Nada más conocer la noticia, Ningzong decretó la suspensión inmediata de todos los actos y ordenó que localizaran a los jueces imperiales. En cuanto se presentaron, el emperador partió hacia las dependencias de Kan, escoltado por un séquito de funcionarios cuyo número competía con el de los guardias armados encargados de protegerle. Con la aquiescencia de Ningzong, Cí les acompañó.
Al llegar al umbral de la habitación, Cí y el resto de la comitiva se detuvieron horrorizados. Frente a ellos, colgando como un grueso saco, se balanceaba el cuerpo desnudo de Kan. Su rostro abotargado era el de un sapo reventado, al igual que sus carnes fofas, desbordadas bajo su pálida piel venosa. Cerca de sus pies descansaba un enorme arcón que, aparentemente, había empleado como plataforma. Ningzong mandó que descolgaran el cadáver de inmediato, pero los jueces se lo desaconsejaron, coincidiendo en la necesidad de practicar una inspección previa. Cí recibió autorización para permanecer tras ellos a cierta distancia. Mientras los jueces comentaban el aspecto de la víctima, Cí observó en el embaldosado la finísima capa de polvo que la luz de la ventana revelaba al incidir sobre el suelo. Después comprobó la disposición y el número de muebles, y los reflejó con un bosquejo en la libreta que siempre llevaba. Cuando finalmente le permitieron examinar el cadáver, tembló como si fuera su primera vez.
Cí observó la cabeza de Kan, grotescamente ladeada hacia la izquierda. Su único ojo estaba cerrado y sus labios se veían negros, al igual que su boca, ligeramente abierta, con los dientes apretados contra la lengua. La cara se apreciaba teñida de un color azulado y en las comisuras de la boca y sobre el pecho destacaban restos de saliva espumosa. Sus manos agarrotadas aparecían ceñidas sobre los pulgares, mientras que los dedos de sus pies lo hacían contraídos hacia dentro de una forma espeluznante. El estómago y la parte inferior del abdomen se veían descolgados, de un color azul negruzco. Las piernas, gruesas como toneles, mostraban pequeñas pintas de sangre bajo la piel, parecidas a las producidas por tratamientos de moxibustión. En el suelo, a sus pies, yacían restos de orina y heces.
Solicitó permiso para subirse sobre el arcón. Una vez obtenido, se encaramó de un salto y comprobó que la soga era de cáñamo trenzado del grosor de un dedo meñique. Debido a su delgadez, la cuerda se enterraba en la garganta, por debajo de la nuez. Tras la nuca advirtió un nudo vivo, deslizante, que se distinguía del nudo muerto por ser este último fijo. La soga cruzaba por detrás de la cabeza dejando una cicatriz profunda de color negruzco sucio que corría de oreja a oreja, justo bajo la línea de nacimiento del cabello. Ante la extrañeza de los presentes, solicitó una silla y la colocó sobre el arcón. Luego se subió a ella para comprobar la traviesa sobre la que estaba anudada la cuerda. Examinó la lazada y la viga con igual interés. Finalmente, bajó de la silla, intentó mover el arcón sin éxito y dio por concluida la inspección.
Al punto, Ningzong ordenó que lo descolgaran y alertó al consejero de los Ritos para que iniciara los preparativos del funeral.
Entre dos centinelas izaron la enorme masa muerta mientras un tercero aflojaba la soga. Luego depositaron el cadáver en el suelo, momento que Cí aprovechó para practicar una comprobación adicional y confirmar o descartar la rotura de la tráquea. Los jueces le miraron por encima del hombro, pero no pusieron objeción. Mientras Cí palpaba la papada, Bo encontró una nota manuscrita sobre la misma mesilla en la que aparecía perfectamente doblada la ropa de Kan. Tras leerla rápidamente, se la entregó a Ningzong.
El emperador se apresuró a leerla en voz baja. Conforme avanzaba, sus manos comenzaron a palpitar hasta que un temblor manifiesto se apoderó de ellas. Luego, sus dedos se crisparon sobre el papel, arrugándolo como si se tratara de pura basura. Ningzong bajó la cabeza mientras su expresión de dolor se transformaba en una cólera que nadie se atrevió a contemplar. De repente, le devolvió la nota a Bo y revocó la orden que acababa de dictar, decretando en su lugar que se paralizara cualquier acto de condolencia. No se celebraría ningún funeral público; del cadáver tan sólo se ocuparía el servicio y sería enterrado en un cementerio cualquiera sin ningún tipo de ceremonial.
Un murmullo de estupor recorrió la estancia. A Cí la noticia le paralizó. Mientras todo el séquito se apresuraba a acompañar al emperador en su marcha, Bo le confió la nota a Cí, quien la desplegó temeroso, intentando alisar las arrugas que entorpecían su lectura. En ella, escrito de su puño y letra, y firmado con su sello, Kan confesaba ser el culpable de los asesinatos, afirmando haberlos cometido con el único fin de desacreditar a Iris Azul.
Cí dejó arrastrar su espalda por la pared de caoba hasta acabar sentado en el suelo. No podía creerlo. El consejero de los Castigos se declaraba culpable. Todo había terminado. No había nada más que investigar.
Permaneció sentado hasta que Bo le conminó a que se levantara. Entonces, lentamente, pareció recobrar el sentido. Una vez de pie, le devolvió la nota a Bo, quien le certificó que tanto la caligrafía como los sellos pertenecían a Kan. Cí asintió. Se despidió de Bo con un balbuceo y abandonó el palacio cabizbajo en dirección a los jardines.
Caminó incrédulo, meditando qué hacer. Ya nada le retenía en palacio. Con Kan culpable e inmolado, podría exigir al emperador el puesto prometido y comenzar una provechosa carrera judicial. Ming quedaría libre, Iris Azul exculpada, Feng le excusaría de cualquier cargo que Astucia Gris pudiera presentar contra él y todos sus sueños se harían realidad. Sin embargo, mientras deambulaba entre los sauces, su corazón latía temeroso, porque aunque sus sueños estuvieran al alcance de su mano sabía que todo aquello era un sueño irreal. Lo sabía porque tenía la certeza de que la muerte de Kan no obedecía a un suicidio, sino a un acto criminal.
Se encaminó hacia el Pabellón de los Nenúfares dispuesto a preparar su equipaje. Lo había decidido. En cuanto se formalizase la liberación de Ming, se marcharía de palacio y olvidaría para siempre aquel aciago asunto. No le importaba lo que más adelante pudiera sucederle al emperador. Le habían obligado a investigar, le habían amenazado, torturado y chantajeado, habían intentado asesinarle, habían apresado a Ming… ¿Qué más podían exigirle? Ya tenían al culpable que buscaban y éste había pagado su castigo. Si alguien tenía que descubrir la verdad, que fuera alguno de esos jueces ancianos que le miraban por encima del hombro. O el propio Astucia Gris, cuando regresara de su periplo. Y si éste había averiguado algo en Jianyang, tendría que buscarle en otro lugar, porque él ya estaría lejos de Lin’an.
Divisó en la lejanía la figura de Iris Azul. Ya no sabría jamás si era culpable o no. Deseó que no lo fuera y sonrió con ironía. Le daba lo mismo. Había cometido una insensatez al enamorarse de una mujer que sabía que le estaba prohibida, y lo que era peor aún, había traicionado la confianza del único hombre que se había comportado como un padre con él. Maldijo la noche en que la conoció. Lo hizo pese a conservar aún en sus labios el recuerdo de sus besos.
Se acercó despacio, evitando su mirada, a pesar de saberla vacía.
Ascendió la pequeña escalera de la entrada y entró en el pabellón sin saludar. La nüshi siguió con sus ojos ciegos el rumor de sus pasos, como si de algún modo pudiera adivinar quién era su dueño. Una vez en su habitación, Cí comenzó a recoger sus pertenencias. Había doblado ya su ropa cuando se acordó de los fragmentos de los moldes que había escondido. De inmediato resolvió que, si pretendía olvidar el asunto, lo mejor sería destruirlos. Sacó el cetro de yeso que había ocultado bajo la tarima y lo dejó sobre la cama. Luego corrió a por los trozos del molde que había escondido en el armario, pero, ante su estupor, no los encontró. Se aseguró vaciando todo el contenido del mueble, pero fue en vano. No estaban. Alguien los había robado. Le asaltó un profundo temor.
Comprendió que no le resultaría fácil cerrar aquel asunto, pero estaba determinado a seguir adelante con sus planes. De hecho, tal vez la desaparición del molde fuera lo mejor que podría haberle sucedido. Si el intento de asesinato que había sufrido en el almacén era por aquel trozo de terracota, lo mejor para que le dejaran en paz era que quienquiera que lo buscara lo tuviera ya en sus manos.
Nada más terminar de cerrar el equipaje, se quedó contemplando el extraño cetro de yeso. Lo cogió y lo examinó con detenimiento. El exterior reflejaba un cuidadoso labrado con motivos florales. Respecto al interior, supuso que debería haberlo ocupado la barra cilíndrica que no había incorporado. Se preguntó si en lugar de un cetro, no sería alguna especie de flauta.
Meneó la cabeza. No sabía ni por qué divagaba sobre su forma ni sobre su utilidad. Lo elevó para destrozarlo contra el suelo cuando, de repente, se detuvo. Bajó la mano lentamente y dejó de nuevo el cetro sobre sus ropas. Acababa de pensarlo mejor. Si tan relevante era, haría bien en conservar una pieza de la que, al fin y al cabo, nadie sabía de su existencia. Si la mantenía escondida, conservarla no sólo no le reportaría ningún riesgo, sino que, llegado el momento, podría usarla como prueba.
Una vez decidido, sólo necesitaba un lugar para esconderla. Algo sencillo en el caso de disponer de un domicilio, pero complicado en su situación.
Mientras intentaba imaginar un sitio seguro, se frotó el pecho con una de sus manos, hasta toparse con la llave que llevaba colgada al cuello. La había olvidado. Era la llave que Ming le había entregado para que, en previsión de un desenlace fatídico, se hiciera cargo de sus pertenencias más valiosas. Y si no recordaba mal, éstas permanecían ocultas en su despacho, en un compartimento secreto.
Entonces se decidió. Camufló el cetro entre sus ropas y salió con su equipaje de la habitación. En el salón vio a Iris Azul de pie, junto a la puerta. Llevaba un vestido de tul bajo el que se adivinaba una figura turbadora. Sin embargo, él sólo tuvo ojos para su rostro. Cuando advirtió la humedad de sus párpados, no pudo evitar una punzada de amargura. Al pasar a su lado estuvo a punto de explicarle por qué se iba. Lo intentó, pero no se atrevió. Sólo pudo pronunciar un «adiós» avergonzado. Después bajó la cabeza y abandonó el pabellón en dirección a la academia.
Aunque imaginaba que los centinelas le franquearían la salida, decidió asegurarse pidiéndole a Bo que le acompañara. El oficial renegó en un primer momento, pero Cí le persuadió, aduciendo que aunque su trabajo en la Corte hubiera terminado, quizá en la muralla aún no lo supieran. Además, deseaba entregarle a su maestro Ming un libro que tenía que recoger de su biblioteca y, si salía solo, quizá a su regreso volviera a tener problemas. Finalmente, Bo accedió. Cruzaron las murallas sin que le registraran y, juntos, se encaminaron hacia la academia.
Cuando llegaron, Cí preguntó por Sui, el sirviente de Ming. El jardinero que les recibió desapareció un instante y al poco regresó acompañado de un hombre de mediana edad que le miró con extrañeza a través de sus cejas pobladas. Sin embargo, en cuanto Cí le mostró la llave, su expresión cambió por otra de preocupación.
– ¿El maestro ha…?
Cí negó con la cabeza. Le confesó que, aunque el maestro continuaba débil, pronto se restablecería y que le había encargado que le llevase un libro de su biblioteca para leer durante su convalecencia. El sirviente asintió y le invitó a que le siguiera. Bo esperó en el jardín.
Una vez en el despacho, Sui se acercó a unas estanterías de las que extrajo parsimoniosamente varios libros que hacían de parapeto hasta dejar a la vista una trampilla de caoba protegida por una cerradura. Cí esperó a que el sirviente se retirara, pero, para su contrariedad, Sui no se movió.
Cí apretó los dientes. Aquélla era una situación inesperada que le obligaba a alterar sus planes y debía hacerlo rápido o Sui sospecharía. Introdujo la llave en el cerrojo y abrió la portezuela que daba acceso a un diminuto receptáculo repleto hasta reventar. Cí se maldijo al comprobar que en aquel agujero no cabría el molde que intentaba esconder. Intentó ganar tiempo examinando los volúmenes almacenados en el escondrijo hasta que de repente sus ojos se posaron en uno que le llamó poderosamente la atención. Era un manuscrito moderno titulado Ingmingji, Procesos judiciales al descubierto, y la caligrafía pertenecía al propio Ming. Lo sacó para no quedar en evidencia ante Sui, argumentando que precisamente aquél era el libro que le había pedido Ming. Sin embargo, aún seguía sin encontrar la forma de ocultar el cetro.
– ¿Qué os sucede? -preguntó finalmente el sirviente.
Cí lo miró. Le entregó el cetro y una bolsa con monedas.
– Necesito que me hagas un favor. Necesito que lo hagas por Ming.
Con Kan muerto, Cí regresó a palacio con el único objetivo de conseguir la liberación de su maestro. Bo le acompañó para acelerar los trámites, pero los enfermeros que atendían a Ming aún desconocían las consecuencias de la muerte de Kan, así que sus gestiones resultaron infructuosas. Una vez a solas con Ming, Cí intentó reconfortarle. Sus piernas habían mejorado y la sangre volvía a animar sus mejillas, así que dio por hecho que en pocos días podría caminar y retomar sus tareas. Mientras eso sucedía, lo mismo le daba recuperarse en la academia que en aquellas acogedoras dependencias. Ming sonrió ante la ocurrencia de Cí. Sin embargo, cuando éste le informó de las circunstancias del suicidio de Kan, la lividez retornó al rostro del enfermo. Había algo extraño en la voz de Cí, un tono que le intranquilizó.
– ¿Qué me ocultas? -le preguntó.
Cí observó a los centinelas a su alrededor. Parecían atentos a su conversación. Le respondió que nada.
– ¿Estás seguro? -insistió Ming.
Cí mintió mejor que nunca, algo de lo que se dio cuenta porque el semblante de Ming recuperó el sosiego en la misma medida en que el suyo se ensombrecía. Odiaba mentir, pero últimamente parecía haberse convertido en un consumado maestro. Había mentido a Iris Azul, al juez Feng y, ahora, a Ming. Se despidió de él asegurándole que se ocuparía de que le trasladaran cuanto antes a la academia. Sin embargo, le ocultó que había cogido un libro de su biblioteca para no alertarle aún más.
Una vez fuera, Cí meneó la cabeza. No estaba precisamente orgulloso de sí mismo. Al contrario, se despreciaba. Allá donde se mirase se veía reflejado en la figura de su padre, y todo cuanto repudiaba de él, lo veía ahora en sí mismo. Su padre había sido un farsante, y lo mismo que tanto había odiado entonces, lo cometía él ahora. Se descubrió como un ser sin escrúpulos que prefería mirar hacia otro lado para favorecer sus intereses sin importarle la verdad; sin distinguir entre culpables e inocentes. Atrás quedaban las sabias enseñanzas de Feng y los honestos consejos de Ming. Pensó en su hermana Tercera. No se sentiría orgullosa de él.
El fantasma de la niña le sacudió las entrañas. Se sentó abatido en el suelo mientras se preguntaba qué era lo que estaba haciendo, qué pretendía conseguir y en qué se estaba convirtiendo… Su cabeza le exigía que olvidase sus remordimientos y aprovechase una oportunidad para escapar que no se le volvería a presentar. Pero dentro de él algo le roía lentamente. Una agonía que adivinaba jamás le dejaría en paz.
Pateó una piedra con rabia. Ni siquiera sabía si sería capaz de olvidar a Iris Azul. Seguía recordando el calor de su piel, igual que la tristeza de su mirada. La añoraba. De repente, un relámpago en su interior le impulsó a despedirse de ella… No lo pensó. Se levantó y echó a andar hacia el Pabellón de los Nenúfares, sin discernir si tal impulso obedecía a un deseo carnal o a un postrer resquicio de dignidad.
Estaba aproximándose al edificio cuando a lo lejos creyó distinguir la figura de Feng. Algo más cerca comprobó que, en efecto, el juez permanecía junto a un carro dirigiendo el traslado de su equipaje junto a media docena de sirvientes que trajinaban con fardos y sacas. Al advertir su presencia, Feng dejó su ocupación y se acercó con una sonrisa.
– ¿Cí? Iris me dijo que te habías marchado, pero yo le aseguré que eso era imposible. -Le abrazó con fuerza, en un gesto poco común.
Cí nunca había abrazado a nadie sabiéndose un traidor. Sintió náuseas al percibir el cuerpo desvalido del viejo Feng dándole palmas cariñosamente en la espalda.
– Habéis vuelto antes de lo previsto -acertó a contestar Cí con la cabeza gacha. Pensó que Feng descubriría la vergüenza que le ruborizaba.
– Afortunadamente, pude organizar el nuevo convoy con rapidez. ¡Vamos! Échame una mano con estos obsequios. ¿Te das cuenta, Iris? -le gritó-. ¡Cí ha regresado!
Cargado con una alforja, Cí contempló a la nüshi bajo el quicio de la entrada. La saludó con timidez, pero ella entró de nuevo en el pabellón sin decir nada.
Durante la comida, Feng se interesó por lo ocurrido en su ausencia. Notaba a Iris preocupada y se lo hizo saber, pero la mujer achacó su desgana a un malestar pasajero mientras le servía con torpeza un poco más del pollo caramelizado que acababan de traerles. Luego, Feng se interesó por el suceso que todo el mundo comentaba.
– ¡Un suicidio! ¡A saber qué pasó por su cabeza…! -repuso el juez-. Siempre dije que Kan albergaba algo oscuro, pero nunca imaginé que pudiera cometer un acto semejante. ¿Qué harás ahora, Cí? Trabajabas para él…
Cí tragó el pollo sin masticar. No se atrevía a mirar a Feng a los ojos. Y menos estando presente su mujer.
– Supongo que volveré a la academia -respondió.
– ¿A comer cada día arroz pasado? ¡Eso ni pensarlo! ¡Te quedarás aquí con nosotros! ¿Verdad, Iris?
La mujer no respondió. Ordenó al servicio que retirara los platos vacíos y se excusó por su inoportuno dolor de cabeza. Cuando se levantó con la intención de retirarse, Feng se ofreció a acompañarla, pero ella rechazó la ayuda y se marchó a sus aposentos sola.
– Tendrás que disculparla -sonrió Feng mientras volvía a tomar asiento-. Las mujeres en ocasiones se comportan de forma extraña. Pero bueno… ¡ya tendrás tiempo de conocerla!
A Cí le resultó imposible engullir el trozo que tenía en la boca. Lo escupió en una escudilla y se levantó de la mesa.
– Lo siento. No me encuentro bien -dijo, y se retiró también a sus dependencias.
Permaneció encerrado en su habitación preguntándose qué hacer. Intentaba pensar, pero sólo lograba odiarse a sí mismo, a sabiendas de que fuera aguardaba Feng, dispuesto a ofrecerle su hogar a un lobo disfrazado de cordero. Se maldijo una y otra vez diciéndose que Feng no lo merecía. Sopesó confesarle su delito, pero enseguida comprendió que su falta no sólo no le redimiría, sino que alcanzaría a Iris Azul y arrastraría de forma irremediable a Feng con su deshonra. Se sentía atado de pies y manos, con la horrible sensación de que, hiciera lo que hiciese, causaría un daño imposible de reparar. Y lo peor de todo es que tenía la certeza de haberlo causado ya.
El sol comenzaba a ocultarse lentamente, lo mismo que sus esperanzas.
Se levantó con los ojos enrojecidos y salió de la habitación decidido a hablar con Feng. Quizá no lograra revelarle lo sucedido con Iris Azul, pero podía contarle todo lo demás sin guardarse ni una sola cosa. Lo encontró tomando té en su biblioteca, una sala confortable de grandes ventanales. Los libros descansaban igual que Feng, cuidadosamente apilados en unos atriles plenos de sabiduría. Una ligera brisa traía el aroma de los jazmines. Cuando Feng vio a Cí, desplegó una sonrisa y le invitó a que se sentara.
– ¿Estás mejor? -le preguntó.
No lo estaba, pero aceptó el té que Feng le ofreció con su habitual amabilidad. No sabía cómo empezar. Simplemente, comenzó. Le confesó que el motivo por el que Kan le había contratado había sido para espiar a Iris Azul.
– ¿A mi mujer? -La taza de té tembló entre sus dedos.
Cí le aseguró que, cuando aceptó, desconocía que él fuera su marido. Luego, al averiguarlo, se negó a continuar, pero Kan le chantajeó colocando en el otro plato de la balanza la vida del profesor Ming.
Los labios de Feng temblaron. Su rostro era puro estupor, pero al escuchar que la orden de Kan obedecía a la sospecha de que Iris Azul era la responsable de unos asesinatos, su gesto se transformó en indignación.
– ¡Ese maldito malnacido…! ¡Si no se hubiera suicidado, yo mismo le habría despedazado con mis manos! -bramó mientras se levantaba.
Cí se mordió los labios. Luego miró a Feng a los ojos.
– Ojalá fuera cierto. Pero Kan no se suicidó.
De nuevo la perplejidad se apoderó de Feng. Él había dado crédito al rumor palaciego que hablaba sobre la existencia de una nota póstuma en la que el consejero reconocía su culpabilidad. Cí se lo confirmó. La nota existía, él la había leído y, según Bo, la caligrafía pertenecía sin ningún género de duda a Kan.
– ¿Entonces? ¿Qué quieres decir?
Cí le pidió que se sentara. Había llegado la hora de desvelar toda la verdad y de acudir con ella al emperador. Le narró los pormenores del examen que había practicado a Kan, empezando por el tipo de soga que emplearon para ahorcarle.
– Una cuerda de cáñamo trenzado. Delgada pero resistente. De las empleadas para colgar a los cerdos…
– La que más le cuadraba -murmuró con un gesto de indignación.
– Sí. Pero independientemente de eso, yo hablé con Kan la tarde anterior, y os puedo asegurar que su actitud no era la de una persona que estuviese preparando su suicidio. Tenía planes inmediatos.
– La gente cambia de opinión. Tal vez por la noche le pudo la ansiedad de la culpabilidad. Se derrumbó y actuó de forma precipitada.
– ¿Y salió de madrugada a buscar una cuerda de ese tipo? Si en verdad hubiese actuado acuciado por la angustia, habría empleado lo primero que hubiera encontrado. En la habitación disponía de las lazadas que recogen las cortinas, cinturones de batines, largos pañuelos de seda, sábanas que podía anudar, cordones… Pero, por lo visto, en ese momento de desesperación sólo se le ocurrió salir a buscar una cuerda.
– O a pedir que se la trajeran. No comprendo la causa de tu suspicacia. Además, está esa nota que tú mismo leíste. La que anunciaba su suicidio.
– No exactamente. En la nota reconocía su culpabilidad, pero en ningún momento mencionaba su propósito de quitarse la vida.
– No sé. No parece concluyente… No puedes presentarte ante el emperador sólo con una suposición.
– Podría tratarse de una suposición de no concurrir otros hechos que le otorgan la categoría de certeza -afirmó-. En primer lugar, están sus ropas, perfectamente dobladas y colocadas sobre la mesilla.
– Eso no demuestra nada. Sabes tan bien como yo que desnudarse antes de un ahorcamiento es un acto común en muchos suicidas… Y el hecho de que doblara su ropa concuerda con la exasperante pulcritud y el esmero que rodeaban todas sus acciones.
– En efecto, Kan era un hombre rutinario y pulcro. Y por esa misma razón resulta extraño que la forma en la que su ropa estaba plegada sobre la mesilla fuera totalmente distinta a la que observé en el resto de su vestuario.
– Ahora comprendo. Y sugieres, por tanto, que no fue él quien la dobló.
Cí asintió.
– Una observación aguda, aunque también un error de principiante -denegó Feng-. En cualquier familia humilde tu suposición habría resultado acertada, pero te aseguro que en palacio los consejeros no se doblan sus ropajes. Esa tarea queda a cargo del servicio, de modo que el detalle que comentas lo único que demuestra es que Kan dobló la ropa de forma diferente a la empleada por sus sirvientes.
Cí enarcó una ceja. Por un momento se sintió estúpido, pero al menos se alegró de que quien le corrigiera fuese su antiguo maestro. No obstante, no se amilanó. El tema de la ropa era sólo un detalle menor y aún confiaba en dos razones poderosas.
– Disculpad mi suficiencia. No pretendía… -Se dejó de excusas y continuó-: Entonces, decidme, ¿por qué un arcón?
– ¿Un arcón? No entiendo…
– Utilizó un arcón como plataforma. Aparentemente, lo colocó bajo la traviesa central y lo empleó para subirse y arrojarse desde él.
– ¿Y qué tiene eso de extraño?
– No demasiado -hizo una pausa-, de no ser porque el arcón resultó estar lleno de libros. Intenté moverlo y me fue imposible. Habría necesitado la ayuda de otra persona para trasladarlo.
Feng frunció el ceño.
– ¿Seguro que pesaba tanto?
– Más que Kan. ¿Por qué arrastrar algo tan pesado si disponía de numerosas sillas?
– Lo ignoro. Kan era un hombre muy grueso. Quizá temió la endeblez del asiento.
– ¿Temor un hombre que va a ahorcarse?
Feng enarcó una ceja.
– En cualquier caso, eso no es todo -continuó Cí-. Volviendo a la cuerda que utilizó para colgarse, ésta era nueva. El cáñamo se veía impoluto. Como recién trenzado. Sin embargo, había un tramo rozado en la parte que excedía el nudo de la viga.
– ¿Te refieres al extremo libre?
– Desde el nudo de la viga, hacia el extremo libre, sí. Un tramo rozado de unos dos codos de longitud. Curiosamente, la misma distancia que entre los talones del muerto y el suelo.
– No veo a dónde quieres llegar.
– Si se hubiera colgado él mismo, en primer lugar habría anudado la cuerda a la viga, después habría introducido la cabeza por el nudo vivo y finalmente habría saltado desde lo alto del arcón.
– Sí. Así debería haber ocurrido…
– Pero, en tal caso, la cuerda habría aparecido sin roce alguno, cosa que sabemos que no sucedió. -Se levantó para escenificarlo-. En mi opinión, Kan yacía inconsciente antes de ser ahorcado. Con toda probabilidad, fue narcotizado. Entre dos o más personas lo colocaron sobre el arcón. Luego introdujeron su cabeza por el lazo, pasaron el extremo de la cuerda por la traviesa y tiraron de ésta hasta elevarlo. El peso de Kan provocó que durante el alzamiento la viga raspara las fibras del cáñamo, un roce cuya longitud coincide con la que distaba de sus pies al suelo.
– Interesante -concedió Feng-. ¿Y por qué supones que Kan se hallaba inconsciente antes de su asesinato?
– Por un detalle prácticamente concluyente. No había fractura en la tráquea. Algo impensable en un nudo situado por debajo de la nuez que soportó un peso enorme al ser arrojado desde una considerable altura.
– Kan podría haberse dejado deslizar en vez de haber saltado.
– Tal vez. Pero si convenimos en que nos encontramos ante un crimen, es obvio suponer que, de haber estado consciente, Kan se habría resistido a sus asesinos. No obstante, su cuerpo carecía de rasguños, hematomas o cualquier otra señal de lucha. Podríamos pensar en un envenenamiento previo, pero su corazón aún latía cuando lo colgaron. La reacción vital de la piel de su garganta, la protrusión de la lengua contra los dientes o el tono negruzco de sus labios así lo atestiguan, de modo que sólo queda la opción de que fuese narcotizado.
– No necesariamente. También pudieron coaccionarlo…
– Yo lo dudo. Por terrible que resultase la amenaza, una vez que la soga atenazara su cuello y su cuerpo quedara suspendido, instintivamente se habría debatido para librarse de su atadura.
– Tal vez estuviera atado de manos…
– No encontré señales en sus muñecas. Pero sí una huella que definitivamente confirma todas mis suposiciones. -Buscó en la biblioteca un libro polvoriento y lo sujetó con el lomo hacia arriba, en posición horizontal. Luego se desató un cordón de las mangas y lo colocó por encima del lomo, dejando que ambos extremos del cordón colgaran bajo las tapas-. Fijaos. -Agarró los dos extremos a la vez y estiró bruscamente de ellos. Después los retiró y le mostró la marca a Feng-. El surco que el cordón ha dejado sobre el polvo del lomo es nítido y definido. Ahora, observad esto. -Repitió la operación en otra zona del lomo, pero en esta ocasión ejerciendo movimientos que simulaban un peso al debatirse en los extremos-. ¿Veis la diferencia? -Señaló unos bordes imprecisos, amplios y difuminados-. Y sin embargo, cuando me encaramé para comprobar la traviesa en la que se anudaba la cuerda, encontré una huella idéntica a la primera. Limpia, sin muestra alguna de agitación.
– ¡Todo esto es sorprendente! ¿Y por qué no se lo has revelado al emperador? -se admiró Feng.
– No estaba seguro -mintió Cí-. Antes quería consultároslo.
– Pues, según veo, no existen dudas. Quizá lo único discordante sea la nota de inculpación…
– Al contrario, señor. Encaja perfectamente. ¡Fijaos bien! Kan franquea el paso a dos hombres a los que conoce y en quienes confía. De repente, éstos le amenazan para que se reconozca responsable de los asesinatos. Kan, temeroso por su vida, les obedece y escribe una nota inculpándose. Sin embargo, en la nota no anuncia su suicidio, porque los asesinos no desean que Kan se alarme más y pueda reaccionar con violencia. Una vez firmada la confesión, le ofrecen un vaso de agua para calmar sus nervios, un agua previamente narcotizada, para asegurarse la ausencia de ruidos y resistencia. Cuando cae inconsciente, lo desnudan, arrastran el pesado arcón hasta el centro de la habitación y atan a la traviesa un cordón de cáñamo nuevo que han procurado que sea fino para ocultarlo con facilidad. Luego trasladan el cuerpo dormido de Kan hasta el arcón, lo sientan sobre éste, e introducen su cabeza en el nudo. Lo izan entre los dos y lo ahorcan, aún vivo, para que su cuerpo reaccione como en un suicidio veraz. Después doblan con cuidado su ropa y abandonan la estancia.
Feng miró a Cí boquiabierto, comprendiendo al punto que su antaño alumno se había transformado en un investigador excepcional.
– ¡Debemos hablar de inmediato con el emperador!
Cí no compartió su entusiasmo. Le hizo notar que sus descubrimientos podrían propiciar de nuevo las sospechas hacia Iris Azul.
– Recordad el asunto de la hoz ensangrentada y las moscas -le tembló la voz-. Ayudé a descubrir un culpable, pero perdí a un hermano.
– ¡Por todos los dioses, Cí! ¡Olvida ese asunto! Tu hermano se condenó a sí mismo en el momento en que asesinó a aquel lugareño. Hiciste lo que debías. Además, fui yo quien descubrió la sangre en la hoz, no tú, así que deja de culparte por ello. En cuanto a mi mujer, no te preocupes. Conozco al emperador y sabré convencerlo. -Se levantó para marcharse-. Por cierto, olvidé comentártelo. Esta mañana vi en palacio a ese nuevo juez que te preocupaba, el tal Astucia Gris.
Cí dio un respingo. Con el revuelo de los últimos acontecimientos, lo había olvidado por completo.
– Pierde cuidado -le tranquilizó Feng-. Ahora ya es tarde, pero mañana a primera hora hablaremos con el emperador. Le informaremos de tus descubrimientos y aclararemos tu situación. No sé lo que habrá averiguado ese Astucia Gris, pero te aseguro que si pensaba ascender a tu costa, no tiene la menor posibilidad.
Cí se lo agradeció. Sin embargo, la idea de acompañarle no le convenció.
– No os ofendáis, pero conversaréis sobre Iris Azul. Son asuntos privados que no tengo por qué presenciar -se excusó Cí.
Feng convino en que llevaba razón. Sin embargo, no consintió que Cí rechazara su oferta de alojamiento.
– De ningún modo permitiré que vuelvas a la academia -se indignó-. Te hospedarás con nosotros en el Pabellón de los Nenúfares hasta que tu nombre quede limpio por completo.
A Cí le resultó imposible decir que no. Cenaron frugalmente, conversando sobre temas intrascendentes que no tranquilizaron a Cí. Pese a sus esfuerzos, no lograba evitar que la presencia de Iris Azul le continuara turbando casi tanto como le torturaba ver a un Feng sonriente, ajeno a cuanto sucedía. Mientras masticaba desganado, se preguntó quiénes serían los asesinos de Kan. Pensó en la nüshi y se preguntó si Feng la defendería tan ciegamente de conocer su naturaleza infiel.
Antes de acostarse ojeó el Ingmingji, el manuscrito sobre procesos judiciales que había sacado de la biblioteca de Ming. En él se recopilaban algunos de los casos más complicados registrados en los últimos cien años. A su cabeza le interesaban, pero sus ojos no daban para más. Dejó el volumen y se acostó. No logró conciliar el sueño. Pensaba en Iris Azul.
Se encontró con ella por la mañana, cuando entró en su dormitorio sin llamar. La mujer dejó un pantalón y una chaqueta a los pies de la cama y esperó en silencio mientras él se desperezaba. Cí se preguntó el motivo por el que habría dejado allí las prendas, pero ella se le adelantó.
– Necesitarás una muda limpia, ¿no?
Cí no contestó. Se sentía tan atraído por ella que ni siquiera se atrevía a rozarla con sus palabras. Sin embargo, al advertir que no se retiraba, se vio obligado a responder.
– ¿Qué es lo que pretendes? -dijo al fin, indignado.
– Tu ropa sucia -respondió secamente-. La lavandera espera fuera.
Cí se la entregó y ella le dijo que le esperaba en el comedor.
Cuando Cí llegó, el servicio ya había nutrido la mesa con tortitas de arroz humeantes, ensalada de col agria y bollos al vapor rellenos de verdura. Cí se sorprendió de no encontrar a Feng, pero Iris le informó de que el juez había madrugado para acudir a palacio. Cí asintió. Sólo probó el té. La luz le molestaba en sus ojos hinchados. Miró a Iris Azul de reojo. Necesitaba marcharse de allí.
Pensó en visitar a Ming. Se despidió y se encaminó hacia la enfermería. Estaba a medio camino cuando, inesperadamente, varios soldados le salieron al paso. Cí pidió explicaciones, pero el primero en llegar le golpeó con una vara de bambú en la cara haciéndole sangrar. Acto seguido, y sin mediar palabra, los restantes se abalanzaron sobre él y le apalearon hasta rendirle. Cuando se cansaron, le ataron de pies y manos y lo levantaron en volandas. Un último bastonazo le hizo perder el sentido, de modo que no pudo escuchar al jefe de la guardia anunciar que quedaba detenido por conspirar contra el emperador.
Se despertó en una celda en penumbra rodeado de decenas de reclusos comidos por la inmundicia. No comprendía bien qué sucedía, pero uno de ellos le hurgaba entre las ropas como si acabara de encontrar un nuevo tesoro. Cí se lo quitó de encima como si se tratara de una cucaracha e intentó incorporarse. Algo húmedo le emborronaba la visión. Al palparse la cabeza, su mano se tiñó de rojo. De repente, el harapiento que intentaba robarle volvió a echarse sobre él, pero un guardia salido de la nada lo sujetó por la espalda y lo apartó a un lado. Acto seguido, izó a Cí por la pechera y le propinó un puñetazo que lo mandó de nuevo al suelo.
– ¡Levántate! -le ordenó. A su lado aguardaba un gigante armado con un bastón e idéntico gesto de odio.
– ¡Ha dicho que te levantes! -bramó, y descargó un bastonazo sobre Cí.
Cí obedeció, no por un dolor que no percibía, sino porque no entendía qué ocurría a su alrededor. Se apoyó contra la pared para no caerse, sin comprender por qué le habían encerrado ni por qué se empeñaban en golpearle. Intentó preguntarlo, pero a la primera palabra el guardia le clavó el extremo del bastón en el estómago. Cí se dobló sin aire.
– ¡Y habla cuando se te pregunte! -añadió la bestia.
Cí le miró a través del velo sanguinolento que manaba de su frente. Apenas podía respirar. Aguardó a que alguien le explicara por qué le trataban como a un perro.
– Dinos quién te ha ayudado.
– ¿Quién me ha ayudado a qué? -Paladeó el sabor de su sangre.
Un nuevo bastonazo le golpeó en la cara, abriéndole una brecha en la mejilla. Cí tembló con el impacto y dobló una rodilla. El segundo golpe lo hizo caer.
– Tú eliges: puedes contárnoslo ahora y conservar los dientes, o esperar a que te los rompamos y comer gachas hasta que te ejecuten.
– ¡No sé de qué me habláis! ¡Preguntad en palacio! ¡Trabajo para Kan! -respondió enajenado.
– ¿Trabajas para un muerto? -Una patada le hizo escupir a Cí un borbotón de sangre-. Pregúntaselo tú cuando llegues al infierno.
Cuando despertó de nuevo, una figura le limpiaba con esmero la herida de la cabeza. Al aclararse la vista, Cí reconoció a Bo.
– ¿Qué…? ¿Qué está pasando? -logró balbucear.
Por toda respuesta, Bo lo arrastró por el suelo hasta un muro distante, lejos de los fisgones. Una vez a salvo, lo miró con gesto serio.
– ¿Que qué ha ocurrido? ¡Por el Gran Buda, Cí! En la Corte no se habla de otra cosa. ¡Te acusan de la muerte de Kan!
Cí parpadeó incrédulo, sin entender lo que le confiaba Bo. El oficial le enjugó la sangre de la frente con un paño húmedo y le dio de beber. Cí tragó con avidez.
– Me… me han golpeado -murmuró Cí.
– No hace falta que me lo digas. Lo extraño es que no te hayan matado. -Lo examinó-. Por lo visto, esta mañana un juez llamado Astucia Gris ha examinado el cadáver de Kan y ha determinado que su muerte no obedeció a un suicidio. Con él iba un adivino que afirma que mataste a un alguacil. -Sacudió la cabeza-. Astucia Gris te ha acusado, pero la orden de tu detención la ha dado el mismísimo emperador.
– ¡Pero esto es ridículo! Tenéis que sacarme de aquí. Feng sabe que…
– ¡Silencio! Pueden oírnos.
– Preguntadle a Feng -le susurró al oído-. Él te confirmará que yo no fui.
– ¿Has hablado con el juez Feng? -Su rostro cambió-. ¿Qué le has contado?
– ¿Que qué le he contado? ¡Pues la verdad! Que narcotizaron a Kan. Luego lo colgaron y dejaron la nota de suicidio. -Cí se echó las manos a la cabeza, vencido por la desesperación.
– ¿Y nada más? ¿No le contaste lo del almacén?
– ¿Lo del almacén? No entiendo. ¿Qué tiene que ver el almacén?
– ¡Responde! ¿Se lo contaste, sí o no?
– Sí. ¡No! ¡No lo recuerdo, diablos…!
– ¡Maldición, Cí! Si te empeñas en no colaborar, no podré ayudarte. ¡Tienes que revelarme cuanto hayas averiguado!
– Pero si ya os he dicho cuanto sé.
– ¡Por todos los dioses! ¡Déjate de estupideces! -Arrojó el vaso al suelo, estallándolo en mil pedazos. Se mordió los labios y calló un instante. Miró a Cí-. Lo siento -dijo. Intentó limpiarle de nuevo, pero Cí se apartó-. Escucha, Cí. Necesito saber si realmente tuviste algo que ver. Dime lo que…
– ¡¿Pero qué queréis que os diga?! -bramó-. ¿Que confiese que lo maté yo? ¡Por los espíritus de mis ancestros! Estos esbirros me machacarán lo haya hecho o no.
– Como quieras. ¡Guardias! -gritó.
Al instante, dos centinelas abrieron la cancela y dejaron salir a Bo.
Cí se quedó acurrucado en una esquina mohosa como un perro apaleado. No entendía qué sucedía. Le costaba pensar. Poco a poco, se apoderó de él un sopor que lentamente le devolvió a las tinieblas.
No supo bien en qué momento recuperó la consciencia, pero cuando lo hizo, advirtió al instante que le habían robado la chaqueta. Echó un vistazo a su alrededor, pero no la distinguió sobre ninguno de los harapientos. No se molestó en buscarla. Seguramente la necesitarían más que él, pero, aun así, se refugió en la oscuridad avergonzado por las cicatrices que cruzaban su torso. Al rato, uno de los presos se le acercó y le ofreció una manta que Cí aceptó. Iba a cubrirse con ella cuando alzó la cabeza y vio que el hombre que le había ayudado era un viejo comido por la sarna, así que se la devolvió de inmediato. Cuando el viejo se acercó para recogerla, Cí advirtió sobre su rostro unas cicatrices que le resultaron familiares. Palideció. Se acercó para comprobarlo, pero el viejo retrocedió, asustado. Cí le tranquilizó. Le dijo que sólo quería comprobar sus extrañas cicatrices y le mostró las suyas para convencerle de que no pretendía dañarle. Cuando el viejo accedió, Cí no pudo creerlo: la misma forma, el mismo tamaño… Eran idénticas a las que había descubierto en el cadáver del retrato. De inmediato, preguntó al viejo cómo se las había producido, pero éste miró a su alrededor y retrocedió. Cí se desprendió de sus zapatos y se los ofreció. En un primer momento, el viejo pareció no comprender, pero luego extendió sus manos temblorosas y le arrebató el calzado de un tirón, como si creyera que Cí pretendía engañarlo. Mientras el preso se probaba los zapatos, Cí insistió.
– Sucedió en la noche de Año Nuevo -respondió finalmente el hombre-. Entré a robar comida en una casa de ricos. Alumbré entre las cajas y de repente explotó.
– ¿Explotó? No entiendo.
El viejo lo miró de arriba abajo.
– Tus pantalones…
– ¿Cómo?
– ¡Tus pantalones! ¡Vamos! -Se los señaló para que se los quitara.
Cí le obedeció. El hombre los aferró mientras aún los tenía en los tobillos y se los arrebató, dejando a Cí desnudo.
– Habían almacenado petardos para las fiestas -dijo mientras se los ponía-. Los muy necios los guardaban junto a la vajilla. Acerqué el candil y saltó todo por los aires. ¡Casi pierdo los ojos!
Cí lo miró anonadado. ¡De modo que se trataba de eso…! Iba a preguntarle si conocía a algún tipo con esa clase de cicatrices cuando vio aparecer a los dos guardias que le habían apaleado. El viejo se separó de él como si éste fuera un apestado. Cí se acurrucó.
– ¡Levántate! -le ordenaron.
El joven obedeció. Al advertir que estaba desnudo, uno de los guardias recogió la manta del suelo con el bastón y se la acercó.
– Cúbrete y síguenos.
Cí apenas podía mantenerse en pie, pero cojeó tras ellos a través de un pasillo tan tenebroso como la galería de una mina. Avanzaron hasta una herrumbrosa puerta de madera. Cuando el primero de los guardias la golpeó con sus nudillos, Cí pensó que su hora se acercaba. Pensó en atacar a sus captores y emprender una huida desesperada, pero carecía de las fuerzas necesarias. Suspiró. Ya nada le importaba. Al escuchar el chirrido de los goznes, el corazón se le encogió. Poco a poco, el portalón se fue abriendo, dejando entrar un deslumbrante torrente de luz que le cegó. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron al fulgor, reconoció la figura recortada de Feng. Cí balbució antes de que las piernas le flaquearan. Feng impidió que se derrumbara. Le arrancó la manta y lo cubrió con su chaqueta. Luego gritó a sus captores para que le ayudaran.
– ¡Infames malnacidos! -Sostuvo a Cí-. ¿Pero qué te han hecho, muchacho?
Feng firmó y selló el documento de custodia por el que se responsabilizaba del reo. Luego, con la ayuda de su sirviente mongol, trasladó a Cí hasta su carruaje y emprendieron el regreso al Pabellón de los Nenúfares.
Una vez en su residencia, Feng ordenó que condujeran a Cí a su dormitorio. Cí suplicó que lo dejaran en el mismo que ya había ocupado, pero Feng adujo que en el suyo estaría más holgado y no lo consintió. Acomodaron al joven en el lecho de Feng y lo taparon con una sábana. Al poco, llegó un médico acupuntor. Entre Feng y él le despojaron de la chaqueta y con la ayuda de un sirviente le limpiaron las heridas. Cí no se quejó. El médico le palpó las costillas, escuchó su respiración e inspeccionó la brecha de la cabeza. Nada más terminar, decretó que guardara cama un par de días.
– Ha tenido suerte -oyó Cí que decía-. No tiene nada roto. O al menos, nada que el descanso y unos buenos cuidados no sean capaces de reparar.
Cuando el médico se marchó, Feng corrió las cortinas para suavizar la luz y se sentó junto a Cí. Meneó la cabeza. Su rostro rezumaba preocupación.
– ¡Malditos bastardos! Siento haber tardado tanto, Cí. Esta mañana salí temprano para resolver unos asuntos y para cuando quise entrevistarme con el emperador, ese Astucia Gris del que me hablaste ya se había adelantado. Su Majestad me informó de que, tras un segundo examen del cadáver, Astucia Gris había determinado que Kan había sido asesinado. Debe de odiarte mucho, porque te acusó con tal vehemencia que convenció al emperador. Según me comentaron, le acompañaba un adivino piojoso, el cual te responsabilizó de la muerte de un alguacil.
– ¡Pero…! ¡Pero si fui yo quien averiguó…!
– ¡Y gracias a eso he conseguido que te liberen! Le aseguré al emperador que ayer me informaste de esos mismos descubrimientos: le detallé lo del arcón, las huellas de la cuerda, el contenido de la carta de confesión… Se lo conté todo y, aun así, me costó convencerle. Hube de empeñar mi palabra y mi honor para arrancarle la orden provisional que te pone bajo mi custodia. Una garantía personal a cambio de un ultimátum. Mañana se celebrará el juicio.
– ¿Juicio? ¿Entonces no os cree?
– No quiero mentirte, Cí. -Agachó la cabeza-. Astucia Gris está moviendo cielo y tierra en busca de motivos para inculparte. Al saber que el emperador te prometió un puesto en la administración si lograbas resolver el caso, ha argumentado que la muerte de Kan se convertía en la forma más sencilla para obtener tu propósito. Te acusa de ser el gran beneficiado. Y está ese adivino que te atribuye otro asesinato.
– ¡Eso es una falacia! Sabéis perfectamente que…
– ¡El problema no es lo que yo sepa! -le interrumpió-. El problema es lo que crean ellos, y lo único cierto es que no disponemos de pruebas que acrediten tu inocencia. Ese sello que te entregaron te permitía acceder a cualquier dependencia de palacio, incluida el ala donde se ubican las habitaciones privadas de Kan. Y varios testigos te vieron discutir con él, entre ellos el mismísimo emperador.
– Ya. Y también yo decapité a unos hombres a los que ni siquiera conocía, y les produje una herida en los pulmones, y…
– ¡Te repito que ése no es el problema! Mañana nadie juzgará los crímenes de unos pobres muertos de hambre. Juzgarán el asesinato del consejero de los Castigos, o lo que es lo mismo: te acusarán de conspirar contra el emperador. Y mientras no demostremos lo contrario, el asesino, te guste o no, eres tú.
Cí comprendió que debía contarle a Feng cuanto sabía, pero la cabeza le iba a reventar y las pistas que había ido acumulando se arremolinaban en su pensamiento. Además, su libreta de notas se había quedado con el resto de su equipaje en la academia al cuidado del sirviente de Ming. Le pidió a Feng que le permitiera descansar un momento. Cuando se quedó solo, cerró los ojos, sintiendo el zumbido de sus oídos casi tanto como el galope de su corazón. Estaba asustado. Tiempo atrás había presenciado la horrible muerte de su hermano y no quería acabar como él. Por suerte, antes de que su recuerdo le atormentara más, el cansancio le derrotó, sumiéndole en un sueño profundo.
Despertó al escuchar unas voces procedentes del exterior. No sabía qué hora era. Al incorporarse, la habitación se balanceaba a su alrededor, pero se sujetó al dosel de la cama y caminó titubeando hacia la claridad procedente de la ventana abierta. Justo cuando iba a llegar, tropezó y cayó al suelo, quedando sus ojos a la altura del alféizar. Iba a levantarse cuando de repente vio algo que le extrañó: ocultas entre el follaje, dos figuras medio agazapadas discutían en voz baja, cuidando de mirar a un lado y a otro como si temiesen ser descubiertas. Con cautela, se irguió un poco para intentar distinguirlas. Cuando lo logró, el corazón se le paralizó. Las dos personas que parecían conspirar eran Iris Azul y Bo.
Cuando concluyeron la conversación, Cí regresó hasta la cama. No había conseguido escuchar la disputa, pero sí el tono acusador de ambos. Respiró con fuerza mientras intentaba encontrar una salida a la ratonera en la que se había metido. No se le ocurría nada. Ya sólo confiaba en Feng. Pasados unos instantes, escuchó llamar a la puerta. Cuando autorizó la entrada, entró en el dormitorio Iris Azul.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó la mujer, distante.
Cí la miró de arriba abajo mientras ella permanecía impasible, como si se encontrara frente a un desconocido al que jamás hubiera amado. Iris Azul se acercó despacio hasta el borde de la cama y depositó la tetera que llevaba en una bandeja. Cí contempló sus manos. Temblaban como las de una enferma.
– Estoy bien.
Acto seguido le preguntó de qué conocía a Bo. Al escucharlo, la mujer derramó sin querer el té. Cí trató de limpiar el líquido que goteaba de la bandeja.
– Perdona -balbució mientras le ayudaba-. Son cosas que pasan cuando una es ciega.
Le respondió que no conocía a Bo. Cí sabía que le mentía. No quiso insistir para no dejarla en evidencia. Iba a necesitar cualquier ventaja, y tal vez aquélla la pudiera emplear.
– No hemos tenido ocasión de hablar de lo que sucedió la otra noche -dijo él.
– ¿A qué te refieres?
– Me refiero a la noche en la que yacimos juntos. ¿Tan mala memoria tienes o con tantos has estado que no eres capaz de recordar?
Ella intentó abofetearle, pero él la sujetó.
– ¡Suéltame! -gritó-. ¡Suéltame antes de que llame a mi marido!
Cí aflojó su mano justo en el instante en que Feng entraba por la puerta. Ambos carraspearon. Ella se separó.
– Derramé el té -se excusó ella.
Feng no le concedió importancia. Al contrario, corrió a recoger la taza y acompañó a Iris a la puerta. Luego cerró y se acercó a Cí. Se alegró de encontrarle despierto y con mejor cara que por la mañana. Sin embargo, le mostró su preocupación por el paso de las horas y la ausencia de pruebas con las que sustentar su defensa.
– Sabes que nuestro sistema judicial prohíbe la presencia de abogados. Tendrás que defenderte a ti mismo, igual que cualquier otro reo, y apenas disponemos de esta tarde para planificar tu estrategia.
Cí lo sabía. El gesto de resignación que abatía su rostro daba cumplida respuesta a Feng. Sopesó contarle el encuentro que acababa de presenciar entre Iris Azul y Bo, pero dudó que realmente sirviera para algo más que para ponerse en evidencia y acabar destapando la infidelidad con su mujer. Además, si pretendía convencer al emperador, debería acudir con algo más concluyente. ¿Pero con qué? Feng pareció adivinarlo.
– Intenta serenarte. Ahora debes ser como el lago durante la tormenta: aunque la tempestad sacude su superficie, en sus profundidades sigue morando la calma.
Cí miró los ojos templados de Feng, velados por el paso de los años. Sus lacrimales húmedos rezumaban paz y comprensión. Cerró él los suyos para buscar la tranquilidad que necesitaba. Buceó en las profundidades de su mente hasta llegar a la conclusión de que era un error centrar todos sus esfuerzos en el asesinato de Kan. Entonces se concentró en lo que consideraba el gran enigma. Según sus pesquisas, todas las muertes eran obra de la misma mano criminal, de modo que la clave debía residir en el nexo que las unía: la muerte del eunuco, la del viejo de las manos corroídas, la del hombre del retrato y la del broncista. Un nexo que tenía que ir más allá de la presencia de un perfume o las extrañas heridas de sus torsos. Un nexo que desconocía, pero que debía averiguar.
De repente, todo desapareció hasta teñirse de negro. Luego a su mente acudieron como lúgubres invitados los rostros de los cadáveres.
Primero vio a Suave Delfín, encorvado sobre sus libros de cuentas en los que registraba el tráfico de la sal, el mismo tipo de trabajo que había ejercido su padre para Feng. El eunuco apuntaba las partidas, los excedentes, la distribución y sus costes. En algún momento encontraba algo que no cuadraba. Después, las cuentas cambiaban y los beneficios disminuían.
Seguidamente, apareció el hombre de las manos corroídas. Corroídas también por la sal. Lo imaginó con ellas enterradas en el mineral pulverizado. Sin embargo, bajo sus uñas se distinguían pequeños fragmentos de carbón negruzcos. Entonces lo imaginó trabajando con ambos productos. Mezclándolos hábilmente con el cuidado de un alquimista taoísta.
Después se presentó el hombre del retrato. Aquel cuyo patrón de heridas coincidía con el ladrón lacerado por una explosión.
Finalmente, la última imagen se fue desvaneciendo para ceder su lugar al presuntuoso fabricante de bronces. Aquel cuyo taller había ardido el mismo día de su asesinato, dejando como herencia un cetro misterioso. Un cetro de bronce… hueco…
Un fogonazo sacudió la mente de Cí.
¡Por fin lo veía! ¡Por fin encontraba una relación entre los distintos asesinatos! La sal, el carbón, las exportaciones, la explosión… Los ingredientes de un único compuesto tan escaso como devastador.
Su corazón se atropelló cuando se lo contó a Feng.
– ¿No os dais cuenta? -gritó excitado-. ¡La clave de los crímenes no reside en la pauta empleada por el asesino ni en el perfume empleado para disimular el olor de sus heridas! Las desfiguraciones no pretendían ocultar sus identidades, sino sus oficios. ¡Son sus oficios los que conducen al homicida!
Feng miró con sorpresa a Cí, quien ya abandonaba la cama y comenzaba a vestirse, pero el juez le aconsejó que volviera al lecho y le explicara su descubrimiento.
– ¡La pólvora! ¡La clave está en la pólvora! -exclamó Cí.
Feng enmudeció.
– ¿La pólvora? -se extrañó-. ¿Qué interés podría suscitar un producto que sólo sirve para festejar el fin de año?
– ¡Cómo he podido ser tan necio! ¡Cómo he podido estar tan ciego! -se maldijo Cí. Luego miró a Feng, feliz de compartir con él su descubrimiento. Le pidió que se sentara antes de continuar-. Durante mi estancia en la academia, tuve ocasión de consultar cierto tratado titulado Ujingzongyao, el único compendio que existe sobre técnicas militares -le explicó-. Ming me lo recomendó para que conociese las terribles heridas a las que se exponen los combatientes durante un conflicto armado. ¿Lo conocéis?
– No. No he oído hablar de él. De hecho, no creo que sea muy popular. Ya sabes que nuestro pueblo odia las armas casi tanto como al ejército.
– En efecto, el propio Ming me advirtió de su rareza. Según comentó, el tratado original fue el resultado de un encargo que el emperador Renzong, de la antigua Dinastía Tsong del Norte, hizo a los universitarios Zeng Gongliang y Ding Du. La copia que posee la academia es una de las pocas que traspasaron el ámbito castrense al que habían sido destinadas. Es más, me aseguró que, debido a lo comprometido de su contenido, su distribución había sido vetada por el actual emperador.
– Realmente curioso. ¿Y qué relación tiene ese tratado con los asesinatos?
– Quizá ninguna… Pero uno de los capítulos se ocupaba de las aplicaciones de la pólvora para uso militar.
– ¿Te refieres a los cohetes incendiarios? -sugirió Feng.
– No exactamente. Al fin y al cabo, esos cohetes no dejan de ser meras flechas con propulsión en su cola, que, si bien aumenta su capacidad de alcance, disminuye su precisión. No. Me refiero a un arma mucho más mortífera. A un arma letal. -Sus ojos se abrieron como si la tuviera frente a él-. Los artilleros del emperador Renzong encontraron la forma de aplicar el poder explosivo de la pólvora reemplazando los antiguos cañones de bambú por otros de bronce y sustituyendo los proyectiles de cuero con metralla y excrementos por otros de piedra sólida, capaces de derrumbar las más poderosas murallas. Mientras, sus alquimistas taoístas descubrieron que si aumentaban la cantidad de nitrato, podían crear una explosión mucho más violenta y eficaz.
– Ya. Pero no comprendo…
– Ojalá tuviese el libro para ser más preciso -se lamentó-. Recuerdo que hablaban de tres tipos de pólvora en función del artefacto que se podía emplear: la incendiaria, la explosiva y la de propulsión, cada una con variaciones en el contenido de sulfuro, carbón y salitre. Pero bueno, todo esto no es importante.
– En buena hora, porque ando confundido. Para ti estará claro, pero yo no acabo de vincular la relación entre la pólvora y los asesinatos.
– ¿No lo veis? -El rostro de Cí era el de un exaltado-. ¡El cetro no es un cetro! ¡Es un arma aterradora! ¡Un cañón manejable con la mano!
– ¿El cetro? ¿Un cañón? -Feng se extrañó.
– En el taller del broncista encontré el molde de una extraña terracota. Logré reconstruirlo y extraje de él un positivo, una figura de yeso que supuse que se correspondería con el bastón de mando de algún mandatario caprichoso. -Miró al infinito, como si en él se hallara la respuesta-. Sin embargo, ahora todo encaja. Las inusuales heridas que encontramos en los cadáveres; esas extrañas cicatrices circulares fueron provocadas por algún tipo de proyectil disparado desde ese cañón de mano. Un artefacto mortal. Un arma hasta ahora inexistente del tamaño de una flauta que se puede llevar bajo los ropajes para matar a distancia con absoluta impunidad.
– ¿Pero estás seguro de lo que dices? -Feng no podía contener su estupefacción-. Algo así explicaría muchas cosas. Es más: si presentamos ese molde en el juicio, demostraríamos que tu imputación carece de fundamento.
– No tengo el molde -se lamentó Cí-. Lo guardaba en la habitación, pero alguien lo robó.
– ¿Aquí? ¿En mi casa? -se sorprendió.
Cí asintió. Feng frunció los labios.
– Por fortuna, saqué un positivo que aún conservo. El cañón de yeso que os acabo de mencionar. Supongo que servirá.
Feng coincidió con Cí. De hecho, era su última oportunidad. El joven pidió papel y pincel para redactar una autorización.
– ¿Y dónde está ese cañón?
– En la academia. Lo custodia un sirviente de Ming llamado Sui. -Se descolgó la llave del cuello y se la dio a Feng-. Os escribiré una nota para que os lo entregue.
Feng asintió. El juez advirtió a Cí que mientras la preparaba, se acercaría a palacio para informarse de los últimos acontecimientos, luego regresaría a por la autorización y acudiría a la academia para recoger la prueba. Antes de despedirse, le aconsejó que descansara.
Cuando Feng desapareció, Cí exhaló una interminable bocanada de aire, como si por fin se librase de la pesadilla que le atenazaba hasta asfixiarle.
Tras redactar la nota, Cí intentó descansar un rato, pero no lo consiguió. No dejaba de pensar en Iris Azul. Su encuentro a escondidas con Bo le había desconcertado hasta sumirle en una duda que le consumía: si Bo e Iris estaban de acuerdo, era muy posible que ella fuera la autora del robo del molde y el oficial, el cómplice necesario en cada uno de los asesinatos.
Su pulso se aceleró. Pese a contar con la baza del pequeño cañón de yeso, el peligro se cernía a su alrededor.
Mientras aguardaba el regreso de Feng, pidió a la sirvienta que le velaba que le trajera el Ingmingji, el libro sobre procesos judiciales que había sacado de la biblioteca de Ming. Dado que la ley le obligaba a ejercer su propia defensa, pensó que su lectura le familiarizaría con las estrategias de los jueces de la Corte, además de contribuir a profundizar en cualquier jurisprudencia que pudiera servirle de ayuda. Cuando lo tuvo en sus manos, lo ojeó con avidez. Pasó por alto los capítulos que hacían referencia a los castigos aplicables a los oficiales corruptos y se centró en los litigios. Ming había recopilado las querellas más representativas de cada uno de los ámbitos del derecho: las disputas sobre herencias, divorcios, exámenes, transacciones comerciales y lindes abarcaban los primeros dos tercios del volumen, pero el tercio restante se centraba exclusivamente en aquellos procedimientos penales destacados, bien por la trascendencia del crimen, o bien por la sagacidad del juez instructor. Se acomodó sobre el lecho de bambú y centró su atención en estos últimos. Ming había reflejado con la precisión de un cirujano cada fase del procedimiento, desde la descripción del crimen, pasando por la denuncia, la instrucción del juez, la segunda investigación, la tortura, la celebración del juicio, la condena, los recursos y la ejecución. Al igual que los que atentaban contra el emperador o el séquito imperial, todos los casos relativos al tráfico de armas estaban penados con la muerte. Eso no le sosegó.
Estaba comprobando el listado de sumarios cuando, de repente, el enunciado de uno de ellos le paralizó. Con una perfecta caligrafía, rezaba así:
Relato de la pesquisa instruida por el honorable juez Feng en relación con el degüello de un campesino en un campo de arroz y su asombrosa resolución merced a la observación de las moscas sobre una hoz. Hecho acaecido durante la tercera luna del séptimo mes, del decimotercer año de reinado del emperador Xiaozong.
Hubo de leer la fecha por segunda vez para comprobar que no se trataba de un error. Un escalofrío le sacudió el corazón.
Siguió leyendo sin dar crédito a la descripción. En ella se detallaba cómo el juez Feng, por aquel entonces un recién llegado a la judicatura, había obtenido el reconocimiento inmediato por la increíble astucia urdida para desentrañar un crimen entre decenas de sospechosos. Para ello, ordenó colocar todas las hoces sospechosas en una fila al sol. Dispuso una loncha de carne podrida para atraer a las moscas y cuando se formó un enjambre sobre ésta, la retiró, provocando que la nube de insectos volara hacia la única hoz que conservaba restos imperceptibles de sangre.
Cí cerró el libro y lo apartó como si en su interior habitase un demonio. Sus manos temblaban, dominadas por el terror. Xiaozong era el abuelo del actual emperador. En su decimotercer año de reinado, Feng tendría unos treinta años. Y, sin embargo, el suceso reflejado en aquel libro refería pormenorizadamente la misma actuación que había presenciado en su aldea natal durante el juicio de Lu. Un calco del caso que había conducido a la muerte a su propio hermano, siendo Feng su acusador.
La vista se le nubló.
Cogió de nuevo el libro y lo releyó. Su pulso palpitaba desbocado. No cabía confusión. No cabía error. ¿Cómo podía haber sido tan necio? ¿Cómo había podido sucumbir a tan terrible engaño? La incriminación de su hermano no había respondido ni a un descubrimiento casual ni a la afortunada perspicacia de Feng. Al contrario, había ocurrido porque alguien lo había preparado todo para incriminarle. Alguien que ya había utilizado ese mismo método con anterioridad. Y ese alguien era el propio Feng.
Pero ¿por qué?
Imaginando que Feng aún seguiría en palacio, abandonó la habitación decidido a enfrentarse a él. Sin embargo, al alcanzar la salida, un sirviente desconocido se interpuso en su camino. Cí se quedó mirando las líneas que formaban sus ojos, de rasgos diferentes a los de su raza. De repente, lo reconoció. Era el mismo mongol que había acompañado a Feng el día en que éste se presentó en la aldea. Cí no le dijo nada. Intentó esquivarlo, pero el sirviente se lo impidió.
– El amo ha ordenado que permanezca en la casa -le advirtió, amenazador.
Cí contempló el rostro huraño del mongol. Pensó desafiarle, pero la montaña de músculos que reventaba su camisola le disuadió, de modo que retrocedió unos pasos hasta que un sirviente se hizo cargo de él y lo acompañó de regreso a la habitación de Feng.
Nada más quedarse a solas, Cí se dirigió hacia la ventana decidido a saltar, pero ésta daba a un estanque tras el que hacían guardia dos centinelas. Torció el gesto. En su estado, no lograría escapar ni aunque le nacieran escamas. Exasperado, miró a su alrededor. Aparte del lecho en el que había reposado y del escritorio sobre el que descansaba la autorización que había redactado para Sui, la habitación de Feng era un damero de librerías y estantes repletos de tratados relativos a asuntos judiciales, pero, en un rincón apartado, descubrió una sección inédita dedicada por completo a la sal. A Cí le extrañó. Sabía que Feng había abandonado la actividad judicial para centrarse en tareas burocráticas relacionadas con el monopolio de la sal, pero una colección monográfica tan extensa parecía exceder un interés puramente profesional. Guiado por un impulso, echó un vistazo a algunos de los tomos. La mayoría hacían referencia a la extracción, la manipulación y el comercio del mineral, mientras que un lote más reducido se centraba en las propiedades de la sal como condimento, conservante alimentario o medicamento. Sin embargo, un tomo de color verde parecía desentonar con los demás. Al leer el título se extrañó. Era una copia del Ujingzongyao, el volumen sobre técnicas militares del que había hablado a Feng y que éste había asegurado desconocer. Luego deslizó los dedos sobre el resto de lomos perfectamente alineados, hasta que de repente tropezaron con un volumen cuyo dorso sobresalía ligeramente del resto. Supuso que Feng lo habría consultado recientemente y por alguna razón ajena a sus hábitos había olvidado volver a colocarlo a la altura de los demás, así que lo sacó de la estantería para comprobar su contenido. Curiosamente, sus tapas carecían de título. Abrió el volumen y comenzó a leer.
El primer párrafo le heló la sangre. El texto no era más que una sucesión de asientos comerciales sobre compras y ventas de partidas de sal, pero lo que en verdad le había estremecido era que conocía aquellos signos como si los hubiera escrito él: el mismo trazo, la misma cadencia. Y su nombre y su firma al final de cada balance. Aquélla era la caligrafía de su padre. Sin saber el motivo, siguió estudiándolo con avidez.
Comprobó que los balances se remontaban hasta un lustro atrás. Conforme avanzaba, advirtió que aquel volumen era una réplica exacta del que había consultado en los archivos del Consejo de Finanzas. Una especie de contabilidad paralela, pero idéntica a la original. Cerró el volumen y miró los bordes guillotinados. Tal y como imaginaba, las hojas se apreciaban bien prensadas unas contra otras, a excepción de dos zonas algo entreabiertas que debían de coincidir con las páginas que se habían consultado más. Introdujo la uña y separó el libro por la marca más alejada, encontrando que su contenido concordaba con las extrañas fluctuaciones encontradas en el archivo original de Suave Delfín. Luego retrocedió hasta la primera marca y leyó con atención. El patrón de movimientos se repetía hasta alcanzar un descenso máximo. A partir de ese día, la firma de su padre se evaporaba para dar paso a la de Suave Delfín.
Cerró los párpados con tanta fuerza que pensó que le reventarían. ¿Qué podía significar aquello? Volvió a repasar los datos, incapaz de comprender. La cabeza le oprimía como si le fuera a estallar.
De repente, un ruido en el exterior le alertó. Cerró el libro de inmediato y se apresuró a devolverlo a la biblioteca, pero los nervios le traicionaron y se le cayó al suelo. Estaba recogiéndolo cuando escuchó que la puerta se abría. La respiración se le cortó. En un parpadeo se levantó e introdujo el manual en su sitio justo en el instante en que alguien entraba en la habitación. Era Feng, portando una bandeja con fruta. Cí advirtió que, en lugar de dejar el libro como estaba, lo había alineado con los demás. En un suspiro consiguió sacarlo un dedo antes de que Feng, ocupado con la bandeja, alzara la vista. Entonces, mientras el juez se giraba para cerrar la puerta, descubrió con horror que, con la caída, una hoja se había desprendido del libro y yacía en el suelo junto a sus pies. De inmediato, empujó la hoja debajo de la librería con el pie. Feng le saludó y dejó la bandeja sobre la cama.
– En palacio no hay novedad. ¿Has terminado la nota?
– Aún no -mintió.
Cí corrió hacia el escritorio y ocultó en sus mangas la autorización que había preparado. Luego comenzó a escribir una nueva. Feng advirtió su temblor.
– ¿Sucede algo?
– Los nervios del juicio -fingió. Terminó de escribir la nueva autorización y se la entregó.
– Come algo de fruta. -Le señaló la bandeja-. Mientras, iré a recoger el cañón de mano.
Cí asintió. Feng ya se retiraba cuando a la altura de la puerta se detuvo.
– ¿Seguro que estás bien?
– Sí, sí -le aseguró.
Feng ya iba a salir, pero algo en la biblioteca le detuvo. Frunció el ceño y se dirigió hacia el lugar donde había encontrado a Cí curioseando. El joven observó que, pese a su intento por ocultarla, una esquina de la hoja que había empujado asomaba a la vista. Pensó que Feng la habría descubierto. Sin embargo, el juez alzó su mano y extrajo el libro de cuentas que momentos antes había examinado. Cí contuvo la respiración. Feng abrió el libro y comprobó que estaba boca abajo. Frunció el ceño. Le dio la vuelta y lo colocó en su sitio en la posición correcta, dejándolo un dedo más afuera que los demás. Luego se despidió y se fue.
Tras asegurarse de que no regresaba, Cí se abalanzó sobre la hoja caída. Al examinarla advirtió que no era una página desprendida, sino una carta que Feng había debido de guardar en el interior del volumen. Estaba fechada en su aldea natal. Era de su padre. La desplegó y comenzó a leer.
Respetado Feng:
Aunque aún faltan dos años para que concluya el luto por el que hube de cesar en mi puesto, deseaba comunicaros mi anhelo por reincorporarme inmediatamente a vuestro servicio. Como ya os he manifestado en anteriores misivas, mi hijo Cí ambiciona retomar sus estudios en la Universidad de Lin’an, y yo comparto esa ilusión.
Por vuestro honor y por el mío, no puedo aceptar que se me acuse de una infamia que no he cometido ni permanecer en esta aldea un día más mientras soportáis y tapáis los rumores sobre mi malversación. Las ignominiosas insidias que me acusan de corrupción no me desaniman. Soy inocente y quiero demostrarlo. Por fortuna, dispongo de copias de los asientos que reflejan las irregularidades que encontré en vuestras cuentas, por lo que no nos será difícil rebatir cualquier imputación.
No es necesario que vengáis a la aldea. Si, como decís, el motivo por el que os oponéis a mi regreso es protegerme, os ruego me permitáis acudir a Lin’an y demostrar con pruebas mi inocencia.
Vuestro humilde servidor.
A Cí le paralizó el estupor.
¿Qué era lo que estaba sucediendo? Según aquel documento, su padre parecía ser inocente de los cargos que se le imputaban. Y obviamente, Feng lo sabía. Sin embargo, cuando le confesó al juez que en la universidad le habían denegado el certificado de aptitud por el comportamiento indigno de su padre, Feng había dado por probada la culpabilidad de su progenitor.
Aspiró con fuerza e intentó recordar los hechos que habían acaecido en la aldea durante la visita de Feng. Si su padre tenía la firme intención de regresar a Lin’an, ¿por qué cambió de opinión? ¿A qué presión tan terrible se hubo de ver sometido para, de la noche a la mañana, renunciar a su honra y aceptar cargar con un delito que afirmaba no haber cometido? ¿Y por qué Feng viajó a la aldea, pese al expreso deseo de su padre en sentido contrario? ¿Y por qué inculpó a su hermano?
Se maldijo por haber renegado de su padre. El hombre que le había engendrado había luchado por él hasta su último suspiro, y a cambio él le había pagado desconfiando y repudiándole. Era él, y no su padre, el auténtico estigma de su familia. Cí dejó escapar un alarido de dolor.
Un sufrimiento desconocido le oprimió los pulmones mientras el aire se viciaba en su garganta y la sangre se le atropellaba en el corazón. Su pensamiento se turbó por la ira.
Tardó en serenarse. Cuando lo hizo, se preguntó qué papel jugaba Feng en aquel laberinto, pero no encontró una respuesta que satisficiera sus dudas. Feng, el hombre al que había imaginado como un padre, era un traidor en el que no podía confiar.
Se levantó y guardó la carta bajo la chaqueta, cerca del corazón. Luego apretó los dientes y trazó un plan.
Lo primero que hizo fue registrar hasta el último rincón de la habitación. Con cuidado de dejar todo como estaba, sacó libros buscando nuevos documentos, miró en los huecos de las estanterías, levantó los cuadros y escudriñó bajo las alfombras, pero no encontró nada de utilidad. Finalmente, se dirigió al escritorio. Los cajones superiores sólo contenían algunos instrumentos de escritura, un par de sellos y papel en blanco, nada que le llamara la atención, a excepción de una bolsita con un polvillo negro que, por su olor, identificó como pólvora. El cajón inferior estaba cerrado con llave. Intentó forzarlo, pero no lo logró. Por un instante pensó en reventarlo, pero no quería despertar sospechas, así que extrajo el cajón superior e introdujo el brazo por el hueco para ver si comunicaba con el de abajo. Desafortunadamente, un tablero de madera sellaba el vano entre cajón y cajón. Se volvió hacia la cama y aferró el cuchillo de la fruta. Luego, con cuidado, metió la mano por el hueco y comenzó a astillar el fondo del tablero para extraer una lama y acceder al cajón por el agujero. Poco a poco, la hendidura fue avanzando hasta completar la anchura del cajón. Metió el cuchillo por la grieta y apalancó la lama hasta hacerla saltar. Sacó fuera el listón y hundió la mano hasta que su propio hombro se lo impidió. Por desgracia, el hueco apenas si le permitía rozar con los dedos lo que parecían ser fragmentos de algún material. Desesperado, empujó el escritorio con el hombro haciéndolo pivotar sobre sus patas traseras para que, con la inclinación, el contenido del cajón se desplazase hacia el fondo. Al hacerlo, sintió el crujido de sus huesos bajo el peso de la madera. Rápidamente sus dedos se aferraron a los fragmentos como las garras de un ave de presa, cogió cuanto pudo y dejó caer el escritorio con violencia. Colocó los dos cajones superiores y corrió hacia la cama para examinar su botín mientras aspiraba con ansia el aire que le faltaba. No se atrevía a mirar. Lentamente, abrió la mano y prorrumpió en una exclamación. Los fragmentos se correspondían con los restos del molde de terracota verde que había desaparecido de su habitación. Pero descubrir entre ellos una diminuta esfera de piedra cubierta de sangre reseca fue lo que verdaderamente le asombró.
Intentó dejar todos los objetos en su sitio, como si ni siquiera los hubiera rozado la brisa. Luego, con el sigilo de un bandido, se deslizó hasta su habitación, llevándose las pruebas y el libro de los juicios ocultos entre sus ropajes. Una vez en el dormitorio, se dejó caer sobre el lecho de bambú para examinar el valor de sus hallazgos.
Los restos del molde no le aportaron novedad alguna, pero, al observar la esferita de piedra, advirtió que tenía incrustadas unas minúsculas astillas de madera. Un examen más profundo reveló que su superficie estaba fracturada, como si se hubiera golpeado contra algo duro y se hubiera desprendido una esquirla. De inmediato, sintió el palpitar de su corazón. Corrió hacia sus enseres y buscó la esquirla que había encontrado en la herida del alquimista. La cogió tembloroso y la acercó hacia la esferita. Cuando hizo coincidir las dos piezas, un escalofrío le sacudió. Al juntarlas, conformaban una esfera perfecta. Durante un instante, creyó estar en disposición de desvelar ante el emperador el verdadero rostro de Feng, pero pronto cayó en la cuenta de lo desesperado de su situación: no se enfrentaba a un vulgar delincuente. Feng se había revelado como un manipulador capaz de mentir, simular y, posiblemente, incluso asesinar con absoluta frialdad. Y por si fuera poco, él había sido tan necio como para revelar a Feng todos sus descubrimientos. Si pretendía desenmascararle, necesitaría ayuda. Pero ¿a quién pedir auxilio en una madriguera de lobos?
La desesperación le consumió. Desconocía el papel que desempeñaba Iris Azul en aquella trama, pero en aquel momento ella era su único asidero.
La abordó en el salón. Iris, sentada en una butaca, acogía en su regazo a un gato de color crema que agradecía con ronroneos las caricias que ella le prodigaba. Reposaba tranquila, con la vista perdida en algún lugar que sólo ella conocía. Al escuchar sus pasos adivinó a quién pertenecían. Dejó que el felino se deslizara hasta el suelo y miró hacia el lugar donde creía que aguardaba Cí. Sus ojos grisáceos lucían más bellos que nunca.
– ¿Te importa que me siente? -le preguntó él.
Iris tendió su mano, indicándole el diván situado frente a ella.
– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó sin rastro de emoción-. Feng me dijo que sufriste un accidente.
Cí enarcó la ceja. Él habría encontrado mil calificativos más adecuados para definir la paliza que le habían propinado en la prisión. Le contestó que se restablecería pronto.
– Sin embargo, hay un asunto que me preocupa más que mis huesos y que quizá también te preocupe a ti -espetó.
– Tú dirás -esperó ella. Su gesto continuó impasible, ajeno a cualquier sentimiento.
– Esta mañana te vi en el jardín mientras discutías con Bo, pero más tarde me aseguraste que no le conocías. Supongo que hablaríais de algo muy grave si te viste obligada a mentir.
– ¡Vaya! Ahora no sólo te dedicas a espiar, sino que además te atreves a acusar -se revolvió-. Deberías avergonzarte por pedir explicaciones, tú, que desde que llegaste a esta casa no has parado de engañar.
Cí enmudeció. Sin duda, para ser Iris la única persona en la que podía confiar, había comenzado con mal pie. Se disculpó por su atrevimiento, atribuyéndolo a su desesperación.
– Por mucho que te extrañe, mi vida está en tus manos. Necesito que me digas de qué hablabas con Bo.
– Dime una cosa, Cí. ¿Por qué habría de ayudarte? Mentiste sobre tu profesión. Mentiste sobre tu trabajo. Bo te acusa y…
– ¿Bo?
– Bueno. No exactamente. -Calló.
– ¿Qué sucede? -Se levantó-. ¡Por el Gran Buda, Iris! ¡Está en juego mi vida!
Al escucharlo, Iris palideció.
– Bo… Bo me dijo… -Temblaba como una niña asustada.
– ¿Qué te dijo? -La sacudió por los hombros. Sintió en ellos su temor.
– Me dijo que sospechaba de Feng. -Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.
Cí la soltó. Aquella respuesta era la mejor que podría haber esperado y, sin embargo, tras escucharla, no sabía cómo actuar. Se sentó junto a ella e hizo ademán de abrazarla, pero algo se lo impidió.
– Iris… Yo… Feng no es una buena persona. Deberías…
– ¿Qué sabes tú de buenas personas? -Se revolvió con los ojos enrojecidos por el llanto-. ¿Acaso tú me recogiste cuando todos me dieron la espalda? ¿Acaso tú me has mimado y atendido durante estos años? No. Tú tan sólo me has disfrutado una noche y ya te crees con el derecho de decirme lo que debo o no debo hacer. ¡Como todos a cuantos he conocido! Te desnudan, te besan o te ultrajan, lo mismo da, y luego o se olvidan de ti o pretenden que les obedezcas y babees tras ellos como si fueras un perro. ¡No! ¡Tú no conoces a Feng! Él me ha cuidado. Él no puede haber hecho esas cosas tan horribles que dice Bo… -Rompió a llorar de nuevo.
Cí la contempló entristecido. Imaginaba lo que estaba padeciendo, porque un dolor semejante era el que seguía sufriendo él.
– Feng no es la persona que tú crees ni la que él dice ser -le aseguró-. No sólo estoy yo en peligro. A menos que me ayudes, pronto lo estarás tú también.
– ¿Ayudarte yo…? ¿Pero has visto con quién estás hablando? ¡Despierta, Cí! ¡Soy una ciega! ¡Una maldita y solitaria prostituta ciega! -Miraba de un lado a otro sin ver, con los ojos rebosantes de desesperación.
– ¡Escúchame! Sólo te pido que mañana acudas al juicio a declarar. Que seas valiente y respondas con la verdad.
– ¡Ja! ¿Sólo eso? -Sonrió con amargura-. ¡Qué fácil es hablar de valentía cuando se dispone de juventud para luchar y de dos ojos con los que ver! ¿Sabes lo que soy? La respuesta es nada. ¡Sin Feng no soy nada!
– Por mucho que mires hacia otro lado, no podrás cambiar la verdad.
– ¿Y cuál es la verdad? ¿Tu verdad? Porque la mía es que le necesito. Que me ha cuidado. ¿Qué esposo no comete errores? ¿Quién no comete errores? ¿Acaso tú, Cí?
– ¡Maldita sea, Iris! ¡No estamos hablando de pequeñas equivocaciones! ¡Hablamos de un asesino!
Iris negó con la cabeza mientras balbuceaba palabras ininteligibles. Cí masculló. No lograría nada presionándola. Se mordió los labios y asintió. Luego, se levantó dispuesto a marcharse. Estaba haciéndolo cuando se giró.
– No puedo obligarte -le recriminó-. Eres libre de acudir al juicio o delatarme esta noche a Feng, pero nada de lo que hagas o digas cambiará la verdad. Feng es un criminal. Ésa es la única realidad. Y sus acciones te perseguirán mientras vivas, si es que a permanecer a su lado se le puede llamar vivir.
Cí no quiso ver a Feng, argumentando que la cabeza le reventaba y precisaba descansar. Para evitar sus sospechas, dejó dicho que confiaba en él y en cuantas pruebas hubiese reunido para su defensa. Iba a encerrarse en su habitación cuando Iris Azul le sujetó.
– ¿Sabes, Cí? Tienes razón. Feng conoce infinitas formas de morir. Y no dudes que escogerá la más dolorosa cuando le toque matarte a ti.
Cí no durmió en toda la noche y, sin embargo, le faltaron horas para aborrecerse a sí mismo y para odiar a Feng. Cuando los primeros rayos del alba salpicaron las cortinas, se preparó. Había empleado todas sus energías en buscar una estrategia que dejara en evidencia a Feng, pero lo que para él resultaba meridianamente claro, quizá sólo fuera palabrería para el emperador.
Cuando llegó el momento de partir, hubo de esforzarse para guardar la compostura y no dejar traslucir sus sentimientos hacia el juez. Feng aguardaba en la puerta, ataviado con su antigua toga de magistrado, el gorro alado y una sonrisa afable que Cí ahora sabía cínica. Al joven le costó balbucear un saludo amargo que justificó por la falta de sueño. Feng no desconfió. Afuera esperaba la guardia imperial para escoltarles hasta el salón donde se celebraría la audiencia. Al contemplar sus armas, Cí se cercioró de que llevaba bien ocultas las suyas: el libro de juicios, la misiva de su padre, la bolsita de pólvora y la pequeña esfera de piedra ensangrentada que había encontrado en el cajón de Feng. Después se giró con la esperanza de encontrar el apoyo de Iris Azul. No la vio.
Dejaron atrás el Pabellón de los Nenúfares sin que la nüshi saliera a despedirles. Durante el trayecto intentó evitar a Feng. Miraba al suelo para no verle, porque estaba convencido de que si el juez volvía a sonreírle, se abalanzaría sobre él y le arrancaría el corazón.
Una vez en el Salón de los Litigios, Feng ocupó su puesto junto a los magistrados del Alto Tribunal que conducirían la acusación. A su lado, Cí distinguió a un Astucia Gris en cuyo rostro resplandecía una histriónica mueca de triunfo mientras presumía ante sus colegas de haber propiciado su detención. A Cí le obligaron a arrodillarse frente al trono vacío del soberano. El joven tembló. Tras permanecer un rato con la frente en el suelo, un toque de gong anunció la presencia del emperador Ningzong, quien, ataviado con una túnica roja cuajada de dragones dorados, avanzó escoltado por un nutrido séquito encabezado por el consejero supremo de los Ritos y el nuevo consejero de los Castigos. Cí, sin variar la postura, aguardó.
Un anciano con el bonete encasquetado hasta las cejas y bigotes aceitados se adelantó de entre el grupo de oficiales para presentar a Su Majestad Celestial y dar lectura a las imputaciones. El hombre aguardó a que el emperador se sentase y le otorgase su beneplácito. Cuando ocupó el trono, y sus consejeros los asientos que le flanqueaban, le hizo una reverencia y comenzó.
– Como oficial de justicia anciano de palacio, con la aquiescencia de nuestro magnánimo y honorable monarca Ningzong, Hijo del Cielo y Dueño de la Tierra, decimotercer emperador de la Dinastía Tsong, en la octava luna del mes de la granada, del primer año de la era Jiading y decimonoveno de su digno y sabio reinado, declaro el inicio del juicio que se celebra contra Cí Song, a quien se le acusa de conjura, traición y asesinato del consejero imperial Chou Kan, lo que, de forma inapelable, conlleva aparejado el cargo de traición y atentado contra el mismísimo emperador. -Hizo una pausa antes de continuar-. De acuerdo con las leyes de nuestro código de justicia, el Songxingtong, al acusado le asiste el derecho a su propia defensa, no pudiendo ser socorrido por otra persona ni condenado hasta que no medie su confesión.
Cí, aún postrado, lo escuchó en silencio mientras intentaba ponderar sus futuras alegaciones. Cuando el anciano concluyó, cedió la palabra a Astucia Gris, quien, tras cumplimentar al emperador y obtener su beneplácito, sacó una serie de pliegos que dispuso ordenadamente sobre la mesa que compartía junto a Feng. A continuación, con voz pretenciosa, presentó a la concurrencia la filiación del acusado y pasó a enumerar las diferentes pruebas que, a su juicio, lo señalaban inequívocamente como culpable.
– Antes de enumerarlas, permitid que os esboce una semblanza que os acerque al verdadero cariz de este falsario. -Calló y miró a Cí-. Tuve la desgracia de coincidir con el acusado en la Academia Ming. Allí mostró, no una, sino reiteradas veces, su incapacidad para respetar las leyes y las normas. Por tal motivo fue juzgado por el claustro de profesores y sometido a consulta para una expulsión, que sólo resultó frenada merced a la interesada defensa de su invertido director.
Cí lo maldijo. Astucia Gris comenzaba a socavar ante el emperador no sólo su integridad, sino también la de cualquiera que, como en el caso de Ming, pretendiera defenderle. Intentó madurar una respuesta, a sabiendas de que no podría replicar hasta que no le otorgaran la palabra.
– Lo que a ojos de un profano pudiera parecer sólo un comportamiento inapropiado -continuó Astucia Gris- es en realidad un reflejo de la rebeldía y el odio que el acusado aloja en su espíritu. Los profesores que intentaron expulsarle han ratificado la ruindad de su proceder, máxime considerando que, en un ejemplo de filantropía sin precedentes, la academia recogió al imputado de la más absoluta indigencia y le procuró instrucción y sustento. El pago que dio Cí a esta generosidad ya lo habéis escuchado: el de una alimaña que espera a ser liberada de su cepo para revolverse con saña y morder la mano de su benefactor. -Endureció el gesto-. He querido ilustrar a cuantos me escucháis del auténtico carácter de un hombre en el que habitan el egoísmo y la maldad. Un hombre que, mediante diabólicos ardides y burdos trucos de ilusionista, engañó al consejero Kan y enturbió la mente del emperador, de modo que convenció al primero para que le confiase la investigación de unos misteriosos asesinatos tras haber arrancado al segundo la promesa de la concesión de un puesto como miembro de la judicatura.
Los nervios comenzaron a hacer mella en Cí. Si Astucia Gris prolongaba su soflama, contaminaría el juicio del emperador y debilitaría la efectividad de su defensa. Por fortuna, su contrincante guardó silencio el tiempo suficiente como para que el oficial judicial entendiera que cedía la palabra al acusado. Al escuchar que le concedían el turno de defensa, sin despegar la barbilla del enlosado, Cí comenzó.
– Majestad… -Apretó los dientes, a la espera de su autorización-. Majestad -repitió al recibirla-. Astucia Gris se limita a lanzar conjeturas infundadas que en modo alguno guardan relación con el delito del que se me acusa. En este juicio no se dirime ni mi rendimiento académico ni la naturaleza o procedencia de mis conocimientos forenses. Lo que aquí se juzga es si soy o no culpable de la muerte del consejero Kan. Y en contra de lo que Astucia Gris presume, yo nunca ideé un plan para beneficiarme, ni mentí o empleé trucos con los que nublar mente alguna. Quien lo desee podrá confirmar que fui conducido por los soldados de Su Majestad y trasladado a la Corte cuando me disponía a abandonar la ciudad. Su Majestad estaba presente el día que fui invitado o, mejor dicho, requerido a implicarme en la investigación de unos asesinatos cuya existencia ignoraba. Y yo me pregunto: ¿por qué un hombre sabio como el consejero Kan y hasta el mismísimo Hijo del Cielo se fijaron en un ser tan indeseable como yo? ¿Por qué, de entre todos sus jueces, obligaron a un simple estudiante a aceptar una responsabilidad para la que, a tenor de sus precedentes, no estaba preparado?
Cí, arrodillado y con la frente en el suelo, guardó silencio a propósito. Al igual que Astucia Gris, debía ir utilizando sus argumentos con mesura. Y debía hacerlo sembrando la duda en quienes le escuchaban, para que fueran ellos mismos quienes se proporcionaran las respuestas.
El emperador le contempló con rostro pétreo, inmóvil. Sus ojos mortecinos y su expresión hierática lo situaban por encima del bien y del mal. Un leve gesto de su mano indicó al oficial que devolviese la palabra a Astucia Gris.
El cachorro de juez repasó sus notas antes de proseguir.
– Majestad. -Le hizo una reverencia hasta que recibió su autorización-. Me ceñiré al asunto que nos ocupa. -Sonrió mientras cogía una hoja y la colocaba sobre las demás-. Leo en mis informes que, poco antes del asesinato de Kan, concretamente el mismo día que examinó al eunuco, el acusado blandió un cuchillo ante el propio consejero. Lo hizo sin recato. Se lo apropió y asestó una brutal puñalada al cuerpo de Suave Delfín, abriéndolo en dos.
«Un cuerpo muerto», murmuró Cí lo suficientemente alto como para que le oyeran. Un varetazo lo premió.
– Sí. Un cuerpo muerto. ¡Pero tan sagrado como uno vivo! ¿O acaso ha olvidado el acusado los preceptos confucianos que rigen nuestra sociedad? -Astucia Gris alzó la voz-. No. Claro que no los ha olvidado. ¡Al contrario! El acusado posee una memoria excepcional. Conoce los preceptos y los transgrede. Sabe perfectamente que el espíritu de un fallecido permanece en el cuerpo hasta que éste recibe sepultura y también sabe que, por esa misma razón, las leyes confucianas prohíben abrir los cuerpos muertos. Porque hacerlo significa agredir al espíritu que aún reside en ellos. Y quien es capaz de hacer algo así a un espíritu indefenso también es capaz de asesinar a un consejero del emperador.
Cí se mordió los labios. Astucia Gris le estaba acorralando contra un precipicio con dos puentes. Uno conducía a la muerte y el otro a la perdición.
– Jamás mataría a nadie -dijo entre dientes.
– ¿Jamás? ¡Perfecto! -sonrió Astucia Gris al escucharlo-. Entonces, solicito de Vuestra Majestad permiso para que declare el testigo que confirmará mi declaración.
El emperador hizo una nueva seña al oficial para que autorizara el testimonio.
A un gesto del oficial, un hombre arrugado y encanecido, escoltado por dos guardias, hizo su aparición. El recién llegado caminaba descuidadamente, dejando en evidencia que las costosas ropas que lucía se las habían prestado para el evento. Bajo su aspecto desmañado, Cí reconoció al adivino Xu, el hombre para el que había trabajado en el Gran Cementerio de Lin’an.
Astucia Gris hizo que el testigo se acomodara cerca de él, leyó su nombre y obtuvo su promesa de que cuanto diría se ajustaría a la verdad. Luego alzó la vista hasta detenerla sobre Cí. El adivino intentó hacer lo propio, pero no fue capaz.
– Antes de su testimonio -siguió Astucia Gris-, para comprender fehacientemente la naturaleza criminal del acusado, me veo obligado a relatar los informes que preceden a la llegada de Cí Song a Lin’an. A tal fin, preciso destacar un hecho que de inmediato nos acerca a la familiaridad del imputado con el crimen.
»Hará cuestión de dos años, en Jianyang, su aldea natal, alguien de su misma sangre, su hermano mayor para más detalles, degolló a un campesino. El acusado Cí, contaminado del mismo instinto delictivo que su hermano, robó trescientos mil qián a un honrado terrateniente y acto seguido huyó con su hermana a Lin’an, sin saber que un alguacil llamado Kao había salido en su persecución. Ignoro los vicios que rodearon su éxodo, pero, a pesar de la cantidad robada, él y su hermana cayeron pronto en la indigencia. Fue entonces cuando un hombre pobre pero magnánimo -señaló al adivino- se apiadó de sus penurias y le confió un trabajo como peón en el cementerio de la ciudad.
»Según confirmará el adivino Xu, poco tiempo después, el alguacil Kao acudió al cementerio preguntando por un fugitivo llamado Cí. Xu, ajeno a los delitos de su pupilo y engañado por él respecto a su identidad, le protegió. Como de costumbre, Cí respondió a la generosidad con traición. Abandonó a su salvador cuando éste más le necesitaba y desapareció.
»Meses después, Xu recapacitó y decidió colaborar con la justicia. Sabedor de que Cí se ocultaba en la Academia Ming, reveló el dato al alguacil. Sin embargo, Kao nunca llegó a capturarle, porque antes encontró la muerte a manos del propio Cí.
Seguidamente, Astucia Gris otorgó la palabra al adivino. El hombre se postró frente al emperador y cuando el oficial lo autorizó, Xu empezó su alocución.
– Todo ocurrió como lo ha relatado el ilustrísimo juez -cumplimentó a Astucia Gris-. Ese alguacil, Kao, me pidió que le acompañara a la academia porque desconocía su ubicación, asegurándome que detendría a Cí aunque le costase la vida. Le dije que yo no quería líos, pero al final me convenció. La noche antes de su muerte lo dejé allí. Yo me quedé curioseando por los alrededores hasta que vi salir juntos a Cí y a Kao en dirección al canal. Me fijé en que el alguacil llevaba en su mano una jarra de la que bebía. Al principio hablaron con normalidad, pero, de repente, comenzaron a discutir acaloradamente y, entonces, en un descuido, Cí se acercó al alguacil, le hizo algo en la cabeza, y antes de que cayera desvanecido, lo empujó al canal y huyó. Yo corrí a intentar socorrerle, pero sólo tuve tiempo para ver cómo el desgraciado desaparecía bajo las aguas.
Cientos de ojos acusadores se clavaron en Cí mientras crecía un murmullo de indignación. El joven buscó el modo de aportar pruebas con las que rebatir a Xu.
– ¡Ese adivino miente! Con la aquiescencia de Su Majestad, si se me permite hablar, demostraré que el adivino que me acusa no sólo me calumnia, sino que pretende engañaros a vos -dijo con la intención de involucrar al emperador.
Nada más invocarle, el oficial de justicia miró a su soberano en busca de un gesto de reprobación. Sin embargo, tal y como esperaba Cí, Ningzong se interesó.
– Permitid que hable -musitó al oficial.
Cí golpeó el suelo con la frente y, sin despegarla, miró de reojo a Astucia Gris.
– No puedo demostrarlo solo. Necesito el testimonio del profesor Ming -declaró.
La interrupción permitió a Cí saborear un triunfo efímero. Implicando al emperador había logrado introducir la duda en su mente al tiempo que había obtenido un aplazamiento que no sólo le permitiría gozar del consejo y los testimonios de Ming, sino que también le posibilitaría emprender la segunda parte de una estrategia que necesariamente pasaba por hablar con Bo. Con Feng enfrente, Ming enfermo y sin la ayuda de Iris Azul, todas sus esperanzas se reducían al canoso oficial que había tutelado su investigación.
Hacía rato que había localizado a Bo en un lateral del Salón de los Litigios, así que cuando los guardias le escoltaron para conducirle a una sala anexa, aprovechó para acercarse a él y suplicarle su ayuda. Bo se sorprendió, pero asintió con la cabeza y siguió a los guardias que le custodiaban hasta una pequeña estancia donde Cí tuvo ocasión de confiarle sus sospechas. Al principio, el oficial dudó, pero cuando Cí acabó de revelarle sus argumentos, Bo le garantizó su colaboración. Luego los guardias regresaron para trasladar a Cí al salón y Bo desapareció.
Para cuando situaron a Cí frente al emperador, el maestro Ming ya aguardaba recostado en un sillón. El anciano aún conservaba el rostro pintado de extrañeza, como si no supiera a quién juzgaban ni el motivo de su presencia ante el emperador, por lo que Cí se lo explicó tan escuetamente como pudo. Ming apenas parpadeó. Cí comprobó que las piernas del viejo profesor parecían haber mejorado y eso le reconfortó. Se postró en el suelo entre los dos centinelas que le escoltaban y se dirigió al emperador.
– Majestad. -Cí esperó su anuencia-. Como bien sabéis, desde hace años el venerable maestro Ming desempeña el cargo de director de la academia que ostenta su nombre, una institución tan reconocida que compite en prestigio con la propia universidad. De hecho, el mismo Astucia Gris se formó en ella… si bien empleó seis años para alcanzar un título que muchos han obtenido en dos -añadió.
Ningzong frunció el ceño, extrañado de que el juez encargado de la acusación no fuera tan competente como le habían hecho creer. Cí se alegró.
– Una persona como Ming merece toda nuestra confianza -continuó Cí sin levantar la cabeza-. Un hombre cabal que ha contribuido con su honestidad y su trabajo a acrecentar la sabiduría de los súbditos del emperador -argumentó para legitimarle-. Un hombre del que no se puede dudar.
– Vuestras preguntas… -le demandó el oficial judicial.
– Disculpadme -se excusó-. Maestro Ming, ¿recordáis el día en que varios alumnos inspeccionamos el cadáver de un alguacil ahogado en la prefectura de Lin’an?
– Sí. Desde luego. Fue un caso inusitado a raíz del cual Astucia Gris obtuvo su plaza en la Corte. Sucedió dos días antes de los exámenes trimestrales.
– Y durante la semana previa a los exámenes, ¿los alumnos pueden abandonar la academia?
– En modo alguno. Lo tienen taxativamente prohibido. De hecho, si por causa de fuerza mayor, algún estudiante se ve en la obligación de abandonar el edificio, su salida ha de ser anotada por el guardián de la puerta, cosa que sabemos que no sucedió.
– Ya. ¿Y de qué forma se preparan los alumnos para esos exámenes trimestrales?
– Esa semana los estudiantes pasan el día en la biblioteca y la noche en sus respectivos cuartos, estudiando hasta altas horas de la madrugada.
– ¿Recordáis si a mi entrada en la academia se me adjudicó un compañero de dormitorio?
– Sí, como a cualquier otro alumno. Así es -respondió.
– De modo que, además de por el registro, ese compañero que me fue asignado podría atestiguar fehacientemente si las noches anteriores al crimen permanecí todo el tiempo en la academia…
– En efecto, podría atestiguarlo.
– ¿Y podríais relatar el robo que tuvo lugar tras la inspección del cadáver del alguacil?
– ¿El robo…? ¡Ah, sí! Te refieres al robo de tu informe. Fue un episodio desagradable -contestó dirigiéndose al emperador-. Cí elaboró un detallado informe sobre la muerte de Kao en el que desvelaba que había sido asesinado. Un informe que fue robado y presentado como propio por su compañero de habitación para beneficiarse de la plaza que había ofrecido la Corte.
– Maestro Ming, un último asunto… ¿Recordáis el nombre de mi compañero durante esos días?
– Por supuesto, Cí. Tu compañero era Astucia Gris.
Astucia Gris arrugó sus notas y soltó un juramento que apenas trascendió entre en el repentino clamor. Feng, inmutable a su lado, le susurró algo al oído mientras le pasaba una nota. El joven juez la leyó, asintió y solicitó interrogar al profesor. El emperador lo autorizó.
– Estimado maestro -le aduló Astucia Gris con voz amigable-. ¿Estáis seguro de haber declarado la verdad?
– ¡Sí! ¡Claro! -contestó Ming extrañado por la pregunta.
– ¿Acaso me visteis robar ese informe?
– No, pero…
– ¿No? De acuerdo. Decidme entonces, ¿os consideráis una persona honrada?
– Sí, claro.
– ¿Sincera? ¿Íntegra…?
– ¿A qué viene todo esto? -Miró a Cí-. Por supuesto que sí.
– ¿Viciosa…? -Su tono de voz cambió.
Ming agachó la cabeza y guardó silencio.
– ¿No habéis entendido la pregunta? -insistió Astucia Gris-. ¿O necesitáis que os la repita otra vez?
– No -dijo en un hilo de voz.
– ¿No, qué? ¿No sois un vicioso o no necesitáis que os repita la pregunta? -le increpó Astucia Gris.
– ¡No soy ningún vicioso! -pronunció más fuerte Ming.
– ¿No? ¡Vaya! -Miró la nota que le acababa de pasar Feng-. Entonces, ¿cómo calificaríais vuestra desmedida afición por los hombres? ¿No es cierto que hace tres años un joven llamado Liao-San os denunció por intentar sobrepasaros con él?
– ¡Eso fue una abominable mentira! -se defendió-. El muchacho intentó chantajearme para que le aprobara y cuando me negué…
– Pero lo cierto es que os sorprendieron a ambos desnudos… -le interrumpió.
– ¡Os repito que fue una calumnia! Era verano y yo dormía en mi cuarto. Él entró sin permiso y se desvistió buscando la extorsión…
– Ya… claro… También leo aquí que hace dos años se os vio en compañía de un conocido invertido, pagándole cuando entrabais en una posada de mala nota. Por lo visto, por este mismo hecho vuestro propio claustro solicitó que renunciaseis a la dirección de la academia.
– ¡Maldita sea! Ése a quien calificáis de invertido era mi sobrino, y el local al que entramos era el lugar en el que se alojaba, un establecimiento respetable. Su familia me pidió que le entregara un dinero y yo fui a dárselo. El claustro lo comprobó…
– Calumnias… chantajes… injurias… -denegó con la cabeza Astucia Gris-. Pese a los años, diría que aún conserváis cierta apostura. ¿Estáis casado, Ming?
– No… Ya sabéis que no.
– ¿No habéis pretendido nunca a ninguna mujer?
Ming hundió la cabeza. Sus labios temblaban en silencio.
– Yo… yo no soy ningún vicioso… yo sólo… -enmudeció.
– Pero os atraen los hombres…
– Yo nunca…
– Intento comprenderos, Ming. -Se acercó a él y colocó una mano sobre su hombro-. Entonces, si no es vicio, ¿cómo lo definiríais…? ¿Quizá como amor?
– Sí. Eso es -dijo abatido-. ¿Acaso es un delito amar?
– No. No lo creo. El amor es entrega incondicional, sin pedir nada a cambio, ¿no?
– Sí. Sí. Así es. -Sus ojos se abrieron, enfermos, con la mirada perdida en el infinito, implorando comprensión.
– Y haríais cualquier cosa por amor…
Ming miró a Cí.
– Cualquier cosa -afirmó.
– Gracias, profesor Ming. Eso es todo -concluyó Astucia Gris.
Ming, aún aturdido, asintió con la cabeza.
Cí contempló al maestro vencido por la pena y se arrepintió de haber solicitado su testimonio. Sin embargo, el rostro de Astucia Gris era de pura satisfacción. Dos guardias iban a devolver a Ming a la enfermería cuando Astucia Gris los detuvo como si acabara de recordar algo.
– Una última pregunta, profesor. -Le miró a los ojos e hizo una larga pausa-. ¿Estáis enamorado de Cí?
Ming titubeó como si no comprendiera. Luego dirigió la vista hacia Cí con una mirada llena de tristeza.
– Sí -respondió.
Cí se lamentó por la ruin estrategia de Astucia Gris. Sin mejores argumentos que utilizar, había debilitado la credibilidad de su maestro valiéndose de la animadversión y el rechazo que sabía que produciría su homosexualidad, agravada por la confesión de que estaba enamorado de él.
Cuando recobró el ánimo, Cí requirió interrogar al adivino Xu, pero Astucia Gris se opuso a la demanda como si le fuera la vida en ello.
– Majestad -bramó-, el acusado pretende insultar vuestra inteligencia. La declaración de Xu ha resultado tan concluyente como inútil y sesgada la defensa del profesor Ming. El adivino ha asegurado que vio cómo Cí asesinaba al alguacil y con vuestra aquiescencia ya ha abandonado el salón.
Cí comprobó en sus carnes el talento de Astucia Gris. En lugar de apelar a la razón, el juez trasladaba al emperador la idea de que el acusado se burlaba de él. Aunque ya lo imaginaba, se maldijo cuando Ningzong denegó su petición.
– Entonces -se atrevió a dirigirse de nuevo al oficial judicial-, solicitaría de Su Majestad que permitiese el testimonio de los hombres que encontraron el cadáver del alguacil -dijo Cí.
Ningzong lo consultó con sus dos consejeros antes de acceder. No fue necesaria una nueva interrupción, porque los guardias que sacaron a Kao del canal habían sido convocados por Astucia Gris. Después de que los dos operarios confirmaran sus correspondientes filiaciones, Cí los interrogó.
– Según creo, vuestro trabajo consiste en hacer rondas por los canales. ¿Es esto cierto? -les preguntó.
– Así es, señor -respondieron al unísono.
– ¿Y qué es lo que hacéis exactamente? Quiero decir… ¿paseáis cerca del agua…? ¿Vais por allí de vez en cuando…?
– Cada día patrullamos los canales para comprobar su limpieza, los atraques y las compuertas. Trabajamos en la zona sur de la ciudad, en la franja delimitada por el mercado del pescado, el muelle del arroz y la muralla -contestó el guardia más maduro.
– ¿Y cuánto tiempo lleváis desempeñando ese mismo trabajo?
– Yo unos treinta años. Mi compañero, sólo diez.
– Eso os otorga una gran experiencia. Seguro que efectuáis vuestro trabajo a la perfección -aseveró-. Y decidme: ¿podríais concretar dónde y en qué circunstancias encontrasteis el cadáver de Kao?
– Lo vi yo -intervino el más joven-. Flotaba como un pez muerto en un canal secundario, a pocos pasos del mercado.
– ¿Al sur de la ciudad?
– Sí, claro. Ya se lo ha dicho mi compañero. Ahí es donde trabajamos.
– Y la corriente que fluye por los canales, ¿qué dirección lleva?
– De sur a norte. La misma que el río Zhe.
– Entonces, en vuestra opinión y teniendo en cuenta esa experiencia de más de treinta años, ¿podría un cuerpo arrojado al norte de la ciudad navegar contracorriente hasta acabar flotando en el sur?
– Eso sería imposible, señor. Incluso aunque en algún tramo el agua se arremansara, las compuertas de las esclusas impedirían su tránsito.
– ¿Imposible? -intervino el emperador.
Los guardias se miraron entre sí.
– Absolutamente -respondieron los dos.
Acto seguido, Cí se dirigió al emperador.
– Majestad, todo el mundo sabe que la Academia Ming está situada en el extremo norte de la ciudad. Xu ha afirmado que yo empujé al alguacil en el canal más cercano a la academia. ¿No creéis que merecería la pena saber por qué ha mentido Xu?
Astucia Gris palideció por la ira cuando los guardias del emperador prendieron al adivino y lo condujeron frente a Ningzong. Mientras lo arrastraban por la sala, Xu maldijo a cuantos le miraban, hasta que un bastonazo le obligó a arrodillarse ante el emperador. El adivino rezongó y escupió mientras intentaba asesinar a Cí con la mirada. El joven no se amedrentó.
– Cuando queráis -dijo el oficial de justicia.
Para sorpresa de éste, Cí se dirigió a Astucia Gris.
– Aunque hayáis olvidado que compartimos las noches previas al asesinato, tal vez aún recordéis las causas que condujeron a la muerte al alguacil. Deberías hacerlo, pues constaban en el informe que os otorgó el ingreso en la judicatura…
Astucia Gris frunció los labios mientras simulaba que consultaba sus notas.
– Lo recuerdo perfectamente -presumió con hipocresía.
– ¿Y cómo fue? Por lo visto consta en vuestro informe. -Cí se hizo el ignorante.
– Una varilla introducida por el oído le atravesó el cerebro -murmuró.
– ¿Una varilla metálica?
– Así es. -Astucia Gris se encrespó.
– ¿Idéntica a ésta? -De repente, Cí se abalanzó sobre el adivino y extrajo una larga aguja oculta entre sus cabellos. Todo el tribunal enmudeció.
El rostro de Astucia Gris perdió su color para convertirse en una mueca de cólera. Frunció el ceño cuando Cí blandió la varilla metálica ante los presentes y abandonó el Salón de los Litigios arrebatado por la ira. Cí no se arredró. En presencia de Feng, acusó al adivino de asesinar al alguacil.
– Xu ambicionaba la recompensa que Kao ofrecía por mí. El alguacil parecía un hombre cauto, así que probablemente se negó a entregar la recompensa hasta que Xu no le condujera hasta mi paradero. Desconozco si Xu pensó que Kao trataría de engañarle o discutieron por alguna razón, pero el caso es que asesinó al alguacil para robarle, empleando su método habitual: la aguja de metal. -Y volvió a mostrarla para que la vieran.
– ¡Mentiras! -gritó Xu antes de recibir un nuevo bastonazo.
– ¿Mentiras dices? Los testigos han afirmado que el cadáver apareció flotando junto al mercado de pescado… curiosamente, a pocos pasos del lugar en el que vives tú -le espetó-. Respecto al dinero de la recompensa, estoy convencido de que si los alguaciles de Su Majestad preguntan a los taberneros y las prostitutas de la zona, éstos les confirmarán las ingentes cantidades que el pordiosero Xu dilapidó a manos llenas en los días posteriores al asesinato.
Superado por las circunstancias, el adivino tartamudeó. Luego miró al emperador igual que un perro en busca de clemencia. Ningzong no se inmutó. Simplemente decretó la detención del adivino e interrumpió el juicio hasta después del cénit del sol.
La reanudación del proceso trajo consigo a un Astucia Gris ansioso por demostrar que un tigre herido, si atacaba por la espalda, aún era capaz de despedazar a sus adversarios. A su lado, Feng mantenía un semblante distante que Cí interpretó como el espejo de la hipocresía. Cuando el emperador hizo su entrada, todos se inclinaron a excepción de la mujer que acababa de acceder al salón. Cí descubrió que se trataba de Iris Azul.
Una vez obtenido el permiso, Astucia Gris se adelantó.
– Divino soberano: el hecho de que el despreciable adivino Xu haya intentado abusar de nuestra buena fe no exime al acusado Cí de los crímenes que se le imputan. Más bien al contrario, la existencia de un único cargo de asesinato no hará sino allanar el camino que conducirá a su condena. -Avanzó unos pasos para colocarse ante Cí-. Es obvio que el acusado urdió un diabólico plan con la intención de acabar con la vida del consejero Kan, que lo ejecutó meticulosamente y que intentó ocultar su execrable crimen simulando un burdo suicidio. Ése, y no otro, es el verdadero rostro de Cí. El amigo de los invertidos. El prófugo de la justicia. Y el socio de los asesinos.
Ningzong asintió con un imperceptible movimiento de párpados y la emotividad de una efigie. Acto seguido, conforme a lo establecido por el protocolo, otorgó la palabra a Cí para que continuara su defensa.
– Majestad -le cumplimentó-. Pese a haberlo expresado en mi primer alegato, me permito recalcar que jamás pretendí entrar al servicio de Kan y que fue su alteza quien me ordenó participar en la investigación de los crímenes que precedieron a su asesinato. Dicho esto, señalaré un hecho reiterado hasta la saciedad en los diferentes manuales judiciales: para que exista un crimen, es necesaria la concurrencia de un motivo incitador que guíe al homicida. No importa si éste es la venganza, el arrebato, el odio o la ambición. Pero en su ausencia, nos encontraríamos tan desvalidos como yo ante esta falsa acusación.
»En tal sentido, me pregunto por qué querría yo matar a Kan. ¿Para que me enjuiciaran y me ejecutaran? Recordad que, en caso de éxito, Su Majestad me prometió un puesto en la judicatura. Decidme entonces -y se dirigió a Astucia Gris-, ¿talaría un hambriento el único manzano de su huerto?
Astucia Gris no pareció preocuparse. Al contrario, su rostro rezumaba una confianza que intranquilizó a Cí. Con un gesto, solicitó la palabra y esperó a que se la concedieran.
– Guarda tus toscos juegos de palabras para estudiantes y amanerados, porque a nosotros no podrás confundirnos. ¿Hablas de motivos? ¿De venganza, arrebato, odio o ambición? Pues bien, hablemos -le retó Astucia Gris-. De cuanto has relatado, tan sólo una cosa es cierta: que el emperador te prometió un puesto en la judicatura si descubrías al autor de los asesinatos. -Hizo una pausa-. Y bien, ¿lo has descubierto? Porque no recuerdo habértelo escuchado. -Sonrió-. Has mencionado el odio y la venganza, sin referir que ésos fueron los sentimientos que Kan despertó en ti cuando, bajo la amenaza de matar a tu querido profesor, doblegó tu voluntad. Has hablado del arrebato, olvidando el que tú mismo demostraste días atrás cuando acuchillaste el cuerpo del eunuco. Y, por último, has mencionado la ambición, eludiendo relatar que con el suicidio de Kan y su oportuna nota de inculpación, te asegurabas la recompensa prometida por el emperador. No sé qué pensarán los presentes, pero yo encuentro que tu dramática comparación con un hortelano que tala un árbol resultaría más convincente si lo sustituyéramos por el hambriento que, ansioso de carne, mata su única vaca en lugar de conformarse con aprovechar su leche.
»Pero ya que aludes a tratados judiciales, no estará de más recordar otro elemento imprescindible en todo asesinato: la oportunidad. Así pues, Cí, dinos: ¿dónde te encontrabas la noche en que falleció el consejero Kan?
Cí sintió cómo su pulso galopaba al ritmo de su respiración. Miró con urgencia hacia el lugar donde permanecía la mujer de Feng. Lo hizo, porque la noche en la que asesinaron a Kan fue la misma en la que él yació con Iris Azul.
Después de pensarlo, afirmó haber dormido solo, una respuesta que no satisfizo a Astucia Gris ni al emperador. Supo que Astucia Gris intentaría aprovecharlo, así que, tras solicitar permiso para hablar, intentó contrarrestarlo con una maniobra de distracción.
– Vuestros argumentos poseen la cordura de una estampida de elefantes. Son tan vagos y desproporcionados que con ellos podríais acusar a la mitad de los que están en este salón. ¿Pero eso qué importa si lo sustancial es conseguir vuestro propósito? Sabéis igual que yo que Kan era un hombre tan odiado como temido, y que seguramente en esta Corte hay decenas de candidatos con mayores motivos que los que esgrimís como míos. Pero respondedme a esta sencilla pregunta. -Hizo una larga pausa-. ¿Qué estúpida razón guiaría a un asesino a revelar su propio crimen? O más fácil aún: de haber sido yo el ejecutor, ¿por qué motivo habría sido el primero en revelar al emperador que el suicidio de Kan fue en realidad un asesinato?
Cí sonrió ufano, consciente de haber proporcionado el argumento definitivo. Sin embargo, el emperador alzó una ceja y lo miró con desdén.
– Tú no me revelaste nada -le recriminó Ningzong-. Quien desveló el asesinato del consejero fue Astucia Gris.
Cí balbuceó mientras intentaba comprender por qué razón el emperador le negaba la autoría de sus descubrimientos. Aquélla era su baza más importante. Si la perdía, nada ni nadie podría defenderle. Entonces, la sonrisa hipócrita de Feng respondió a su pregunta: Feng no había trasladado sus descubrimientos al emperador. Se los había confesado a Astucia Gris.
La interrupción del juicio proporcionó a Cí el respiro necesario para superar la animadversión que le producían Feng y Astucia Gris. Los ritos vespertinos reclamaban la presencia del emperador, así que éste decretó el aplazamiento hasta la mañana del día siguiente.
De camino a las mazmorras, Cí distinguió la figura de Feng. El juez aguardaba encorvado, sentado sobre el único taburete que presidía el centro de la celda. Feng hizo un gesto al centinela para que aguardara tras el enrejado de hierro mientras él conversaba con el reo. Junto a sus pies descansaba un plato de sopa. Cí no había probado bocado en todo el día ni tenía intención de hacerlo. El centinela encadenó a Cí al muro y esperó en el exterior.
– Ten. Estarás hambriento -dijo Feng sin levantar la vista. Le acercó el plato hasta sus pies.
Cí pateó el plato, que voló hasta desparramarse sobre la toga del juez. Feng dio un respingo y se levantó. Mientras se limpiaba los restos de comida, miró a Cí como un padre resignado ante el vómito de su recién nacido.
– Deberías tranquilizarte -le dijo condescendiente-. Entiendo que estés indignado, pero aún podemos arreglar todo esto. -Volvió a sentarse junto a Cí-. Las cosas han ido demasiado lejos.
Cí ni siquiera le miró. ¿Cómo había podido considerar alguna vez a aquel traidor como a un padre? De no haber estado encadenado, le habría estrangulado con sus propias manos.
– Comprendo que no quieras hablar -continuó Feng-. Yo, en tu lugar, haría lo mismo, pero ahora no es momento para estúpidos orgullos. Puedes continuar mudo esperando a que Astucia Gris te despedace o escuchar mi propuesta y salvar la piel. -Pidió otro plato de sopa al centinela, pero Cí se lo impidió.
– Bebéosla vos, maldito bastardo -le espetó.
– ¡Oh! ¡Parece que aún conservas la lengua! -Se hizo el sorprendido-. ¡Por el viejo Confucio, Cí, escúchame! Hay cosas que aún no comprendes, cuestiones que no llegarás a vislumbrar jamás. Todo este juicio no es asunto tuyo. Olvídalo. Confía en mí y te protegeré. Kan ya está muerto. ¿Qué importa si fue asesinado o se suicidó? Sólo tienes que mantener la boca cerrada. Desacreditaré a Astucia Gris y te salvaré el pellejo.
– ¿Que no es asunto mío? ¿Acaso han detenido a otro o le han reventado las costillas a alguien distinto a mí? ¿Es ése el tipo de confianza al que os referís?
– ¡Maldita sea! Yo sólo quería apartarte de este asunto para que Astucia Gris se hiciese cargo de la investigación. Con él al mando, todo habría resultado más fácil, pero le pudo la envidia y te acusó.
– ¿De veras? ¿Por qué será que no os creo? Si realmente hubierais pretendido ayudarme, lo habríais hecho en el Salón de los Litigios, cuando tuvisteis la oportunidad de confirmar que quien descubrió el asesinato de Kan no fue Astucia Gris, sino que fui yo.
– Y lo habría atestiguado de haber servido para algo, te lo aseguro, pero confesar en ese momento sólo me habría hecho quedar en evidencia ante el emperador. Ningzong confía en mí. Y necesito que siga confiando si pretendes que te salve.
Cí clavó los ojos en el rostro de Feng.
– ¿Igual que salvasteis a mi padre? -le escupió.
– No entiendo. ¿Qué quieres decir? -El rostro de Feng cambió.
Por toda respuesta, Cí sacó la misiva que había hallado oculta en la librería de Feng. La desdobló y la arrojó a sus pies.
– ¿Reconocéis la letra?
Feng recogió el pliego, extrañado. Al leerla, sus manos temblaron.
– ¿De… de dónde has sacado esto…? Yo… -balbuceó.
– ¿Por eso no permitisteis que regresara mi padre? ¿Para seguir robando partidas de sal? ¿Por eso acabasteis con el eunuco? ¿Porque también lo descubrió? -bramó Cí.
Feng retrocedió con los ojos desencajados, como si de repente contemplase un espectro.
– ¿Cómo te atreves, desagradecido? ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
– ¡Engañasteis a mi padre! ¡Nos engañasteis a todos! ¿Y aún osáis pedirme agradecimiento? -Cí tiró de las cadenas intentando librarse de ellas.
– ¿Tu padre? ¡Tu padre debería haberme besado los pies! -El rostro de Feng permanecía demudado-. ¡Lo saqué de la indigencia! ¡Te traté como a un hijo! -aseguró.
– No ensuciéis el nombre de mi padre o… -Estiró de nuevo las cadenas, que vibraron al sacudirse contra la pared.
– ¿Pero es que no te das cuenta? ¡Te enseñé y te eduqué como al vástago que nunca tuve! -Sus ojos parecían iluminados por la locura-. Siempre te he protegido. ¡Incluso te permití continuar con vida después de la explosión! ¿Por qué crees que sólo murieron ellos? Podría haber esperado a que regresaras… -Alargó la mano trémula para acariciar el rostro de Cí.
Al escucharlo, Cí sintió como si lo partieran en dos.
– ¿Qué explosión…? ¿Qué queréis decir? -balbució y retrocedió como si el mundo se derrumbara a su alrededor-. ¿Cómo que sólo murieron ellos? ¿Cómo que sólo murieron ellos? -bramó mientras se estiraba hasta descoyuntarse intentando alcanzar a Feng.
Feng permaneció cerca de Cí, con los brazos estirados, como si pretendiera abrazarle. Su mirada era la de un perturbado.
– Hijo -sollozó.
Justo en ese instante, Cí logró aferrarle una manga y lo atrajo hacia sí. Pasó las cadenas por su cuello y comenzó a estrangularle mientras Feng se debatía atolondradamente, incapaz de comprender lo que sucedía. Cí oprimió su cuello con toda su alma mientras el rostro de Feng se azulaba. El joven continuó apretando cada vez más. Una espuma blanquecina comenzaba a brotar de la boca de Feng cuando el centinela se abalanzó sobre Cí.
Lo último que Cí vio antes de perder el conocimiento fue a Feng tosiendo y amenazándole con el peor de los tormentos.
El centinela pensó que no merecería la pena reanimarle para la ejecución. Sin embargo, obedeció a su superior y derramó varios cubos de agua sobre el rostro ensangrentado de Cí.
Al poco, una figura difusa se agachó junto al cuerpo apaleado. Cí gimió mientras intentaba abrir los párpados inflamados, pero apenas lo consiguió.
– Deberías cuidarte más -escuchó decir a Feng-. Ten. Límpiate. -El juez le ofreció un paño de algodón que Cí rechazó.
Poco a poco, la figura fue perdiendo su vaguedad hasta grabarse con nitidez en su retina. Feng permanecía acuclillado junto a él, como quien observa un insecto reventado después de haberlo pisoteado. Intentó moverse, pero las cadenas le retuvieron contra la pared.
– Siento la brutalidad de estos centinelas. A veces no distinguen a las personas de las bestias. Pero es su trabajo y nadie puede reprochárselo. ¿Quieres un poco de agua?
Aunque le supo a veneno, Cí la aceptó porque le quemaban las entrañas.
– ¿Sabes? He de reconocer que siempre admiré tu agudeza, pero hoy has superado todas mis expectativas -continuó Feng-. Y es una lástima, porque, a menos que recapacites, esa misma astucia va a conducirte al cadalso.
Cí logró abrir los párpados. A su lado, Feng sonreía con el cinismo de una hiena.
– ¿La misma agudeza que empleasteis para culpar a mi hermano, maldito bastardo?
– ¡Oh! ¿También eso has averiguado? En fin. De experto a experto, acordarás conmigo que fue una jugada realmente brillante. -Enarcó una ceja como si hablara de una partida de dados-. Una vez eliminado Shang, debía incriminar a alguien, y tu hermano era el sujeto idóneo: los tres mil qián que uno de mis hombres perdió con él en una fingida apuesta… El cambio de la sarta de cuero por la que pertenecía a Shang una vez capturado Lu… El narcótico que le suministramos para impedir que se defendiera durante el juicio… Y el detalle más importante: la hoz que le sustrajimos y que luego bañamos con sangre para que unas inocentes moscas acabaran de inculparlo…
Cí no comprendió. Los golpes aún le percutían en el cráneo.
– En cualquier caso, parece que lo de curiosear libros ajenos es un problema hereditario -continuó Feng-. Tu padre no tuvo suficiente con mirar mis cuentas, sino que además se empeñó en compartir sus averiguaciones con el pobre Shang. De ahí que hubiera que eliminarlo… Fue sólo un aviso que tu padre no comprendió. La noche de la explosión acudí para convencerle, pero tu padre enloqueció. Amenazó con denunciarme y al final hice lo que debí haber hecho desde un primer momento. Necesitaba la copia del documento que me incriminaba, pero se negó a entregármela, así que no me dejó opción. Lo de la voladura con pólvora para encubrir sus heridas se me ocurrió después, al escuchar el ruido de los truenos.
Cí enmudeció. Por eso su hermano había cogido otra hoz al no encontrar la suya. Y en aquel momento no sospechó de su comportamiento porque parecía lógico que el asesino se hubiese deshecho del arma homicida.
– ¡Vamos, Cí! -rugió-. ¿Acaso pensabas que fue un rayo perdido el que acabó con tus padres? ¡Por el Gran Buda! ¡Despierta del país de las fábulas!
Cí le miró incrédulo, como queriendo imaginar que cuanto escuchaba sólo era una absurda pesadilla que se desvanecería al despertar. Sin embargo, Feng permanecía frente a él, extasiado, sin dejar de vociferar.
– ¡Tu familia…! -escupió-. ¿Qué hicieron ellos por ti? Tu hermano era un cerril que te molía a palos y tu padre, un pusilánime incapaz de salvar a sus hijas y educar a sus hijos. ¿Y aún lamentas haberlos perdido? Deberías darme las gracias por apartar a esa escoria de tu lado. -Se incorporó y comenzó a pasear-. ¿Olvidas que fui yo quien te arrancó de los canales, quien te educó, quien te convirtió en lo que eres…? ¡Maldito desagradecido…! -se lamentó-. Tú eras lo único bueno de esa familia. Y ahora que habías regresado, pensaba que seríamos felices. Tú, yo y mi mujer, Iris Azul. -Al pronunciar el nombre de su esposa, su rostro se dulcificó como por ensalmo-. A los dos os hice mi familia… ¿Qué más puede nadie pretender? Te acogí. Eras casi un hijo para mí…
Cí contempló atónito su demencia. Nada de lo que pudiera decirle le devolvería la cordura.
– Pero aún podemos volver a ser como antes -prosiguió Feng con su monólogo-. ¡Olvida lo pasado! Aquí te aguarda un porvenir. ¿Qué deseas? ¿Riqueza…? Con nosotros la tendrás. ¿Estudios…? ¿Es eso? ¡Claro que lo es! Es lo que siempre ambicionaste. ¡Y los conseguirás! Lograré que apruebes y que te adjudiquen el mejor puesto en la administración. ¡El que quieras! ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta de todo cuanto puedo hacer por ti? ¿Por qué crees que te cuento todo esto? Aún podemos volver a ser como antes. Una familia. Tú, yo e Iris Azul.
Cí miró a Feng con desprecio. En efecto, hasta hacía poco su mayor anhelo había sido acceder a una plaza de juez. Pero, ahora, su único objetivo era devolver la honra a su padre y desenmascarar a su asesino impostor.
– ¡Apartaos! -bramó Cí.
– ¿Pero qué dices? -se sorprendió Feng-. ¿Acaso crees que puedes despreciarme? ¿O es que piensas que podrás delatarme? ¿Es eso? ¿Es eso? -Rio-. ¡Pobre iluso! ¿De veras me crees tan necio como para abrirte mi corazón y permitir después que me arruines?
– No necesito vuestra confesión -balbució.
– ¡Ah! ¿No? ¿Y qué piensas contar? ¿Que asesiné a Kan? ¿Que desfalqué? ¿Que maté a tus padres? Por todos los dioses, hijo. Has de ser muy torpe para pensar que alguien te creería. ¿Te has parado a mirarte? No eres más que un condenado a muerte, un desesperado que haría cualquier cosa por evitarla. Los carceleros testificarán tu intento de matarme.
– Tengo… pruebas… -apenas podía hablar.
– ¿Seguro? -Se dirigió hacia el extremo de la celda y sacó de una talega una figura de yeso-. No te referirás a esto… -Le enseñó el modelo del cañón de mano que había recogido de la Academia Ming-. ¿Es esto lo que iba a salvarte? -Lo alzó sobre su cabeza y lo arrojó contra el suelo, rompiéndolo en mil pedazos.
Cí cerró los ojos al sentir el impacto de las esquirlas. Tardó en abrirlos. No quería ver a Feng. Sólo deseaba matarlo.
– ¿Qué harás ahora? ¿Implorar misericordia como hicieron tus padres para que les mantuviera con vida?
Cí tensó las cadenas hasta casi estrangularse mientras Feng disfrutaba de su desesperación.
– Resultas patético -rio Feng-. ¿De veras me consideras tan necio como para permitir que me destruyas? Puedo torturarte hasta la muerte y nadie vendrá en tu ayuda.
– ¿Y a qué esperáis? ¡Hacedlo! ¡Vamos! Lo estoy deseando -logró articular.
– ¿Para que luego me juzguen? -Volvió a reír-. Olvidaba lo listo que eres… -Sacudió la cabeza-. ¡Centinela! -aulló.
El guardia que entró lo hizo enarbolando una barra de bambú en una mano y unas tenazas en la otra.
– Te repito que no soy estúpido. ¿Sabes? En ocasiones, los reos pierden la lengua y luego no pueden defenderse -añadió Feng mientras abandonaba la mazmorra.
El primer bastonazo hizo que Cí se doblara lo suficiente como para que el segundo crujiera a sus espaldas. El verdugo sonrió y se arremangó mientras Cí intentaba protegerse, a sabiendas de que el esbirro haría lo necesario para ganarse el jornal. Lo había presenciado en otras ocasiones. En primer lugar, le apalearía hasta cansarse. Luego le obligaría a firmar el documento de confesión y, tras conseguirlo, le arrancaría las uñas, le rompería los dedos y le cortaría la lengua para garantizarse así su silencio. Pensó en su familia y en la horrible muerte que le esperaba. Imaginar que no lograría vengarles le desesperó.
Los siguientes golpes aumentaron su impotencia en la misma medida en que el trapo que le había introducido en la boca le impedía la respiración. La vista se le comenzó a nublar lentamente, provocando que la imagen de sus padres se tornara más palpable. Cuando los espectros que flotaban ante él le susurraron que luchara, pensó que agonizaba y el sabor ferroso de su propia sangre se lo confirmó. Sintió cómo las fuerzas le abandonaban. Pensó en dejarse morir y acabar con un tormento inútil, pero el espíritu de su padre le impulsó a resistir. Un nuevo golpe le hizo encogerse entre el caparazón de cadenas que le aplastaban. Sus músculos se tensaron. Debía detener la tortura antes de que el verdugo le propinase el golpe fatal. Aspiró por la nariz una mezcla licuada de aire y sangre que escupió con violencia cuando alcanzó sus pulmones. El trapo de su boca salió expelido, permitiéndole al fin hablar.
– Confesaré -musitó.
Sus palabras no evitaron que el verdugo descargara con saña un último golpe, como si la repentina decisión le acabara de privar de una diversión legítima. Una vez satisfecho, el guardián retiró las cadenas que le retenían las muñecas y le acercó el documento de confesión. Cí cogió el pincel entre sus manos temblorosas para estampar algo parecido a su rúbrica. Luego el pincel se le escurrió, dejando un reguero de sangre y tinta sobre el documento. El verdugo lo examinó con cara de asco.
– Servirá -afirmó. Se lo entregó a un guardia para que se lo hiciera llegar a Feng y cogió las tenazas-. Ahora veamos esos dedos.
Cí no pudo resistirse. Sus manos inermes parecían pertenecer ya a un cadáver. El verdugo sujetó su muñeca derecha y aprisionó la uña del pulgar con las tenazas. Después apretó con fuerza y estiró de ella hasta arrancarla, pero Cí apenas se inmutó, lo que propició una mueca de desagrado en el verdugo. El hombre preparó de nuevo las tenazas y se dispuso a repetir la operación en la siguiente uña, pero en lugar de jalar, tiró hacia arriba hasta que la desprendió. Cí sólo protestó.
Contrariado por la pasividad del reo, el verdugo meneó la cabeza.
– Ya que no usas la lengua para quejarte, será mejor que te libremos de ella -gruñó.
Cí se agitó. Las cadenas le retenían, pero el espíritu de su padre le espoleó.
– ¿Has… has arrancado alguna vez una lengua? -logró articular Cí.
El verdugo le miró con sus ojillos de cochino.
– ¿Ahora hablas?
Cí intentó esbozar una sonrisa, pero sólo logró escupir una flema sanguinolenta.
– Cuando lo hagas, me arrancarás también las venas. Entonces me desangraré como un cerdo y no podrás impedir que muera. -Guardó silencio-. ¿Sabes lo que les ocurre a los que matan a un prisionero antes de ser condenado?
– Ahórrate tu palabrería -rezongó, pero soltó las tenazas. El verdugo sabía que, en tales casos, los causantes de la muerte eran ejecutados sin dilación.
– Eres tan necio que no te das cuenta -murmuró Cí-. ¿Por qué crees que se ha marchado Feng? Él sabe lo que me ocurrirá y no quiere cargar con las culpas.
– ¡He dicho que te calles! -Y descargó un puñetazo sobre su estómago. Cí se dobló.
– ¿Dónde están los médicos que deben restañar el corte? -continuó con un hilo de voz-. Si obedeces a Feng, moriré desangrado. Luego, él negará… él negará haberte dado la orden. Dirá que fue decisión tuya y habrás firmado tu propia sentencia…
El verdugo vaciló, como si por fin recapacitara. Cuanto decía Cí era cierto. Y no tenía testigos que avalaran su inocencia.
– Si no obedezco, yo… -Apretó de nuevo las tenazas.
– ¡Será mejor que te detengas! -bramó una voz desde fuera.
Cí y el verdugo se giraron al unísono. Desde el otro lado de la puerta, el oficial Bo, acompañado de dos guardias, ordenó al verdugo que se apartara.
Cí no entendió lo que sucedía. Tan sólo advirtió que tiraban de él y lo levantaban lo suficiente como para intentar que sus piernas le sostuvieran. Bo se hizo con un frasquito de sales de los utilizados para reanimar a los torturados y se lo dio a oler.
– ¡Vamos! Apresúrate. El juicio va a comenzar -le apremió.
De camino, Bo informó a Cí del resultado de sus pesquisas, pero éste apenas le escuchó. La mente de Cí era la de un depredador cuya única presa fuera la yugular de Feng. Sin embargo, conforme se acercaban al Salón de los Litigios, comenzó a prestar atención a los descubrimientos del oficial. Antes de entrar, Bo enjugó el rostro de Cí y le proporcionó una vestimenta limpia.
– Sé cauto e intenta aparentar entereza. Recuerda que acusar a un oficial de la Corte es como acusar al mismísimo Ningzong -le advirtió.
Cuando los dos soldados postraron a Cí frente al trono, hasta el propio emperador dejó escapar un murmullo de estupor. El rostro de Cí era un trozo de carne apaleado en el que los ojos luchaban por encontrar un hueco entre la inflamación. Sin embargo, Feng dibujó un rictus de temor. Bo se ubicó a escasos pasos de Cí, sin desprenderse de la bolsa de cuero que llevaba de bandolera. Acto seguido, el emperador indicó a un acólito que golpeara el gong para anunciar la reanudación de la sesión.
Feng fue el primero en tomar la palabra. Vestía su antigua toga de juez y lucía el birrete que le autorizaba como parte de la acusación. La bestia había decidido sacar sus garras. Se acercó a Cí y comenzó.
– Tal vez en cierta ocasión, alguno de vosotros os hayáis sentido golpeados por la decepción de un socio sin escrúpulos que os conduce a la ruina, la traición de una mujer que os abandona por un pretendiente más adinerado o el desengaño por un cargo adjudicado injustamente a otro. -Feng se dirigió a la audiencia con grandes aspavientos-. Pero puedo aseguraros que ninguna de esas situaciones alcanza a compararse con el sufrimiento y la amargura que ahora invade mi corazón.
»Postrado ante el emperador, con aspecto trémulo y simulada aflicción, comparece el peor de los impostores, el más ingrato e insidioso de los humanos. Un acusado al que hasta ayer mismo acogía en mi hogar y consideraba mi propio hijo. Un muchacho al que eduqué, alimenté y ayudé como a un cachorro. Un joven en el que deposité la ilusión de un pobre padre sin descendencia. Pero hoy, para mi inconsolable desdicha, he podido comprobar que bajo esa engañosa piel de cordero se esconde la alimaña más perversa, traidora y asesina que nadie puede siquiera imaginar.
»Una vez conocidas las pruebas, me veo obligado a asumir mi desgracia, a repudiarle, a dirigir mi cólera contra él y a apoyar la acusación de Astucia Gris. Con todo el dolor de mi corazón, he tenido que derramar su sangre para conseguir la confesión de sus crímenes. De aquel que pensé que heredaría todo mi honor y mis bienes… he oído las palabras más dolorosas que un padre esperaría escuchar. -Cogió el documento de confesión y lo exhibió ante el emperador-. Por desgracia, el dios de la fortuna ha querido privarnos del espectáculo de sus mentiras, pues ha permitido que el acusado, en un alarde de cobardía, se mordiera la lengua hasta arrancársela. Un suceso que, sin embargo, no me impedirá implorar la justicia que este despreciable me ha arrancado con su deshonra.
El emperador leyó con atención el contenido de la atestación en la que Cí reconocía la autoría de su crimen y el motivo que le llevó a cometerlo. Enarcó ambas cejas y se la trasladó al oficial de justicia que registraba todas las declaraciones. Luego se levantó y se dirigió al acusado con el gesto de quien se hubiera manchado con un excremento.
– Visto el documento de confesión y dado que el reo carece de capacidad para un postrer alegato, me veo en la obligación de dictaminar…
– Ésa no es mi firma… -le interrumpió Cí, tras escupir un esputo sanguinolento.
Un murmullo de asombro se extendió por el salón. Feng se incorporó, tembloroso.
– ¡Ésa no es mi firma! -repitió, casi sin sostenerse de rodillas.
Feng retrocedió como si escuchara a un fantasma.
– ¡Majestad! ¡El acusado ya ha confesado! -bramó.
– ¡Callad! -rugió Ningzong. Guardó silencio, como si meditase su decisión-. Puede que sea cierto que haya ratificado el documento… O puede que no. Además, todo reo tiene derecho a una última defensa. -Tomó asiento de nuevo y, con el rostro severo, concedió la palabra a Cí.
Cí reverenció al emperador.
– Honorable soberano. -Tosió con violencia. Bo hizo ademán de ayudarle, pero un guardia se lo impidió. Cí tomó aliento y continuó-: Ante todos los presentes, debo confesar mi culpa. Una culpa que me corroe las entrañas. -Otro murmullo reverberó en la habitación-. La ambición… Sí. La ambición me ha cegado hasta convertirme en un necio ignorante, incapaz de distinguir la verdad de la mentira. Y esa necedad me hizo entregar mi corazón y mis sueños a un hombre que encarna como nadie la hipocresía y la maldad; un reptil que ha hecho de la traición el arte de su vida, llevando con ella la muerte a los demás; un hombre al que un día consideré un padre y que hoy sé que es un criminal. -Miró a Feng.
– ¡Contén tu lengua! -le advirtió el oficial judicial-. ¡Cuanto digas contra un servidor imperial lo dices contra su emperador!
– Lo sé. -Volvió a toser-. Y conozco las consecuencias -le desafió.
– ¡Pero Majestad! ¿Es que vais a escucharle? -bramó Feng-. Mentirá y calumniará para salvar el pellejo…
El emperador frunció los labios.
– Feng está en lo cierto. O demuestras tus acusaciones u ordenaré de inmediato tu ejecución.
– Aseguro a Su Majestad que no hay otra cosa en el mundo que desee con más fervor. -El rostro de Cí rezumaba determinación-. Por eso os demostraré que fui yo, y no Astucia Gris, quien descubrió que la muerte de Kan obedeció a un asesinato, que fui yo quien se lo reveló a Feng, y que éste, en lugar de trasladarlo a Su Majestad, rompió su promesa y se lo confesó a Astucia Gris.
– Estoy esperando -le apremió Ningzong.
– Entonces, consentid que formule una pregunta a Su Majestad. -Esperó su permiso-. Supongo que Astucia Gris os habrá revelado los singulares detalles que le llevaron a su portentosa conclusión…
– En efecto. Me los reveló -afirmó el emperador.
– Detalles tan curiosos, tan agudos y tan escondidos que ningún otro juez había observado con antelación…
– Así es.
– Sucesos que aquí no se han revelado…
– ¡Estás colmando mi paciencia!
– Entonces, Majestad, aclaradme, ¿cómo es posible que también los conozca yo? ¿Cómo es posible que yo sepa que Kan fue obligado a redactar una falsa confesión, que fue narcotizado, desnudado y, aún con vida, colgado por dos personas que movieron un pesado arcón?
– ¿Pero qué clase de necedad es ésta? -intervino Feng-. Lo sabe porque fue él mismo quien lo preparó.
– ¡Yo os demostraré que no! -Cí clavó la mirada en Feng, quien no pudo evitar una mueca de temor-. Honorable soberano… -se volvió hacia Ningzong-. ¿Os contó Astucia Gris el curioso detalle de la vibración de la cuerda? ¿Os explicó que Kan, drogado como estaba, no se agitó al ser colgado? ¿Os detalló que la marca dejada por la soga sobre el polvo de la viga era nítida, sin muestras de agitación?
– Sí. Así es. Pero no veo la relación…
– Permitidme una última pregunta. ¿Aún permanece la cuerda atada a la viga?
El emperador lo consultó con Astucia Gris, quien se lo confirmó.
– Entonces podréis comprobar que Astucia Gris miente. La huella que él os señaló no existe. La borré yo accidentalmente al comprobar el movimiento de la cuerda, de modo que jamás pudo ser descubierta por Astucia Gris. Sólo sabía de ella porque se lo contó Feng, el hombre a quien se lo confié yo.
Ningzong dirigió una mirada inquisidora a la acusación. Astucia Gris bajó la cabeza, pero Feng reaccionó.
– Buen intento, aunque previsible -sonrió Feng-. Incluso la más simple de las mentes puede comprender que, al descolgar el cadáver, las sacudidas provocarían el borrado al que aludes. ¡Por las barbas de Confucio, Majestad! ¿Hasta cuándo habremos de soportar las majaderías de este farsante?
El emperador se atusó sus escuálidos bigotes mientras volvía a ojear la declaración de culpabilidad. El proceso se estaba enquistando. Ordenó al copista que se preparara y se levantó para dictar sentencia, pero Cí se le adelantó.
– ¡Os suplico una última oportunidad! Si no os satisface, os aseguro que yo mismo me atravesaré el corazón.
Ningzong dudó. Hacía rato que en su rostro anidaba la incertidumbre. Frunció el entrecejo antes de buscar con la mirada el consejo de Bo. Éste afirmó.
– La última -autorizó finalmente antes de volver a sentarse.
Cí se enjugó un rastro de sangre con la manga. Era su última oportunidad. Hizo un gesto a Bo, quien al instante le acercó la bolsa que había custodiado desde las mazmorras.
– Majestad. -Cí alzó la bolsa ante el emperador-. En el interior de esta talega se encuentra la prueba que no sólo confirma mi inocencia, sino que además desvela la cara oculta de una terrible maquinación. Una trama propiciada por una ambición insana y despiadada, la de un hombre dispuesto a matar gracias a un descubrimiento atroz: el arma más mortífera jamás concebida por el hombre. Un cañón tan manejable que puede ser empuñado sin apoyo. Tan liviano que se puede ocultar y transportar bajo las ropas. Y tan letal que puede matar una y otra vez a distancia sin posibilidad de errar.
– ¿Qué estupidez es ésta? ¿Hablaremos ahora de hechicería? -bramó Feng.
Por toda respuesta, Cí metió el brazo en la talega y sacó un cetro de bronce. Al verlo, Ningzong se extrañó y Feng palideció.
– Entre las ruinas del taller del broncista encontré los restos de un singular molde de terracota, el cual, una vez reparado, fue robado de mi habitación. Afortunadamente, había tenido la precaución de sacar antes una copia en yeso, que oculté en la Academia Ming -explicó Cí-. En cuanto Feng supo de su existencia, me sugirió que le confiara su custodia, petición a la que ingenuamente accedí. Por suerte, descubrí su engaño justo antes de entregarle la autorización y cambié la nota por otra en la que especifiqué al depositario que le proporcionara la copia de yeso… pero no la réplica que le había ordenado fabricar. -Dirigió su mirada hacia el juez, para a continuación volverse hacia Ningzong-. Feng destruyó la figura que le inculpaba, sin saber que cuando entregué en la academia el modelo de yeso, no sólo encomendé su custodia, sino que también aproveché, previa entrega de la suma necesaria, para ordenar al sirviente de Ming que a partir de aquel modelo de yeso encargara la fabricación en bronce de una réplica igual al arma original. -Enarboló el instrumento con determinación-. La misma arma que ahora podéis contemplar.
El emperador observó absorto el cañón de mano.
– ¿Y qué relación guarda este extraño artilugio con los asesinatos? -preguntó Ningzong.
– En este artilugio, como Su Majestad lo denomina, reside la causa de todas las muertes. -Solicitó permiso al oficial de justicia para entregárselo al emperador, quien, tras cogerlo, lo examinó desconfiado-. Con el único fin de enriquecerse, Feng diseñó y construyó este perverso instrumento, un arma temible cuyos secretos estaba dispuesto a vender a los Jin. Para financiar su fabricación, malversó fondos procedentes de las partidas de sal -continuó Cí-. El eunuco Suave Delfín era un trabajador honesto, dedicado a auditar las partidas de sal. Cuando descubrió los desvíos practicados por Feng, éste intentó corromperle y, al no lograrlo, lo eliminó.
– ¡Eso es una calumnia! -gritó Feng.
– ¡Silencio! -le acalló el oficial de justicia-. Continúa -ordenó a Cí.
– Suave Delfín no sólo descubrió los mismos desfalcos que ya había observado mi padre, sino que además comprobó que las cantidades desviadas se destinaban a adquirir partidas de sal nívea, un tipo de producto costoso y de difícil elaboración destinado principalmente a la fabricación de pólvora militar. Además, averiguó la existencia de cuantiosos pagos efectuados a tres personas que finalmente fueron asesinadas: un oscuro alquimista, un fabricante de bronces y el artificiero de un taller. Al hacerlo, paralizó las cuentas, cortando el suministro de Feng. -Mostró el informe que acababa de entregarle Bo.
»Sin embargo, Suave Delfín no fue su primera víctima. Ese terrible honor le correspondió al alquimista que acabo de mencionar, un monje taoísta llamado Yu, cuyos dedos carcomidos por la sal, sus uñas impregnadas en carbón y un diminuto yin-yang tatuado en su pulgar establecieron el vínculo que lo relacionaba con el manejo de los componentes de la pólvora. Cuando Feng no pudo afrontar los pagos comprometidos, el anciano alquimista se rebeló. Discutieron, el monje amenazó a Feng y éste le disparó con el arma en la que había trabajado. -Se volvió hacia Feng, retándole con la mirada.
»La bala penetró por el pecho, rompió una costilla y salió por la espalda, quedando alojada en algún objeto de madera. Para evitar cualquier indicio que pudiera incriminarle, Feng no sólo recuperó la bala, sino que además camufló el cerco característico dejado por el proyectil en el fallecido excavando en la herida del pecho hasta hacerla parecer producto de algún macabro ritual.
»Un día más tarde le tocó el turno al artificiero, un joven al que logré identificar merced al extraño patrón de cicatrices provocado por un antiguo estallido y a quien Feng asesinó, por motivos similares, de una puñalada en el corazón. Bo me ha confirmado que estos operarios trabajan con un protector ocular hecho de cristal. De ahí que las cicatrices que plagaban su cara no aparecieran en los ojos. Tras matarlo, Feng excavó en la herida de su pecho hasta igualarla a la que había practicado en el alquimista el día anterior para simular el mismo tipo de crimen ritual.
»Respecto a Suave Delfín, Feng actuó de forma diferente. Al ser alguien cuya desaparición despertaría sospechas, procuró en primera instancia corromperle. Conocedor de la pasión que las antigüedades despertaban en el eunuco, intentó comprar su silencio con una antigua poesía caligrafiada de incalculable valor. Al principio, Suave Delfín aceptó, pero, más tarde, al conocer el alcance de sus verdaderas pretensiones, se negó a encubrirle. Entonces, Feng, pese al riesgo que conllevaba su asesinato, pero a sabiendas de que la denuncia del eunuco acarrearía una investigación inculpatoria, le acuchilló y mutiló, excavando la herida que asemejaría su caso al de los otros asesinados.
»Por último, acabó con la vida del fabricante de bronces, el hombre que había construido el cañón de mano. Lo hizo tras la recepción de los Jin, en vuestros propios jardines, como demuestra el tipo de tierra que apareció en las uñas del cadáver. Lo apuñaló y, con la ayuda de alguien, lo arrastró hasta su palanquín, lo decapitó y abandonó el cuerpo al otro lado de la muralla.
»Así pues, Feng planeó y ejecutó a cada una de sus víctimas, las decapitó y desfiguró para imposibilitar su identificación, practicándoles unas extrañas heridas en el pecho para simular la intervención de una secta criminal.
El emperador se acarició varias veces la barbilla.
– De modo que, según tú, este pequeño artilugio encierra un inmenso poder destructor…
– Imaginad a cada soldado con uno. El mayor poder que mente humana haya concebido jamás.
Cuando el emperador otorgó el turno de réplica a Feng, éste se adelantó sumido en un perceptible temblor. Su faz, lívida por la ira, resultaba más temible que la propia arma que le acusaba. Buscó el rostro de Cí y le señaló.
– ¡Majestad! ¡Exijo que el reo sea castigado de inmediato por unas acusaciones que directamente os salpican a vos! ¡Nunca se ha oído en este tribunal una falta de respeto semejante! Una provocación que ninguno de vuestros antecesores en el trono habría permitido jamás.
– ¡Dejad descansar a los muertos y cuidad vuestra impertinencia! -le atajó Ningzong.
La lividez de Feng se tornó en rubor.
– Alteza Imperial, el insolente que se hace llamar lector de cadáveres sólo es en realidad un maestro de la mentira. Pretende acusar a quien os ha servido con denuedo, disfrazando y enturbiando la verdad con el único fin de evitar su condena. ¿En qué basa sus acusaciones? ¿Dónde están las pruebas? Sus palabras son fuegos de artificio, tan volátiles como la imaginaria pólvora de la que habla. ¿En qué lugar se ha visto semejante falacia? ¿Cañones portátiles? Yo no veo más que una flauta de bronce. ¿Y qué disparan? ¿Granos de arroz o huesos de ciruela? -Se revolvió hacia Cí.
El emperador entornó los párpados.
– Calmaos, Feng. Sin que ello presuponga considerar vuestra culpabilidad, las palabras del acusado no parecen insensatas -indicó Ningzong-. Me pregunto por qué razón distinta de la verdad querría acusaros.
– ¿Os lo preguntáis? ¡Por despecho! -alzó la voz hasta que se le desgarró-. Aunque no era mi intención desvelarlo en público, tiempo atrás, el padre de Cí trabajó para mí. ¡Ralea de la misma calaña! Descubrí que falsificaba los datos de mis transacciones en su provecho y me vi obligado a despedirle. Por cariño a su hijo, a quien apreciaba como propio, oculté la falta de su progenitor, pero cuando el acusado la descubrió, enloqueció y me culpó a mí de su desgracia.
»Respecto a los crímenes, a mi juicio no ofrecen duda: Kan asesinó a esos desgraciados, Cí se vio incapaz de resolver el caso y, movido por la ambición, simuló el suicidio del consejero para conseguir los favores prometidos. Así de sencillo. El resto de cuanto ha manifestado tan sólo es fruto de su perturbada invención.
– ¿También es un invento mío el cañón de mano? -aulló Cí.
– ¡Callad! -ordenó Ningzong.
El emperador se levantó empuñando el arma con rabia, luego consultó algo al oído de sus consejeros e hizo un gesto a Bo, quien se apresuró a postrarse a sus pies. Tras hacer que se incorporara, Ningzong ordenó a Bo que le acompañara a un despacho contiguo. Al cabo de un rato, ambos regresaron. Cí advirtió la preocupación que asolaba el rostro de Bo cuando éste se le acercó.
– Me ha pedido que hable contigo -le susurró al oído.
Cí se extrañó al sentir que el oficial lo agarraba del brazo y, con la aquiescencia de Ningzong, le conducía hacia el mismo despacho donde instantes antes habían deliberado ellos. Nada más cerrar la puerta, Bo escondió la mirada y se mordió los labios.
– ¿Qué sucede?
– El emperador te cree -dijo el oficial.
– ¿Sí? -Cí gritó de júbilo-. ¡Eso es magnífico! ¡Por fin ese bastardo recibirá lo que se merece y yo…! -Se interrumpió al comprobar el gesto circunspecto del oficial-. ¿Por qué esa cara? ¿Ocurre algo? Acabáis de decirme que el emperador me cree…
– Así es. -Bo fue incapaz de sostenerle la mirada.
– ¿Entonces…? ¿No cree que yo sea inocente?
– ¡Maldición! ¡Ya te he dicho que sí!
– ¿Pues queréis explicarme entonces qué demonios sucede? -Le agarró por la pechera mientras Bo se dejaba agitar sin fuerzas como un muñeco de trapo. Cí advirtió su propio desvarío y lo soltó-. Disculpad. Yo… -Le arregló la camisa con torpeza.
Bo consiguió alzar la vista.
– El emperador desea que te declares culpable -consiguió articular en un hilo de voz.
– ¿Cómo?
– Es lo que él desea. No hay nada que podamos hacer…
– ¿Pero…? ¿Pero por qué…? ¿Cómo que es lo que desea? ¿Por qué yo y no Feng…? -balbuceó mientras avanzaba y retrocedía, sin acabar de comprender.
– Si accedes y firmas tu culpabilidad, el emperador te garantiza un destierro a una provincia segura -dijo sin convicción-. Será generoso contigo. No serás marcado ni golpeado. Te proporcionará una suma suficiente para que te establezcas y escriturará una hacienda a tu nombre que podrás legar a tus herederos. También está dispuesto a asignarte una renta anual que te libere de cualquier necesidad material. Es una oferta muy generosa -concluyó.
– ¿Y Feng? -repitió Cí.
– Me ha asegurado que se encargará personalmente de él.
– ¿Pero qué significa todo esto? ¿Estáis vos de acuerdo con él? ¿Es eso? ¿Vos también estáis confabulado? -Cí retrocedió como un perturbado.
– ¡Por favor, Cí! ¡Cálmate! Yo sólo te transmito…
– ¿Que me calme? ¿Pero sabéis lo que me estáis pidiendo? He perdido cuanto tenía: mi familia, mis sueños, mi honor… ¿Y pretendéis ahora que pierda también mi dignidad? -Se acercó a él hasta rozar su rostro-. ¡No, Bo! No voy a renunciar a lo único que me queda. Me da igual lo que me suceda, pero no permitiré que el nombre del bastardo que mató a mi padre quede impune mientras el de mi familia se hunde en el oprobio.
– ¡Por el honorable Confucio, Cí! ¿Es que no te das cuenta? Esto no es ninguna petición. El emperador no puede consentir un escándalo semejante. Si lo hiciera, su fortaleza quedaría en entredicho. Entre sus detractores ya hay quien lo juzga débil de carácter. Si deja entrever que en la Corte reinan el desorden y la traición, que no es capaz de gobernar ni a sus propios oficiales, ¿qué esgrimirá ante sus contrarios? Ningzong precisa demostrar que está preparado para regir la nación con la firmeza que requiere la amenaza de los Jin. No puede admitir que sus consejeros sean asesinados por sus propios jueces.
– ¡Pues que demuestre firmeza haciendo justicia! -bramó.
– ¡Maldición! Cí, si te niegas, el emperador te juzgará sin piedad, te declarará igualmente culpable y entonces te enfrentarás a su ira. Te ejecutará o te enviará a una mina de sal y acabarás tus días enterrado en vida. Piensa en tu padre. Él querría lo mejor para ti. Si accedes, tendrás una hacienda, una renta, una vida tranquila y segura lejos de aquí. Con el tiempo, te rehabilitará y te permitirá acceder a la judicatura. ¿Qué más puedes pedir? ¿Y qué otra alternativa tienes? Si sales y te opones a ellos, te machacarán. Firmaste tu confesión, aunque sólo fuera un garabato. ¿Has escuchado bien tus alegatos? Tus pruebas son sólo circunstanciales. No tienes nada contra Feng. Sólo sospechas…
Cí buscó en los ojos de Bo el reflejo de sus propios sentimientos, pero no lo encontró.
– Recapacita -le suplicó Bo-. No sólo es lo mejor. Es lo único que puedes hacer.
Cí sintió la mano de Bo sobre su hombro. Su peso era el peso de la sinceridad. Pensó en sus sueños, en sus estudios, en el anhelo de convertirse en el mejor juez forense. Recordó que ése también había sido el sueño de su padre… Bajó la cabeza, resignado. Bo le animó.
Nada más salir del despacho, Cí se encaminó lentamente hacia el trono.
Lo hizo cabizbajo, arrastrando los pies como si tirara del cepo de un condenado. Una vez al lado del emperador, se dejó caer de rodillas y golpeó la frente con el suelo. A sus espaldas, Bo asintió con la cabeza, confirmándole el acuerdo al emperador. Nada más contemplarlo, Ningzong esbozó una mueca de satisfacción que acompañó con una indicación a su escribano para que preparase el acta definitiva. En cuanto Cí la firmara, el juicio habría concluido.
Una vez ultimada, un acólito procedió a su lectura. En ella se daba por acreditada la autoría de Cí, desestimándose todas las acusaciones vertidas sobre Feng. El funcionario leyó el documento despacio, bajo la atenta mirada del emperador. Cuando terminó, se lo entregó a Cí para que lo firmara. Cí recogió el acta de confesión con las manos temblorosas. La tinta aún se veía fresca sobre el papel, como si todavía ofreciera un resquicio de mutabilidad. Cogió el pincel entre sus dedos trémulos, pero no fue capaz de sujetarlo y cayó al suelo dejando un rastro negro sobre la impecable alfombra roja. Cí se disculpó por su torpeza, recogió el pincel y meditó un instante sobre un acta de confesión que no dejaba lugar a dudas: en efecto, el documento le señalaba como único responsable, sin hacer mención alguna a la implicación de Feng.
Recordó los argumentos de Bo mientras se preguntaba si realmente aquello habría sido lo que su padre habría querido para él. Apenas podía reflexionar. Empuñó el pincel y lo mojó en la piedra de tinta. Luego, lentamente, comenzó a caligrafiar los trazos de su nombre. El pincel se deslizó titubeante, como si lo empujara la mano de un anciano sin vida. Sin embargo, cuando llegó el turno para el apellido de su padre, algo en su interior lo detuvo. Fue sólo un instante. El tiempo necesario para alzar la vista y contemplar la sonrisa triunfal de Feng. Acudieron a su mente los cadáveres de sus padres sepultados bajo los escombros, sus cuerpos deshechos, el martirio de su hermano y la agonía de Tercera. No podía traicionarlos. No podía dejarlos así. Miró a Feng el tiempo suficiente para lograr que su cara dibujara un mohín de inquietud. Luego aferró el documento y lo rompió en mil pedazos mientras arrojaba toda la tinta sobre la alfombra.
La ira de Ningzong no se hizo esperar. De inmediato, estableció que maniataran al recluso y le asestaran diez bastonazos por su impertinencia, anunciando que a su conclusión dictaría el veredicto. Sin embargo, esto no impidió a Cí demandar su último alegato. Sabía que le asistía tal prerrogativa y también que el emperador, ante toda la Corte, no osaría quebrantar un procedimiento ritual establecido durante siglos. Al escucharlo, Ningzong se mordió la lengua, pero, aun así, aceptó.
– ¡Hasta que se agote la clepsidra! -masculló y ordenó que pusieran en marcha el mecanismo hidráulico que regularía el tiempo de la intervención.
Cí aspiró aire con fuerza. Feng aguardaba desafiante, pero el rictus de temor permanecía atenazado a su rostro. El agua comenzó a correr.
– Majestad, hace más de un siglo, vuestro venerable bisabuelo se dejó conducir por consejos tendenciosos que acabaron con la condena del general Yue Fei, un hombre inocente cuyo valor y lealtad a nuestra nación son hoy ejemplo y patrón en todas nuestras aulas. Ahora, tan abominable veredicto se recuerda como uno de los hechos más ignominiosos de nuestra gozosa historia. Yue Fei fue ejecutado, y aunque con posterioridad vuestro padre lo rehabilitó, el daño que causó a su familia jamás fue suficientemente reparado. -Hizo una pausa y buscó el rostro de Iris Azul-. No pretendo compararme con una figura como la de nuestro amado general… Pero sí me atrevo a pediros justicia. Yo también tengo un padre que ha sido deshonrado. Me exigís que asuma la autoría de unos crímenes de los que no sólo no soy responsable, sino que he volcado cuanto sé para intentar esclarecerlos. Y puedo demostrar que cuanto afirmo es cierto.
– Es lo que llevas anunciando desde el comienzo del juicio. -Ningzong señaló impaciente la clepsidra que marcaba el tiempo.
– Permitid entonces que os enseñe el terrible poder de esa arma. -Alzó sus manos pidiendo que lo liberaran-. Pensad en lo que ocurriría si un invento tan letal cayera en manos enemigas. Pensad en ello y pensad en nuestra nación.
Cí aguardó a que su invocación obrase efecto en la conciencia de Ningzong.
El emperador masculló algo mientras sopesaba el cañón de mano. Miró a sus consejeros. Luego volvió el rostro hacia Cí.
– ¡Soltadle! -rezongó.
El mismo guardia que había liberado a Cí se interpuso ante él al advertir su propósito de acercarse al emperador, pero Ningzong lo autorizó con un gesto. Cí avanzó tambaleándose, cubierto de sangre reseca y con el estómago encogido por el miedo. A la altura del trono, se arrodilló. Luego se incorporó como pudo y tendió su mano. El emperador depositó en ella el pequeño cañón.
Frente al soberano, Cí sacó de su camisola la piedrecita esférica y la bolsa con el polvo negro que había sustraído del escritorio de Feng.
– El proyectil que tengo en mis manos es el mismo que acabó con la vida del alquimista. Podéis comprobar que no es completamente esférico, ya que en un punto de su superficie se aprecia que ha saltado una esquirla. Una fractura que se produjo cuando el proyectil impactó contra una vértebra del alquimista y que coincide con la esquirla que descubrí al introducir una pica para comprobar la trayectoria de la herida.
Sin mediar palabra, y emulando lo leído en los tratados sobre cañones convencionales, vertió el contenido de la bolsa por la boca de fuego, con la ayuda del mango de un pincel prensó la pólvora e introdujo la bala. Acto seguido, se arrancó un retal de la camisa y lo retorció hasta formar una especie de mecha, que ensartó en un pequeño orificio practicado en el lateral del ingenio. Una vez conforme, se lo entregó a Ningzong.
– Aquí lo tenéis. Sólo resta encender la mecha y apuntar…
El emperador contempló el arma como si se enfrentara a un milagro. Sus ojos diminutos brillaban perplejos.
– ¡Majestad! -le interrumpió Feng-. ¿Hasta cuándo habré de soportar esta infamia? Todo cuanto arroja la boca de este farsante es pura mentira…
– ¿Mentira? -se revolvió Cí-. Explicad entonces cómo es posible que los restos del molde que me robasteis, la pólvora militar y la bala que acabó con la vida del alquimista descansaran ocultos en el cajón de vuestro despacho -gritó Cí mientras se volvía hacia el emperador-. Porque es allí donde los encontré y donde vuestros hombres, si los enviáis, hallarán más proyectiles.
Feng permaneció en silencio ante la mirada victoriosa de Cí. Apretó los dientes y se acercó lentamente hacia el trono del emperador.
– Si las has sacado de mi despacho, también las has podido dejar tú allí.
Cí enmudeció. Había dado por sentado que Feng se desmoronaría, pero parecía más firme que nunca. Sintió cómo las piernas le flaqueaban. Tragó saliva mientras intentaba encontrar una salida.
– Muy bien. Entonces respondedme a esto -dijo finalmente Cí-: El consejero Kan fue asesinado en la quinta luna del mes, una noche en la que, según habéis declarado, os encontrabais fuera de la ciudad. Sin embargo, Bo ha constatado que un centinela os reconoció cuando accedíais a palacio, al atardecer del día anterior. -Señaló a Bo, quien lo corroboró-. Así pues, tuvisteis el motivo, tuvisteis los medios… y por lo que ahora también sabemos, pese a vuestras mentiras, también tuvisteis la oportunidad.
– ¿Es eso cierto? -le preguntó Ningzong.
– ¡No! ¡No lo es! -bramó Feng como un volcán a punto de entrar en erupción.
– ¿Podéis acreditarlo? -le apremió el emperador.
– Por supuesto -resopló, y lanzó a Cí una mirada cargada de tensión-. Esa noche la pasé en mi casa junto a mi esposa. Estuve toda la noche disfrutando de su compañía. ¿Es eso lo que queríais oír?
Al escucharlo, Cí retrocedió boquiabierto, dominado por el estupor. Feng mentía. Sabía que mentía porque precisamente aquella noche fue la que él yació con Iris Azul.
Aún no se había recuperado cuando Feng le acorraló.
– ¿Y tú? ¿Dónde te encontrabas tú la noche en que asesinaron a Kan? -le increpó.
Cí enrojeció. Buscó en la mirada de Iris Azul algún indicio de complicidad, un cabo al que aferrarse para escapar del remolino que le amenazaba. Lo hizo sin recordar que era ciega, pretendiendo que de algún modo ella pudiera leer en sus ojos que la necesitaba. Pero Iris Azul permaneció impasible, callada, con el rostro resignado en su papel de esposa sumisa. Cí comprendió que jamás delataría a Feng y que no podía condenarla por ello. Si ella lo traicionase, si revelase su infidelidad, no sólo condenaría a su marido, sino que se condenaría a sí misma. Y él no tenía derecho a destrozarla.
– Estamos esperando -le urgió Ningzong-. ¿Hay algo que quieras añadir antes de que emita mi veredicto?
Cí guardó silencio. Volvió a mirar a Iris Azul.
– No -bajó la cabeza.
Ningzong sacudió la cabeza con desgana.
– En tal caso, yo, el emperador Ningzong, Hijo del Cielo y soberano del Reino del Centro, declaro probada la culpabilidad del acusado Cí Song y le condeno a…
– ¡Estuvo conmigo! -resonó con firmeza una voz al fondo de la sala.
Un clamor se extendió entre todos los presentes al tiempo que las miradas se dirigían hacia el lugar de donde había surgido la voz. De pie, segura, permanecía Iris Azul.
– No dormí con mi marido -declaró con gesto firme-. La noche en que mataron a Kan yací en la cama con Cí.
Feng tartamudeó incrédulo mientras cientos de rostros se giraban para contemplarle y su tez adquiría la lividez de la muerte. El juez retrocedió unos pasos balbuceando un gorgoteo ininteligible, con sus ojos fijos en los ausentes de Iris Azul.
– ¡Tú no puedes…! ¡Tú…! -se trastabilló. Estaba fuera de sí. Hizo ademán de escapar, pero el emperador ordenó que lo detuvieran-. ¡Soltadme! ¡Maldita perra! -aulló-. Después de lo que he hecho por ti…
Se escabulló de sus captores de un tirón y se abalanzó sobre el arma que sostenía el emperador.
– ¡Atrás! -amenazó. Antes de que pudieran detenerle, aferró una vela y prendió la mecha-. ¡He dicho que atrás! -bramó de nuevo y encañonó al emperador. Los soldados retrocedieron-. Tú, bastarda… -Alzó el brazo y la apuntó-. Te lo di todo… Lo hice todo por ti… -La mecha avanzaba inexorablemente-. ¿Cómo has podido…?
Cuantos rodeaban a Iris Azul se agazaparon. Feng sostuvo el ingenio con las dos manos. El cañón temblaba al igual que sus párpados. Su respiración se entrecortaba. La mecha estaba a punto de alcanzar el bronce. Feng gritó. De repente, giró el arma y se apuntó a la sien. Luego, un estampido seco tronó en la estancia y el cuerpo del juez se derrumbó como un saco desmadejado en medio de un charco de sangre. De inmediato, varios guardias se abalanzaron sobre él para encontrarlo ya cadáver. Ningzong se levantó asombrado con el rostro salpicado por la sangre de Feng. Luego se limpió torpemente, ordenó que liberaran a Cí y dio por concluido el proceso.