La recluta llevó poco tiempo. Después de algunas visitas a los camaradas de los barracones militares de Nápoles, oportunamente rematadas con jarras de lo añejo en las tabernas del Chorrillo, mi antiguo amo comprometió a una linda cherinola de caimanes, soldados en activo todos ellos, que recibieron en el acto una licencia especial, contabilizada como tiempo de servicio, de tres meses de duración. Se decidió que el grupo, con instrucciones de encaminarse a Génova por mar y desde allí a Milán, embarcaría en Nápoles tres días después de que el capitán, don Francisco de Quevedo y yo emprendiésemos viaje, también por mar, a la Fiumara de Roma, de donde íbamos a remontar el Tíber hasta la ciudad de los papas. Integraban el grupo expedido a Milán nuestro viejo amigo aragonés Sebastián Copons, el moro Gurriato y otros cuatro hombres de fiar, todos de nuestro tercio: gente cruda y de poca lengua, muy fogueada en las galeras o en Flandes, con la que en algún momento de su larga vida militar coincidió mi antiguo amo. Uno había estado con nosotros en la matanza de las bocas de Escanderlu: era vizcaíno y tenía por nombre Juan Zenarruzabeitia. Completaban el grupo dos andaluces, Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta, y un catalán llamado Jorge Quartanet. De todos hablaremos más adelante por lo menudo.
En lo que respecta al capitán Alatriste, don Francisco de Quevedo y yo, hicimos cinco leguas de camino de la Fiumara a Roma, sin otra novedad que un episodio algo chusco que nos sobrevino con sus murallas casi a la vista. Subíamos por la margen izquierda del río, en carruaje cubierto tirado por cuatro mulas, cuyas ruedas seguían el trazado de una antigua calzada del tiempo de los romanos. Discurría ésta por un paisaje agradable, amenizada la campiña del Lacio por las copas anchas de los pinos y los vestigios de la antiquísima civilización que, en forma de vetustas ruinas, arcos o demolidas tumbas, aparecían de vez en cuando a uno y otro lado del camino. Fue en uno de estos parajes, poco antes de llegar a la iglesia de San Pablo Extramuros, cuando nuestro carruaje se detuvo por un imprevisto. Dormitaba yo, apoyado en el duro cabezal de cuero del respaldo, y dormía a mi lado don Francisco, cruzadas las manos en el regazo y roncando como un obispo. Debía de velar el capitán Alatriste, pues cuando el detenerse del carruaje y las voces que sonaban afuera -las del cochero, el postillón y otras más airadas y desconocidas- me hicieron abrir los ojos y volver en mí, encontré la mirada prevenida de mi antiguo amo, que con un dedo sobre el mostacho recomendaba silencio. Tendí la oreja hacia lo que afuera se cocía, para comprobar que las voces subían de tono y que el cochero y el postillón protestaban lastimeros.
– Bandidos -susurró el capitán.
Por Dios que sonreía, o casi, mientras empuñaba una de las dos pistolas de viaje que llevábamos, cebadas y a punto, bajo los asientos. Me espabilé de golpe. No hacía ni una hora habíamos estado de charla con don Francisco sobre el gran número de salteadores y gente del araño que, en los distintos caminos que a Roma llevan, hacían galima desvalijando a viajeros y peregrinos. Que si en España, con nuestra rota geografía, nuestro quebrado talante y nuestra torcida Justicia, nunca anduvimos cortos de quienes se echaban al campo de grado o por fuerza para cosechar lo ajeno, tampoco Italia fue a la zaga en desollar bolsas a salto de mata: las guerras, los disturbios, el hambre y la poca vergüenza alumbraban de continuo jábegas de tropeleros dispuestos a todo, sin Dios ni ley. Y los estados pontificios de su santidad Urbano VIII no eran una excepción. En cuanto a la cuadrilla que nos había tocado en suerte, pensé que debía de haber estado al acecho en un pinar próximo, o quizá tras los arcos arruinados de un antiguo acueducto que en aquel lugar discurría durante cosa de un cuarto de legua, a un lado del camino. Por las voces calculé cuatro o cinco sujetos. Uno hablaba muy alto, insertando sonoras blasfemias en cada media docena de palabras. Repetía mucho, como soniquete, giuraddío, t'ammazzo y bravatas así. Supuse que era el jefe.
– ¿Qué diablos…? -empezó a gruñir don Francisco, la boca pastosa, removiéndose en el asiento.
Alcé una mano para recomendarle silencio, como había hecho conmigo el capitán Alatriste. En ese momento, al otro lado de la ventanilla abierta del carruaje apareció un rostro hirsuto, con una barba feroz y unos ojos negros bajo unas cejas que parecían de oso. El bandido se tocaba con un sombrero de ala corta y copa cónica, rodeada por cintas de colores de las que pendían imágenes de santos, cruces y escapularios, y empuñaba una escopeta de caza. Se había asomado a ver quiénes ocupábamos el interior, con el aire confiado del que espera vérselas con pacíficos viajeros abrumados por las circunstancias; y todavía dispuso de un instante para comprobar su equivocación: el que medió entre el momento en que vio el agujero negro del cañón de la pistola que el capitán le apuntaba entre los ojos y el disparo que le deshizo la cara, echándolo para atrás como si lo apartasen con una coz. Confuso por el estampido del arma, con la picante humareda de pólvora en las narices, me las arreglé para echar mano a la temeraria y precipitarme afuera tras abrir la portezuela, mientras el capitán empuñaba la segunda pistola y hacía lo mismo por el otro lado, y don Francisco, despierto por completo, se revolvía afanoso en busca de sus armas.
Aparte del que ya estaba en el suelo, tirado como un pedazo de carne, había otros cuatro, de apariencia semejante al de la ventanilla: dos de ellos, armados con alfanjes y terciados, sujetaban las ramaleras de las mulas; otro se hallaba junto al pescante con una partesana en las manos, y a un cuarto se le veía algo más lejos, apuntando al cochero y al postillón con un arcabucete de rueda. El disparo los había cogido a todos de improviso; y cuando asomamos el capitán y yo, cada uno por un costado del coche, seguían boquiabiertos e inmóviles cual milagros de cera. Fuime por derecho al de la partesana, aunque recelando de soslayo del que tenía el arcabucete; pero el capitán Alatriste estabilizó ese flanco largándole al bandolero el segundo pistoletazo, que lo tendió en el suelo cuan largo era. Para ese momento, con la ligereza de pies y manos propia de mi juventud, yo le había hecho un quite al mío, desviándole el hierro de la partesana, y metiéndome a fondo a lo largo del asta y de su brazo le había pasado los hígados por el filo de la de Juanes. El chillido del bandolero, al verse espetado de parte a parte, casi quedó sofocado por las voces de don Francisco de Quevedo, que salía del carruaje espada en mano y echando venablos, resuelto a batirse con quien se pusiera delante. Pero ya era poca ropa. Mi adversario, al que yo había retirado el acero de la herida, caía de rodillas sobre las viejas piedras de la calzada romana. Por su parte, el capitán Alatriste se las había con otro, al que acosaba con violentas cuchilladas. El cuarto malandrín, al verse dejado para luego, no lo pensó dos veces: con buenas zancadas hizo peñas y buen tiempo, tomando las de Villadiego.
– ¡Vieni quá, sfachato! -le gritaba don Francisco, en buen toscano- ¡Vieni, que ti tallo la grondalla!
Lo que venía a decir, más o menos, que iba a rebanarle la canal maestra si le daba una oportunidad. Pero el bellaco no se la daba: corría campo a través, y a poco se metió en el pinar, y ya no lo vimos. Miraba el poeta en torno, muy fosco y apitonado, molesto por no hallar a nadie en quien envasar la centella y dando latigazos con la hoja en el aire. Mas aquello era negocio hecho: el del pistoletazo en la cara y el del arcabucete estaban donde habían caído, dadas las ánimas a quien se las dio; el mío se había puesto más cómodo, de costado en el suelo, y seguía desangrándose por el descosido sin darnos molestias; y el capitán tenía acorralado al suyo contra una rueda del carruaje. Justo en ese momento, con un mandoble casi despectivo, lo desarmaba de su espada y le ponía la punta del acero en la gola, con ojos de matar.
– ¡Clemenza! -balbució el bergante, aterrado.
No era un jovenzuelo. Debía de sobrar los treinta, y la cara morena y sin afeitar tenía la misma apariencia feroz que la de sus compañeros. Como ellos -tampoco en eso se diferenciaban los bandoleros italianos de los nuestros-, iba cubierto de medallas, estampas, crucifijos y escapularios que le pendían del sombrero, el cuello y los ojales del sucio jubón. Desde donde me hallaba, casi pude olerle el miedo: una mancha de incontinencia húmeda se extendía por su calzón, muslos abajo. Por un momento creí que el capitán iba a despachar el asunto con la presteza que solía, apretando la punta y santas pascuas. Pero no lo hizo. Se quedó mirando la cara del malandro, como si buscase algo en ella. Un recuerdo, tal vez. Una imagen o una palabra.
– ¡Misericordia, siñoría! -suplicó de nuevo el otro. Vi a mi antiguo amo mover la cabeza a uno y otro lado, despacio, como negando algo. Cerró el miserable los ojos, profirió un gemido de angustia infinita y apoyó la cabeza en la rueda, creyendo que le negaban cuartel; pero yo cataba lo suficiente al capitán Alatriste, y supe que aquello responda a otra cosa. No es cuestión de misericordia, es lo que decía aquel gesto. No se trata de eso en absoluto. Podría estar en tu lugar, quizás. O tú en el mío. Todo es cuestión de qué naipes tocan en la grasienta baraja de la vida. Entonces, como un león harto de matar que alza la zarpa por hábito y no por hambre, y la retiene al fin y no la abate, así retiró el capitán Alatriste la punta de su espada de la garganta del bandido.
Roma, caput mundi, ombligo del catolicismo, reina de las ciudades y señora del orbe, como dijo don Miguel de Cervantes, era mucha Roma. La veía yo por segunda vez, y admiré asombrado, de nuevo, sus palacios y jardines suntuosos, las cúpulas y campanarios de sus iglesias, los edificios antiguos, las plazas con hermosas fuentes labradas, los vestigios de mármol y piedra que por todas partes ennoblecían la ciudad de San Pedro y de los papas. Entramos a media tarde por la puerta Paolina, que está situada junto a la pirámide funeraria de Cestio; y tras callejear un poco llegamos unto a los muros, todavía en pie, del magno edificio que los antiguos romanos llamaron Coliseo. Ante cuya formidable fábrica, don Francisco de Quevedo no pudo contenerse y recitó, en mi provecho:
Buscas en Roma a Roma, oh peregrino,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas
y tumba de sí propio el Aventino.
Versos de los que parecía mostrarse orgulloso, y que nos espetó con aire casual, como si acabara de improvisarlos. Olvidando, sin duda, que ya se los habíamos oído recitar tiempo atrás, achispado ante una jarra en la taberna del Turco. Puse cara de primerizo mientras el capitán me guiñaba un ojo, y se los alabé mucho a don Francisco; con lo que éste me dio unos golpecitos en la rodilla y siguió ilustrándome sobre cuanto veíamos, muy conocido por él de sus anteriores estancias y sus innumerables libros leídos. Cruzamos al poco rato la plaza Navona: hermoso recinto donde creí hallarme de golpe en la España misma, pues muchos de los instalados allí desde tiempos del gran emperador Carlos V eran de nuestra misma nación y lengua, que oí hablar desde el carruaje, al paso, en boca de criados, taberneros, mujeres, tenderos, soldados y gente de toda laya, a menudo en esa parla franca salpicada de italiano que solemos usar los españoles en Italia. Muy cerca estaban las escuelas pías fundadas por el español José de Calasanz, que junto a San Pantaleón vivía, y que en el tiempo que narro ya era considerado il più grande catechista di Roma. También los embajadores de España, hasta su traslado reciente a otro lugar cercano a la Trinitá dei Monti, habían habitado mucho tiempo un palacio vecino. Podían encontrarse allí tiendas de libros y estampas en la lengua de Castilla, y hacia la parte oriental de la plaza se alzaban, además, la iglesia y el hospital de Santiago, llamados de los Españoles, donde se atendía tanto la salud del alma como la del cuerpo de nuestros compatriotas.
No eran ésas las únicas necesidades que allí se resolvían. En el vecino barrio de Pozzo Bianco, alrededor de la iglesia de Santa María de Vallicella, se concentraban numerosas mancebías y lugares de prostitución. Que, si cual suele decirse, el hombre donde nace, la mujer donde yace y la puta donde pace, en torno a la silla de Pedro pacían más meretrices que frailes; y entre ellas, no pocas españolas. Menudeaban allí muchas andaluzas -unas lozanas y otras no tanto- de Sevilla y Córdoba, o que de allí se decían, venidas a hacer las Italias a todo trance, siguiendo a soldados y rufianes o por su cuenta, como apuntaba el antiguo refrán: moza para Roma y vieja a Benavente. Diestras todas ellas en ser putas en las dos maneras, pese a adornarse con nombres como doña Elvira Núñez de Toledo o doña Luisa de Guzmán y Mendoza; pues, ya lo dije alguna vez, nunca conocí a una daifa española, incluidos los calloncos más bajunos y cabalgados, que no se dijera de la sangre de los godos por muchas suelas que clavetearan sus padres y abuelos. Otras mujeres, más repartidas éstas por los barrios de Regola y San Ángelo, eran de las llamadas marranas: hebreas conversas descendientes de familias expulsadas de España en el siglo viejo. Y como podrá comprobar el curioso lector más adelante, una de ellas, aunque en diferente ciudad, calidad y circunstancias, tendrá que ver con la presente historia.
Llegamos, al fin, a nuestro lugar de posada romana. Era éste la locanda llamada del Orso, o del Oso: sitio de buen comer, mejor beber y razonable dormir, muy encarecido por el señor de Quevedo. Estaba situado en la calle del mismo nombre, casi pegada al Tíber, y el lugar habría sido por completo agradable de no hallarse a tiro de arcabuz de la siniestra Torre de Nona, célebre cárcel de los papas, con sus escuadras de hierro en la fachada para colgar allí a los condenados cuyos cadáveres debían permanecer expuestos a la curiosidad pública; pues toda Roma, como el resto de los estados pontificios, se hallaba sometida a la jurisdicción de su santidad Urbano VIII, que obraba con la potestad absoluta de un rey en sus dominios. En lo que a nuestra posada se refiere, era ésta un establecimiento antiguo, imponente de aspecto, que se contaba entre los mejores de la ciudad. Nunca habríamos podido alojarnos allí el capitán y yo con nuestros escuetos recursos, pues era lugar de treinta escudos al mes; pero don Francisco, al ir comisionado en viaje oficial, aunque secreto, tiraba con pólvora del rey. El cuarto donde nos alojamos los tres era espacioso y soleado, con una ventana de arco hecha con viejos capiteles romanos por la que alcanzaba a verse una porción del Tíber, el castillo de San Ángelo y la gigantesca cúpula de San Pedro, honra y maravilla de la Cristiandad.
Con ese paisaje deleitándonos la vista cenamos bien y dormimos mejor, en buenas y blandas camas de sábanas limpias. Y a la mañana siguiente, apenas despuntó el sol, salieron el capitán Alatriste y don Francisco a resolver negocios de importancia en los que yo nada terciaba. Viéndome con la mañana libre, y tras escaramuzar un poco con la criadita que cepilló mis ropas -moza romana linda y un punto descarada, hecha a tales lances-, cogí mi sombrero bordado y con adorno de plumas, la capa y la espada, y me eché a la calle de punta en blanco, resuelto a dar unas pavonadas recorriendo la capital del orbe. Admiré al paso varios rostros muy agradables, confirmando el viejo dicho soldadesco: cara romana y cuerpo sienes, andar florentín y parlar bolones. El día era frío, invernal, pero muy llevadero merced al sol espléndido que se alzaba sobre la ciudad, volviendo azul el agua de las fontanas y acortando las sombras de iglesias, campanarios y palacios. Lleváronme mis pasos hasta la orilla del río y el puente Sixto. Desde allí el panorama era magnífico, pues además de las murallas y la cúpula del Vaticano, al otro lado del puente se alzaba majestuoso el castillo circular que en la antigüedad romana había sido mausoleo del emperador Adriano. Contemplándolo, no pude menos que recordar que cien años antes, el seis de mayo de mil quinientos y veintisiete, sus muros habían servido de refugio al papa Clemente VII durante el saco de Roma.
Como soldado que era, no pude menos que permanecer en el puente, admirado, preguntándome cómo el ejército imperial del cesar Carlos -diez mil lansquenetes tudescos, seis mil españoles y cuatro mil italianos y valones-, hambriento, desharrapado, agotado por una larga marcha, sin víveres ni artillería, pudo tomar por asalto aquella formidable ciudad, llevando por vanguardia al escalar los muros a los veteranos arcabuceros de nuestros tercios. Por el Belvedere y la puerta del Espíritu Santo atacaron los españoles con garfios y escalas, al grito de «¡España, España, ammazza, ammazza!» -¡mata, mata!-, después que el capitán Juan de Avalos cayera muerto de un arcabuzazo al subir el muro al frente de su compañía, y degollando los nuestros a todos cuantos hallaron al paso, rindiéranse o no, sin dar cuartel ni a Cristo que lo pidiera, de manera que en su avance a lo largo de la vía Lungara no quedó alma en cuerpo a sus espaldas. Y en el mismo lugar donde yo me encontraba rememorando aquello, sobre las piedras desnudas del puente Sixto, otra compañía de infantería española, al mando de un capitán cuyo nombre no retuvo la Historia, dio su asalto corriendo al descubierto hasta las puertas mismas del castillo, bajo el fuego granizado de la artillería y la arcabucería papales, de manera que ni uno solo de ellos regresó vivo. Y si es cierto que, acabado el combate, los españoles se sumaron a los horrores del saqueo de la ciudad como el resto de las tropas vencedoras, enrulándolas en violencia y crueldad, no es menos verdad que, a diferencia de ellas, lo mismo que cuando la victoria de Pavía y en tantos otros lugares tomados a sangre y fuego -siempre fue uso común poner a saco las ciudades que no se rinden-, nuestros compatriotas, comúnmente disciplinados bajo el fuego y teniendo eso a honra de su nación, no se pararon a saquear hasta que la victoria estuvo asegurada y hubieron cumplido con sus capitanes y con su emperador.
Por lo demás, en lo que se refiere a las tristes jornadas de Roma sometida a los vencedores, mucho se ha escrito sobre ello, y a los libros remito al curioso lector. Sabrá así, más de lo que yo pueda contar, cómo todo ocurrió por la mala voluntad, vileza y tacañería de Clemente VII, resuelto a favorecer a Francia, participar en la liga contra España e impedir que las coronas del imperio y de Nápoles estuviesen juntas en la cabeza de nuestro emperador Carlos. Y también que, durante el horror que siguió al asalto de la ciudad, en Roma no se tuvo respeto a Dios ni vergüenza del mundo, robando lo mismo casas y palacios que iglesias y lugares sagrados. Cuarenta mil muertos fueron el resultado de aquello, y a menudo los difuntos fueron más afortunados que los vivos, pues no se respetó ni a los compatriotas, incluidos los embajadores de España y Portugal; y si bien los lansquenetes, brutales, despiadados y borrachos como suelen ser los tudescos, usaron de su condición de luteranos -paradojas del imperio- para vengarse en cuanto sacerdote, obispo o cardenal pusieron mano, los españoles no les fuimos a la zaga, con excesos y demasías que no se vieran ni en tierra de caribes. Los soldados entraban en las casas y mataban a quienes resistían, saqueando y violando por doquier: gente rica vendida como esclava, monjas forzadas por centenares, religiosos paseados por las calles en son de burla, degollina general, crueldades sin cuento. A poco se sumaron al rebato las bandas de desertores, bergantes y gentuza que siempre acompañan como cuervos a los ejércitos, y la ciudad se convirtió durante meses en un infierno. Tudescos y españoles reñían como perros por botines o mujeres, y cuanta matrona o doncella cayó en sus manos fue violada, llevada a los cuarteles, jugada a los dados, prostituida y amancebada. No hubo soldado sin concubina con la que saciarse. Y cuando, hartos, sus amos las echaban a la calle, aún caían en manos de la canalla que rondaba los cuarteles, que terminaba de concluirlas. Bien lo recogió aquel romance popular que de entonces corre sobre el asunto de Roma:
El clamor de las matronas
los siete montes atruena,
viendo sus hijos vendidos,
sus hijas en mala estrena.
Diré tan sólo, en lo que a mí respecta, que conocedor de los infinitos males vividos un siglo atrás por la ciudad, caminaba por ella sorprendido de que sus habitantes, al saberme español, no me pusieran mala cara, me escupiesen al rostro o me cosieran a puñaladas. Que es continua maravilla comprobar cómo el hombre, tomado en su conjunto, olvida pronto los grandes estragos causados por las guerras y procura desterrarlos de su memoria. Hay quien dice que eso tiene su origen en el perdón cristiano; pero yo, que por oficio y circunstancias fui, como soldado, más verdugo que víctima durante mi larga y asendereada vida, creo que se trata más bien de la inclinación del ser humano a congraciarse con lo que hay. De natural instinto de supervivencia, plegado a la necesidad del momento y al interés del futuro para decir, como Séneca, que el remedio de las injurias es el olvido. Otros, sin embargo -el capitán Alatriste y yo mismo éramos de ésos-, estiman que la más saludable forma de templar una injuria es meterle dentro, a su autor, seis pulgadas de acero toledano.
Mientras aguardaba de pie en una antesala del palacio Monaldeschi, Diego Alatriste podía ver, por la ventana abierta, la iglesia de la Trinitá dei Monti en lo alto de una cuesta cubierta de escombros y matojos. De otros lugares del edificio llegaban ruido de martillazos y voces de albañiles. El palacio, residencia nominal del embajador español en Roma, estaba en obras. Por todas partes había andamios y operarios, y la amplia escalera de piedra y madera por la que él y don Francisco de Quevedo subieron al primer piso, apuntalada con vigas y travesaños, había crujido bajo sus pasos. En realidad, según don Francisco, el embajador sólo bajaba allí de vez en cuando, pues pasaba la mayor parte del tiempo en la espléndida Villa Médici, monte arriba, detrás de la Trinitá y el Pincio. El palacio Monaldeschi, que todos empezaban a llamar Palazzo di Spagna, no pertenecía a la corona: estaba alquilado mientras se negociaba su propiedad. Por su óptima situación y sus seis plantas de apariencia majestuosa, el conde-duque de Olivares -nacido en Roma, donde su padre fue embajador- quería convertirlo en sede definitiva de la diplomacia española. De paso también procuraba fastidiar al cardenal Richelieu, ministro de Francia, que pretendía hacerse con el edificio.
Alatriste estaba descubierto. El sombrero, la capa y el cinto con espada y daga habían quedado en manos de un sirviente. A sugerencia de don Francisco de Quevedo había cepillado bien sus ropas, aderezado lo mejor posible las botas de soldado, los calzones de paño pardo ceñidos bajo las rodillas, la camisa con valona limpia y el jubón de gamuza con botones de hueso. Observó brevemente su aspecto en uno de los grandes espejos que adornaban las paredes: flaco, duro, mediana estatura, pelo tan corto como de costumbre, espeso mostacho, ojos glaucos y atentos. Marcas en la cara, las manos y la frente. Sois de esos hombres, había comentado Quevedo con una sonrisa afectuosa, mientras desayunaban una almofía de gachas y conserva de melón lombardo en la locanda del Orso, que llevan la biografía a lo vivo, pintada en la estampa.
Sus ojos se entretuvieron en un gran cuadro colgado en la pared: una clásica escena de batallas, de ésas que mostraban, desde una falsa altura y perspectiva, la ciudad asediada al fondo, las líneas de circunvalación y las trincheras, con los escuadrones moviéndose por un paisaje invernal. En primer término, a derecha e izquierda, seguidos por perros flacos y fieles, unos soldados caminaban bajo una bandera con la cruz de San Andrés. Se veían desastrados y rotos, con las ropas hechas jirones, sombreros deformes y capas miserables, raídas; pero bajo su apariencia equívoca, un observador atento no podía pasar por alto las armas que todos ellos empuñaban: picas, espadas, arcabuces, daban a esa tropa harapienta un aspecto feroz, y la fila que se prolongaba hasta las trincheras lejanas mostraba una más que regular disciplina. Por mucho que miró, Alatriste no pudo reconocer la ciudad sitiada. Quizás él mismo había estado en ella, fuera la que fuese. Podía tratarse de Hulst, Amiens, Bomel u Ostende, aunque también Berg-op-Zoom, Jülich o Breda. En sus recuerdos de veterano, con treinta años de asedios y combates en la memoria, todas las ciudades en guerra se parecían mucho. A fin de cuentas, su visión de ellas nunca tuvo perspectiva pictórica; eso correspondía a los generales y maestres de campo que, en otros cuadros conmemorativos de su lustre y fama, salían representados en primer plano, de punta en blanco y con la bengala de mando en la mano, señalando intrépidos hacia el enemigo a lomos de fogosos bridones. Lo que Alatriste recordaba de los asedios, su perspectiva y su limitado paisaje, era siempre cercano y a ras de tierra: trincheras embarradas, hambre, sueño y frío, caponeras llenas de ratas, mantas con chinches, piojos, centinelas perdidas bajo la lluvia, asaltos sangrientos y golpes de mano encarnizados, arcabuzazos a quemarropa. Lo propio del oficio. La fiel infantería del rey católico, en guerra con medio mundo: sufrida, mal pagada, insaciable de despojo y botín, amotinada a ratos pero impasible bajo el fuego enemigo, vengativa y crudelísima en el degüello. Orgullosa y temible siempre, bajo sus harapos.
Se abrió silenciosamente una puerta, sobre goznes bien engrasados. Diego Alatriste lo advirtió cuando ésta se hallaba abierta, y al volverse a mirar vio que tres hombres lo observaban desde una habitación adornada con tapices, alfombras y muebles de precio. Uno era don Francisco de Quevedo. De los otros, uno era alto, de aspecto noble, vestido con raso verde bordado en plata y cadena de oro. El segundo llevaba el cabello largo, usaba bigote y barbita de mosca, e iba de negro, sin más nota clara en el indumento que el cuello de gola corta, blanco y almidonado, de su camisa, y la cruz de Santiago bordada en rojo en el lado izquierdo del jubón. Los tres se quedaron observando a Alatriste sin decir palabra. Incómodo, ignorante de lo que se esperaba de él, hizo éste una breve inclinación, respetuoso, atendiendo alguna señal por parte de Quevedo; pero el poeta permaneció inexpresivo, mirándolo como los otros, y sólo al cabo de un momento se inclinó un poco hacia el de la cadena de oro para deslizarle algunas palabras en voz baja. Asintió aquél sin cesar en su observación. Por el gesto y la apariencia dedujo Alatriste que debía de tratarse de don Íñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, embajador de España en Roma: persona cercana al rey Felipe IV y muy vinculada al conde-duque de Olivares, según Quevedo. El tercer individuo le era desconocido.
Al cabo de un momento, el de la cadena de oro movió otras dos veces la cabeza, como si se diera por satisfecho. Entonces el hombre vestido de negro cerró la puerta, y Diego Alatriste volvió a quedarse solo. Sonó dentro una campanilla, y al cabo de un instante apareció por otra puerta un sirviente que invitó a Alatriste a acompañarlo escaleras abajo. Lo siguió éste, viéndose al cabo en una habitación de paredes blancas y desnudas, amueblada con una estufa de hierro cuyo tubo subía hasta el techo, aparte cuatro sillas y una mesa, y desde cuya ventana enrejada podía verse parte de la plaza y el edificio de la Propaganda de la Fe, muy próximo a la embajada, que don Francisco de Quevedo le había señalado mientras se apeaban del coche que los trajo desde la vía del Orso. Aún miraba Alatriste por la ventana, preguntándose qué diablos le hacían esperar allí, cuando la puerta se abrió a su espalda. Antes de volverse para ver quién entraba, oyó una musiquilla silbada, siniestra y familiar. Un tirurí-ta-ta que le erizó la piel y le hizo girar la cabeza, estupefacto. Tenso y alerta como si acabara de tocarle el hombro el diablo.
– Que me place -dijo Gualterio Malatesta.
Vestía de negro, como siempre. Sin sombrero ni capa. Y observaba, sarcástico, la mano que Diego Alatriste había llevado por instinto al costado, allí donde no tenía la espada. El italiano aparentaba disfrutar de la sorpresa, que no parecía serlo para él. Los ojos sombríos y duros -el derecho un poco entornado por la cicatriz que llegaba hasta el arranque del párpado- chispeaban con su viejo brillo acerado y peligroso. Pero tampoco él llevaba armas, observó Alatriste con alivio.
A menos, se dijo, que ocultase algo en la caña de una bota, del mismo modo que él escondía el habitual cuchillo de matarife, corto y de cachas amarillas.
– Verdaderamente me place -repitió Malatesta.
Estaba más flaco. Envejecido, quizás. La vida no parecía haberlo tratado bien. Mostraba estragos. Su rostro picado de viruela se hundía mucho en las mejillas, y bajo los ojos y en las comisuras de la boca había cercos y arrugas que Alatriste no recordaba. Huellas, quizá, de no lejanos sufrimientos. Algunas hebras grises salpicaban el nacimiento del pelo y el bigote, que seguía llevando fino y recortado. Concluyó Alatriste que la vida de Gualterio Malatesta no debía de haber sido fácil durante aquel año y medio. La última vez que se vieron, una lluviosa mañana cerca de El Escorial, el siciliano llevaba grilletes en las manos y los pies, y los guardias del rey lo conducían, según todos los indicios, camino de la tortura y el cadalso.
– Mierda de Dios -dijo Alatriste, sereno.
Lo miró el otro con atención, casi pensativo. Como si la blasfemia de su viejo enemigo tuviese significados que le acomodaban.
– Sí -convino.
Dicho eso quedaron ambos en silencio, mirándose de lado a lado de la habitación. Se habían conocido del mismo modo, cinco años atrás. El uno frente al otro: dos espadas a sueldo aguardando en la antesala de una casa abandonada de Madrid, cerca del portillo de las Ánimas, mientras esperaban a que se les encomendara un trabajo fácil, que al cabo no lo fue tanto.
– ¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó al fin Alatriste.
– ¿En la embajada de España?
– En Italia.
Un trazo blanco iluminó el rostro cetrino del sicario. La sonrisa descubrió dos dientes, los incisivos, partidos casi por la mitad. Alatriste lo recordaba con la dentadura intacta.
– Lo mismo que vuestra merced -respondió-. Espero un trabajo. Y ése parece ser nuestro sino, señor capitán… Por alguna curiosa razón, no logramos despegarnos uno del otro.
Diego Alatriste lo miraba boquiabierto. Incrédulo.
– ¿Un trabajo juntos?… ¿Vos y yo?
– Eso parece. O al menos, eso me dijeron.
– Pardiez. Alguien debe de estar loco.
– No tanto -el sicario acentuó la sonrisa, señalando la cintura desherrada de Alatriste-. Veo que, como a mí, os retiraron las armas.
Siguió un silencio entre ambos. Por la ventana se oía el ruido de los carros que pasaban y a los vendedores que voceaban su mercancía en la plaza. Del interior del edificio seguían llegando martillazos y rumor de albañiles.
– Os creía muerto -dijo al fin Alatriste.
Lo observaba con asombrada curiosidad. Cómo diablos lo consiguió, se decía. Reo de conspiración, culpable de magnicidio frustrado contra el monarca más poderoso de la tierra. Y allí estaba, tan campante. Vivo, libre y con aquella sonrisa suficiente y peligrosa. Si Gualterio Malatesta tenía siete vidas como los gatos, se preguntó cuántas había consumido ya.
– A punto estuve, os lo aseguro… Casi de la tumba salgo.
– No me lo explico. Lo que osasteis tenía que haberos costado la cabeza.
– Y a una pulgada anduvo del verdugo. Pasando, os lo aseguro, por desagradables trámites intermedios.
Hizo el sicario una pausa pensativa. Rencorosa.
– No os lo deseo ni a vos… Bueno, sí. A vos quizá sí os lo deseo.
Se movió, ahora. Un paso hacia un lado, cambiando el peso de una pierna sobre otra. Sólo hizo eso, pero Diego Alatriste se mantuvo tenso, a la espera. Conocía a Malatesta lo suficiente para recelar hasta de un simple ademán. Era rápido y letal como una víbora.
– Me torturaron como a cerdo al que colgaran de un gancho -prosiguió el otro-. Agua, cuerda y cendal durante días, semanas y meses… Paradójicamente, las apreturas del potro me salvaron. Entre las muchas cosas que parlé, y os aseguro que pude callar muy pocas, alguna despertó la atención de quienes se ocupaban de mí.
Calló, súbitamente serio, vuelto hacia la ventana y sin aparentar verla. O quizá sólo miraba la reja de ésta. Alatriste, desconcertado, creyó advertir en él un estremecimiento. El corto relato de sus desventuras lo había hecho en voz baja, opaca. Ensimismada, tal vez, en personales abismos de horror. Un tono que nunca le había oído antes.
– No me lo creo -objetó, rehaciéndose-. Nadie en vuestra situación…
Lo interrumpió la risa del otro. Bien familiar, ahora. Seca y áspera, como antaño. La de siempre. Una especie de chirriar, o de crujido.
– ¿Hubiera podido salvarse?… Pues ya veis. Yo sí pude.
Malatesta había apartado la vista de la ventana y volvía a posarla en su interlocutor: una mirada serena y cruel. De nuevo dueña de sí.
– Disimulad -prosiguió- si soy impolítico y callo sobre eso, de momento. Tengo instrucciones tajantes de ser mudo… Os bastará saber que me consideran más útil vivo que muerto. Más rentable libre que en galera. Y aquí me tenéis, señor capitán… De camarada.
Era día de sorpresas, decidió Alatriste. Pese a lo absurdo de todo aquello, ahora fue él quien estuvo a pique de soltar la carcajada.
– ¿Queréis decir que viajaremos juntos?
– Eso no lo sé. Pero, una vez donde hemos de llegar, trabajaremos en lo mismo.
– ¿Y qué hay de lo nuestro?… Tenemos un pagaré pendiente.
Se llevó el sicario, de manera maquinal, una mano a la cicatriz de cuchillada que le deformaba el párpado y desviaba un poco la fijeza del ojo derecho. La había recibido del propio Alatriste en la desembocadura del Guadalquivir, durante el asalto nocturno al Niklaasbergen. La tocó suavemente con los dedos, como si todavía le doliese.
– ¿A mí me lo decís?… Por mi antojo iríamos a solventarlo ahora mismo, en cualquier lugar discreto, a espada, daga, puñal, pistola, arcabuz, pica de infantería o cañonazos. Lo que se terciara… Pero el que paga, manda. Y yo de esto no sólo saco lo que me pagan, sino lo que no me cobran.
– Muy valiosa ha de ser vuestra persona, entonces.
– ¡Cazzo!… Suena fanfarrón por mi parte, pero lo es.
Se acercó un poco, bajando la voz. Sonreía como si Diego Alatriste y él hubiesen sido íntimos de toda la vida. Y en cierto modo, concluyó éste en sus adentros, lo eran. Se sorprendió de lo ajustado de la idea. Mortales e íntimos enemigos.
– Conozco a gente decisiva allí donde nos dirigimos -estaba diciendo Malatesta-. Muy bien situada para el negocio que nos ocupa. Los de Palermo, ya sabéis, somos gente de mundo. Con relaciones.
Rió con descaro. Con su proximidad, Diego Alatriste advirtió el rastro de las armas que no llevaba, pero que seguía impregnándole la ropa: un olor muy conocido, a aceite de acero y a cuero engrasado, que se parecía al suyo propio. Olor de espadachín profesional y de soldado. Eso y la cercanía le hicieron recordar el cuchillo jifero que él mismo ocultaba en la bota derecha. Como si le adivinara el pensamiento, o la intención, el otro se apartó despacio.
– Queda, pues, aplazado nuestro asunto particular, señor capitán.
Alatriste se acarició con dos dedos el mostacho. Sabía que la palabra aplazamiento no garantizaba nada, y que a él iba a tocarle andar cierto tiempo con la barbilla sobre el hombro, si quería seguir vivo. Para Gualterio Malatesta, una cuchillada por la espalda era compatible con cualquier tipo de compromiso.
– Aplazaos con la putaña que os parió, no conmigo -dijo, muy firme y sereno-. Sois un traidor y un bellaco.
Ladeó el otro un poco la cabeza, con sorna. Remedando no oír bien. Luego le estudió las botas, cual si adivinara -tal vez recordaba- lo que escondía dentro. Al cabo miró a uno y otro lado, las paredes desnudas y la estufa de hierro, como si no estuvieran solos.
– Vamos, capitán Alatriste. Más de una vez os dije que no va largo trecho de vuestra merced a mí… De todas formas, tendréis ocasión de repetirme esos requiebros en las circunstancias adecuadas… Como digo, ahora no soy maestro de lo que tengo sobre los hombros. Pero juro que, cuando resolvamos el negocio, nos haremos pedazos como es vuestro deseo y el mío. Tengamos tregua.
Tendió la diestra de manera cauta, conciliadora. Diego Alatriste la miró un momento antes de ignorarla deliberadamente. El desaire arrancó otra sonrisa al sicario.
– ¿Qué tal ese rapaz, Íñigo Balboa? -se miraba la mano rechazada con ojo crítico, intentando establecer qué veía su interlocutor de malo en ella-. Me contaron que anda por Nápoles. Y debe de ser un mocetón, a estas alturas… Bravo y de buena mano. Recuerdo cómo se batió en La Fresneda, y cómo os contuvo cuando vuestra merced me tenía el filo en la gorja, con ojos de matar… ¡Minchia di Cristo!… Ni rey ni roque. De no ser por él, me habríais despachado allí mismo.
Ahora le tocó a Alatriste el turno de sonreír, amargo. A sus expensas.
– No lo dudéis, voto al turco. Como a un verraco.
– Nunca lo dudé. Aunque, si considero este año y medio, no sé si debo agradecérselo al rapaz, o no -se pasó un dedo por la garganta-… Un buen tajo me habría ahorrado muchas molestias.
Dicho eso lo estuvo mirando con aire paciente, como si todavía esperase una respuesta. Al cabo, Alatriste encogió los hombros.
– Íñigo viaja con nosotros. Forma parte del grupo.
– Vaya… Por mi vida que es conmovedor -crujía de nuevo la risa del sicario-. ¡Reunidos otra vez tantos viejos amigos!
Aquella misma noche, con una buena cena en una hostería del campo dei Fiore -cazuela de peje tiberino y lebrada con fideos sicilianos-, el capitán Alatriste y yo nos despedimos de don Francisco de Quevedo. Había cumplido éste a plena satisfacción, según nos dijo, el encargo del conde-duque de Olivares. La relación completa de sus contactos y amistades de antaño, las claves sobre la correspondencia cifrada que en otro tiempo mantuvo con los agentes del duque de Osuna en Venecia, todo cuanto sabía de sus tiempos junto al antiguo virrey de Nápoles, estaba ya, negro sobre blanco, en manos de los embajadores de España y de los espías encargados de llevar a buen término el negocio. Así que regresaba a Madrid. Cumplida su doble deuda con Osuna, muerto, y con Olivares, vivo, nada le quedaba por hacer en Italia; de manera que tornaba a la patria para ocuparse de sus propios negocios, sus trabajos, sus versos y sus libros. Aprovechando, de paso, las ventajas que a su posición en la Corte podía reportar el papel diligente que había desempeñado en todo aquello.
– Nunca sabe uno cuánto puede durar el favor -concluyó-. Así que debo darme prisa en mojar pan en la salsa, antes de que cambie la conjunción propicia de los astros… En España, amigos míos, llegar al colmo de la fortuna es, siempre, estar a punto de perderla:
Para, si subes; si has llegado, baja;
que ascender a rodar es desatino.
Mas si subiste, logra tu camino,
pues quien desciende de la cumbre, ataja.
Dijo eso en el tono senequista y un tanto afectado que solía dar a esta clase de recitados filosóficos. Luego apuró la garrafa de malvasía candiota, pagó la cuenta con julios de plata -esa noche invitaba de lo más caro, por ser la última-, y envueltos en nuestras capas salimos a la ancha explanada, bajo la luz de una luna redonda y romana que recortaba en argento la esbelta torre de la Aparcata, tan clara que iluminaba hasta el reloj. A esas horas, se felicitó don Francisco, el lugar estaba tranquilo, despoblado de los ociosos, sacamuelas y gastapotras que durante el día menudeaban en torno a los puestos de grano y cebada. Pese a lo entrado de la estación, la noche resultaba agradable; así que caminamos de charla y sin prisas, despejándonos. La cojera habitual del poeta no parecía molestarle apenas, como si el placer de estar en Roma se la disimulase; y el vino bebido, haciéndole cargar delantero, equilibrara el balanceo. Pesaba más de lo corriente haberle entrado al de Candía, que se iba con facilidad al campanario; pero, en opinión de don Francisco, el romanesco no era bueno sino del año, y ni en las mazmorras de Tetuán podía beberse una vez pasado septiembre. Por su parte, pese a haber embuchado él solo un azumbre sin pestañear, el capitán Alatriste caminaba tan seco y firme como solía, sin que el trasegar se le trasluciera en el pulso, el paso o el semblante. Yo, que entre sólido y líquido me había puesto como lechón de viuda, era el más achispado de los tres.
– ¡Bela chitá! -exclamó don Francisco, complacido.
Antes de tomar a la izquierda, hacia la plaza llamada del Paradiso por su posada famosa, se volvió a mí, haciéndome notar que allí mismo, junto a la fuente que ocupaba el centro del campo dei Fiori, había muerto hacía veintisiete años, quemado en la hoguera, el dominico Giordano Bruno, entregado al papa por la Inquisición veneciana: turbio personaje aquél, a juicio de don Francisco, de cuya muerte no debía dolerse ningún español, pues en vida había sido enemigo contumaz de la fe católica y de la monarquía, y durante un tiempo espía a sueldo de Inglaterra, infiltrado como capellán en la embajada francesa de Londres. Pese a tales razones, la historia no pudo menos que estremecerme, pues yo mismo, pocos años atrás y en Madrid, había estado cerca de convertirme en carne asada a manos del siniestro inquisidor Bocanegra. Aventura peligrosa de la que me libraron, por cierto, los buenos oficios y afecto del propio don Francisco.
– Vuestras mercedes ya no me necesitan -concluyó mientras nos alejábamos de allí-. Todo discurre como estaba previsto: el carruaje con pasavantes y dinero que os llevará a Milán espera mañana a la hora del ángelus en la puerta del Pópulo. Con el coche estarán un cochero y un supuesto criado. Del primero me garantizan la confianza, y el segundo es agente de nuestra embajada… Una vez en la capital lombarda, tras recibir las instrucciones adecuadas, pasaréis a Venecia.
– ¿Por qué no vamos directamente? -pregunté, todavía algo trabada la lengua.
– Milán, que es nuestra principal plaza militar en Italia, está cerca de Venecia. Por ello es don Gonzalo Fernández de Córdoba, su gobernador, quien dirige el golpe. Allí conoceréis vuestra misión concreta. La parte asignada a cada cual.
– ¿Y qué hay de Gualterio Malatesta?
Observé que don Francisco miraba de soslayo al capitán Alatriste. Fiel a su estilo, mi antiguo amo había hablado poco durante la cena. Ahora seguía caminando en silencio, firme como dije a pesar del vino, envuelto en su pelosa de paño pardo y con el ala ancha del chapeo haciéndole sombra de luna en la cara.
– No estoy al corriente de los detalles -dijo el poeta- Sólo sé que es parte clave de la trama, y que estará en Venecia. Pero ignoro por qué medios se encamina allí.
Cruzábamos la plaza del Paradiso, donde dos antorchas de pez iluminaban la entrada de la notoria posada. Al extremo de una calle corta podía verse, en el contraluz nocturno y plateado, una enorme cúpula de iglesia que don Francisco nombró como San Andrés del Valle. La mayor de Roma, explicó, después de la de San Pedro. Yo la admiré, embobado. Había visto la capital de la Cristiandad el año anterior, como dije, durante la invernada de las galeras; pero no era lo mismo que pasear por ella alegre de cáramo y con don Francisco, que había leído tantos libros y conocía cada arco y cada piedra. Aquella ciudad milenaria y hermosa seguía superando cuanto era posible imaginar. Por todas partes alcanzaba a leer, en lengua latina: Fulano fecit me. Tal emperador o papa me construyó, me hizo. Conscientes de sí mismos y de lo que representaban, quienes allí gobernaron durante siglos se habían propuesto legar su grandeza y memoria a las generaciones futuras. Me pregunté con envidia qué iba a quedar de nosotros, los españoles, con el oro y la plata de las Indias yéndose en guerras exteriores, en toros y cañas, en festejos y cacerías de reyes y nobles. Con nuestro vasto imperio disuelto en orgullo, latrocinio y miseria. Pensé en la ciudad de Madrid, mezquina y sin apenas nada notable, que con su sola plaza Mayor, el Buen Retiro, el palacio real inconcluso y cuatro fuentes, algunos de mis compatriotas, ciegos de soberbia, proclamaban como la más hermosa y saludable del orbe. Y concluí con amargura que ciertas fanfarronadas se esfuman viajando, y que cada cual tiene las ciudades y la memoria que se merece.
– Lo de la embajada -dijo de pronto el capitán Alatriste- fue deliberado, naturalmente.
No había vuelto a abrir la boca. Lo hizo cuando llegábamos a la plaza Navona, frente a Santiago de los Españoles. Merced a la claridad que bañaba los edificios próximos vi a don Francisco sonreír.
– No es casual que vuestra merced y él estuviesen desarmados en el primer encuentro -explicó-. Alerté sobre vuestras antiguas querellas, y el embajador quiso tomar precauciones… Era preciso saber en qué términos estaban ese sujeto y vuestra merced. Averiguar si había posibilidad de conciliación, aunque fuese temporal, o si la enemistad pondría en peligro el negocio.
– ¿Escuchasteis nuestra parla?
– De cabo a rabo. La estufa de la habitación es un ingenioso mecanismo de espionaje conectado con el piso superior… Estábamos arriba el conde de Oñate, yo mismo y el caballero que visteis con nosotros un poco antes, cuando se abrió la puerta.
– ¿Quién era ése?
No sin una mueca de disgusto, el poeta nos puso al corriente. El que acompañaba al embajador, explicó, era un hombre de confianza del cardenal Borja llamado Diego de Saavedra Fajardo, bien introducido en el Vaticano y en los asuntos de Italia: murciano, cuarenta años, ordenado de menores, secretario de documentos confidenciales, cifra y claves secretas en Roma. Hombre, en suma, útil para el servicio del rey. A fin de cuentas, la ciudad de los papas no sólo era cuartel general del universo y la diplomacia católicos, sino también bullir de cardenales sensibles al oro español, y cabeza rectora de las órdenes religiosas que informaban por carta a sus superiores de los sucesos del mundo. Todas las claves del concierto universal se tocaban allí.
– Es él quien coordina los aspectos no militares del asunto veneciano. La parte diplomática, por así decirlo, corre de su cuenta… Confieso que no me resulta simpático, pues se portó con mucha desconsideración en Nápoles cuando cayó en desgracia el duque de Osuna. Pero es competente y eficaz… Volveréis a verlo.
– ¿Es gente de mucho peso?
– De muchísimo… Tiene elocuencia y arte de ingenio, esmalte de letras y condimento de lenguas: habla con soltura, que yo sepa, latín, italiano, tudesco y francés… Digamos que, a su manera, es soldado secreto de esas prolijas guerras de despacho y cancillería que trabajan los ejes y polos de las monarquías.
– Espía, queréis decir. Con jubón de buen paño y lagarto de Santiago al pecho.
– No sólo eso. Pero a menudo, sí. Ejerce. Yo andaba dándoles vueltas a otras cosas.
– Es un disparate -dije al fin.
Se volvió don Francisco a mirarme con curiosidad.
– ¿Qué es un disparate, en tu moza opinión?
– Lo de Malatesta. Esa serpiente criminal… Imposible fiarse de él.
Rió el poeta en tono quedo, mostrándose de acuerdo. Luego se encogió de hombros bajo su capa negra, miró al capitán, que de nuevo caminaba en silencio como si no nos prestara atención, y se volvió hacia mí.
– Un asunto como el que nos ocupa requiere concursos diferentes. Extraños compañeros de cama.
– ¿Cómo pudo salvarse, después de querer matar al rey?
Una ronda de porquerones papales, seis hombres con chuzos y un farol, pasó por nuestro lado echándonos una ojeada, pero sin molestarnos: aquélla era una ciudad acostumbrada a los forasteros. Caminábamos cerca de la iglesia de San Luis de los Franceses, embocando una calle larga. Tras señalarme el edificio, don Francisco respondió que no conocía bien esa parte del asunto Malatesta. Por lo que él sabía, y tras delatar a sus cómplices, el sicario había comprado su vida a cambio de informaciones confirmadas por los espías del conde-duque. Algo relacionado con cierto pariente suyo: uno de los capitanes de la tropa al servicio de Venecia, descontento y mal pagado. También había en danza un par de senadores venales y una cortesana con buenas relaciones.
– Algunos de esos elementos -concluyó- podrían ser decisivos en el golpe que se planea; así que Olivares, que lo lleva todo con su habitual mano de hierro, pero siempre es pragmático en razones de Estado, consideró que el italiano iba a ser más oportuno vivo que muerto, y más útil en Venecia que en una mazmorra… Y aquí está él, y aquí vuestras mercedes.
– Puede traicionarnos a todos -opuse.
– Sus motivos tendrá para no hacerlo. Dudo que siguiera vivo de no tener Olivares la certeza de que se mantendrá en el lado correcto.
– ¿Y cuando todo acabe? -preguntó el capitán Alatriste.
Habíamos llegado a la plaza Redonda, junto a la fuente que hay delante del templo antiguo, convertido en iglesia, que los romanos llamaron Panteón. Bajo la luz de la luna, el espectáculo era de una belleza majestuosa, nunca vista. Mi antiguo amo se había parado y vuelto hacia don Francisco, ajeno al paisaje. Tenía la mano izquierda apoyada en la empuñadura de la toledana y ésta en gavia, alzándole por detrás la capa.
– ¿Si todo sale bien, queréis decir? -preguntó el poeta.
– O si sale mal.
Don Francisco parecía estudiar nuestras tres sombras nocturnas, perfectamente dibujadas en el suelo.
– Que yo sepa, habrá dejado de ser útil a las empresas del rey nuestro señor… Eso significa que tanto ese matachín como vuestras mercedes tendrán ocasión de poner al día sus querellas. Será cuestión, entonces, de madrugar y puto el último.
Dicho lo cual, con tono sibilino, recitó en su perfecto italiano:
Questa vita terrena è quasi un prato
Che’l serpente trafiori e l’erba giace.
Insensible a Petrarca, o a quien fuese, el capitán seguía mirándolo a la cara, sin moverse.
– ¿Quedará desprovisto entonces de la protección del conde-duque?
Hizo el poeta un ademán ambiguo. Se supone, dijo, que en lo que a mí se refiere he terminado con este asunto. Que no sé nada ni lo supe nunca. Pero puedo deciros una cosa, amigo mío. Acabe como acabe para vuestra merced, confío en que luego tengáis tiempo y oportunidad de ajustar cuentas con ese Malatesta. Y no os engaño al confiaros mi certeza de que tampoco Olivares iba a incomodarse lo más mínimo.
– No sería más que justicia aplazada -concluyó-. Hecha en nombre del rey, o casi… ¿Me seguís la huella?
– ¿Eso os lo dijo el conde-duque en persona?
Un silencio. Pensativo, don Francisco parecía buscar con mucho cuidado las palabras. Se había quitado el capelo y la luna iluminaba ahora sus cabellos largos y grasientos, el cristal de sus espejuelos, el bigote erizado, coqueto y gallardo. Paseó la vista por la plaza, y al cabo la posó en mí, guiñando un ojo cómplice. O me lo pareció.
– ¿Quiere vuestra merced que utilice sus mismos términos? -inquirió al fin.
– Lo agradecería mucho.
Sonrió esquinado el poeta, vuelto ahora hacia él. Imitaba el tono grave, solemne, del conde-duque de Olivares:
– Si llega el momento, no dudéis. Concluido el negocio, a la primera ocasión, matadlo como a un perro.