IX. La misa de gallo

No hubo cena de Nochebuena en casa de donna Livia Tagliapiera. La cortesana estaba de pie junto a la ventana del salón grande, mirando la noche. La única luz de la habitación era la del fuego que crepitaba en la chimenea de mármol.

– Es la hora -dijo Diego Alatriste.

Ella no se volvió. Vestía su larga bata doméstica, con una toquilla de lana sobre los hombros, y llevaba el cabello recogido en la cofia de randas. Alatriste dio unos pasos sobre la alfombra, acercándose. Había ido al piso superior a despedirse. Capa doblada al brazo y sombrero en la mano zurda.

– Quizá sea peligroso permanecer aquí -dijo.

La mujer no dio muestras de oír el comentario, pues siguió inmóvil, vuelta hacia la ventana. Pese a la luz rojiza y móvil que la iluminaba lateralmente, su piel seguía pareciendo tersa y blanca.

– Puede salir bien, o puede salir mal -insistió él.

No le gustaba imaginarla en manos del verdugo. Y si las cosas se torcían más, alguien podía acabar yéndose de la lengua tarde o temprano. Habían aconsejado a la cortesana que abandonase la ciudad durante unos días, hasta ver en qué paraba todo; pero ella acogió la propuesta con indiferencia. Tengo mis recursos, había dicho. Mis protecciones. Los medios para componerme con unos o con otros.

Alatriste admiró una vez más el perfil veneciano de donna Livia, y también sus formas rotundas bajo la seda de la bata cortada a manera de túnica. El recuerdo de aquel hermoso cuerpo, recorrido hasta sus más íntimos secretos, le causaba una sensación de profunda nostalgia: carne tibia, deliciosa, inalcanzable ahora; y en su lugar una lejanía gélida e irremediable. Ese desamparo hacía difícil soportar la urgencia de salir afuera, al frío de la noche.

– Quería despedirme -dijo.

No dejaba de sentirse confuso. Casi torpe. Un grano de donosidad todo lo sazona, decían los gentilhombres. Pero él no lo era, y de donoso tenía menos que lo justo. Tales desenvolturas no eran propias de su vida ni su oficio. Tampoco de su talante. Cavilando sobre ello, tardó en advertir que la mujer se había vuelto a medias, el rostro a un lado, y lo miraba.

– Buona fortuna -dijo, inexpresiva.

– Todo fue… -Alatriste vaciló de nuevo, buscando la manera-. Quiero decir que os estoy reconocido… Que gracias.

– ¿Perqué?

Los ojos almendrados, castaños y grandes, seguían fijos en él. Que al cabo frunció el ceño, incómodo. Su flaqueza melancólica se había esfumado por completo. De pronto deseaba hallarse lejos, haciendo cosas que le ocuparan la voluntad. Cosas de toda la vida. En materia de cordura, para hombres como él cualquier variedad resultaba suicida.

– Tenéis razón -admitió.

La Tagliapiera había alzado un poco una mano. Alatriste la tomó un momento en la suya, inclinó la cabeza y depositó un beso rápido, rozándola apenas con el mostacho. Al hacerlo, el mango de su daga tintineó contra la cazoleta de la espada. Y cuando alzó la cara, la mujer seguía mirándolo. No dejó de hacerlo durante el tiempo que él empleó en volver la espalda y cruzar el salón, dirigiéndose a la puerta mientras se ponía la capa sobre los hombros. Una idea súbita lo hizo detenerse en el umbral.

– Mi nombre no es Pedro Tovar -dijo, todavía con el sombrero en la mano.

– Lo só -respondió ella.

– Me llamo Diego.

La cortesana seguía junto a la ventana. De lejos, a la luz indecisa de la chimenea, Alatriste creyó verla sonreír.

– Grazie, don Diego.

– No hay de qué, señora.


Gualterio Malatesta lo acogió con un gruñido malhumorado, impaciente. Diego Alatriste pasó por su lado, y acomodándose la espada entre las piernas se instaló en la góndola que aguardaba en las sombras del canal con el bulto oscuro de un remero en la popa. Allí se cubrió mejor con la capa mientras el italiano ocupaba el asiento a su lado y el gondolero alejaba la embarcación de los escalones con un empujón del remo. La góndola se balanceó con suavidad en el agua quieta, y luego se deslizó despacio en dirección al canal grande, entre las escaleras de piedra, las palinas de madera y los muelles cubiertos de nieve. Algunos pequeños fanales de barcas se movían como lentas luciérnagas por el agua ancha y negra, reflejándose en ella junto a las luces de ventanas encendidas y los halos de las antorchas que iluminaban el puente de Rialto. Dejando éste atrás, la góndola fue hasta la otra orilla para embocar allí un canal más estrecho y oscuro que discurría junto a la iglesia de San Lucas. El pausado bogar no levantaba sonido alguno en el agua tranquila. Sólo a veces, al doblar una esquina, el roce de un pie del gondolero apoyado en la pared para ayudarse en la maniobra, el sonido del remo contra la piedra y el ladrillo, rompían aquel silencio absoluto y lúgubre. Alatriste y Malatesta iban callados. A veces el primero apartaba la mirada de las sombras que llenaban el canal para observar de soslayo el perfil negro del italiano. Y en aquella tiniebla que se antojaba casi confortable, suspendido entre agua, noche y Destino, Diego Alatriste tuvo la impresión de surcar la laguna de los muertos llevado por un Caronte invisible que remara a popa, y de hacerlo en compañía de otro viajero con tan poca esperanza de retorno como él.

Roce suave de madera contra un muelle de piedra. Luego, absoluto silencio. La embarcación se había detenido.

– A partir de aquí seguimos a pie -dijo Malatesta, levantándose-. El puente de los Asesinos está a treinta pasos.


Los vi llegar desde el soportal donde aguardaba apoyado en el muro, junto a la puerta de la taberna: dos siluetas con capa y sombrero moviéndose en la luz brumosa de la antorcha que iluminaba a medias el sitio. Por ordenanza cívica, en atención a la festividad religiosa, aquella noche no había acechonas a la espera de clientes; la estrecha calleja estaba desabastecida de carne. Quedóse Malatesta esperando en el puente y avanzó el capitán Alatriste hasta llegar a mi lado. Se detuvo un momento, sin mirarme, y apartó la pesada y mugrienta cortina. Sus ojos estudiaban fríamente el interior del bacaro.

– ¿Están todos? -preguntó en voz baja, inexpresivo.

– Casi.

Cruzó el umbral y fui tras él. Bullía mucha animación, pues la natividad de Cristo se festejaba según el paisanaje. No había mesa ni banco libres; todo estaba ocupado por quienes despachaban vino como por la posta, remojando de manera conveniente tripas de carnero y trozos de pescado hechos en un aceite tan negro que parecía poso de candil. Olía picante, a humo de fritanga y de tabaco, ropa húmeda y serrín mojado. Habría dentro más de dos centenares de almas entre criados, barcarolos, gente de mar, extranjeros de paso, buscavidas y otra balhurria propia de los canales, el puerto y la laguna. Incluso las daifas corsarias, a quienes el barrachel de la Justa y sus corchetes impedían esa noche patear calles y desabrigar mondongo, echaban allí los garfios de abordaje flojas de corpiño y arremangadas de sayas, voltejeando entre el humo de las pipas y el vaho resinoso de las antorchas de pez que ahumaban las vigas del techo y las grandes barricas de vino. Nada extraño, en aquel ambiente y vocerío, que nuestra cuadrilla, repartida en pequeños grupos para no llamar la atención, pasara inadvertida de modo conveniente. Roque Paredes y los cuatro españoles que con él debían incendiar el barrio judío estaban sentados juntos, haciendo como que se entretenían con una baraja, en lugar desde el que podían vigilar la puerta; y sus rostros rudos apenas se habrían significado entre la concurrencia de no ser por los mostachos soldadescos y barbas recortadas, así como por las capas que conservaban sobre los hombros -ocultando coletos de cuero y ferretería profesional-, pese a que la temperatura allí dentro habría sofocado a Belcebú y a la puta que lo parió.

– No veo al portugués -comentó el capitán.

Era verdad. Martinho de Arcada no había llegado, aunque parte del trozo con que debía asaltar el palacio ducal se encontraba presente. En un grupo de seis hombres, sentados en el lado opuesto de la sala y también con capas y capotes puestos, reconocí a los cuatro que habían desembarcado el día anterior en el muelle de los Mendicantes. No lejos de ellos, los cinco artificieros suecos, cuyos ojos claros y cabellos rubios o bermejos no desentonaban en la babel de voces y apariencias que era el bacaro, permanecían inmóviles cual trozos de carne, disciplinados y pacientes como buenos escandinavos, esperando la orden de salir y arrimarle candela al Arsenal de Venecia o a lo que se les mandara. Me inquietó un poco observar que periódicamente, casi por turnos, cada uno de ellos alzaba la mano para vaciarse en la gola una jarra de algo que, voto a Dios, no debía de ser agua; pero lo cierto es que, vino o aguardiente, no parecía alterarles el pulso. Sus fornidas humanidades parecían muy dueñas de sí. Hechas, de antiguo y por usanza de su nación, a absorber cualquier cantidad de líquido espirituoso como esponjas impasibles.

Seguí al capitán Alatriste cuando cruzó la sala sorteando mesas, bancos y gente en dirección al lugar donde estaba sentado Sebastián Copons. Permanecía el aragonés frente a una frasca de cáramo en compañía del moro Gurriato y Juan Zenarruzabeitia, en tabla contigua a otra ocupada por el catalán Quartanet y los andaluces Pimienta y Jaqueta. Todos, naturalmente, cubiertos también por capas, gabanes y capotes, como mi antiguo amo y yo mismo -habríase dicho que todos los españoles en Venecia teníamos frío aquella noche-. Copons, el moro y el vizcaíno hicieron sitio en su banco, y el capitán Alatriste apoyó las manos en la mesa mugrienta, indiferente a la frasca y al vaso que empujaron hacia él.

– ¿Qué pasa con Martinho? -preguntó en voz baja, sin tocar el vino.

Como respuesta, Copons dirigió significativamente la vista a la puerta, donde el portugués aparecía en ese instante acompañado por dos sujetos mostachudos, de rostro moreno y curtido, que olían a soldados y españoles desde media legua. Sin mirar a nadie, Manuel Martinho de Arcada cruzó la sala con los acompañantes y fue a acomodarse cerca de su otra gente.

– Formados y en orden de revista -resumió Copons.

Acechaba el aragonés a mi antiguo amo con curiosidad profesional, resignada y un punto guasona; cómplice, me pareció, de puro veterana. Lo miraba tal como había hecho docenas de veces en momentos previos a cualquiera de los muchos asaltos que en su anterior vida dieron juntos. Era como decirle de nuevo, sin palabras: ahí están la trinchera, el revellín o el baluarte; la gente ya respira hondo antes de apretar los dientes, cruzar el glacis batido a mosquetazos y esguazar el foso; y a ti corresponde decir «Santiago y puto el último». O lo que digas.

El capitán Alatriste miró a su viejo camarada como si le penetrara sin dificultad el pensamiento, y una sonrisa de mutua inteligencia afloró más a sus ojos que a su boca. Pasóse luego dos dedos por el mostacho, observó el rostro impenetrable del moro Gurriato, cuyo cráneo rapado relucía en la luz grasienta de la taberna, e hizo un leve asentimiento de cabeza a Juan Zenarruzabeitia y a los tres camaradas de la mesa contigua, quienes correspondieron al gesto. Al fin posó en mi brazo una mano enguantada, y en mis ojos los suyos. Por un instante creí adivinar una chispa cálida. Asentí como los otros; mas para entonces ese destello, si es que había existido, se extinguía en su mirada tranquila mientras retiraba la mano, poniéndose en pie. Y se fue de ese modo, sin decir a nadie buena suerte ni despegar los labios.


Los del Arsenal fuimos los últimos en salir de la bayunca. Una vez que el capitán Alatriste hubo desaparecido por la puerta, que tal era la señal convenida, nuestra gente empezó a abandonar el lugar de forma discreta, en parejas o pequeños grupos. Anduvieron primero Roque Paredes y sus cuatro caimanes, seguidos por los ocho que iban con Martinho de Arcada. Los suecos, con aire estólido e indiferente, se pusieron todos en pie en cuanto el que parecía su cabestro lo hizo, y salieron juntos, pocos pasos detrás de Pimienta, Jaqueta y Quartanet. Les fueron detrás Copons y Zenarruzabeitia, y cerramos desfile el moro Gurriato y yo, camino de la calle donde el frío nos mordió de nuevo. Dejando atrás el puente de los Asesinos paseamos la calle larga, estrecha y oscura antes de cruzar canales a derecha e izquierda, en un recorrido que habíamos estudiado veinte veces para no desorientarnos a boca de sorna en sus vueltas y revueltas. Calles y góndolas inmóviles en los canales seguían tapizadas de nieve; que, pisoteada como estaba en los puentes y pasajes estrechos, se convertía en hielo resbaladizo. Crujía el suelo blanco bajo mis botas guarnecidas con polainas y los pasos del moro Gurriato, que caminaba envuelto en su pelosa azul, subida la capucha sobre la cabeza. Pensé en la cruz azuaga que llevaba tatuada en la cara y me pregunté cuáles serían en ese trance sus pensamientos sobre las probabilidades de vida o muerte. Luego pensé en las mías propias, envidiando el fatalismo con que el mogataz afrontaba la vida que junto a nosotros había elegido llevar.

– ¿Todo bien, moro?

– Uah.

Me habría gustado hablar un poco más, aunque fuese en voz baja, para aliviar el hormigueo que me recorría las asaduras; pero en nuestro oficio los silencios solían valorarse más que las palabras. Habla, dijo el filósofo, para que te conozca. De manera que refrené la mojarra por recelo de hacer mala estampa. Peor figura hace el hombre por lo que parla que por lo que calla, y es preciso parecerse al buen caballo de silla, que en la carrera debe mostrar sus bríos, y fuera de ella mantenerse compuesto y quieto. Caminábamos por tanto Gurriato y yo uno junto al otro, pero abarracado cada cual en sí mismo. Para distraerme de lo inmediato, yo pensaba a veces en Angélica de Alquézar -era de esas noches en que me parecía tenerla de veras en otro mundo, lejos de mi vida para siempre- o en la suerte que habría corrido la pobre criadita Luzietta. A ratos, el león de Venecia se encarnaba amenazante en mi imaginación, disponiendo sus zarpas para recibirme; había soñado con eso un par de veces en las últimas noches, y ahora daba más pasos con los pensamientos que con el cuerpo. Puesto que no había elección, quise consolarme con el viejo dicho soldadesco: la muerte sigue al que la huye y olvida al que la enfrenta. Al pasar sobre algunos canales, el frío y la humedad me hacían estremecer, y en ocasiones llegaban a castañetear mis dientes; así que procuré abrigarme con el paño, temiendo que el mogataz interpretara mal mi destemple. A veces, al cruzar un puente o enfilar una calle larga alumbrada por la antorcha de un portal, un fanal o una ventana con luz, alcanzaba a distinguir, destacándose en la penumbra sobre el suelo nevado, las siluetas oscuras de los camaradas que, espaciados entre ellos, me precedían.


Sonaron en la noche, unas calles más allá, las campanas de San Marcos.

– Falta media hora -comentó Malatesta.

Las calles próximas a la Mercería estaban poco transitadas en ese momento, aunque la nieve del suelo se veía pisoteada y resbaladiza. Una antorcha iluminaba un soportal muy estrecho por donde el italiano se internó sin vacilar. Diego Alatriste, que caminaba vacío de pensamientos, fue detrás. En la oscuridad casi tropezó con el bulto negro de su acompañante, que llamaba quedo a una puerta. Se abrió ésta, descubriendo el resplandor de la candela encendida que sostenía una anciana enlutada. La estancia era una trastienda de salumería llena de sacos y barriles, con embutidos y salazones colgados del techo. Tras algunas palabras en italiano, la vieja puso la luz en una palmatoria y se alejó por el pasillo, dejándolos solos. Malatesta, que se había quitado capa, sombrero y jubón, apartó unos sacos, descubriendo un cajón donde había ropas, armas y dos relucientes golas de metal.

– Seamos venecianos -dijo.

Silbaba tirurí-ta-ta mientras se vestía de oficial, y Diego Alatriste se preguntó hasta qué punto aquello era indiferencia absoluta o alarde en honor suyo. Por su parte, se limitó a cambiar la capa de paño pardo por una verde, color de la guardia ducal. Luego, tras una breve vacilación, renunció a ponerse el jubón bordado distintivo de los oficiales, conservando el coleto de piel de búfalo, que seguramente iba a serle de más utilidad. Dispuso la banda verde cruzándose el pecho, y al cuello la gola de acero bruñido con el león de la Serenísima, propio de los oficiales de servicio; y además de la puffer alemana que traía al cinto, de la que giró la rueda del resorte hasta dejarla montada, se artilló con otras dos pistolas de chispa tras comprobar que estaban cebadas y a punto, enganchándolas en la pretina, disimuladas bajo la capa. Todo aquel peso resultaba incómodo, pensó. Pero tranquilizaba.

– ¿Estamos? -preguntó Malatesta.

El sicario sonreía con gesto distraído. Era la suya una sonrisa mecánica, y había dejado de silbar. Se diría que sus pensamientos, fueran los que fuesen, andaban por un lado y aquella sonrisa por otro. Alatriste advirtió que por primera vez no lo veía vestido de negro, como acostumbraba, de la cabeza a los pies. Ahora parecía propiamente un capitán de la guardia del dogo, incluido el detalle de una pluma verde en el sombrero, bajo el que brillaban sus ojos negrísimos de serpiente. Aquel aspecto, concluyó Alatriste, como el suyo propio -con la capa, la gola y cambiando la pluma del chapeo había logrado también una apariencia razonable-, bastaría para ganar los veinte pasos necesarios, capilla de San Pedro adentro, antes de que quienes para entonces siguieran vivos y cerca pudieran reaccionar.

– Estamos -respondió.

A la luz menguada de la candela, la faz estragada de cicatrices del italiano parecía una superficie lunar. La sonrisa sardónica se había esfumado de su boca. Esta era sólo un hueco oscuro, crispado.

– ¿Todo claro?

Diego Alatriste asintió sin despegar los labios, curioso. Así era, concluyó estudiando a su viejo enemigo, como el sicario se enfrentaba a esa clase de lances. Tal su expresión visto de cerca, la tensión de sus rasgos, el tono ronco de voz a una distancia en que casi era posible tocar sus pensamientos. Nada distinto, por tanto. Nada que no conociera de sí mismo. Sólo cierta propensión a las palabras de más, por parte del otro, y aquella sonrisa que hasta muy poco antes había estado allí como una máscara: detalles accesorios del personaje. También Gualterio Malatesta deseaba vivir, igual que todos, pero se resignaba a morir, igual que algunos. Por instinto, Alatriste registró aquella información por si llegaba a serle útil en el futuro -suponiendo que hubiese futuro más allá de la próxima hora-, y luego dejó de pensar en ello. No era momento de entibiarse en nada ajeno a lo inmediato. Por instinto de oficio, su espíritu se concentraba en los pasos habituales: terreno, amenaza, defensa, resguardos, ruta de fuga. Pasado cierto punto sin retorno posible, sólo cabía confiarse ciegamente al protocolo de siempre. El cálculo frío. Las maneras rigurosas de soldado viejo.

– A ello -dijo Malatesta.

Salieron otra vez a la calle nevada, hombro con hombro, envueltos en sus capas verdes. Llegaba de la laguna una brisa gélida, y el frío volvió a morder con ganas; pero ahora eso daba lo mismo, porque Diego Alatriste, concentrado en el paisaje y atento a cada detalle, palpaba bajo la capa la pistola que sacaría primero, comprobaba con el codo que la empuñadura de la daga estaba libre y podía desenvainarla con rapidez, sin traba alguna. Y así, atento a imprevistos o amenazas inesperadas, concentrado en disponer lo que cada paso que daba hacia San Marcos le ponía más cerca, desembocó junto a su compañero en la plazuela de la Canónica: el suelo tapizado de blanco, los leoncillos de mármol a la derecha con melenas de nieve, la fábrica enorme y sombría de la fachada de San Marcos enfrente, iluminada apenas por dos antorchas que, puestas en argollas, ardían con luz brumosa. Pase lo que pase ahí, concluyó con fatalismo profesional, me retiraré por aquí. Expuesto, tal vez, al cruzar de nuevo la plazuela; pero a salvo alcanzando las calles que dejamos atrás. Con Malatesta o sin él. Luego, cinco puentes a la izquierda, hasta el canal. Si llego al otro lado, las posibilidades aumentarán un poco. Creo. O más me vale creerlo. Mientras así sea, tendré ánimo para reñir sin abandonarme.

Tenía la boca tan áspera y seca que habría vaciado medio azumbre sin respirar, si a mano lo tuviera. Miró de soslayo a Malatesta, que caminaba con decisión a su lado: sombrío el rostro bajo el ala del sombrero, silueta oscura en el contraluz de las antorchas y el suelo nevado que crujía suavemente bajo sus pasos. El italiano había sacado de entre sus ropas una llave grande. Estaban ya ante la verja de hierro del portillo, junto al edificio adosado al crucero norte, cuando las campanas de la iglesia sonaron de nuevo, cercanas y ensordecedoras, levantando un aleteo de palomas que surcaron la penumbra amarillenta en todas direcciones desde las balaustradas y cornisas del edificio. En San Marcos acababa de empezar la misa de gallo.


Doce sombras se movían con cautela en la oscuridad, pegadas a las fachadas de las casas próximas a los muros de San Martino, entre la iglesia y el canal. Yo era una de ellas, y avanzaba entre el moro Gurriato y el catalán Jorge Quartanet con el resto del trozo de asalto, seguidos de cerca por los artificieros suecos. Estábamos a un centenar de pasos de la puerta de tierra del Arsenal. Merced a la reverberación del suelo nevado, alcanzábamos a distinguir el contorno oscuro del edificio del cuerpo de guardia conocido como cuartelillo de San Marcos, a la derecha, y el alto mástil situado en la plazuela, que a esas horas estaba sin bandera. Fijando un poco más la vista, podía apreciar también una de las torres de la puerta de mar -la situada a este lado del canal de entrada al tarazanal- y la fachada donde estaba el acceso principal al recinto.

– Vamos -dijo Sebastián Copons.

Desenvainé la doncella, como mis camaradas, y avancé un trecho buscando siempre el reparo del muro y la sombra. Para bregar con más desembarazo habíame terciado la capa doblada sobre el hombro izquierdo, atándola con los cordones. La verja de hierro del portón del Arsenal era ahora visible, negra sobre blanco bajo el frontón triangular de la entrada. Estaba abierta, como esperábamos, y un fanal encendido dentro recortaba media docena de sombras inmóviles, envueltas en capas. El plan era que Maffio Sagodino, capitán de la compañía de mercenarios dálmatas, estuviera aguardando con sus hombres para guiarnos al interior del recinto. Y había cumplido su palabra, pues en pocos pasos pude reconocerlo entre los que esperaban a la luz del fanal. Salimos del resguardo con menos precaución, apresurándonos al cruzar la plazuela. Con la tensión del instante llegué a adelantarme un poco, alcanzando a Copons. El moro Gurriato me iba a las calcas: oía detrás su respiración fuerte y tranquila. Por mi parte, tenía el cuerpo tenso como una ballesta, listo para la acción inminente, y el pulso me latía cada vez más rápido en las muñecas, el corazón y las sienes. Aun así, como mozo acuchillado que era, procuré mantener el chapitel en calma, fijándome con sosiego en cuanto me rodeaba, por si alguien nos madrugaba la encamisada. Que nadie se perdió nunca por mirar dónde pone los pies, y algunos fían tanto del valor que olvidan la prudencia. Quizá por eso, cuando iba a cruzar la verja advertí que algo no iba bien. Todo parecía corriente, y el capitán Sagodino aguardaba en el lugar y hora indicados; pero un detalle me inquietó de pronto: iba sin sombrero ni armas, mientras que los hombres que tenía alrededor llevaban espadas, partesanas y arcabuces con las mechas encendidas. Ahora podía yo ver mejor la cara barbuda de Maffio Sagodino a la luz del fanal, y concluí que no era la de un hombre feliz. Tenía el rostro crispado, y su expresión no cambió al ver que nos aproximábamos a la puerta. Se me erizó la piel.

– Es una trampa -susurré-. Nos han vendido.

Lo hice sin detenerme, en voz muy baja. Pensándolo al tiempo que lo decía. Copons dio dos pasos más mientras digería aquello.

– Cagüendiós -dijo, parándose.

Miré atrás, a la izquierda. La orilla del canal que circundaba el tarazanal se perdía en las sombras, ofreciendo posibilidad de ponerse en cobro. Vacilé un instante, obligándome a pensar; pues en los rebatos gran asunto de cordura es no desbaratarse. Mi dilema era gritar alertando a los compañeros o dejar que lo adivinaran cuando echase a correr: a quien se muda, Dios lo ayuda. Me decidió el estrépito de un portón al abrirse al otro lado de la plazuela, en el cuerpo de guardia del cuartelillo de San Marcos, y la aparición de un tropel de soldados con faroles, armas y mucho ruido de voces. A su vez, retirando a Sagodino, los de la puerta se abalanzaron contra nosotros escalones abajo, seguidos por otra nutrida golondrera que salió del Arsenal. Para ese momento yo estaba ya arrimado a Cristo en plan iglesia me llamo, corriendo como una liebre por la orilla del canal hacia el amparo de la oscuridad, seguido por Copons, el moro Gurriato y Jorge Quartanet; que no se lo hicieron decir dos veces, ni una. La última vez que miré por encima del hombro pude ver, entre danza de faroles y relucir de aceros desnudos, a los suecos que eran tajados como animales, a Juan Zenarruzabeitia apresado y cubierto de heridas, y a Pimienta y Jaqueta que reñían muy agobiados de enemigos, vendiendo caras sus vidas.

Pam. Pam. Zuaaas. Zumbaban arcabuzazos sobre nuestras cabezas o pegando chasquidos en los ladrillos de las casas, y entre tiro y tiro sólo se oía el ruido atropellado de nuestras pisadas en la nieve. Los cuatro que habíamos podido zafarnos corríamos sin gastar verbos, en silencio, reservando el resuello para ese menester. Lo hacíamos por nuestras vidas, olvidados de cuanto no fuera ponernos en salvo a toda calza. Y entre todos yo escapaba el primero, espada en mano, seguro de que si seguía aquel canal hasta el extremo, sin apartarme de él, alcanzaría los muelles del norte de la ciudad; mientras que desviarme de esa ruta sería perdernos en un laberinto de callejas del que no saldríamos nunca. En ese pensamiento andaba, o corría, cuando vi unas sombras destacarse de la oscuridad contra el suelo nevado, muy cerca, sobre el puente que allí salvaba el canal.

Era media docena: gente dispuesta para cortarnos la retirada, o ronda que acudía al ruido de los tiros y no esperaba darse de boca con nosotros. El caso es que nos topamos con ellos sin decir palabra ni detenernos casi, amurcándolos como jarameños saliendo de chiquero. En torno, mis camaradas segaban carne entre chasquidos de tajos, gemidos, maldiciones y centellas de espadas. Sin detenerme, tiré una mojada al enemigo que tuve más cerca, emboqué ese primer golpe en blando, y aquello me estorbó la carrera casi dislocándome un hombro del tirón. Eché el brazo atrás, dolorido, mientras liberaba la temeraria; y el otro, quien fuera -un bulto oscuro con relucir de hierro en la mano fue cuanto vi-, cayó al canal gritando como un verraco degollado, con tanta violencia que casi me arrastra detrás, el hideputa. Recuperé la sierpe, vuelto a otro que se agarraba queriendo clavarme algo, pero de tan cerca y tan torpe que Dios me tuvo de su mano: los piquetes los daba en los dobleces de la capa que yo llevaba terciada al hombro. Le pegué con la guarnición en la cara, con toda mi alma, hasta que al tercer o cuarto baquetazo aquello crujió a manera de huesos o dientes rotos, y mi adversario dobló como un saco de arroz, respirando muy fuerte, húmedo y atragantado, como si vomitara. Aún le di una gentil estocada desde arriba, para asegurarme -gimió largo, como cansado, supongo que echando el ánima-, y luego salté sobre su cuerpo y seguí corriendo por el margen blanco que orillaba el agua negra del canal, mientras frotaba con la otra mano mi brazo maltratado. Para entonces los pulmones me ardían por dentro como si el aire frío los arañase. Mis camaradas venían detrás calcorreando al mismo paso, tan silenciosos como antes, excepto Jorge Quartanet, que debía de haber recibido alguna bellaca cuchillada en el puente, iba descosido de mondongo, y a veces tropezaba o resbalaba en la nieve.

– Estic fotut -le oíamos mascullar.

El moro Gurriato intentó ayudarlo, pero no hubo manera: el catalán corría cada vez con más dificultad, perdiendo sangre y fuelle sin remedio, y el moro tuvo que cuidar de sí mismo. Esas eran las reglas de las encamisadas y los sálvese quien pueda. Quartanet, soldado veterano, lo sabía como nadie. Así que no hubo reproches por su parte. Ni siquiera pidió que lo esperásemos. Lo último que le oí fue un gemido de dolor y un resignado «mare de Deu» entre dientes. Después, el sonido de sus pasos cada vez más lentos fue quedando atrás, y nunca volvimos a verlo.


Pasada la verja, Gualterio Malatesta hizo girar una llave en la otra cerradura. Luego empujó la puerta, que se abrió silenciosamente sobre goznes bien engrasados, y ante ellos apareció la rubia sonrisa del capitán Lorenzo Faliero.

– Benvenuti -dijo éste.

Empuñaba una espada, y en la otra mano sostenía una linterna sorda encendida, cuya parva luz hacía relucir mucho acero a su espalda: las armas de la veintena de soldados que estaban allí prevenidos, ocupando la estancia.

– Arrendetevi -añadió el veneciano- e conseñate le armi.

Diego Alatriste ni siquiera intentó pensar: al filo mismo de la vida y la muerte, tales lujos costaban la piel. Por instinto, con la rapidez de un relámpago, metió mano a la daga cuya empuñadura rozaban sus dedos desde hacía rato, y por encima del hombro de Gualterio Malatesta tiró a la garganta de Faliero una cuchillada lateral, de izquierda a derecha. Casi en el mismo movimiento, cogió la pistola de rueda que traía prevenida, la disparó sin apuntar hacia el interior de la habitación -lo próximo del estampido hizo encoger la cabeza a Malatesta-, volvió la espalda y echó a correr. Lo último que vio a la luz del fogonazo fue la sonrisa de Faliero tornándose mueca de asombro, sus ojos espantados y el chorro de sangre que el tajo de la garganta abierta proyectaba sobre el rostro de Malatesta.

– ¡Cazzo di Dio! -oyó maldecir al sicario, a su espalda.

Alatriste ni siquiera se entretuvo en reflexionar sobre si su compañero estaba con los otros, o de su parte. Más adelante habría tiempo para eso, si lograba mantenerse vivo. Al instante corría por la plazuela de la Canónica buscando el reparo de la oscuridad de las calles cercanas. Había tirado al suelo la pistola descargada, y para ir más ligero cortó con la daga los cordones que sujetaban la capa, dejándola atrás. Oía gritos y pasos precipitados que le iban a la zaga: no sabía si se trataba de gente de Faliero o era Malatesta, ni tampoco si éste huía como él o formaba parte de la jauría perseguidora.

De cualquier modo, descartó la posibilidad de empuñar otra de las dos pistolas que aún llevaba al cinto, volverse a medias y largar un segundo pistoletazo. Eso le haría perder un tiempo precioso, y lo principal era repararse en las sombras intentando despistar a quien lo persiguiera. En el momento de alcanzar el primer callejón oyó rumor de voces y arcabuzazos lejanos, al otro lado de San Marcos: el pobre Manuel Martinho de Arcada y su gente -pensó en ellos de manera fugaz, antes de olvidarlos- estaban siendo exterminados en la puerta misma del palacio ducal.

Se detuvo un instante al otro lado del soportal, mirando a un lado y a otro mientras procuraba conservar la calma y orientarse. Enfundó la daga, pensando en lo más urgente. Tenía el plano de Venecia grabado en la cabeza, aunque en aquella compleja ciudad, y a oscuras, eso no garantizaba nada. La idea era mantenerse en torno a la parte oriental de la plaza de San Marcos, caminando siempre a la izquierda: cinco puentes sobre cinco canales pequeños antes de llegar al canal grande; al lugar donde, en principio -ya no estaba seguro de nada-, debía esperar una góndola para llevarlos a Malatesta y a él al otro lado; al escuero donde -ésa era otra suposición aventurada aquella noche- los embarcaría el contrabandista Paoluccio Malombra.

Volvióse de pronto, alertado por ruido de pasos rápidos al otro extremo del soportal. No vio a nadie, pero convenía tenerlos en respeto, fueran quienes fuesen. Así que empuñó una de las pistolas, apuntó en esa dirección, cerró los ojos para no deslumbrarse con el fogonazo y disparó un tiro.

Luego, sin comprobar los resultados, dejó caer el arma y echó de nuevo a correr. Cruzando un puente para embocar la calle que estaba a la izquierda, vio aparecer en una ventana con luz el rostro de un vecino asustado por el disparo, que se retiró de inmediato al verlo pasar como un fantasma. Corría Alatriste a lo soldado, con paso ligero, procurando mantener un ritmo soportable y sin forzarse mucho, atento a no ser blanco fijo para tiros de pólvora y a no resbalar en la nieve pisoteada y romperse algo. Sobre los aleros de los tejados que casi se tocaban en las calles estrechas, el cielo seguía negro y cerrado, sin rastro de luna. Por suerte, el tapiz blanco del suelo, resaltando los objetos y los contornos, ayudaba a orientarse. Pasado el segundo puente se detuvo otra vez recobrando resuello, al acecho de posibles perseguidores; pero esta vez el silencio era absoluto. Al reparo de las casas, el aire estaba inmóvil, sin soplo de brisa. Se quitó del cuello la gola de acero, arrojándola al agua, y aguardó hasta serenar un poco los latidos desbocados del corazón. Pese a que no llevaba capa -también había perdido el sombrero en la carrera-, el esfuerzo lo hacía sudar: notaba empapada la camisa bajo el coleto de piel de búfalo. Al respirar, el frío condensaba su aliento en bocanadas tan densas que parecían humo de tabaco.

Cruzó dos puentes más, siempre a la izquierda, y siguió la orilla de un canal angosto donde había muchas góndolas cubiertas de nieve amarradas en sus palinas. Al fin, pasando entre una iglesia y una casa de aspecto patricio, de la que procuró esquivar las ventanas iluminadas, entrevió al extremo de una plazuela la anchura negra del canal grande, de donde llegaba un vientecillo frío que heló el sudor en su ropa. Estaba acordado que el gondolero previsto aguardase junto al pontón de San Moisés, al otro lado del canal del mismo nombre. Resguardándose lo más posible en las sombras, Alatriste dejó atrás la iglesia, comprobando que no tenía a nadie tras su huella, y luego cruzó el último puente y tomó la primera calleja a la izquierda. Mientras se acercaba al pontón se movía cauto, como un lobo desconfiado: cada vez más despacio, procurando apoyar el talón de las botas antes que las suelas, a fin de hacer el menor ruido posible. Se detuvo a pocos pasos, muy cerca del canal grande. El pontón estaba desierto: allí no había góndola ni gondolero. Sin el sofoco del esfuerzo, el frío lo hizo tiritar; y por primera vez echó en falta la capa abandonada en la Canónica. Mierda de Cristo, se dijo. Al cabo no me matarán los venecianos, sino una pleuresía. Sus sentidos, sin embargo, estaban pendientes de lo que tenía detrás. Y ahora escuchaba ruido de pasos acercándose. Venía alguien.

Al diablo todo, concluyó. Estaba muy cansado para correr de nuevo, y fuera del pontón de San Moisés ya no tenía a dónde ir. Simple transeúnte o enemigo a sus calcas, quienquiera que fuese estaba de más en ese momento. Y si eran varios, el primero que asomase el hocico pagaría por todos. Que Dios o el diablo proveyeran. Así que buscó el resguardo de un soportal mientras desenvainaba la daga con la mano zurda y empuñaba la pistola con la diestra, tras amartillarla sofocando el chasquido entre los muslos. Respiraba despacio y hondo, para que los latidos del pulso en las sienes no le perturbaran el silencio necesario. Crujía suave la nieve junto a la embocadura del soportal. Un paso. Otro. Y cuando, al tercero, una sombra se destacó en la penumbra, y la hoja de la espada que esa sombra empuñaba se alargó nítida sobre el suelo blanco, Alatriste alargó el brazo y le puso el cañón de la pistola a quemarropa, tocándole la cabeza. Entonces oyó la risa chirriante de Gualterio Malatesta.

– Minchia, capitán Alatriste… Guardad ese chisme. El ruido de un disparo es lo que menos conviene ahora.


Los muros y el campanile de San Francisco de la Viña se alzaban negros en la noche, más allá de las sombras entrelazadas que formaban sobre nuestras cabezas las ramas desnudas de los árboles. De Roque Paredes y la gente del barrio judío no había aparecido nadie. Sólo Sebastián Copons, el moro Gurriato y yo estábamos agachados junto a la tapia del convento, recobrando a boqueadas el resuello mientras estudiábamos la manera más segura de recorrer el último tramo: un murete con un portillo que conducía a una playa rocosa, abierta a la laguna, que se estrechaba en la punta que llamaban de la Celestia. Desde donde estábamos no podía verse otra cosa que la línea oscura del murete y el portillo. Habíamos estudiado el paraje con anterioridad, tanto de día como de noche. Sabíamos que era un sitio provisto de tropa, por estar allí el almojarifazgo de muchas mercancías que llegaban de tierra firme; y su guardia habitual eran cuatro o cinco golondrinos más atentos a cobrar el astillazo de barqueros y contrabandistas que a vigilar lo que se cocía tierra adentro. Lo que esa noche no sabíamos era si los acontecimientos habrían cambiado las cosas; si la guarnición del portillo estaba alerta o reforzada, y si la barca prometida por Paoluccio Malombra aguardaría según lo previsto al extremo de la pequeña playa, o nos íbamos a encontrar, cuando llegáramos, sólo con rocas, agua y noche. Tres dudas que no había manera de resolver sino moviéndonos.

– Peñas y buen tiempo -dijo Copons.

Nos apartamos de la tapia con cautela, cada cual con sus hierros desnudos en las manos. Habíamos acordado que yo me adelantaría cuando estuviésemos cerca del portillo: era el más suelto en parla italiana, y dos palabras oportunas dejarían margen para arrimarnos y ejecutar la sarracina. Un solo centinela que escapara vivo, pregonando nuestra presencia allí, nos haría dar con los huevos en la ceniza.

– Ahí están -susurré.

Dos bultos en pie, apoyados en el murete, y otros dos en el suelo, negros sobre el blanco del suelo nevado, en torno a un braserillo del que el viento de la laguna arrancaba chispas. Me solté la capa que llevaba terciada al hombro para que su vuelo disimulara mis armas: espada envainada -podía estorbarme para reñir en corto y a oscuras- y daga en la mano diestra. Luego salí a descubierto, caminando hacia el portillo con mucha flema. O aparentándola. Pues, como había escrito ya Calderón de la Barca, o estaba a punto:


Estas acciones no son

hijas de la bizarría;

el morir no es valentía,

sino desesperación.


Con cada paso, la sangre me batía en los oídos, ensordeciéndolos hasta el punto de apagar el rumor del viento y el chapaleo del agua en la orilla próxima de la laguna. Silencio, repetían mis adentros. Te va la vida. Todo debe ocurrir con poco ruido.

– Buonanotte -saludé, muy desenvuelto.

– ¿Cosa vuo…? -empezó a decir uno de los centinelas, desabrido, separándose del murete.

Tanteé con la mano izquierda, calculando sitio y distancia, y casi en el mismo movimiento le metí al centinela mi daga en la canal maestra, hasta la guarnición. La voz se le quebró en un gruñido, como si expulsara aire líquido; y todavía estaba en pie, gruñendo y tambaleándose como borracho, cuando por mi derecha e izquierda las sombras de Copons y el moro Gurriato se abalanzaron contra los otros. Sonaron chasquidos de carne abierta y gemidos sordos mientras yo recuperaba mi daga y el centinela degollado me caía a los pies. Salté sobre su cuerpo y fui adelante, cebado en la pelea, contra un bulto que se incorporaba al resplandor chisporroteante del braserillo. Coincidí allí con Gurriato, que ya había despachado a otro centinela como por la posta. Entre los dos sujetamos al que intentaba levantarse, inmovilizándolo contra el suelo mientras procuraba sofocarlo con mi capa para ahogar sus gritos, al tiempo que con mucha diligencia el mogataz lo cosía a puñaladas. Chac, chac, chac, chac, chac, sonaba interminable. Dejó el infeliz de estremecerse al fin, sin lograr decir en alto esta lengua es mía. Todo era de nuevo silencio excepto el leve rumor del viento y el chapaleo del agua en la orilla cercana, al otro lado del murete y el portillo. Nos quedamos un momento quietos, recobrando el resuello. Después sequé lo mejor que pude mis manos húmedas de sangre -todavía caliente y viscosa- en las ropas del muerto, y me puse en pie. Sebastián Copons apagaba el braserillo echándole puñados de nieve encima.

– ¿Todos bien? -preguntó.

Un breve quejido de Gurriato al incorporarse reveló que no todos lo estábamos. Su primer adversario, más rápido que los otros, había tenido ocasión de meterle media cuarta de acero en las costillas cuando el moro le fue encima, antes de ser despachado. No parecía araño serio, nos aclaró el mogataz rechinándole los dientes mientras se metía un dedo en el estrago para calcular lo hondo. Pero estorbaba. Le improvisamos un vendaje con nuestros lienzos de faltriquera, apretando para detener la hemorragia. Se tenía derecho, muy entero, y no requirió nuestra ayuda cuando pasamos el portillo, saliendo a la playa de guijarros nevados.

– Démonos prisa, rediós -urgía Copons.

El aire frío y salino -olía a moho, fango y algas- me despejó los ojos y el campanario, helando el aguanieve de mis ropas y la sangre del centinela que, mezclada con la del moro Gurriato, me quedaba en las manos. Ante nuestra vista, la laguna parecía una vasta llanura desierta y negra, sin una sola luz, cuyo borde se agitaba en la orilla con una fosforescencia de espuma. La línea de costa, perceptible en la oscuridad gracias al manto de nieve, se perdía describiendo una curva hacia la masa oscura de los muros del Arsenal. Miré por última vez hacia San Francisco de la Viña por si veía aparecer a gente de Roque Paredes; pero supe que no vendría nadie.

– ¡Avivad!… ¡Avivad!

Corrimos de nuevo, esta vez por los guijarros blancos que crujían bajo nuestras botas. Yo avanzaba con la daga todavía en la mano, crispado por la tensión y la incertidumbre, preguntándome si la gente de Paoluccio Malombra habría cumplido su compromiso. Asustado, lo confieso, por la idea de vernos sin retirada posible, librados a nuestra suerte en aquella ciudad enemiga que con tanta profusión habíamos jalonado de cadáveres.

– Cagüen mi santo -oí exclamar a Copons.

Parecía un punto conmovido, y me extrañó el tono, por lo inusual. Miré alrededor, inseguro de si alarmarme más o esperanzarme con aquello. La Celestia se estrechaba hacia su extremo, en una punta rocosa que hacía las veces de espigón. Y allí, al término de la playa nevada, alcancé a divisar la forma oscura de una embarcación sin luces que se balanceaba en la marejadilla.

– ¿Son los nuestros? -pregunté.

– ¿Y quién si no?… Aprieta, que más nos vale.

Sosegado, feliz, agarré del brazo al moro Gurriato para ayudarlo a recorrer el último trecho. Y entonces, con el egoísmo del superviviente, pensé por primera vez en la suerte que estaría corriendo el capitán Alatriste.


– Es lo que creo -concluyó Gualterio Malatesta-. Faliero nos vendió a todos. Tal vez lo descubrieron y cambió de caballo a media cabalgada, o estaba en ello desde el principio.

– Pensaba que era pariente vuestro.

– Sí… Pero ya veis. Las familias no son lo que eran.

Diego Alatriste esbozó una sonrisa en la oscuridad. El sicario era, como él mismo, una sombra arrimada a la pared, junto al pontón de San Moisés.

– Hay cosas -añadió Malatesta- que tal vez no sabremos nunca.

Frente a ellos, más allá del muelle desierto y las palinas de madera que se erguían verticales con sus monteras de nieve sobre el agua, el canal grande era un tajo negro, ancho, partiendo la masa oscura de los edificios que lo orillaban.

– También he dudado de vuestra merced -confesó Alatriste.

Un crujido gutural. Sonaba, queda, la risa chirriante del siciliano.

– Con razón, supongo… En cierto momento no me habría importado cambiar de bando, si alguien me hubiese hecho una buena oferta. Ese fue el error del pobre Lorenzaccio: no confiarse a mí… Debió de creerme más leal a mis principios de lo que soy.

– Espero que ese bellaco esté muerto.

– Ah, de eso no tengo la menor duda… Aquella cuchillada que le dio vuestra merced le abrió la gorja un palmo, delante de mis narices… Todavía tengo sangre en la cara, del chorro que salió.

Aventurándose un paso fuera del portal donde se resguardaban, Malatesta reconoció los alrededores. Diego Alatriste le fue detrás, estudiando la orilla del canal. Aparte alguna ventana iluminada a un lado y a otro, todo parecía desierto. Tranquilo.

– Reaccionasteis bien -siguió diciendo el italiano-. Ni yo mismo habría sido tan rápido con la daga… Y el pistoletazo fue muy oportuno. Tuvo en respeto a los de dentro el tiempo suficiente para quitarnos de en medio. El único reproche es que el tiro sonó a un palmo de mis orejas, cuando no lo esperaba. ¡Giuraddío!… Tengo el oído derecho como un parche de tambor flojo.

Caminaban ahora muy juntos buscando los rincones más oscuros, rozándose los hombros, atentos al menor ruido que surgiera a su espalda. El viento helado que corría a lo largo del canal hizo que Alatriste lamentase otra vez haber dejado caer su capa durante la fuga. Enfriado tras el sudor de la carrera, a trechos tiritaba bajo el coleto de piel de búfalo. Sin embargo, concluyó resignado, aquello no tenía remedio. En todo caso, se dijo, mejor fortuna era sentir frío que hallarse tumbado en la nieve con las entrañas abiertas y no sentir nada en absoluto.

– Oí lo que le pasaba a la gente del palacio ducal -comentó-. A Martinho de Arcada y los suyos.

– Yo también lo oí… Mala suerte para ellos.

Una punzada amarga. Alatriste hizo esfuerzos por alejar los pensamientos que le venían a la cabeza. Rostros amigos cuya suerte le era incierta. En el acto rechazó la idea, haciéndose violencia. No era bueno que sentimientos de esa clase le alterasen el pulso y la vista. No en tales circunstancias, junto a un Gualterio Malatesta del que, pese a la coyuntura, no lograba fiarse del todo.

– El resto también habrá caído -dijo pensativo-. Los del Arsenal y la aljama.

Se mostró de acuerdo Malatesta, con mucha indiferencia y desapego. En Venecia, opinó, estaban lejos de hacerse las cosas a medias. Si a esas horas quedaba alguno vivo, aparte Diego Alatriste y él mismo, estaría pasando un mal rato.

– No me apetece conocer la cárcel de los Plomos -concluyó-. Con mis últimas experiencias en Madrid, en tratos de cuerda anduve bien servido.

Se había detenido sobre el pontón mismo, silueta oscura sobre el suelo blanco, mientras Diego Alatriste vigilaba los alrededores. Allí no había góndola ni gondolero, y el canal se ensanchaba ante ellos, infranqueable. El único puente para cruzar era el de Rialto, que se hallaba lejos y, sin duda, vigilado. Observando los edificios en sombras, Alatriste pensó en donna Livia Tagliapiera. Le habría gustado saber qué era de ella, a tales horas. También se preguntó si la cortesana se hallaría en el bando de los traidores, o de los traicionados.

– Mañana todo zumbará como una colmena -opinó Malatesta, regresando del pontón-. Imaginaos: los venecianos frotándose las manos mientras piden explicaciones al embajador de España, y unos cuantos compatriotas vuestros expuestos al público, colgados entre las columnas de San Marcos o echando la sopa ante el verdugo -dirigió en torno una ojeada suspicaz- Así que procuremos no ser nosotros.

– También puede ocurrir de otra manera -dijo Alatriste.

– ¿De cuál?

– Que se haga a la sorda.

– ¿Qué os hace pensar eso?

– Nada en particular. Pero es cierto que todo se ha llevado a cabo con mucha discreción. ¿No os parece?… La ciudad entera debería estar patas arriba, y ya veis. A salvo el dogo, si es que alguna vez corrió peligro real, Venecia parece en calma. Vuestra merced y yo deberíamos tener detrás a cientos de hombres, pero no es así. Nos echaron encima lo justo. Como si fuéramos poco peligrosos.

Un breve silencio. Malatesta consideraba aquello por lo menudo.

– ¿O no quisieran escandalizar demasiado?

– Algo así.

– Hum… Interesante.

Se alejaban de San Moisés, callejeando cautos por lugares angostos, procurando mantenerse orientados hacia la izquierda para no alejarse del canal grande.

– El otro día, alguien comentó una cosa que ahora cobra sentido -dijo Alatriste mientras cruzaban un puente-. El duque Vincenzo Gonzaga se está muriendo, sin hijos que le sucedan… Es posible que las tropas españolas invadan Mantua y el Monferrato, desde Milán.

– Cazzo… Eso arriesgaría una guerra con Saboya y con Francia, ¿no es cierto?… Y la cólera del papa.

– Puede ser.

Silbó muy quedo Malatesta su tirurí-ta-ta, y no dijo nada durante unos pasos. Era evidente que aquello le daba en qué pensar.

– Lo que, de pronto, deja el asunto de Venecia en lugar secundario -resumió al fin-. Incluso incómodo.

– Así lo veo yo… La intervención aquí distraería fuerzas necesarias en otra parte. Sería demasiado morder, todo junto… Un escándalo para Italia y toda Europa.

Se había parado el sicario, como si le costara dar crédito.

– ¿Queréis decir que pueden habernos traicionado los propios españoles?… ¿El conde-duque? ¿El embajador?… ¿Que a estas horas ya no hay ahí afuera barcos con tropas del rey católico?

– No quiero decir nada… En materia de traiciones, el experto sois vos.

Hubo un silencio, seguido de rumor líquido. Malatesta orinaba sobre la nieve.

– Tiene sentido. Por la puerca Madonna que lo tiene.

Caminaron de nuevo, internándose por un callejón tan estrecho que uno debía preceder al otro, pues resultaba imposible ir emparejados. Se apartó Alatriste para ceder el paso. Ni siquiera en tales circunstancias deseaba dar la espalda al italiano.

– Me sorprendéis, señor capitán -dijo éste sin volverse, mientras caminaba delante-. No os imaginaba tan ágil de mente en dibujos de cancillerías.

– Pues ya veis. A la fuerza, ahorcan.

Rió siniestro el otro.

– Lo cierto es que tenéis razón -admitió-. El golpe puede venir de ahí… Desde luego, el precio es irrisorio. A cambio de calmar a los venecianos y desarmarlo todo, se sacrifica a una veintena de soldados que a nadie importan… Conspiración de aventureros. Punto.

Habían salido de nuevo a la orilla del canal grande, tras pasar dos puentes. Esta vez fue Alatriste quien se adelantó en descubierta, a echar un vistazo prudente. Si no le engañaba el recuerdo del plano que tenía memorizado, debían de hallarse cerca del pontón de Santa María Zobénigo. La iglesia quedaba a su espalda, al extremo de una plazuela rectangular y blanca como una sábana.

– La enfermedad de don Baltasar Toledo, suponiendo que sea cierta, no ha podido ser más oportuna -dijo mientras miraba a uno y otro lado-. Deja fuera de esto a la única persona de rango y calidad mezclada en la conjura. Y nos pone a vuestra merced y a mí en cabeza de todo. Simple carne de horca.

Crujió otra vez, contenida, la risa de Malatesta.

– De los que se rascan la sarna.

– Exacto.

– Un oscuro soldado y un sicario.

Alzó un dedo Diego Alatriste, puntualizando.

– Que ya quiso matar a un rey.

– Vaya. Bien pensado… Dos lindas cabezas de turco.

Con aquellas palabras en la boca, Malatesta avanzó hasta situarse junto a Alatriste, mirando también alrededor. Con el reflejo pálido de la nieve casi podían distinguirse, nítidas, las facciones del italiano. Los ojos le brillaban bajo el ala del sombrero cual si tuvieran fuego propio, casi divertidos con la situación. Tú y yo, parecían decir. Al cabo de tantos años tirándonos cuchilladas, henos juntos en la misma mierda.

– Bueno. ¿Qué más da?… Cuando no traicionan unos, lo hacen otros.

Tras apuntar eso con galana indiferencia, el sicario dio unos pasos hacia el pontón.

– El caso es que vuestra merced y yo estamos vivos y libres de momento -añadió-. Y si mis ojos y la noche no me engañan, allí veo una barca que está pidiendo a gritos que alguien suba en ella.

Miró Diego Alatriste en esa dirección, esperanzado.

– ¿Puede ser nuestra góndola?

– No creo. Parece un sándalo, y no veo a nadie cerca. Mas puede hacer el avío… ¿Sabéis manejar el remo y la fórcola? Yo tampoco. Pero es buen momento para aprender.

– Lo mismo hay un barcarolo dormido dentro, bajo las mantas.

– Pues lo siento por él… No está la noche para dejar atrás testigos.

– Poco os preciáis de cristiano -se chanceó Alatriste, guasón-. Un antiguo monaguillo como vos. Y en Nochebuena.

– No jodáis, capitán.

No había nadie en la embarcación, ni cerca de ella. Y a partir de ahí, todo transcurrió en silencio. O casi. Mucho tiempo después, Alatriste aún recordaría con nitidez el sonido del remo con que Malatesta apartó del pontón el sándalo cubierto de nieve. También el frío intenso, los reflejos de luces aisladas y distantes en el agua negra, el balanceo mientras se alejaban canal adentro bogando con torpeza, en un zigzag que tras cierto tiempo y esfuerzo acabó llevándolos a la otra orilla. No faltó un momento de tensión cuando una caorlina grande, alumbrada por un fanal amarillento, estuvo a pique de abordarlos entre voces furiosas de sus remeros, que los insultaron en dialecto veneciano -¡Ehi, ciò, fioi de cani!, gritaban-. Y, al fin, el golpe del sándalo contra la piedra del otro lado, el verdín donde Alatriste estuvo a punto de resbalar cuando pisaba suelo firme, la orilla nevada y desierta del canal que, tras dejar dos puentes atrás y a la izquierda, los condujo en línea recta hasta el escuero, en cuyo cobertizo de madera negra entraron sigilosos como sombras asesinas, espada y daga en mano, para encontrar a Paoluccio Malombra apaciblemente sentado junto a un brasero entre góndolas a medio construir, con un alfanje metido en la faja, una sonrisa entre las espesas patillas y un pellejo de vino al alcance de la mano. Fumando una pipa de barro cuyo olor de tabaco se mezclaba con el de la pintura, la cola y la brea de calafate. Después de todo, pensó Alatriste envainando los aceros, quizá no sea ésta la ciudad donde moriré.


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