El veinticuatro de diciembre, Venecia amaneció tapizada de blanco. Había nevado desde primera hora de la noche, cuajando en los muelles, las calles y los tejados de las casas. Cuando Diego Alatriste salió a la calle, embozado en su capa de paño pardo y con el sombrero de castor metido hasta las cejas, no soplaba viento. Del cielo fosco y gris caían copos de nieve, y las góndolas amarradas en los canales estaban inmóviles en el agua quieta, cubiertas por una capa blanca.
Por suerte no había hielo, y pudo caminar sin riesgo de resbalones por el suelo todavía inmaculado, que crujía bajo sus botas. Anduvo así cruzando puentes y soportales, por la Mercería hasta la iglesia de San Zulian; y de allí fue a la calle de los Espaderos, donde se detuvo frente a un taller que tenía algunas piezas de muestra colgadas en la puerta: espadas, terciados y dagas de buen aspecto pero escasa calidad, según comprobó al primer vistazo. Nada que ver con los buenos aceros de Toledo, Bilbao, Solingen o Milán. Luego curioseó por algunas tiendas más, pensando que Gualterio Malatesta demostraba un turbio sentido del humor al citarlo en aquel sitio.
Lo vio llegar al poco rato, esquivando transeúntes por la calle nevada. Flaco, vestido de negro de arriba abajo como solía. Con la capa y el sombrero salpicados de copos de nieve.
– El señor Pedro Tovar, creo -saludó burlón.
Se había detenido junto a él, mirando con prevención las muestras del espadero. Tocó algunas, y hasta golpeó la guarnición de una daga de vela con la uña del dedo índice, haciéndola sonar, dubitativo.
– ¿Qué hay de vuestra mercancía? -preguntó-. ¿Sigue retenida en la Aduana del mar?
– Me la entregaron ayer.
Crujió la risa seca del sicario.
– Que me place… Así podréis elegir buen hierro para esta noche -señaló despectivo las piezas expuestas en la tienda-. No como esta basura.
Se apartaron de allí, caminando calle abajo. Era estrecha y los obligaba a ir hombro con hombro.
– ¿Cómo anda el rapaz? -quiso saber Malatesta.
– Bien. A lo suyo.
– Decidle de mi parte que le deseo suerte, en lo que toque.
– Se lo diré.
Llegados a una esquina, señaló el italiano a mano izquierda.
– ¿Os apetece un vaso de vino?… Conozco un buen sitio aquí al lado, en la calle de los Espejeros.
Torció Alatriste el mostacho.
– Por qué no.
Había innumerables espejos de toda clase y tamaño, expuestos bajo los toldos de lona de las tiendas. Al paso, sus reflejos multiplicaron hasta el infinito la imagen de docenas de Alatristes y Malatestas caminando unos junto a otros, cual buenos camaradas.
– Ironías del azogue -comentó Malatesta, advirtiéndolo.
Parecía complacerse lo indecible con todo aquello. Entraron en la taberna sacudiendo las capas, sin descubrirse. El lugar era angosto: apenas un mostrador de madera de pino ennegrecida de mugre. Del techo, sujetos con cordeles a las vigas de madera, pendían hinchados odres de vino.
– ¿Caliente o frío? -preguntó Malatesta mientras se quitaba los guantes.
– Frío.
– Tenéis razón. El caliente se sube, y hoy conviene tener la cabeza serena.
Pidió el sicario una frasca con vino del tiempo y dos cubiletes, se sirvió el suyo y bebió un largo trago sin protocolos, brindis ni razones. Diego Alatriste llenó su vaso y mojó apenas el mostacho. Era un buen cáramo, comprobó. Ligero y vagamente dulce, más levantino que de allí arriba. Bebió otro sorbo. Acodado en el mostrador, con el pomo de la espada asomándole entre la capa -Alatriste sólo llevaba la acostumbrada daga al cinto-, Malatesta miraba los pellejos de vino, complacido.
– Me recuerda la venta de don Quijote -comentó-: Yo sé que todo lo de esta casa es encantamiento… ¿Sigue vuestra merced leyendo libros?
– ¿Y vos?
De nuevo el crujido seco. Malatesta reía entre dientes.
– No tuve mucha ocasión de lecturas, en los últimos tiempos.
– Ya me figuro.
– Sí. Supongo que os lo figuráis.
Hizo ademán el sicario de tentarse la bolsa y no hallarla; demorándose tanto en ello que Alatriste metió mano en su propia faltriquera y puso dos bagatines dobles sobre el mostrador.
– Vayamos a lo nuestro -dijo, apurando el vino. Acabó también su vaso Malatesta. Era la primera vez, pensó Alatriste, que bebían juntos. Y sin duda la última.
– Vayamos.
Se trataba de hacer una descubierta por la iglesia de San Marcos, la plaza y el palacio ducal, a fin de prevenir los sucesos que allí tendrían lugar por la noche. Caminaron en silencio, saliendo a la Canónica y al primer ensanchamiento de la plaza, donde se alzaba la fachada septentrional de San Marcos. Junto al brocal del aljibe que había en el centro, antes de llegar a los leones de melenas encanecidas de nieve que flanqueaban el paso a la plaza grande, Malatesta señaló un portillo situado a la izquierda, entre la iglesia y el edificio adosado a ésta, más allá del arco de la puerta norte. El portillo estaba al extremo de un callejón estrecho y corto, cerrado por una verja de hierro.
– Por ahí entraremos el cura uscoque y yo.
– ¿Estará abierto?
– No. Pero tengo las llaves… En cuanto al uscoque, irá vestido de cura, como corresponde -Malatesta indicó un callejón al otro lado de la placita-. Yo me habré aliñado de ropa allí, poniéndome la gola, el sombrero con pluma verde y la banda de oficial de la guardia ducal… No es gran cosa, pero bastará para ganar tiempo si hay algún centinela cerca. Una vez dentro, en diez pasos llegaré hasta el vigilante de la puerta que conduce al altar mayor y le rebanaré el pescuezo, dándole vía libre al cura… Venid. Vamos por aquel lado, que os muestre el lugar desde dentro.
Lo había referido todo con impecable calma. En otro hombre, Alatriste habría tomado aquello por bravuconada. Pero Gualterio Malatesta no era otro hombre.
– ¿Y vuestra fuga?
Compuso el siciliano una mueca irónica. La mirada negra y peligrosa recorría la plaza, fijándose en cada detalle.
– ¿Si sale bien, o si sale mal?
– En ambos casos.
– Si sale mal tomaré las de Villadiego, como decís los españoles. Si sale bien, cuando el cura actúe ya estaré fuera. Con mucha prisa pasaré por aquí mismo e iré al palacio ducal para ver cómo van las cosas… Con suerte, a tiempo de meter mano en algún cofre bien provisto.
Sin dejar de caminar habían llegado a la extensa plaza, tapizada de la nieve que seguía cayendo. Había mucha gente que iba de un lado a otro, tapada hasta la nariz, y los barcos amarrados más allá de las dos columnas mostraban la jarcia, las vergas y las cofas de los palos ribeteados de blanco. Algunos mozalbetes hacían bolas de nieve para arrojárselas entre sí, en los soportales de las Procuradurías.
– En cuanto a vuestra merced -siguió diciendo Malatesta-, supongo que se reunirá con el grupo de asalto ahí, en la puerta principal del palacio.
– Suponéis bien. Ese pariente vuestro, el capitán Faliero, debe franquearnos la entrada con sus tudescos.
– ¿Y luego?… Comprended mi curiosidad.
Alatriste indicó la basílica.
– Faliero vendrá con algunos de los suyos. Bajo pretexto de restablecer el orden, retendrá a los senadores contrarios a Riniero Zeno… Después escoltará al resto hasta el palacio ducal, donde estaré cubriendo con mi gente, y con la que Faliero me deje, la escalinata grande y el camino a la sala del Consejo… Allí proclamarán a Zeno nuevo dogo.
Habían entrado en San Marcos, cruzando el atrio de columnas donde el espléndido mosaico del piso rivalizaba en riqueza con las pinturas y dorados del techo. Unas y otros se prolongaban por los arcos y bóvedas del interior, que relucían en la penumbra por efecto de las velas encendidas.
Había pocos feligreses -algunas mujeres cubiertas con mantos y hombres arrodillados oraban ante las capillas laterales-, y el sonido de los pasos resonó en el recinto, multiplicándose por las oquedades y estancias de la basílica. Olía a incienso y a cera.
– No está mal, ¿verdad? -comentó Malatesta.
Diego Alatriste contempló fríamente aquella fantasía oriental enriquecida con mármoles y relieves, botín acumulado de siglos de poder, conquistas y dinero. Él no era hombre a quien la belleza de una iglesia o un palacio deslumbrasen más que las formas de una mujer hermosa; en realidad lo impresionaban mucho menos que eso. No era el suyo un mundo de dorados ni pinturas multicolores, sino de tonos grises y pardos, hecho de la niebla incierta de un amanecer y del áspero roce del cuero de un coleto acuchillado. Durante la mayor parte de su existencia había visto arder riquezas, obras de arte, tapices, muebles, libros y vidas. También había matado y visto morir lo suficiente para saber que el fuego, el hierro y el tiempo lo destruían todo tarde o temprano, y que obras con ambición de eternidad se venían abajo en un instante, derribadas por los males del mundo y los desastres de la guerra. Por eso la riqueza de San Marcos no lo conmovía en absoluto, ni experimentaba en su ánimo lo que tan abrumador despliegue perseguía: el hálito de lo sagrado, lo solemne de la inmortal divinidad. El oro con que se edificaban palacios, iglesias y catedrales lo pagaban él y los que eran como él con su sudor y su sangre, desde que la Humanidad tenía memoria.
– Observe vuestra merced el altar mayor -susurró Malatesta.
Miró Alatriste en esa dirección. Más allá del crucero de la nave, cuyas bóvedas y arcos decorados con imágenes e inscripciones sacras parecían fundidos en oro puro, la luz de cera iluminaba el iconostasio, rematado por tallas de santos y una gran cruz griega que daba paso al presbiterio, donde estaba el altar principal.
– El dogo se instala a la izquierda, solo y en un reclinatorio -expuso entre dientes el sicario-. Enfrente, a la derecha del altar, se sitúan los miembros del Consejo.
Avanzaron unos pasos más, hasta los cinco escalones que llevaban a la plataforma del presbiterio. Allí ardía la lamparilla del sagrario, ante la que Malatesta se santiguó con mucha desvergüenza. Entre cuatro columnas ricamente labradas, con el fondo de un gran retablo de oro, esmaltes y piedras preciosas, el altar mayor quedaba iluminado por más luz de velas y por la claridad grisácea que se filtraba de arriba, a través de los ventanales de la bóveda.
– La puerta por donde entrará el cura uscoque comunica con ese hueco de la izquierda. Capilla de San Pedro, la llaman… Hasta el reclinatorio del dogo hay apenas veinte pasos.
Asintió Alatriste, estudiándolo todo como si le fuera la vida en ello. Que, por otra parte, le iba. No era tan difícil, a fin de cuentas. Cuestión de audacia, más que de dificultad. Y de que el asesino estuviera dispuesto a no salir de allí con vida. Por lo demás, el plan era brillante de puro simple.
Estaba claro que, una vez franqueada la puerta de afuera, ningún obstáculo se interpondría entre el puñal ejecutor y el reclinatorio donde estaría el dogo arrodillado, solo y orando.
– ¿Qué os parece? -inquirió Malatesta, en voz muy baja.
– Quizá pueda hacerse -concedió Alatriste.
– ¿Cómo que quizá?… Si el cura accede a la capilla, es cosa resuelta.
Volvieron sobre sus pasos haciendo visajes de admirarlo todo, como dos forasteros encandilados por la basílica. Junto al presbiterio, Malatesta mojó los dedos en agua bendita y volvió a santiguarse. Al sentir en él la mirada de Alatriste sonrió con cinismo.
– Hagamos figura devota -dijo.
Quedó a Alatriste, sin embargo, una duda razonable: hasta qué punto el sicario disfrazaba de descaro aprensiones más o menos reales, viejos impulsos como los que había descrito durante la conversación de la otra noche. Y sí, concluyó, divertido por la idea. Era más que probable que ambos, uno y otro, se estuvieran haciendo viejos.
Salieron de nuevo a la plaza, abrigándose bajo la nevada mansa que seguía tapizándolo todo. Las gaviotas, reacias a volar en el aire inhóspito de la laguna, dejaban huellas en el suelo blanco. Pasaron entre el campanile y la entrada principal del palacio, y estaban cerca de las columnas del muelle cuando una pequeña comitiva se abrió paso desde los arcos de la fachada sur, saliendo de la puerta que daba a ese lado. Una veintena de guardias ducales se alineó, cortando el paso de la gente, para despejar un camino entre el palacio y el edificio de la Zeca. Diego Alatriste y su acompañante se detuvieron entre los grupos de curiosos.
– Minchia. Mirad… Hablando del ruin de Roma.
Sin protocolo, precedido por cuatro alabarderos de su guardia, el dogo Giovanni Cornari cruzó la plaza. Apoyaba su mano izquierda en el hombro de un paje que sostenía una gran umbrela abierta que lo protegía de la nieve. Media docena de asistentes y consejeros iba detrás. La gente de los alrededores acudía a mirar y aplaudía a su paso, aunque el dogo permanecía hierático, impasible. Era realmente un anciano, apreció Alatriste: consumido, nudoso, había cumplido de sobra los setenta años pero conservaba prestancia y agilidad de movimientos. El nonagésimo sexto príncipe de la Serenísima República de Venecia se cubría con una capa carmesí y adornaba su cabeza con un gorro del mismo color. Caminaba con aire solemne, fijos los ojos en algún punto indeterminado del espacio. Con aquella mirada inmóvil parecía un ave rapaz reseca, momificada por la edad y el poder.
– Irá a alguna acuñación de moneda -susurró Malatesta-. O a contar el dinero que aún no ha robado.
Rió sofocado, chirriante, de su propio chiste malo.
– Cinco hijos situados en las más altas magistraturas -añadió con la misma voz contenida-. Calcule vuestra merced lo que juntan entre todos. Los negocios de la familia.
Pero Alatriste estaba atento a otra cosa. Entre los que acompañaban al dogo venía el capitán Lorenzo Faliero, muy erguido y gallardo. Lucía la gola de estar de servicio, espada al cinto, sombrero de pluma y elegante capa verde sobre los hombros.
– Ahí está vuestro pariente -dijo a Malatesta.
– Vaya… Venecia es un lienzo de narices.
Pasó el otro ante ellos sin verlos, o disimulando. Metióse en la Zeca la pequeña comitiva y se dispersaron los curiosos. Siguieron andando los dos espadachines por la plaza nevada, entre las columnas de San Marcos y San Teodoro. Alatriste miraba de soslayo a su compañero, calibrando la sonrisa pensativa y cruel, medio oculta por el embozo de la capa negra salpicada de gotas de agua y copos blancos.
– ¿Por qué lo hacéis? -preguntó al fin.
El otro anduvo un trecho sin responder.
– Por mi pellejo, naturalmente -concedió al fin-. Era una buena forma de salir de donde me tenían… Venderles algo de calidad a cambio. Y hacer mi fortuna.
– Creo conoceros un poco -objetó Alatriste-. No puede ser sólo eso… Nada os impedía desertar y desaparecer del mapa. Y seguís aquí.
– Convengamos en que el episodio tiene su interés. ¿Imagináis? -el sicario bajó un punto la voz-. Querer asesinar a un rey y a un dogo de un año para otro… Ya sólo me falta un papa. Como decís los españoles, críe yo fama y háganme pedazos.
– Dudo que la fama os importe un carajo. Perro viejo no ladra a la luna.
Crujió una carcajada tras el embozo del sicario.
– Hay otras cosas, diría. ¿Nunca soñasteis de niño con el caballo de Troya?… ¿En conquistar una ciudad?
– No jodáis, Malatesta. Nunca fuisteis niño.
– Ya os dije el otro día que sí. Hasta monaguillo fui, en Palermo.
– Voto a Dios.
Habían llegado al muelle, dejando atrás las columnas. Ante ellos se extendía el vasto paisaje de la laguna que reflejaba el cielo como una lámina de estaño. Entre la sutil cortina de copos de nieve podían adivinarse la isla de San Giorgio, a un lado, y la punta de la Aduana, al otro. Formando un espeso bosque de palos y entenas, barcos grandes y pequeños seguían amarrados al muelle o fondeados en la confluencia del canal grande con el de la Giudecca, tan cubiertos de blanco que parecían islotes de nieve.
– ¿Y vuestra merced? -quiso saber Malatesta-. ¿Qué gana en Venecia?
Diego Alatriste miró atrás y a la derecha, al edificio de la Zeca, como si eso explicase algo.
– Oro, supongo… Y hoja de servicios.
Escupió el italiano en la nieve. Un contundente gargajo. Parecía que las últimas palabras de Alatriste le diesen a él mal sabor de boca.
– El rey vuestro señor -dijo-, que de momento es también mío, se limpia el culo con esas hojas de servicios… Como mucho, servirán para pedir limosna cuando os arrinconen como un trasto viejo. Eso, si además no dejáis un brazo o una pierna por el camino.
– Puede -admitió Alatriste con mucha calma.
– ¿Nunca sentís la tentación de echar el resto a doce, aunque no se venda?… ¿De mandarlos a todos, reyes, validos, maestres de campo, a tomar por saco?
– De las tentaciones no se come.
Caminaban de nuevo, esta vez a lo largo del muelle, junto a las góndolas amarradas y tapizadas de nieve. Llegaron así al ancho puente de piedra que cruzaba el canal del palacio ducal. Un poco más arriba estaba el arco techado del puente de los Suspiros. Se llamaba así, recordó Alatriste, por quienes lo cruzaban camino de los calabozos de la Serenísima. Ojalá, se dijo incómodo, nunca me oigan suspirar ahí.
– Sospecho -estaba diciendo el siciliano- que vuestra merced no tiene otro lugar mejor a donde ir. Igual le da el dogo de Venecia que el emperador de China… Anda en esto porque no sabe hacer otra cosa.
Empujaba con las manos enguantadas montoncitos de nieve que caían abajo, al agua del canal. Sin decir palabra, Alatriste seguía mirando el puente de los Suspiros.
– Deberíais probar suerte en las Indias -añadió Malatesta-. O mandar allí al chico.
– Estoy cansado. Es tarde para eso… En cuanto al chico, como lo llamáis, que decida él.
Rió de nuevo el sicario. Tenía, comentó, algunas noticias de un antiguo conocido: Luis de Alquézar. A ese hideputa -lo adjetivó fríamente, sin inflexión ninguna- siempre le iban bien las cosas. Caía de pie, como los gatos. Por lo visto estaba haciéndose rico merced a la plata de Taxco, que le permitía comprar a todo el mundo en la Corte. Eso incluía su absoluta inocencia en el asunto de El Escorial, de la que tenían al rey medio convencido.
– ¿Y era inocente? -inquirió Alatriste, socarrón.
– Dio cane. No me tiréis de la lengua. El caso es que volverá pronto a Madrid, creo… Con su sobrina.
Calló un momento. Miraba el cauce del canal bajo el puente de los Suspiros. Los copos de nieve se deshacían al tocar la superficie del agua verdosa e inmóvil.
– Ese rapaz, Íñigo…
– No es asunto vuestro.
– Lo fue. Alguna vez me resultó útil aquella gentil relación, como sabéis. Me gustaría ver en qué acaban sus amores con esa mozalbilla.
– Espero que estéis muerto para entonces.
Silbaba Malatesta su vieja melodía: tirurí-ta-ta. Se interrumpió de pronto, apoyándose un poco más en el pretil del puente. Al hacerlo, la cazoleta de su espada sonó contra la piedra blanca de Istria.
– Se hará lo que se pueda, señor capitán… Por complaceros, se hará lo que se pueda.
Fue el moro Gurriato quien se dio cuenta.
– Nos siguen -dijo.
Habíamos dejado a Sebastián Copons y a los otros abarracados en la posada de la Buranella, donde se alojaban; y tras echar un vistazo a la punta de la Celestia, con objeto de explorar la retirada en caso de que por la noche el Santiago nos lo dieran a nosotros, volvíamos caminando por unas callejas próximas a la iglesia de San Lorenzo. Apenas nos cruzábamos con alguien muy de vez en cuando, pues el paraje era poco transitado: edificios casi ruinosos, muros de ladrillo rojizo y un largo soportal, cubierto en toda su extensión, que orillaba un canal estrecho sobre el que caía la nieve.
Tendí las escarpias, sin advertir nada; pero en aquella ciudad el oído mentía: los ruidos de pasos y voces viajaban de forma pasmosa o se desvanecían sin más por los callejones y recovecos.
– ¿Estás seguro, moro?
– Por mi cara que sí.
Me fiaba más de la intuición del mogataz que de mis propios sentidos. Así que di unos pasos más, sopesando las cosas.
– ¿Cuántos?
– Uno.
– ¿Hace rato?
– Mucho.
Lo miré de reojo. Se mantenía a mi lado, envuelto en su pañosa azul y con la capucha sobre la cabeza. Impasible cual solía, como si nada de cuanto ocurriera en ese momento, o en cualquier otro, alterase el curso del destino por cuyo filo, semejante al de una cimitarra, caminaba sereno y a ciegas.
– ¿Y qué hacemos?
Se encogió de hombros, dejándome la responsabilidad. Yo procuraba pensar a toda prisa, calculando riesgos y posibilidades. El incidente de Luzietta y el gondolero me tenía tan escaldado como al gato que hasta del agua fría huye. Por otra parte, concluí con cierto espanto, veníamos de explorar el lugar donde debíamos embarcar aquella noche si algo salía mal. Nuestra ruta de retirada. Quien nos siguiera podía habernos visto allí, y atar cabos.
– ¿Y dices que es uno solo?
– Uah.
Me detuve a orinar contra una pared, cavilando, y aproveché para echar un vistazo a nuestra espalda. No pude ver a nadie, pero lo cierto es que, atento como iba desde el aviso de Gurriato, me pareció advertir que un rumor de pasos se detenía a poca distancia. El soportal estaba casi en penumbra, pues la luz cenicienta del exterior, reflejada en la nieve que cubría algunas embarcaciones amarradas a lo largo del muelle, no bastaba para iluminar sus oquedades. Y aún se oscurecía más en un recodo, antes de hacer una de las acostumbradas revueltas venecianas -calles que van y vienen o dan largos rodeos para llegar al mismo sitio-, saliendo a un puente de piedra que se veía al extremo del canal. El caso es que me abroché la portañuela, arrebujándome de nuevo en la capa, y seguí con el moro hasta el recodo, andando despacio y pensando más despacio todavía. Sabía por experiencia que en lances apretados se calientan algunos la cabeza para errarlo todo después, mientras otros aciertan sin mucho pensarlo antes. En vista de las circunstancias, quise ser de estos últimos. La mejor treta del juego, como de la esgrima, es saberse descartar.
– Tú te ocupas -susurré.
Apenas doblamos, sin responder palabra, Gurriato desapareció de mi lado. Acostumbrado como estaba a sus maneras silenciosas, anduve unos pasos sin volverme, desembarazando con recato el puñal que llevaba oculto, por si era menester. Que nunca el tímido fue buen cirujano. Mas, en honor a mi compañero, debo decir que apenas oí otra cosa que un breve rumor de forcejeo y un gemido sofocado. Cuando volví sobre mis pasos, el moro estaba en cuclillas junto a un cuerpo inerte, registrando sus ropas con toda tranquilidad.
– ¿Hay sangre? -pregunté, inquieto.
– Uar. No… Le he roto el cuello.
– Mejor así.
Tuve tiempo de echar un vistazo al cadáver mientras Gurriato le aligeraba las entretelas: tenía los ojos abiertos y aún mostraba cara de sorpresa, del género «esto no puede estarme pasando a mí» como último pensamiento. Solía ocurrir. Era un sujeto joven y no mal parecido; que a menudo el solano se los lleva verdes. Más rubio que moreno, sin afeitar desde un par de días atrás, vestido con capa de mal paño y ropa de corte burdo. Todos los hombres tenemos nuestra hora, pensé mirándolo, y unas van tras las otras. Pero mejor antes la suya que la mía. El infeliz había perdido un zapato en el forcejeo. Delator o espía -quizá transeúnte ajeno a todo, temí por un momento, aunque descarté la idea-, no llevaba encima papel ninguno, o no se lo hallamos; pero sí una bolsa con dos cequíes, algunas monedas de plata y cobre y un filosillo fino y agudo en una vaina de cuero. De cintura para abajo olía mal, y deduje que se había hecho encima una necesidad mientras el moro le retorcía el pescuezo. También solía ocurrir.
Gurriato se guardó la bolsa y dejó el puñalito donde estaba.
– Venga -dije.
Miramos a un lado y a otro para cerciorarnos de que seguíamos solos. Después cogí el zapato suelto -tenía la suela muy gastada, seguramente por oficio callejero del dueño- y arrastramos el cuerpo tirando de la pañosa hasta el borde del canal. Allí lo dejamos caer entre el muelle y un bote amarrado. Hizo chof y se hundió sólo a medias, pues la capa o las ropas cogieron aire; pero entre el muelle y el bote quedaba muy bien disimulado. Nadie que no se asomara directamente encima podía verlo. Aun así, me tumbé sobre la nieve del cantil para acuchillarle la ropa.
– Peñas de longares -sugerí luego, tirando el zapato al agua.
Nos fuimos sin mirar atrás, hasta dar la vuelta por la calle y salir de nuevo al otro lado, cruzando el puente. Miré desde allí y no vi otra cosa que el largo soportal, los botes amarrados y la nieve que seguía cayendo mansamente sobre el canal.
– Ni palabra de esto al capitán Alatriste -dije.
Los golpes en la puerta habían hecho a Diego Alatriste levantar el rostro, que tenía hundido entre los cálidos senos desnudos de Livia Tagliapiera. Tras vestirse a toda prisa, salió de la alcoba abrochándose el jubón, con la mano derecha rozando el mango de la daga. El secretario de embajada Saavedra Fajardo estaba de pie en el pasillo, el aire impaciente, cubierto con sombrero y capa salpicados de nieve.
– Han cogido al cura -dijo el funcionario, a bocajarro.
– ¿A quién?
– Al uscoque -Saavedra Fajardo bajó la voz-. El que debía aviar al dogo.
Estaba nervioso, con el rostro desencajado y pálido. Por su parte, Alatriste sintió que el suelo se abría a sus pies: una sensación familiar, que no por conocida resultaba menos incómoda. Esforzándose por conservar la sangre fría, cogió al otro por un brazo, conduciéndolo hasta un cuarto cercano, más discreto que el pasillo. Entraron y cerró la puerta.
– ¿Y Malatesta?
– A salvo, creo.
– ¿Dónde está?
– No lo sé. En cobro, me aseguran. No iban a por él, sino a por el cura.
Alatriste intentaba ordenar sus pensamientos.
– ¿Cómo ocurrió?
– Se presentó en la posada el barrachel con varios corchetes… Al sentirlos subir la escalera, el cura saltó por la ventana. Se rompió las dos piernas y lo atraparon en la calle.
– ¿Sólo lo detuvieron a él?
– No han molestado a nadie más. Que sepamos.
– Es muy raro.
Podían darse varios motivos, aventuró el secretario de embajada. Ser de nación uscoque resultaba sospechoso en Venecia. Quizás era sólo casualidad: alguien habría oído campanas, o tal vez se trataba de un simple arresto rutinario. Quizás el cura perdió la cabeza y precipitó las cosas con su intento de fuga. Imposible saberlo todavía.
– ¿Y qué hay de los venecianos? -quiso saber Alatriste-. ¿El capitán Lorenzo Faliero y el otro, el del Arsenal?
– Faliero se comunicó con nosotros hace media hora. Dice que todo está en calma. Que no hay ninguna agitación sospechosa… Como miembro de la guardia ducal, si hubiese novedades sería de los primeros en conocerlas.
Sombrío, Alatriste se había acercado a la ventana y miraba caer la nieve. A esas horas sus camaradas estaban dispersos por la ciudad, ignorantes de lo apurado del trance. Sin oler el esparto, pese a que todos tenían el dogal del verdugo a dos dedos del gaznate.
– Es raro -repitió-. Descubierta la conjura, ya habríamos caído los demás.
– Eso pienso -coincidió Saavedra Fajardo-. Y lo mismo opina su excelencia el embajador… Que está muy preocupado, por supuesto.
– Por supuesto.
Imaginó Diego Alatriste al embajador Benavente, al que no conocía ni iba nunca a conocer, comiéndose las distinguidas uñas entre los tapices gobelinos de su residencia. Inquieto por las complicaciones diplomáticas, mientras lo que preocupaba a otros era seguir vivos a la puesta de sol.
– En cualquier caso -dijo el funcionario-, es poco lo que el cura sabe.
– ¿Aguantará el tormento?
Saavedra Fajardo se había quitado el chapeo y masajeaba sus sienes con gesto desolado.
– No sé… La verdad es que no parece fácil de ablandar. Fanático como es, ojalá tarde en decir lo que no debe… Por otra parte, sólo conoce a Malatesta. Ni siquiera está al corriente del resto del plan. Para él se trata sólo de matar al dogo. Aunque le aprieten los cordeles, no puede confesar más que eso.
– ¿Y qué hay del Arsenal, el palacio y lo demás?
El otro movió la cabeza, negando abatido. Todo se iba al diablo, dijo, pues el cura uscoque era la llave de Venecia. Con el dogo vivo, el resto de la conjura dejaba de tener sentido.
– Ocurra lo que ocurra -concluyó-, vaya el embrollo a mayores o quede ahí, el desastre es absoluto. Hay que dar contraorden para detenerlo todo.
Resignado, hecho de antiguo a los vaivenes de la fortuna, Alatriste asumió aquello. Era la opción más razonable. Y salvaría unas cuantas vidas, incluida la suya. Estaba a punto de comentarlo en voz alta cuando advirtió que el secretario de embajada dudaba, como si tuviese algo más que decir y no se animara a hacerlo.
– Hay otra cosa -apuntó Saavedra Fajardo-. No debería comentarla, pero en vuestras circunstancias sería bellaquería callar.
Aquel vuestras hizo sonreír en sus adentros a Alatriste. Lo situaba todo en su sitio, se dijo. Trazaba la adecuada línea divisoria. Vuestras zozobras, establecía el funcionario, son diferentes a las nuestras: yo, por ejemplo, no tengo el cuello destinado al verdugo, como tú.
– La embajada ha recibido informes de Mantua -comentó al fin el otro-. El duque Vincenzo Gonzaga está desahuciado. Puede morir en dos o tres días -se interrumpió para mirar a Alatriste con ojo crítico-… Vuestra merced no es platico en diplomacia italiana, imagino.
– Imagináis bien. A los soldados no llegan esas cosas. Nunca, al menos, de primera mano.
– Por supuesto. Disculpad.
En pocas palabras, con el tono desapasionado y monocorde de sus legajos oficiales, el secretario de embajada lo puso en antecedentes. Mantua, y sobre todo el Monferrato, eran enclaves importantes para la política española en el norte de Italia. El duque Vincenzo II no tenía hijos, y su muerte sin sucesión presentaba a España la oportunidad de asegurar el Milanesado con algunas plazas de esos estados, en particular la fortaleza de Casal, cerrojo sobre el río Po. Eso dejaría los intereses italianos de Francia en mala situación. El momento era adecuado, pues el cardenal Richelieu, ocupado en arrebatar La Rochela a los hugonotes, tenía las manos atadas en otra parte.
– En tales circunstancias -concluyó Saavedra Fajardo-, nuestro negocio veneciano queda en segundo término.
Torció la boca Alatriste. Irónico.
– Con cura uscoque o sin él, queréis decir… Su captura puede ser, incluso, una señal de Dios.
Lo miró penetrante el secretario de embajada, de pronto suspicaz, como si aquella conversación estuviese yendo demasiado lejos.
– No hasta ese punto -opuso, incómodo-. En cuanto a vuestras mercedes…
Se detuvo ahí, dejándolo en el aire. Pero Alatriste captaba el mensaje. De pronto sobraban españoles en Venecia. Entre la captura del cura uscoque y las novedades diplomáticas, él y sus compañeros se habían convertido de herramienta útil en problema espinoso. Barriles de pólvora sujetos a la primera centella. No le extrañaba que el secretario de embajada viniese descompuesto. Debía de haber recibido cartas muy incómodas de Milán, hacía poco rato.
– ¿Seguimos adelante, o hay contraorden?
El tono era neutro. De soldado indiferente. Como primera respuesta, el otro hizo un ademán vago, pero calculadísimo. Muy de cancillerías y despachos.
– Todavía no hay instrucciones en un sentido ni en otro. Aunque, tal como están las cosas, la prudencia aconseja detenerlo todo. Eso opina el señor embajador, y yo estoy de acuerdo. En cuanto al duque de Mantua…
– El duque de Mantua, Richelieu o el Gran Tamerlán me tienen sin cuidado -lo interrumpió Alatriste, desabrido-. Es la lengua del cura preso lo que me inquieta. Lo inmediato.
Se apartó de la ventana, dando unos pasos por la habitación. De pronto todo olía a trampa. A desastre. No era la primera vez que lo olfateaba, y sabía reconocerlo de lejos, tan familiar como un viejo conocido. Hasta lo del cura uscoque podía no ser casualidad.
– Malatesta es importante -resumió, intentando ordenar las cosas-. A diferencia del cura, él sí conoce el resto de la trama.
Coincidió en ello el secretario de embajada. Pero ese italiano, opuso tras meditarlo un poco, o aparentarlo, no parecía hombre de los que se dejaban atrapar con facilidad. Dicho lo cual hizo una pausa, observando a Alatriste con curiosidad.
– Vuestra merced lo conoce bien, tengo entendido.
– Bien no es la palabra exacta… Nunca diría yo eso.
– ¿Creéis que hablará, en caso de captura?
– Depende. Si le hacen pasar crujía, puede callar durante semanas o derrotarlo todo en un minuto. Es cuestión de lo que gane o pierda en ello… ¿Estáis seguro de que sigue libre?
– De momento nada indica que vayan tras él.
Inclinó la cabeza Alatriste. Era hora de pensar en los otros, se dijo. En la manera de ponerlos a salvo.
– ¿Hay forma de apresurar la salida de la gente que tenemos en Venecia?
Saavedra Fajardo encogió los hombros. Ver a su interlocutor sereno, formulando las preguntas adecuadas sin perder la cabeza, parecía tranquilizarlo. Era patente que había temido una estampida de consecuencias imprevisibles.
– No lo sé -repuso tras pensarlo un poco-. Intentaré que Paoluccio Malombra disponga antes el embarque. Pero no estoy seguro de que pueda hacerse… En todo caso, vuestra merced y los demás deberán permanecer quietos y escondidos.
Seguía mirando Alatriste por la ventana: abajo estaba el agua verdegrís del canal pequeño; arriba, el cielo ceniciento y la nieve que caía entre las chimeneas en forma de campana invertida de los tejados próximos. Resulta extraño, se dijo, lo poco que me importa irme o quedarme. Si no reviento aquí, será en otro sitio. Por un momento se encontró pensando en el cuerpo desnudo de Livia Tagliapiera, y requirió cierto esfuerzo volver a la consideración del peligro inminente. Desasosegado por su propia indiferencia.
– ¿Qué hora es? -quiso saber.
– La del ángelus.
– Hay mucho día por delante -se pasó dos dedos por el mostacho-. ¿Qué pasa con don Baltasar Toledo?
– Todavía no he ido a verlo. Luego me acercaré al convento… Creí conveniente avisar primero a vuestra merced, que tiene ahora el mando efectivo.
Asintió Alatriste. Los pasos a dar iban perfilándose por hábito en su cabeza mientras establecía prioridades según la costumbre militar: disponerse para los sucesos probables, pero precaverse de las posibilidades más peligrosas. En lances apretados como aquél, ventaja del oficio era acogerse a las viejas reglas. Eso despejaba la cabeza y facilitaba las cosas. Viva el soldado como puede, solía decirse, y no como quiere.
– Habrá que ver la manera de sacarlo de Venecia. No está en estado de valerse por sí solo.
– Yo me ocuparé de eso -acordó Saavedra Fajardo-. Atienda vuestra merced a su gente, que bastante tiene con ello.
Seguía Alatriste acariciándose el mostacho mientras terminaba de ordenar ideas. Iba a ser un día muy largo.
– De acuerdo -concluyó-. Mandaré aviso. Que nadie se mueva hasta la noche. A las doce en punto, si no se arregla antes, cada cual a su barco… Y puto el último.
Con las últimas palabras le pareció advertir un amago de sonrisa en el rostro habitualmente adusto del secretario de embajada. Éste lo miraba con fijeza, como si durante aquella conversación hubiese descubierto en él aspectos que no sospechaba. En cualquier caso, decidió Alatriste, parecía más tranquilo que al llegar. Y eso era bueno: que todos mantuviesen la cabeza serena. En especial quienes más se arriesgaban a perderla.
– ¿Y qué pasa con vuestra merced?
Compuso el otro una sonrisa forzada, de resignación profesional.
– Yo estoy cubierto, en principio. Protegido por cartas y pasavantes. Quizá me hagan pasar algún mal rato, pero saldré de ésta… Son gajes del oficio. Cuando va a un negocio de su rey, un funcionario debe procurarlo por todos los medios lícitos o ilícitos. Mudando lengua, traje, fortuna y hasta la piel, si se tercia.
– Pues preservad esa piel. Porque lo mismo sangra un funcionario real que un soldado.
– Descuidad… En cuanto al futuro, recuerde vuestra merced que ésta es nuestra última comunicación directa. La embajada se lava las manos del asunto.
El tono frío, formulario, de las últimas palabras, quedaba desmentido por la curiosa manera en que Saavedra Fajardo seguía observando a Alatriste. Asintió éste, obediente a las reglas. Siempre había sabido que así sería, llegado el caso.
– Me parece justo -convino-. Utilizaré al joven Íñigo como enlace, en caso necesario.
– Lo siento -concedió el otro-. Es una horrible contrariedad.
Parecía sincero. Más que otras veces, al menos. En sujeto de su cargo y talante, ese comentario lo humanizaba en extremo. Renunciando a profundizar las causas, Alatriste encogió los hombros con el adecuado cuajo.
– El peligro va en el sueldo. La cuestión, ahora, es salir de aquí.
Movía el otro la cabeza, desolado.
– Válgame Dios… Tanto riesgo, tanto trabajo y tanto dinero para nada.
– Así son estas cosas. Unas veces se gana y otras se pierde.
– Lo dice vuestra merced como quien acostumbra a perder.
– Más de lo que os figuráis.
Ahora, por fin, la admiración se manifestó franca, sin disimulo, en el rostro del secretario de embajada.
– Me asombra vuestra sangre fría, señor Alatriste. De justicia es que os lo diga.
– ¿Y por qué ha de asombraros?… Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie.
Aquella tarde anduve por Venecia ligero como en mi vida, de un sitio a otro, haciendo de Mercurio diligente. Envuelto en la capa, vigilando mi huella por si alguien comprometía mi futuro yéndome a las calcas -no hay más cierta astrología que la prudencia-, llevé y traje novedades entre el capitán Alatriste y los diferentes grupos de nuestros camaradas. Y lo cierto es que no tuve punto de sosiego. Todo el tiempo caminé por las calles y puentes tapizados de blanco, bajo la nieve que seguía cayendo mansamente, con el válgame Dios en la boca y la diestra en el mango de mi puñal oculto, temiendo a cada instante que aquellos con quienes me cruzaba o caminaban detrás fuesen alguaciles de la Serenísima. Y en tales idas, venidas y sobresaltos, no se me iban del pensamiento unos versos de don Miguel de Cervantes que a menudo había oído decir en voz alta al capitán Alatriste; pues no en vano tuve en mi crianza acuchillado pedagogo:
Vienen las malas suertes atrasadas,
y toman tan de lejos la corriente
que son temidas, pero no excusadas.
El caso es que dilatábanse las sombras, decreciendo el día, cuando regresé a casa de donna Livia Tagliapiera. Pasada la Drapería observé que una silueta oscura tomaba el mismo camino que yo, unos pasos más atrás; y por precaución me volví a medias, vigilando por el rabillo del ojo. Fuera quien fuese el sujeto, no parecía con deseos de mostrarse demasiado, pues caminaba bajo los soportales, buscando más la sombra que la claridad. Dudaba entre darle esquinazo en el primer recodo o seguir camino sin tenerme por avisado, cuando reconocí a Gualterio Malatesta. Fue él quien resolvió mis dudas; pues, al seguir yo adelante, me alcanzó cerca de la hostería de la Madonna. De manera que penetramos juntos en el soportal que conducía a casa de la Tagliapiera.
– Hola, rapaz… Bellaca tarde para andar de paseo.
No respondí, orgulloso como un gavilán. Y Malatesta, con mucha flema, tras echar un último vistazo a su espalda, entró conmigo. Anduvimos en silencio por el pasillo, sacudiéndonos la nieve de sombreros y capas. La casa parecía desierta, y nuestros pasos resonaban en el suelo de madera. El capitán Alatriste seguía en su cuarto, casi en la misma postura en que yo lo había dejado una hora antes: sentado en una silla y de codos sobre la mesa donde estaba desplegado el plano de la ciudad. Del comerciante Pedro Tovar no quedaba ni rastro: mi antiguo amo tenía puesto el coleto de piel de búfalo, aunque desabrochado, con la daga al cinto. La espada de Solingen, con su talabarte, estaba colgada en el respaldo, muy a mano. Sobre la mesa, junto al plano, una jarra de vino mediada, un vaso vacío y un candelabro con tres velas encendidas, estaba la pistola alemana. Observé que tenía la rueda montada, lista para disparar.
Me apresté a dar mi informe, pero el capitán Alatriste parecía no concederme atención. Miraba inquisitivo a Gualterio Malatesta. De pronto me sentí ajeno a ese diálogo sin palabras, y mentiría si dijese que una punzada de celos no me laceró el corazón. Por un momento temí que el capitán me ordenara dejarlos solos, pero no lo hizo. Siguió callado como estaba, inmóvil excepto para apartar la mano de la culata de la pistola, donde la había arrimado al oírnos en el pasillo. -Ese imbécil -dijo al fin Malatesta.
Tardé un momento en comprender que se refería al cura uscoque. En pocas palabras, el italiano resumió el asunto. Un vecino de la posada, también sacerdote, había reconocido al colega, delatándolo a la Inquisición veneciana. No había otra prevención contra él que ser de nación uscoque; eso lo convertía en sospechoso enemigo de la República, y la visita de los corchetes era puramente rutinaria: comprobar su identidad y lo que estaba haciendo en Venecia. Había cien argumentos plausibles para eso, y el asunto habría podido resolverse con sangre fría y un talego de cequíes. Pero al sentirlos llegar, el cura perdió la cabeza, se vio como protagonista de la jornada y decidió saltar por la ventana, enredándolo todo.
– ¿Hablará? -preguntó el capitán.
– De momento no lo ha hecho. En otro caso, yo no habría podido pasearme por la ciudad como acabo de hacer.
– ¿Estáis seguro de que no os siguen?
– Minchia, capitán Alatriste… Parece que nos conociéramos de ayer.
Seguían mirándose a la cara, como dos tahúres que manejaran un catecismo de naipes dudosos conociendo entrambos la flor. Al cabo, Malatesta se indicó el pecho con el pulgar de la mano diestra.
– Por lo demás -dijo-, soy el único al que ese cura puede identificar… Llegarían hasta mí, como mucho.
– Eso no es ninguna garantía -me entrometí.
Acusó recibo el sicario con una mueca sardónica, sin mirarme. En cuanto al capitán Alatriste, sus ojos se desviaron hacia mí, gélidos. Con el rubor de haber hablado de más y a destiempo, decidí tornarme mudo y achantar la maldita. Que gran destreza, pensé, es saberse ladear cuando se tercia.
– Tiene razón el rapaz -comentó Malatesta-. Todo depende, ¿verdad?… La cuestión es que sigo libre y todavía nadie me hace preguntas. Eso os deja a salvo por el momento. A vuestra merced, al chico y a todos los demás.
Seguía mirándome el capitán. Di lo que tengas que decir, apuntaba sin palabras. Y luego cierra el pico hasta que te pregunten.
– No hay forma de avivarse más con la gente del contrabandista -informé-. Ninguna embarcación estará lista antes de la medianoche… Me dicen que era lo previsto, y no se puede cambiar a estas alturas.
– ¿Qué tal está don Baltasar Toledo?
– Con calenturas altas, echando pedrisco en la orina y venablos por la boca. Dudan que pueda moverse, así que seguirá al cuidado de los frailes.
Aún referí algunos pormenores complementarios, ahorrándole al capitán Alatriste lo que imaginaba de sobra: la resignación profesional de Sebastián Copons, la indiferencia del moro Gurriato, la frustración y desconcierto de los otros camaradas -aunque no faltara alivio en alguno- al saber que todo quedaba en suspenso y que salíamos de Venecia con el rabo entre las piernas.
– Veo que vuestra merced hace el equipaje -dijo Malatesta cuando acabé mi informe.
Miraba el coleto de piel de búfalo que el capitán llevaba puesto, y su petate a medio hacer sobre la cama.
– Una lástima, la verdad -añadió-. Tan cerca de todo.
Se había quitado el sombrero y soltado el fiador de la capa, como si tuviera calor. Los dejó sobre la cama, junto a las cosas del capitán. Al moverse, la luz de cera que había sobre la mesa hizo relucir la guarnición de su espada y la empuñadura de la daga que llevaba al cinto. También pareció ahondar las marcas de viruela en su rostro y la cicatriz que le hacía entornar un poco el párpado derecho.
– Aquella puerta que vimos juntos. ¿Recordáis?… Sólo veinte pasos hasta el reclinatorio del dogo.
Miraba el sicario con mucha fijeza. Como si pretendiera explorar los pensamientos del hombre que tenía delante, o transmitirle los suyos.
– Ya no tenemos al cura -dijo el capitán.
– No, claro -Malatesta descubrió los incisivos desportillados, con una mueca cruel-. El que lo hiciera…
Lo dejó ahí, cual si esperase que le remataran la parla. Observé que mi antiguo amo movía la cabeza, impasible.
– No hay quien lo haga -dijo como para sí mismo-. No, desde luego, quien se suicide de esa manera.
Silbó el otro entre dientes su viejo y siniestro aire musical: tirurí-ta-ta. Después sobrevino un largo silencio. El capitán Alatriste estudiaba el plano extendido sobre la mesa, cual si la conversación con el italiano hubiera dejado de interesarle.
– ¿Nunca os cansáis de vagar y de correr, señor capitán?… ¿De que os compren y os vendan?
– A veces.
Mi antiguo amo había respondido sin alzar los ojos del plano. La mueca de Malatesta se transformó en una sonrisa fatigada.
– Qué casualidad -dijo-. También yo me canso.
Se había acercado un poco a la mesa y también miraba, pensativo, el plano de Venecia. Al cabo de un instante apoyó un dedo en la plaza de San Marcos.
– Nunca maté a ningún dogo… ¿Y vos?
– Tampoco.
– Debe de tener su punto, supongo. Su aquél.
Cogió la jarra de vino con mucha desenvoltura y se sirvió en el vaso. Siguiéndolo con la mirada, el capitán Alatriste lo dejaba hacer.
– Juradme que no os tienta -susurró Malatesta alzando el vaso en un brindis irónico-. Como me tienta a mí.
Bebió un sorbo corto, chasqueó la lengua, embudó luego otro más prolongado, y al fin dejó el vaso vacío sobre la mesa, pasándose una mano por la boca para secarse el bigote.
– Empeñada la honrilla, menos mal es cobrarla. Pese a quien pese. ¿No os parece?… Veinte pasos y unas puñaladas -señaló la puffer sobre la mesa-. O quince y un tiro de esa pistola.
– Estáis loco, Malatesta.
Crujió la risa chirriante del sicario.
– No. Sólo tengo ganas de reír, capitán Alatriste… Una carcajada que estremezca a reyes, dogos y papas.
Mi antiguo amo se había echado hacia atrás, recostándose en el respaldo de la silla. Los dos hombres se sostenían la mirada: sardónico uno, sereno el otro.
– ¿Y después? -preguntó el capitán.
– Después, que el diablo nos lleve.
Aquello era alzarse a mayores. Yo estaba con la boca abierta medio palmo y el gaznate tan seco por lo que oía, que a pique estuve de ir a la jarra y trasegar por mi cuenta lo que quedaba de vino. Entonces el capitán Alatriste me dirigió una mirada breve. Después se puso en pie. Lo hizo muy despacio, como si tuviera el cuerpo tan entumecido que le costara moverse.
– ¿Qué hay de vuestro pariente, el capitán Faliero?
– Vengo de hablar con él. Como el resto de los conjurados, está dispuesto a seguir adelante si alguien mata esta noche al dogo.
– Si alguien lo mata, decís.
– Eso es.
Estaban frente a frente, junto a la mesa. El candelabro iluminaba sus rostros desde abajo, acentuando la dureza de los rasgos de cada cual. Desde donde yo estaba -me había retirado hasta la pared, consciente de que en ese coloquio estaba de más- me pareció advertir que el capitán sonreía.
– ¿Y quién saca las brasas con la mano del gato? -preguntó.
– Yo.
Siguió otro silencio -duró casi medio credo- que no me atreví, estupefacto, a romper ni con la respiración. Al cabo habló Malatesta en voz baja, muy tranquilo, dando batería con la misma naturalidad que si describiese un lance de mojadas en callejón. En esos veinte pasos -expuso señalando la pistola que estaba sobre la mesa- entre la puerta de la capilla de San Pedro y el reclinatorio del dogo, él podía ser diez veces más rápido y eficaz que el cura uscoque. Bastaría con que el capitán Alatriste se encargara del guardia de la puerta, le pasara el arma y luego lo cubriese desde allí el tiempo necesario.
– Por si tuviera -concluyó- ocasión de largarme.
– ¿Y si no la tenéis?… ¿O no la tenemos?
– Me llevaré por delante a cuantos pueda. Lo mismo que vuestra merced, supongo.
El capitán se volvió a mirarme como si yo tuviese algo que opinar en aquel disparate; pero mantuve la boca cerrada. Trataba de digerir, sin conseguirlo, cuanto acababa de escuchar. Confío en que ni se le ocurra, pensé. Sería empresa ajena a la cordura. Entonces observé que mi antiguo amo alzaba despacio una mano para pasarse dos dedos por el mostacho; y ese ademán, tan conocido por mí, me alarmó más que todo lo dicho por Malatesta.
– Ciudades y caballos de madera, capitán Alatriste -apuntó el sicario-. Vos y yo. Y que se jodan.
– ¿Quiénes?
– Da igual. Todos.
Vi al capitán Alatriste vestirse muy despacio, con el concienzudo ritual que siempre me recordaba, en lo grave de los ademanes, el de un sacerdote disponiéndose a desempeñar su ministerio. Después de lavarse en una palangana el rostro y el torso, trincadas las botas altas bajo las rodillas, abrochadas las boquillas de los calzones y ajustado sobre una camisa limpia el grueso coleto de piel de búfalo -marcado por innumerables rasguños de viejas cuchilladas-, mi antiguo amo ciñóse el talabarte con la espada al lado izquierdo y la daga cruzada detrás, en el cinto, con la empuñadura al alcance de la mano. Luego de enganchar también la pistola, miró en derredor con sus ojos glaucos y fríos para comprobar si olvidaba algo. Y acabó posándolos en mí.
– No hemos hablado mucho -dijo.
Era cierto. Venecia, entre inquietudes y asechanzas, no había sido lugar propicio a relajo de camaradas; y el asunto de Luzietta pesaba en mi ánimo, acicateándome los rencores. Pero tampoco la actitud del capitán ayudaba a desbrozar el espacio cada vez mayor que desde hacía tiempo se ensanchaba entre nosotros. No cabía duda de que, al paso de los años y al impulso insolente de mi mocedad, su figura paternal había ido desdibujándose ante mis ojos. Yo me debatía ahora entre la vieja admiración, que pese a todo conservaba -no podía ser de otro modo ante un hombre de su pulso y de su cuajo-, y la certidumbre de que los rincones oscuros, las sombras atormentadas que poblaban su mirada y su memoria, lo alejaban cada vez más de mí y de cuanto había sido nuestro mundo. Eso hacía que me viera dolorosamente al margen, testigo incómodo de tanta soledad creciente y deliberada. De manera que, aunque en materia de estocadas yo habría seguido al capitán Alatriste sin hacer preguntas ni enarcar una ceja hasta la misma boca del infierno -de hecho, en ello estaba-, me sentía recular viéndolo asomado al borde de aquel pozo siniestro de melancolía y desesperanza, a cuya oscuridad no deseaba acompañarlo. Más tarde, con el tiempo y las canas, comprendí mejor esas y muchas otras cosas. Incluso las hice mías, rondé a menudo el brocal del mismo pozo y viví en compañía de idénticos fantasmas. Pero aquella Nochebuena, en Venecia, apenas tenía dieciocho años.
– No -admití-. No hemos hablado mucho.
– Supongo que sabes de sobra cuanto tienes que hacer.
Callé, nublado el semblante cual si la suposición del capitán, en lugar de una absoluta certeza por su parte, me ofendiera. En realidad sus palabras sonaban a lamento velado, como si aquello lo privase de un pretexto para conversar un poco antes de que nos separásemos. Parecía que, aparte cuanto nos ocupaba las manos y la cabeza, no hubiese otra cosa que pudiéramos decir.
– Va a ser difícil -dijo.
Me miraba, aunque el tono era pensativo. íntimo. Se habría dicho que mi presencia removía en sus adentros la certeza de esa dificultad, y que yo era el único obstáculo entre él y su perfecta indiferencia ante el Destino. Los ojos de soldado viejo me pasaban revista: coleto de ante grueso, polainas de cuero, guantes, espada -había elegido una bilbaína con cazoleta de conchas y hoja corta y afilada-, puñal y mi buena daga de misericordia. Llevaba al cinto más hierro que Vizcaya. También me había recogido el pelo, que tenía negro y abundante, en un pañuelo anudado tras la nuca, a usanza de galera, hábito adquirido en Nápoles y el corso por Levante. Me lo ponía siempre para reñir, y así habría podido pasar sin él como médico sin guantes y sortija, boticario sin ajedrez o barbero sin guitarra.
– Sebastián es un buen hombre -añadió el capitán.
Lo conocía tan bien que casi pude seguir el hilo de sus pensamientos. Sebastián Copons era, en efecto, un buen hombre: soldado seco y duro, tanto como el propio Alatriste. Nadie mejor que el aragonés para cuidar de mí si las cosas se torcían más. Fuera del capitán, el mejor compañero en caso de que llovieran mosquetazos y cuchilladas.
– También el moro -apunté.
– Sí -convino-. Gurriato también lo es.
– Y los otros son brava gente. Hombres de chapa y de caletre.
Asintió de nuevo, con aire abstraído. Parecía pensar en él y los camaradas, títeres de sus propias incertidumbres y ambiciones, carne de cuchillo en los manejos de reyes y poderosos.
– Sí -repitió-. De chapa abollada.
Había sacado unos papeles doblados que llevaba dentro del coleto y los contemplaba, dubitativo. Reconocí entre ellos el plano de Venecia y el croquis del Arsenal que nos había hecho llegar el capitán Maffio Sagodino.
– Si algo saliera mal… -empezó a decir, ofreciéndome el plano.
– Nada saldrá mal -interrumpí, rechazándolo.
Me estudió un instante con extrema atención, y creí adivinarle un apunte de sonrisa melancólica. Después fue a la estufa, abrió el portillo y lo metió todo dentro.
– En cualquier caso, procura llegar a las barcas. Y a esa isla.
– No será necesario, capitán… Nos veremos en el palacio del dogo, metiendo las manos en sacos de oro.
Los papeles y el plano se habían convertido en cenizas. Cerró el portillo de la estufa y nos quedamos callados, uno frente al otro. Yo me impacientaba. Era hora de irse.
– Íñigo.
– Dígame vuestra merced.
Dudó un momento, antes de hablar.
– A veces, cuando eras un crío, te miraba dormido.
Me quedé inmóvil. No esperaba aquello. Mi antiguo amo seguía de pie junto a la estufa, una mano apoyada en la cazoleta de la espada que pendía a su costado.
– Pasaba horas mirándote -añadió-. Dándole vueltas a la cabeza… Maldecía de la responsabilidad.
También yo te miraba de lejos, pensé de pronto. Armándote taciturno para salir a ganar unos maravedíes que nos dieran de comer. Ahogando luego remordimientos mientras bebías en silencio, en la penumbra de nuestro pobre cuarto. Te oía caminar cada noche, desvelado como un fantasma en la oscuridad. Hacías crujir el suelo de madera con pasos interminables, canturreando y recitando versos entre dientes para aliviar el dolor de las viejas heridas.
Todo eso pensé en un instante. Habría querido decírselo en voz alta, pero me contuve. Que si la madurez es fría y seca, la mocedad resulta caliente y húmeda: temí que la inesperada ternura que de pronto me removía por dentro se traicionara en mi voz. Fue el capitán quien remató el asunto, encogiéndose de hombros.
– Pero son las reglas -dijo.
Se apartó de la estufa para dirigirse a la cama donde estaban nuestras capas y sombreros -observé que había cambiado el de castor por su chapeo habitual de faldas anchas-. Al pasar por mi lado se detuvo, muy cerca.
– Nunca olvides las reglas. Las propias… En gente como nosotros, es lo único a lo que acogerse cuando todo se va al carajo.
Las pupilas eran puntos negros en el centro de aquellos iris glaucos y tranquilos, semejantes al agua de los canales fríos de Venecia.
– No lo olvido -repuse-. Es la primera cosa que aprendí de vuestra merced.
Un súbito agradecimiento suavizó su mirada. De nuevo entreví el apunte de sonrisa melancólica bajo el mostacho.
– Contigo no siempre he sabido… Bueno. Cada cual es como es.
Para disimular -sentía flaquear mi firmeza, y no quise que el capitán lo advirtiera- cogí la capa y me la puse por encima, cubriendo la ferretería. El observaba cada uno de mis movimientos.
– Lo hice lo mejor que pude -dijo de pronto.
Pese a su deliberada brusquedad, el tono me conmovió. Maldito seas, pensé. Aún acabaremos abrazados como dueñas viejas.
– Lo hicisteis bien, capitán… Hasta la Lebrijana lo hizo bien -palmeé mi costado zurdo, que resonó con tintineo de acero-. Tuve un hogar y una daga. Conozco la esgrima, la gramática, las cuatro reglas y algo de latín. Sé escribir con buena letra, a veces leo libros y he visto mundo… ¿Qué más puede pedir el huérfano de un soldado de Flandes?
– Tu padre quería otro oficio para ti. Algo de pluma y tintero. El licenciado Calzas, el dómine Pérez y don Francisco te habrían encaminado por ahí… Lejos de esto.
Abroché el fiador de la capa y me calé el pañuelo encima del sombrero, a lo bravo, inclinado sobre un ojo.
– Esta noche mi padre estaría orgulloso de mí, supongo.
– Claro. Lo que digo es que…
– Me sobra con eso.
Miré hacia la puerta, procurando parecer impasible. Estaba a punto de ponerme los guantes cuando el capitán tendió su mano desnuda.
– Ten precaución ahí afuera, hijo.
El recuerdo reciente de su daga en mi gorja me hizo dudar un instante. Observé aquella mano recia, áspera, con los nudillos y el dorso surcados de tantas marcas y cicatrices como la cazoleta de una espada veterana. Luego, ya sin vacilar, la estreché con la mía. Aún íbamos a vernos en la taberna del puente de los Asesinos antes de que todo empezara, pero allí no habría ocasión de cambiar verbos.
– Cuídese también vuestra merced, capitán.
Salí de la habitación, y al cruzar el pasillo entreví al extremo, recortada en el contraluz de un candil de garabato puesto junto a la puerta de góndolas, la silueta negra e inmóvil de Gualterio Malatesta, que allí aguardaba al capitán Alatriste como el ángel malo de la noche. En el hato está el lobo, me dije, apiadándome de las ovejas. Gentiles guadañas iban a ser, cuando desnudaran centellas, aquellos dos aceros juntos. Seguí adelante sin dirigir palabra al italiano y salí a la calle, cruzando la placita cubierta de nieve que daba al soportal en forma de túnel. La noche era húmeda como pañuelo de recién casada, y el frío me condensaba el aliento. Al extremo del soportal, frente a la hostería de la Madonna, miré a un lado y a otro para asegurarme de que no había presencias extrañas. Luego me embocé en la capa, arrisqué más el fieltro y tomé a buen andar el camino de Rialto, buscando el otro lado del canal grande. A veces me cruzaba con pequeños grupos de vecinos y gente suelta, aunque la mayor parte de las calles estaban poco transitadas. La noche era cerrada y negra, pero la nieve que cubría el suelo, amortiguando el ruido de mis pasos, destacaba el contraste de edificios, objetos y sombras. Algunas ventanas lucían iluminadas, y entreví tras los vidrios a personas reunidas en torno a chimeneas y mesas llenas de viandas. En los hogares venecianos era momento de la cena familiar; y yo, que por experiencia sabía que no deben arriesgarse estocadas con la tripa llena -recordaba a hombretones heridos en el vientre revolcándose de dolor-, no había tomado otra cosa que un tazón de brebaje negro, de granos orientales molidos, llamado kahavé, que despabilaba los ojos y alejaba el sueño. El vacío del estómago me acicateó la melancolía al pasar ante casas, bodegones y tabernas, de cuyo interior oí rumor de voces y cantos regocijados que empezaban a celebrar la Nochebuena. Noche de paz, decían. Noche del Niño, noche de Dios. Pensé en mi madre y mis hermanillas cenando junto al fuego, en nuestra humilde casa de Oñate, y en la última Nochebuena que, siendo criatura, pasé allí junto a mi padre, antes de que éste partiese a encontrar su negra fortuna ante los muros de Jülich. Me sentía solo, hambriento y asustado, caminando hacia el puente de los Asesinos. Bajo la capa, el metal de mis armas me helaba el flanco. Hacía un frío luterano, y pensé que tal vez nunca viese amanecer.