, cajetillas y cuencos resquebrajados, sandalias de un solo pie, jaulas de todos los tipos, collares de cuentas y conchas, broches, gargantillas y pulseras, perfumes de sándalo y especias, raíces medicinales, monedas antiguas, pinceles, tintas coloreadas, farolillos de papel, esqueletos de ranas y serpientes y mil objetos más que fue incapaz de reconocer. Era como si, a modo de escaparate, toda la porquería y trastos de un basurero los hubiera amontonado sobre aquella cortina.

«Desde luego, sabe exponer el género. ¿Pero por qué aguarda tanta gente a un embustero?».

Al aproximarse más, lo comprendió.

Sobre una mesa medio oculta por el gentío, el hombrecillo había situado un tablero de madera por cuya superficie discurrían una multitud de carriles laberínticos que confluían en el centro. Cuando logró observarla de cerca, advirtió que eran seis los pasillos horadados, cada uno pintado de un color distinto. Sin duda se trataba de un circuito de carreras de grillos, un entramado de conductos por los que los pequeños animalejos discurrirían hasta alcanzar el azúcar depositado en el centro.

«Y los hombres que aguardan turno lo hacen para apostar por su bicho favorito».

Empujó lo justo hasta hacerse un sitio junto al receptáculo.

– ¡Vuestra última oportunidad! ¡Vuestra última ocasión para salir de la miseria y vivir como los ricos! -aullaba el adivino-. ¡Animaos, muertos de hambre! ¡Si ganáis, podréis casaros con cuantas queráis y luego, si os quedan fuerzas, iros de putas con las que deseéis!

La promesa de carne fresca azuzó a varios indecisos, que acabaron por depositar sus únicas monedas sobre una cajonera en la que se reflejaban las apuestas y las cantidades. Mientras tanto, los grillos que iban a competir aguardaban en sus cubículos, cada uno con el dorso pintado del mismo color que su carril correspondiente.

– ¿Nadie más? ¿Nadie más tiene redaños para desafiarme? -Volvió a cacarear-: ¡Hatajo de cobardes…! ¿Acaso teméis que mi viejo grillo os desplume…? De acuerdo… Hoy me he vuelto loco. Que los dioses os perdonen por abusar de este demente, porque hoy estáis de suerte. -Cogió su grillo, que se distinguía por el pegote de pintura amarilla que llevaba sobre el lomo, y le arrancó una pata delantera. Luego dejó que el animal cojeara por el laberinto y retó de nuevo a los presentes-. ¿Y ahora? ¿Creéis que podéis vencerme…? Pues demostradlo si es que tenéis los suficientes… -Y se agarró los testículos, que sacudió bajo el pantalón.

Convencidos de su locura, los últimos dudosos acumularon monedas en los cajones. A Cí se le atenazó el estómago. Aquélla era la oportunidad que estaba buscando, la forma para conseguir el dinero que necesitaba para las medicinas. Sin embargo, algo le decía que no lo hiciera.

No sabía qué decisión tomar. Iban a cerrar las apuestas cuando finalmente se desabrochó la sarta de monedas y la depositó en el cajón azul.

– ¡Cien qián, ocho a uno!

«Y que el dios de la fortuna me proteja».

– ¡Apuestas cerradas! Y, ahora, apartad.

El adivino enderezó su grillo cojo, que se empeñaba en girar escorado sobre su costado izquierdo dentro de su cubículo. Otros cinco receptáculos de distintos colores, distribuidos por la periferia del laberinto y encarados mediante carriles hacia el centro, albergaban otros tantos grillos marcados con diferentes colores. Acto seguido, cubrió el laberinto con una redecilla de seda para impedir que los insectos saltaran y escapasen.

A un toque del gong, el adivino tensó los hilos de las trampillas que retenían a los grillos.

– ¿Preparados? -rugió.

– Prepárate tú -respondió uno de los contendientes-. Mi grillo rojo va a destrozar al tuyo y luego se comerá los trozos.

El adivino meneó la cabeza con una sonrisilla y golpeó de nuevo el gong para anunciar el comienzo del evento.

Nada más levantar las trampillas, los grillos se abalanzaron vertiginosamente sobre sus conductos, a excepción del grillo del adivino, que a duras penas si logró sobrepasar la salida.

– ¡Vamos, cabrón! -le gritó el hombrecillo.

El insecto cojo pareció oírle y emprendió la caminata mientras los demás grillos progresaban a toda velocidad, con los apostantes atronándoles con su griterío. De vez en cuando, los insectos se detenían provocando la histeria de sus dueños, que alcanzaba su cénit cuando desaparecían bajo las pasarelas y túneles que salpicaban el laberinto. Cí observó que el grillo rojo avanzaba como un dardo hacia la golosina que aguardaba en el centro. Apenas faltaba un palmo para que alcanzara la meta cuando se detuvo provocando el silencio del gentío. El insecto vaciló un instante, como si frente a él se alzara un muro invisible, y retrocedió sobre sus pasos pese a los aspavientos de su dueño. Entretanto, tras salir del primer túnel, el grillo del adivino había emprendido una loca carrera que le estaba conduciendo a adelantar a sus adversarios.

– ¡Maldito bicho! ¡Continúa o te despachurro! -rugió el dueño del grillo rojo cuando el animal intentó escalar la pared en lugar de continuar por su carril.

Sin embargo, el grillo no sólo desafió a los gritos y manotazos de su dueño, sino que trepó hasta cambiar de conducto, obteniendo como pago a su eliminación una oleada de improperios. Mientras tanto, Cí continuaba admirado con la velocidad que había adquirido el grillo del adivino, el cual alcanzó al de un gigantón cuando éste penetraba en el túnel que desembocaba en el último tramo. Al emerger del túnel, los dos animales se detuvieron dubitativos.

– ¡Arranca de una puta vez! -bramó el gigantón. El estruendo era ensordecedor.

Cí clavó sus ojos en los dos grillos. El de la mancha amarilla permanecía confundido mientras que el azul, por el que había apostado, tomaba una ligera ventaja. Sin embargo, inesperadamente, cuando ya todos daban por vencedor al grillo azul, el insecto del adivino comenzó a avanzar a una velocidad inusitada hasta superar al del gigante a un paso de la meta.

Los reunidos se frotaron los ojos ante lo que parecía la obra de un diablo.

– ¡Maldito cabrón! ¡Has hecho trampas! -bramó finalmente el gigante.

El adivino no se inmutó pese a que la mole amenazaba con machacarle el cráneo. Cogió el grillo amarillo y se lo mostró a un palmo de su cara. En efecto, le faltaba una pata delantera.

– Y ahora largaos de aquí si no queréis que llame al alguacil -espetó el adivino echando mano de un silbato.

El gigante, lejos de amilanarse, soltó un manotazo que mandó al grillo del adivino al suelo y, antes de que pudiera escapar, lo reventó de un pisotón. Luego escupió, y entre amenazas y murmuraciones se alejó, no sin antes jurar al adivino que recuperaría lo perdido. Los demás participantes recogieron sus insectos y le imitaron. Sin embargo, Cí permaneció junto al tenderete, expectante, como si aguardara a que, por arte de magia, algo le revelase lo que le resultaba inexplicable.

«¿Cómo demonios lo ha conseguido?».

– Y tú, largo también -dijo el adivino.

Cí no se movió. Necesitaba imperiosamente el dinero y estaba convencido de que aquel hombre le había estafado. De algún modo, sus propios ojos le habían engañado, aunque había presenciado con total nitidez el instante en el que el adivino le había arrancado la pata al grillo que ahora yacía en el suelo despachurrado. Y, por esa misma razón, le extrañaba que el adivino no hubiera montado en cólera ante la muerte de su campeón, que permaneciera impasible canturreando una cancioncilla, sin molestarse en mirar lo que había quedado del bicho que le había enriquecido.

Aprovechando que el adivino estaba de espaldas, Cí se acuclilló junto al insecto, que aún agitaba las patas. En ese instante, un brillo bajo su abdomen atrajo su atención.

«Qué extraño…».

Iba a examinarlo cuando advirtió que el adivino se daba la vuelta. No lo pensó. En un suspiro, estiró la mano y cogió al grillo justo antes de que el hombre le viera.

– ¿Se puede saber qué haces ahí agachado? Te he dicho que te marches.

– Se me cayó una manzana -disimuló, y cogió una fruta perdida en el suelo-. Pero acabo de encontrarla. Ya me voy.

– ¡Un momento! ¿Qué escondes ahí?

– ¿Eh? ¿Dónde? -Intentó pensar una respuesta.

– No me hagas enfadar, chico.

Cí retrocedió unos pasos, cojeando, antes de retarle.

– ¿Acaso no eres adivino?

El hombrecillo frunció el ceño. Pensó en soltarle un guantazo por la insolencia, pero en su lugar dejó escapar una risotada estúpida. Luego continuó recogiendo el tenderete sin importarle que Cí le observara. Cuando terminó, colocó sus trastos en un carro y tiró de él en dirección a una taberna cercana.

Cí se quedó observando el grillo del adivino. El insecto apenas se movía, así que utilizó el extremo de su uña para desprender cuidadosamente la pequeña lámina brillante que permanecía adherida a su abdomen. Una vez en su mano, examinó lo que le pareció una simple lasca de hierro con restos de cola en su anverso. La superficie estaba alisada y se apreciaba que su perímetro había sido tallado para hacerlo coincidir con el del cuerpo del animal. No comprendió su cometido. A simple vista, más que ayudar, suponía un peso adicional que sin duda retrasaría al insecto.

Aún se preguntaba por su utilidad cuando, inesperadamente, el trozo de metal saltó de entre sus dedos y voló hasta pegarse en el cuchillo que portaba en el cinto. Cí abrió la boca casi tanto como los ojos. Luego recordó la forma del laberinto. Por último, se fijó en los restos del insecto, que recogió con igual cuidado que si siguiese vivo.

«Maldito bastardo. Así es como lo consigue».

Envolvió el cuerpo del insecto en un paño y se encaminó hacia la taberna donde había entrado el adivino. Fuera, un mozuelo vigilaba su tenderete. Cí le preguntó cuánto cobraba por el trabajo y el pequeño le mostró unos caramelos.

– Te daré una manzana si me dejas mirar una cosa -le propuso Cí.

El muchacho pareció pensárselo.

– De acuerdo. Pero sólo mirar. -Y extendió la mano como un rayo.

Cí le entregó la fruta y de inmediato se dirigió hacia el tablero del laberinto. Iba a cogerlo cuando el crío se lo impidió.

– Si lo tocas, le aviso.

– Sólo voy a mirarlo por detrás -aclaró.

– Dijiste sólo mirar.

– ¡Por el Gran Buda! Muerde la manzana y calla de una vez -lo amedrentó.

Cí cogió el tablero y lo examinó con cuidado. Accionó las compuertas, olió los conductos y prestó atención a su base inferior, de la que extrajo una pieza metálica similar a una galleta que escamoteó bajo sus mangas. Luego dejó el tablero a su sitio, se despidió del chico y entró en la taberna de Los Cinco Gustos dispuesto a recuperar su dinero.


* * *

No le resultó difícil encontrar al adivino. Tan sólo tuvo que fijarse en el par de prostitutas que cuchicheaban encantadas sobre cómo desplumar al viejo de la piel de burro que estaba derrochando sus ganancias tras las cortinas.

Mientras estudiaba su estrategia, Cí miró a su alrededor. La taberna era un cuchitril de los que abundaban en el puerto, un antro saturado de humo de frituras en el que decenas de comensales daban cuenta de platos de cerdo hervido, salsas cantonesas y sopas de pescado del Zhe servidos por mozos agobiados por los gritos y las carreras. El aroma a pollo y camarones cocidos competía hasta mezclarse con el hedor a sudor de pescadores, estibadores y marineros que celebraban el final de la jornada cantando y emborrachándose a ritmo de flautas y de cítaras como si fuera el último día de sus vidas. Tras la barra, sobre un escenario improvisado, un grupo de flores cimbreaban sus caderas y entonaban melodías apagadas por el barullo, buscando con sus miradas lujuriosas a futuros clientes. Una de las flores, pequeña y rechoncha como una ciruela, se acercó a Cí sin que pareciera importarle su aspecto y su herida y frotó su trasero blando contra su entrepierna. Cí la rechazó. Avanzó sobre la pegajosa capa de grasa que barnizaba el suelo hasta situarse junto a las cortinas decoradas con burdos paisajes tras las que permanecía el adivino. No se lo pensó. Separó la cortina y penetró en el cubículo, dándose de bruces con el hombrecillo que, en una posición ridícula, meneaba su blanco culo sobre una jovencita. Al verle, el adivino se detuvo, extrañado, pero curiosamente no pareció molestarle. Tan sólo le mostró una sonrisa bobalicona con sus dientes podridos y siguió moviéndose. Sin duda, el licor ya le nublaba los sesos.

– Lo estás pasando bien con mi dinero, ¿eh? -Cí lo apartó de un empujón. De inmediato, la muchacha escapó hacia las cocinas.

– ¿Pero qué diablos…?

Antes de que pudiera incorporarse, Cí lo enganchó por la pechera.

– Vas a devolverme hasta la última moneda. ¡Y va a ser ahora mismo!

Iba a hurgarle en el cinto cuando Cí sintió que lo agarraban por la espalda y lo elevaban en volandas hasta arrojarle contra unas macetas en medio de la sala. De repente, la música enmudeció bajo un tremendo griterío.

– No se molesta a los clientes -bramó el dueño de la taberna.

Cí observó a la mole que acababa de vapulearle con la facilidad de quien se sacude una mosca. Los brazos de aquella bestia eran más anchos que sus piernas y su mirada, la de un búfalo enfurecido. Antes de que pudiera responderle, una patada le impactó en las costillas. Cí se levantó como pudo. El tabernero iba a golpearle de nuevo, pero el joven retrocedió.

– Ese hombre es un tramposo. Me ha estafado el dinero de las apuestas.

Otra patada le sacudió. Cí se retorció, pese a no sentir dolor.

– ¿Es que estáis ciegos? Os engaña como a niños.

– Aquí lo único que sabemos es que quien paga, manda. -Y volvió a patearle.

– Déjalo ya. Es sólo un mozo -dijo el adivino deteniéndole-. Venga, muchacho. Márchate de aquí antes de que te hagan daño.

Cí se levantó agarrándose a una de las prostitutas. Le volvía a sangrar la herida de la pierna.

– Me iré cuando me pagues.

– ¿Que te pague? No seas necio, chico. ¿Acaso quieres que esa bestia te abra la cabeza?

– Sé cómo lo haces. He examinado tu laberinto.

La cara del adivinó mudó su expresión estúpida por un punto de inquietud.

– ¡Oh! ¿Sí? Siéntate. Y dime… ¿qué has encontrado exactamente? -Se le acercó al rostro.

Cí sacó del bolsillo la lámina de metal que había encontrado adherida al grillo, apartó una botella de vino y la dejó sobre una mesa.

– ¿La reconoces?

El adivino cogió la laminilla y la miró con desdén. Luego la tiró sobre la mesa.

– Lo único que reconozco es que has perdido el juicio. -Pero su mirada permaneció fija en la lámina.

– Muy bien. -Sacó la galleta de metal que había cogido del laberinto y la colocó con decisión bajo la mesa-. Entonces, aprende.

Cí movió la pieza bajo el tablero hasta aproximarla a la posición que ocupaba la laminilla sobre la mesa. En un primer momento no sucedió nada, pero, de repente, como impulsada por una mano invisible, la laminilla brincó sola hasta detenerse justo sobre el punto en el que Cí mantenía la galleta metálica. Luego desplazó la mano por debajo y la laminilla siguió sus movimientos, sorteando milagrosamente los vasos que permanecían sobre la mesa. El adivino se retorció incómodo en su asiento, pero se mantuvo en silencio.

– Imanes -declaró Cí-. Eso por no hablar del repelente de alcanfor con el que estaban embadurnados los tramos finales de los carriles competidores o de las trampillas que bloqueaban al grillo de tu propiedad cuando pasaba bajo los túneles, las que liberaban un segundo grillo con todas sus patas y, finalmente, las que retenían a ese segundo para soltar a un tercero, cojo de nuevo y con la lámina metálica adherida a su abdomen. Aunque claro… todo esto no hace falta que te lo explique, ¿verdad?

El adivino volvió a mirarlo de arriba abajo. Apretó los labios y le ofreció un trago que Cí rechazó.

– ¿Qué es lo que quieres? -Enarcó las cejas.

– Mis ochocientos qián. Los que habría ganado con la apuesta.

– Ya. Pues haberlo descubierto antes. Y ahora márchate, que aquí tengo faena.

– No me iré hasta que no me pagues.

– Mira, chico, eres listo, de eso no hay duda, pero me estás cansando. ¡Zhao! -Hizo una seña al tabernero, que aguardaba cerca-. Dale un cuenco de arroz. Que se largue y cárgalo a mi cuenta.

– Te lo repito por última vez. Págame o contaré a todo el mundo…

– Ya basta -le interrumpió el tabernero.

– ¡No! ¡No basta! -bramó alguien detrás, y toda la taberna se giró como si un ejército hubiera irrumpido por la puerta.

En el centro de la sala se erguía, desafiante, un gigante aún mayor que el tabernero. Cí lo reconoció. Era el mismo apostante que había anunciado venganza: el dueño del grillo azul. La cara del adivino pasó del asombro al terror al comprobar que el gigante apartaba a empellones a cuantos le salían a su paso y avanzaba directo hacia él. El tabernero intentó detenerle, pero un violento puñetazo lo derribó. Al llegar a un palmo del adivino, el gigante se detuvo. Resoplaba como un animal que paladeara el dulce momento. Su inmensa mano derecha aferró el cuello del adivino y con la otra agarró a Cí.

– Y ahora oigamos de nuevo esa historia de los imanes.

Cí no se arredró. Despreciaba a los estafadores, pero más aún a quienes abusaban de la violencia para conseguir sus propósitos. Y aquel tipo no sólo parecía dispuesto a emplearla para recuperar su dinero, sino que daba la sensación de que también arramblaría con el de todos cuantos habían apostado.

– Ése es un asunto entre el adivino y yo -le desafió Cí. El gigante apretó su zarpa sobre el hombro de Cí, pero éste no se inmutó.

– ¡Al diablo los dos! -Y los lanzó contra una celosía vieja que saltó en mil pedazos.

Cí se levantó a duras penas mientras el gigante se sentaba a horcajadas sobre el adivino y oprimía su cuello como si fuera un ganso. El joven se abalanzó sobre él y descargó su puño sobre su espalda, pero fue como si le pegara a una muralla. El gigante se volvió y le soltó un manotazo que lo envió de vuelta a la celosía. Cí noto en sus labios el sabor cálido de la sangre. El resto de clientes se apresuró a rodearles al olor de la pelea. El corro era asfixiante y las monedas comenzaron a saltar de los cinturones para cambiar de manos en un incesante frenesí.

– Cien a uno a favor del gigante -gritó un jovenzuelo erigiéndose como depositario.

– ¡Apúntame doscientos!

– ¡Mil más a mí!

– ¡Dos mil si lo mata! -terció un tercero.

El alcohol azuzaba a los congregados como lobos ávidos de sangre. Cí comprendió enseguida que su vida corría peligro. Miró a su alrededor. Pensó en huir, pero rodeado como estaba, difícilmente lo conseguiría. Para cuando quiso darse cuenta, la mole se había levantado hasta casi rozar el techo y le contemplaba con el desprecio de quien se dispone a aplastar una cucaracha y sacudirse después el polvo de los zapatos. En un momento dado, el gigante se escupió a las manos y las alzó vigorosamente reclamando más ardor en las apuestas. Cí pensó en Tercera. Entonces lo decidió.

– No es la primera vez que acabo con un afeminado -le espetó Cí.

– ¿Cómo dices? -rugió el gigante y alzó su brazo para terminar con el pelele, pero Cí se apartó a tiempo y el hombre cayó de bruces.

– Apuesto a que no eres tan hombre como pareces -volvió a retarle Cí.

– Voy a comerme tus entrañas y echaré los restos a los perros. -Se levantó para arrojarse de nuevo contra Cí, que volvió a esquivar el golpe.

– ¿Acaso temes que un pobre cojo te derrote? ¡Unos cuchillos! -reclamó.

El gigante se revolvió con una sonrisa en la boca. Sin duda, su rival ignoraba que él era un experto en el manejo de armas blancas.

– Tú mismo te has condenado -farfulló mientras agarraba un cuenco con licor y lo vaciaba en su garganta. Se limpió con el brazo y empuñó uno de los cuchillos que habían traído de las cocinas.

Cí sopesó el suyo. Era afilado como una espada. Se disponía a tomar posición cuando el jovenzuelo que se encargaba de las apuestas se interpuso temerariamente entre ambos.

– ¿Alguien apuesta por el mequetrefe? -Sonrió-. ¡Vamos! ¡Necesito cubrir las apuestas! El muchacho se mueve rápido. Al menos por que dure un asalto…

Todos se carcajearon, pero nadie apostó.

– Ya lo hago yo por mí -dijo el propio Cí ante el estupor de los presentes-. ¡Ochocientos qián! -Y miró al adivino buscando su consentimiento.

El adivino le observó, extrañado. Meditó un momento mordiéndose los labios y luego asintió. Hurgó bajo su faldón, sacó las ochocientas monedas que se correspondían con la deuda de Cí y se las entregó al encargado. Después meneó la cabeza como si acabase de tirar el dinero y volvió a su taburete, donde ya le esperaba una nueva prostituta.

– Muy bien. ¿Alguien más? ¿No? Pues entonces… ¡Torsos al aire y que comience el duelo!

El gigante sonrió, guiñó el ojo a un conocido y fanfarroneó con otros colegas sobre cómo iba a trinchar a aquel insolente de rasgos agraciados. Lentamente, se desprendió de su bata dejando a la vista una capa de músculos capaz de competir con un toro. Sin ropa era aún más inmenso, pero a Cí no le impresionó. El gigante agarró un cuenco con aceite y se lo volcó sobre el pecho para embadurnarse por completo. Luego aguardó a que lo hiciera Cí.

– ¿Te has cagado? -le preguntó el gigante al ver que no se movía.

Cí no respondió. En una especie de ritual, se despojó de sus pertenencias, que depositó cerca de él tras apilarlas con cuidado. Lo hizo con calma, despreocupado, como si de antemano conociese su destino y también el del oponente, que le esperaba ofuscado. Luego retiró los cinco botones que aseguraban su camisola, dejando que descansara suelta sobre sus hombros. Los presentes le miraban atentamente, contagiados de la lentitud de cada movimiento, de su extraña tranquilidad, impacientes por que se desencadenara la masacre, pero Cí continuaba impávido. Poco a poco se abrió la camisa y la dejó caer hasta el suelo provocando un murmullo de estupor.

En contraste con la armonía de sus facciones, todo su torso era un amasijo de carne quemada; una maraña de jirones cicatrizados, piel abrasada y músculo herido, testigos mudos de algún episodio atroz. Al advertirlo, hasta el propio gigante retrocedió.

Cí plegó la camisola y la colocó sobre una mesa. Cuando lo hizo, los comensales abrieron un pasillo para permitirle el paso.

– Estoy listo -declaró, y el gentío bramó-. ¡Pero antes…! -Los presentes callaron expectantes-. Pero antes quiero brindarle a este hombre la oportunidad de salvar su vida.

– ¡Ahórrate toda esa mierda para cuando estés en el ataúd! -respondió el gigante en una mezcla de asombro e indignación.

– Deberías tomarme en serio. -Cí entornó los ojos-. ¿O acaso crees que alguien que ha sobrevivido a estas cicatrices es fácil de matar?

El gigante abrió la boca estúpidamente, pero Cí continuó.

– No disfruto ejecutando a nadie, así que voy a ofrecerte algo distinto. ¿Qué tal el desafío del dragón? -increpó Cí.

El gigante parpadeó. El desafío del dragón era un reto que equilibraba las fuerzas, pero que pocos se atrevían a afrontar. Consistía en emplear los cuchillos para autoinfligirse heridas conforme a un patrón dibujado sobre sus cuerpos, tan peligrosas como ellos mismos establecieran, tan extensas y profundas como los contendientes fueran capaces de soportar. El primero que gritase, sería el perdedor.

– Yo la haría aquí, sobre el pezón izquierdo, encima del corazón -sugirió Cí, esperando que la sensibilidad de la zona jugara en su beneficio.

– ¿Crees que soy estúpido? ¿Por qué habría de herirme si puedo liquidarte sin sufrir un rasguño? -balbució el gigante. Comenzaba a sentirse nervioso y Cí lo advirtió.

– No te lo reprocho. He conocido antes a cobardes como tú, así que no tienes por qué hacerlo -dijo Cí bien alto para que todos pudieran escucharlo.

El gigante adivinó en los rostros de los presentes el calado del desafío. No temía al muchacho, pero si rechazaba su reto, la duda sobre su hombría se extendería por todo el puerto. Y eso era algo que no se podía permitir.

Justo como lo había planeado Cí.

– De acuerdo, renacuajo. Vas a tragarte tus palabras junto con el resto de tus dientes -bramó.

El gentío acogió la decisión con júbilo y el dinero corrió de nuevo. Cuando los ánimos se calmaron, Cí intervino.

– Llamaremos a los cocineros para que sean ellos quienes se encarguen. Si nadie tiene inconveniente, las reglas serán las habituales: empezarán cortando por el pezón, continuarán rajando a su alrededor siguiendo la trayectoria de un caracol, prolongarán el corte hacia el exterior, profundizando cada vez más, y sólo se detendrán cuando uno grite de dolor.

– De acuerdo -concedió el gigante-. Pero yo también tengo mis condiciones.

La muchedumbre le miró expectante. Cí le temió, pero ya no podía retroceder.

– Suéltalas.

El gigante miró a todos uno por uno mientras disfrutaba del momento.

– Gane quien gane, el vencedor hundirá al otro el cuchillo en el corazón.

Capítulo 13

– ¡A puesto diez mil qián por el chico!

Todos, incluido Cí, se giraron estupefactos hacia el hombre que había dado la voz.

– ¡Se ha vuelto loco! -cuchichearon en un remolino.

– ¡Va a perder hasta los ojos! -añadió otro, sorprendido.

El adivino no se inmutó. Sacó de sus pantalones una cartera y de ésta un billete que anunciaba exactamente ese valor. El encargado de las apuestas cogió el billete para comprobar los sellos y las firmas estampadas en el anverso y el dibujo que mostraba como advertencia a un falsificador de billetes ajusticiado en el reverso. Sin duda, era legítimo. Tan sólo faltaba acreditar si entre los apostantes había suficiente dinero para cubrir la hipotética derrota del gigante. Tras asegurarse de ello, el hombre anunció con el toque de un gong el comienzo del duelo.

Cí se situó a unos tres pasos del gigante. A sus costados, dos cocineros previamente instruidos aguardaban expectantes con sendos cuchillos en cuyas hojas habían practicado las marcas que determinarían la profundidad hasta la que deberían hundirlos. El gigante miró los cuchillos de reojo, como quien vigila a una serpiente cercana sin saber si es venenosa o no, mientras embuchaba unos últimos tragos de licor. Después escupió y gritó como un energúmeno solicitando otra botella.

El desafío comenzó.

El primer cocinero empapó un pincel en tinta negra y comenzó a pintar el trayecto que debía guiar al cuchillo sobre la masa de músculos del gigante. Luego le tocó el turno a Cí. El segundo cocinero realizó una operación similar, pero al discurrir sobre su pecho izquierdo, un temblor le sacudió. Sobre el cuerpo abrasado ya se apreciaba un camino similar, labrado en la carne por una profunda cicatriz. Al instante comprendió que no era la primera vez que el joven disputaba el desafío del dragón.

Mientras el cocinero lo pintaba, Cí entornó los párpados para invocar la protección de los espíritus. Tres años atrás, para salvaguardar el honor de un familiar, se había visto obligado, a su pesar, a participar en un desafío similar. En aquella ocasión había vencido, aunque el reto estuvo a punto de costarle la vida. Era la otra cara de la moneda: no percibía el dolor, pero su ausencia no le avisaba de ningún riesgo mortal. Y ésta era una de esas ocasiones en las que no sabía si saldría victorioso. De hecho, existía la posibilidad de que su cuchillo le perforase el pulmón antes de que el otro atravesase la gruesa capa de grasa y músculo que forraba el corpachón del gigante. Sin embargo, el riesgo merecía la pena, porque Tercera necesitaba que quedara vencedor.


* * *

Cí tragó saliva. El espectáculo iba a comenzar y los bramidos de los presentes atronaban en el salón. Parecían una jauría hambrienta y él era la presa.

No sintió el pinchazo. Sin embargo, percibió con claridad el hilo de sangre que borboteaba bajo su pezón y se deslizaba por su vientre hasta mancharle el pantalón. Era el momento más complicado. Cualquier respingo podía hacerle perder la apuesta. Precisamente por ello, debía mantener la calma y esperar a que el cuchillo de su contrincante hiciera su trabajo. Respiró profundamente cuando la punta comenzó a desgarrarle la piel. Mientras el corte crecía, observó frente a él al segundo cocinero haciendo lo propio con su adversario.

El gigante esbozó un gesto de dolor cuando la punta penetró sobre la areola amarronada, pero la sonrisa cínica que seguidamente le regaló le indicó a Cí que se enfrentaba a un serio problema. Cuanto más tiempo se prolongara la prueba, más cerca estaría él del cementerio.

De manos de los cocineros, los cuchillos avanzaron lenta pero inexorablemente, abriéndose paso a través de surcos cada vez más profundos, destrozando grasa y carne, perforando músculos, salpicando sangre y rasgando tejidos que provocaban en los contendientes gestos cada vez más dolorosos e incontrolados. En Cí, fingidos, pero en el gigante, verdaderos. Sin embargo, la boca del coloso permanecía sellada, las mandíbulas encajadas y el cuello prieto, agarrotado. Sólo su mirada iracunda, clavada en la de Cí, era el espejo de su dolor.

De repente, Cí advirtió cómo la punta del cuchillo se detenía sobre sus costillas, a un suspiro del corazón. El cocinero había apretado demasiado y la hoja había chocado contra la costilla, encallándose entre ésta y el tejido cicatrizado, duro como un tendón. Cí dejó de respirar. Cualquier movimiento brusco le perforaría el pulmón. El gigante apreció el gesto de Cí, e interpretándolo como el preludio de su victoria, pidió otra jarra de licor. Cí impelió a su cocinero a que continuara, pues si se detenía más de lo convenido, caería derrotado.

– ¿Estás seguro? -preguntó el cocinero. Le temblaba la mano.

«No».

Pero asintió.

El pinche apretó los dientes al tiempo que empuñaba el cuchillo con firmeza. Cí percibió su tensión. La piel se estiró como la resina hasta que en un chasquido reventó. Entonces el cuchillo avanzó directo hacia su corazón. Su pecho latió bajo la hoja y de nuevo contuvo la respiración. El cocinero esperó algún signo de renuncia, pero Cí no se lo concedió.

– ¡Continúa, maldito cabrón!

En ese instante escuchó la sonrisa sarcástica del gigante. Cí lo miró. Su torso era un reguero de sangre, pero el alcohol parecía haberle adormilado no sólo los sentidos, sino también la razón.

– ¿Quién es el cobarde? -rugió mientras volcaba la jarra en su garganta.

Cí sabía que si continuaban, se desencadenaría la tragedia. Pero necesitaba el dinero.

«Grita de una maldita vez».

De repente, como si le hubiera leído el pensamiento, sucedió. La cara del gigante se tornó lívida y sus ojillos embrutecidos se nublaron para a continuación abrirse espantosamente, como si acabara de ver alguna terrible aparición. Se levantó empapado en sangre y avanzó hacia Cí tambaleándose, con el cuchillo hundido hasta el mango a la altura del corazón.

– ¡Fu… fue él quien se movió! -balbuceó su cocinero exculpándose.

– ¡Di… ablo de mu… cha… cho!

Fueron las últimas palabras del gigante. Dio un paso más y se derrumbó como una montaña, derribando a cuantos apostantes y mesas había a su alrededor.

Un tumulto de hombres intentó reanimarlo mientras unos pocos se afanaban en cobrar lo ganado.

– ¡Vámonos de aquí! ¡Rápido!

Cí no tuvo tiempo de vestirse. El adivino lo enganchó del brazo y tiró de él hacia una puerta trasera aprovechando la confusión. Afortunadamente, la noche era cerrada y apenas había gente. Corrieron por el callejón que daba al canal hasta un puente de piedra bajo el que se ocultaron.

– Toma. Cúbrete y espera aquí.

Cí cogió la chaqueta de lino que le ofrecía y tapó sus heridas después de limpiárselas. Luego aguardó un tiempo, preguntándose si alguna vez volvería a ver al adivino. Para su extrañeza, apareció al poco con un saco repleto de bártulos.

– Tuve que encargar al mozuelo de la puerta que escondiera los demás trastos en un almacén. ¿Cómo estás? ¿Te duele mucho? -Cí negó con la cabeza-. Déjame ver. ¡Por Buda! Aún no sé cómo le has derrotado.

– Ni yo por qué apostaste por mí.

– Ya te lo explicaré luego. Utiliza esto. -Sacó un emplasto y se lo aplicó sobre las heridas-. Por el gran diablo Swhan, ¿cómo te hiciste esas quemaduras?

Cí no le contestó. El hombre terminó de vendarle con un trapo viejo. Luego se despojó de la piel de burro y cubrió con ella al joven. El frío de las montañas comenzaba a aterirle los huesos.

– Y dime, ¿tienes trabajo?

Cí volvió a negar con la cabeza.

– ¿Dónde vives?

– No es asunto tuyo. ¿Conseguiste cobrar? -le atajó Cí.

– Por supuesto. -Se rio-. Soy adivino, pero no estúpido. ¿Es esto lo que buscas? -Le ofreció una bolsa repleta de monedas.

Cí asintió. Se guardó la bolsa con los ochocientos qián apostados convertidos en mil seiscientos. Aunque era menos de lo que le correspondía, prefirió no porfiar.

– Tengo que irme -dijo Cí secamente y se levantó dispuesto a marcharse.

– ¡Eh! ¿A qué tanta prisa? Mírate. Con esa pierna no llegarás muy lejos.

– Necesito una farmacia.

– ¿A estas horas? Además, esa herida no te la tratarán en una farmacia. Sé de un curandero que…

– No la necesito para mí. -Intentó andar, pero cojeó-. ¡Maldita pierna!

– ¡Maldición! ¡Siéntate o nos descubrirán! Esos que han apostado sus jornales no son monjes budistas. En cuanto se les pase la borrachera, nos matarán para recuperarlos.

– He ganado limpiamente.

– Sí. Tan limpiamente como yo con los grillos. A mí no me engañas, chico. Tú y yo estamos hechos de la misma arcilla. Me fijé cuando el gigante te apretó el hombro. Ni te inmutaste. En ese momento no le di importancia, pero luego, cuando enseñaste todas esas cicatrices y, sobre todo, las que coincidían con las del recorrido del dragón… ¡Vamos, chico! No era la primera vez que jugabas a esto, y a fe que sabías bien lo que hacías. Y te digo: no sé cómo diablos lo consigues, pero engañaste a toda esa gente y a ese montón de músculos. A todos menos a mí. A Xu, el adivino. Por eso aposté por ti.

– No sé de qué me hablas.

– Ya. Yo tampoco entiendo de imanes, pero bueno… A ver, deja que le eche un vistazo a esa pierna. -Le subió la pernera y observó la herida-. ¡Maldición, chico! ¿Te ha mordido un tigre?

Cí apretó los dientes. Estaba perdiendo un tiempo precioso y no podía esperar más. No se había jugado la vida por Tercera para permanecer toda la noche escondido.

– Tengo que irme. ¿Conoces alguna farmacia o no?

– Alguna conozco, pero no te abrirán a menos que te acompañe. ¿No puedes esperar a mañana?

– No. No puedo.

– ¡Maldito muchacho! Está bien. Vamos.

Avanzaron entre las callejuelas de los muelles, ocultos por la bruma. Conforme se aproximaban a los almacenes, el olor a pescado podrido se mezclaba con el frío en un aroma vomitivo cada vez más espeso. Varios vagabundos se les quedaron mirando con ojos ambiciosos, pero la cojera de Cí y la piel raída de burro les disuadieron de atacarles. En el callejón de las raspas, el lugar donde los desechos y las vísceras de pescado encontraban su último provecho, el adivino se detuvo. Sorteó el caldo de sangre pútrida que encharcaba el suelo y llamó a la segunda puerta de un edificio que parecía un tugurio de bandidos. Al cabo de un instante, el resplandor de un farolillo anunció la presencia de un hombre.

– ¡Abre! Soy Xu.

– ¿Traes lo que me debes?

– ¡Diablos! ¡Abre! Traigo un herido.

El sonido de un cerrojo oxidado precedió al ruido de la puerta al abrirse. Tras ella apareció un hombre plagado de diviesos. Les miró de abajo arriba y escupió con desgana.

– ¿Tienes mi dinero?

Xu le apartó de un empujón y pasó dentro. Si el exterior parecía una cueva de ladrones, el interior era un estercolero. Una vez acomodados, Cí le solicitó el remedio. El hombre asintió con la cabeza y desapareció tras una cortinilla. Detrás se oyeron cuchicheos.

– No te preocupes. Es una rata, pero de fiar -dijo el adivino.

Al poco regresó el hombre con el remedio. Cí lo probó. Era el correcto, aunque la cantidad era escasa. Le pidió más, pero el hombre dijo que era cuanto tenía. El hombre le exigió mil qián, pero se conformó con ochocientos.

– ¡Oye! Dale algo también para la pierna -le exigió Xu a su conocido.

– No necesito…

– Tranquilo, chico. Esto corre de mi cuenta.

El adivino pagó al hombre y salieron del tugurio. Comenzaba a llover y arreciaba el viento. Cí se dispuso a despedirse de Xu.

– Gracias por…

– No tiene importancia. Escucha… he estado pensando… Dijiste que no tenías trabajo…

– Así es.

– Verás… Lo cierto es que desde hace años mi verdadero oficio es el de enterrador. Una profesión bien pagada si sabes cómo tratar a los familiares de los difuntos. Trabajo en los Campos de la Muerte, en el Gran Cementerio de Lin’an. Lo de adivino es sólo un apaño. En cuanto engañas a un par de paletos, se corre la voz y el truco del grillo ya se ha jodido. Tengo que ir cambiando de zona, pero los cabrones del hampa lo controlan todo. O les pagas, o más vale que te largues a otro lado. Lin’an es grande, pero no tanto.

– Ya. Entiendo… -Tenía prisa, pero no quería parecer desagradecido.

– Al final, para sacar cuatro qián, tienes que vender dulces, reparar cacerolas, adivinar el porvenir o contar cuentos. Y lo que he ganado esta noche tampoco es tanto. ¡Joder! ¡Tengo familia, y el vino y las putas cuestan dinero! -Se rio.

– Perdona, pero…

– Vale, vale. ¿Hacia dónde vas? ¿Al sur? Venga, vamos. Te acompaño.

Cí le dijo que tomaría alguna barca en el Canal Imperial, ahora que podía permitírselo.

– Es la ventaja de ser rico. ¿Te gustaría ganar más dinero? -Se carcajeó y golpeó con el codo a Cí en las costillas, olvidando que lo habían pateado.

– Vaya pregunta. ¡Por supuesto!

– Pues como te decía, lo de los grillos tan sólo cubre gastos… En cambio, tú y yo juntos… Yo conozco los mercados, los rincones. Sé embaucar a la gente, y tú con ese don… Podríamos hacernos de oro…

– ¿A qué te refieres?

– Sí, hombre. Lo haríamos con cuidado. No como con ese gigante, no. Buscaremos chulos, bravucones y perdonavidas, charlatanes y fanfarrones borrachos… El puerto está lleno de imbéciles dispuestos a apostar su pellejo contra un muchacho imberbe. Los desplumaremos y, antes de que se den cuenta, estaremos lejos con su dinero.

– Te agradezco la oferta, pero lo cierto es que tengo otros planes.

– ¿Otros planes? ¿Lo dices por el reparto? Si es por eso, estoy dispuesto a cederte la mitad de las ganancias. ¿O acaso crees que podrías hacerlo tú solo? ¿Es eso? Porque si es eso, te equivocas, muchacho. Yo…

– No. No es eso. Es que prefiero un empleo menos arriesgado. He de dejarte. Ten. Tu piel -dijo mientras se acercaba a la barcaza que cubría el trayecto.

– Da igual. Quédatela. Espera… ¿Cómo te llamas?

Cí no le contestó. Le dio las gracias por todo, se encaramó a la barca de un salto y se perdió entre las brumas.


* * *

El trayecto de vuelta se le antojó odiosamente interminable, como si por más que avanzara, los dioses se empeñaran en alejar una y otra vez el horizonte. Cuando desembarcó junto a la pensión, sólo pensaba en su hermana Tercera. Desconocía el motivo, pero tenía la horrible sensación de que algo malo le había sucedido. Subió las escaleras a trompicones sin reparar en su pierna herida. No había faroles y apenas se veía nada. Al llegar a la puerta encontró la cortina echada. Sólo escuchó los latidos de su corazón. El silencio le pareció tan inquietante como el de un sepulcro profanado. Apartó la cortina despacio. La lluvia entraba por el agujero de la pared encharcándolo todo.

Llamó a Tercera, pero no contestó nadie.

Mientras se acercaba al escondrijo en el que la había ocultado, sus manos comenzaron a temblar. Rezó para que Tercera estuviera dormida. Lentamente, separó las ramas de bambú. Detrás, apareció un bulto agazapado, inmóvil, inerte. A Cí se le heló el corazón. Aguardó un instante temiendo lo peor. Intentó pronunciar su nombre, pero la voz se le quebró en la garganta. Lentamente, alargó la mano, despacio, como si temiese tocarla, hasta que sus dedos rozaron el enredo de trapos que descansaban sobre el suelo. Entonces su garganta dejó escapar un grito de horror.

Bajo el bulto no había nada. Tan sólo una manta empapada y los restos de la ropa que vestía Tercera cuando la había dejado aquella mañana.

Capítulo 14

Cí se lanzó escaleras abajo aullando el nombre de su hermana. Alcanzó el piso principal casi sin resuello y se coló en la habitación del posadero, al que sacó a rastras de la esterilla en la que dormía. El hombre se protegió la cabeza pensando que iban a matarlo, pero al ver a Cí se levantó e intentó defenderse. Cí no tuvo piedad. Paró su envite y lo aferró por el cuello con rabia.

– ¿Dónde está? -Le apretó hasta sofocarle.

– ¿Dónde está quién? -Los ojos del posadero pugnaban por salirse de sus órbitas.

– ¡La niña que vino conmigo! ¡Responde o te mato!

– Es… está ahí dentro. Yo…

Cí lo arrojó al suelo con violencia y se adentró por las habitaciones como un poseso, arramblando contra muebles y enseres mientras penetraba en un tenebroso almacén que parecía abandonado, un estercolero de taburetes viejos, baúles abiertos y armarios desvencijados que abrió uno por uno temiéndose lo peor. Finalmente, llegó a un último cuarto en el que parpadeaba un lúgubre farolillo de aceite. Entró despacio. La luz anaranjada teñía las paredes desconchadas sobre las que descansaban biombos, esteras, aperos de pesca y cajas desarmadas. La oscuridad le sobrecogió. De repente, un ruido le hizo girar la cabeza hacia el fondo de la habitación hasta distinguir la figura de una joven asustada. La muchacha, acurrucada en el suelo, temblaba como si estuviera viendo al diablo. Cí avanzó hacia ella despacio, turbado por el vacilante resplandor que iluminaba su rostro ensuciado por la mugre. No quiso aproximarse más. Sobre su regazo yacía, inerme, el cuerpecito de Tercera.

Iba a arrodillarse junto a ella cuando algo le golpeó en la cabeza con tal violencia que le hizo perder la conciencia.


* * *

Despertó entre tinieblas, con la lengua pastosa y la cabeza como si se la hubiesen coceado. Apenas podía ver y le costaba respirar. Cerca de él, la luz del farol seguía titilando, barnizando de naranja la lóbrega estancia. Intentó moverse, pero no pudo. Se encontraba boca abajo, atado y amordazado. Trató de incorporarse, pero un pie sobre su mejilla se lo impidió. No pudo apreciar de quién era, aunque apestaba al mismo tufo que el del dueño del hostal. Su voz se lo confirmó.

– ¿Así es como nos lo pagas, maldito bastardo? ¡Debería matarte aquí mismo! Mira que se lo dije: «Deja que se pudra. Esa cría no es asunto tuyo…». Pero ella se empeñó en salvarla. Y ahora llegas tú, pedazo de boñiga, e intentas estrangularme y destrozas mi casa. -Apretó aún más el pie contra su cara.

– Padre, déjelo… -Se oyó una voz femenina implorar desde la oscuridad.

– ¡Y tú calla, por el santo Buda! Estos cabrones se follan a las niñas, las dejan medio muertas y aún pretenden golpearnos. ¿Pues sabes lo que te digo? Que aquí se acaba tu carrera porque es la última vez que jodes a alguien. -Sacó un cuchillo y lo acercó al cuello de Cí. El joven percibió cómo la punta penetraba en su garganta y se retorció-. ¿Te duele, bastardo?

A Cí no le dolía. Tan sólo notaba la presión de la hoja fría abriéndose paso bajo su mandíbula. Creyó escuchar una vocecita antes de desvanecerse.

– Es mi her… ma-no…

Cí pensó que se moría.


* * *

De nuevo la misma sensación de pesadez… La misma oscuridad.

Apenas logró carraspear. Continuaba atado, pero la venda que antes le amordazaba cerraba ahora el corte de su cuello. Entre la penumbra logró distinguir a la hija del posadero. Seguía con Tercera en brazos y enjugaba su sudor con un paño. La pequeña tosía. Del padre de la joven no quedaba ni rastro. Supuso que estaría atendiendo a algún huésped o resolviendo cualquier otro asunto.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Cí, refiriéndose a su hermana.

La hija del posadero negó con la cabeza.

– ¡Suéltame!

– Mi padre no se fía de ti.

– ¡Por todos los espíritus! ¿No ves que necesita su medicina?

La muchacha miró temerosa hacia la puerta. Luego clavó sus ojos en Cí como si dudase. Finalmente dejó a Tercera sobre una estera y se acercó hacia él. Iba a liberarle cuando la puerta se abrió de repente y la joven dio un respingo. Era su padre empuñando un cuchillo. El hombre se acuclilló junto a Cí, lo miró un momento y meneó la cabeza.

– ¡A ver, malnacido! ¿Qué cuento es ése de que es tu hermana?

Cí se lo confirmó mientras tartamudeaba. Le explicó la enfermedad que padecía Tercera, que había salido a buscar un remedio y que al volver y no encontrarla pensó que se la habían llevado para venderla o violarla.

– ¡Condenación! ¿Y por eso casi me matas?

– Estaba desesperado… Por favor, desatadme. Hay que darle la medicina. Está en mi bolsa.

– ¿Ésta de aquí? -Se la quitó de un tirón.

– Con cuidado. Es toda la que tengo.

El hombre olfateó el preparado y escupió con cara de asco. Pensó que tal vez el muchacho tuviera razón.

– Y todo ese dinero que llevabas encima, ¿a quién se lo has robado?

– Son mis ahorros. Necesito hasta la última moneda para comprar las medicinas de mi hermana.

Volvió a escupir.

– ¡Anda! ¡Desátalo!

La joven obedeció mientras su padre vigilaba a Cí. Nada más liberarlo, el joven corrió hacia su hermana, le acarició el pelo, mezcló el remedio en un cuenco con agua y lo vertió en su boca haciéndole apurar hasta la última gota.


– ¿Cómo estás, pequeña?

La niña esbozó una sonrisa que aplacó su angustia.


* * *

El posadero sólo le devolvió trescientos qián del dinero que le había quitado durante su desmayo. El hombre añadió que con el resto compensaría los destrozos que le había ocasionado en la habitación además de sufragar los cuidados que le habían dispensado a Tercera, entre los que incluía la blusa rota y el pantalón raído con los que su hija Luna había vestido a la chiquilla cuando la encontró tosiendo y empapada.

Aunque las cifras no le cuadraban, Cí pensó que el hombre miraba por su negocio y no protestó. Cuando una voz lejana solicitó la presencia del posadero, Cí aprovechó para intentar entablar conversación con la joven, pero ésta se mostró remisa. Finalmente, cogió en brazos a su hermana y se dispuso a regresar a su cuarto. Ya abandonaba la estancia cuando se detuvo y se giró hacia Luna.

– ¿Podrías cuidarla?

La muchacha no pareció comprender.

– Sólo por las mañanas. Necesito que alguien se encargue de ella… Te pagaré -le suplicó.

La muchacha le observó con curiosidad. Luego se levantó y se dirigió hacia la puerta invitándole a que se marchara. Cuando iba a hacerlo, escuchó cómo su voz le acariciaba.

– Hasta mañana -susurró la muchacha.

Cí la miró sorprendido. Sonrió.

– Hasta mañana.


* * *

Mientras paseaba sus dedos distraídamente por las heridas de su pierna, Cí apreció la timidez de un amanecer sombrío a través de las grietas de la pared. El frío le traspasaba los huesos y se aferraba a ellos entumeciéndolos. Se frotó los brazos e hizo lo propio con los de Tercera. La cría había tosido durante toda la noche. Sin duda, el remedio surtía efecto, pero necesitaría más dosis para completar el tratamiento. Por fortuna, el ungüento que el adivino le había proporcionado para las heridas de su pierna parecía actuar igualmente en las del pecho. Se ató la sarta de monedas a la cintura y ordenó a Tercera que se preparara. La cría se desperezó y obedeció a regañadientes. Luego dobló sus ropas húmedas y se calzó las zapatillas de esparto. Cí la esperaba impaciente, caminando de un lado a otro como un gato encerrado. Le dio un dulce que había comprado la noche anterior al posadero.

– Hoy te quedarás con Luna. Ella te cuidará, de modo que pórtate bien y obedécela en cuanto te diga.

– Podría ayudarle a ordenar la casa. Está muy descuidada -sugirió la niña.

Cí le sonrió. Se echó al hombro sus pertenencias y bajaron juntos las escaleras. Abajo, Luna aguardaba de espaldas, acuclillada. Parecía estar limpiando unas vasijas de cobre. Al advertir su presencia, la muchacha les regaló una sonrisa.

– ¿Ya te vas?

– Así es. He de resolver unos asuntos. Respecto al dinero…

– De eso se ocupa mi padre. Está afuera, arrancando unas hierbas.

– Entonces, nos vemos luego. En fin… no sé. Si necesitas cualquier cosa, Tercera es una buena niña. Seguro que puede ayudarte, ¿verdad?

La cría afirmó orgullosa.

– ¿A qué hora regresarás? -preguntó Luna sin atreverse a mirarle.

– Supongo que al anochecer. Ten. No se lo digas a tu padre. -Y le entregó unas monedas. Luego miró a su hermana-. Ya le he dado su medicina, de modo que no te causará problemas.

La joven se inclinó y él le devolvió el saludo.

A la salida encontró al posadero trasegando con una montaña de basura. El hombre le dirigió una mirada de desprecio. Cí apretó los dientes. Se arrebujó en su chaqueta de lino y le saludó. El hombre continuó limpiando como si hubiera pasado un perro.

Cí ya iba a marcharse cuando escuchó su voz.

– ¿Os vais?

– No. Aún nos quedaremos unos días… -Se hurgó en los bolsillos y, tras reservar la cantidad que necesitaría para las próximas dosis de medicina, le ofreció lo que le sobraba como pago.

– Mira, muchacho, no sé qué te habrás imaginado, pero la habitación cuesta dinero. -Miró de arriba abajo sus heridas-. Más del que parece que puedas conseguir.

– Encontraré la forma. Sólo concededme un par de días…

– ¡Ja! -escupió el hombretón-. ¿Te has mirado bien? En tu estado no creo que seas capaz ni de mear solo.

Cí aspiró con dificultad. Aquel hombre tenía razón. Y lo peor de todo era que ni siquiera sabía qué argumentar para convencerle. Aumentó la cifra un poco.

– Con eso no te llega ni para dormir bajo un árbol -le espetó con desprecio, pero cogió las monedas y se las guardó-. Te doy de plazo un día. Si a la noche no traes el dinero, mañana os echaré a varetazos.

Cí pensó en el juez Feng y se lamentó por su mala fortuna. De haberse encontrado en la ciudad habría acudido a él, pero ya en la aldea le había comunicado que permanecería en la frontera del norte durante varios meses. Tras asentir al posadero, se encaminó hacia el canal sorteando los charcos que anegaban las calles. Aún llovía y el agua empapaba sus heridas, pero eso no le importó. Debía encontrar un trabajo. Debía hacerlo como si en ello le fuera la vida.


* * *

Imaginó que en los alrededores de la Universidad Imperial de Lin’an encontraría algún aspirante que necesitara recibir clases privadas. Se había adecentado para mejorar su aspecto y ocultar sus magulladuras, pero si pretendía conseguir alumnos, antes tenía que obtener el certificado de aptitud, un documento en el que no sólo se detallaban los cursos superados, sino también la trayectoria de los padres y su probada honorabilidad.

Nada más descender de la barcaza, un escalofrío le sacudió el espinazo. Alzó la vista y el pulso se le aceleró. Frente a él, un ejército de estudiantes llegados de los confines del imperio se desplazaba tumultuosamente hacia la Gran Puerta de la universidad. Cí tomó aire y se encaminó hacia la explanada. Allí se arremolinaba una multitud de jóvenes en busca de la acreditación que les permitiría presentarse a los exámenes civiles, la llave que abría el camino hacia la gloria. Cí observó a su alrededor mientras la grisácea serpiente de aspirantes le engullía.

Comprobó que todo seguía igual: los senderos de cuerdas que conducían a los aspirantes como ganado a través de los jardines, las interminables hileras de puestos de bambú laqueado ordenados escrupulosamente cual fichas de dominó y los funcionarios instalados tras ellos como estatuas repetidas recién pintadas de negro, los alguaciles que con mil ojos y vara en mano espantaban a los ladronzuelos que acudían cual peces hambrientos a las migas de pan, el enjambre de vendedores de arroz y té hervido, los mercaderes de pinceles y tinta, los comerciantes de libros, los echadores de varillas adivinatorias, los pordioseros y los serviciales grupos de prostitutas primorosamente maquilladas, una marea de langostas ávida de hacer negocio en un recinto en el que el olor a comida recocida, a sudor rancio y a impaciencia se mezclaban con el griterío, los empujones y las prisas.

Cí guardó cola en una de las filas. Cuando le tocó el turno, un ardor le recorrió el estómago. Respiró con fuerza y avanzó un paso mientras rezaba para no encontrarse con ningún problema.

El funcionario que debía atenderle le miró sin levantar la cabeza, como si el bonete de seda que llevaba encasquetado hasta los párpados fuera de piedra en lugar de tela. Cí escribió su nombre en un papel y lo depositó sobre la mesa. El hombre terminó de apuntar unos números en una lista y volvió a mirarle sin inmutarse. Luego sus ojillos se fruncieron.

– Lugar de nacimiento -murmuró entre dientes.

– En Jianyang, prefectura de Jianningfu, en el circuito de Fujian. Pero realicé los exámenes provinciales aquí, en Lin’an.

– ¿Y no sabes leer? -Le señaló unos cartelones que indicaban la función y disposición de los distintos puestos-. Tienes que acudir al rectorado de la universidad. Esta fila es sólo para los foráneos.

Se mordió los labios. Sabía que en el rectorado no dispondría de ninguna oportunidad.

– ¿No podría gestionarlo aquí? -insistió.

El funcionario miró a Cí como si éste fuera transparente y sin dignarse responder le hizo una seña al joven que aguardaba tras él para que se adelantase.

– Señor, os lo ruego. Necesito…

Un empujón lo interrumpió.

– ¡Pero qué diablos…!

Cí se giró dispuesto a enseñar modales al impaciente, pero la proximidad de un alguacil le disuadió. Tragó saliva y se apartó de la fila mientras se preguntaba si debería correr el riesgo que suponía adentrarse en el edificio del rectorado. Después de su encontronazo con Kao en la Gran Farmacia, acudir a un lugar tan señalado podía convertirse en una trampa. Pero tampoco tenía otra opción. Apretó los puños y se dirigió hacia el edificio.

Al traspasar el umbral del Palacio de la Sabiduría no pudo evitar que un escalofrío le estremeciera el corazón. Había transitado por aquellos jardines cientos de veces, había entrado en las aulas con la misma ilusión con la que un niño recibe un caramelo tras recitar correctamente las lecciones, se había dejado las ilusiones y las esperanzas que un día creyó interrumpir para siempre, y ahora, tras un año de ausencia, volvía a franquear la pesada puerta de color sangre que con su dintel tachonado de amenazadores dragones parecía espantar a cuantos se aferrasen a la ignorancia.

El bullicio de los alumnos le devolvió a la realidad.

En las paredes de los pasillos, numerosos pliegos de papel inmaculadamente caligrafiados especificaban los requisitos que se exigían aquel año. Tras echarles un vistazo, ascendió hasta el Gran Salón de la primera planta, donde atendía un funcionario de rostro afable. Al llegar su turno le sonrió. Le explicó que necesitaba el certificado de aptitud.

– ¿Es para ti? -Le miró entornando los párpados.

Cí miró nervioso de un lado a otro.

– Sí.

– ¿Estudiaste aquí?

– Leyes, señor.

– Muy bien. ¿Necesitas las calificaciones o sólo el certificado?

– Ambas cosas. -Cí cumplimentó la solicitud con sus datos.

El funcionario la leyó con dificultad. Luego miró al joven y asintió.

– De acuerdo. Entonces he de acudir a otro despacho. Espera aquí -le informó.


Cuando el hombre regresó, su rostro amable había desaparecido. Cí pensó que habría descubierto algo, pero el funcionario apenas le miraba. En realidad, sólo tenía ojos para el expediente que sujetaba en sus manos, el cual releía una y otra vez con estupor. Cí dudó si esperar, pero el hombre seguía absorto, sin despegar la mirada de unos documentos sellados por la prefectura.

– Lo siento -dijo al fin-. No puedo emitir el certificado. Tus notas son excelentes, pero la honorabilidad de tu padre… -Se calló.

– ¿Mi padre? ¿Qué sucede con mi padre?

– Léelo tú. Hace seis meses, durante una inspección rutinaria, se descubrió que había malversado fondos en la judicatura en la que había trabajado. El peor delito de un oficial. Aunque se encontraba en excedencia por luto, fue degradado y expulsado.


* * *

Cí leyó el informe atropelladamente mientras retrocedía tambaleándose. Necesitaba aire. Apenas si podía respirar. Los documentos se le escaparon de las manos y se desperdigaron por el suelo. Su padre, condenado por corrupción… ¡Por eso se había negado a regresar! Feng se lo habría comunicado durante su visita. De ahí su cambio de opinión y su repentino silencio.

De repente, todo cobraba un patético sentido; una ironía que le salpicaba para marcarle como un estigma. Se sentía sucio por dentro, contaminado de la ignominia de su padre. Las paredes le daban vueltas. Le entraron ganas de vomitar. Dejó caer el expediente y corrió escaleras abajo.

Mientras deambulaba por los jardines, lamentó su estupidez. Vagaba de un lado a otro con la mirada perdida, chocándose con los estudiantes y los profesores como si fueran estatuas errantes. No sabía a dónde iba ni qué hacía. Tropezó con un puesto de libros y lo volcó. Intentó recoger el destrozo, pero el dueño empezó a insultarlo y él le respondió. Un guardia próximo se acercó para aclarar el suceso, pero Cí se alejó antes de que le alcanzara.

Salió del recinto mirando de un lado a otro, temeroso de que en cualquier momento alguien le detuviera. Por fortuna, nadie reparó en él, de modo que saltó a la barcaza que cubría el trayecto desde la universidad hasta la plaza de los Oficios y permaneció inmóvil camuflado entre los viajeros hasta que llegó a su destino. Una vez allí, miró la sarta de su cintura, en la que bailaban doscientas monedas. Después de haber pagado a Luna por ocuparse de Tercera y de abonar los trayectos en barca, era cuanto le quedaba. Buscó una herboristería clandestina y adquirió un tónico para la fiebre. Cuando entregó su última moneda, Cí supo que había tocado fondo. Hasta ese momento había alimentado la esperanza de emplearse en los alrededores de la universidad impartiendo clases a alguno de los estudiantes que, sobrados de recursos y acuciados por las fechas, contrataban a profesores que les abriesen las puertas de la gloria. Pero sin certificado de aptitud, todo ese sueño se había derrumbado. Seguía necesitando dinero para pagar el hospedaje y la comida, un dinero que le sería requerido sin falta aquella misma noche.

Necesitaba trabajar ya.

«Sí, ¿pero de qué?».

Elaboró un esquema mental de las tareas que presumía que sería capaz de desempeñar con eficiencia, y de éstas desestimó aquéllas por las que nadie le pagaría. Cuando terminó, repasó el listado y llegó a la conclusión de que era un inepto. En un mercado abarrotado de braceros, sus conocimientos legales no le servirían ni para distinguir un pez comestible de uno envenenado. Por lo demás, apenas si dominaba otro oficio manual que el propio de los campesinos, y convaleciente como estaba, dudaba que tuviera fuerzas para trabajar de mozo de carga. Aun así, tras ser rechazado en varios comercios, se acercó a un almacén de sal y pidió una oportunidad.

El encargado que le atendió lo miró como si le ofrecieran comprar un burro cojo. Tocó sus hombros sopesando cuánto resistiría y guiñó un ojo a su ayudante. Luego subió a una escalera e indicó a Cí que se colocara debajo.

Cuando el primer fardo cayó sobre sus espaldas, las costillas le crujieron como ramas secas. Al segundo saco, Cí dobló el espinazo y cayó de bruces bajo la carga.

Los dos hombres estallaron en carcajadas. Luego, el más grande apartó los sacos de sal y empujó a Cí como si fuera otro fardo, para seguidamente continuar acarreando sacos como si nada hubiera pasado.

Cí se arrastró hasta la calle mientras intentaba recuperar el resuello. No percibía dolor físico, pero las secuelas de las heridas le habían hecho mella. Pese a saber que difícilmente obtendría un empleo sin formar parte de los gremios que controlaban hasta el más calamitoso de los oficios, se levantó y continuó recorriendo negocios, talleres, almacenes y muelles, pero no logró que nadie le ofreciese trabajo ni siquiera a cambio de comida.

Tampoco le extrañó. Si alguna cosa sobraba en Lin’an, además de delincuentes y muertos de hambre, eran mozos robustos dispuestos a dejarse la piel de sol a sol por un mísero tazón de arroz.

Hasta la corporación municipal de recogida de excrementos, cuyas cuadrillas batían a diario los canales para vender las inmundicias a los agricultores, le negó un empleo. Suplicó al oficial al mando un día de prueba a cambio de alimento, pero el hombre denegó con la cabeza mientras le señalaba los cientos como él que malvivían pidiendo.

– Si quieres recoger mierda, tendrás que cagarla primero.

Cí no malgastó saliva. Simplemente, se la tragó. Echó a andar por un callejón perpendicular a la avenida Imperial y continuó sin rumbo fijo hasta plantarse al otro lado de las murallas. Llevaba vagabundeando un rato cuando un griterío procedente de un recodo junto a los baluartes atrajo su atención.

Bajo un tendal mugriento varias personas sujetaban a un niño que se debatía semidesnudo ante el regocijo de los presentes. Los alaridos del crío se tornaron aún más agudos cuando un hombre armado con un cuchillo se acercó a él.

Cí comprendió al punto que se trataba de una castración. Sin advertirlo, había llegado al lugar donde habitualmente se apostaban los cuchilleros de las murallas, barberos especializados que por una módica cantidad convertían a pequeños indigentes rebosantes de vida en los futuros eunucos del emperador. Lo sabía porque junto a Feng había contemplado los cadáveres de decenas de ellos tras morir consumidos por las fiebres, gangrenados o simplemente vacíos de sangre como cabritos degollados. Y por el aspecto de aquel barbero y de su descuidado instrumental, todo hacía presagiar que aquel chiquillo pasaría pronto a engrosar las fosas de los cementerios.

Apartó como pudo a un par de pordioseros y se hizo un hueco entre el público que se apostaba frente al espectáculo. Entonces Cí palideció.

El barbero, un anciano sin dientes que apestaba a licor, había intentado seccionar los genitales al niño infiriéndole un corte que, en lugar de los testículos, había sajado parcialmente su pequeño pene. Cí imaginó que el anciano jamás concluiría la intervención con éxito. Ahora tendría que incluir el pene en la amputación, y ésa era una operación que exigía una destreza de la que las manos temblorosas del anciano parecían carecer. Mientras el niño se desgañitaba como si le estuvieran abriendo en dos, Cí se acercó hasta la que parecía ser su madre, quien entre sollozos pedía a su hijo que mantuviera la calma. Cí dudó de la conveniencia de lo que iba a hacer, pero finalmente se atrevió.

– Buena mujer, si permitís que este hombre continúe, vuestro hijo morirá en sus brazos.

– ¡Apártate! -balbuceó el anciano esgrimiendo torpemente el cuchillo ensangrentado.

Cí retrocedió mientras clavaba su mirada en los ojos brillantes del barbero. Sin duda, aquel hombre se había bebido ya hasta la última moneda que le hubieran pagado.

– Ya eres un hombrecito, de modo que no llorarás, ¿verdad? -balbuceó.

El niño asintió, pero su rostro indicaba lo contrario.

El cuchillero se frotó los ojos e intentó restañar la hemorragia mientras achacaba el error de la incisión a un movimiento del niño. Dijo que el tajo alcanzaba el conducto urinario, lo cual le obligaría a ampliar la amputación. Sacó de entre sus adminículos un tallo de paja y embadurnó el pequeño tallo de jade sanguinolento con salsa picante.

Cí meneó la cabeza. El cuchillero parecía haber contenido el flujo, pero aun así debía apresurarse. Observó cómo se apoderaba de una venda sucia y liaba con ella el pene y los testículos del crío, retorciéndolos juntos como si fueran una tripa de embutido. El niño gritó, pero el viejo no se inmutó y preguntó al padre si realmente estaba decidido. La pregunta era obligatoria, pues la emasculación no sólo convertiría al niño en un «no hombre» para el resto de sus días, sino que, conforme a las enseñanzas confucianas, le acompañaría más allá de la tumba impidiéndole descansar en paz.

El padre asintió.

El cuchillero tomó aire. Cogió una pequeña rama y la introdujo entre los dientes del aterrorizado pequeño. Le dijo que mordiera con fuerza.

– Y vosotros, sujetadlo.

Tras comprobar que todos estaban dispuestos, dirigió el vendaje que envolvía los genitales hacia la ingle derecha, alzó la lanceta, inspiró y descargó el brazo con la violencia justa como para sajar de un único tajo los testículos y el tallo de jade, al tiempo que un grito desgarrador atronaba a los presentes. De inmediato, entregó el miembro amputado al padre para que lo custodiara y procedió a contener la sangre con unos paños empapados en agua con sal. Seguidamente, introdujo un tallo de paja en el conducto urinario para impedir su cierre, ligó las venas descuidadamente, cosió los bordes de la herida y vendó el torso del niño.

Cuando el hombre anunció la conclusión de la amputación, los parientes rompieron a llorar de alegría.

– Se ha desmayado por el dolor, pero se recuperará pronto -les aseguró.

El cuchillero instruyó al padre en la necesidad de que durante dos horas el niño caminara todo lo posible. Después debería guardar reposo tres días antes de retirarle el tallo de paja. Si orinaba sin problemas, todo quedaría resuelto.

Sin comprobar que la venda ejerciera la presión adecuada, recogió su instrumental y lo metió en una bolsa de loneta sucia. Se disponía a marcharse cuando Cí le detuvo.

– Ese niño aún necesita cuidados -observó.

El hombre le miró con desdén y soltó un escupitajo.

– Pues yo lo único que necesito son críos. -Sonrió con malicia.

Cí se mordió los labios. Iba a replicarle cuando unos alaridos a su espalda lo alertaron. Al volverse, observó con horror que los familiares del pequeño eunuco gritaban acuclillados alrededor de su hijo, el cual yacía lívido sobre un charco de sangre. De inmediato intentó ayudarles, pero el pequeño era prácticamente un cadáver. Iba a exigirle al cuchillero que le auxiliara cuando al girarse advirtió que había desaparecido. No pudo hacer más porque los gritos atrajeron a un par de guardias que al comprobar que Cí retrocedía con las manos cubiertas de sangre corrieron hacia él para detenerlo.

Se escabulló como pudo entre una multitud. Poco después encontró refugio bajo uno de los puentes de piedra, donde aprovechó para lavarse las manos. Después miró al cielo.

«Mediodía. Y aún no sé cómo pagaré al hospedero».

Un pequeño grillo trepó por su zapato.

Cí lo alejó de un capirotazo. Sin embargo, cuando el animalejo se debatía por recuperar la posición, recordó algo.

«La propuesta del adivino».

Sólo de imaginarlo le entraron náuseas. Odiaba valerse de su enfermedad, pero sus circunstancias y las de su hermana le obligaban a planteárselo. Quizá fuera para lo único para lo que realmente valiese. Para ir de pelea en pelea convertido en una atracción de feria.

Miró las aguas oscuras del canal corriendo turbias hacia el río. Imaginó el frío y tembló. Pensó en saltar, pero la imagen de su hermana le contuvo.

Apartó la vista de una corriente que le atraía con la insistente promesa de una salida rápida y se levantó decidido. Tal vez aquél fuera su destino, pero al menos lucharía por evitarlo. Escupió cerca del grillo y salió en busca del adivino.


* * *

Escudriñó hasta debajo de las piedras, pero no le encontró. Recorrió los mercadillos del distrito pesquero, el rastro de las salazones, el mercado de tejidos situado junto a las sederías del muelle y el elegante Mercado Imperial, el mayor y mejor provisto de los almacenes de la capital. En todos preguntó a mozos, a tenderos, a maleantes y a desocupados, sin que ninguno supiera darle razón. Era como si la tierra se lo hubiera tragado, hubiera lamido su rastro y después hubiera vomitado cien charlatanes distintos para que pulularan de un lado a otro ocupando su lugar.

Iba a darse por vencido cuando recordó que, la noche del desafío, el adivino le había hablado de su empleo en el Gran Cementerio de Lin’an.


* * *

De camino a los Campos de la Muerte, se preguntó si estaría haciendo lo correcto. Al fin y al cabo, su presencia en la capital obedecía a su empecinada obsesión por los estudios, un empeño que de nada le serviría si terminaba convirtiéndose en el muerto más listo del imperio.

Pensó si no habría sido mejor huir a otra ciudad y buscar refugio en un lugar en el que nadie les conociese, lejos de los amenazadores tentáculos de Kao. Pero seguía allí, intentando prolongar no sabía qué, en nombre de un sueño que cualquier cuerdo calificaría de imposible.

Cerró los ojos y pensó en su padre, el hombre que ahora sabía que les había deshonrado, el hombre que había traicionado la memoria de su familia condenándoles a él y a Tercera al oprobio perpetuo. Nada más hacerlo, una punzada le atravesó el corazón. Su padre… Le parecía imposible que la persona que le había educado en la rectitud y en el sacrificio fuera la misma que había robado y traicionado la confianza del juez Feng. Pero los informes eran concluyentes. Los había leído con cuidado y recordaba detalladamente cada una de las acusaciones. Se prometió entonces que jamás sería tan indigno, tan falso y tan infame como él. Descargó su rabia pateando los tablones de la borda. Su padre era el único responsable de cuanto les estaba sucediendo. Sin embargo, mientras la razón alimentaba su odio, una pulsión en su interior le impelía a creer en su inocencia.

No abrió los ojos hasta que el suelo de madera le sacudió. La barcaza en la que se había colado se cimbreó con torpeza hiriendo su flanco contra el dique del embarcadero del lago del Oeste, justo a las faldas de la colina en la que se ubicaba el cementerio.

Mientras ascendía por la suave cumbre que precedía a los Campos de la Muerte, observó a la variopinta multitud que se afanaba por alcanzar la cima. Tras la jornada laboral, los familiares solían congregarse para acudir a honrar a sus muertos portando toda clase de viandas con las que practicar sus ofrendas. Se acordó de Tercera. Comenzaba a atardecer y ni siquiera tenía la certeza de que la hija del posadero le hubiera proporcionado algo de comida. La sola idea de imaginarla hambrienta le hizo estremecer, de modo que aceleró el paso, dejó atrás al séquito de plañideras y adelantó a los hombres que se acercaban al enorme portalón de entrada con un ataúd a hombros.

Una vez en el cementerio, deambuló entre los modestos postes funerarios buscando a algún cuidador que pudiera indicarle el paradero del adivino. Al no encontrarlo, continuó el ascenso hacia la parte más noble de la colina, donde el manto de césped rodeaba primorosamente las lápidas de piedra que anunciaban el comienzo de los jardines y los mausoleos de la colina. Allí, las familias más pudientes, vestidas de riguroso blanco, ofrecían a los difuntos té recién preparado y encendían las varillas de incienso cuyo aroma se fundía con el verdor de la hierba y la húmeda neblina. Tras coronar la cima, se alejó de los llantos y los lamentos para dirigirse hacia un pabellón de color pardo oscuro cuyos aleros curvados le recordaron las alas de un siniestro cuervo. En las inmediaciones, un jardinero sombrío le indicó que encontraría a la persona por la que preguntaba no muy lejos de allí, en los alrededores del Mausoleo Eterno.

Cí se lo agradeció. Siguiendo sus indicaciones, alcanzó un templete de planta cuadrada que emergía de entre la niebla como un espectro. A sus pies, un hombrecillo semienterrado extraía tierra de una tumba abierta, escupiendo exabruptos a cada paletada. Al reconocer al adivino, un temblor le sacudió. Se detuvo un momento mientras contemplaba al hombre resoplar. Luego se acercó despacio, dudando de si aquélla sería una elección acertada.

Estaba a punto de irse cuando el adivino elevó la mirada y clavó sus ojos en él. El hombrecillo dejó la pala sobre el montón de tierra y se enderezó. Luego se escupió en las manos y meneó la cabeza. Cí no supo qué decir, pero el adivino se adelantó.

– ¿Se puede saber qué demonios haces aquí? -Hundió la pala en la fosa con cara de pocos amigos-. Si lo que buscas es más dinero, ya me lo he gastado en putas y vino, así que ya puedes largarte por donde has venido.

Cí frunció el entrecejo.

– Pensé que te alegrarías de verme. Al menos, anoche parecías más entusiasmado.

El adivino le interrumpió con un resoplido.

– Anoche estaba bebido, de modo que ahueca, que tengo trabajo.

– ¿Ya no recuerdas que ayer me ofreciste participar en…?

– Mira, muchacho, gracias a ti, ahora todo Lin’an sabe lo que hacía con los grillos. Y suerte que esta mañana pude escapar, que si me agarran los energúmenos que pretendían acogotarme, sería yo ahora el que ocuparía este sitio. -Y señaló la fosa que estaba abriendo.

– Disculpa, pero te recuerdo que no fui yo el que hizo las trampas.

– ¡Ah! ¿No? ¿Y entonces cómo llamas a apostar contra un gigante a sabiendas de que aunque te parta en dos no soltarás ni un lamento? ¡Maldita sea! ¡Vete de aquí antes de que salga de esta fosa y te eche a palazos!

– ¡Pero por Buda! ¿Qué te sucede? Ayer me suplicabas que peleara. He venido dispuesto a aceptar tu oferta, ¿lo entiendes?

– ¡Y dale con ayer! Ya te he dicho que estaba borracho -rezongó.

– Pues a juzgar por el cuidado con el que contabas las monedas, no lo parecía.

– Escúchame bien: aquí el que no entiende nada eres tú. -Salió de la fosa, pala en mano-. No entiendes que por tu culpa no pueda volver al mercado. No entiendes que ya se haya corrido la voz de lo de tu ventaja especial y nadie quiera apostar contra ti. No entiendes que estás maldito y que arrastras la mala suerte contigo. Y no entiendes que tengo que acabar esta maldita tumba y que quiero que te alejes de mí. -Arrojó la pala al fondo del agujero.

Una voz ronca a su espalda le arrancó de su estupor.

– ¿Te está molestando, Xu? -preguntó un hombretón de brazos tatuados salido de la nada.

– No. Ya se iba -respondió.

– Pues entonces acaba la fosa de una vez o esta noche tendrás que buscarte otro empleo -ladró, y señaló al cortejo fúnebre que se acercaba por la ladera.

El adivino agarró la pala y continuó cavando como si le fuera la vida en ello. Cuando el hombre tatuado les dio la espalda, Cí saltó a la fosa.

– ¿Pero qué haces?

– ¿No lo ves? Ayudar -dijo Cí mientras excavaba en la tierra con sus propias manos. El adivino lo contempló.

– Anda. Toma esto. -Y le proporcionó una azada.

Cavaron juntos hasta formar un agujero de un cuerpo de longitud por medio de profundidad. Xu no habló durante el trabajo, pero cuando terminaron, sacó una jarra sucia de su bolsa, vertió un líquido oscuro en un vaso y se lo ofreció a Cí.

– ¿No temes que beba contigo un ser maldito?

– Venga. Traga de una vez y salgamos de este agujero.


* * *

Permanecieron junto a la sepultura mientras los familiares recitaban sus últimas plegarias. Luego, a una seña del que parecía el más anciano, procedieron a introducir el féretro en la fosa. Estaban terminando cuando inesperadamente Cí resbaló, con tan mala suerte que el ataúd se precipitó hasta el fondo y con el impacto se abrió.

Cí enmudeció.

«¡Dioses del cielo! ¿Qué más puede ocurrir?».

Al punto intentó colocar la tapa, cuyos clavos se habían desprendido, pero el adivino lo apartó de un empellón, como si con su vehemencia pudiese calmar los alaridos que los familiares proferían al ver el cuerpo del difunto ensuciado con la tierra. Xu intentó mover el cuerpo, pero se había lastimado un dedo y apenas podía manejarse.

– Sacadlo de ahí, hatajo de inútiles -gritó la que por su atuendo aparentaba ser la viuda-. ¿No ha sufrido lo bastante como para que le hagáis penar en muerte? -se quejó.

Ayudados por el resto de los parientes, Cí y Xu extrajeron el maltrecho ataúd de la fosa y entre todos lo condujeron al mausoleo para repararlo y repetir la limpieza del cadáver. Las mujeres permanecieron en el exterior lamentándose mientras los hombres se afanaban en adecentar el cuerpo. Cí observó que el adivino apenas podía utilizar una de sus manos, así que cogió una esponja humedecida con agua de jazmín y comenzó a limpiar la ropa del difunto. Los familiares se lo permitieron porque traía mala suerte tocar los cuerpos de los muertos e importunarlos tras su fallecimiento podía acarrear su venganza posterior.

A Cí no le importó. Estaba acostumbrado a manejarse con cadáveres, así que no se inmutó cuando tuvo que desabrocharle la camisola para quitarle la tierra que se había metido bajo la ropa. Al frotar con la esponja, observó unas marcas en su cuello.

Dejó de limpiar y miró al que se había identificado como progenitor.

– ¿Alguien maquilló el cadáver? -le preguntó.

Al hombre le extrañó la pregunta, pero negó con la cabeza. Seguidamente, se interesó por la cuestión, pero Cí, en lugar de contestar, continuó.

– ¿Cómo falleció? -Apartó un poco más la camisola para inspeccionar la nuca.

– Se cayó de un caballo y se partió el cuello.

Cí meneó la cabeza. Levantó los párpados del muerto, pero Xu le interrumpió.

– ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Quieres dejar de importunar y acabar el trabajo? -le conminó.

Cí no le escuchó. Por el contrario, miró con determinación al familiar y habló sin vacilar.

– Señor, este hombre no murió como decís.

– ¿A qué te refieres? -balbució el padre del muerto sin comprender-. Su cuñado lo vio caer.

– Pues tal vez fuera así, pero, desde luego, alguien aprovechó después para estrangularlo.

Sin esperar a que respondieran, Cí les mostró unas sombras púrpuras a ambos lados del cuello.

– Estaban disimuladas bajo el maquillaje. Un trabajo burdo -añadió Cí-. Pero sin duda se corresponden con las marcas de unas manos poderosas. Aquí -le señaló los hematomas separados por un hilo de piel-. Y aquí.

Los parientes se miraron asombrados e insistieron en si estaba seguro de sus observaciones. Cí no lo dudó. Les preguntó si deseaban continuar con la inhumación, pero los padres acordaron interrumpirla de inmediato y acudir al juez para denunciar el caso.


* * *

Mientras Cí le entablillaba el dedo roto, Xu no dejó de rumiar entre dientes. En cuanto el joven terminó con la cura, Xu se lo soltó.

– Dime una cosa, ¿estás endemoniado?

– Pues claro que no. -Cí se rio.

– Entonces haremos negocios -determinó.

Cí lo miró sorprendido. Sólo un rato antes, el adivino le había asegurado que nadie apostaría contra él, y ahora su rostro sonriente parecía el de un pobre menesteroso al que de repente le hubieran regalado un palacio. A Cí no le importó. Lo único que le interesaba era conseguir unas monedas de adelanto con las que pagar al posadero. Anochecía y su temor era cada vez mayor. Se lo contó a Xu, que se rio como un crío.

– ¿Problemas de dinero? ¡Ja! ¡Seremos ricos, muchacho!

El hombre hurgó en su talega y sacó lo suficiente como para satisfacer una semana de hospedaje por adelantado. Sin dejar de reír se lo entregó a Cí.

– Y ahora, jura por tu honor que mañana a primera hora regresarás al cementerio.

Cí contó las monedas y luego lo juró.

– Entonces, ¿pelearemos?

– Claro que no, chico. Será más peligroso, pero mucho mejor.

Capítulo 15

Para cualquier otra persona, la ausencia de dolor habría supuesto un regalo del cielo, pero para Cí representaba un sigiloso enemigo que, en cuanto le volvía la espalda, le apuñalaba sin piedad. Mientras la barcaza avanzaba despacio, se palpó las costillas buscando indicios que le advirtieran de alguna fractura o contusión. Luego hizo lo propio con las piernas, acariciándolas suavemente primero y con firmeza después. La izquierda se le antojó normal, pero la derecha presentaba un preocupante color violáceo. Había poco que pudiera hacer, así que se bajó la pernera y miró los bizcochos de arroz dulce que acababa de comprar para su hermana. Imaginó su carita ilusionada y sonrió. Durante el trayecto había contado una y otra vez las monedas que le había entregado el adivino, asegurándose de que le alcanzaría para satisfacer una semana de alojamiento y otra de manutención.

Cuando alcanzó la pensión, encontró al posadero discutiendo a gritos con un joven mal encarado. Al verle, el hombre le hizo una seña para indicarle que Tercera se encontraba arriba y continuó la disputa sin prestarle mayor atención, así que Cí subió los escalones de dos en dos rezando para que la cría no hubiera empeorado.

La encontró dormida bajo una manta de lino, respirando plácidamente como un cachorro recién amamantado. Aún tenía restos de arroz en la comisura de los labios, así que imaginó que habría cenado bien. Le acarició la frente con suavidad. Su temperatura, aunque alta, no era la de por la mañana y eso le sosegó. La despertó con un arrullo para preguntarle si había tomado la medicina y sin abrir los ojos la niña afirmó. Entonces Cí se tumbó cuan largo era, rezó por los suyos sin olvidarse de su padre y por fin descansó.

Al día siguiente se despertó con una noticia desagradable. El posadero aceptaba reservarle la habitación el tiempo que quisiera, pero, aunque pagara, no podía hacerse cargo de la niña. Cí no le entendió.

– Pues está muy claro. -El hombre siguió hirviendo el cuenco del desayuno-. Éste no es lugar para una cría. Y tú deberías ser el primero en darte cuenta -añadió.

Cí siguió sin comprender. Pensó que simplemente el posadero pretendía más dinero, de modo que se dispuso a negociar.

– ¡Por los dioses del cielo! Ésa no es la cuestión -se le encaró el posadero-. ¿Tú has visto qué clase de gente entra y sale de este antro? Y digo gente por llamarles de alguna forma. Si tu hermana se queda aquí, vendrás una noche y no la encontrarás. O peor aún: la encontrarás abierta de piernas y chorreando sangre por su sagrada cueva. Luego querrás matarme y seré yo quien te mate a ti. Y la verdad, me gusta tu dinero. Pero no me apetece matarte y acabar ajusticiado. De modo que ya sabes: habitación sí, pero niña no.

Cí dudó de sus palabras hasta que vio surgir a un hombre medio desnudo de una habitación de la que después salió la hija del posadero. Entonces no lo pensó. Recogió sus cosas, pagó la cuenta y abandonó la posada con Tercera.


* * *

De nada valieron sus explicaciones. Cuando se presentó en el cementerio con Tercera, el adivino puso el grito en el cielo.

– ¿Acaso crees que esto es un hospicio? Te dije que el negocio sería peligroso -masculló.

El hombrecillo les agarró y los condujo a rastras a un lugar apartado. Parecía realmente enfadado. Permaneció en silencio unos instantes meneando la cabeza de un lado a otro y rascándosela como si tuviera piojos. Finalmente se acuclilló y obligó a Cí y a Tercera a que hicieran lo propio.

– Me da igual que sea tu hermana. Tiene que irse -concluyó.

– ¿Por qué siempre tengo que irme? -terció la pequeña.

Cí la miró compasivo. Luego miró a Xu.

– Eso. ¿Por qué tiene que hacerlo? -le interrogó.

– Pues porque… porque… ¿qué diablos hace una niña en un cementerio? ¿Dónde la metemos? ¿La dejamos jugando con los muertos?

– A mí me asustan los muertos -protestó Tercera.

– Tú cállate -interrumpió Cí. El joven miró a su alrededor, inspiró con fuerza y clavó sus ojos en Xu-. Sé que no ha sido buena idea, pero no tengo otro remedio -resopló-. Y como desconozco qué clase de extraño trabajo tendré que hacer, se quedará con nosotros hasta que encuentre otra solución.

– ¡Ajá! ¡Perfecto! ¡El muerto de hambre poniendo condiciones a su amo! -Le pegó una patada a una piedra y sonrió.

– ¡Tú no eres mi amo! -Cí se levantó.

– Tal vez no. Pero tú sí que eres un muerto de hambre. Bueno… dos -señaló a la pequeña y volvió a patear la tierra-. ¡Maldito sea mi espíritu! ¡Sabía que no era buena idea!

– ¿Pero quieres explicarme cuál es el problema? Tercera es obediente. Se sentará en un rincón y no molestará.

Xu se acuclilló de nuevo y comenzó a murmurar. De repente, se levantó.

– Muy bien. Que sea lo que los dioses quieran. Fijemos, pues, el pacto.


Para discutir los términos, Xu condujo a Cí y a su hermana al Mausoleo Eterno, el pabellón donde se practicaban los amortajamientos. El adivino entró primero para encender un farol que iluminó una habitación oscura que apestaba a incienso y a cadáver. A Tercera le asustó el lugar, pero Cí le apretó la mano y la niña se tranquilizó. El adivino prendió una vela que depositó en una especie de banco alargado donde adecentaban a los muertos. Luego apartó el desbarajuste de tarros, esencias, aceites e instrumentales y sacudió los restos de dulces de las ofrendas y los trozos de arcilla provenientes de los muñecos que en ocasiones acompañaban a los difuntos.

– Aquí haremos nuestro negocio -señaló, orgulloso, alzando la vela.

Cí no entendía nada. Aquello no era más que una habitación vacía, así que permitió que Xu avanzara en su explicación.

– Lo vi desde el primer instante -continuó Xu-. Esa capacidad tuya de predicción…

– ¿De predicción?

– ¡Ja! ¡Y pensar que yo me las daba de adivino! ¡Qué callado te lo tenías, bribón!

– Pero…

– Escucha -le interrumpió-. Te pondrás aquí y observarás los cadáveres. Tendrás luz y libros. Cuanto creas preciso. Tú los miras y me dices lo que vayas averiguando. No sé: de qué murió el difunto, si está feliz en su nuevo mundo, si necesita algo… Te lo inventas si es preciso. Y yo se lo cuento a los familiares para que nos paguen y todos encantados.

Cí miró a Xu con estupefacción.

– No puedo hacer eso.

– ¿Cómo que no? Ayer te vi hacerlo. Lo de que el hombre no murió por la caída del caballo, sino que fue estrangulado, fue algo increíble. Correré la voz y los clientes acudirán como moscas de todos lados.

Cí meneó la cabeza.

– No soy un charlatán. Lamento confesarlo, pero es así. No adivino cosas. Sólo compruebo indicios, señales… marcas en los cuerpos.

– Indicios… señales… ¿qué más da cómo lo llames? El caso es que averiguas cosas. ¡Y eso vale mucho dinero! Porque lo que hiciste ayer… podrás repetirlo, ¿no?

– Podría saber cosas, sí…

– Pues entonces, ¡trato hecho! -Sonrió.


Se sentaron en torno a un ataúd para dar cuenta del desayuno que Xu había preparado. Sobre el improvisado tablero Xu dispuso platillos de colores cubiertos con camarones de Longjing, sopa de mariposas, carpa agridulce y tofu con pescado. Desde el día en que el juez Feng les había visitado en la aldea, ni Cí ni su hermana habían comido tanto.

– Le dije a mi mujer que lo preparara. ¡Esto había que celebrarlo! -Xu sorbió la sopa.

Cí se chupó los dedos y advirtió que Xu le estaba mirando las quemaduras de sus manos. El joven las escondió. Odiaba sentirse observado como un animal de feria. Terminó con los últimos platillos y le dijo a Tercera que saliese a jugar fuera. La niña obedeció.

– Dejemos claros los términos -zanjó Cí-. ¿Qué saco yo de todo esto?

– Veo que eres inteligente… -El adivino se rio-. La décima parte de los beneficios. -Y borró la sonrisa de su rostro.

– ¿Una décima parte por llevar el peso del negocio?

– ¡Eh! No te equivoques, chico. Yo pongo la idea. Pongo el lugar. Y pongo los muertos.

– Y si yo no acepto, eso es exactamente lo que tendrás: los muertos. Quiero la mitad o no hay trato.

– ¿Pero qué te has creído? ¿El dios del dinero?

– Dijiste que sería peligroso.

– También lo será para mí.

Cí lo meditó. Sin la debida autorización, la manipulación de cadáveres era un delito gravemente penado, y por lo que sabía de los métodos de Xu, le daba la impresión de que en el trabajo que había planeado para él se incluía examinar a los muertos. Hizo ademán de incorporarse, pero el adivino le agarró. El hombrecillo sacó una jarra con licor de arroz y lo vertió en dos cuencos. Se bebió el primero y a continuación el segundo. Eructó.

– De acuerdo. Te daré la quinta parte -concedió.

Cí lo miró. Sintió que su corazón temblaba tanto como las manos del adivino.

– Gracias por la comida. -Y se levantó.

– ¡Condenado muchacho! ¡Siéntate de una vez! Esto tiene que ser un negocio para los dos, y soy yo quien más arriesga. Si averiguan que ando mercadeando con los cadáveres, me echarán a la calle.

– Y a mí a los perros.

El adivino frunció el ceño y se sirvió otro trago de licor. Esta vez le ofreció un cuenco a Cí. Vació el suyo un par de veces más antes de hablar. Luego se levantó y cambió el tono de voz.

– Mira, hijo, tú crees que todo este negocio va a depender de esos poderes especiales que pareces poseer, pero las cosas no funcionan así. Hay que convencer a los familiares para que nos permitan acceder a los cuerpos, averiguar cuanto podamos sobre ellos, interrogarles con anterioridad para conocer hasta el último detalle de sus deseos y de sus anhelos. El arte de la adivinación se compone de una parte de verdad, diez de mentiras y un resto de ilusión. Tendremos que seleccionar a las familias más pudientes, hablar con ellas durante el velatorio, y todo ello con el mayor sigilo para que nadie nos estropee el negocio. Un tercio de lo que saquemos. Mi última oferta. Es justo para los dos.

Cí se levantó, juntó los puños sobre su pecho y se inclinó ante él.

– ¿Cuándo empezamos? -preguntó.


* * *

Durante el resto de la mañana Cí ayudó a Xu a enderezar lápidas, limpiar fosas y cavar sepulturas. Mientras trabajaban, Xu le confesó que en ocasiones acudía a un templo budista para ayudar con las cremaciones. Añadió que los confucianos denostaban aquel horrible método que consumía el cuerpo, pero la creciente influencia budista y lo oneroso de los enterramientos empujaban a muchos necesitados a cruzar la frontera del más allá mediante el fuego purificador. A Cí le interesó la posibilidad de acompañarle, pues sería una oportunidad para volver a practicar el estudio con cadáveres, algo que no hacía desde que dejó de ayudar a Feng. Cuando Xu le preguntó cómo había conseguido sus habilidades, Cí improvisó que su don era un rasgo de su familia.

– ¿El mismo que te impide notar el dolor?

– El mismo, sí -mintió.

– Pues entonces no te quejes tanto y ponte a trabajar. -Y le señaló una nueva tumba.

Comieron arroz aderezado con una horrible salsa preparada con agua turbia, de la que Xu se mostró especialmente orgulloso. Pasado el mediodía, Cí se dedicó a limpiar y ordenar el Mausoleo Eterno. La habitación contigua en la que el adivino almacenaba su instrumental era lo más parecido a un estercolero, así que dedujo que la casa de Xu sería una pocilga o algo peor. Por eso, cuando el adivino le propuso que él y Tercera se trasladaran a vivir con él, la idea no le entusiasmó.

– ¿Qué opinas? -preguntó el adivino sin reparar en el rostro de Cí-. Si vamos a ser socios, es lo mínimo que puedo hacer por ti, ¿no? -Se detuvo un instante y frunció el ceño-. Claro que, obviamente, tendrías que pagarme… Pero al menos solucionarías el problema de tu hermana.

– ¿Pagar? Pero si no tengo dinero.

– Por eso no te preocupes. Sería apenas una bagatela que además me cobraría de tus honorarios. Digamos que… ¿la décima parte?

– ¿¡La décima parte!? -Cí abrió los ojos desmesuradamente-. ¿A eso lo llamas bagatela?

– ¡Por supuesto! -dijo convencido-. Y ten en cuenta que a ese precio deberás añadir que tu hermana ayude a mi mujer en la pescadería, que no quiero inútiles en mi casa.

Aunque el coste se le antojó exorbitante, a Cí le tranquilizó escuchar que su mujer cuidaría de Tercera. Xu le explicó que vivía con sus dos esposas. Había tenido tres hijas, pero por fortuna ya había conseguido casarlas, así que se había librado de ellas. A Cí sólo le preocupaba la salud de su hermana. Cuando se lo expuso a Xu, éste le comentó que de lo único de lo que debería ocuparse Tercera sería de limpiar el pescado y de ordenar el género. Cí se relajó. Parecía como si de repente toda su vida comenzara a enderezarse.

Discutieron sobre la forma en que organizarían el trabajo. Xu le contó a Cí la cadencia de entierros, que estimó en unos cincuenta diarios, de los cuales una buena parte eran causados por accidentes, ajustes de cuentas o asesinatos. Le explicó que existían otros enterradores, pero que intentaría adjudicarse los sepelios más beneficiosos. Además, entre sus planes no sólo figuraba averiguar cosas de los muertos. También aprovecharían para hacer negocio con los vivos.

– Al fin y al cabo, tú sabes algo de enfermedades. Seguro que de un vistazo puedes adivinar si alguien padece mal de estómago, o de tripas, o de intestinos…

– Tripas e intestinos son lo mismo -aclaró Cí.

– ¡Eh, chico! No te hagas el listo conmigo -le atajó-. Como te decía, la gente siempre viene aquí con remordimientos. Ya sabes: algún mal comportamiento, alguna pequeña traición, algún hurto que el difunto cometió en vida… Si establecemos una relación entre el mal que pueda aquejarles con el alma atormentada del muerto, querrán desembarazarse de la maldición y podremos sacarles el dinero.

Para disgusto de Xu, Cí se negó en redondo. Una cosa era aplicar sus conocimientos para averiguar detalles sobre las circunstancias de los fallecimientos y otra muy distinta aprovecharse de unos incautos con necesidad de consuelo.

Xu no se dio por vencido.

– De acuerdo. Tú identifica la dolencia, que yo me ocuparé del resto.

Cí se rascó la cabeza. Estaba claro que trabajar con Xu le iba a ocasionar más de un disgusto.


Esa misma tarde asistieron a seis entierros. Cí trató de examinar un cadáver cuyos párpados inflamados parecían anunciar una muerte violenta, pero los familiares del difunto se lo impidieron. Cuando sucedió por tercera vez, Xu comenzó a plantearse si realmente había hecho un buen negocio. Le dijo a Cí que tendría que espabilar o que rompería el acuerdo.

Cí se quedó pensativo. Anochecía y pronto cerrarían las puertas del cementerio. Tomó aliento y miró el cortejo que ascendía lento por la ladera. Podría ser su última oportunidad. Enseguida advirtió que se trataba de una familia de posibles, porque el féretro estaba lujosamente labrado y porque, tras ellos, un grupo de músicos pagados entonaba una melodía lúgubre. Rápidamente buscó entre los asistentes al que le pareció más afectado, un joven enlutado cuyos ojos enrojecidos mostraban un palpable sufrimiento. A Cí le avergonzaba lo que iba a hacer, pero no lo dudó. De un modo u otro tenía que alimentar a Tercera, así que se aseguró de que sus manos permanecieran ocultas bajo los guantes y se acercó al joven con la excusa de acompañarle en el sentimiento. Luego le ofreció una varilla de un incienso al que atribuyó un poder especial. Mientras fabulaba sobre las cualidades del perfume, buscó en el aspecto del joven el rastro de alguna dolencia. Pronto advirtió un tono amarillento en sus ojos que gracias a sus conocimientos médicos identificó con una afección del hígado.

– A veces, la muerte de un familiar agrava los vómitos y las náuseas -le confesó-. Si no lo remediáis, el dolor que sufrís en vuestro costado derecho tarde o temprano os llevará a la tumba.

Al escucharlo, el joven empezó a temblar como si un espectro acabara de anticiparle un fatídico destino. Cuando le preguntó si acaso era adivino, Cí enmudeció.

– Y de los buenos -intervino Xu con una sonrisa.

Xu no perdió el tiempo. Se acercó al joven y, tras hacerle una reverencia pasmosamente exagerada, lo agarró del brazo y lo apartó un poco del cortejo. Cí no supo de qué hablaron, pero por el rostro de satisfacción de Xu y la bolsa que le mostró después, dedujo que el negocio comenzaba a dar sus frutos.


* * *

Aquella noche Cí conoció la barcaza en la que vivía el adivino. Sin duda, la nave había hecho su última singladura hacía tiempo y lo que quedaba de ella permanecía amarrado al muelle, merced a unas sogas de cáñamo que impedían que se fuera al fondo. Crujía a cada paso y apestaba a pescado podrido. A Cí le pareció cualquier cosa menos una vivienda, pero Xu se mostró orgulloso de ella. El joven iba a traspasar la loneta que hacía de puerta, cuando de repente se dio de bruces con una mujer que gritaba como si le estuvieran robando. La mujer intentó echar a Cí y a la niña, pero el adivino la detuvo.

– Ésta es mi esposa, Manzana -se rio Xu, y al instante salió otra mujer más joven que se inclinó al verlos-. Y ésta también, Luz -presumió sin dejar de reír.

Mientras cenaban, Cí hubo de soportar los cuchicheos de las dos mujeres. Ambas renegaron una y otra vez de la idea de hospedar a dos personas más en un lugar en el que no cabía ni un grillo, pero cuando Xu les arrojó la sarta de monedas que gracias a Cí había ganado en el cementerio, las mujeres mudaron el rostro y dibujaron una exagerada sonrisa.

– Ya te pagaré tu parte -le susurró a Cí, y se encogió de hombros.

Se acostaron prensados como arenques. A Cí le tocó junto a los pies de Xu, y se preguntó entonces si no habría sido preferible dormir junto al pescado podrido. Pensó si su incapacidad para distinguir el dolor le proporcionaba una especial habilidad para percibir los aromas, y al punto saltó a su mente el extraño olor que había advertido en su casa el día que fue abatida por un rayo. Aquel olor acre e intenso… aquel olor… Intentó girarse para encontrar una posición más cómoda, pero no lo consiguió.

Mecido por el chapotear del agua, trató de conciliar el sueño. En la lejanía se escuchaban los tenues golpes de gong que anunciaban el paso de las horas. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que el sopor comenzó a vencerle. Imágenes de su época en la universidad afloraron a su pensamiento y una extraña felicidad le embargó. Estaba soñando con su graduación cuando de repente sintió que le tapaban la boca y le agitaban con violencia. Abrió los ojos asustado y se encontró con el aliento de Xu, que le conminaba a que se levantara en silencio.

– ¡Tenemos problemas! ¡Deprisa! -susurró.

– ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– Te dije que sería peligroso.

Capítulo 16

Durante la noche apenas si circulaban barcazas por Lin’an, así que tuvieron que prescindir de los canales y seguir a pie al desconocido que les había despertado. Cí logró vislumbrar un rostro oscuro embozado bajo una túnica raída que tiempo atrás pudo haber sido naranja. El hombre se desplazaba con sigilo y en cada esquina se detenía para comprobar si alguien les seguía, haciéndoles indicaciones para que se pararan o avanzaran. Cí volvió a preguntar a Xu qué sucedía, pero éste le aconsejó que guardara silencio y caminara.

Atravesaron la ciudad empleando los callejones peor iluminados para evitar los pelotones de la prefectura que habitualmente patrullaban la ciudad. Cí advirtió que se dirigían hacia las montañas occidentales, el lugar donde se asentaba el principal monasterio budista de la ciudad. Aunque su nombre oficial era el Palacio de las Almas Elegidas, la mayoría de los ciudadanos se referían a él como el Asador de Cadáveres, porque era allí donde noche y día se quemaba a los muertos que no se podían enterrar. Cuando alcanzaron la Gran Pagoda, con la interminable torre de los mil escalones que presidía el complejo, la luna aún brillaba entre nubes amenazadoras.

El hombre que les había conducido hasta allí les hizo una seña para que se detuvieran y se identificó ante el que custodiaba la entrada. Luego entró en el recinto y les ordenó que esperaran. Cuando el hombre desapareció, Cí insistió a Xu para que le contase lo que ocurría, pero el adivino sólo acertó a decirle que le siguiera la corriente y mantuviera la boca cerrada.

Poco después apareció un anciano de ojos pálidos y voz temblorosa. Xu se inclinó ante él y Cí le imitó. El hombre devolvió la reverencia y les solicitó amablemente que le acompañasen. Ambos avanzaron despacio tras él, mientras Cí se asombraba de la exuberante decoración que engalanaba las paredes, en contraste con la sobriedad de los templos erigidos en honor al maestro Confucio. Atravesaron las dependencias del edificio principal y se encaminaron hacia el ala septentrional, donde decían que la carne de los muertos ardía hasta consumirse. Allí tomaron un pasadizo cuya descarnada desnudez contrastaba con la fastuosa decoración que habían dejado atrás y que parecía descender hasta las profundidades de los infiernos. Un hedor nauseabundo anunció la proximidad de la sala de incineración. El lugar atemorizó a Cí.

La sala era una caverna mohosa excavada en la ladera, cubierta por una niebla de cenizas que dificultaba la respiración. Entre la neblina, Cí distinguió una enorme pira sobre la que descansaba un cadáver desnudo y varias figuras de pie a su alrededor. Contó unos diez.

Como si supiera lo que debía hacer, Xu se acercó a la pira.

– ¿Es éste? -preguntó, y le hizo una seña a Cí para que se aproximara. Luego pidió a los presentes que le dejaran espacio suficiente para examinar el cadáver-. No quise contártelo para no alarmarte -le susurró a Cí mientras palpaba descuidadamente los miembros del muerto-, pero esta momia era el jefe de una de las bandas de delincuentes más poderosas de la ciudad. Los que nos rodean son sus hijos y quieren que averigüemos quién le mató.

– ¿Y cómo pretenden que hagamos eso? -Su voz fue otro bisbiseo.

– Porque ayer les aseguré que tú podrías hacerlo.

– ¿Tú? ¿Acaso has perdido el juicio? Pues diles que te equivocaste y marchémonos -susurró.

– No puedo hacer eso.

– ¿Por qué?

Xu tragó saliva.

– Porque ya cobré el dinero.

Cí observó a los familiares. Sus miradas eran frías y cortantes como el filo de las dagas que empuñaban. Imaginó que si fallaba, habría más de un cadáver en la sala.

Con gesto de desaprobación, pidió más luz y se adelantó a Xu mientras rezaba para aprovechar correctamente las experiencias aprendidas con el juez Feng.

Acercó el farol al rostro del muerto, un amasijo de carne y sangre reseca al que le faltaba una oreja y parte de los pómulos. Un caso de violencia innecesaria. Sin embargo, ninguna de las heridas parecía mortal. Por la rigidez de sus miembros y la coloración de su piel estimó que el fallecimiento se habría producido al menos cuatro días antes. Solicitó vinagre en abundancia e interrogó a los presentes sobre las circunstancias en que había sido encontrado. También preguntó si algún juez había inspeccionado antes al difunto.

– Nadie lo ha examinado. El cadáver apareció en el jardín de su casa, en el fondo de un pozo. Lo encontró el único criado que estaba de servicio en ese momento -dijo uno de los presentes, quien recordó a Cí que Xu les había asegurado que adivinaría el nombre del asesino.

Cí hinchó sus pulmones. Si permitía que aquellos hombros dieran por cierta su infalibilidad, después no habría forma de alegar lo contrario. Pensó en cómo solucionar el contratiempo.

– No todo depende de mí -dijo elevando la voz para cerciorarse de que le escuchaban-. Es cierto que puedo adivinar cosas, pero por medio siempre estarán los dioses y sus designios. -Y miró hacia el gran monje en busca de su aprobación.

El monje asintió con una reverencia e hizo lo propio ante unos familiares que no se inmutaron por la declaración.

Cí tragó saliva. Se volvió hacia el muerto y continuó con la inspección. El cuello se apreciaba intacto, pero al separar la manta que cubría su torso, una miríada de gusanos se estremeció sobre el grasiento paquete intestinal, que aparecía desparramado sobre su costado derecho. Un hedor se atascó en su garganta y descendió hacia su estómago hasta hacerle vomitar. Xu le auxilió. Cuando se recuperó, pidió unas hilas de algodón empapadas en aceite de cáñamo que introdujo en sus fosas nasales tan pronto como las tuvo en sus manos. Entonces, como por arte de magia, la fetidez desapareció. Luego encargó a Xu que cavasen un agujero en el que poder introducir el cuerpo.

– El hombre era budista. Desean quemarlo -advirtió Xu.

Cí explicó a Xu que precisaba la fosa para calentar el cuerpo. Era algo que había visto hacer en innumerables ocasiones a su maestro Feng, pero, sobre todo, algo que les proporcionaría tiempo. Mientras varios monjes comenzaban a cavar, Cí inició el examen detallado. Pidió a los familiares que se apartaran para hacerse valer.

– Con el permiso del primogénito, me encuentro ante un honorable varón de unos sesenta años, de estatura y complexión medianas y constitución habitual para su edad. No se aprecian cicatrices o marcas antiguas que revelen enfermedad grave o mortal. -Les miró-. Su piel es blanda y depresible, pero se desgaja al tirar con fuerza. Tiene el cabello ralo y cano, que igualmente se desprende al tirar. Presenta numerosas contusiones en cabeza y rostro, producidas sin duda por el impacto de un objeto romo.

Se detuvo al observar los labios del muerto. Memorizó un detalle y continuó.

– El torso aparece arañado, probablemente al haber sido arrastrado por el suelo. El vientre… -Intentó disimular un gesto de asco-. En el vientre se aprecia una herida cortante que avanza desde la base del pulmón izquierdo hasta la ingle derecha, dejando la mayoría de las vísceras fuera. -Se interrumpió para aguantar una arcada-. Tiene los intestinos hinchados por humores, aunque no así el vientre. Su tallo de jade es normal. Las piernas no presentan rasguño alguno…

Miró a los familiares, confiando en que encontraran la información satisfactoria. Sin embargo, éstos se mantuvieron impasibles, expectantes, como quien aguarda ante un largo espectáculo la revelación de un final sorprendente.

«¿En dónde me has metido, Xu? Si bastante difícil es que averigüe la causa de la muerte, ¿cómo pueden imaginar que sabré el nombre del culpable?».

Cí instó al adivino a que interrumpieran la zanja y le ayudara a girar el cadáver. Una vez dispuesto boca abajo, conminó a los monjes a que concluyeran la fosa. Por desgracia, una vez examinada, la espalda del difunto apenas ofrecía información relevante con la que completar su teoría, así que cubrió el cuerpo y comenzó a enumerar sus conclusiones.

– A los ojos de cualquiera, este hombre fue asesinado merced al enorme tajo que le abrió el vientre. La herida provocó la evisceración que…

– ¡No hemos pagado para que nos cuentes lo que hasta un ciego sería capaz de adivinar! -le interrumpió un anciano, e hizo un gesto a un joven espigado con un costurón en la cara.

Sin mediar palabra, el desfigurado se acercó a Xu, lo agarró por el pelo y apoyó su daga sobre su garganta. El anciano prendió una vela diminuta y la depositó junto a Cí.

– Tenéis de plazo hasta que se extinga la llama. Si para entonces no habéis pronunciado el nombre del asesino, tú y tu socio lo lamentaréis.

Un temblor frío recorrió a Cí. Aún desconocía el origen del deceso, así que miró a Xu en busca de una respuesta que éste no le devolvió. Contempló el parpadeo débil de la llama mientras descendía lenta pero inexorablemente.

Xu ayudó a terminar el agujero. En cuanto concluyeron, Cí ordenó que lo llenaran con ascuas que mandó a buscar a las cocinas. Cuando los rescoldos se apagaron, colocó una esterilla sobre ellos, la roció con el vinagre y pidió que trasladaran el cadáver a la fosa. Una vez dentro, lo cubrió con la manta y esperó nervioso.

La vela languideció al ser zarandeada por la brisa. Cí sintió su estómago palpitar.

Tomó aire y repasó sus opciones. A lo sumo, podría aventurar la causa, pero de ahí a deducir el nombre del culpable mediaba un abismo imposible de sortear. Y, por supuesto, desconocía si tal respuesta sería suficiente para aplacar la ira de aquellos hombres. Se tomó un tiempo que no tenía para destapar el cadáver y adoptó un gesto solemne. Luego examinó sus tobillos.

– Como decía -buscó con la mirada a los presentes-, a ojos de cualquier observador, este hombre murió como consecuencia de la brutal herida que le despedazó el vientre… Pero tal evidencia sólo demuestra la astucia y la perversidad de su asesino. -Acarició con sus dedos los tobillos del muerto-. Un hombre taimado, frío e inquietante que no sólo dispuso del tiempo necesario para perpetrar el crimen, sino que después manipuló el cadáver para hacernos creer que ocurrió algo distinto a lo sucedido.

Los presentes escucharon con atención. Sin embargo, Cí sólo tenía ojos para el parpadeo de la vela, que desaparecía a pasos agigantados. Intentó apartar la mirada y concentrarse en su alocución.

– Cuando os pregunté antes, me comentasteis que la noche de su desaparición el difunto se encontraba custodiado por hombres dignos de confianza. Este hecho descarta una posible conspiración y a su vez nos conduce hacia un único responsable. Un ser cruel y violento, cobarde en exceso, como un chacal.

– El tiempo se extingue -le advirtió el hombre que amenazaba a Xu.

Cí miró de reojo la cera. Apretó la mandíbula y se acercó al hombre de la daga.

– Pero este hombre no murió apuñalado. Desde luego que no, como así lo demuestra la piel cortada que bordea el tajo. -La señaló-. Si la observáis con detenimiento, comprobaréis que los gusanos han respetado los cortes de la herida, una herida que en el momento de ser inferida no derramó sangre. Y no sangró, porque cuando abrieron en canal a este desdichado, llevaba ya horas muerto.

Un rumor recorrió la caverna hasta transformarse en un clamor de estupor.

Cí prosiguió.

– Curiosamente, tampoco murió ahogado, como demuestra el hecho de que su estómago se revele vacío al comprimirlo y que tanto sus fosas nasales como el interior de su boca, incluidos dientes y lengua, se hallen exentos de restos vegetales, de insectos o de la suciedad típica de los pozos, que sin duda habría tragado de haber estado vivo.

»Así pues, la única respuesta posible es que ya estuviese muerto cuando lo arrojaron al pozo. -Se giró hacia los familiares-. Lo que finalmente nos conduce a la cuestión del modo en que murió.

– Y si no fue acuchillado ni asfixiado, si ni tan siquiera llegó a ser golpeado, ¿cómo falleció entonces? -preguntó el hijo.

Cí sabía que de sus palabras podían depender sus vidas, así que las sopesó.

– Vuestro padre murió horriblemente despacio. Sin posibilidad de hablar. Sin capacidad para pedir ayuda. Vuestro padre murió entre estertores, envenenado. -Un nuevo murmullo se extendió por la cripta-. Así nos lo confirman sus dedos agarrotados y sus labios ennegrecidos, del mismo modo que su lengua oscura nos habla sin duda del cinabrio: el mortal elixir de los taoístas, la ponzoña de los alquimistas locos. -Cí hizo una pausa, justo antes de comprobar que la vela se debatía ya en su último aliento-. Una vez muerto -prosiguió-, y aprovechando la oscuridad de la noche, vuestro padre fue sujetado por los tobillos y arrastrado boca abajo hasta el pozo de su propio jardín, al que fue ignominiosamente arrojado. Pero no conforme con su acto, el asesino aún tuvo tiempo para rajar su estómago y mutilar su rostro con la única intención de ocultar la verdadera causa de la muerte.

– ¿Cómo puedes saber eso? -interrumpió uno de los presentes.

Cí no se arredró.

– Porque las marcas reveladas por el vapor de vinagre no dejan lugar a dudas. -Las señaló en los tobillos-. Por eso sé que fue arrastrado sobre su vientre, aún agonizante, como atestiguan sus uñas, las cuales se astilló mientras intentaba aferrarse a la vida. -Mostró las uñas llenas de tierra, que apostó a que coincidiría con la presente en su jardín.

Cí advirtió que la vela desfallecía. El hombre del cuchillo tensó sus músculos cuando la llama exhaló su último suspiro.

– Impresionante -admitió el pariente más viejo-, pero aún no has pronunciado el nombre del asesino. -E hizo un gesto al desfigurado del cuchillo-. ¡El nombre! -exigió.

Desesperado, Cí miró a su alrededor buscando una salida. No había ventanas ni pasadizos. Tan sólo roca desnuda. Dos hombres armados custodiaban la única puerta que comunicaba con el exterior y Xu estaba preso. Cualquier decisión que pudiera salvarles debería tomarla allí.

El hombre del cuchillo oprimió el arma sobre el cuello de Xu. Sus ojos insensibles revelaban su determinación. Cí comprendió que si no le daba un nombre, degollaría al adivino.

Transcurrieron unos instantes de silencio en los que sólo escuchó su respiración.

El más anciano no aguantó. Dio orden al desfigurado y éste alzó el brazo para descargar el cuchillo sobre el cuello de Xu. Entonces Cí gritó.

– ¡El Hombre de la Gran Mentira! -inventó.

El desfigurado se detuvo desconcertado. Buscó en el rostro del anciano una señal de aprobación.

– Ése es el culpable que buscáis -insistió Cí, tratando de mantenerse sobre la telaraña que intentaba tejer.

Mientras aguardaba, miró a Xu. Esperaba que el adivino dijera algo, que hiciera un gesto que le mostrara un camino, un indicio que le revelase cómo salir de aquel atolladero, pero Xu mantenía los párpados cerrados, apretados como cerrojos.

– Mátalo -sentenció el anciano.

– ¡Fue Chang! ¡Chang lo asesinó! -gritó de repente Xu.

El anciano palideció.

– ¿Chang? -Sus labios se agitaron. Luego, sus manos temblorosas buscaron entre sus ropajes un cuchillo que relució a la luz de los faroles. Lentamente, sin mediar palabra, avanzó hacia uno de los presentes, que retrocedió aterrado hasta que varios hombres lo detuvieron agarrándolo por los brazos. El despavorido era Chang. El mismo a quien Xu acababa de señalar. El acusado negó el crimen, pero cuando le arrancaron las uñas, confesó que no había pretendido hacerlo y suplicó perdón entre sollozos. Su rostro era el de un transfigurado. La imagen de quien comprende que su vida ya se extingue, de quien se sabe muerto antes de que llegue a suceder.

No se resistió.

Su ejecución fue lenta. El anciano seccionó con destreza las venas de su cuello para que el asesino apreciara cómo moría. Cuando exhaló con un último estertor, los hombres se volvieron hacia Cí y le cumplimentaron con una reverencia. Después, el anciano le entregó al adivino una bolsa con monedas.

– Tu segundo pago. -Se inclinó. Xu le devolvió el saludo mientras recuperaba el aliento-. Y ahora, si nos lo permitís, debemos honrar a nuestros muertos.

Xu iba a retirarse, pero Cí se lo impidió.

– ¡Escuchadme todos! -exhortó-. Los dioses han hablado por mi boca. Sus designios han hecho posible la revelación del asesino y, con el mismo poder que me han otorgado, os conmino a que guardéis silencio sobre cuanto habéis presenciado. Que ningún alma distinta a la vuestra conozca este secreto. Que nadie permita que su lengua traicione este prodigio o de lo contrario os aseguro que los espectros de los infiernos os perseguirán a vosotros y a vuestras familias hasta el día en que caigáis en vuestra tumba.

El anciano guardó silencio mientras fruncía los labios. Luego se inclinó otra vez y se retiró con todo su séquito. Después, el mismo monje que les había conducido hasta la cripta les acompañó a la salida.

Cí y Xu emprendieron el camino de vuelta a la ciudad, descendiendo de la colina de la Gran Pagoda por su ladera oriental. Se adivinaba el despuntar del amanecer allá donde el mar se fundía con el horizonte. Un sol que para Cí apenas existía. Caminaron sin dirigirse la palabra, cada cual meditando sobre lo sucedido. Poco antes de franquear la muralla que defendía la ciudad, Xu se encaró a Cí.

– ¿Por qué demonios les has dicho eso? -masculló-. Teníamos en nuestras manos el negocio de nuestras vidas y tú lo has echado a perder. ¿En qué estabas pensando cuando les amenazaste? A esa gente la conoce todo el mundo. De no ser por tu estúpido sermón, dentro de unas horas todo Lin’an sabría lo ocurrido, nos lloverían los clientes y habríamos ganado lo suficiente como para comprar nuestro propio cementerio.

Cí no podía contarle a Xu que un alguacil le perseguía y que lo que menos necesitaba era que todo Lin’an se enterara de que un joven de manos quemadas trabajaba en el cementerio. Aun así, se le revolvieron las tripas. Habían estado a punto de morir, y en lugar de agradecerle que le hubiera salvado, Xu sólo pensaba en recriminarle que hubiera perjudicado el futuro de su negocio.

Le entraron ganas de alejarse de él. Pensó en abandonarlo todo, coger a Tercera y huir a cualquier lugar, pero el frío del amanecer apaciguó su cólera y serenó su respuesta.

– ¿Así es como pagas lo que he hecho por ti? -dijo al fin.

– ¡Cuidado, chico! ¡No te atribuyas un mérito que no te corresponde! ¡Fui yo quien pronunció el nombre de Chang! -bramó Xu. Su rostro era el de los iluminados que se sienten depositarios de la verdad absoluta.

Cí lo miró como si fuera un mercachifle y se preguntó si merecía la pena discutir con alguien cuyos únicos razonamientos se basaban en el dinero. Supuso que no, pero no estaba dispuesto a dejarse avasallar. No si de ello dependía el futuro de su hermana y el suyo.

– Comprendo -dijo-. Tal vez hubiera sido preferible dejar que te acuchillaran. O quizá podría haberme quedado callado frente al cadáver, esperando a que tú lo solucionaras.

– ¡Yo dije el nombre del asesino! -repitió Xu.

– ¡De acuerdo! ¡Da igual! Al fin y al cabo, ésta ha sido la primera y la última vez que discutimos por este asunto.

– No entiendo. ¿A qué te refieres?

– Pues me refiero a que jamás, te lo repito, jamás, volveré a participar en lo que para cualquier ser con algo de conocimiento sería una locura, y que para ti parece ser simplemente un negocio lucrativo. -Se detuvo en seco-. ¡Por todos los dioses! ¿De veras crees que puedo adivinarlo todo? Maldita sea. No soy más que un pobre diablo que ni siquiera ha concluido sus estudios y tú pretendes que me comporte como un dios frente a unos energúmenos que no habrían dudado un instante en rebanarnos el cuello… De verdad, por más que lo pienso, todavía no entiendo cómo se te ha ocurrido.

Xu sacó la bolsa con las monedas y la sacudió frente a su cara.

– ¡Son de plata!

– No quiero un ataúd de plata. -Cí las apartó de sí.

– ¿Y de qué lo prefieres? ¿De cáñamo? Porque eso es lo que conseguirás si sigues tu camino. ¿A dónde crees que irás sin mí? Dime. ¿Acaso piensas que soy estúpido? Si tuvieras algo mejor que hacer, o algún sitio a donde ir, no estarías aquí conmigo, de modo que agradéceme lo que hago por ti y déjate de remilgos. Ten. -Y le dio un tercio de las monedas-. Es más de lo que sacarías en seis meses de trabajo.

Cí las rechazó. Sabía bien a qué lugar conducía la avaricia. Su padre se lo había enseñado.

– Maldita sea, muchacho. ¿Pero qué pretendías? ¿Ganar dinero sin arriesgar nada?

– Tal vez ese hombre… Chang…

– ¿Qué? -bramó Xu.

– Ese Chang, ¿por qué lo acusaste? Tal vez fuera inocente.

– ¿Inocente? ¡Ja! No me hagas reír. De todos los que había allí, hasta el más inocente es capaz de apuñalar a su propio hijo y luego enterrarlo vivo. ¿O de qué crees que viven? ¿Qué piensas que habrían hecho con nosotros? Conocía a Chang. Todo el mundo le conocía. Ese hombre envidiaba el puesto del fallecido. Y ya viste que confesó. Además: ¿qué más da si era inocente o no? Era un ladrón, un indeseable, y tarde o temprano habría acabado así, de modo que mejor si con su muerte ha contribuido a hacernos menos pobres.

– Me da igual lo que fuera -alzó la voz Cí-. No tenías la certeza. No tenías las pruebas, y sin eso no se puede condenar a nadie. Quizá confesó porque lo torturaron. No. No volveré a prestarme para algo así. ¿Lo has comprendido? No me importa trabajar, ni cavar fosas, ni auscultar pacientes, ni examinar a vivos o a muertos… lo que sea. No me importa. Pero te lo advierto: no me pidas que vuelva a acusar a alguien sin tener pruebas… porque entonces te acusaré a ti.


* * *

Durante el trayecto, Xu lanzó miradas envenenadas a Cí sin que éste las apreciara. El joven caminaba cabizbajo, sumido en sus pensamientos, pendiente del dilema que le planteaba su situación. Un dilema que le corroía por dentro y no sabía cómo resolver.

Si se olvidaba del adivino y desaparecía, quizá pudiera emprender una nueva vida lejos de Lin’an. Sólo tenía que coger el dinero que Xu acababa de ofrecerle, despertar a Tercera y escapar de aquel enjambre de peligros. Pero emprender la huida también significaba renunciar a cuanto había soñado: a sus ilusiones, a la universidad, a los exámenes imperiales, que, en caso de aprobar, le devolverían el honor y el respeto por los que tanto había luchado y que el delito de su padre le impedía ahora alcanzar.

Por otro lado, permanecer en Lin’an representaba quedar a merced del adivino, de sus caprichosos ardides y de sus temibles consecuencias. Y aguardar a la muerte en cuanto Kao le descubriera.

Pateó una piedra y se maldijo.

Lamentó no tener un padre íntegro a quien invocar, un espíritu recto y virtuoso al que consultar sus angustias y sus cuitas. Miró al horizonte. Los rayos del amanecer comenzaban a bañar la ciudad. Se juró que eso jamás les sucedería a sus hijos. Cuando los tuviera, haría lo imposible para que estuvieran orgullosos de él. Y todo cuanto le había arrebatado a él su padre él se lo regalaría a ellos.

Sin advertir bien cómo, alcanzaron la vivienda flotante de Xu. Cí aún no había tomado una decisión, pero Xu se la facilitó. El adivino apoyó un pie en la barcaza y mantuvo el otro en tierra firme impidiendo el paso a Cí.

– Tienes dos opciones: seguir trabajando como hasta ahora o largarte de aquí. Así de sencillo -dijo.

Cí le miró.

No tenía dos opciones. Sólo una: mantener a su hermana con vida.

Apretó los dientes y apartó al adivino.

Capítulo 17

Durante las semanas siguientes, nada fue fácil para Cí.

Cada noche se levantaba en silencio para acudir a la lonja imperial y acarrear el pescado que diariamente adquiría la mujer de Xu. De regreso a la barcaza, ayudaba a su clasificación y limpieza para adelantar parte del trabajo que correspondía a Tercera y que ésta debía cumplir, estuviera enferma o no. Después acompañaba a Xu en la ronda matinal que practicaba por mercados y muelles para averiguar lo que pudieran de cuantas muertes accidentales o violentas se hubieran producido el día anterior. Por lo general, esto incluía una visita a los hospitales y dispensarios, donde Xu, a cambio de una módica cantidad, recababa de los cuidadores los nombres y la situación personal de los enfermos más graves, las dolencias que padecían y los tratamientos que seguían, cosa que repetía en la Gran Farmacia de Lin’an. Con este listado, Xu planificaba las actuaciones, escogiendo de entre los casos más fáciles aquellos que pudieran reportar mayor beneficio.

De camino a los Campos de la Muerte, Cí recopilaba y evaluaba la información. Examinaba los antecedentes y consultaba los datos de días anteriores para comprobar que disponían de los detalles necesarios con los que aumentar la credibilidad de sus averiguaciones. Ya en el cementerio, ordenaba el instrumental que emplearía más tarde en los reconocimientos y que poco a poco iba aumentando con una parte de los beneficios que le entregaba Xu. Después, ayudaba a Xu abriendo zanjas, acarreando tierra de un lado a otro, colocando lápidas o ayudando a transportar aquellos ataúdes que los familiares se veían incapaces de arrastrar. Tras la comida se preparaban para la actuación, lo que incluía adecentarse y ataviarse con una especie de disfraz de nigromante que la primera mujer de Xu le había confeccionado y al que él había añadido una máscara para ocultar su rostro.

– Así proporcionaremos más misterio -había sugerido Cí a Xu, en lugar de explicarle que siendo un fugitivo no le interesaba ser conocido.

Al adivino no le complació la idea, pero cuando Cí le insinuó que de ese modo, si algún día le sucedía algo, cualquiera podría sustituirle sin que a él se le terminara el negocio, Xu la aceptó encantado.

Habitualmente alternaban las labores en el cementerio con los desplazamientos al Gran Monasterio budista. Aunque las incineraciones les proporcionaban menos beneficios que los enterramientos, generaban una propaganda que no hacía sino engrosar la lista de clientes ávidos de conocimiento.

Por las noches, cuando regresaba a la barcaza, despertaba a Tercera para asegurarse de que se encontrara bien y de que hubiera cumplido con sus obligaciones en la pescadería. En tal caso, le entregaba pequeños regalos consistentes en figuritas de madera que él mismo tallaba entre entierro y entierro. Luego le administraba su medicina, comprobaba sus ejercicios de escritura y recitaba con ella la lista de las mil palabras que los niños debían memorizar para aprender a leer.

– Tengo sueño -se quejaba ella, pero él acariciaba su pelo e insistía un poco más.

– No querrás ser siempre pescadera… -Y entonces ella cogía el pliego de caracteres, sacaba la lengua y se aplicaba en la lectura.

Después, cuando todos dormían, él salía fuera, al duro frío de la noche, y provisto de un farolillo se dejaba los ojos bajo el reflejo de las estrellas mientras intentaba repasar los capítulos de las Prescripciones dejadas por los espíritus de Liu Juan-Zi, un apasionante tratado de cirugía que había adquirido de segunda mano en el mercado de los libros. Allí estudiaba hasta que el sueño le vencía o la lluvia apagaba el farol. Entonces, y sólo entonces, buscaba un hueco para descansar entre los pies de Xu y el pescado podrido.

Pero cada noche, y sin que faltara una, antes de que sus párpados se doblegaran por el cansancio, recordaba la deshonra de su padre y la amargura le embargaba.


* * *

Con el paso de los meses, Cí aprendió a distinguir las heridas accidentales de las producidas con el ánimo de matar; a discernir entre los cortes producidos por las hachas de los causados por dagas, cuchillos de cocina, machetes o espadas; a diferenciar un ahorcamiento de un suicidio; a advertir que, dado que la cantidad de ponzoña ingerida en un suicidio siempre era menor que la empleada en un asesinato, un mismo veneno producía efectos distintos dependiendo de quién lo hubiera suministrado. Descubrió que los procedimientos empleados para asesinar solían ser burdos e instintivos cuando los motivos obedecían a los celos, el arrebato o la disputa inesperada, pero que incrementaban su sofisticación y su astucia si procedían de la obsesión y la premeditación.

Cada nuevo caso representaba un reto que despertaba no sólo su inteligencia, sino también su imaginación. Sin tiempo ni medios, debía ensamblar cada cicatriz, cada herida, cada inflamación, cada induración o coloración, cada detalle por nimio que éste pareciese en un mosaico completo. En ocasiones, un simple mechón de pelo o una sutil supuración podían suministrar las claves para la resolución de un asunto inexplicable.

Y él odiaba no encontrarlas.

Cadáver tras cadáver, hubo de aceptar la magnitud de su ignorancia. Por mucho que a los demás sus averiguaciones se les antojasen cosa de magia, cuanto más aprendía, más se percataba de la escasez de sus conocimientos. A veces se desesperaba ante un síntoma desconocido, ante un cadáver mudo, ante una cicatriz imposible de identificar o ante una deducción equivocada. Cuando le sucedía esto, admiraba aún más a su antiguo maestro, el juez Feng, el hombre que le había inculcado el amor por la investigación y el detalle. Con él había aprendido cosas que nunca le enseñaron en la universidad. Y al igual que entonces, Cí ahora estaba descubriendo un nuevo mundo de sabiduría que Xu compartía con él.

Porque Xu también sabía de muertos.

– A éste no hace falta abrirlo. Mira su panza. Está reventado por dentro -le decía ufano, orgulloso de conocer algo que creía que Cí ignoraba.

En efecto, Xu dominaba la observación de los cadáveres del mismo modo que ejercía con habilidad la interpretación de los gestos en los vivos. Sabía dar la vuelta a los cuerpos, encontrar huesos rotos, adivinar palizas, reconocer hematomas, augurar causas, procedencias y determinar hasta el oficio de los muertos que pasaban por sus manos igual que si interrogara a un vivo. Llevaba años en el cementerio trajinando con cadáveres, ayudaba en la incineración de los difuntos budistas y, según contaba, hasta había trabajado de enterrador en las cárceles de Sichuan, donde las torturas y las muertes violentas se sucedían a diario. Una experiencia de la que Cí carecía.

– Allí sí que se veían ejecuciones. ¡Asesinatos de verdad y no estos juegos de niños! -presumía ante Cí-. Si sus familias no les llevaban alimentos a la cárcel, el gobierno no se los proporcionaba, así que aquello era una jauría de lobos.

Al oírle, Cí recordó a su hermano Lu y la terrible muerte que había tenido. Quiso creer que en las cárceles de Sichuan su destino no habría sido muy distinto.

La experiencia de Xu era una inagotable fuente de conocimientos de la que Cí bebía sin saciarse; un torrente del que se empapaba con ansia a la espera del día en que pudiera presentarse a los exámenes imperiales.

Pero todo aquello no era suficiente y sus escasos ratos libres los dedicaba al estudio.

Cuando llegó el invierno, le propuso al adivino ampliar su instrucción adquiriendo nuevos libros. Xu estuvo de acuerdo.

– Pero tendrás que pagártelos de tu dinero.

A Cí no le importó. Al fin y al cabo, el negocio proporcionaba lo suficiente como para alimentar a Tercera y comprar nuevas medicinas, que cada vez resultaban más caras. El resto estaría bien empleado si Xu le permitía disponer de tiempo para estudiar.

Durante la primavera, Cí adquirió aplomo. Su vista se había agudizado hasta distinguir, a la primera, el color violáceo de una contusión del tono púrpura escondido bajo un golpe seco; su olfato había aprendido a separar el hedor de la corrupción de la fetidez más dulzona de la gangrena; sus dedos percibían las durezas bajo los tejidos, las pequeñas llagas producidas por una soga alrededor de un cuello, la blandura de la vejez, las quemaduras causadas por los tratamientos de moxibustión, e incluso las ínfimas cicatrices provocadas por las agujas de acupuntura.

Cada día se sentía más seguro. Más confiado.

Y ése fue su error.

Un día lluvioso de abril, un profuso séquito de nobles lujosamente ataviados ascendió lentamente por la ladera del cementerio portando un ataúd. Los dos sirvientes que le precedían se adelantaron a la comitiva y buscaron a Xu con la intención de que ilustrase a los familiares sobre las causas del deceso. Por lo visto, el fallecido, un alto cargo del Ministerio de la Guerra, había muerto la noche anterior tras una larga enfermedad de la que apenas había trascendido su causa y sus parientes deseaban saber si el fallecimiento podría haberse evitado.

Después de acordar el precio, Xu fue a buscar a Cí. Lo encontró donde lo había dejado, enfangado en el interior de una fosa cuyas paredes se habían derrumbado mientras la ensanchaba. Sus ropas estaban tan sucias que Cí pidió a Xu tiempo suficiente para adecentarse, pero éste le urgió a que se cubriera con el disfraz y atendiera a aquella gente. Cí obedeció a regañadientes, pero los guantes que le había confeccionado la mujer de Xu para ocultar las quemaduras de sus manos estaban manchados de lodo.

«Y el segundo par lo olvidé en la barcaza».

No podía arriesgarse a que sus quemaduras le identificaran.

– Sabes que no puedo hacerlo sin guantes -le dijo a Xu, al cual le había contado en numerosas ocasiones que le repelía examinar los cadáveres sin ellos.

– Maldita sea, Cí. Pues escóndelas o métetelas en el culo. Podrías hacerlo hasta con las manos en la espalda.

Debería haberse negado, pero Cí se confió. Al fin y al cabo, imaginó que sería otro caso más de un viejo fallecido por una enfermedad. Se colocó el disfraz en el pabellón y salió a recibir al cortejo, procurando mantener ocultas las manos bajo las mangas. Nada más ver el rostro del cadáver, adivinó que se trataba de un simple asunto de apoplejía.

«Está bien. Hagamos la escena».

Primero se inclinó ante el séquito y luego se aproximó al ataúd. El cuello del difunto presentaba cierta hinchazón. Su rostro arrugado era afable y sus ropas de gala olían a incienso y a sándalo. Nada anormal. No precisaba tocarlo. Los familiares sólo deseaban una confirmación y eso era lo que iba a darles. Se aseguró de que sus manos permanecieran bajo las mangas y simuló que examinaba el rostro, el cuello y las orejas, paseando las mangas por encima.

– Murió de apoplejía -dictaminó.

Los familiares se inclinaron con gesto de agradecimiento y Cí les correspondió. Había sido un trabajo fácil. Sin embargo, cuando ya se retiraba, una voz resonó a sus espaldas.

– ¡Cogedlo!

Antes de que pudiera remediarlo, dos hombres le sujetaron y un tercero comenzó a registrarlo.

– ¿Qué sucede? -intentó zafarse Cí.

– ¿Dónde está? ¿Dónde lo has metido? -le increpó uno.

– Vi cómo lo escamoteaba bajo las mangas -le acusó otro.

Cí miró a Xu buscando una explicación, pero éste se mantuvo apartado. Entonces sus captores le conminaron a que devolviera el broche de perlas que acababa de robar. Cí no supo qué decir. Por más que lo intentó, no logró convencerles de que era inocente. Ni siquiera cuando lo desnudaron se quedaron tranquilos. Tras arrojarle las ropas a la cara para que se cubriera, volvieron a increparle.

– ¡Maldito quemado! O nos dices dónde está el broche o te molemos a palos.

Cí intentó pensar. Uno de los familiares había ordenado a un mozo que volviera a la ciudad y comunicara el robo a las autoridades, pero el resto de los asistentes no parecían dispuestos a aguardar su regreso. Los dos hombres que le sujetaban le retorcieron los brazos, pero, para la extrañeza de ambos, Cí no se inmutó.

– ¡Os repito que no he robado nada! ¡Si ni siquiera lo he rozado! -se defendió.

Un puñetazo en el estómago le dobló en dos. Sintió que le faltaba la respiración.

– Devuélvelo o no saldrás vivo.

Aquellos hombres le iban a matar. Pensó en Tercera y gritó de impotencia. No había robado nada. Tenía que ser un error. Lo repitió hasta la saciedad, pero no le creyeron. Entonces un hombre se acercó con una cuerda. Cí enmudeció.

Percibió un nudo cerrarse sobre su garganta. El hombre iba a estrangularle cuando una voz autoritaria retumbó como un trueno.

– ¡Detente! ¡Suéltalo!

Cí no comprendió. De repente, los mismos que acababan de golpearle lo incorporaron mientras bajaban la testuz. Frente a ellos, el jefe de la familia enarbolaba tembloroso el broche perdido.

– Yo… No sabes cuánto lo siento. Lo acaba de encontrar mi hijo en el fondo del ataúd. Debió desprenderse durante el transporte y… -El patriarca se inclinó reconcomido por el remordimiento.

Cí no dijo nada. Se sacudió el polvo de sus ropas y se perdió entre los setos.


Esa misma tarde meditó sobre la cubierta de la barcaza hasta bien entrada la noche. Quizá su incapacidad para percibir el dolor físico provocaba que el dolor de su espíritu fuera mayor, pero lo cierto era que en buena parte se culpaba a sí mismo por lo sucedido. Si en lugar de preocuparse por mantener ocultas las quemaduras de sus manos, hubiera inspeccionado el cadáver con esmero y pulcritud, tal vez nadie habría sospechado de él. Tampoco le reprochaba a Xu su actitud. Simplemente se había mantenido al margen porque no entendía lo que estaba pasando. En cualquier caso, había aprendido que jamás debía tomar un examen a la ligera por muy evidente que pareciera su resultado y que el más mínimo error podía conducirle a la muerte o, cuando menos, a graves problemas.

Se recostó mirando las estrellas. No había sido una buena jornada. Pronto llegaría el año nuevo y cumpliría veintiún años. Era un mal presagio para comenzarlo.

Dos días después, las cosas fueron a peor.


Aquella mañana se encontraba junto a Xu abrillantando un féretro en el Mausoleo Eterno cuando de repente le llamó la atención un extraño murmullo que provenía del exterior. Al principio lo achacó al canturreo del mozo que rastrillaba en los jardines, pero poco a poco el rumor fue acentuándose hasta transformarse en los ladridos de un perro. Al reconocerlo, su vello se erizó. La última vez que había escuchado ladridos había sido cuando huyó del alguacil Kao. En el cementerio no solían entrar perros. Corrió hacia la puerta y se asomó a través de una rendija. Su rostro se demudó.

Por la colina ascendía un sabueso azuzado por un alguacil uniformado. Era Kao. Instintivamente, Cí se agachó.

– ¡Tienes que ayudarme! -le imploró al adivino.

– ¿Que te ayude? ¿A qué? -preguntó Xu sin entender nada.

– ¡El hombre que viene! Sal y entretenlo mientras pienso algo.

Xu acercó los ojillos a la rendija.

– ¡Un alguacil! -se giró incrédulo hacia Cí-. ¿Pero qué has hecho, maldito diablo?

– ¡Nada! ¡Dile que me he ido!

– ¿Qué te has ido? ¿A dónde?

– No sé. ¡Invéntatelo!

– Ya… Y al perro, ¿qué le cuento?

– ¡Te lo ruego, Xu!

El adivino se incorporó y salió del pabellón justo en el instante en el que el alguacil alcanzaba el soportal del mausoleo. Xu respiró al ver que sujetaba al perro.

– Bonito animal -comentó a cierta distancia-. ¿Puedo ayudaros en algo? -Cerró la puerta y se inclinó con respeto.

– Supongo que sí -gruñó el alguacil. El perro le imitó-. ¿Es a ti a quien apodan el adivino?

– Mi nombre es Xu -afirmó.

– Verás, Xu. Hace un par de días interpusieron una denuncia sobre el robo de un broche, aquí, en el cementerio. ¿Sabes de lo que hablo?

– ¡Ah! ¿Aquello? Vaya si lo recuerdo… Un bochornoso malentendido. -Sonrió nervioso-. Unos familiares irritables pensaron que les habíamos sustraído un broche, pero enseguida descubrieron que en realidad se había desprendido y descansaba en el fondo del ataúd. Todo acabó solucionado.

– Sí. Eso fue lo que confirmó después uno de los parientes.

– ¿Entonces…? -se extrañó Xu.

– El caso es que hablaron de un joven que te ayudaba. Alguien disfrazado, con las manos y el torso quemados… Coincide con la descripción de un fugitivo al que ando buscando. Un joven alto y delgado, bien parecido, con el pelo moreno recogido en un moño…

– ¡Ah! ¿El bastardo ese? ¡Maldigo la hora en la que le contraté! -escupió indignado-. Se largó ayer con mi bolsa sin dar explicaciones. Precisamente iba a denunciarle en cuanto acabara la jornada y…

– Ya… -Sacudió la cabeza-. Y, obviamente, no sabes a dónde puede haber ido…

– Pues no sé… A cualquier lado. Quizá al puerto. ¿Por qué? ¿Ha hecho algo?

– Robó un dinero. Y hay una recompensa que podría interesarte… -añadió.

– ¿Una recompensa? -Su rostro cambió.

De repente, un ruido procedente del interior del mausoleo advirtió al alguacil.

– ¿Quién hay ahí dentro? -Clavó la vista en el templete.

– Nadie, señor. Yo…

– ¡Aparta! -le interrumpió Kao.

Desde dentro, Cí observó cómo Xu intentaba retener al alguacil sin éxito. De un vistazo comprobó que la estancia era una cárcel, un ataúd gigante sin ningún lugar para esconderse. Si intentaba huir por la ventana trasera, el perro le cazaría en campo abierto. No había escapatoria. No tenía opción.

– Ahí no hay nada más que muertos -escuchó gritar al adivino mientras Kao pateaba la puerta, que estaba atrancada por dentro.

– Después de que entre, eso es lo que habrá -bramó el alguacil.

Kao se ensañó con el portalón sin lograr que el cerrojo cediera. La puerta era recia y el cierre resistía. Volvió a patearla hasta que descubrió una pala en el suelo. La aferró y sonrió a Xu. El primer golpe hizo saltar las astillas del repujado. Aguantó el segundo, pero al tercero crujió. Se disponía a reventar el cierre cuando de repente, sin que mediara violencia, la puerta se abrió desde dentro. El alguacil retrocedió al contemplar una figura ataviada con un disfraz de adivino que alzó los brazos temblando.

– ¡Sal fuera! -ordenó-. ¡La máscara! ¡Quítatela! ¡Vamos! ¡Obedece! -Y azuzó al perro, que ladró como si ansiara devorarlo.

El enmascarado intentó obedecer, pero sus trémulas manos enguantadas no conseguían liberar los nudos.

– ¡No me hagas perder la paciencia! ¡Quítate los guantes! ¡Rápido!

El enmascarado, dedo a dedo, se despojó lentamente del guante de la mano derecha. Luego hizo lo propio con la izquierda. Cuando terminó, los dejó caer al suelo. Entonces el rostro de Kao cambió su gesto triunfal por una mueca de estupor.

– Pero… Pero tú…

El alguacil observó unas manos arrugadas sin rastro de quemadura alguna, como si un milagro las hubiese borrado. Desbordado por la rabia, le arrancó la máscara para darse de bruces con el rostro de un viejo asustado.

– ¡Aparta!

Empujó al impostor y entró en el mausoleo golpeando y desperdigando cuanto encontró a su alcance. Miró por todos lados, pero el lugar estaba vacío. Kao aulló como un animal herido. Luego salió de la sala y agarró a Xu por la pechera.

– ¡Maldito embustero! ¡Dime ahora mismo dónde está o probarás sus colmillos en tu garganta! -El perro dentelleó a su lado.

Pese al pavor, Xu juró que lo ignoraba. El alguacil lo aferró por el cuello.

– ¡Voy a vigilarte día y noche, y si ese joven regresa para ayudarte en tus asquerosos negocios, me aseguraré de que lo lamentes el resto de tu vida!

– Señor -intentó hablar Xu-, contraté a ese quemado por pena. Inventé sus habilidades y lo del disfraz para que los incautos no desconfiasen de mí, pero era yo quien le susurraba lo que debía decir. Por eso busqué un nuevo ayudante… -Señaló al jardinero, que temblaba en silencio a unos pasos-. Ese joven no volverá. Ya os dije que me robó. Si regresase, yo mismo le arrancaría los ojos.

Kao escupió sobre los pies de Xu. Luego apretó los dientes y abandonó el cementerio entre una oleada de juramentos.


* * *

Cuando Cí explicó a Xu que había convencido al jardinero para que se ocultase bajo su disfraz, el adivino rompió a reír.

– Pero, por las barbas de Confucio, ¿qué hiciste para que no te encontrara?

Con el temor en el cuerpo, Cí le reveló que al verse atrapado llamó al jardinero desde la ventana trasera y le convenció para que se disfrazara a cambio de un sustancioso soborno.

– E hice que claveteara el ataúd en el que me oculté, para que pareciese que estaba sellado.

Xu soltó otra carcajada mientras Cí pagaba lo convenido al jardinero. Cuando el adivino se hartó de reír, le relató a Cí la conversación que había mantenido con el alguacil.

– Según parece, todo surgió a raíz del episodio de los nobles y el broche de perlas -le confió-. Por lo visto, el que te denunció te describió como un joven disfrazado con las manos quemadas y tu descripción levantó sospechas. -Le miró fijamente-. Supongo que ahora tendrás que explicarme por qué te buscan. De hecho -se cercioró de que el jardinero no le escuchara-, mencionó una recompensa jugosa… Aunque no tanto como lo que sacamos con tus actuaciones. -Sonrió.

Cí guardó silencio. Explicar las vicisitudes que había sufrido desde la trágica desaparición de su familia no sólo era complicado, sino también difícil de creer. Por otro lado, había algo en Xu que le hacía desconfiar de él. Era una sensación parecida a la de alguien que le ofreciera un vaso de agua turbia asegurándole que era cristalina.

– Tal vez debería irme -aventuró Cí.

– De ningún modo -denegó tajante Xu-. Cambiaremos el disfraz por otro menos llamativo. Y seleccionaremos bien a los difuntos. Es más: igual que hiciste en el monasterio, amenazaremos a nuestros clientes para que no revelen el secreto. No soy ambicioso. -Sonrió-. Por ahora tenemos suficiente clientela como para tirar unos meses, así que así seguiremos.

A Cí le quedó el regusto de que Xu lo decía como si sus deseos fueran los amos de su destino. Según le había comentado, desde que trabajaba para él, había reunido más ingresos que en todo un año de estafas con los grillos. Y ahora le daba la sensación de que no iba a permitir que un negocio tan prometedor se derrumbase a las primeras de cambio por proteger a un fugitivo.

– No estoy seguro, Xu. No quiero implicarte en mis problemas -dijo Cí.

– Tus problemas son mis problemas… -le aseguró Xu-. Y tus beneficios, mis beneficios. -Rio exageradamente-. Así que no se hable más del asunto. Olvidemos por un tiempo el teatro con los cadáveres y listo.

Cí aceptó a regañadientes y Xu lo celebró.

Pero días más tarde, cuando Tercera recayó en su enfermedad, Cí comprobó que sus problemas no eran los del adivino.


Una mañana fría las dos esposas de Xu se quejaron de que Tercera sólo era un estorbo. La cría no aprendía, se distraía constantemente, confundía los camarones con las gambas y comía en exceso. Además, debían vigilarla y estar pendientes de una salud que parecía empeorar continuamente. Se lo dijeron a Xu y éste se lo trasladó a Cí.

– Tal vez deberíamos venderla -le planteó el adivino.

Xu insistió en que aquella solución era lo habitual en las familias sin recursos, pero Cí se negó en redondo.

– Pues entonces casémosla -intervino la esposa mayor.

El adivino acogió la propuesta con entusiasmo. Según él, aquélla era una idea que Cí no podría rechazar. Sólo era cuestión de buscar un candidato que valorara la juventud de la cría y se hiciera cargo de ella. Al fin y al cabo, una niña era un estorbo que sólo dejaba de serlo cuando se iba de casa.

– Es lo que hicimos con nuestras hijas -explicó el adivino-. Dijiste que había cumplido ocho años, ¿no? -Hizo ademán de coger a Tercera-. Ya verás. La maquillaremos un poco para que no parezca enferma. Conozco a algunos a los que les gustará este cachorrito.

Cí se interpuso entre su hermana y el adivino. Aunque ofrecer niñas en matrimonio era algo usual, y en ocasiones hasta se revelaba como la mejor elección para el futuro de las muchachas, él no iba a permitir que su hermana acabara esclavizada y baboseada por un anciano. Xu insistió. Dijo que las niñas eran como la langosta: sólo servían para comer y ocasionar gastos. Luego, cuando se casaban, pasaban a formar parte de la familia del nuevo marido y era a éste y a sus suegros a quienes cuidaba hasta que morían.

– Y a nosotros nos olvidan -agregó-. Es una desgracia no tener hijos varones. Ellos, al menos, consiguen mujeres que nos atiendan de mayores.

Como siempre, Cí logró postergar la discusión entregando más dinero a Xu.

Pero con las semanas, sus ahorros se fueron agotando.

A cada jornada, Tercera necesitaba más medicinas. Xu las adquiría durante su ronda por las farmacias, Cí las pagaba a un precio superior, se las suministraba con tristeza a su hermana y la veía languidecer. Lentamente, Tercera se iba consumiendo sin que él encontrara la forma de impedirlo. Le partía el corazón acudir cada día al cementerio y dejarla en la barcaza postrada, casi sin fuerzas, con sus manitas enrojecidas intentando limpiar el pescado del día mientras se despedía de él con un hilito de voz y un intento de sonrisa en la cara.

– Te traeré un dulce -le decía. Se tragaba la pena como si fuera hiel y se iba rezando para que sanara.

Y el poco dinero que había logrado reunir desaparecía de sus manos como agua guardada en un bolsillo de tela.

En el cementerio, Xu había decidido pasar de simple enterrador a desempeñar el puesto de Cí como nigromante de cadáveres, pero sus predicciones erróneas habían espantado a los pocos incautos que se habían acercado a consultarle. Y eso había reducido sus ingresos a poco menos que nada.

O, al menos, eso fue lo que le respondió a Cí cuando éste le suplicó un adelanto.

– ¿Crees que a mí me lo regalan? Ya ha pasado suficiente tiempo. Si necesitas dinero, tendrás que volver a ganártelo. -Y le señaló el atuendo de adivino, que descansaba tirado sobre un ataúd destartalado.

Cí se sacudió el polvo de las manos encallecidas por el trabajo y miró el disfraz del que dependía su futuro. Xu no lo había modificado. Aspiró con fuerza y frunció los labios. Temía que el alguacil regresara, pero si quería salvar a su hermana, debía asumir el riesgo.

El momento de enfundarse el disfraz se presentó aquella misma tarde, cuando una comitiva de estudiantes guiados por un profesor ascendió en ordenada procesión hasta el mausoleo. Según le contó Xu, de vez en cuando, los alumnos de la afamada Academia Ming acudían al cementerio y, por una módica cantidad que satisfacían al encargado de los Campos de la Muerte, se les permitía examinar aquellos cadáveres que en los días precedentes no hubieran sido reclamados. Por fortuna, aquel día aún esperaban sepultura tres cuerpos, y Xu lo celebró como si de repente le hubieran invitado a un banquete.

– Prepárate para contentarles -le advirtió Xu mientras le señalaba el disfraz-. Estos jóvenes son desprendidos con las propinas si sabes cómo adularlos.

Cí asintió.

Al despojarse de sus ropas, un escalofrío le recorrió la espalda. Los meses de trabajo como enterrador habían endurecido su cuerpo hasta convertirlo en un haz de fibras que se tensaban al solicitarlo, aunque quedaran ocultas bajo las quemaduras que asolaban su pecho. Cogió el disfraz y se lo enfundó. Pensó en Tercera. Procuró concentrarse y aguardó a que Xu le avisara para la actuación. Cuando le hiciera la señal, estaría preparado.

Desde un rincón observó cómo el profesor, un hombre calvo vestido de rojo cuyo aspecto le resultó familiar, situaba a los alumnos alrededor del primer cuerpo. Antes de dar comienzo, el maestro informó a los estudiantes de su responsabilidad como futuros jueces. Debían guardar respeto por los muertos y emitir su juicio con la mayor honorabilidad. Luego levantó la tela que ocultaba el cadáver. Se trataba de una niña de pocos meses que había aparecido aquella misma mañana en los canales de Lin’an. El profesor estableció entre los estudiantes un turno de preguntas para discernir las causas del deceso.

– Sin duda falleció ahogada -comenzó el primero, un joven lampiño de rostro aniñado-. Tiene el vientre hinchado y no presenta otras marcas. -Miró ufano.

El profesor asintió antes de ceder el turno al siguiente alumno.

– Un típico caso de «ahogar al niño». Sus padres lo arrojarían al canal para evitar alimentarlo -argumentó el segundo.

– Tal vez no pudieran hacerlo -matizó el maestro-. ¿Algún otro apunte?

Un estudiante de pelo canoso, más alto que los demás, bostezó descuidadamente. El profesor lo observó de reojo, pero no dijo nada. Tapó el cadáver y pidió a Xu que trajese el siguiente cuerpo, momento que el enterrador aprovechó para presentar a Cí como el gran adivino del cementerio. Al advertir su disfraz, los estudiantes lo miraron con desprecio.

– No precisamos de supercherías -le espetó el maestro-. Aquí no creemos en adivinos.

Desconcertado, Cí guardó silencio y regresó junto a Xu, quien le conminó a que se despojara de la máscara y permaneciese atento. Los estudiantes prosiguieron. Frente a ellos aguardaba el cadáver blanquecino de un anciano que había aparecido muerto tras unas barracas en uno de los mercados.

– Se trata de un caso de muerte por inanición -comentó un cuarto estudiante mientras examinaba el pobre esqueleto con piel-. Presenta hinchados los tobillos y los pies. Contaría unos setenta años. Muerte natural, por tanto.

El profesor volvió a aprobar la conclusión y todos se felicitaron. Cí observó que el estudiante canoso asentía irónicamente, como si sus compañeros estuviesen descubriendo que la lluvia caía del cielo hacia abajo. El instructor formuló un par de preguntas más a los alumnos menos participativos, que cumplimentaron con prontitud. Luego, a unas palmadas suyas, avisaron a Xu para que trasladase el último cuerpo. Cí le ayudó a arrastrar el ataúd, una caja de pino de grandes dimensiones. Cuando levantaron la tapa y colocaron el cuerpo sobre la mesa, los alumnos más cercanos retrocedieron espantados con una mueca de estupor. Sólo entonces el estudiante canoso se abrió paso para contemplar el cadáver. Su rostro aburrido se tornó en otro pleno de satisfacción.

– Parece que tendrás ocasión de demostrar tu talento -le dijo el maestro.

En lugar de responder, el estudiante se inclinó con una sonrisa irónica ante su profesor. Luego, una vez obtenida su aprobación, se acercó lentamente al cadáver como si se enfrentara a un tesoro. Sus ojos fulguraban por la codicia, entornándose y abriéndose ante el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo cosido a puñaladas. Preparó un pliego de papel, una piedra de tinta y un pincel. Cí lo observó.

Al contrario que sus compañeros, el estudiante espigado parecía seguir un procedimiento similar al que Cí había visto emplear al juez Feng durante las investigaciones de sus casos.

En primer lugar, inspeccionó las ropas del cadáver: miró bajo sus mangas, en la parte interna de la camisola, en los pantalones y en el interior de los zapatos. Después, tras desnudar y examinar completamente el cuerpo, exigió a Cí un recipiente con agua. Una vez en su poder, limpió cuidadosamente la masa de carne ensangrentada hasta dejarla rosada como la de un cerdo. A continuación, midió la longitud del cuerpo y habló por primera vez para anunciar que la estatura del difunto excedía en dos cabezas a la de un hombre normal.

Por su voz parecía disfrutar.

El joven estudió el rostro abotargado del cadáver, del que destacó la extraña herida abierta que se extendía sobre su frente y que dejaba a la vista el tejido del cráneo. En lugar de lavarla, extrajo algo de la tierra que la impregnaba, describiéndola como el producto de una caída contra un adoquín de bordes afilados. Anotó algo con el pincel y a continuación describió sus ojos semiabiertos y sin brillo, como los de un pescado reseco; detalló sus pómulos prominentes, su bigote fino y desaliñado y su mandíbula poderosa. Luego se detuvo en el grotesco tajo que seccionaba su garganta desde la nuez hasta la oreja derecha. Examinó los bordes y con la ayuda de un palito midió su profundidad. Sonrió y volvió a escribir.

A continuación, pasó a su torso, una montaña de músculos acribillada a puñaladas. Contabilizó un total de once, todas ellas concentradas en la zona dorsal. Las palpó con los dedos y volvió a anotar algo. Después ojeó sus ingles, que escoltaban un tallo de jade pequeño y arrugado. Por último, observó sus muslos, igualmente poderosos, y sus pantorrillas recias y sin vello.

Con la ayuda de Cí, le dio la vuelta al cadáver hasta apoyarlo sobre su vientre. Pese a las manchas de sangre provocadas por la limpieza, su espalda se veía lustrosa y sana. El joven echó un último vistazo y se retiró satisfecho.

– ¿Y bien? -preguntó el maestro.

Una sonrisa descarada se dibujó en el rostro del estudiante. Se tomó su tiempo antes de responder, tiempo que empleó en mirar de uno en uno a los presentes con una mueca de afectación. Sin duda, disfrutaba de su momento. Cí enarcó una ceja y atendió.

– Es obvio que nos encontramos ante un caso singular -comenzó-. Un hombre joven, extraordinariamente fuerte y robusto, apuñalado y degollado. Un asesinato que espanta por su crueldad y que parece conducirnos a una pelea con ensañamiento.

Ahora fue Cí el que no pudo impedir un bostezo. Xu se lo recriminó.

El maestro alentó al estudiante espigado para que avanzara en su exposición.

– A simple vista podríamos aventurar que se trató de un ataque multitudinario, algo evidente, dada la naturaleza del muerto. Sin duda, hizo falta el concurso de varios hombres para asaltar y doblegar a un gigante que durante el combate recibió numerosas puñaladas y que, aun así, siguió luchando hasta que algún atacante logró asestarle la decisiva en la garganta. El tajo del cuello provocó que al derrumbarse se golpeara en la frente, dejando esa curiosa marca rectangular que tanto nos ha impactado. -Marcó una pausa excesiva que creó expectación-. ¿El motivo de su asesinato? Tal vez deberíamos especular sobre varios. Desde las consecuencias de una simple bravuconería en una taberna, pasando por una deuda impagada o el resultado de algún rencor antiguo, hasta una agria disputa por alguna bella flor… Todas ellas serían posibles, desde luego, pero menos probables que la que parece provenir del simple robo, como demuestra el que se le encontrase despojado de cualquier objeto de valor -consultó sus apuntes-, incluidas las pulseras que debía haber lucido en esta mano. -Y señaló la marca de la muñeca producida por la ausencia de sol allá donde debía haber estado el adorno-. Así pues, de haber mediado denuncia, el juez encargado haría bien en ordenar una batida inmediata por los alrededores de donde fue encontrado. Yo, por supuesto, sugeriría las tabernas de la zona, haciendo especial hincapié en aquellos alborotadores heridos que estuviesen gastando más de lo necesario. -Dobló sus apuntes, cubrió el cadáver y escrutó a los presentes a la espera de su aplauso.

En ese instante, Cí recordó el consejo de Xu sobre los halagos y las propinas y se acercó para felicitar al estudiante, pero éste lo despreció como si se le hubiera aproximado un leproso.

– Estúpido fanfarrón -murmuró Cí.

– ¿Cómo te atreves? -El estudiante le enganchó por el brazo.

Cí se zafó de un tirón y tensó los músculos mientras le desafiaba con la mirada. Iba a replicarle cuando el profesor se interpuso entre ambos.

– De modo que el hechicero cree que fanfarroneamos… -Miró con extrañeza a Cí, como si su rostro le resultara lejanamente familiar. Le preguntó si se conocían de algo.

– No lo creo, señor. Llevo poco en la capital -mintió. Sin embargo, nada más pronunciar la frase, Cí reconoció al profesor Ming como la persona a la que había intentado vender el ejemplar de su padre en el mercado de los libros de Lin’an.

– ¿Seguro? Bueno, es igual. -Sacudió la cabeza extrañado-. En cualquier caso, creo que debes una disculpa a Astucia Gris. -Y señaló al espigado estudiante de pelo canoso, que parpadeó nerviosamente mirándole por encima del hombro.

– Tal vez él me la deba a mí -repuso Cí.

Todos murmuraron ante la impertinencia del enterrador.

– Señor, os ruego que le disculpéis -intervino rápidamente Xu-. Últimamente no sabe lo que dice.

Pero Cí no se amilanó. Si no iba a conseguir propinas, al menos borraría la sonrisa estúpida de aquel estudiante engreído e inepto. Se volvió hacia Xu y le dijo que apostara por él. Xu no le comprendió.

– Todo cuanto tengas. Es lo que sabes hacer, ¿no?

Capítulo 18

El profesor se mantuvo al margen, pero finalmente, llevado por la curiosidad, accedió a los ruegos de unos estudiantes exaltados, ávidos de la carroña en que suponían que iba a quedar convertido Cí tras el desafío. Xu cerró hábilmente las apuestas mientras se echaba las manos a la cabeza para evidenciar su terror y aumentar los beneficios.

– Si me fallas, venderé a tu hermana por lo que cuesta un cerdo -advirtió a Cí.

El joven no se inmutó. Pidió espacio y depositó junto al cadáver una talega de la que extrajo un martillo metálico, dos pinzas de bambú, un escalpelo, una hoz pequeña y una espátula de madera. Los estudiantes sonrieron, pero el profesor frunció el ceño, estupefacto. Al instrumental, Cí añadió una palangana y varios cuencos con agua y vinagre, así como su piedra de tinta, un pliego de papel y un pincel fino ya mojado. Antes de comenzar se arrancó el disfraz y lo arrojó al fondo del mausoleo. Astucia Gris hubo de agacharse para evitar el impacto.

Cí despojó al cadáver del sudario que le cubría. Había seguido con curiosidad el examen practicado por Astucia Gris, y aunque albergaba alguna sospecha, ahora debía confirmarla. Tomó aire al recordar a Tercera. No podía fallarle porque quizá fuera su último intento.

Su atención se dirigió hacia la nuca del muerto. Examinó la piel pálida y blanda sin encontrar nada extraño. Luego le deshizo el moño y ascendió por el cuero cabelludo palpándolo con los dedos en dirección a la coronilla. Con la ayuda de una espátula inspeccionó las orejas, tanto por fuera como por dentro. Después, bajó al cuello, duro como el de un toro, y más tarde a los descomunales hombros. Observó la parte interna de los brazos, los codos y los antebrazos, sin advertir nada que le llamase particularmente la atención. Sin embargo, se detuvo en su mano derecha, prestando especial cuidado a la base de su dedo pulgar.

«Una callosidad circular…».

Anotó algo en sus papeles.

Deslizó sus dedos sobre la espalda presionando sobre las vértebras y los músculos hasta detenerse en los glúteos. No halló induraciones o fracturas, nada que revelara un homicidio. Tras concluir el examen de las piernas, giró otra vez el cadáver. Limpió de nuevo la cara, el cuello y el torso empleando una mezcla de agua y vinagre, para detenerse en las puñaladas que asaeteaban el cuerpo. Al menos tres eran mortales. Estudió su forma y las midió.

«Conforme imaginaba…».

Ascendió hasta el cuello. La herida era terrible. Partía de la zona izquierda, atravesaba la nuez por completo y llegaba casi hasta la oreja derecha. Comprobó la profundidad del tajo, su dirección y los desgarros de los bordes. Meneó la cabeza.

Dejó para el final la extraña herida de la frente y se concentró en el rostro. Primero inspeccionó las fosas nasales. Luego empleó las pinzas para hurgar en el interior de su boca, de donde extrajo una sustancia blanquecina que aproximó a su nariz. La aspiró con asco y la depositó sobre uno de los cuencos. Anotó algo de nuevo.

– El tiempo pasa -advirtió el maestro.

Cí no le prestó atención. En su cabeza bullían multitud de datos y aún no conseguía hilvanar la respuesta. Continuó concentrado en las mejillas del hombre, las cuales frotó con vinagre hasta revelar unos ligeros arañazos. Después ascendió a los ojos y, por último, se detuvo en la frente, el lugar en el que parecía que le hubieran machacado la piel con un objeto rectangular y pesado.

Con la ayuda de un escalpelo, retiró los restos de tierra que aún permanecían adheridos a los bordes de la herida. Para su sorpresa, comprobó que el hundimiento cuadrangular no obedecía a ningún impacto, sino que más bien respondía a una brutal disección practicada con algún objeto cortante y que la propia tierra había disimulado.

Dejó el instrumental y mojó el pincel en la piedra de tinta. Su corazón se aceleró. Había descubierto algo.

Volvió a los brazos y a las manos, donde halló nuevos arañazos. Luego inspeccionó de nuevo la coronilla, apartando con cuidado el cabello. Una vez confirmadas sus sospechas, cubrió el cuerpo con el sudario. Cuando se volvió hacia el maestro, sabía que había ganado.

– Y bien, hechicero, ¿algo nuevo que añadir? -preguntó con una sonrisa Astucia Gris.

– No demasiado. -Y bajó la cabeza para releer sus notas.

Los estudiantes rompieron a reír y exigieron a gritos que Xu les pagase. El adivino pidió, nervioso, que aguardasen el informe de Cí, pero éste continuaba enfrascado mirando sus notas.

Xu lo maldijo.

Iba a comenzar a pagar cuando Cí le detuvo. Acto seguido, el joven sostuvo que serían los estudiantes los que pagarían hasta el último qián. Los alumnos mudaron la sonrisa de burla por un gesto de estupor.

– ¿A qué te refieres? -se adelantó Astucia Gris-. Si lo que pretendes es burlarte de nosotros…

Cí ni siquiera lo miró. Se dirigió hacia el lugar donde permanecía el maestro y esperó a que éste le permitiera continuar. El profesor lo contempló en silencio un buen rato, como si intuyese que se encontraba frente a alguien verdaderamente especial. Alguien que, desde luego, no era un vulgar hechicero.

– Adelante -le invitó.

Cí le obedeció. Había preparado bien su discurso.

– En primer lugar, he de advertiros que cuanto aquí escuchéis responde fidedignamente a los designios de los dioses del cielo. Los mismos designios que me obligan a exhortaros respecto a las obligaciones a las que a partir de este momento os comprometéis. Os conmino a que mantengáis el secreto de las revelaciones que os haré llegar y de cuantas atañan a su autor, el que es vuestro humilde siervo. -Y se inclinó en espera de aprobación.

– Continúa. Tu secreto permanecerá a salvo -dijo el maestro sin demasiada convicción.

– Vuestro alumno, Astucia Gris, ha practicado un examen burdo y superficial. Ofuscado por la vanidad, se ha detenido en asuntos banales, pasando por alto aquellos detalles en los que reside la verdad. Al igual que un millar de li han de recorrerse paso a paso, el examen de un cadáver exige la pausa de la modestia y la minuciosidad de la humildad.

– Una humildad de la que pareces carecer… -apuntó Ming.

Cí se mordió la lengua. Hizo una reverencia y continuó.

– El asesinado se llamaba Fue Lung. Convicto por graves crímenes, había sido condenado a servir como soldado en el destacamento de Xiangyang, en la frontera del río Han, destacamento del que recientemente desertó. Llegó a Lin’an con la intención de comenzar una nueva vida, pero su carácter violento se lo impidió. Como en tantas ocasiones, ayer por la tarde mantuvo una discusión con su esposa, a la que agredió brutalmente, sin miramientos. La mujer no aguantó más. Aprovechó el momento en que su marido cenaba confiado para atacarle por la espalda y rebanarle el cuello. Respecto a esa desdichada, podréis encontrarla en su casa, cerca de las murallas donde apareció el cadáver. Tan sólo debéis preguntar en la tienda de los yurchen, la que está situada junto al muelle del norte. Allí os indicarán dónde vive, si es que no se ha suicidado.

Nadie respondió. Ni siquiera Xu fue capaz de articular palabra cuando Cí le indicó que cobrara sus deudas. Finalmente, Astucia Gris se adelantó un paso. De repente, abofeteó a Cí.

– Pero… -Cí enmudeció.

– Hasta ahora creía haber escuchado divagar a todo tipo de charlatanes, buscavidas y granujas -le interrumpió-, pero tu descaro supera cualquier acto imaginable. ¡Desaparece antes de que nos enfademos!

Por toda respuesta, Cí le devolvió la bofetada.

– Ahora escúchame tú. No soy culpable de tu ineptitud ni de tu indolencia. Si hasta limpiaste el cuerpo antes de comprobar cualquier evidencia.

Astucia Gris intentó responder a Cí, pero Ming lo detuvo.

– Pero, maestro… ¿No veis que sólo pretende esquilmarnos?

– Tranquilo, Astucia Gris. Las palabras de este joven rezuman tal convencimiento que puede que respondan a algún tipo de verdad. Sin embargo, como os he comentado en otras ocasiones, aunque la convicción pueda ayudarnos en nuestro trabajo, a veces también es el arma del fanatismo y la intolerancia. Por sí misma, la exaltación no es suficiente para condenar a una persona y por esa misma razón ningún tribunal la aceptaría como prueba, de modo que mantened las monedas en vuestros cinturones porque aún están a salvo. -Se giró hacia Cí-. Y ahí permanecerán mientras este insolente no argumente sus afirmaciones. En caso contrario, habríamos de concluir que únicamente son fruto de su imaginación. O peor aún: de su presencia en el lugar del crimen.

Cí respiró pesadamente. Esta vez no se encontraba frente a un crédulo cortejo de familiares desolados, sino ante la élite de la Academia Ming, el lugar en el que se preparaban los mejores investigadores del estado, y frente a su máximo representante, el maestro Ming. Si rechazaba ofrecer explicaciones le tomarían por un farsante, pero si se las suministraba, sabrían sin duda que poseía conocimientos de medicina. Y eso podría resultar peligroso.

Intentó evitarlo argumentando que si precisaban pruebas, tan sólo tenían que acudir al lugar del crimen y comprobar la veracidad de sus afirmaciones, pero en lugar de convencer al maestro sólo logró que éste le amenazara con acudir a las autoridades y denunciarlo.

Apretó los puños. Sabía que corría un riesgo, pero había llegado el momento de acallar a aquellos ricos presuntuosos.

– De acuerdo. Comencemos por la causa de su muerte -dijo por fin-. Este individuo no falleció en ninguna pelea. No existieron varios agresores ni tampoco distintos embates. Murió a causa de una única herida, la de su cuello, que secciona completamente la garganta y los conductos sanguíneos de su costado derecho. Su inicio y dirección indican que fue realizada desde atrás y de abajo hacia arriba. Podrían habérsela inferido estando de pie, pero no olvidemos que hablamos de un gigante, de un hombre que supera en dos cabezas la altura de cualquier otro, lo que en principio nos conduciría a un agresor de una estatura muy superior y, por tanto, inexistente. A menos, claro está, que nuestro hombre se encontrase sentado, agachado o tumbado. Respecto a las otras puñaladas, las que presenta en la parte frontal del torso, del análisis de las heridas se desprende que todas fueron provocadas con la misma arma, desde el mismo ángulo y con la misma intensidad, es decir: todas fueron asestadas por la misma persona. Curiosamente, tres de ellas, las que atraviesan el corazón, el hígado y el pulmón izquierdo, son mortales de necesidad, lo que haría innecesario el resto de las puñaladas, incluida la que le degolló. -Se acercó al cadáver y lo destapó para señalarlas-. Así pues, nada lo relaciona con la extraña fábula de una cuadrilla de atacantes.

– Presunciones -dijo Astucia Gris.

– ¿Estás seguro?

Sin mediar palabra, Cí asió su espátula a modo de puñal y se abalanzó sobre Astucia Gris con la intención de agredirle. Al advertirlo, el estudiante retrocedió de un salto y se defendió como pudo interponiendo los brazos ante los envites que una y otra vez Cí lanzaba con la herramienta de madera. Cí acorraló al joven contra una esquina, pero por más que lo intentó, no logró impactar en su pecho.

De repente, del mismo modo que había iniciado la agresión, Cí la detuvo.

Astucia Gris permaneció de pie, con la boca abierta y los ojos, aún incrédulos, a punto de salirse de sus órbitas. Para su extrañeza, nadie había acudido en su auxilio. Ni siquiera el maestro Ming, quien había observado la escena impasible.

– ¡Maestro! -protestó Astucia Gris.

Por toda respuesta, Ming concedió la palabra a Cí.

Éste le cumplimentó.

– Como ves -se dirigió a Astucia Gris-, por más que lo he intentado, no he logrado superar tu defensa. Ahora imaginemos la situación: si en lugar de una espátula de madera hubiese empleado un puñal, tus brazos mostrarían ahora cuchilladas. E incluso aunque te hubiera alcanzado en el pecho, los ángulos y la profundidad de las heridas habrían sido diferentes.

Astucia Gris no respondió.

– Pero eso no explica que el asesino fuese una mujer, ni que esa mujer fuese su esposa, ni que el hombre fuera un exconvicto, ni que hubiera desertado del regimiento de Xiangyang, ni, por supuesto, el resto de invenciones que te has atrevido a pronunciar -le increpó el maestro.

En lugar de contestar de inmediato, Cí regresó junto al cadáver. Luego le alzó la cabeza y señaló la herida de la frente, cerciorándose de que todos pudieran contemplarla.

– ¿El resultado de una caída? De nuevo un error. Astucia Gris limpió el cuerpo donde no debía y, en cambio, no lo hizo donde se necesitaba. De lo contrario, habría descubierto que la piel que él supuso machacada, en realidad fue arrancada del cráneo con el mismo cuchillo con el que el difunto fue degollado. Observad los bordes de la herida. -Cí los recorrió con sus dedos enguantados-. Sus límites, antes ocultos por la tierra, tras la limpieza se revelan agudos y definidos siguiendo una trayectoria cuadrangular practicada con un único propósito.

– ¿Un ritual demoníaco? -se le adelantó Xu.

«Por favor, Xu. No me ayudes ahora».

– No -continuó Cí-. El recorte en la piel intentaba eliminar algo que, de permanecer, habría posibilitado la identificación del cadáver. Una señal que establecía sin lugar a dudas que el difunto era un peligroso criminal, condenado al peor de los castigos. Y un hecho que vinculaba indefectiblemente al fallecido con su asesino. -Hizo una pausa y se dirigió al maestro-: La piel que le fue extraída no era común. Al contrario, el fragmento que le fue extirpado lucía el tatuaje que se les practica a quienes son declarados culpables de homicidio. Por ese motivo su asesina trató de borrar el rastro. Pero, por fortuna, olvidó, o quizá lo desconocía, que a los convictos por asesinato no sólo se les tatúa en la frente la advertencia sobre su delito, sino que sus nombres también se graban en la coronilla, aquí, bajo el pelo.

Los rostros de los estudiantes comenzaron a cambiar el desdén por el estupor. El maestro se adelantó.

– ¿Y la conclusión de que desertó de Xiangyang?

– Es bien conocido que nuestro código penal establece la ejecución, el exilio y los trabajos forzados en el ejército como penas posibles para los delitos de asesinato. Puesto que sabemos que el sujeto estaba vivo hasta ayer, nos quedarían el exilio y los trabajos forzados. -Se desplazó hasta el lugar donde descansaba la mano derecha del cadáver-. Sin embargo, la callosidad circular que bordea la base de su pulgar derecho confirma con rotundidad que este hombre portó, hasta hace muy poco, el anillo de bronce con el que se tensa el tendón de los arcos.

– Déjame ver -le apartó el maestro.

– Y sabemos que en la actualidad, debido a la presión de los invasores Jin, todo nuestro ejército está concentrado en Xiangyang.

– Y por eso afirmas que desertó.

– En efecto. En situación de alerta, nadie puede abandonar el ejército, pero este hombre lo hizo para regresar a Lin’an. Y no hace mucho, a juzgar por el color moreno de su frente.

– No acabo de entender -se extrañó el maestro.

– Fijaos en esta débil marca horizontal -le señaló la frente-. Existe una ligerísima diferencia en el tono de su piel, aquí, a lo largo de las cejas.

El maestro comprobó que era cierto, pero aun así no comprendió.

– Es la típica marca de un pañuelo. En los campos de arroz, a los campesinos que los usan les llaman los «doscolores». Pero esta señal es mucho más tenue, lo que indica que empezó a usar el pañuelo para ocultar su tatuaje hace poco.

El maestro volvió a su sitio. Cí comprobó que su rostro se fruncía, como si valorase con detenimiento su siguiente pregunta.

– ¿Y el lugar en el que podemos encontrar a su mujer? ¿Qué es eso de que preguntemos en el mercado?

– Ahí tuve suerte. -Le traicionó su espontaneidad, pero siguió-: En su boca hallé restos de un alimento blancuzco en cantidad tan abundante que me lleva a deducir que fue asesinado mientras comía.

– Pero aún no entiendo…

– Lo del mercado, sí… Mirad. -Cogió el cuenco donde había depositado los restos de comida-. Es queso.

– ¿Queso?

– Sorprendente, ¿verdad? Una vianda tan impropia de estas latitudes y de nuestros gustos, pero que sin embargo es típica entre las tribus del norte. Que yo sepa, tan sólo lo importa el puesto de alimentos exóticos que desde hace años administra el viejo Panyu, quien sin duda conocerá de memoria a los clientes que le encargan un alimento tan asqueroso.

– Al que debió aficionarse durante su estancia en el ejército…

– Es lo que supongo. Allí comen lo que encuentran.

– Pero eso no explica que fuera asesinado por su mujer.

Cí consultó sus anotaciones. Asintió con la cabeza y elevó un brazo del muerto.

– También encontré esto. -Y le mostró unas marcas débiles.

– ¿Arañazos?

– Y en sus hombros. En ambos. Se revelaron cuando empleé el vinagre.

– Ya veo. Y eso te hace suponer…

– Que ese día ella fue maltratada con dureza. La mujer no aguantó más y mientras su marido cenaba, aprovechó para rebanarle el cuello. Luego, en un ataque de rabia e impotencia, se sentó a horcajadas sobre él y siguió apuñalándolo cuando ya estaba muerto. Finalmente, cuando se calmó, lo despojó de cuanto pudiese vincularlo con ella: el anillo, los objetos de valor…

– Y el tatuaje de su frente.

– Y el tatuaje de su frente. Después lo arrastró como pudo fuera de su casa, dejándolo donde fue encontrado. Por su tamaño, no pudo acarrearlo más lejos.

– Verdaderamente fantástico… -admitió el maestro.

– Gracias -se inclinó Cí.

– No tan rápido, muchacho. No es un halago. -Ming borró de su rostro el gesto amable-. Digo fantástico por la enorme fantasía que ha rodeado cada una de tus afirmaciones. O si no, ¿cómo definirías tú a quien se atreve a afirmar sin sonrojo que la asesina de este hombre fue su mujer y no su hermana? Y si careces de la piel de la frente, ¿cómo te atreves a asegurar que en ella había un tatuaje en el que se pregonaba que era un asesino?

– Pero yo…

– Silencio -le interrumpió-. Eres listo. O mejor dicho: espabilado. Pero no tanto como crees.

– Entonces, la apuesta… -intervino Xu.

– Ah, sí. La apuesta… -Sacó una bolsa de monedas que le entregó al adivino-. Considerad la deuda saldada.

El maestro entornó los párpados. Luego le saludó e hizo una seña a sus alumnos para que abandonaran el mausoleo. Él hacía ya lo propio cuando llamó a Cí.

– Señor… -se inclinó.

El maestro le pidió que le acompañara fuera. Una vez allí, lo apartó hacia uno de los setos. Cí imaginó que algo malo iba a suceder y su pulso se aceleró. Lo sentía golpear en sus sienes con fuerza. Aguardó a que hablara.

– Dime una cosa, muchacho. ¿Cuántos años tienes?

– Veintiuno -respondió.

– ¿Y dónde has estudiado?

– ¿Estudiar? No sé a qué os referís -mintió.

– Vamos, chico. Mi vista flojea, pero hasta un ciego distinguiría de dónde proceden tus habilidades.

Cí cosió sus labios. El maestro insistió, pero Cí no los despegó.

– Está bien… como prefieras… Pero es una verdadera lástima que no desees colaborar, porque a pesar de tu osadía, he de reconocer que me has impresionado.

– ¿Una lástima, señor?

– Así es. Casualmente, la semana pasada uno de nuestros estudiantes cayó enfermo y hubo de regresar a su provincia de origen. Ahora la academia dispone de una plaza vacante, y aunque tenemos una larga lista de espera, siempre andamos a la búsqueda de alumnos con talento. Se me ocurrió que tal vez te interesase cubrirla… -Hizo una pausa-. Pero ya veo que no.

Cí no daba crédito a lo que escuchaba. La Academia Ming era el sueño de todos cuantos aspiraban a hacer carrera en la judicatura, el objetivo de los que deseaban evitar los difíciles exámenes imperiales y de quienes pretendían conseguir un hueco entre la élite de la sociedad. Entrar en la academia era mucho más de lo que él jamás hubiera podido desear. El primer paso hacia su redención y la de su familia.

Y de repente aparecía frente a él como una manzana madura. Sólo tenía que estirar la mano y aprovechar la oportunidad.

Luego sonrió con amargura. Por mucho que quisiera engañarse, aquello no era más que un triste sueño. Aunque Ming le ofreciera una plaza, no disponía de los medios necesarios para afrontar sus altísimos honorarios. Era como el dulce de miel con el que engañaban los labios de un niño enfermo para que abriese la boca antes de verterle una medicina amarga. Por eso, cuando el maestro añadió que le permitiría hospedarse en la academia con los demás estudiantes y que podría cubrir los honorarios correspondientes al alojamiento y la comida trabajando en la biblioteca por las tardes, Cí no quiso despertar. Aquello suponía que podría estudiar día y noche, aprender técnicas desconocidas, experimentar con los últimos descubrimientos, con las últimas pócimas. Significaba luchar por alcanzar su meta. Significaba que por fin su vida brillaría.

No supo qué decir, pero sus ojos fulguraban intensamente, revelando lo que su alma sentía. Y el maestro supo interpretarlo.

Por esa misma razón, cuando Cí rechazó su propuesta, Ming no pudo evitar una mueca de estupor.

Capítulo 19

Mientras volvía a la tarea, Cí maldijo su suerte; aquella fortuna adversa que le servía en bandeja cuanto anhelaba para luego arrebatárselo sin miramientos.

Lo que Ming le había ofrecido era más de lo que cualquier joven ambicioso hubiera podido desear. Un regalo irrechazable, de tal extraordinaria proporción que ni todo el jade del mundo sería capaz de pagarlo. Había puesto a su disposición un tesoro a cambio de muy poco. Pero, para su desgracia, ese poco era un peaje que él no podía permitirse.

No podía abandonar a su hermana.

La academia no le habría ocasionado gasto alguno. Ni de libros, ni de hospedaje, ni de manutención. Todo estaba incluido a cambio de estudiar duramente y trabajar en la biblioteca. No obstante, tampoco percibiría ningún emolumento, pues lo contrario resultaría un deshonor. Le había consultado a Ming la posibilidad de asistir a las clases y mantener su trabajo en el cementerio, pero en aquella cuestión el maestro se había mostrado inflexible. Y tampoco aceptó discutir sobre empleos externos a media jornada. Si decidía entrar, la dedicación al estudio debía ser total. Pero sin el dinero que le proporcionaba su trabajo como adivino, le resultaría imposible afrontar la compra de las medicinas de Tercera. Ni su sustento. Ni su vivienda.

Comenzó a cavar más duro que antes y siguió haciéndolo hasta que las llagas de sus manos cubrieron de sangre el mango de la azada. Ni siquiera así paró. Sólo cuando el anochecer extendió su manto sobre el cementerio, Cí recordó que su hermana le esperaba en la barcaza. Entonces se detuvo. Se adecentó como pudo y emprendió el regreso.

Aquella noche le resultó imposible dormir. Tercera sudaba y no paraba de toser. Se retorció junto al jergón maloliente sobre el que se debatía la pequeña, preguntándose qué hacer. Horas antes le había suministrado la última dosis de medicina. No disponía de más y tampoco le quedaba dinero. Xu se había negado a compartir la bolsa que le había entregado el maestro Ming, alegando que quien había arriesgado su dinero había sido él y que era a él a quien le correspondían las ganancias.

Le odió por ello. Cuando de madrugada Xu le avisó para partir hacia el cementerio, Cí hizo oídos sordos. Aunque era verano, arropó a su hermana para que dejara de temblar y retó al adivino.

– No se os ocurra hacerla trabajar.

Luego cogió su talega y abandonó la barcaza.


* * *

Mientras deambulaba por el puerto entre la marejada de hambrientos que buscaban algo que llevarse a la boca, Cí se preguntó si el juez Feng habría regresado a Lin’an.

Ya no disponía ni de recursos ni de tiempo. No podía buscar otro trabajo ni esperar a que Xu se apiadase de él. Y aunque por su condición de fugitivo le avergonzara deshonrarle con su presencia, Feng era su última esperanza.

Se arrebujó en la camisola y apresuró el paso. Atravesó la ciudad de barca en barca hasta alcanzar el barrio del Fénix, al sur de la ciudad. Una vez pasados los primeros palacetes, reconoció el pabellón de Feng, un edificio antiguo de una sola planta, con un pequeño jardín en su frente y otro a sus espaldas. Tembló de emoción al recordar que entre aquellos manzanos habían transcurrido algunos de los días más felices de su vida. Sin embargo, lo que se encontró le sorprendió. Donde años atrás floreciera un cuidado jardín, ahora un sendero desdibujado se perdía bajo la maleza. Avanzó extrañado rodeando un estanque lleno de piedras hasta unos peldaños que crujieron bajo su peso como un pobre viejo. Todo estaba abandonado. Golpeó la puerta temiéndose lo peor. Su antaño reluciente pintura roja era ahora una piel reseca y cuarteada cuyas débiles costras se desprendían como la capa exterior de una cebolla. Un farol chirrió sobre su cabeza. Al alzar la mirada, advirtió que apenas si quedaba de él más que un esqueleto de hierros que se mecía batido por el viento como un ahorcado. No obtuvo respuesta. Volvió a llamar, pero nadie contestó. Miró a través de las ventanas cuando de repente creyó ver pasar frente a él una cabeza arrugada como una castaña vieja. Fue una visión fugaz a través de una rendija en el papel raído de una ventana. Le pareció una mujer. Cí la llamó, pero la figura desapareció tras las paredes.

Tiró de la aldaba y la puerta cedió, dejando paso a un penetrante olor a moho y humedad que le anegó los pulmones. Entró en la vivienda y cruzó el salón en dirección a los aposentos privados de Feng. Observó con estupor que el lugar estaba absolutamente vacío. Los antiguos muebles labrados habían desaparecido y su lugar lo ocupaba una fantasmagórica capa de telarañas y polvo. Tan sólo viejas marcas de lienzos sobre las paredes parecían evidenciar que alguna vez había existido vida en aquel edificio.

De repente, un ruido a sus espaldas le hizo dar un respingo. Al girarse, alcanzó a distinguir un bulto encorvado corriendo hacia otra habitación. Su corazón galopó. Se apoderó de un listón de bambú en el suelo y siguió el cuerpo hasta la estancia donde se había guarecido. Apenas apreciaba donde pisaba porque los postigos cerrados le impedían la visión. Avanzó a tientas hasta que escuchó algo arrastrarse a pocos pasos de él. Aguzó el oído y vaciló. Alguien parecía respirar a su lado. En ese momento, lo que fuera se movió. Sin pensarlo, Cí se desplazó lateralmente para interceptarlo, pero el bulto le golpeó en la pierna haciéndole caer. Intentó incorporarse cuando unas manos le atacaron. Al defenderse, sintió que eran unos miembros débiles, blandos y escamosos, como el cuerpo de un pez.

La figura chilló hasta aterrorizar a Cí, que se levantó como pudo y arrastró a su atacante hacia el exterior, advirtiendo que apenas pesaba lo que una oveja. La neblina de la mañana iluminó el amasijo de huesos temblorosos que Cí intentaba sujetar. Se sorprendió al comprobar que se trataba de una pobre anciana tan asustada como él. La mujer intentaba protegerse con sus brazos de palillo mientras gimoteaba como un cachorro abandonado. Suplicó que no la golpeara. Le dijo que no había robado nada. Que tan sólo vivía escondida allí.

Cuando Cí consiguió serenarse, la contempló. Bajo un saco mugriento relucían unos llamativos ojos blancos, puro reflejo del temor. Le preguntó qué hacía en la casa del juez Feng. Al principio no contestó, pero cuando la sacudió por los hombros, la mujer le aseguró que hacía meses que nadie vivía allí.

Cí la creyó. La maraña estropajosa de pelo blanco ocultaba un semblante moreno maltratado por la vejez y el hambre. Sus ojos no mentían. Tan sólo le miraban asustados. De repente, se abrieron aún más hasta iluminar su rostro.

– ¡Por todos los cielos! ¿Cí? ¿Eres tú, muchacho?

Cí enmudeció cuando, por un instante, aquellos ojos refulgentes cobraron sentido para él. Poco a poco, el rostro marchito se fue alisando y la suciedad de sus arrugas desvaneciéndose hasta recuperar su antiguo rostro. La anciana que ahora le abrazaba nerviosa, con los ojos inundados de lágrimas, era Suave Corazón, la antigua sierva del juez Feng. La mujer que durante años había cuidado del magistrado y de su casa.

Cí la contempló con tristeza. Recordó que en sus últimos días con el juez Feng la anciana había comenzado a perder la cabeza. Aun así, Feng la había mantenido bajo su servicio. O, al menos, así fue hasta que murió su abuelo y hubieron de abandonar Lin’an.

Suave Corazón no supo decirle mucho más. Sólo que dejó de servir al juez cuando aquella mujer apareció.

– ¿Qué mujer?

– La maldita mujer. Era hermosa, sí. Pero nunca te miraba a los ojos. -La anciana gesticulaba con sus brazos en el aire, como si pudiera conformar la figura de la que hablaba. Miraba al vacío, donde veía lo que describía como si realmente sucediera-. Trajo nuevos sirvientes… y también la desgracia.

– ¿Pero dónde están ahora?

– Vivo sola. Me escondo… A veces aparecen en la oscuridad y me hablan… -Sus ojos de nuevo se aterrorizaron-. ¿Quién eres tú? ¿Por qué me sujetas? -Se soltó de Cí y retrocedió.

Cí la contempló, otra vez era un bulto encorvado y delirante. Intentó ayudarla, pero la mujer se dio la vuelta, echó a correr como si la persiguieran los diablos y desapareció en la espesura.

«Pobre anciana. Aún sigue en la tierra, pero ya vive con los espíritus».

Entró de nuevo en la vivienda en busca de alguna pista que le alumbrase de algún modo, pero no halló más que la basura acumulada por Suave Corazón. Sin duda, aquella casa llevaba tiempo abandonada. Le extrañó que el juez Feng no le hubiera comentado nada la última vez que le vio.

Cuando salió del palacete, un sol desvaído se ocultaba bajo una gruesa capa de nubes. La lluvia no se molestó en mandar un aviso. De regreso a la barcaza, una tromba de agua le obligó a guarecerse en el mercado de esclavos. Allí, bajo un toldo que amortiguaba la lluvia, con el frío ateriéndole los huesos, la desesperación le atenazó. Su último recurso había desaparecido antes de encontrarlo. Quizá Feng aún no hubiera regresado de su periplo por el norte, o quizá lo hubieran destinado a otra ciudad. En cualquier caso, ya le daba igual. No tenía tiempo ni dinero ni trabajo. No tenía a donde ir. No podía adquirir medicinas y Tercera no podía esperar. Miró a su alrededor para darse de bruces con un grupo de esclavos procedentes del norte que caminaban atados como ganado. Yurchenes capturados durante las escaramuzas, supuso. Su aspecto era lastimoso, pero, al menos, dispondrían de alimento y cama. En cierto modo, los envidió.

Tomó una decisión. Quizá fuera la decisión más terrible de su vida, pero no se cruzaría de brazos sin intentarlo. Salió en medio de la lluvia y corrió hacia los Campos de la Muerte.

Conforme ascendía la colina que culminaba en el mausoleo, el corazón le tembló.

Encontró a Xu trabajando en un ataúd. El adivino le miró de soslayo, como si le hubiese estado esperando. Dejó de clavetear y se incorporó.

– Pareces un pollo mojado. Cámbiate y ayúdame con esto.

– Necesito dinero -le dijo sin inmutarse.

– También yo. Ya hemos hablado de eso.

– Lo necesito ahora. Tercera se muere.

– Es lo que le pasa a la gente. ¿No has visto dónde estamos?

Cí aferró a Xu por la pechera. Iba a golpearle, pero se contuvo. Lo soltó y le arregló los ropajes. Luego bajó la frente, como si no quisiera escuchar lo que iba a decirle. Frunció los labios antes de escupirle.

– ¿Cuánto pagarías por mí?

Xu dejó caer el martillo. No podía creer lo que Cí acababa de proponerle. Cuando el joven le confirmó que quería venderse como esclavo, Xu resopló.

– Diez mil qián. Es cuanto puedo ofrecerte.

Cí aspiró. Sabía que si regateaba podría conseguir mucho más, pero ya no le quedaban fuerzas. Las había perdido noche tras noche escuchando los lamentos ahogados de su hermana y buscando una solución que no había encontrado. Ya todo le daba igual. Le faltaban el aire y la vida. Estaba exhausto. Por eso aceptó.

Xu soltó el ataúd y corrió a redactar el documento que certificaría la venta. Humedeció su pincel con saliva y garrapateó ansioso el contrato. Luego se levantó, llamó al jardinero para que actuara de testigo y se lo tendió a Cí para que lo validara.

– He puesto lo fundamental. Que me prestarás tus servicios y me pertenecerás hasta tu muerte. Ten. Firma.

– Primero el dinero -le exigió.

– Te lo entregaré en la barcaza. Tú firma ahora.

– Entonces lo firmaré allí, cuando lo tenga en mis manos.

Xu lo admitió a regañadientes. No obstante, ordenó a Cí que claveteara ataúdes como si ya le perteneciera. Él, mientras tanto, tarareó una cancioncilla para acompañar el mejor golpe de suerte que había tenido en años.


* * *

A media tarde emprendieron el regreso.

Xu lo hizo a paso ligero, canturreando la misma melodía una y otra vez. Cí le siguió lento, cabizbajo, arrastrando los pies a cada paso, consciente de que todo cuanto había soñado en su vida estaba desapareciendo igual que el sol que se apagaba tras el horizonte. Intentó apartar aquellos pensamientos para concentrarse en la carita de su hermana. Sonrió confiando en que por fin la curaría. Le compraría los mejores medicamentos y crecería hasta convertirse en una bella señorita. Ése, y no otro, era ahora su sueño.

Sin embargo, conforme se aproximaban al muelle, su ánimo comenzó a oscurecerse.

Cuando Cí divisó la barcaza, supo que algo terrible acababa de suceder. Afuera, las esposas de Xu gritaban y agitaban los brazos con desesperación, conminándoles a que se apresuraran. Xu aligeró el paso y Cí voló. Saltó a la barcaza desde tierra y entró en la caseta en la que solía descansar Tercera cuando empeoraba. La buscó a gritos, pero nadie contestó. Sólo las lágrimas de las mujeres le indicaban lo que había sucedido.

Se revolvió sobre sí mismo hasta que la descubrió.

Al fondo del cubículo, tapada con un trapo junto a un cubo de pescado, yacía el cuerpecito desmadejado de su hermana. Estaba allí, callada, pálida, durmiendo para siempre.

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