Aún recuerdo el día en que con un café cargado en una mano y un puñado de folios en la otra, me senté en mi despacho dispuesto a trabajar en el tema sobre el que trataría mi nueva novela. Por aquel entonces sólo tenía claras dos premisas: la primera, que su argumento tendría que emocionar a mis lectores tanto como a mí. La segunda, que mientras no encontrara ese tema, no comenzaría a escribir.
Debo confesar que durante más de dos meses emborroné decenas de folios. Buscaba una historia vibrante y cautivadora, pero lo único que garabateaba eran tramas cuyos planteamientos sólo eran más de lo mismo. Y no quería eso. Precisaba algo más intenso, más apasionante, más original.
Por fortuna, y como casi siempre suele suceder en estos casos, la suerte llamó a mi puerta en enero de 2007, en forma de una invitación para asistir al VIII ICFMT, el Indian Congress of Forensic Medicine and Toxicology, que anualmente se celebra en Nueva Delhi. Aunque no sea forense, por razones literarias siempre he seguido esa disciplina con extremo interés y, por tal motivo, frecuentaba desde hacía tiempo varios foros sobre medicina legal en los que trabé amistad con algunos de sus miembros. Entre ellos, el doctor Devaraj Mandal, a la sazón ponente del congreso y la persona que me hizo llegar la invitación.
Por cuestiones de diversa índole, no podía desplazarme en esas fechas, pero el doctor Mandal tuvo la amabilidad de enviarme un extenso dossier con un resumen de las principales ponencias, que en su mayoría versaban sobre toxicología, patología forense, criminología, psiquiatría forense y genética molecular. Sin embargo, la conferencia que atrapó de inmediato mi interés soslayaba los últimos avances en espectrofotómetros o los hallazgos en el campo del análisis de ADN mitocondrial y se centraba en los inicios históricos de la disciplina forense. Más concretamente, profundizaba en la figura de quien mundialmente está considerado como el precursor y padre de ésta. Un hombre del Medievo asiático. El chino Song Cí.
Al instante supe que lo tenía y mi corazón se aceleró. Abandoné los proyectos en los que estaba trabajando y me dediqué por completo a una novela que de verdad iba a merecer la pena. La extraordinaria vida del primer forense de la historia. Una epopeya fascinante en la antigua y exótica China.
El proceso de documentación resultó sumamente arduo. La biografía de Song Cí se limitaba a no más de treinta párrafos extraídos de una docena de libros, que, si bien dejaban una puerta abierta a la ficción, limitaban las posibilidades de una trama estrictamente biográfica. Por suerte, no podía decirse lo mismo de su obra, ya que los cinco volúmenes de su tratado forense, publicado en el año 1247, el Hsi Yuan Lu Hsiang i, a través de sus diferentes traducciones al japonés, coreano, ruso, alemán, holandés, francés e inglés, habían perdurado hasta nuestros días.
Por medio de mi amigo y escritor Alex Lima, profesor adjunto en el Suffolk County Community College, conseguí un facsímil de estos cinco volúmenes editado por Nathan Smith, del Centro de Estudios Chinos de la Universidad de Michigan; concretamente, una traducción del profesor Brian McKnight que incorporaba un valioso prefacio de la edición japonesa de 1854.
La obra, escrupulosamente estructurada, dedicaba el primer volumen al listado de leyes que afectaban a los jueces forenses; a los procedimientos burocráticos empleados, incluidos plazos, número de investigaciones que practicar sobre un mismo crimen y sus responsables; a las jurisdicciones; a los protocolos de actuación de los inspectores; a la elaboración de los informes forenses y a los castigos a los que se expondrían los forenses en caso de dictamen equivocado. Asimismo, preconizaba la forma de actuación ante el examen de cualquier cadáver, incluyendo la obligatoriedad de reseñar testimonios gráficos mediante plantillas con dibujos de cuerpos sobre los que deberían marcarse los distintos hallazgos.
El segundo volumen detallaba las distintas etapas de corrupción de los cadáveres, sus alteraciones en función de las estaciones del año, el lavado y la preparación previa de los cuerpos, el examen de cuerpos insepultos, la exhumación de cadáveres, el análisis de cuerpos descompuestos, los métodos para hallar evidencias en cadáveres con un grado avanzado de descomposición, la entomología forense, el estudio en caso de asfixia o agotamiento, el caso particular de los cadáveres femeninos y el examen de fetos.
El tercer volumen se ocupaba extensamente del examen de los huesos, de su análisis para la extracción de conclusiones mediante el empleo de reveladores químicos, de los rastros de heridas en cadáveres esqueletados, de la discusión sobre puntos vitales, de los suicidios por ahorcamiento, de las simulaciones de suicidios para encubrir asesinatos y de las muertes por inmersión.
El cuarto volumen versaba sobre las muertes producidas por golpes mediante puños y piernas, o con el auxilio de instrumentos contundentes, punzantes o cortantes; el estudio de suicidios mediante armas afiladas; los asesinatos por heridas múltiples en los que se hacía preciso detectar la verdadera herida causante de la muerte; los casos de decapitación, incluidos aquéllos en los que el tronco o la cabeza no estuvieran presentes; la muerte por quemaduras; la muerte por vertidos de líquidos hirvientes; los envenenamientos; los decesos por enfermedades ocultas; la muerte producto de tratamientos de acupuntura o moxibustión y el registro de muertes naturales.
Por último, el quinto volumen atendía a las investigaciones sobre muertes ocurridas en reos de prisión; las producidas como consecuencia de torturas; las producidas por caídas desde grandes alturas; las muertes por aplastamiento, por asfixia, por estampida de caballos o búfalos, por atropellamiento; los fallecimientos por caídas de rayos, por ataques de fieras, por picaduras de insectos y mordedura de serpientes o reptiles; los decesos por intoxicación etílica, por golpes de calor; las muertes por heridas internas a consecuencia de excesos alimentarios; las muertes por excesos sexuales y, finalmente, los procedimientos para la apertura de cadáveres así como los métodos para dispersar el hedor y para restaurar la vida en aquellos casos en los que la muerte fuera sólo aparente.
En definitiva, un auténtico arsenal de técnicas, métodos, instrumentales, preparados, protocolos y leyes a los que habría que añadir los numerosos casos forenses resueltos por el propio Cí Song que, incluidos en el mismo tratado, me permitirían construir una historia no sólo apasionante, sino también, y lo que es más importante, absolutamente fiel a la realidad.
Tras el sorprendente descubrimiento extendí el periodo de documentación doce meses más para recopilar información en los ámbitos político, cultural, social, judicial, económico, religioso, militar y sexual, junto a exhaustivas referencias en los campos de la medicina, la educación, la arquitectura, la alimentación, el mobiliario, la vestimenta, los sistemas de medición, la moneda, la organización estatal y la burocracia en la China medieval de la Dinastía Tsong. Una vez organizados y cotejados, descubrí datos tan asombrosos como la convulsa situación en la que se hallaba la Corte del emperador Ningzong ante la constante coacción de los Jin, los pueblos bárbaros del norte que tras conquistar la China septentrional amenazaban con completar la invasión; las complejas y estrictas normas de comportamiento en el seno familiar, donde los miembros más jóvenes debían no sólo respeto absoluto, sino también una obediencia incuestionable a sus mayores; la importancia de los ritos como eje y motor de la vida; la omnipresencia del castigo físico, generalmente de una violencia inusitada, como correctivo para cualquier falta por nimia que ésta fuese; el extensísimo código penal en el que quedaban regulados todos los aspectos de la vida; la ausencia de religiones monoteístas y la coexistencia de filosofías no excluyentes como la budista, la taoísta y la confucianista; la avanzada y equitativa norma que garantizaba el acceso al poder mediante la superación de exámenes trienales abiertos a cualquier aspirante; el generalizado sentimiento antimilitarista o los asombrosos avances científicos y técnicos -la brújula, la pólvora militar, la imprenta de tipos móviles, los billetes bancarios, el frigorífico, los buques de compartimentos estancos…- que eclosionaron durante la Dinastía Tsong.
Por curioso que parezca, y una vez bosquejados los principales trazos de la trama, la primera dificultad a la que me enfrenté fue bautizar a los protagonistas de la novela.
Cuando ojeamos un libro cuyos personajes son extranjeros, podemos memorizar sus nombres y apellidos e identificarlos con los individuos a los que representan porque, por lo general, dichos nombres poseen raíces hebreas, griegas o latinas que, de algún modo, pese a lo arcaicas, nos son conocidas. Así, patronímicos poco usuales hoy en día como por ejemplo Jenofonte, Asdrúbal, Suetonio o Abderramán no sólo son fácilmente reconocidos, sino que también nos resulta sencillo diferenciarlos y recordarlos. Algo parecido sucede con los nombres anglosajones. Así, Erik, John, Peter o Wolfgang, debido a la familiaridad derivada de su empleo en los medios audiovisuales, nos son casi tan familiares como Juan, Pedro o José. Desafortunadamente, esto no ocurre con los nombres orientales. Y menos aún, con los chinos.
El idioma chino -en realidad, sus numerosas lenguas- es extremadamente complejo. La mayoría de sus palabras son monosilábicas, con la particularidad de que una misma sílaba puede articularse hasta con cinco entonaciones diferentes. Pues bien, imaginemos ahora una novela cuyos personajes poseyeran los siguientes nombres: Song, Tang, Ming, Peng, Feng, Fang, Kang, Dong, Kung, Fong y Kong. A la tercera página no habría lector que no hubiese abandonado el libro con un profundo dolor de cabeza.
Para sortear este problema, aunque mantuve los nombres de los principales personajes históricos, me vi obligado a alterar aquellos que, por su parecido con otros ya utilizados, podrían inducir a confusión. Por idéntica razón, para denominar a personajes secundarios, me ayudé de una costumbre típica de la época, consistente en sustituir los nombres de nacimiento por apodos que revelaban las cualidades de las personas a las que representaban.
Pero las dificultades continuaban. El pinyin es un utilísimo sistema de transcripción fonética que ha permitido plasmar los complicados ideogramas chinos en palabras alfabéticas para que puedan ser leídas, pronunciadas y escritas por cualquier occidental. Sin embargo, la diversidad tonal de la pronunciación china ha provocado que una misma palabra sea transcrita de diferentes formas, en función de la percepción del oyente de turno. Así, según la fuente que consultemos, podremos encontrar al protagonista Song Cí bajo la denominación de Tsong Cí, Tsung Cí, Sung Cí, Sun Tzu o Sung Tzu.
Y aún hay más. En China, el apellido siempre se pronuncia delante del nombre, si bien este último apenas se emplea y sólo se usa el apellido. Así, nuestro protagonista, al que a lo largo de la novela denomino Cí Song, y a menudo, solo Cí, en realidad habría sido llamado por sus contemporáneos Song Cí y, comúnmente, sólo Song.
¿Por qué alteré el orden? Principalmente, por tres motivos. El primero, por asemejar la denominación a nuestra costumbre occidental, en la que el apellido figura siempre a continuación del nombre. El segundo, para evitar los problemas de comprensión que surgirían cuando en un mismo párrafo se hiciese referencia a hijos y padres cuyos nombres resultarían indistinguibles (Song y Song). Y el tercero, y aún más sorprendente, debido a la extraña coincidencia de que en aquel periodo la familia del emperador también portara el apellido Song (Tsong).
Una vez resuelto este problema, pasé a enfrentarme a un dilema mayor. Quizá uno de los escollos más importantes que afronta cualquier escritor cuando resuelve escribir una novela con un trasfondo histórico es establecer cuánto de verdad y cuánto de ficción contendría un manuscrito que, por sus características, debía respetar escrupulosamente los datos disponibles.
A menudo he asistido a mesas redondas donde el tema de discusión consistía en discernir el concepto de novela histórica, debates en los que generalmente acababa dirimiéndose, con mayor o menor vehemencia, el grado, la calidad y la cantidad de historia que debía contener una novela -que, por definición, es un relato de ficción-, para considerarse realmente histórica. En numerosas ocasiones, los contertulios finalmente se avinieron a defender la clasificación que en su día hiciera el semiólogo Umberto Eco, quien en repetidos artículos estableció tres modalidades distintas: la novela romántica o de ambientación fantástica, en la que tanto los personajes, los hechos narrados y el trasfondo histórico resultaban absolutamente ficticios, pero cubiertos de una apariencia de veracidad (un ejemplo de esta división serían las novelas del ciclo artúrico de Bernard Cornwell). En segundo lugar, lo que Eco plantea como «obras de capa y espada», novelas en las que personajes históricos reales se ven embarcados, merced a la imaginación del autor, en situaciones ficticias que nunca sucedieron (en este apartado encontraríamos a autores como Walter Scott, Alejandro Dumas o León Tolstoi). Y, por último, las que el autor italiano bautiza como «novelas históricas propiamente dichas», que define como aquellas que emplean personajes ficticios que se desenvuelven en una situación históricamente real (y donde, obviamente, encaja su icónica El nombre de la rosa).
En voces de muchos, faltarían aquí las biografías noveladas, las falsas memorias y los ensayos más o menos rigurosos.
En cualquier caso, mi opinión es que una novela histórica debe ser, antes que nada, una novela. Debemos partir de la base de que la novela es ficción, y sólo así se comprende la magia y su poder de cautivar. Una vez superado este difícil trámite, la clave debería residir en la rigurosidad y en la honestidad con las que el autor trata los acontecimientos históricos relatados. Porque tan histórico es novelar sobre Julio César en la guerra de las Galias como hacerlo sobre un anónimo esclavo que se dejó la vida levantando una iglesia. Todo depende de la rigurosidad. En el caso de César, el personaje es histórico, pero eso no garantiza que en nuestro relato lo sean sus actos, sus sentimientos o sus pensamientos. En el segundo, el esclavo seguramente no existió, pero pudo existir alguien como él. Y si nuestro personaje de ficción se comporta como ese esclavo que pudo ser, entonces el episodio resultará tan vívido y real como si realmente viajáramos al pasado y pudiéramos contemplarlo.
Obviamente, la obligación del autor es escribir una novela en la que César piense, sienta y actúe más allá de lo que la historiografía nos asegura que pensó, sintió y actuó, pues, en caso contrario, en lugar de una novela estaríamos hablando de un ensayo, de una biografía o de un documental. Pero también es responsabilidad del autor que esa ficción sea verosímil y consecuente con lo que sabemos que sucedió en realidad. Igualmente nos equivocaríamos si desdeñásemos la novela histórica que emplea personajes ficticios que se desenvuelven en un mundo real, porque ese mundo y cuantas acciones rodean al personaje también forman parte con mayúsculas de nuestra historia.
En este sentido, es obligado señalar que, aunque los grandes acontecimientos son siempre los recordados, son los pequeños y cotidianos los que nos acompañan día a día en nuestras vidas, los que nos hacen felices o desgraciados, los que nos hacen creer y soñar, los que nos impelen a amar, a tomar decisiones y, en ocasiones, a luchar y morir por aquello en lo que creemos. El gran historiador Jacques Le Goff fue el primero en reivindicar la historia de los hechos cotidianos: de las ferias medievales, la de las pobres gentes que malvivían en las aldeas, la de las enfermedades, los castigos y las penas; de la realidad de las vidas de los olvidados, en contraposición con el fulgor y la resonancia de las batallas contadas siempre por los vencedores.
A quien le interese profundizar en el tema, le recomendaría encarecidamente la lectura del ensayo Cinco miradas sobre la novela histórica, editado por Evohé y firmado por Carlos García Gual, Antonio Penadés, Javier Negrete, Gisbert Haefs y Pedro Godoy. Sus prestigiosos autores no sólo aportan una aguda visión sobre esta cuestión, sino que además lo hacen de una forma entretenida y pedagógica.
En el caso de El lector de cadáveres, el protagonista, Song Cí, es un personaje real, casi desconocido por sus actos, pero recordado por su exuberante obra. Por ello, en esta novela he procurado reflejar con escrupulosa exactitud la forma en la que el protagonista trabajaba, sus innovadores métodos forenses, las dificultades de sus inicios, su atrevimiento, su sagacidad intelectual, su amor por el estudio y su afán por la verdad y la justicia. Todos los procesos, los procedimientos, las leyes, los protocolos, los análisis, los métodos, el instrumental y los materiales descritos en cada uno de los casos narrados se corresponden fidedignamente con la realidad. El elenco de actores se completa con la presencia de otros personajes reales, entre los que destacan el emperador Ningzong y su séquito, el consejero de los Castigos o el viejo profesor Ming. También me ayudé de hechos históricos, como la existencia de la acreditada academia, la situación de inestabilidad política en la frontera y, sobre todo, la aparición, por primera vez en el mundo, del cañón de mano o pistola (handgun), un arma tan innovadora como mortífera.
Pero, además, incorporé elementos de ficción que me permitieron recrear, dentro de una atmósfera de verosimilitud, la sociedad, la intriga y el devenir de la época. En este sentido, tejí una complicada trama en la que especulé sobre el modo en el que la fórmula de la pólvora explosiva, custodiada por los chinos como alto secreto de Estado, pudo pasar a manos de sus enemigos, los mongoles, para finalmente llegar hasta Europa.
Respecto a la rara enfermedad que padece Song Cí, científicamente denominada CIPA (Congenital Insensivity to Pain with Anhidrosis), consistente en una extraña mutación del gen que codifica el receptor neurotrópico de la quinasa tirosina (NTRK1) y que impide la formación de las células nerviosas responsables de la transmisión de señales de dolor, calor y frío al cerebro, debo admitir que es una licencia narrativa que introduje con el fin de incrementar el dramatismo del protagonista. No obstante, tal enfermedad, más que un don maravilloso que ayuda a Song Cí a superar determinadas vicisitudes, en realidad se manifiesta en su lado más oscuro y negativo, que modula, curte y daña al protagonista, al hacer que se sienta como un monstruo maldito.
Por último, y a modo de cierre, me gustaría plasmar una reflexión personal sobre los géneros literarios. De todos es conocida la innata tendencia del ser humano a clasificar cuanto le rodea, algo lógico en una sociedad en la que a menudo la oferta supera a la demanda y la información es tan amplia que su utilidad queda opacada bajo su propia abundancia. Con los géneros literarios sucede algo parecido: es tanto lo publicado que los editores precisan saber en qué colección encajará cada título; los libreros, de qué forma clasificarán esos títulos en sus expositores; y los lectores, una orientación que les ayude a escoger conforme a sus gustos.
Hasta aquí no existiría mayor problema. Es una forma de organización, y la organización es necesaria. Lo que quizá ya no lo sea tanto es la típica costumbre humana de etiquetar de forma inamovible cada novela. Etiquetamos géneros «mayores», géneros «menores», géneros «mejores» y géneros «peores» sin que en ningún caso esas etiquetas dependan objetivamente de la calidad individual de cada título.
Y cuento todo esto porque en ocasiones he podido escuchar, no sin cierto desasosiego, que la novela histórica es un género «menor».
Siempre que ha ocurrido esto, me he preguntado perplejo si la persona que hacía ese comentario hablaría de una novela concreta o, en realidad, se habría dejado llevar por una corriente de opinión. Para ilustrarlo, imaginemos por un momento que un escritor contemporáneo de inusitado talento escribiera hoy en día una trágica historia de amor entre una pareja de jóvenes cuyas familias, los Capuleto y los Montesco, se odiaran. ¿Acaso por estar ambientada en la Venecia del siglo XVI Romeo y Julieta pasaría a clasificarse como una simple novela histórica y dejaría de ser la más bella historia de amor jamás contada?
Sinceramente, creo que en este caso vendría a colación la definición que en su día nos dejó el inefable José Manuel Lara respecto a los géneros: «En realidad, sólo existen dos clases de novelas: las buenas y las malas».