Ninguna es fea como tenga bríos, dice el refrán soldadesco. Mi linda Luzietta nada tenía de lo primero, y sobrado de lo segundo; de manera que esa noche a la hora de vísperas, sosegada la casa y con cada mochuelo en su olivo, la joven criada de donna Livia Tagliapiera vino de puntillas a mi cuarto como acostumbraba, a oscuras, descalza y en camisa, para que ella y el abajo firmante intercambiásemos más que palabras.
– ¿Dove sestú, cane asasino? -empezó susurrando-. Vieni quá, que non te cato… Métime una manina in la muzeta.
Etcétera. Gocé así, otra vez, lo que allí otros ni siquiera espulgando la bolsa lograban; pues como dije, pese a ser sirvienta de la casa, la moza no era del oficio trotón. Aunque, y de eso pongo a Dios por testigo, nadie lo hubiera sospechado: llegaba con recato de monja, miraba con aplomo de casada y se despojaba con modales de bachillera del abrocho; y una vez la corneta tocaba a degüello, salía harto aficionada, ambladora de caderas, con mucha y sabia aplicación. Que, cual solía decir don Francisco de Quevedo, y no era el único, en cierta clase de mujeres la hermosura sin desvergüenza es vianda sin sal. Por mi parte, y como novillo joven todo lo embiste, me llamo a iglesia de mi entonces vigorosa juventud para, sin entrar en detalles superfluos ni sahumerios de la fama -más propios de charlatanes meridionales que de sobrios vascongados-, resumir el lance diciendo que con Luzietta fui de nuevo y durante buen rato, parafraseando ciertos versos del buen don Miguel de Cervantes, blando de manos; y de lengua, Rodomonte. Y por no salir de poetas, acogiéndome luego al Dante, concluiré diciendo que mi caballo de espadas anduvo tres veces, muy suelto de rienda, hasta la mitad del camino de nuestras vidas. Pues, como escribió otro ilustre bardo:
Para cuanto mal sostengo
no quiero más galardón
que ver a mi corazón
cautivo donde lo tengo.
Aunque en realidad, ternuras aparte -que también la gentil criadita me las inspiraba, pues una cosa no quita la otra, y Angélica de Alquézar estaba más allá de un mar y todo un océano-, mi corazón no tuviera mucho que ver con lo que allí se destilaba. El caso es que de ese modo transcurrió buen espacio, como de una hora y tres tercios, en que eché al parche del tambor hasta el último maravedí. Y al cabo, cuando de natural nos vino sueño, la moza se fue de mi cama a la suya, argumentando que a donna Livia no le gustaría enterarse de que amanecía fuera de su cuarto. Eso me pareció razonable, de manera que la dejé ir sin trabas; pero su ida me desveló hasta el punto de que acabé dando vueltas bajo la manta, entre sábanas arrugadas que conservaban el calor y aroma de mi ardorosa ausente. Era ya noche avanzada. Sentí en eso deseos de orinar, busqué bajo la cama y no pude hallar la bacineta; así que, contrariado, jurando entre dientes a los doctrinales, me puse una camisa y los zapatos, me eché el jubón por encima para abrigarme del frío, y salí al pasillo en busca del patio y del pequeño cuarto que en él había, al que para obras íntimas llamamos retrete, o necesaria. Eso me llevó a pasar cerca de una puerta trasera de la casa, la pequeña de góndolas, que daba al canal estrecho. Y de la manera más inesperada del mundo fui a darme allí, casi de boca, con una escena singular.
Luzietta, toquilla de lana puesta por encima y palmatoria de vela encendida en las manos, conversaba con un hombre en la puerta misma. Susurraban entre ellos; y al aparecer yo callaron de pronto, mirándome espantada la moza, ceñudo su acompañante. Era éste todavía joven, hirsuto de rostro, más fuerte que delgado, y vestía capote abierto, almilla de frisa basta, calzones anchos arrugados y sombrerillo redondo de ala muy corta, propio todo ello de barcarolos, gondoleros y otra gente veneciana del remo. También le colgaba al costado el cuchillo habitual en su oficio, y me fijé especialmente en él porque, apenas me vio, el sujeto echó mano y me tiró un Dios te salve de a cien reales; que, a no andar yo ligero de pies pese a mi asombro, me habría clavado en la pared como a una mariposa en un corcho. Fue mi jubón, que llevaba sobre los hombros, el que al caer y trabarse con la hoja me salvó la vida. Emitió Luzietta un grito sofocado, quiso el bellaco repetir la suerte, y yo, resuelto a estropeárselo -reñir era mi oficio-, recurrí a una vieja treta de garito, amagando por instinto un golpe al brazo armado y soltándole al jayán, acto seguido, una patada en los aparejos que lo hizo encogerse mientras soltaba un bufido. Y como, también por experiencia propia, yo sabía que tales golpes tardan algo en hacerse sentir como deben, aunque luego dejan para el arrastre, doblé el envite con un puñetazo en la cara, tan salvaje que a mí me hizo ver las estrellas nudillos arriba, pero al otro lo hizo tambalearse. Toda mi esperanza era que no me clavara el baldeo, de manera que, cuando calculé que empezaba a hacerle efecto la patada en el címbalo, le fui encima con mucha diligencia, asiéndome al brazo de la mano que lo sostenía, para estorbarle el movimiento.
Pelear en camisa y desnudo por debajo, con los compañones sueltos y colgando, no es agradable; y menos aún si tienes la vejiga llena. Se siente uno endiabladamente vulnerable. Caímos los dos al suelo, tan entrañablemente abrazados como Caín y Abel. Matóse entonces la luz, bien porque Luzietta lo hiciera aposta, o porque en el desconcierto tiró la palmatoria -me sorprendió que no gritara, pero estaba demasiado atento a lo mío para establecer motivos-. La puerta que daba al canal había quedado abierta, y de ella al agua mediaban unos pocos peldaños de piedra, contiguos a unas palinas hincadas en el fondo en las que amarraban las embarcaciones. Describo el sitio pues lo había visto antes a la luz del día, no porque en ese momento anduviese a grillos apreciando detalles: estrechados, como dije, el gondolero y yo rodábamos por el suelo a oscuras, en el umbral mismo de la puerta y a cuatro pasos del agua negra, donde entreví la sombra de una góndola -como caiga al canal acuchillado y con este frío, pensé en un relámpago, me quedo tieso-. Gruñía mi enemigo en el esfuerzo, respirando muy fuerte pero con la boca callada, en procura siempre de clavarme el filoso; mientras yo, que pese a Luzietta aún conservaba algún vigor en el cuerpo, porfiaba en impedírselo. Que si para ese momento ya había perdido las dos potencias de entendimiento y memoria, conservaba muy firme la de la voluntad, resumida en que no me mataran. Todo eran empellones y querer destrizarse, tirones de un lado a otro, retorcer de miembros y golpes con las manos libres. Se daba el gondolero cuanta maña podía para situarse encima de mí, inmovilizarme y aliñar un par de mojadas que zanjasen la pendencia; pero yo no era de los que se dejan afufar el ánima por el primero que llega. Pataleaba, empujaba con todo mi cuerpo y no soltaba nunca la mano armada del otro. Al rato, por uno de esos azares que tienen las reyertas, pude situarme encima un momento, en posición favorable para asestarle un buen golpe con el pico del codo en pleno rostro, que lo hizo quejarse. Viendo que acusaba el golpe, le pegué otro -ahí juró en dialecto véneto, el hideputa-, y luego otro más. Con ese último algo crujió en su cara, y al momento aflojó el brazo del cuchillo, desmayando un punto. También yo me quedaba sin fuerzas, pero aquello redobló mi ánimo, al extremo de que me apliqué a tantearle la cabeza, buscando muy ensañado su rostro con los dientes, a cara de perro. Restregando mi boca en su pelo áspero, mojado de sudor, encontré al fin una oreja a tiro de mi dentellada; y con un mordisco rápido y brutal -chac, sonó- le arranqué la mitad.
Ahora sí que gritó, el malandro. Y de qué manera. Aaaaah, hizo. El alarido resonó en mis oídos, ensordeciéndome. Y tanta energía insufló a mi enemigo el repentino dolor, que arqueando el cuerpo logró descabalgarme a un lado. Me revolví cauto, hacia atrás, procurando hurtar el cuerpo a la cuchillada que estaba seguro vendría a continuación; pero, en vez de acometerme, el otro se incorporó a medias, gimiendo, y de un salto franqueó los peldaños para caer en la góndola: un golpe en el fondo y el sonido de un remo. Dudé entre quedarme donde estaba, satisfecho de mi suerte, o irle detrás para impedir su fuga. Pero el dilema lo resolvió el enemigo mismo, que con pasmosa celeridad soltó, o cortó de un tajo, el amarre de la embarcación, y la impulsó en la oscuridad, desapareciendo en ella.
Sentado en el suelo, la espalda contra la jamba de la puerta, escupí el trozo de oreja al canal. Luego recobré como pude el resuello, tranquilizándome mientras el aire de la noche helaba el sudor en mi camisa. El grito del gondolero había removido la casa, y por el pasillo llegaban voces y luz de velas. Con esa primera claridad alcancé a distinguir a Luzietta. Estaba acurrucada en un rincón y temblaba de frío, o de miedo.
Donna Livia Tagliapiera salió del cuarto, cerrando la puerta con llave a su espalda. Se veía hermosa aunque había cumplido los cuarenta, andaba desvelada a las cinco de la madrugada e iba a rostro limpio, sin adobos ni afeites. Llevaba el cabello recogido en una cofia de randas, babuchas de piel fina y una bata de brocado de columbina, abierta por delante sobre la camisa de dormir larga hasta los pies, que moldeaba las formas, todavía rotundas, que en otro tiempo habían labrado su fortuna. El bello rostro veneciano estaba sombrío.
– Diche que e' suo inamorato.
Hice un gesto de ignorancia. Sentía fijos en mí los ojos del capitán Alatriste.
– Es posible -admití- Peleó como si lo fuera.
– ¿Tanta saña por unos simples celos? -inquinó el capitán.
– No tan simples. Luzietta es bonita moza.
– ¿Y se lo contó a su novio?… ¿Le dijo que batía el cobre con otro?
Me seguía estudiando con mucho detenimiento. Sostuve su mirada un instante y luego desvié la mía, incómodo.
– El rufián pudo sospecharlo. Quizá vino con la mosca tras la oreja.
– La serva á paura -apuntó Livia Tagliapiera-. Tropo.
La habitación tenía alfombras en el suelo, tapices en las paredes, una mesa taraceada, un diván otomano y una estufa también turca, de porcelana, que estaba apagada. Por la gran ventana ojival se insinuaban las sombras de los tejados y chimeneas que orillaban el canal grande. Aún era noche espesa.
– Hay un antico proverbio de Venecia -añadió la cortesana-. Forse e' un poco sporco: Non so se é merda, ma Va cacato il cane.
Lo dijo con mucha naturalidad. Había cogido una jarra de metal dorado y de ella sirvió vino en dos vasos de vidrio rojo: uno para el capitán y otro para mí. Luego los puso en una bandeja de plata, sobre la mesa.
– Es natural que Luzietta tenga miedo -opuse-. Teme perder su trabajo.
Movía la cabeza el capitán, escéptico. Era mastín viejo.
– Es otra clase de miedo. Lo huelo… Y de oler miedos sé algo.
– ¿Qué otra explicación hay?
Me froté el cuello, resentido de la pelea. También dolía horrores la articulación del codo. Me había vestido con dificultad, maltrecho por los golpes y forcejeos recientes: calzón, camisa y jubón. El capitán Alatriste llevaba unos valones desabrochados en las boquillas, sobre las medias, y estaba en mangas de camisa, con la daga que había cogido al rebato metida en el cinturón de cuero. Advertí que miraba a donna Livia, y que ésta, como si le entendiese la intención, asentía levemente. Mi antiguo amo estuvo un momento pensativo y al cabo se volvió despacio a mí.
– Nunca fue novedad que durmiese paje con puta… Pero podías habérmelo dicho.
Miré de reojo a donna Livia y volví a frotarme el codo, menos alterado por el dolor que por el reproche.
– Ni soy paje, ni la moza es lo otro -protesté-. Además, no son cosas de pregonar.
Lo dejé en ese punto. Me estudiaba el capitán con sus ojos fríos, cual si nada hubiera oído.
– Espero que tuvieras la lengua quieta.
Aquello me molestó. Mucho.
– Según para qué -repuse, picado.
– Piénsalo bien -seguía mirándome igual, indiferente a mi irritación-. ¿Le hiciste alguna confidencia?
– No, que yo recuerde.
– ¿Te hizo preguntas? ¿Se interesó por algo? ¿Por mí?… ¿Por lo que hacemos aquí?
– No sé. No creo… Lo normal, supongo.
– ¿Qué es lo normal?
Lo miré franco, a la cara. Con toda la serenidad que pude manifestar.
– No dije nada.
De nuevo parecía no haberme oído, pues siguió contemplándome sin mudar de expresión. Al fin alzó despacio una mano, me señaló y luego se tocó el pecho.
– Nos va la cabeza -amplió el ademán incluyendo a donna Livia, que se había sentado en el diván y escuchaba en silencio-. También la de ella.
Tanta desconfianza me entristeció de veras. Yo no merecía eso.
– Llevo muchos años -protesté- metido en trabajos con vuestra merced.
Esta vez pareció convencido, pues al cabo hizo un leve movimiento de cabeza. Después miró a la Tagliapiera, solicitándole otros caminos.
– Forse n'era gondolero -dijo ésta-. O non solamente.
El capitán se pasó dos dedos por el mostacho. Había ido hasta la mesa y sostenía un vaso de vino. Reflexivo.
– Puede -concedió tras un instante.
– ¿S'a sentito sorvellato vuesiñoría?
– ¿Vigilado?… No lo sé -bebió un sorbo, pareció apreciar el contenido del vaso y volvió a beber-. Desconfío de todo, pero no lo sé.
– Ni yo tampoco -admití.
El capitán Alatriste contempló la puerta cerrada con llave. Imaginé a Luzietta al otro lado, bañada en lágrimas, aterrada por su suerte. Muy a mi pesar, la idea de que el gondolero podía no ser un pretendiente celoso fue abriéndose paso.
– Quizá era una vigilancia -opinó el capitán.
Donna Livia estuvo de acuerdo. Entraba en lo posible, dijo. De vigilar a posibles espías en la ciudad, añadió, se encargaba la Inquisición, directamente subordinada al Consejo de los Diez, que manejaba tanto a senadores como a mercaderes, tenderos, criados y picaros de cocina. Escuchándola, decidí que la antigua cortesana poseía una voz ligeramente ronca, muy agradable, que habría apreciado en otras circunstancias; pero mi imaginación estaba ocupada por los calabozos de San Marcos, junto al puente que llamaban de los Suspiros. La sola idea de acabar allí me erizaba la piel, y yo no era de los pusilánimes. Miré mi vaso de vino en la bandeja, sin tocarlo. El pensamiento me secaba la boca, pero no quería beber delante del capitán. No aquella noche. Ya era él muy capaz de hacerlo por los dos, esa noche y cualquier otra.
– Venecia e' una ísola picola -concluyó donna Livia-. Un pesche in una rete de confidenti, asasini e delatori.
El capitán apuró el vaso de vino, chasqueando la lengua. Luego se pasó los dedos por el bigote húmedo.
– Si han mordido un hueso, no lo soltarán -opinó.
– Puo'esere sólo rutina… Vuesiñorías son de nazione spañuola. Eso iustifica chertas pesquiciones naturales, adeso.
– Lo que nos lleva de nuevo a Luzietta.
Hubo un silencio mientras mi antiguo amo iba hasta la jarra y se servía más vino.
– Si se trata de la Inquisición de los Diez -dijo después de otro sorbo, mirándome-, ella tiene que saber qué es lo que le han pedido que averigüe… Si se encamó contigo de buen grado o por encargo de otros.
– No parecía de mal grado.
– Habría que interrogarla.
– Ya lo hemos hecho -opuse, incómodo.
– Más a fondo.
Lo dijo con mucha frialdad, y al hacerlo miró a la Tagliapiera. Ella parpadeó un instante, y ese parpadeo me alarmó lo indecible. La serenidad de aquella mujer inquietaba más que el tono del capitán.
– Hay mucho en juego -mi antiguo amo se dirigía a mí, pero continuaba mirándola a ella-. Una empresa y muchas vidas… Incluida la de la señora.
– La serva lavora en casa mezzo año fá.
Donna Livia lo dijo lentamente, al modo de quien hace una reflexión en voz alta. Como asumiendo despacio una idea poco grata.
– ¿Hay más gente aquí? -quiso saber el capitán.
– Non. Tuti sonó fuora. Todos.
– ¿Tiene familia?
– E' órfana. Di Mazorbo.
– ¿Nadie la echará en falta?
Hubo otro silencio. Corto, supongo, aunque a mí se me antojó eterno.
– Nesuno.
Estallé, indignado. No daba crédito a lo que oía.
– ¿Y luego? Si nos espiaba, ¿qué hacemos después de interrogarla?… No estarán pensando vuestras mercedes en un cuerpo flotando en los canales, ¿verdad?
Comprendí que esa posibilidad había pasado por la cabeza del capitán Alatriste cuando lo vi mirar de nuevo a la Tagliapiera. Bebió un sorbo de vino, luego otro, y la siguió mirando. Como si ella tuviese la última palabra.
– Sólo mancan tré giorni -dijo la mujer con mucha calma-. Potemo tenerla rinquiusa.
– ¿Encerrada?
– Eco. En lugar sicuro.
– ¿Y después?
– Alora, acada lo que acada, dará eguale.
Dejó el capitán su vaso en la bandeja. Me pregunté si se pondría vino por tercera vez. Movió la mano como de intención, pero no lo hizo.
– Si algo sale mal -dijo pensativo-, delatará a vuestra merced.
Sonrió la cortesana, distante. Había un desdén singular en su todavía hermosa boca.
– Arribado el caso, si non é Luzietta serán altri… Es ormai, ahora, cuando me preocupa que sea una minachia para nostri afari.
Aquel nuestros asuntos me dio que pensar. Me pregunté cuánto sabía la Tagliapiera de la conjuración, y por qué motivo se arriesgaba de esa manera. Qué ganaba y qué podía perder con todo ello.
– Bien -murmuró el capitán Alatriste.
Miraba otra vez la puerta del cuarto sin ventanas donde Luzietta estaba encerrada. Alargó la mano y se puso más vino de la jarra.
– Ve a tu cama y espera allí -me dijo.
Apreté dientes y puños, decidido. Tenso.
– Ni hablar. Pienso quedarme… Estar presente, quiero decir.
Los ojos glaucos me estudiaron de arriba abajo. Esta vez el vaso quedó vacío de un solo, lento y largo trago.
– ¿Puede excusarnos un momento, donna Livia?
Me puso una mano en el hombro y con la otra señaló el pasillo.
– Ven.
Salimos, y el capitán cerró la puerta. Allí me detuvo, cogiéndome por el jubón. Estaba muy cerca, y aún aproximó más su rostro al mío. Casi me rozaba con el mostacho.
– Escucha… Si nos van a la huella, todo puede irse al diablo. Caeremos como ratas. Un centenar de vidas, entre ellas las de Sebastián, el moro y los camaradas, dependen de esto -abrí la boca para protestar, pero me acalló negando con la cabeza-… No quiero que el barrachel de la Inquisición me caiga encima con veinte corchetes, sin tiempo a defenderme, y acabar comiendo el pan de San Marcos antes de que me estrangule en secreto el verdugo, como acostumbran aquí.
Me dejó un instante de silencio, para que calase la idea. Después miró hacia la puerta del cuarto donde aguardaba donna Livia.
– No tenemos elección -bajó la voz hasta un susurro-. Es la muchacha contra todo lo demás.
Aquello me subió la pólvora al campanario. Con movimiento brusco, le aparté la mano que aferraba mi jubón.
– Me da igual. No pienso consentir…
– ¿No piensas, qué?
Me agarró de pronto, empujándome sin miramientos contra la pared. Y cuando me tuvo allí, rápido como un relámpago, desenvainó la daga y me la puso en el cuello.
– Lo tenemos ya. ¿Comprendes?… El filo en la gorja. Tú, yo y los otros.
Su tono era tan frío como el acero que apoyaba en mi garganta. Más desconcertado que furioso, más desmayado de sentimiento que movido de cólera, intenté liberarme. Pero me sujetó con fuerza.
– Aquí ya nadie puede elegir nada, te digo. Sólo ir adelante, hasta el final.
Me miraba muy de cerca. Apretó más la hoja de la daga, como si en ese momento mi vida le fuese por completo indiferente. Su aliento olía fuerte, a vino trasegado con demasiada rapidez.
– Es una orden lo que te estoy dando -casi escupió-. Una orden militar.
La escarcha glauca de sus ojos me helaba los huesos hasta la médula. Y por el Dios que me crió, tuve miedo.
– Así que quítate de en medio, o te mato.
Diego Alatriste había torturado antes: burgueses flamencos o tudescos, durante saqueos, para averiguar dónde escondían su riqueza; turcos capturados en desembarcos, tomados como rehenes con sus familias; soldados enemigos prisioneros, para tomar lengua o descubrir en qué doblez del coleto llevaban oro oculto. No le gustaba, pero lo había hecho. Con hierro, cuerda y fuego. Hijo de su tiempo y de su mundo, sabía a costa propia que no era fácil sobrevivir con escrúpulos. Que una cosa eran los reyes en sus palacios, los teólogos en sus pulpitos y los filósofos en sus libros, y otra ganarse la vida con cinco cuartas de acero en una mano. Sin contar con que, cuando las cosas se torcían, reyes, teólogos y filósofos echaban mano de gente como él para desbrozar los caminos de la virtud. Todos ellos -incluidos los filósofos- mataban y torturaban de lejos, por mano interpuesta. Sin jugarse nada al as ni a la sota. Tiempo atrás, en Madrid, Alatriste había leído una antigua hoja manuscrita que circulaba, clandestina, con la copia de la carta que un guipuzcoano llamado Lope de Aguirre, que anduvo por el río Marañón con la triste expedición de Ursúa hasta rebelarse con su gente, había escrito al rey Felipe II -tuteándolo sin empacho, de igual a igual- cuando, por su cuenta, resolvió romper los lazos con el monarca y vivir sin amo en las Indias. Aquella carta arrogante y otros crímenes habían costado al tal Aguirre la cabeza, pero Alatriste no olvidaba algunos de sus párrafos:
«No puedes llevar con título de rey justo ningún interés de estas partes donde no arriesgaste nada. Ni yo ni mis compañeros esperamos ni queremos tu misericordia, y aunque la ofrecieras escupiríamos en ella por deshonrosa. Tenemos tus promesas por menos crédito que los libros de Martín Lutero.»
Miró a Luzietta y pensó que él mismo había rebasado, hacía mucho, el punto de la vida en que se escribían, si es que había redaños para ello, cartas como la de ese Lope de Aguirre. En aquel momento, con los vapores del vino enturbiándole los ojos, que no la lucidez, sólo anhelaba no morir aún. O confiaba al menos en que, llegado el caso, eso ocurriese de manera decorosa, allí donde pudiera cobrárselo con costas de oficio. No, desde luego, en esa ciudad sombría, donde lo natural era acabar ahogado como un perro dentro de un saco. En tal cuidado, la muchacha que al verlo entrar y cerrar con llave la puerta retrocedía espantada hasta apoyarse en la pared, era un trámite más. Una lágrima en el lago helado de desolación en que Dios -si es que había un estúpido e irresponsable Dios en todo aquello- había convertido el mundo a su imagen y semejanza.
– Parla, ragaza.
En la habitación sin ventanas sólo había una mesa baja, un taburete y un arcón. Sobre la mesa humeaba, sin despabilar, un candelabro con dos velas cuya luz hacía relucir los ojos de la joven, húmedos y desorbitados de terror. Seguía vestida sólo con la camisa de dormir y la toquilla, recogido el pelo con una cinta. Sus pies estaban descalzos. Aún no debe de tener, pensó Alatriste con disgusto, dieciocho años.
– E' il mío fidanzato, excelenza… Lo iuro.
No había tiempo, ni ganas, de persuasión o amenazas. No esa noche. Estaba demasiado cansado y el tiempo, indiferente a delicadezas y afanes, corría en su contra. Tras una breve vacilación, golpeó a Luzietta en el rostro con la mano abierta, sin arrebato. Suficiente para que ella volviese la cara a un lado, dando con ella en la pared.
– ¡Lo iuro!
Lloraba con desesperación, aterrada. No debe de ser el mío un aspecto agradable, se dijo Alatriste. Pardiez que no. Y espero que eso ayude a majar el grano.
– Parla. ¿Quién era el gondolero?
Golpeó de nuevo, en la misma forma. Seco y eficaz. La bofetada restalló en el cuarto ciego como un latigazo de cómitre. Ella emitió un chillido de angustia y cayó de rodillas al suelo, derramándose el cabello. Con un estremecimiento de incómoda piedad, Alatriste pensó fugazmente que tal vez estuviese diciendo la verdad: un enamorado celoso. Pero la certeza era necesaria. Aquello iba a vida o muerte. Suya y de otros.
– Parla.
Con tal de que no se desmaye, pensaba. Que siga en condiciones de hablar. La agarró por el cabello, obligándola a levantarse, y alzó la mano para abofetear otra vez el rostro cubierto de lágrimas, desencajado de horror. Pero la náusea que ascendía desde su estómago le detuvo la mano en alto. No voy a poder, se dijo asqueado. No estoy seguro de llegar al final. Y esto no tiene vuelta atrás.
Echó la mano al cinto y desenvainó la daga. Al advertir el movimiento, Luzietta gritó de nuevo queriendo desasirse; pero estaba demasiado aterrorizada, y sólo pudo hacer algunos blandos esfuerzos. Sin soltarla del pelo, Alatriste le apoyó el filo del acero en el lado derecho de la cara.
– Parla, o te señalo para toda la vida.
No iba a hacerlo -creía estar seguro de eso-, pero lo cierto era que ya lo había hecho doce años atrás, en Nápoles: marcada la cara de una mujer con una cuchillada y muerto un hombre en el mismo arrebato. Una amante y un amigo. Por eso dejó entonces el tercio y huyó a España sin oficio, a ganarse la vida en Sevilla y Madrid. Tarifando muertes por cuenta ajena, en vez de por cuenta del rey. El recuerdo no se contaba entre los dulces, y vino acompañado de una arcada que le agrió la garganta. Era uno de sus remordimientos, y no el menor de ellos.
Tardó un poco en darse cuenta de que la muchacha, entre sollozos, lo estaba confesando todo: el visitante nocturno era gondolero en Rialto y espía de la Inquisición, como tantos de su oficio. Nicolo, que así se llamaba, había pedido a Luzietta que intimara con el criado español y alentase confidencias sobre miser Pedro Tovar, e iba cada noche a escuchar su informe -ella había cobrado por eso medio ducado de sesenta y dos sueldos-. El tal Nicolo era hombre arriscado y violento; y al verse descubierto quiso apuñalar al criado para disimular el lance como reyerta ordinaria por mujeres, de las que cada día se daba media docena en Venecia.
Parecía que, roto un dique, Luzietta se desbordara en llanto y palabras. Había caído de rodillas y suplicaba que no la matara. Alatriste la miró aturdido, esforzándose en prestar atención a lo que decía. El viejo episodio napolitano danzaba endiablado en su memoria, entre las brumas del vino. Al fin sacudió la cabeza mientras devolvía la daga a su vaina. Sangre de Cristo, murmuró. Y mierda de todo. Luego dio unos pasos alejándose lo más que pudo de la luz del candelabro, apoyó una mano en la pared y vomitó cuanto había bebido esa noche.
Aseguró la puerta con llave, encerrando de nuevo a Luzietta. Luego pasó en dos zancadas junto a Livia Tagliapiera, que lo miraba sin decir palabra. Le dio la llave al pasar, sin detenerse, y salió al pasillo en dirección a su cuarto. Una vez allí, tiró la daga sobre la cama, se lavó la cara, enjuagó la boca y estuvo un rato inmóvil, inclinado el rostro, apoyadas las manos sobre la jofaina mientras le goteaba el agua por el pelo y el mostacho. Al rato se secó la cara con un lienzo y desanduvo camino. Livia Tagliapiera seguía en la habitación donde la había dejado. Estaba en el diván turco, junto a la estufa de porcelana apagada. Tampoco dijo nada cuando lo vio entrar.
– No era sólo un gondolero -confirmó Alatriste-. La muchacha espiaba por cuenta de otros.
Asintió la mujer, grave de rostro.
– Lo so… Io'staba scoltando junto a la porta.
Dio Alatriste unos pasos por la habitación, pensativo. Se preguntaba qué cara pondrían Saavedra Fajardo y Baltasar Toledo cuando les contase aquello. Hasta qué punto alteraba el incidente los planes generales.
– ¿Qué pensa fare vuesiñoría?
Encogió los hombros. En realidad, concluyó con íntimo alivio, él no tenía nada que pensar. O no demasiado. Por esa noche había hecho su parte. O casi. Una vez transmitida la información, las decisiones no serían asunto suyo. Encontrarse con jefes por encima simplificaba admirablemente las cosas. Era lo bueno de la milicia: la cadena de mando. Jerarquías y responsabilidades.
– Seguir adelante, supongo -respondió con sencillez-. En principio, que nos vigilen no significa nada inusual… Como antes dijo vuestra merced, toda Venecia está vigilada.
– Parlo de la serva.
Una vez más admiró la frialdad de Livia Tagliapiera. Su oficio la endurecía, por supuesto. Y una criada infiel no era plato de gusto. Aun así, no olvidaba su mirada indiferente cuando había entrado a interrogar a Luzietta.
– No lo sé -indicó la puerta cerrada con llave-. ¿Podéis mantenerla vigilada aquí hasta que todo acabe?
– E' pericoloso -negó la cortesana-. Por el día hay altri servitori… Eanque cualcuna amica, como sape vuesiñoría.
Lo último lo dijo mirándolo a los ojos, con un aplomo que tenía mucho de tranquilo desafío. Y no estaba exento de curiosidad. Desde que él había entrado a interrogar a la criada, concluyó Alatriste, la Tagliapiera lo miraba de manera distinta. Lo estudiaba, era tal vez la palabra. Recostada en el diván turco. Aquellos ojos tan fijos en él lo hacían sentirse vagamente incómodo.
– La chica está asustada -comentó-. Ha dicho más de lo que debe, y ahora tendrá miedo del tal Nicolo y sus compinches.
Se mostró de acuerdo la cortesana. Eso, apuntó con gran sentido práctico, ayudaría mucho a que Luzietta se mostrara dócil. La sacarían de la casa en una góndola cerrada con toldo para llevarla a lugar seguro. En cuanto a miser Pedro Tovar y su criado -se interrumpió la mujer en ese punto para quedárselo mirando otra vez, expectante-, convendría que en el futuro adoptasen precauciones complementarias.
– También vuestra merced -opinó Alatriste.
Lo dijo con sincera solicitud. No le gustaba imaginar a Livia Tagliapiera en manos de los zaffi, los temibles esbirros de la Inquisición veneciana.
Ahora la cortesana sonreía suavemente.
– ¿So pendalio di forca?… ¿Cómo se diche en spañuolo?
Sonrió él a su vez. Más con la boca que con los ojos. Una mueca medio resignada bajo el mostacho.
– Carne de horca -tradujo.
Ella inclinó ligeramente a un lado la cabeza, cual si calibrase el sonido de las palabras en lengua castellana.
– Sí -concluyó-. Penso que sí.
Se había llevado despacio una mano a la garganta -blanca y suave, apreció Alatriste- de donde salía aquella voz ligeramente velada, casi ronca. Bajo la bata adamascada, los senos abundantes de la cortesana colmaban la camisa de dormir; que en aquella postura, recostada como estaba su dueña en el diván, moldeaba sus formas grandes y todavía espléndidas. Por un instante se preguntó Alatriste si algo de todo eso era casual, y acabó decidiendo que en absoluto. Una mujer con la experiencia de Livia Tagliapiera no dejaba detalles al azar. Sin duda controlaba su cuerpo, por instinto y antiguo oficio, como una bailarina o una representante de teatro al moverse en escena. Sabía sacar partido a cada movimiento propio, asestar el tiro y encaminarlo. Cada actitud y cada mirada.
– Vuesiñoría e' un uomo singolare, miser Pedro.
Era hebrea, recordó Alatriste. Aunque no lo parecía. Judía de origen español, de los llamados marranos que debieron huir de España desperdigándose por el mundo. Se había echado con mujeres de esa raza en otro tiempo, y las recordaba a todas cálidas, densas de piel y carne. Mórbidas y hechas a complacer. Solían tener ojos tristes, que a veces se tornaban peligrosos. Ojos de venganza. Pero los de Livia Tagliapiera no eran así. Había en ellos una calma serena, distante, hecha de muchos hombres, muchos abrazos y mucha vida, sazonada esta noche por el contraste de curiosidad, la fijeza extraña, nueva, con que ella lo observaba. En su larga vida de soldado y matarife a tanto la estocada, Diego Alatriste no había frecuentado mucho a prostitutas. No, al menos, pagándolas. Era de quienes, incluso entre esa clase de mujeres, podía conseguir su compañía sin soltar un cobre, o casi. Y aun, de proponérselo, habría podido vivir, gastar y raspar a lo morlaco, igual que tantos camaradas, a costa del sudor de una coima. En cualquier caso, su vida soldadesca lo había acostumbrado a la indiferencia general que, en materia de sentimiento, las rameras solían mostrar hacia los hombres, incluso mientras escurrían sus bolsas. Todo ello, en fin, hacía que los grandes ojos almendrados de Livia Tagliapiera lo hicieran sentirse incómodo. A esa mirada atenta no escapaba ni uno de sus gestos o movimientos. Y estaba, además, tan extraña palabra, singular, que ella había utilizado hacía sólo un instante. Porque singulares, se dijo tras reflexionar con resignada calma, son las ganas que, muy a pesar mío y dadas las circunstancias, le voy teniendo a esta hembra.
– Cualque día conosco pure vostro vero nombre -dijo ella.
Estuvo a punto de decírselo. Qué más da a estas alturas, pensó por un momento, llamarse Pedro Tovar o Diego Alatriste. Pero se contuvo. Por eso, precisamente. Porque daba lo mismo.
– Quizás -se limitó a asentir-. Algún día.
– ¿Sempre ha sido soldato?
– Nunca dije que lo fuera.
Ella sonreía de nuevo. Ahora, sin saber muy bien por qué, Alatriste se sintió torpe. Casi avergonzado. Era absurdo renegar de lo evidente. Si algo sabía aquella mujer, era mirar.
– Desde que tengo memoria -admitió-. O casi.
Lo dijo forzadamente hosco, vuelto alrededor. Sus ojos se posaron en la jarra de vino y los vasos que seguían en la bandeja sobre la mesa. Sintió la tentación de buscar apoyo en eso, pero estrelló el impulso contra el recuerdo de Luzietta desencajada de espanto, el filo de la daga apoyado en su mejilla húmeda. Así que no más por hoy, maldita sangre de Dios, se dijo. Ni una gota. Ni una lágrima.
– Conoscí a soldatos -dijo Livia Tagliapiera-. Ma no'eran come vuesiñoría.
Ahora sí se volvió a mirarla. La imagen de Luzietta había helado sus ojos y afinado el pensamiento. De nuevo era dueño de sí, como siempre. Un guerrero antiguo moviéndose por un paisaje familiar de puro hostil, sin otro peso ni patrimonio que una espada. Tan lejos de casa.
– Yo conocí a mujeres… Tampoco eran como vuestra merced.
De pronto era ella la que parecía desconcertada. Durante un largo instante estudió los ojos fríos de Alatriste como si los viese por primera vez.
– ¿Sempre mira cosí, miser Pedro?
– No.
Se sostuvieron la mirada un poco más. Al fin fue ella quien la apartó. No lo había hecho hasta ahora.
– Questo e' riesgoso per tuti -dijo, casi en voz baja-. Benque quiascuno tenga su motivo.
Se refería a la ciudad, supuso Alatriste. A la arriesgada empresa que los relacionaba.
– Pero una mujer… -aventuró.
La vio erguirse un poco en el diván turco. Un relámpago de orgullo rasgaba la calma de su semblante.
– ¿Y veneciana? -apuntó, sarcástica.
– Eso es.
Como sin prestar atención a lo que hacía, casi al descuido, ella se quitó la cofia de encaje, sacudiendo con suavidad la cabeza. El acto derramó sobre sus hombros el cabello negro y espeso. Demasiado negro para ser natural, se dijo Alatriste de nuevo, observando la piel sólo vagamente marchita. De cerca, desprovista a esas horas de ungüentos y afeites, mostraba ligerísimas arrugas en torno a los párpados y las comisuras de la boca. Pero lo cierto es que daba igual. La edad daba a Livia Tagliapiera otra clase de belleza madura y serena. Se requiere toda una vida, concluyó, para ser hermosa así.
– Questa chita e' afari de familia, rivalitá mercantile, ambizioni… Tuto entorno a lo steso: potere e denaro.
Calló un momento. Y al hablar de nuevo, el tono de su voz se había endurecido.
– E' asunto di squelta -prosiguió-. De elegir… Conosco al dogo Cornari. Conosco al senatore Renier Zeno… Y elijo a Zeno.
– Si no se echa atrás a última hora -apuntó Alatriste.
Sólo era abrir una puerta para ver si ella entraba o no. Sentía curiosidad por ver a dónde iba a parar aquel tono amargo, reciente. O de dónde procedía.
– Tendrá su parola -afirmó, rotunda-. Zeno odia al dogo con tuta l'ánima.
– ¿Y vuestra merced?
Era la última pregunta posible. O casi. Alatriste apenas podía ir más allá de ese punto, y lo sabía. No acostumbraba a tal género de parla. Mezclar mujeres y conversación de trabajo era terreno resbaladizo, y los sucesos de aquella noche le daban la razón. Con ellas traía más cuenta decir poco que saber mucho.
– Demasiado riesgo por una apuesta política -añadió, y eso ya era demasiado-. Las mujeres sólo actúan así por amor, o por venganza.
– Vuesiñoría e' un gentiluomo… Olvida el denaro.
Se hizo a un lado en el diván, dejando espacio libre. Lo golpeaba suavemente con una mano, invitando a Alatriste a ocuparlo. Negó éste con la cabeza e insistió ella sin palabras. Sonreía, ahora. Tras una breve vacilación, él se sentó a su lado. Lo hizo tenso y en el borde mismo, procurando no rozar siquiera a la mujer.
– Volio contar una storia, miser Pedro… Una amica d'una amica.
La contó. Con la mirada absorta en un punto indeterminado del espacio, vuelto el rostro hacia uno de los tapices de la pared -una escena bíblica, Judith y Holofernes, dedujo Alatriste-, Livia Tagliapiera refirió la historia de una cortesana de Venecia, bella y joven, que muchos años atrás, en tiempos del dogo Leonardo Dona, tuvo tratos con un joven patricio de la ciudad, futuro senador, hijo del también futuro dogo Giovanni Cornari. Enamorado, el joven Cornari dilapidó en la mujer una auténtica fortuna. Cierta noche, a resultas de una historia de celos y reproches, ella le cerró la puerta de su casa, dando preferencia a otros amantes. Suplicó él un nuevo encuentro, accedió ella al fin, y quedó convenida una cena íntima en Malamocco, entre la laguna y el mar, donde pasarían la noche en la casa de unos conocidos. Salieron de Venecia con varias góndolas de acompañamiento con música y refresco, y una vez allí todo transcurrió como estaba previsto hasta después de la cena, a la que también asistieron amigos del joven patricio. Llevándola a la cama, éste le hizo el amor y luego la forzó a ser violada por media docena de sus amigos. Pero la noche no terminó allí. Después gozaron de ella, de todas las maneras posibles, gondoleros, pescadores, campesinos y criados, mientras Cornari anotaba marcas con un trozo de carbón en la pared. Hubo treinta y una marcas, y las últimas correspondieron a dos frailes del monasterio de San Lorenzo. Al amanecer, la mujer fue devuelta a Venecia en una barca cargada de melones.
Livia Tagliapiera no había dejado un instante de mirar hacia Judith y Holofernes mientras contaba la historia. Al terminar permaneció inmóvil, todavía con el rostro vuelto en esa dirección. Absorta su mirada a mitad de camino.
– Comprendo -murmuró Alatriste.
La cortesana se volvió lentamente hacia él.
– Non so sicura de que comprendáis tuto, ma cotesta e' la storia.
Subió un punto el tono. Más frívolo ahora. La joven cortesana de Malamocco, amiga de una amiga, ya estaba lejos. Junto a Diego Alatriste había una mujer a punto de madurez, rotunda y hermosa. Y sonreía.
– Diremo que tengo amichi piú vichini en un bando que n'altro… Piú con Renier Zeno que con il dogo Cornari.
Le miraba de nuevo los ojos, adivinando su deseo. Aun sin tocarla, él podía advertir la calidez cercana de su carne espléndida.
– Tuto se concita, come vede vuesiñoría.
– Todo -murmuró él.
Ella ensanchó la sonrisa. Después se recostó en el diván, abriendo más la bata. Entonces Alatriste puso las manos en sus caderas y se inclinó despacio sobre ella.
La turbia claridad del día, que se anunciaba tan lloviznoso como los precedentes, me encontró en la calle, envuelto en mi capa y sentado en un mojón de piedra, junto a la desembocadura del canal pícolo en el canal grande. Había allí un pequeño bacareto donde solían reponer fuerzas los barqueros que, desde muy temprano, descargaban en los alrededores de Rialto. Yo había salido a la puerta con un pichel de vino caliente y un cuartillo de pan recién hecho, que mojaba en él como desayuno, buscando que el aire frío me despejara una cabeza demasiado atormentada para reposarla en la almohada. Miraba el tráfico de toda suerte de embarcaciones cargadas con frutas, verduras y leña, escuchaba los gritos de los remeros que se avisaban unos a otros en las maniobras y tragaba bocados calientes del pan desmigado en vino. El ardor de mi riña con el gondolero y la cólera por el incidente con el capitán Alatriste habían cedido el campo, a esas horas, a una honda melancolía que la grisura del amanecer y la humedad de los canales no atenuaban en absoluto. De pronto deseaba hallarme lejos de Venecia, del capitán y de todo cuanto se relacionaba con lo que allí me retenía. Aquella ciudad, que yo había soñado en mi entusiasmo inicial fascinante, rica y peligrosa, sólo se me aparecía ahora en esta última forma: una trampa sombría donde ni siquiera resultaba posible establecer de parte de quién militaban la virtud y el buen seso. La imagen de la infeliz Luzietta, espantada, desvalida, rota en llanto, me atormentaba lo indecible. Yo seguía sin creer del todo en su traición deliberada. En lo agitado de mis reflexiones, unas veces protestaba en los adentros, convencido de su inocencia, y otras intentaba disculparla, buscándole ávido toda clase de peregrinas justificaciones. Lo que juro a vuestras mercedes, por quien fui, es que si en tal momento hubiera sido dueño pleno de mis obras, y de no estar unido al capitán Alatriste y a los otros camaradas por compromiso de lealtad, nación y oficio, habría abandonado Venecia sin vacilar, indiferente al término de la aventura que allí me había llevado.
Fue entonces cuando creí ver a la muchacha. Miraba yo hacia la puerta de la casa que daba al canal estrecho, la misma de la pelea, cuando una góndola de dos remos y con el toldo que en Venecia llaman felze se detuvo ante ella. Estaba a treinta pasos, en la orilla opuesta; pero creí reconocer a donna Livia Tagliapiera en la mujer que asomó un momento a la puerta para conversar con los hombres que iban al remo. Luego desapareció en el interior de la casa, y a poco salieron otros dos con aspecto de bravi venecianos, rudos de ropa y maneras, que llevaban sujeta entre ellos a una figura más frágil, embozada en capa larga de paño negro con capucha. Subieron a la góndola, apartaron la embarcación los remeros, y ésta pasó por delante de mí sin que yo, que me había levantado con espantosa desazón y estaba al borde mismo del canal, pudiese ver otra cosa que las cortinas abrochadas. Después la góndola salió al canal grande, torció a la izquierda y desapareció en dirección al puente y el fondaco de los Tudescos.
Si se trataba de Luzietta, como así lo creo, ese amanecer la vi por última vez. En los días siguientes los acontecimientos se precipitaron, y tuve cosas más graves en que ocupar la cabeza y el acero. Su nombre sólo volvió a ser pronunciado una vez, tiempo más tarde, entre el capitán Alatriste y yo. Meses después de que hubiese acabado todo, decidí hacer la pregunta a mi antiguo amo. Me contempló un instante en silencio, cual si dudara; no de su respuesta, sino de mis deseos de conocerla. De verdad quieres saberlo, preguntó al fin, casi sorprendido, aunque el tono de su voz no era en absoluto una pregunta. Respondí que sí, que quería. Y que contaba con todo el derecho a saber. Asintió al oír aquello, ecuánime, sin dejar de mirarme con los mismos ojos helados que se clavaron en mí cuando yo tenía el filo de su daga apoyado en la gorja, en casa de Livia Tagliapiera. Se ahorcó, dijo. Con el cordón de su camisa de dormir, aquella misma noche, en la casa donde la tenían encerrada. Luego inclinó la cabeza para seguir con lo que estaba haciendo -rezurcir a la luz de una vela de sebo unas viejas calzas de lana-. Y yo supe que acababa de atar, para siempre, mis remordimientos a los suyos.