La mañana del veintidós de diciembre, el capitán Alatriste oyó sin mí la misa de doce. Esta vez se trataba de que los tres cabos españoles se reunieran con don Baltasar Toledo, que estaba muy quebrantado de salud en el convento donde se alojaba. Un asunto, había resultado al fin, de cólicos de riñón y piedras que no expulsaba, que lo tenía en cama con atroces dolores, incapacitado para el servicio. Los frailes de allí eran dominicos, favorables a España y partidarios del senador Zeno. Aunque ignorantes de las implicaciones últimas de la conjura, eso los tenía ganados para nuestra causa; de manera que todo se organizó para que, durante la misa, que estuvo muy concurrida, el capitán, Roque Paredes y Manuel Martinho de Arcada se metieran con disimulo por la sacristía, pasando al convento contiguo que estaba por la parte del Dorsoduro, en el antiguo edificio de los gesuatos de Siena. Yo, que había acompañado al capitán hasta la puerta de la iglesia, me quedé afuera, pues el cónclave era sólo para jefes, y la tropa nada tenía que mojar en aquella salsa.
Recordarán vuestras mercedes que la misión de Roque Paredes era pegar fuego al barrio hebreo, y la del portugués Martinho de Arcada secundar a don Baltasar Toledo y a Lorenzo Faliero en la toma del palacio ducal; mientras el capitán Alatriste y su grupo, con cinco artificieros suecos -que aún estaban por llegar a Venecia- y amparados por los mercenarios dálmatas del capitán Maffio Sagodino, darían cuenta del Arsenal. La mala salud de Toledo, sin embargo, alteraba los planes, y era preciso replantearse lo tocante a cada cual. De eso trató la reunión, a la que como digo no asistí, pues de la iglesia fui dando un paseo hasta el lugar donde me había citado el capitán para luego, que era la muy próxima punta de la Aduana.
El despacho oficial de mercancías, que abría tempranísimo, ya estaba cerrado a esa hora; y el sitio, tranquilo de gente. Había muchos fardos y toneles apilados en el muelle. La marejadilla hacía golpear los costados de las góndolas y sándalos en las estacas donde se hallaban amarrados. Anduve con mucha libertad, bien abrigado en mi capa, admirando aquella encrucijada de mundos y mares poblada de naves de todas clases y naciones, que con sus velas aferradas se abarloaban tan juntas que casi habría podido pasar por ellas a pie enjuto, salvando la ancha embocadura del canal grande, desde la Aduana a la plaza de San Marcos. Y, aun detestando como detestaba aquella ciudad, y pese al cielo fosco y lluvioso que gravitaba como panza de burra sobre tejados, campaniles y chimeneas, no pude menos que admirar el paisaje de esa Tenochtitlán del mundo viejo, que ante mis ojos se desplegaba con tan soberbia grandeza que ni Sevilla ni Barcelona, ni siquiera Génova o Nápoles, quedaban a su altura, como si allí mismo se contratara la máquina del orbe. Y me dije que ya habríamos querido los españoles, amos del mundo como éramos, contar entre las nuestras una ciudad tan rica y comerciante como aquélla; donde la principal virtud ciudadana, vicios aparte, era el trabajo. Mientras que nuestro esfuerzo y el oro de los galeones se iban en quimeras que nada tenían que ver con el comercio y la prosperidad de los pueblos, sino con la arrogancia, la religión, la holganza y el blasonar de cristianos viejos. Pues nada define mejor la España de mi siglo, y la de todos, que la imagen del hidalgo pobre y miserable, muerto de hambre, que no trabaja porque es rebaje de su condición; y aunque ayuna a diario sale a la calle con espada, dándose aires, y se echa migas de pan en la barba para que sus vecinos piensen que ha comido.
El capitán Alatriste, Roque Paredes y Manuel Martinho de Arcada aparecieron pasadas dos horas, caminando muy tranquilos por el muelle que llaman de los Zátere. Se pararon a mi lado mirando la laguna, la embocadura del canal y la isla de San Giorgio, y acabaron de comentar entre ellos, aprovechando que no había cerca otros oídos que los míos, algunos flecos del negocio. Supe de ese modo que los cólicos de riñón de don Baltasar Toledo se habían complicado con una fluxión ulcerosa, que la trementina del Tirol que el apotecario del convento le administraba no hacía efecto, y que don Baltasar tenía dentro, atravesada en el canal de la orina y sin poder echarla fuera, una piedra casi del tamaño de un pedernal de arcabuz. Aparte los terribles dolores, eso le ocasionaba fiebres muy altas; de manera que no había tenido otra que resignar el mando, pues era poco probable su mejora en los próximos días. Delegó el militar, por tanto, en el capitán Alatriste sin que ni Paredes ni Martinho se opusieran a ello. Más bien, soldados profesionales como eran, parecían aliviados de que no les afectara tamaña responsabilidad. Tampoco es que mi antiguo amo se mostrase feliz con el cambio; pero asumía, con su habitual fatalismo ante lo inevitable, la parte que le tocaba. El plan original se mantenía en sus trazos generales, con la diferencia de que el ataque al Arsenal sería encabezado ahora por Sebastián Copons, a cuyas órdenes quedaba yo sujeto, mientras que Manuel Martinho de Arcada y sus hombres estarían bajo mando del capitán Alatriste en el golpe de mano contra el palacio ducal. Por su parte, Roque Paredes seguía a cargo del incendio de la judería.
– La idea -dijo el capitán- es que nos vayamos reuniendo pasado mañana al anochecer. Sin llamar la atención.
– Necesitamos un sitio público y discreto a la vez -apuntó Manuel Martinho, con su acento aceitado de eses lusitanas.
– El puente de los Asesinos, con la taberna y sus dos entradas, es perfecto… ¿Lo conocen vuestras mercedes?
Roque Paredes soltó una carcajada de aliento condensado por el frío. Parecía que fumara.
– No. Mas por vida de Judas que me gusta el nombre.
– Dibujaré un plano, aunque es fácil de encontrar. Acudiremos por pequeños grupos, sin concentrarnos demasiado, para una última revista y advertir novedades antes de que cada cual ande a su puesto.
Callamos todos, pues pasaban cerca unos marineros que se dirigían a una de las naves amarradas en las bricolas próximas al muelle. Hizo luego el capitán un gesto con el mentón, señalando hacia el canal grande y el norte de la ciudad.
– Supongo que vuestra merced -dijo a Paredes- habrá pensado en echar un vistazo a lo suyo.
Rió el otro de nuevo, rascándose la barba negra con los dedos enguantados. Tenía maneras de jabalí amable, decidí; pero ojos vivos y mano fuerte.
– Suponéis bien -confirmó-. Fui ayer, aunque me quedé a este lado del puente… Tengo previsto entrar esta tarde, y no para ver gorros amarillos -en este punto me dedicó una mueca cómplice-. Iré con otro de mis hombres, bajo pretexto de visitar la mancebía de una tal Sara Cordovesa, que dicen habla la lengua de Castilla mejor que yo mismo.
– Tendremos las mojarras mudas, imagino. Y el trasegar moderado.
– Imagináis bien -a Paredes se le enfriaba despacio la sonrisa-. La duda ofende.
Vi que el capitán Alatriste, adelantándose a la intención, hacía un gesto conciliador. Era de oficio áspero y conocía la música: no era cosa de matarse por palabra de más o menos en la punta de la Aduana, en vísperas de lo que iba a caer. Y él era el jefe, ahora. Sabía trajinar con españoles como el que más.
– Que eso se borre, señor soldado… No lo pretendía.
Miraba a Paredes a la cara, franco y firme. Tras un momento añublado, de algún rumiar, el otro desarrugó el semblante.
– No -concluyó-. Supongo que no. A fin de cuentas, ahora tenéis el mando… De cualquier manera, no está de más quitarle el hollín al caño del arcabuz antes de entrar en campaña.
Hizo una pausa y me señaló, amistoso, ya sin rastro de malhumor. Era un buen tipo, concluí, aquel Roque Paredes.
– Según dicen, tampoco vuesamerced y el joven están mal alojados -dijo.
– Hay sitios peores, en efecto -concedió el capitán.
Rieron todos menos yo. Caía ahora una llovizna fina, superficial, que no penetraba el paño de nuestras capas y sombreros. Mirábamos la laguna gris, brumosa en la distancia donde se confundían mar y cielo.
– Lo que me sigue preocupando -comentó Paredes en voz baja- es que aún no tengo las guirnaldas de alquitrán, los mixtos ni las camisas de fuego.
– Llegan esta tarde en una barcaza de leña que viene de Fusina, en tierra firme -respondió el capitán-. Quedará amarrada en el canal de San Jerónimo, junto a la iglesia. A dos pasos del barrio hebreo.
Se sonó el otro con dos dedos, ruidosamente, antes de escupir al canal. Era soldado viejo -había estado en Crevacuore, la toma de Acqui y el sitio de Verrúa con el tercio de Lombardía-, y en asuntos de espada recelaba del mismo sol en la pared.
– Hasta que no toque el fardo con mis manos, no me fío.
– Es natural… ¿Cómo están los vuestros?
– Afanosos por acabar. No es de gusto vivir escondidos, ni salir a la calle con la barba sobre el hombro. Cada día que pasa le roe a uno el estómago… Pero mis golondros tienen la boca cerrada. Duermen, beben, soban la baraja y esperan.
Se volvió el capitán a Manuel Martinho de Arcada.
– ¿Y los de vuestra merced?… ¿Cómo los ve?
Hizo un gesto de resignación el portugués.
– Impacientes, también. Esperar desgasta. Aunque ya sabéis que me falta la mitad de la gente.
– Desembarcarán mañana, con los suecos.
– Mejor, porque vendrán relajados. Cada hora aquí acrecienta la sensación de peligro. Da mucha pesadumbre no fiarse de nadie.
– Lo mismo pasa conmigo -dijo Roque Paredes-. Cada bastón de cojo que veo, se me antoja vara de inquisidor.
– Todo llegará pronto.
– Pese a Dios y la grulla, por no decir la Gloria.
– O así.
Asintió Martinho, por su parte, tocándose el agnusdéi de plata que llevaba al pecho, entre los pliegues de la pañosa.
La humedad le derrotaba el mostacho pajizo, acentuando su aspecto melancólico. Triste como buen portugués.
– Sí, voto a Cristo. Todo llega, tarde o temprano… Incluso la muerte.
No era precisamente, como buen lusitano, una bandurria en un bautizo. Su apunte de melancolía encontró desigual acogida. Se miraron Roque Paredes y el capitán Alatriste, risueño éste, mientras el primero hacía disimuladamente, con dos dedos, los cuernos italianos para conjurar malos augurios.
– Mi gente aguanta bien la espera -insistía Martinho-. Saben lo que tienen que hacer, y hemos estudiado un plano del palacio. Todo será que ese Lorenzo Faliero cumpla con lo suyo -volvió a entristecer el sobrescrito, fúnebre-. De lo contrario nos harán pedazos en la puerta misma.
– Pardiez. No harán pedazos a nadie -el capitán abarcó el panorama de la ciudad con un gesto-. Pasado mañana por la noche seremos dueños de todo esto… Amos y señores, por lo menos.
– Y ricos -apuntó Paredes, codicioso.
– Por lo más.
Era difícil establecer si mi antiguo amo hablaba en serio o en broma; aunque yo, que lo cataba como cuchillo de melonero, creí entenderle la mácula. Vi santiguarse a Martinho de Arcada.
– Dios lo permita -dijo.
– Y el diablo -apostilló el capitán Alatriste-. Pongamos, por precaución, otra vela al diablo.
– Amén -rió Roque Paredes.
Se volvió a mí el capitán. De pronto mostraba buen humor -aquel humor a veces negro y desesperado que era el suyo-, y me sorprendió verlo de ese talante, pues apenas hacía media hora que acababan de echar sobre sus hombros mucha responsabilidad. Pero al instante intuí, o supe, que de eso se trataba: mostrar despego y confianza como cuando bromeas antes de respirar hondo, apretar los dientes y correr al asalto de una trinchera enemiga. Hizo ademán de alzar la mano y golpearme amistosamente un hombro; pero yo, que andaba escocido por lo de Luzietta y la daga en mi gola, esquivé el movimiento. Me miró fijo, el aire pensativo.
– En cuanto al joven señor Balboa -dijo a los otros-, sigue afecto al grupo del tarazanal; pero hasta que llegue el momento será nuestro batidor. Mantendrá enlace con todos, transmitiendo novedades.
Me seguía observando, sereno. Bajo el capelo de ala corta, la llovizna le salpicaba el rostro de gotitas minúsculas.
– ¿Alguna cuestión, Íñigo?
Sacudí la cabeza y miré el agua turbia del canal.
– Ninguna.
Se volvió a los otros.
– Atengámonos entonces a lo dicho. Si no hay contraorden, pasado mañana al anochecer nos vemos en el puente de los Asesinos, dispuestos a darle una mala cena al dogo… Todos armados bajo las capas, y listos para que Dios o el diablo nos lleven.
– Amén -repitió Roque Paredes.
Saavedra Fajardo tenía prisa. Cubierto con capa y sombrero de piel negros, bajó de la góndola provista de toldo y subió por la rampa inclinada del escuero, poniendo mucha atención a no resbalar en el verdín húmedo de mareas y de lluvia. Cuando llegó hasta nosotros, resoplando de frío bajo el embozo, me echó un vistazo inquisitivo.
– Es mi enlace -dijo el capitán Alatriste-. Ya os hablé de él.
Asintió el secretario de la embajada de Roma y miró alrededor, con esa manera de asegurarse ante eventuales ojos y oídos indiscretos que en Venecia no era sino hábito común y saludable. El escuero -por ese nombre se conocían allí los astilleros de embarcaciones pequeñas, que se daban por docenas- estaba muy próximo al muelle de los Zátere, orillado a un canal ancho que comunicaba el canal grande con el de la Giudecca. Sobre los cobertizos de madera que albergaban los talleres y almacenes alcanzábamos a ver, contiguo, el frontón triangular de la iglesia de San Trovase.
– ¿Alguna novedad? -quiso saber Saavedra Fajardo.
– Las que traiga vuestra merced.
Caminamos entre las góndolas y los sándalos desarmados y puestos en seco. Olía a humedad, a madera y a pez de calafate. Apenas nos vio asomar, el propietario del astillero pasó entre la media docena de artesanos que trabajaban con gubias y garlopas, se descubrió con mucho respeto y nos condujo a un cobertizo contiguo donde no había nadie, y que servía de almacén para los hierros, los remos y las fórcolas, dejándonos solos. Hacía allí tanto frío como afuera, así que seguimos todos envueltos hasta los ojos en nuestras capas y sombreros, como los conspiradores que, por otra parte, éramos.
– Se confirman las nuevas disposiciones. Seguís al mando.
Golpearon en el marco de la puerta del cobertizo, pidiendo permiso, y el responsable del astillero asomó un momento la cabeza, cambió unas palabras en voz baja con Saavedra Fajardo y desapareció de nuevo. Al momento entró en el almacén un nuevo personaje. Se trataba de un hombre de edad mediana, bajo de estatura, de hombros anchos y manos rudas, que vestía el sayo de loneta encerada que solían llevar los pescadores de la laguna, abierto sobre una almilla de cuero de la que asomaba el mango de hueso de un cuchillo. Bajo la gorra de lana, al quitársela, apareció un pelo negro y crespo, unas cejas de dos dedos de espesura y unas patillas prolongadas, casi feroces, que se le derramaban en la cara, junto a las comisuras de la boca.
– Este es Paoluccio Malombra -lo presentó el secretario de embajada-. Más conocido por pavón Paoluccio… Su profesión, contrabandista.
– ¿De qué? -quiso saber el capitán.
– Últimamente, carne de cerdo y sal. Las tasas que gravan esas mercancías son demasiado altas en Venecia. Y como no hay murallas, el contrabando se trae de tierra firme, oculto en barcas… Paoluccio lleva toda la vida en el negocio: carne, vino, aceite… Lo que se tercie, según la época. Conoce la laguna como nadie.
Asentía el otro cual si entendiese cuanto decíamos, aunque Saavedra Fajardo hablaba en parla castellana. Lo estudié de arriba abajo y no me pareció nada limpio. Tenía las uñas caireladas de mugre y hedía a salume de pescado: mojama, atún seco, sardinas en salmuera. Algo de eso o todo a la vez, deduje. Su último cargamento clandestino.
– Este amigo -explicó el diplomático- es el pasavante de vuestras mercedes. Si algo saliera mal, se encargaría de ponerlos en cobro.
Mirábamos el capitán Alatriste y yo al interesado, repasándole hasta el blanco de los ojos. Consciente de ello, el otro se dejaba hacer, flemático. Por su oficio parecía hecho a que lo mirasen con prevención.
– Hombre de fiar, supongo -concluyó el capitán.
– Absolutamente. No sería la primera vez que saca de Venecia a individuos con necesidad urgente de emprender viaje. Y sus tarifas no son baratas, dadas las circunstancias.
El tal Paoluccio Malombra continuaba mirándonos plácidamente, sin abrir la boca. De vez en cuando volvía a asentir a lo que escuchaba.
– ¿Es mudo? -aventuró el capitán.
Sonaba a sarcasmo; pero, ante mi sorpresa, Saavedra Fajardo asintió, muy serio.
– Se da la circunstancia de que sí. Mudo de nacimiento, aunque sabe hacerse entender perfectamente -en este punto dirigió una mirada incómoda al mango del cuchillo que asomaba bajo el sayo del contrabandista-. Para quienes contratan sus servicios, esa mudez resulta una ventaja adicional.
Caminamos entre las góndolas y los sándalos desarmados y puestos en seco.
– Me hago cargo -dijo el capitán.
Miramos a Paoluccio Malombra con renovado interés. Ahora sonreía, equívocamente bonachón, mostrando una dentadura gris de la que faltaban varias piezas. No me gustaría, pensé de pronto, encontrarme de noche en mitad de la laguna en compañía de aquella sonrisa, debiéndole dinero a su propietario.
– Damos por supuesto -estaba diciendo Saavedra Fajardo- que todo el negocio saldrá a pedir de boca… Pero en caso de hacerse imprescindible un viaje por mar, Paoluccio tiene fijado el punto de reunión en este mismo escuero. Estará aquí a la espera, desde el anochecer del día veinticuatro hasta las dos de la madrugada siguiente.
– ¿Qué embarcación? -quiso saber el capitán.
– Una adecuada, capaz de llevar hasta diez pasajeros. Las llaman bragozos… Son típicas de pescadores, con remos y dos velas al tercio.
Mi antiguo amo contrajo el gesto. Después se pasó dos dedos por el mostacho, miró al contrabandista -los ojos negros y vivos de Paoluccio Malombra iban de uno a otro, siguiendo atentos la conversación- y se encaró con el secretario de embajada.
– Son más de diez hombres los que, llegado el caso, deberán salir de Venecia… ¿Tan pocos supervivientes esperáis, en caso de problemas?
Alzó una mano el funcionario, apresurándose a deshacer el equívoco. No se trataba de eso, dijo. Para los demás había dispuesto algo similar en otros lugares de la ciudad. Cada grupo tenía su sitio específico.
– San Trovaso es el de vuestra merced y la gente del palacio ducal -precisó-. El otro es la punta de la Celestia, para quienes se ocupen del Arsenal y el barrio judío.
Sin apartar sus ojos del capitán, Paoluccio Malombra había ido asintiendo al oír cada nombre, confirmando la exactitud del asunto. Al fin, parsimonioso, empezó a hurgarse la nariz con una de sus uñas negras como el pecado. Por mi parte, mientras escuchaba, pensé que a efectos de salud propia yo debía buscar sin tardanza la punta de la Celestia en el plano de la ciudad que el capitán tenía en su cuarto, y también dedicar un rato a explorar el camino que iba del Arsenal hasta allí. Si algo salía mal, el mismo camino tendría que hacerlo a boca de sorna y a toda prisa, con media ciudad a las calcas, o con la ciudad entera. Sin ocasión de preguntar ni tiempo para fijarme.
– Si algo se torciera -resumía el funcionario- cada grupo deberá dirigirse a su punto de embarque. Paoluccio y sus hombres los llevarán a la isla de la que hablamos el otro día… San Ariano está al otro lado de la laguna, como dije. Próxima a la boca del mar abierto. Allí serán recogidos por una embarcación mayor.
– ¿Cuándo? -quiso saber el capitán Alatriste.
– Eso ya no depende de mí. En cuanto sea posible, imagino.
El capitán y yo cambiamos una mirada profesional, pues los dos estábamos pensando lo mismo. Si llegábamos allí lo haríamos perseguidos, con las tropas leales a la Serenísima batiendo la laguna en nuestra busca.
– ¿Qué clase de lugar es?… ¿Tiene posibilidades de defensa?
Nos miró Saavedra Fajardo como si le hubieran preguntado por el lado oculto de la luna. Defensa de qué, parecía interrogarse. Al fin cayó en ello.
– No muchas -admitió-. El sitio procura más lo discreto que otra cosa… Me dicen que es un islote disimulado entre otros, con canales poco accesibles. Tiene la ventaja de un pequeño manantial de agua potable. También quedan algunas ruinas de un monasterio abandonado hace doscientos años… Se lo conoce como isla de los Esqueletos.
Miramos a Paoluccio Malombra, que había dejado la nariz en paz y sonreía de nuevo con su boca grisácea y mellada: una sonrisa ancha, de patilla a patilla. El capitán volvió a tocarse el mostacho, pensativo.
– Cuerpo de Dios… Vaya nombre tranquilizador.
Saavedra Fajardo aclaró que el lugar sí lo era. Tranquilo, quería decir. Venecia lo utilizaba como osario desde que los cementerios empezaron a llenarse demasiado. Eso lo convertía en lugar de pocas visitas. En verano estaba infestado de serpientes, pero con el frío no había que preocuparse de ellas.
– Confiemos de todas formas -zanjó- en que ni San Ariano ni los servicios de Paoluccio sean necesarios.
– Confiemos.
Gesticuló entonces el contrabandista con mucho mover de manos y miradas elocuentes que fueron de uno a otro. Al cabo se indicó el pecho y remedó el gesto elocuente de marcharse, tras lo cual entrelazó los dedos y se nos quedó mirando con la misma placidez que antes.
– Quiere dejar claro -tradujo Saavedra Fajardo- que él y sus hombres no esperarán más de lo convenido… Si hay rebato, con pasajeros o sin ellos, las barcas se harán a la vela. A las dos de la madrugada, el día de Navidad.
El jueves veintitrés, el frío se hizo más intenso. Sobre el agua cenicienta de la laguna, el viento del norte trajo un aguanieve blanquecina que no llegó a cuajar en el suelo, pero cuya humedad penetraba más adentro que en días anteriores. Y juro a tal que lo sentí a mi costa cuando en compañía de Sebastián Copons fui al canal de los Mendicantes, que se interna en la ciudad desde los muelles nuevos del nordeste. El aire frío de los Alpes corría libremente por el canal, haciéndome tiritar incluso al resguardo de la escuela de San Marcos, donde nos detuvimos junto al bronce impresionante del condotiero Bartolomeo Coleone. Era temprano. A esa hora el lugar hervía de marineros, pescadores y campesinos con capas marrones y zuecos, que descargaban, entre la plaza y los muelles nuevos, numerosas barcazas que traían productos de tierra firme y pasajeros de Marguera, Fusina, Treviso y Mestre. En una de ellas, de las que allí llaman bátelos grandes, cargada de leña, venían pasajeros de nuestro interés: cinco artificieros suecos que debían ayudarnos en el incendio del Arsenal y cuatro soldados españoles que faltaban para completar el grupo que asaltaría el palacio ducal.
– Adivina quiénes son -me dijo Sebastián Copons.
No había que romperse los ojos. Entre la gente que iba y venía por el muelle de los Mendicantes distinguí con facilidad a cinco hombres de barbas y bigotes rubios, tan sueltos y desabrigados como si estuvieran en Corfú. Iban en ropa de marineros con los habituales sacos de lona al hombro, y caminaban seguidos a poca distancia por otros cuatro individuos bajitos, recios, morenos y patilludos, de andar valentón, que con sus alforjas al hombro y la bota de vino al cinto pregonaban a media legua al milite disfrazado con ropa civil. Y mientras los rubios avanzaban impasibles, prudentes, mirando al vacío como si no estuvieran allí, los cuatro morenos lanzaban ojeadas curiosas alrededor, observándolo todo con mucho interés. En especial a las mujeres.
– Cagüendiela -murmuró Copons-. Sólo les falta un cartel colgado al pecho con el nombre de su tercio.
– Tercio de Lombardía -confirmé yo, que por la cercanía al capitán Alatriste estaba al tanto de los detalles.
– Hay que joderse… Mala pascua les dé Dios.
Vimos en ésas a Manuel Martinho de Arcada, vestido con trazas de mercader, aparecer entre la gente, el aire tan melancólico como solía. Al pasar junto a los españoles debió de hacerles una seña de inteligencia o ser reconocido por éstos, pues los cuatro le fueron detrás, siguiéndolo a pocos pasos, hasta que los perdimos de vista detrás de la iglesia de San Zanipolo, camino de sus propios asuntos. Nuestros mercenarios suecos, entretanto, habían ido hasta la estatua del Coleone, según las instrucciones recibidas, y tras detenerse un momento siguieron camino por la orilla del canal hasta el puente de madera alquitranada que llaman de las Carnicerías. Allí se detuvieron de nuevo hasta que Copons y yo, que íbamos a su zaga con disimulo, atentos a que nadie les pisara la huella -antes lo habíamos comprobado a nuestra espalda-, pasamos junto a ellos. Dijo entonces mi compañero sin detenerse la seña prevista, que era Manzanares y Atocha, respondió uno de los suecos con un gutural Amberes y Ostende, y a partir de ese momento fueron ellos quienes nos siguieron a nosotros un par de calles más allá, hasta el soportal de la posada de los Tre Fradei, donde estaba previsto que se alojaran. Y tras cambiar un rápido y furtivo apretón de manos con el que nos pareció cabo del grupo -un tipo grande con ojos muy claros y barba de pirata vikingo, que me trituró la diestra al estrecharla, el hideputa-, nos fuimos a nuestros asuntos sin cambiar más palabras, y ellos se quedaron ocupados con los suyos.
La siguiente cita de aquella mañana la tuvimos Sebastián Copons y yo frente al Arsenal, una hora más tarde. Era este poderoso recinto el orgullo de la ciudad, como saben vuestras mercedes; y databa de antiguo la costumbre asombrosa -en lo que conozco, original y primera en el mundo- de abrir sus puertas cada víspera de Nochebuena a la visita de público curioso, de Venecia o forastero, que podía así admirar aquella famosa maravilla de la construcción naval, recorriendo la parte que era posible mostrar sin descubrir secretos graves de la República. La mitad del precio de entrada -que consistía en la nada desdeñable cantidad de un bezzo de plata por persona- se destinaba por costumbre a los operarios del tarazanal y sus familias, a modo de aguinaldo navideño. Y era ordinario, según nos dijeron, que cada año se hiciese una buena colecta.
Lo cierto es que el mucho frío y el chirimiri de aguanieve no arredraban a los visitantes, pues desde primera hora había en la verja buena copia de curiosos con umbrelas, capotes encerados y capas de piel, en su mayor parte viajeros y gente ociosa que disfrutaba la oportunidad. Imagino que entre ellos, y con intenciones no diferentes a las nuestras, habría ojos clandestinos de varias naciones, otomanos incluidos. Y aunque, como dije, el trayecto que se permitía hacer era reducido, en embarcaciones a remo y circunscrito casi todo a la parte vieja del tarazanal, siempre había ocasión de echar un vistazo más allá cuando se pasaba bajo los puentes levadizos y por los canales interiores, espiando la zona donde se construían, armaban, despalmaban y reparaban las famosas galeras de la Serenísima; que con tanto orgullo y desmedida soberbia, pese a España y al Turco, seguían paseando el león de San Marcos por el Adriático y las aguas de Levante.
Habíamos estudiado el plano del lugar que nos había hecho llegar el capitán Maffio Sagodino; pero convenía explorarlo en serio, pues al día siguiente íbamos a entrar en él por la noche, de romanía y sin tiempo para establecer orientaciones o referencias. De manera que, tras reunimos en el puente levadizo y hacer turno como cuantos esperaban -entre ellos había no pocas mujeres y algunos niños-, cruzamos el pórtico de la entrada, pagamos nuestro medio sueldo de plata cada uno y embarcamos por grupos en caorlinas grandes, a remo y con bancos. Yo me instalé en la que correspondió, sentado entre el moro Gurriato y Jorge Quartanet, y en el banco de atrás se acomodaron Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta. Aunque lo intentaron, ni Sebastián Copons ni Juan Zenarruzabeitia pudieron subir con nosotros, de manera que lo hicieron en otra embarcación. Remaban en la nuestra seis marineros del tarazanal, y completaban el pasaje dos ingleses con pinta de mercaderes, un padre de familia veneciano con un niño de diez o doce años, y una pareja que, a lo que entendí, estaba formada por un comerciante de Pisa, regordete y de cierta edad, y una joven de buen ver aunque ordinaria de maneras, daifa local sin duda, que se cubría con lujoso manto nuevo de piel de marta y esquivaba nuestras miradas con muchos melindres. Observando al acompañante me pareció de ésos que llegan a la presunta doncella gallardos de bolsa y gordos como los atunes, y luego que desovan tornan a las aguas propias flacos y de escaso provecho.
– Qué bonito es el amor -oí susurrar a mi espalda a Manuel Pimienta, guasón como solía.
– Cuando se quiere de veras -apostilló su compadre Jaqueta, encarando con mucha desvergüenza al pisano, que lo miraba zaíno.
Es el caso que bogó nuestra embarcación por el ancho canal interior del tarazanal viejo, y admiramos a la izquierda, protegidas del clima bajo espaciosas cubiertas de madera y teja, una larga sucesión de naves de pequeño porte a medio construir en sus gradas, con toda clase de maderas, hierros y materiales muy bien dispuestos y en orden. A la derecha, grandes cobertizos puestos sobre arcos y pilastras albergaban los almacenes de vela, jarcia y gúmenas para las naves; y algo más allá, entre dos canales que comunicaban con el espejo de agua del tarazanal nuevo, otro vasto cobertizo con unas grandes puertas abiertas permitía ver la espléndida embarcación llamada Bucintoro, galera de alto bordo y riquísima fábrica que usaba el dogo en sus actos oficiales. Tomamos nota de ello, pues esa nave era uno de los objetivos para el día siguiente; y pusimos más atención cuando nuestra caorlina pasó bajo un puente levadizo y se adentró un poco en la parte nueva del recinto; donde, pese a que la mayor parte de las embarcaciones estaba en los cobertizos, el espectáculo era asombroso. Una con otra, borda con borda, lo mismo en el agua que puestas en seco o tumbadas sobre una banda para despalmarse, había al menos un centenar de embarcaciones de gran porte: naves de aparejo redondo, galeazas y las famosas galeras venecianas. Muchas de éstas, que como las nuestras desarmaban durante la invernada, estaban sin palos, con todo el acastillaje en tierra; y había pilas enormes de madera cortada en todas las formas y tamaños requeridos por el ingenio naval, lista para ser ensamblada, en aquel arsenal prodigioso donde era fama, exagerada sin duda, que podía construirse una galera en sólo veinticuatro horas.
– Cul de Sant Arnau -murmuró Jorge Quartanet en su parla catalana.
No dije nada, aunque estaba admirado y pensaba lo mismo. Me limité a cambiar una mirada con el moro Gurriato, que contemplaba todo aquello con la boca abierta. Luego intenté grabármelo bien en la memoria. A un lado de esa dársena se abría otro canal ancho, por el que se advertían más galeras en construcción; pero esa parte no pudimos espiarla bien, pues nuestra caorlina tomó a la derecha, desembarcándonos en un muellecito contiguo al lugar donde se refinaba la pez de calafatear. Partía de allí un paseo de tierra en ángulo recto que discurría entre edificios de dos plantas destinados a talleres de cordelería. El recorrido estaba flanqueado por centenares de hierros de áncoras, culebrinas y cañones ordenadamente puestos uno junto al otro hasta perderse a lo lejos.
Echamos pie a tierra, como digo, y anduvimos por ese paseo entre otros visitantes, admirados de cuanto veíamos y espantados, cada cual para su coleto, del propósito que allí nos llevaba; sobre todo cuando dirigíamos la vista a los edificios que había al final del camino de tierra, donde sabíamos se guardaban tres mil barriles de pólvora. La sola idea de pegar fuego a tan inmenso poderío bastaba para que vacilase la serenidad del más calmo y arriscado entre nosotros. Que una cosa era hacer proyectos sobre un plano dibujado, y otra advertir con propios ojos lo desaforado de la empresa. El Arsenal de Venecia parecía invulnerable al hierro, al fuego y a cualquier otra intención.
– Quienes nos han mandado aquí están locos -oí decir en voz baja a Pedro Jaqueta.
– Por el vino que vi alzar, señor compadre, que los locos somos nosotros -respondió Manuel Pimienta en otro susurro.
– Y que lo diga voacé… Menudo hueso.
– Ohú. Ni que lo pesen a oro.
– Mejor me vería en las mazmorras de Tetuán.
– Digo. Y no digo más.
Miré a los andaluces con gesto censor, en plan rellánense que todo saldrá a cuajo, dando a entender que charlaban más de la cuenta; pero mi mocedad no les infundió ningún respeto, e incluso Pimienta puso mal semblante.
– ¿Algún problema, caballerete?
– No tengamos aquí voces -sugerí.
– Afeitaos antes el bozo, pardiós.
Rieron los dos caimanes por lo bajo, con meridional rechifla. En otras circunstancias, la guasa y el destemplado comentario sobre lo que me afeitaba o dejaba de afeitar habría dado lugar a tomarnos de más graves palabras. Tenía hígados para devolvérselas en plan mala sea vuestra hora y el badajo que la toque, añadiendo un palmo de acero en el mondongo; pero junto al capitán Alatriste había aprendido a distinguir el momento de cada cosa, como en la vida militar el ejercicio de la paciencia, virtud principal del soldado. Navidad no era tiempo de empanadas de Cuaresma; y no tuve otra que morderme la lengua y encajar el desaire.
Naturalmente, Pimienta y Jaqueta no se dieron por avisados y siguieron cuchicheando todo el rato sin que yo, como digo, tuviese autoridad ni ganas de alzarme a mayores. Por su parte, Jorge Quartanet, que caminaba a mi lado, movía la cabeza con mucha gravedad, admirándolo todo.
– Cul de Deu y de la meua mare -insistió, al fin-. Ni las drasanas de Barselona.
Que, en boca de catalán, era mucho decir. Por mi parte, me volví al moro Gurriato. El mogataz iba envuelto en su capa azul de paño grueso con capucha, pero el frío le amorataba los labios. Interpretó mi ojeada y respondió con media sonrisa pensativa.
– Effed. Una cosa será entrar, si entramos… Otra será salir.
Concluida la visita, nos condujeron hasta un portillo próximo a uno de los torreones de la entrada, cerca del puente levadizo y en la orilla opuesta al pórtico principal. Allí tuvimos que detenernos un rato porque habían alzado aquél para dejar paso a un barco que entraba remolcado por lanchas a remo. En la espera se unió a nosotros el grupo donde venían Sebastián Copons y Juan Zenarruzabeitia, y mezclados con la demás gente nos quedamos por el muelle.
– Si fuego pegas, pues, y por grande nada matas -dijo el vizcaíno-. O así.
Miré en torno, suspicaz; aunque por el habla trabucada de mi paisano era difícil que alguien sino yo le entendiese la parla. Había junto a la puerta algunos dálmatas de guardia armados con alabardas, y entre ellos reconocí a uno de los dos hombres que habían estado con el capitán Alatriste y don Baltasar Toledo en la taberna del puente de los Asesinos: el capitán Maffio Sagodino. Vestía coleto de cuero grueso, capotillo tudesco, gola de acero por estar de guardia y gorro de piel con una pluma verde. Y no sé si él me reconoció a mí o estaba prevenido de nuestra visita; mas lo cierto es que nos asestó los ojos cuando estuvimos cerca y no los retiró durante buen rato. Disimuladamente dije a Copons qué pie calzaba el individuo, y éste le dirigió una mirada que Sagodino pareció advertir, pues apartó la suya para observar de soslayo a sus hombres y luego nos miró de nuevo.
– Ridiela -murmuró el aragonés-. Gentil pinta de bellacón tiene el paisano, con toda su barba… ¿Y es de fiar?
– Eso dicen. Mientras cobre.
– Cagüenlostia.
No hubo otros gestos ni miradas, y eso fue todo. Bajaron el puente levadizo y cruzamos camino de la taberna más próxima para quitarnos el frío. Cuando pasábamos junto a la entrada principal, observé a la gente que seguía haciendo grupo para la visita y me volví al moro Gurriato, formulando la pregunta que no le había hecho en el tarazanal.
– ¿Crees que saldremos si entramos ahí, moro?
Se encogió de hombros el mogataz.
– Uar esinegh -dijo-. No lo sé.
Luego anduvo unos pasos antes de añadir, indiferente, muy a su manera:
– Pero hay un dicho en mi lengua: Qua benadhem itmeta, qua zamgarz zechemez.
– ¿Y qué significa eso?
Encogió los hombros otra vez. El gris de la laguna cercana se reflejaba en sus ojos, bajo la sombra de la capucha mojada de aguanieve.
– Toda mujer engaña -tradujo-. Y todo hombre muere.