IV. La ciudad del mar


El viento noroeste traía de los Alpes cercanos un aire despiadado, atroz, que mordía con saña de lobo. Encogido de frío pese a la capa de paño grueso y el sombrero forrado de piel de castor, Diego Alatriste salió del edificio y embarcó en una de las góndolas que, por dos bagatines de cobre, llevaban pasajeros a San Marcos desde la punta de la Aduana. Para pasar del Dorsoduro a la otra parte de la ciudad no había más puente que el de Rialto, y éste quedaba a media hora de camino, siguiendo la curva del ancho canal grande, tras las pintorescas chimeneas y altanas, los tejados emplomados de los palacios y los campanarios de las iglesias.

Mientras el gondolero, apoyado con desgana el remo en la fórcola, bogaba entre las innumerables embarcaciones fondeadas borda con borda en la boca del canal -había de todo el Mediterráneo y aun más lejos, desde pesados galeones de comercio a míseros esquifes de los que allí llamaban sándalos-, Alatriste miró alrededor con ojos de soldado: la cúpula del campanile exento de San Marcos se elevaba contra el cielo gris por encima de los edificios, más allá de las dos columnas de la plaza principal. La ciudad y su ribera por ese lado izquierdo, con la embocadura del canal de la Giudecca y la isla de San Giorgio a la derecha, encuadraban la lámina de agua plomiza que llevaba al Lido y el mar abierto: pasos estrechos e inseguros, arenosos, llenos de bancos traicioneros, difíciles de navegar sin un piloto experto. Alatriste sólo llevaba cuatro días en Venecia; pero, con el instinto natural del militar hecho a moverse por el terreno donde se juega la piel, había procurado familiarizarse con los principales puntos de referencia en aquella ciudad pasmosa, intrincada, laberinto de islas, canales y callejones suspendidos entre mar y cielo.

Echó un último vistazo al edificio que dejaba atrás, con sus grandes naves para mercancías y la torre de piedra blanca sobre la punta misma. Como en los días anteriores, había ido a reclamar la entrega de las mercancías consignadas a nombre de Pedro Tovar, espadero toledano y comerciante de armas blancas, que era su falsa identidad en Venecia. Para dar crédito al embuste se le habían enviado, embarcados en Ancona, cuatro cajones con buenas hojas de espadas, dagas y puñales, así como algunas muestras damasquinadas de cierto precio. Como era de esperar, todo estaba retenido en la Aduana veneciana, a la espera de que se fijaran los derechos de almojarifazgo. Los trámites solían llevar su tiempo, y era parte del personaje ficticio de Alatriste, para mayor seguridad y disimulo, acudir dos veces al día para reclamar con las naturales muestras de impaciencia, repartiendo con generosidad pero sin exageraciones -ni disponía de fondos ilimitados ni le convenía llamar en exceso la atención- algún cequí de oro en las manos apropiadas, con la esperanza oficial de aligerar los trámites.

Saltó a tierra en el puente de la Zeca, se envolvió mejor en la capa -no llevaba otra arma que una buena daga cruzada sobre los riñones, bajo la ropa- y caminó sin prisa entre los vendedores y la gente, junto a las columnas y el palacio de los Dogos. Luego, pasando bajo el arco del Reloj, se internó en la Mercería por una calle larga y estrecha, pavimentada como todas las de la ciudad; la única de la que estaba seguro lo llevaría a Rialto sin engolfarlo en el dédalo de pasajes que morían en plazas, soportales o canales silenciosos. Había estudiado aquella vía, como otras rutas principales que le permitían orientarse en la ciudad, sobre un mapa adquirido el primer día en una tienda de libros y estampas: un buen grabado, caro, grande de seis palmos, que mostraba una vista de Venecia a vista de pájaro con mucho detalle útil.

Un par de veces se detuvo, el aire casual, con pretexto de mirar una tienda o a una mujer con la que se cruzaba, para comprobar como al descuido si alguien le seguía la huella. Todo parecía en orden a su espalda, pero Alatriste sabía que eso no garantizaba nada. Entre otras cosas, Francisco de Quevedo le había contado que los servicios secretos venecianos eran los mejores del mundo, y que la Inquisición local, estrechamente vinculada al gobierno de la Serenísima -de los tres inquisidores máximos, dos formaban parte del Consejo de los Diez-, movía los hilos de su enjambre de espías y confidentes mediante un depurado sistema de sobornos, recompensas y delaciones. Rodeada de enemigos por todas partes, insidiosa ella misma por encima de todo, endogámica en el uso del poder, dominada por familias patricias según estrictas reglas internas, Venecia era una araña hecha a tejer su tela con prudente inteligencia y sin escrúpulos. Allí, a cualquier noble o plebeyo, ciudadano o extranjero, le bastaba ser marcado como enemigo de la República para desaparecer estrangulado, tras confesar bajo tormento culpas reales o imaginarias.

Llegado a Rialto, Diego Alatriste cruzó el puente sorteando a mendigos, ganapanes, vendedores y ociosos. Construido, según contaban, hacía cuarenta años para sustituir al anterior -la mayor parte de los puentes venecianos eran de madera alquitranada, la humedad los minaba y se venían abajo tarde o temprano-, su fábrica resultaba admirable con el arco grande, la balaustrada exterior y los puestos de oro y plata situados en su ancha vía de piedra blanca. No era Alatriste, sin embargo, hombre inclinado a admirar curiosidades ni asombros. Ni siquiera Venecia con sus palacios, mármoles y riquezas a la vista, lo impresionaba un cuatrín. El mundo era un lugar por el que se movía de un campo de batalla a otro, de un lance al siguiente. La belleza de los monumentos, la delicadeza del arte, el mármol y los lienzos pintados no le daban frío ni calor. Ni siquiera a la música resultaba sensible. Sólo el teatro, al que como español era aficionado, y los libros, que ayudaban a sufrir con paciencia los malos trances, movían su interés y le proporcionaban ciertas blanduras al espíritu. El resto de las cosas las ordenaba en función de su utilidad práctica, elemental. Casi espartana. Educado a sí mismo en el despojo de la guerra y los desastres, se aderezaba con poco: cama si la había, una mujer en ella cuando era posible, y una espada con la que labrar el sustento. Lo demás, si llegaba, lo era por añadidura, sin ansias, ambición ni esperanzas. Hijo de su siglo y de su bronca biografía, eso bastaba a Diego Alatriste y Tenorio para matar el tiempo y la vida, en espera de rendir el ánima cuando tocase.

Dejando atrás el puente, pasó entre las tiendas de paños finos de la Drapería y torció a la izquierda, por una calle que salía de nuevo al canal grande y al muelle que llamaban del Vino. Allí, frente a una hostería con una Virgen puesta en su correspondiente hornacina, había un soportal que conducía, a modo de túnel oscuro, a una placita de las que abundaban en la ciudad, con brocal de aljibe en el centro y una casa buena de tres plantas y balcón de ojiva que daba espaldas al canal y el muelle. La elección de ese alojamiento era de lo más oportuna -se había encargado gente de la embajada de España-, pues la cercana hostería de la Madonna era lugar transitado y próximo al trajín de Rialto, donde ningún forastero llamaba la atención. Además, el acceso en forma de túnel y la placita resultaban imposibles de vigilar desde fuera sin que eventuales espías fuesen avistados a su vez desde la casa. Que, para colmo de felicidad, tenía una puerta trasera de góndolas, abierta a un canal estrecho que discurría por un lado del edificio. La pertinencia de esta última, que servía para entrar y salir con disimulo, estaba justificada de sobra por la naturaleza de la casa y la persona de su propietaria.


– Bentornato, miser Pedro. La mía siñora aspeta sú.

– Gracias, Luzietta.

Diego Alatriste dejó capa y sombrero en manos de una sirvienta que era joven, graciosa, descarada y nada fea. Luego subió despacio por la escalera, pasó un momento por su habitación para lavarse la cara en una jofaina con agua, dejó la daga sobre la cama y se encaminó al salón principal de esa misma planta, por un pasillo de tarima encerada que crujía bajo sus pasos. Al otro lado de la puerta doble, abierta en una de sus hojas, había una hermosa alfombra persa puesta en el suelo, una araña de cristal con las velas apagadas y una chimenea de mármol donde ardía un fuego generoso.

– Staga cómodo -dijo una voz femenina.

La luz grisácea que entraba por la ventana ojival iluminaba, en medio escorzo, a una mujer sentada en un sillón tapizado con brocado de plata alejandrina. Vestía una bata doméstica cortada a modo de dolmán oriental, chinelas afelpadas que permitían ver sus tobillos desnudos, y se cubría los hombros con un peinador ribeteado de randas. La cofia, que también era de encaje, recogía un cabello abundante, demasiado negro para ser natural.

– Buenos días -dijo Alatriste, no del todo a sus anchas.

Asintió la mujer, volviéndose mientras indicaba un escabel situado cerca, pero él declinó con una seca sonrisa. Prefería quedarse de pie junto al fuego, calentando sus miembros ateridos.

– Salió vuesiñoría de buon'ora -dijo ella.

Se aplicaba a la parla castellana con desparpajo y fuerte acento véneto. Un detalle gentil, pensó Alatriste mientras se acercaba más al calor de la chimenea. De mujer acostumbrada a complacer a los hombres.

– Sí. Unos fardos retenidos en la Aduana.

– ¿Cosa grave?

– No.

La observó con detenimiento. Donna Livia Tagliapiera era una de las más asentadas meretrices de Venecia. Morena y de buena cara, hermosa todavía, con maneras y educación útiles a su oficio, tenía origen español -los Tajapiedra eran judíos expulsados más de un siglo atrás-. De pie, sin chapines de tacón, era tan alta como él. Podían calculársele cuarenta años donosamente llevados, en un talle que, según era universal, en otro tiempo nunca desabrigaba ante un marqués por menos de cincuenta ducados. Retirada hacía tiempo del ejercicio propio, oficiaba de tercera en su casa, frecuentada tardes y noches por pupilas selectas y por clientes de calidad y bolsa escotada. En ocasiones alojaba a viajeros de mucha recomendación, que preferían las ventajas de esa casa a una simple posada desprovista de otros alicientes. Tal era el caso de Alatriste, instalado allí por indicación del secretario de embajada Saavedra Fajardo, que había llegado a Venecia un día antes desde Milán y se alojaba en la legación española. A pocos sorprendería que un comerciante acomodado, de espadas toledanas o de lo que fuera, morase donde la Tagliapiera. Mujer segura y de toda confianza, había añadido el funcionario con el aire hermético de quien calla mucho más de lo que dice. Pese, acabó rematando tras una corta pausa, a su sangre hebrea.

– Vostro doméstico ha uscito. Dejó recado que tornaría a la hora del pranzo.

– ¿Algún otro mensaje para mí?

La mujer le sostuvo la mirada un instante. Alatriste ignoraba de cuánto estaba al tanto. Su grado de implicación en la conjura. Pero era mejor que, sobre ese particular, todos supieran lo menos posible de los demás. Ni siquiera en las ansias del potro, estirado de cuerdas como guitarra, uno podía contar lo que ignoraba.

– Aspetan a vuesiñoría en la embajada, a las cuatro.

Asintió Alatriste. El resto de la gente estaba alojado en otros lugares discretos de la ciudad, con instrucciones para verse en un punto y hora determinados, dar novedades y recibir instrucciones. En lo que a su casera se refería, él ignoraba las razones por las que se había implicado en el golpe de mano, arriesgando cuanto arriesgaba. La linde entre dinero, lealtades y oscuros motivos personales era siempre difícil de establecer, sobre todo en la tornadiza Italia. Saavedra Fajardo la había descrito como probada en otras ocasiones con servicios a la causa del rey católico. Bien situada, hecha al trato de clientes de calidad y relacionada con miembros destacados de la sociedad veneciana, de la que dominaba no pocos secretos, donna Livia era una buena fuente de información y una eficaz cómplice en la conjura.

– ¿Ha colazionado vuesiñoría?

– Sí. Gracias.

– Poco, me han deto.

Era cierto. Frugal como acostumbraba, Alatriste había tomado un vaso de vino y un trozo de pan antes de ir a la Aduana del mar, dejando intacto el resto del desayuno que le fue ofrecido por la criada jovencita. Ahora advirtió que la Tagliapiera lo observaba con curiosidad. Acostumbrada al trato y conversación de los hombres, era obvio que llevaba un par de días intentando situarlo en alguna categoría de éstos. No debía de parecerle común a la antigua meretriz que quienes se alojaban en su casa declinaran las ventajas disponibles: buenos manjares sobre manteles limpios y placeres carnales de pregonada fama. Sin embargo, aquel taciturno español no limitaba su frugalidad a los desayunos. La noche anterior, sin otra excusa que un movimiento negativo de cabeza y una sonrisa cortés bajo el mostacho, había rechazado los servicios de una mujer de linda cara y mejor talle que la patrona había enviado a su cuarto con el mensaje expreso, verbal, de que cuanto había debajo del camisón, el cordón de cuyo escote venía prometedoramente suelto, era gentil cortesía de la casa.

– Pecato. Me dicen que Gasparina no satisfizo a vuesiñoría. Forse vostro gosto…

Dejó la última palabra en el aire, dando a su interlocutor ocasión de expresar sus gustos, fueran cuales fueren. Alatriste, que seguía calentándose junto a la chimenea -el húmedo frío veneciano se resistía atrincherado en su ropa-, compuso una sonrisa idéntica a la de la noche anterior: cortés, un punto fatigada.

– Tengo la cabeza en otras cosas, señora. Aunque agradezco el detalle.

Decía la verdad. No era de quienes hacían ascos a una mujer hermosa, y la de la noche anterior entraba en esa categoría. Pero Venecia era peligrosa, y la tensión lo volvía desconfiado y cauto. Bajar allí la guardia, incluso entre unos muslos cálidos, disminuía las probabilidades de supervivencia para alguien obligado a dormir con un ojo abierto y la daga bajo la almohada. Él mismo había matado a un hombre en Madrid, tiempo atrás, sorprendiéndolo en la cama con una mujer: trabajo pagado según tarifa al uso, por encargo de un marido cornudo. Había sido absurdamente fácil entrar en la casa señalada, abrir la puerta de la alcoba, sorprender al infeliz desnudo en plena faena, y darle justo el tiempo de volverse y alargar la mano hacia la espada antes de clavarlo en el colchón de una estocada en el pecho, con la mujer chillando como si se la llevara el diablo.

– Quizá en otra ocasión -añadió.

Lo miró la cortesana con mucha fijeza. Un destello de rápida curiosidad. Después hizo una mueca fría, que sólo a la ligera podía tomarse por sonrisa.

– Purqué no -la boca, generosa, descubría dientes regulares y blancos-… Alora chercaremos a vuesiñoría cosa más contundente.

Hablando de contundencias, pensó Alatriste observándola a su vez con detenimiento, la de Livia Tagliapiera no era desdeñable en absoluto, pese a que sus mejores años hubiesen quedado atrás. Grande de cuerpo pero bien proporcionada, su rostro sin apenas afeites era todavía atractivo, con ojos castaños grandes, almendrados. La nariz larga, atrevida, le daba una arrogancia especial. Por lo demás, bata y peinador dejaban adivinar formas rotundas y firmes, y sus tobillos eran blancos hasta el empeine de los pies. Sin duda había sido mujer muy hermosa. Lo seguía siendo: a punto de madurez, aunque todavía en sazón.

– ¿Bisoña algo dipiú, don Pedro?

Seguía mirándolo cual si le penetrase el pensamiento. O lo intentara. El negó suavemente con la cabeza. Tras estudiarlo un poco más, la cortesana giró de nuevo el rostro hacia la ventana, de vuelta al escorzo de luz grisácea. Considerándolo por lo menudo, se dijo Alatriste con melancolía, si en otras circunstancias hubiera podido elegir a una mujer, la habría tomado a ella. Siempre y cuando aún ejerciera de su cuerpo, que no era el caso. Saavedra Fajardo había dicho que la Tagliapiera ya no se ocupaba con clientes, por selectos que fueran. Se limitaba a suministrar la carne fresca de sus pupilas.


– Duro de roer -dijo entre dientes Sebastián Copons, lacónico.

No pude menos que estar de acuerdo, aunque procuré no abrir la boca. A mí también me parecía impresionante el Arsenal, con sus altos muros de ladrillo, torres y fosos recortándose en el cielo plomizo. Había ido con el aragonés y el moro Gurriato a reconocer el terreno, aprovechando que a esa hora hormigueaba mucha gente entre la que pasar inadvertidos. La entrada a las famosas atarazanas de Venecia estaba al extremo de un canal ancho que venía desde los muelles fronteros a la laguna, llenos de embarcaciones abarloadas unas a otras. Dos torres altas y cuadradas flanqueaban una enorme verja doble de bronce y madera que daba paso acuático al recinto -al otro lado se distinguían galeras amarradas o puestas en seco-, y a la izquierda se hallaba la entrada terrestre, en un edificio sobre el que campeaba, enorme y arrogante, un relieve de mármol con el león de San Marcos. Todo mostraba una apariencia sólida, de poder y firmeza, y los soldados que estaban de guardia tenían aspecto disciplinado y alerta.

– Mercenarios dálmatas -murmuró Copons en el mismo tono que antes.

Se pasó una mano por la barba, pensativo, y luego escupió a sus pies, en el agua verdegrís del canal. Entornaba los párpados circundados de arrugas con una expresión muy de soldado viejo, hecho a combatir primero con los ojos y luego con las manos, semejante a la del capitán Alatriste cuando se ponía a calcular riesgos y posibilidades. Seguí la dirección de su mirada, esforzándome por ver lo que él era capaz de ver, mientras recordaba algo que años atrás me había dicho mi antiguo amo con una sonrisa irónica, como respuesta a alguna bravata infantil que yo ya había olvidado:


Sólo el necio veo ser

en quien remedio no cabe,

porque pensando que sabe

no cuida de más saber.


Los centinelas me parecieron gente fornida, de más que regular estatura, como solía ser la gente de su tierra. Seguramente eran parte de la tropa que guarnecía el castillo cercano, y se relevaban para el servicio en torno al tarazanal. Algo me consoló pensar que, de cumplirse lo previsto, la noche de la encamisada estarían de nuestra parte. Imposible forzar de otra forma, por las bravas, cuatro gatos como éramos, aquella impresionante entrada para hacer dentro el mucho estrago que se maquinaba. Miré al moro Gurriato, que a mi lado lo observaba todo en silencio, y en su rostro atezado e indiferente fui incapaz de adivinar si admiraba el majestuoso poderío de aquella ciudad anfibia, representado en su obra y símbolo principal, o calculaba los peligros de nuestra empresa. Estábamos los tres acodados en la barandilla del puente levadizo de madera que comunicaba ambos lados del canal, envueltos en capas, con el amparo y disimulo, como dije, de la mucha gente que iba allí de un lado para otro.

– ¿Qué piensas, moro?

Aixa Ben Gurriat movió apenas la cabeza, como si sus pensamientos no valieran un cobre. A esas alturas de nuestro conocimiento yo no era capaz de adivinarlos; pero había tratado al mogataz lo bastante para saber que era la suya una fe ingenua en nosotros, en nuestras banderas, en las posibilidades de cuanto acometíamos. A fin de cuentas, si Venecia era una ciudad soberbia, él servía a una nación que era maestra del orbe. Para alguien de su casta, soldado perdido con una cruz tatuada en la cara, que había pasado la vida buscando una causa que diera sentido a su lealtad, el poderío de España y la fe en hombres como el capitán Alatriste lo habían llevado a unir su suerte a la nuestra. En guerrero como él, de la tribu azuaga de los Beni Barraní -hijos de extranjero, significaba el nombre-, cristianos desde el tiempo en que los godos habitaban el norte de África, ése sólo era camino de ida, sin vuelta atrás. Tomado el paso, dada su palabra, nos seguía ciegamente hasta el final, como había hecho en las bocas de Escanderlu, y lo haría en Venecia y allí donde el oficio y el azar de las armas nos condujesen. Sin plantearse preguntas ni esperar otra cosa que ser fiel a su destino, junto a compañeros de vida y muerte que él mismo, libremente, había elegido.

– De aquí salen todas -dije-. Esas galeras que nos disputan el Adriático… ¿Qué te parece el sitio?

– Mekran -se condensaba el aliento en su boca-. Grande.

Me reí.

– Y que lo digas.

– Dejaos de parla -dijo Copons.

Miré alrededor, sobre las cabezas de la gente que llenaba los muelles a uno y otro lado del canal: barcarolos y marineros, vecinos de las casas próximas, vendedores de las embarcaciones cargadas con frutas y hortalizas que amarraban en la orilla izquierda, pescadores con cestas de ondulantes anguilas, y mendigos -había más que en Madrid o Nápoles- que pedían sentados en los escalones húmedos del puente. Inesperadamente, entre el gentío, distinguí una figura familiar: un hombre inmóvil, con sombrero y capa negros, situado entre el mástil con la gran bandera roja de Venecia que colgaba fláccida ante el cuerpo de guardia y un bodegón marinero de los que, a partir de la esquina, se daban en torno a la iglesia de San Martín. Parecía observarnos de lejos. Estaba a más de cincuenta pasos, pero lo habría reconocido entre la muchedumbre de condenados en el mismo infierno. Así que dije a mis camaradas que aguardasen, palpé con disimulo el puñal que llevaba bajo la capa, y fui a su encuentro.


– Ha pasado mucho tiempo, rapaz.

Estaba mayor, comprobé. Más seco y gastado, con algunas canas en el bigote y en el pelo ensortijado que asomaba bajo las alas del chapeo. La cicatriz sobre el ojo derecho parecía entornarle un poco más el párpado que la última vez, en El Escorial, cuando se lo llevaban los arqueros de la guardia real a lomos de una mula, con grilletes en las manos y en los pies, bajo la lluvia.

– Y has crecido… Giuraddío. Ya eres tan alto como yo.

Me contemplaba con fijeza, sardónico. La sonrisa suficiente, cruel, era la de siempre. Me irritó reconocerla.

– ¿Qué hace aquí vuestra merced?

– ¿En Venecia? Sabes muy bien lo que hago.

– Aquí, en el Arsenal.

Alzó levemente una mano, la palma vuelta hacia arriba, como para mostrar que estaba vacía. Miré su costado izquierdo. El sí llevaba espada bajo el paño negro, largo hasta las botas.

– En realidad no hago nada… Paseaba, tan sólo. Y te vi de lejos. No estaba seguro de que fueras tú, pero al momento salí de dudas.

Indicó el puente de madera con un movimiento del mentón. La sonrisa le descubría ahora dos incisivos rotos, partidos casi por la mitad. Yo no recordaba aquello. Un golpe, deduje, recibido durante el tiempo que pasó en un calabozo. Por don Francisco de Quevedo sabía que lo habían torturado mucho.

– Esos camaradas tuyos huelen a soldado a media legua… Deberías recomendarles que fuesen discretos. Que se queden en sus tabernas y posadas hasta que sea la hora.

– Ese no es asunto vuestro.

– No lo es, cierto -acentuó la sonrisa siniestra-. Cada cual tiene los propios que atender. Y de sobra tengo con lo mío.

Se volvió a mirar el local que estaba a su espalda, cual si dudara. Era lo que allí llamaban fritoin: un sitio pequeño, barato, parecido a nuestros bodegones de puntapié, donde se freía carne y pescado en aceite. Luego hizo un ademán de invitación. Negué con la cabeza. Asintió cual si se hiciera cargo de mis escrúpulos, y se limitó a quitarse los guantes y dar unos pasos hasta el fuego que ardía en un hornete de hojalata bajo el toldo del bodegoncillo. Se quedó allí, calentándose las manos, hasta que me reuní con él.

– Tienes buen aspecto, chico -dijo de pronto-. Seguro que rajas los broqueles de dos en dos, y que más de una se enamora… ¿De verdad no te apetecen unas sardinas y un vaso de vino? A fin de cuentas, estamos en tregua. Tú, yo y tu amigo el capitán.

Se acercaban Copons y el moro Gurriato, inquietos por mí. Gualterio Malatesta les era desconocido, aunque habrían estado más inquietos sabiendo quién era. Les hice señal de que estuvieran aparte, y permanecieron junto a una de las barcazas, observándonos de lejos.

– Sabrás que tu amigo el capitán y yo tuvimos conversación en Roma…

Seguía frotándose las manos flacas y nudosas cerca del fuego. Había en ellas viejas marcas y pequeñas cicatrices de aceros, como en las de mi antiguo amo. Observé que le faltaban dos uñas en la zurda.

– Lástima tener que dejar para más tarde cuanto hay pendiente, que no es poco -dijo pensativo-. Pero todo llegará.

Siguió un silencio largo. Hice ademán de irme, pero me retuvo con la mirada.

– Todavía no te he dado las gracias por no dejar que Alatriste me degollara en las Minillas, cuando pudo hacerlo.

– Os necesitábamos vivo -dije, seco-. Para exculparnos nosotros.

– Aun así, chico. Si no llegas a sujetarle la mano…

Entornó los párpados, y el de la cicatriz pareció temblar ligeramente, sin llegar a cerrarse del todo.

– Aunque me habría ahorrado algunos malos ratos, te lo aseguro.

Estiraba ahora los brazos, como si aún le dolieran de las cuerdas del potro, y la sonrisa venenosa descubrió sus dientes desportillados. Sentí rencor. Lo habría apuñalado allí mismo, de tener ocasión. Los dedos me hormigueaban junto al agujón oculto bajo la capa.

– Espero -dije- que os jodieran bien.

– No te quepa duda -repuso con mucha naturalidad-. Lo hicieron. Tuve ocasión de pensar mucho en ti y en el capitán. En la forma de corresponderos… Pero al fin todo se remedia. Por ahora, aquí estamos. En esta bonita ciudad.

Miró alrededor como si lo que veía lo hiciese feliz. Al cabo, antes de volverse a mí, sonrió de nuevo.

– Tengo entendido que te has vuelto muy diestro con la espada… Pero ya apuntabas maneras. ¿Te acuerdas de aquella noche en Madrid, cuando asaltasteis el convento de las Adoratrices Benitas, antes de que te llevara a la Inquisición de Toledo?… ¿O la Alameda de Hércules, en Sevilla, cuando me hiciste rostro como un jabato?

Se dio una palmada en el costado, sobre la temeraria. Parecía que alguien acabara de referirle un buen chascarrillo. Después se echó a reír. Yo recordaba muy bien aquel crujido chirriante, seco. Los que no reían eran sus ojos, fijos en mí.

– Dio cane. La verdad es que tenemos buenos recuerdos en común.

– Mentís por la gola. En común no tenemos nada.

– Vaya, chico -seguía mirándome fijo, sin alterarse-. Te has vuelto muy rasgado de verbos.

– Con lengua para soltarlos y bríos para sostenerlos.

– Si tú lo dices…

Con mucha desvergüenza se frotó de nuevo las manos junto al fuego, sacó los guantes del cinto y se los puso.

– Bueno, eso es todo. Sólo quería echarte un vistazo. Ha sido una venturosa casualidad.

Miré en dirección a Copons y el moro Gurriato. Seguían junto a la barcaza, observándonos con mal disimulada impaciencia. Hacían visibles esfuerzos por contenerse y no venir a curiosear. El sicario advirtió mi preocupación.

– Debo irme. Saluda de mi parte al capitán Alatriste -hizo ademán de seguir su camino-. Nos veremos uno de estos días, supongo.

– Malatesta -lo interpelé.

Se detuvo a estudiarme, sorprendido, cual si de pronto advirtiese algo de lo que no se había percatado hasta entonces. Yo nunca lo llamé antes por su nombre ni apellido; pero aquélla era la primera vez que veía a nuestro viejo enemigo con ojos adultos, como a un hombre corriente. Tan al alcance de su espada como él de la mía, si la llevara.

– ¿Sí, chico?

– Vuestra merced ha envejecido.

Otra vez la sonrisa cruel. Sólo un apunte, esta vez. Se tocaba, con aire distraído, el rostro picado de antiguas marcas de viruela.

– Es cierto -concedió con cínica melancolía-. Los últimos tiempos no fueron buenos para mi salud.

– Aun así, supongo que seguís siendo una culebra peligrosa.

Tardó en responder tres o cuatro segundos, mientras sus pupilas negras y frías intentaban establecer a dónde quería yo llegar.

– Me defiendo, rapaz -dijo al fin-. Me defiendo… Uno hace lo que puede. Pero no me lo reproches. En lo que a ti se refiere, recuerda que más aprovechan al sabio sus enemigos, que al necio sus amigos… O eso dicen.

Negué con la cabeza, resuelto. Día del Juicio habrá, pensé, que todo saldrá en la colada.

– Estáis equivocado respecto al capitán. Seré yo quien os mate.

Otra mueca sardónica.

– ¡Minchia!… Recordaré eso.

– No hace falta. Estaré yo pendiente.

No era una bravata, ni sonó como tal. Yo lo había dicho en tono quedo, casi en un susurro. Y aún bajé más la voz.

– Lo juro.

La mueca se desvaneció lentamente. Los ojos de serpiente seguían clavados en mí. Serios como nunca los había visto. Inmóviles.

– Sí -dijo al fin-. Supongo que sí.


Poniendo atención en no resbalar sobre el verdín húmedo que cubría los peldaños de la entrada, Diego Alatriste bajó de la góndola ante la puerta de la embajada de España y cruzó el patio ajardinado de la entrada principal. Nada tenía de particular que un comerciante español acudiese a resolver asuntos particulares; así que apartó la pesada cortina de terciopelo rojo, se identificó como Pedro Tovar ante el portero, recorrió un largo pasillo de vigas altas y paredes cubiertas de tapices que supuso flamencos, y un momento después, puestos capa y sombrero sobre una silla, estaba sentado con un vaso de vino caliente en la mano, junto a una mesa cubierta de papeles y provista de plumas cortadas, tintero y salvadera, y un brasero de cobre donde humeaban carbones encendidos con matas de espliego. Lo acompañaban el secretario de embajada Saavedra Fajardo y don Baltasar Toledo, el militar que tenía el mando general de la encamisada, y que había llegado la noche anterior, disfrazado de fraile dominico, en barca por el río Brenta. Toledo, rasurado el bigote para no desmentir el hábito, traía para los gastos de Alatriste y su grupo una letra de novecientos cincuenta reales, que el diligente Saavedra Fajardo ya había transformado en un taleguillo de cequíes de oro y otro de medios cequíes viejos de plata. Y Alatriste, tras contarlos despacio -cada cual era profesional de lo suyo, y quien bien cuenta poco yerra-, guardó un taleguillo en cada bolso de los calzones, apuró el vino caliente, aceptó un segundo vaso, estiró las piernas cerca del brasero y se dispuso a escuchar las últimas novedades.

– El golpe de mano se dará de forma general dentro de tres días -informó Baltasar Toledo-. Hay diez galeras con infantería española bogando hacia Venecia por el Adriático, y la gente que falta llegará entre hoy y mañana; pero todos los cabos están aquí, como vuestra merced, familiarizándose con lo suyo.

Diego Alatriste lo observaba, tomándole las costuras. Del hombre que tenía delante iban a depender, en cierto modo, su vida y la de su gente. El hijo natural del marqués de Rodero tenía buena planta. El rostro era moreno, agraciado, y el pelo prematuramente cano reforzaba su aire distinguido. Todo en él delataba al soldado de familia con agarres, que tras empezar como joven aventurero con seis escudos de ventaja junto a algún maestre de campo con prestigio, había escalado con rapidez los puestos de la milicia. Por un instante, Alatriste no pudo menos que comparar aquella carrera con la suya: paje tambor y mochilero a los trece años, y tres décadas tras las banderas del rey pisando barro y mierda.

– El embajador, don Cristóbal de Benavente, queda al margen -prosiguió Toledo-. Ni siquiera yo me veo con él. Eso debe quedar claro si alguno de los nuestros cae donde no debe… La última experiencia, cuando la conjura atribuida a los españoles en tiempos de Bedmar y el duque de Osuna, hizo demasiado ruido. Oficialmente, Su Excelencia no sabe nada.

Saavedra Fajardo escuchaba en silencio, fruncido el ceño como un maestro de escuela que siguiese el recitado de una lección difícil por parte de un alumno. Su aspecto de hurón de despacho recordaba un poco el del procurador Olmedilla, que Alatriste había conocido en Sevilla antes de verlo morir honradamente en la boca del Guadalquivir, cuando cumplía con su deber de velar por el oro del rey que contrabandeaba el Niklaasbergen. En cuanto a la honradez del hombre que ahora tenía delante, Alatriste carecía de datos. Con su ropa negra de buena calidad, el hábito de Santiago y la golilla almidonada, Saavedra Fajardo encarnaba a la perfección la imagen del alto funcionario de la monarquía hispana: el hombre que, desde las oficinas, rodeado de ayudantes pero sin desdeñar mancharse él mismo los dedos de tinta, ordenaba legajos y tenía en sus manos, con más mando que aristócratas y generales, los nudos del mando y la fama de los reyes y ministros a quienes servía. Que no terminaban siendo otra cosa que la compleja aritmética de sumas y restas entre lealtades y vilezas.

– Pero vuestra merced y yo -objetó Alatriste tras un sorbo de vino- sabemos que el embajador sabe.

Lo miraron los dos hombres. Curioso el funcionario, un punto arrogante el militar. A Baltasar Toledo parecía no gustarle que se dudara de su firmeza en el potro.

– Dicen que sois mudo.

No se incluía él, y eso irritó un poco a Alatriste. Era perro viejo, bregado. En las ansias del sepan cuántos, un arrebato de lengua suelta podía ser achaque de cualquiera. La única diferencia era que unos hombres tardaban menos en contraerlo, y otros más. Y que a veces, con testarudez y mucha suerte -por llamarla de alguna manera-, los últimos expiraban el ánima antes de alijar el navío.

– Hay muchos modos de bailar. Todo es según la música.

Todavía con arruga en el ceño y aire displicente, Baltasar Toledo señaló a Saavedra Fajardo. En tal caso, explicó, lo mismo con certezas que con sospechas, todo se atribuiría a ingenio y traza del señor secretario de la embajada de Roma, de paso en Venecia amparado por toda clase de pasavantes, salvoconductos y otras inmunidades de cancillería. Nadie iba a creer realmente que todo se redujera a su persona, pero sería lo mismo. Se limitarían a expulsarlo bajo fuerte escolta, tras hacerle pasar algún mal rato. Punto. Los usos diplomáticos tenían sus códigos a la hora de aceptar cabezas de turco.

Saavedra Fajardo escuchaba con una media sonrisa, entre astuta y resignada.

– Lo que nos lleva a algo importante -dijo cuando acabó el otro-. Vuestras mercedes deben recordar a su gente, como los otros cabos a sus respectivos grupos, que nadie buscará refugio aquí, en la embajada… Para eso se ha atendido la demanda que hicisteis en Milán. Dos embarcaciones estarán prevenidas en lugares distintos, con una isla de la laguna como punto de reunión.

– ¿Qué isla?

Desplegó Saavedra Fajardo un mapa sobre la mesa. Era grande, dibujado a mano con mucho detalle, mejor que el que Alatriste había comprado en la Mercería. Señaló el otro un lugar situado una legua al nordeste, más allá de unas islas rotuladas con los nombres de Torcello y Burano.

– Se llama San Ariano. Pequeña y discreta, no lejos del canal de Treporti. De allí serían recogidos por una embarcación mayor.

Dejó el mapa abierto el tiempo suficiente para que los dos militares se grabaran sus detalles en la memoria. Luego lo enrolló de nuevo.

– Y permitan vuestras mercedes que insista -añadió-. De buscar refugio en esta casa, nada… Habrá puesta guardia en la puerta, con orden expresa de rechazar a quien se acerque.

Había hablado en plural, pero se dirigía a Alatriste. A éste le costó imaginar al embajador Benavente negando asilo a don Baltasar Toledo. Otra cosa era que se lo negase a él, como al resto de la carne de cañón.

– ¿Quién será el nuevo dogo? -preguntó.

Un silencio incómodo. Saavedra Fajardo cambió una ojeada rápida con Baltasar Toledo.

– No es de vuestra incumbencia -dijo el militar, seco.

Con deliberada flema, Diego Alatriste puso su vaso vacío sobre la mesa.

– Depende -opuso-. A estas alturas, conviene saberlo. No quisiera matarlo por error.

La bravata, o impertinencia, hizo fruncir el ceño a Baltasar Toledo.

– No estoy dispuesto…

Alzó una mano Saavedra Fajardo para atajar, mundano.

– Quizá tenga razón el señor Alatriste. A estas alturas, como dice… Y con su responsabilidad.

Seguía poniendo Toledo cara de duda. No parecía convencido de la oportunidad. Pero el secretario de embajada zanjó el asunto. Quizá fuese adecuado, convino, que el señor Alatriste estuviese al tanto, por si había necesidad.

– Se llama Riniero Zeno y es miembro del Consejo de los Diez.

Después añadió pormenores. Enemigo mortal del dogo Giovanni Cornari, Riniero Zeno lo acusaba, con toda razón, de haber creado con su familia y allegados una red de corrupción nunca vista, en una ciudad que ya era corrupta por su propia esencia: injusticia, asesinato, soborno y depravación de costumbres. Antiguo embajador en Turín y Roma, Riniero Zeno era hombre honrado, o al menos todo lo honrado que podía ser un veneciano. Intransigente, portavoz de la aristocracia local menos favorecida, hacía sólo unas semanas había conseguido anular la elección desvergonzada de dos hijos de Cornari, a los que su padre nombró senadores en mayo saltándose todas las reglas del decoro y la decencia. Por otra parte, Riniero Zeno simpatizaba con España y detestaba a los franceses y a los cortesanos del papa. En el pasado había hecho ruido su enfrentamiento con el cardenal Dolfin, pariente del anterior dogo, a quien acusó públicamente de estar a sueldo de Richelieu, gracias -dicho fuera de paso- a pruebas documentales que le proporcionó la embajada de España.

– En caso de desaparición del dogo -concluyó Saavedra Fajardo-, lo que incluye ciertas medidas con su familia que no son cuidado nuestro sino de los propios venecianos, todo está dispuesto para que sea Riniero Zeno el elegido para sucederle. Calcule vuestra merced lo que España ganaría con ese cambio. El golpe mortal a luteranos y flamencos… Por no hablar de Francia y su buen amigo el papa Urbano.

Asintió Alatriste. No eran difíciles de calcular las consecuencias. Hasta él mismo, carne de cañón en todo aquello, podía hacerse idea de las ventajas del tal Zeno en el sillón ducal.

– Gentil faena -se limitó a decir.

Baltasar Toledo se pasaba una mano por el rostro afeitado, como si echara de menos el bigote desaparecido. En todo caso, añadió a lo expuesto por el secretario de embajada, cuanto decidiera luego el senador Zeno, convertido en dogo, ya no era asunto de Alatriste ni suyo: gente cualificada se ocuparía de ello.

– Nosotros tenemos otras preocupaciones inmediatas -añadió-. Por ejemplo, los dos principales capitanes implicados en la conjura quieren vernos las caras a vuestra merced y a mí.

Acercó una mano a la frasca de vino puesta cerca del brasero, ofreciéndole más a Alatriste. Parecía que pretendiera borrar así los restos de su anterior sequedad; pero éste negó con la cabeza. Le apetecía un tercer vaso y los que hicieran falta, pero no era momento. Necesitaba la cabeza serena para digerir todo aquello.

– ¿Por qué nuestras caras? -inquirió.

– Uno es Lorenzo Faliero, que estará de guardia con su compañía tudesca en el palacio del dogo… El otro es un tal Maffio Sagodino, que manda a los dálmatas del castillo Olívolo. El debe facilitaros entrada y respaldo en el Arsenal.

Aquello pareció lógico a Alatriste.

– Es natural que procuren conocernos… Se la juegan más que nosotros.

– No es tan simple -opuso Toledo-. En primer lugar, quieren que entreguemos por adelantado una cantidad de dinero que no estaba prevista. Tienen muchos gastos, dicen.

– Eso también parece razonable. Ni los ciegos cantan gratis.

– No en este caso -apuntó Saavedra Fajardo-. Ya se les han adelantado fondos para comprar media Venecia… Y piden más.

– Lo inquietante -dijo Toledo- es que nos han dado cita para entregar el dinero en un lugar que no me gusta… Eché un vistazo esta mañana, y es perfecto para una trampa.

Calló un momento, dejando que la última palabra calase en el espíritu de Alatriste. Luego hizo un movimiento de impotencia, cual si pretendiera aprisionar algo en el vacío.

– Esto lleva tiempo cociéndose -añadió-. Y los espías de la Serenísima son eficaces. A medida que se acerca el día, hay más gente al corriente… Existe la posibilidad de que la conjura haya sido descubierta.

Diego Alatriste le sostenía la mirada, impasible.

– ¿En tal caso?

– Bueno -el otro le dirigió un vistazo a Saavedra Fajardo y encogió los hombros-… Puestos en lo peor, podría ser un intento de sacarnos más dinero antes de entregarnos al verdugo.

– Hay que tener cuidado con eso -dijo el secretario de embajada-. Aquí se traiciona como se respira.

– ¿Cuál es el sitio?

– Una taberna de las que llaman bacaros. Esta es de mala nota, cerca del campo de San Ángelo: putas, rufianes y vino malo bajo un soportal, junto al puente de los Asesinos.

– Bonito nombre.

Baltasar Toledo cogió de la mesa una cuartilla de papel y una pluma que mojó en el tintero. Con breves trazos dibujó un plano elemental: un canal, un puente, un pasaje estrecho.

– Está al extremo de una calle que se llama igual. Allí solían contratarse sicarios, a la manera de nuestro patio de los Naranjos sevillano, o el arco de San Ginés de Madrid… En otro tiempo abundaba en matachines paseándose a la espera de trabajo. Ahora hay menos, pero todavía pasean.

Alatriste se había levantado a ver el dibujo.

– ¿Iremos solos? -preguntó.

– Con escolta llamaríamos la atención. Y si nos la juegan, tampoco iba a servir de gran cosa. Encajonado entre el puente y una calle estrecha, el sitio es una ratonera.

– Toda esta isla lo es… Una ratonera dentro de otra.

Baltasar Toledo lo observaba desde su silla con vaga impaciencia, jugueteando con la pluma entre los dedos.

– ¿Eso significa que me acompaña vuestra merced, o que no?

La pregunta no gustó a Alatriste. Y mucho menos el tono. Traslucía el pique condescendiente, superior, de quien estima ha dado excesivas explicaciones. Así que se limitó a mirar al otro sin decir palabra.

– Disculpad -dijo Toledo con un despego que desmentía la excusa-. Pero no os conozco lo suficiente.

– Tampoco yo a vuestra merced -puntualizó Alatriste.

Mal camino llevas, pensaba. Llevamos. Con un mohín de disgusto, Toledo acusó la ironía. Luego dejó la pluma, alargó una mano y se puso más vino.

– En Milán, don Gonzalo Fernández de Córdoba os elogió mucho… Por lo de Fleurus.

Lo dijo mirando a Alatriste por encima del vidrio, con mucha intención.

– Eso iba de oficio -respondió éste-. Pero don Gonzalo no se acordaba un carajo de mí, como es natural.

– Sois hombre singular… ¿Es cierto que os hacéis llamar capitán, sin serlo?

Aquel Oshacéis llamar tampoco gustó a Alatriste. Maquinalmente, muy despacio, alzó una mano y se pasó dos dedos por el mostacho. Luego, a medio mogate, miró hacia la ventana emplomada que daba al jardín.

– Lo que sí es cierto, señor Toledo, es que una estocada en ese patio la da igual un capitán que un soldado.

Se levantó el otro, casi de un salto. El vino se derramó en el suelo antes de que dejara el vaso sobre la mesa, manchando los papeles.

– A fe mía -dijo.

– O del Dios que nos menea.

Miraba a Baltasar Toledo muy fijo y sereno, desde la escarcha glauca de sus ojos, consciente del peso de la daga que llevaba al cinto, sobre los riñones. Ninguno de los dos cargaba espada -fraile uno, comerciante el otro-, pero aquello podía arreglarse. No faltarían aceros en aquella casa.

– Por caridad, señores -terció Saavedra Fajardo, levantándose a su vez-. No es momento… Sosiéguense vuestras mercedes.

Hubo un silencio espeso y muy largo. Al cabo, Baltasar Toledo asintió levemente, como al término de un largo razonamiento interior. A poco, Alatriste le dio la satisfacción de hacer lo mismo.

– ¿Llevaréis el dinero? -preguntó Saavedra Fajardo, práctico como el funcionario eficiente que era.

– No queda otra -confirmó Toledo-. A estas alturas dependemos de Faliero y de Sagodino… Si sus soldados se echan atrás, será un desastre. Contemplaba con preocupación el mapa enrollado sobre la mesa. Cuando alzó los ojos hacia Alatriste, la hostilidad parecía haberse atemperado en ellos.

– No habrá tiempo ni de llegar a esa maldita isla.


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