Quien tiene la cocina cerca, come la sopa caliente. Eso dice un proverbio veneciano, y nada más cierto. Al tercer día de estar con el capitán Alatriste en casa de Livia Tagliapiera, que como sabe el avisado lector era casa de todo rumbo, lance ymanejo, yo había intimado con la criada Luzietta. No lo cuento por vanagloriarme -sirvienta de casa de conversación no es empresa difícil para un mozo de buena planta-, sino por ciertas consecuencias que esto acabó trayendo. Ella era bonita y descarada, sin los afeites y bellaquerías que otras mujeres usaban: de esas hembras en las que a lo natural se ve la manufactura de Dios. Aunque era muy joven, su virtud se perdía en las tinieblas de un pasado remoto, y el tiempo que llevaba allí la había apicarado lo suficiente para inclinarla a congeniar conmigo; que a fin de cuentas era español, aseado, no mal parecido y con la sangre fogosa y en sazón, como a mi edad cuadraba. También me suponían criado del comerciante Pedro Tovar, al que calculaban, y a mí de rebote o migajas, buenos escudos en la faltriquera. Que si lo primero que hace el hombre es mirarle el escote a una mujer, no es menos cierto que los ojos de algunas suelen ir derechos al bulto de la bolsa. Así, no necesité que donna Livia me enviase, como a mi postizo amo, alguna de sus pupilas -tampoco correspondían esas delicadezas a un supuesto criado como yo-, ni tampoco tuve que procurarme compañía mercenaria; que en aquel lugar, por bien surtido, afamado y discreto, no era precisamente barata. Supe ingeniármelas por mi cuenta, como digo, sin otro gasto que las sonrisas adecuadas, la parla oportuna -muy salpimentada de español e italiano- y el ardor casi militar que puse en el desempeño de mis funciones, ternuras y acometimientos. De manera que las noches se me iban en centinela perdida, y las tardes, cuando Luzietta podía desembarazarse un rato de sus obligaciones, en rebato general, dando a sus encantos saco. Como en aquella vieja copla castellana:
Tiempo, lugar y ventura,
muchos hay que lo han tenido;
pero pocos han sabido
gozar de la coyuntura.
Diré en este punto que el mundo conoce putas de toda suerte: hay putas de celosía, putas de ventana, putas de cantón, putas de natura, putas con virgo, putas antes de su madre, putas reputas y putas de toda laya, lo mismo que hay putas que de ningún modo parece que lo fueran, hasta que se desnudan y lo son. Mi gentil Luzietta era de estas últimas, y pasados los primeros pudores, que nunca eran muchos ni largos, la lengua se le soltaba con los arrebatos, muy desenvuelta y a lo pícaro. De manera que, para que no alborotase la casa toda, a veces tenía yo que taparle la boca con una mano, que ella mordía sin curarse de mí, mientras publicaba sus sentimientos. Que, aun dichos en dialecto véneto, tenían traducción universal: pasico, quedico, ahincad ahora, valiente, sabéis el camino y que no se os olvide, tened firme que por ahí seréis maestro, moved garrocha que no se quiebra, agarraos a las crines, jinete mío, galopad firme que el coso aguanta, allá va mi honra y quitaos la camisa, que sudáis. Etcétera.
Menguaba la luz cuando, roto de la cabalgada e hidalgo como gavilán, salía yo de mi cuarto para reponer fuerzas con algo que Luzietta, que se había ido descalza y de puntillas, prometía prepararme en la cocina. Y en el pasillo, donde ya habían puesto un candil de garabato encendido, encontré al capitán Alatriste. Me sorprendió verlo con espada: una de Solingen corta, con guarnición de lazo y buenos filos, que traía en el equipaje -las nuestras habían quedado en Milán- y que nunca hasta ese momento se había ceñido para ir por la calle en Venecia. La llevaba bajo la capa de paño pardo, todavía abierta, de la que también asomaba el mango de su daga y la culata de una pistola. No vestía su viejo coleto de piel de búfalo -habría llamado la atención por lo demasiado militar-, pero observé que, oculto por el jubón que se abrochaba en ese momento, llevaba puesto un jaco de los que llamábamos once mil: una fina cota de malla de acero, algo pesada e incómoda -sobre todo en verano, aunque no era el caso-, pero buena para repararse el torso de cuchilladas inoportunas por delante y por detrás. Tanto fue mi asombro al ver así precavido a mi antiguo amo, que me quedé inmóvil contra la pared, mirándolo con la boca abierta y un escalofrío de incertidumbre corriéndome por el espinazo.
– Pardiez -comenté-. ¿Baja el turco?
La pregunta lo hizo sonreír bajo el mostacho, aunque su continente era grave. Tenían una cita, dijo sin alzar la voz. El y Baltasar Toledo, en lugar incómodo y de concurrencia dudosa. Precisamente venía a buscarme. El plan era que yo mirase de lejos, sin intervenir. Por si acaso.
– Lleva esto y tu puñal -dijo, pasándome la pistola-. Me seguirás a veinte pasos… Si todo va bien, bebes un trago, o lo aparentas, y te quedas al margen. Si hay complicaciones y encuentras manera, echa una mano. Pero no te arriesgues. En mal trance, y si no hay remedio, avisa a la embajada.
Cogí la pistola, sopesándola en la mano. Era una buena puffer corta y de rueda, de las alemanas que usaban nuestros ferreruelos de caballería. Con pólvora de calidad y una bala de onza y media de plomo, podía perforar un peto de acero a quince pasos. Me la puse al cinto, entré en mi cuarto y me lavé un poco la cara en la jofaina para atenuar el olor a hembra. Luego cogí la daga, el sombrero y la capa, y sin hacer más preguntas salí tras el capitán.
Cuando pisamos la calle anochecía con rapidez, pero la ciudad aún estaba entre dos luces, con la oscuridad reptando desde los soportales y callejones más estrechos. Alumbrados por antorchas de pez y resina, que la humedad rodeaba de halos de luz difusa, los plateros del puente cerraban sus tiendas, y algunas góndolas y embarcaciones que se movían a remo por el canal grande encendían ya sus fanales. Después de cruzar Rialto torcimos a la derecha, tomando una de las calles por las que mayor multitud deambulaba. Yo sabía que el capitán Alatriste buscaba el gentío a fin de desorientar a eventuales espías que le fueran a la huella, de modo que procuré prever sus movimientos sin perderlo nunca de vista. Lo seguía como me había ordenado, vivo como un hurón: veinte pasos detrás, sorteando a la gente y empinándome en ocasiones sobre las puntas de los zapatos para distinguirlo a lo lejos. La calle, como digo, hervía de gente como piojos en cabeza de soldado, y una vez más me pareció pasmoso el bullicio y la intensa vida que lo llenaban todo, la gente a pie y la extraña ausencia de coches, carrozas y caballerías. Como español, yo tenía perfecto conocimiento de que aquella república corrupta, hecha en el agua por gente embustera de la que huyó la tierra, era nariz de las naciones y albañal de las monarquías: un mal tolerado por los turcos por hacer daño a los cristianos, y por los cristianos para hacer daño a los turcos; con los venecianos, que no eran turcos ni cristianos sino de la estirpe de Pilatos, tolerados por la Providencia para castigar a unos y otros con su entremetimiento y sus vilezas. Sabía todo eso, como digo; y también que si Dios hubiese amanecido cuerdo una mañana, habría borrado esa isla de la faz del mar y de la tierra. Pero no podía menos que fascinarme, a mi pesar, aquel portento de riqueza infinita, contornos alegres y mucha abundancia, donde todo podía encontrarse; pues lo mismo te cruzabas con un corpulento dálmata que con un esclavo etíope o un severo embajador oriental de capa y turbante. Iba así por la calle, como digo, aunque atento al capitán Alatriste, sin dejar de admirar las tiendas que cerraban o encendían luces dentro, los vidrios de magníficos colores, las especias y olores penetrantes pese al frío, la multitud que a esa hora discurría por los puentes, los señores que paseaban arrogantes con sombreros guarnecidos de piel, cadenas de oro de herradura y capas venecianas sobre los hombros, precedidos por criados con antorchas listas para ser encendidas en cuanto hiciese noche del todo. Y las damas de buena familia, o que lo aparentaban, forradas de martas bajo los zendaletos de seda blanca con que se cubrían la cabeza; pues la mantelina negra se dejaba esos días para mujeres de menos respeto, de ésas a las que se refería Lope de Vega:
Pues honradas no las hallas,
sé de algunas, porque cuadre,
que se arriman a una madre
que busca a quién arrimallas.
O aquellas otras, en realidad las mismas, a las que don Francisco de Quevedo había retratado así de bien:
Dije que una señora era absoluta,
y siendo más honesta que Lucrecia,
por rimar el cuarteto la hice puta.
La admiración por Venecia, sin embargo, no me quitaba el frío; y éste encogía mis miembros bajo la capa. Que, pese a ser vascongado y de Oñate -donde no puede decirse que el sol favorezca más de lo justo-, en aquella humedad y cielo fosco, casi negro a esas horas, el paño nunca llegaba a abrigar del todo. Anduve así embozándome cuanto podía, siempre a prudente distancia del capitán, y comprobé que nadie le iba detrás, o que quien lo hiciese era tan sutil como invisible. Recorrimos desde Rialto, como dije, la calle que los venecianos llaman de la Mandola, muy larga y animada; y antes de llegar al campo de San Ángelo y a la muestra de una hostería llamada del Acqua Pazza, que le hace esquina, tuve que apresurar el paso, pues el capitán torció a la izquierda y por un instante lo perdí de vista. Alcancé a verlo de nuevo en un cruce de calles más estrechas, sumiéndose en las sombras que allí eran espesas, pues la última claridad sobre los aleros de los tejados había dado paso a la negrura de la noche, y sólo una antorcha que ardía con humo de resina sobre un puente de piedra me permitió situarlo. Vi su silueta cruzar el puente y desaparecer al otro lado, bajo un soportal que cubría la calle toda, y en cuya embocadura la luz rojiza iluminaba, sobre una puerta en forma de arco, una barbuda y siniestra cabeza esculpida en mármol. Sentí mis músculos crisparse con el aroma familiar del peligro, y por instinto desembaracé la capa lo suficiente para tocar el mango de hueso de mi puñal, que era una almarada con tres aristas de las llamadas desmalladores, sin corte pero afilada como aguja, larga de un palmo, capaz de perforar un coleto de cuero o una cota que no tuviese los anillos demasiado juntos, si el golpe lo aplicabas recio. La pistola la llevaba detrás, metida en el cinto, más rebozada; y su peso confortaba un tanto. Había unas pocas sombras inmóviles en el contraluz de la calle, antes de llegar al puente: negras siluetas masculinas y femeninas. Sonaban susurros, risas contenidas, murmullos de conversación. Anduve rápido entre medio, escudriñándolo todo con suspicacia, sin que nadie me dirigiera la palabra. Crucé el puente a mi vez -el de los Asesinos no tenía pretil y franqueaba un canal estrecho, de agua negra e inmóvil como aceite-, y al otro lado, al resplandor de una segunda antorcha puesta en la pared, me di de cara con dos senos desnudos de mujer.
En Venecia, las mujeres públicas -once mil se decía censadas aquel año veintisiete- exhibían sus encantos con más desvergüenza que las españolas o las del resto de Italia. Mostrarse con los pechos descubiertos era seña de identidad local, incluso en invierno, tanto en las ventanas desde las que acechaban a los clientes como en las calles donde ejercían su oficio. La de los Asesinos, con el puente al que daba nombre y la taberna que algo más allá se cobijaba en el soportal, era terreno más que favorable. Tras la primera impresión -imaginen vuestras mercedes lo que supone cruzar un puente y toparte con dos voluminosos pechos a un palmo de tus narices-, comprobé que el lugar abundaba en esa suerte de reclamos: los peldaños descendían estrechándose en una calle donde la luz de la antorcha mostraba en penumbra a una docena de mujeres recostadas en los muros; de manera que el transeúnte circulaba por una especie de corredor de carne descubierta, rozándola aunque no lo pretendiera, mientras sus propietarias apuntaban toda clase de sugerencias y obscenidades, con mucho vieni quá, galatuomo, mucho meti qui quese danaro y mucho ti faro feliche come nesuna. Yo había perdido de vista al capitán Alatriste, pero me tranquilizó comprobar que el bacaro donde estaba concertada la cita se hallaba a pocos pasos. Así que sorteé los enhiestos pezones -el frío, sin duda- de una última acechona, y crucé el umbral de la bayunca.
El cabildo que la llenaba era de alivio, y en el acto comprendí por qué habían elegido ese lugar para reunirse. Era fácil pasar inadvertido en semejante sitio. La taberna era una nave grande, con vigas negras en el techo y tinajas al fondo, provista de mesas largas y bancos sin respaldo. Menudeaban allí, mujeres aparte, los bravi, que es como en Italia se conocía a los que alquilaban sus servicios a tanto la cuchillada, así como rufianes de putas, tahúres, buscavidas, barcarolos y soldados libres de servicio. Y al ser estos últimos, cual casi todos los que a Venecia servían, de diversas naciones y parlas, el sitio era un pentecostés de conversaciones en todas las lenguas imaginables. Añádase a eso la luz resinosa de las antorchas que ahumaban el techo y enrarecían el aire, las pieles grasientas y sudadas, el hedor de vino rancio, vómitos y orines que llegaba del patio posterior -que daba a un canal en cuya margen se aliviaban con igual impudicia hombres que mujeres-, el serrín sucio del suelo, las voces, las risotadas y el humo de las pipas de madera y barro que muchos fumaban.
Pedí vino -me lo trajeron en una jarra sucia y desbocada, pero no era momento de hacer ascos-, eché un vistazo al capitán Alatriste, que se había reunido con don Baltasar Toledo y otros dos hombres, y tras asegurarme de que nadie parecía especialmente atento a ellos, fui a sentarme a una mesa cuajada de braveza, como casi todas, donde los gayones que allí remojaban la obra me hicieron sitio. Me instalé en el banco de madera pringosa con la jarra en las manos, la espalda contra la pared, el agujón y la pistola -su cañón largo y la rueda me incomodaban la rabadilla- disimulados en los pliegues de la capa, y observando la parroquia con ojo de halcón: tanto a la gente que estaba con el capitán como a la que entraba de la calle. Probé apenas el vino, que era un raboso local, infame hasta para dárselo a beber al mal ladrón que crucificaron con Cristo; así que puse la jarra sobre la mesa y me olvidé de ella. Miraba a un lado y a otro, atento a los rostros y las actitudes, negando con la cabeza y una sonrisa exageradamente cortés cada vez que un churrián se arrimaba a ofrecerme los servicios de su coima, o un fullero me enseñaba un catecismo de cuarenta y ocho, que son tantos naipes como años tuvo Mahoma. Y concluí que, si por algún casual teníamos refriega en aquella zahúrda, ni el capitán ni yo alcanzaríamos a salir vivos.
– Estamos de acuerdo, entonces -dijo Baltasar Toledo.
Diego Alatriste, que no despegaba los labios, estudiaba a los otros dos hombres. La vida y sus lances le habían enseñado a situar a las personas por lo que callaban, en vez de por lo que decían. Puestos a juzgar palabras, gestos o intenciones, los oídos solían mentir más que los ojos.
– ¿Portan vuesiñorías el dinero?
El capitán Lorenzo Faliero se manejaba con regular destreza en la parla castellana, que había aprendido muy joven, contaba, en Nápoles y Sicilia. Andaba por los treinta y cinco años, y tenía buena planta: alto, rubio de tez y pelo -lo peinaba largo, hasta los hombros- y de barba. Según había contado Saavedra Fajardo, el capitán de la compañía tudesca al servicio de la Serenísima era veneciano de nacimiento, vástago de la rama pobre de una familia ilustre, algunos de cuyos miembros ocupaban cargos públicos en la ciudad. Gente partidaria del opositor al dogo, Riniero Zeno.
– Lo hemos traído -respondió Baltasar Toledo.
Alatriste vio que éste hacía un movimiento discreto bajo la mesa, al amparo de su capa, y que el veneciano se inclinaba un poco. Al incorporarse Faliero con aire satisfecho, los dos hombres cambiaron una mirada de inteligencia.
– El peso mi pare adecuado -comentó Faliero.
– Celebro que satisfaga a vuestra merced, porque ya no habrá más hasta que todo acabe.
El veneciano pareció pasar por alto el tono severo del comentario.
– Non será argento, imagino. ¿Come sidiche?… Plata.
Negó Toledo con la cabeza.
– Son ducados de ciento veinticuatro sueldos, de Santa Giustina.
Se volvió a medias Faliero hacia su acompañante. Este asintió brevemente con la cabeza. Al llegar, el otro lo había presentado como capitano Maffio. Era tosco de rostro y maneras, fornido de cuerpo, y tenía las manos anchas igual que partesanas. Diego Alatriste, que lo estudiaba aún con más atención que a Faliero, sabía que Maffio Sagodino era un renegado raguseo que mandaba la compañía de mercenarios dálmatas que estaría de guardia en el Arsenal la noche de la encamisada. De ahí que su interés por él fuese mayor, a causa de la parte que le tocaba. Soldado profesional hasta el tuétano, dedujo. Unos cuarenta largos, curtido, marcas en la piel, maneras de milicia. Se preguntó qué lo llevaría a la traición, aunque en Venecia, república desleal a todo y sinuosa por naturaleza, esa palabra adquiría contornos imprecisos. Lo del capitán Faliero parecía más evidente: su simpatía, posiblemente familiar, por la causa de Riniero Zeno, aguijada por una buena cantidad de oro como el que acababa de cambiar de manos bajo la mesa. En lo que a Maffio Sagodino se refería, Alatriste no veía las cosas tan claras. Quizá se trataba, en su caso, de un ascenso no logrado, o del resquemor de una vieja ofensa. Tal vez el hambre de riquezas, el cansancio de un trabajo, la ambición de una mujer. Había fronteras, concluyó, que todo hombre era capaz de cruzar en cualquier momento de la vida. Por un instante se preguntó dónde estaría la suya.
– Bebamos -dijo Faliero-. Per la felichitá del negocio.
Alzaron jarras y cubiletes. Alatriste, tras despachar lo suyo de un trago, observó que Baltasar Toledo apenas probaba el vino. Estaba pálido, tenía ojeras grises, y la luz grasienta de la taberna no contribuía a mejorar su aspecto. Demasiada tensión, quizás. Demasiada responsabilidad. Caminar por tales calles con un talego de oro encima no debía de haber sido plato de gusto.
Diego Alatriste sintió la mirada de Lorenzo Faliero. El veneciano lo observaba con curiosidad, puesto un codo sobre la mesa, acariciándose la barbita rubia con aire pensativo.
– ¿Don Pedro Tovar, vero? -dijo al fin.
– Vero -respondió Alatriste.
Se volvió el otro a medias hacia su camarada, aunque sin apartar los ojos de Alatriste.
– El capitano Sagodino non parla la lingua de Castilla. Pero me encarga os diga que tuto e' aposto, por su parte… Lugar y hora previstos.
– Me iría bien algún plano o croquis del sitio.
Faliero ySagodino cambiaron unas palabras en dialecto veneciano.
– Vuesiñoría tendrá eso -confirmó el primero-… Y diche anque il capitano Sagodino que os convendría una visita al lugar.
– Eso parece difícil.
– No tanto. E' sólito, en víspera de Natale, abrir las puertas al público… La oportunitá le pare perfeta.
– ¿No es demasiado riesgo tanto ir y venir? -aventuró Baltasar Toledo.
Seguía pálido, ceniciento de ojeras, y a Diego Alatriste le pareció adivinar un leve temblor en las manos que mantenía en el regazo, bajo la mesa. Espero, pensó desazonado, que estos dos marrajos no se percaten. Y que no sean aprensiones de última hora. Puede estar enfermo, o en puertas; pero también tratarse de flojera de ánimo. Eso cuadraba poco con lo que de Baltasar Toledo contaban; pero Alatriste sabía, por experiencia, que hasta los mejores hombres estaban sujetos a humores diversos. En cualquier caso, concluyó, sería desastroso que, a tres días de la encamisada, el responsable militar de los españoles perdiera su sangre fría. Su temple.
– Questo e' Venecia -estaba diciendo Faliero-. Cualunque va y viene… Nosotros corremos nostro perícolo y vuesiñorías il suo.
Seguía mirando a Alatriste con media sonrisa pensativa, y a éste no le gustaron la sonrisa ni la mirada.
– ¿Hay algo que llame la atención de vuestra merced? -inquirió sereno, pasándose dos dedos por el mostacho.
Asintió el otro, que ensanchaba el gesto.
– Un amico común parló de vuesiñoría, pocofá.
Alatriste lo miró sorprendido.
– Amigo, ¿de cuándo?
– De cuando ancora no os llamabais Pedro Tovar.
El mundo era un pañizuelo, pensó Alatriste. Y Venecia, más. Gualterio Malatesta silbaba su tirurí-ta-ta mediante la sonrisa del capitán Lorenzo Faliero. Se diría que todos, incluido él mismo, hubieran guardado puercos en la misma cochinera.
– Más que amico -aclaró Faliero- e' párente mío. Familiar lontano, cuchino de un cuchino… Y presto a cosas notables.
– Como asistir a misa de gallo. Dicen.
Lo apuntó en voz muy baja, inclinándose hacia Faliero sobre la mesa sin dejar de mirarlo con sus ojos helados y glaucos. Por primera vez, el veneciano pareció incómodo. Miró a Baltasar Toledo antes de dirigir una ojeada recelosa alrededor.
– Mi pariente no tiene desiderio de acabar allí -susurró-. Hay asuntos que arreglar dopo. Piú tarde.
Era fácil pasar inadvertido en semejante sitio…
Todavía observó Faliero un poco más a Alatriste.
– Prima quiere unpó de parla -añadió-. ¿Tenéis inconveniente?
– Ninguno.
– Óptimo. Porque os aspeta en el ponte, ahora.
Vi levantarse al capitán Alatriste. Al hacerlo echó un vistazo alrededor con aire casual hasta posar los ojos en mí, como al descuido. El gesto que advertí fue casi imperceptible: quédate donde estás, ordenaba. Luego caminó entre las mesas llenas de gente, hendiendo el humo y el rumor de conversaciones, pasó por mi lado sin prestarme atención y desapareció por la puerta de la calle. Me quedé donde estaba, obediente, observando. Había identificado a don Baltasar Toledo por las señas que me había dado el capitán, pero ignoraba quiénes eran los otros dos. Al cabo se levantaron al mismo tiempo: Toledo se fue por la puerta del canal, donde posiblemente lo esperase una barca, y la pareja se encaminó a la principal, como antes había hecho mi antiguo amo. Ninguno de sus rostros me era familiar, como digo; pero yo llevaba cinco años junto a mi antiguo amo. Eso me licenciaba por Salamanca en conocer al puerco por el gruñido y al jabalí por el colmillo: hecho a la milicia como a la chanfaina, era capaz de olfatear como perro de caza a soldados y espadachines. Aquellos dos eran lo uno o lo otro, o ambas cosas a la vez, tan seguro como que el sol saldría por Levante. De manera que, por si su marcha tuviese que ver con la salud del capitán, propensa a resfriarse en Venecia, me puse en pie, acomodé la capa y les fui detrás a ojo de lince, tentándome con disimulo el mango del puñal y la culata de la pistola.
No tomaron a la derecha, hacia el puente, sino que anduvieron camino por la zurda, alejándose calle adelante hasta perderse de vista en las tinieblas. Me quedé en la puerta de la taberna viéndolos irse, desconcertado. Al cabo hice de la necesidad virtud y resolví tomar por la derecha, repasando a la inversa el corredor de pechos desnudos por el que había desfilado a mi llegada. De nuevo pasé crujía, y eso me hizo acreedor a otra sucesión de chasquidos de lengua, susurros y variopintas sugerencias carnales que dejé atrás con cuanta presteza pude; pues no tenía el ánimo para requiebros de cantonera, ni estaba el horno para pasteles de a cuatro.
Era noche cerrada. Oscura. A esa hora debía de haber salido ya la luna, pero el cielo cubierto y espeso velaba su claridad sobre los tejados. Reconocí la silueta del capitán Alatriste a la luz resinosa de la antorcha que se consumía en la embocadura de la calleja. Estaba parado sobre el puente, en compañía de otro hombre embozado como él. Hablaban en voz muy baja, hasta el punto de que apenas pude escuchar el murmullo de conversación cuando pasé por su lado, anduve una veintena de pasos y me detuve más allá, previniendo la pistola al resguardo de un portal. Observaba inquieto el contraluz de las dos siluetas sobre el puente. Sobre todo, porque en la otra creí reconocer la sombra de Gualterio Malatesta.
– Tres días -dijo el sicario-. Después podremos volver a nuestros asuntos.
Parecía la simple expresión en voz alta de un pensamiento. O quizá la intención de una amenaza, más que la amenaza misma. La apariencia de Malatesta era tan siniestra como de costumbre: la luz moribunda de la antorcha cercana silueteaba en negro rojizo la capa sobre los hombros y el ala ancha del sombrero, dejando sus facciones en la oscuridad.
– Os veo muy seguro de salir con bien de esa misa de gallo -dijo Diego Alatriste.
Sonó la risa chirriante del italiano. El viejo crujido seco, gutural.
– No es tan difícil… En realidad es asombrosamente fácil. De esas cosas que, por simples, a nadie se le ocurre que puedan hacerse. Hasta que llega alguien y las hace.
Calló un instante, moviéndose un poco. Inclinaba ahora la cabeza, y la luz bermeja resbaló hacia su rostro iluminando la parte inferior, el bigote recortado y el trazo blanco de la boca, que seguía sonriendo.
– ¿Conocéis San Marcos?… Bello sitio.
– Eché un vistazo ayer por la tarde -admitió Alatriste.
– Curiosidad de oficio, imagino… Os preguntabais cómo pienso hacerlo, ¿no es cierto?
– Algo así.
Rechinó de nuevo la risa de Malatesta: parecía complacido por el interés profesional de su interlocutor. Luego se lo contó todo en voz baja y pocas palabras, sin énfasis ninguno, cual si charlase de lo más natural del mundo. Estaba arreglado, dijo, el acceso desde la calle a la sacristía. Él y su cómplice, el cura uscoque, entrarían desde la puerta lateral que daba a la Canónica, junto a los dos leones de piedra: el cura vestido de lo suyo, y él con uniforme de la guardia ducal. Una vez dentro estarían a veinte pasos del dogo Giovanni Cornari, en ese momento arrodillado en su reclinatorio, a un lado del altar mayor; y, por razón del protocolo, alejado de todos los demás.
– La idea es entrar por una capilla lateral -prosiguió-. Allí sólo sitúan un guardia ante la puerta que comunica con el altar, cerrada durante la misa. Yo degüello al guardia, abro la puerta, y el uscoque, que se llama Pulo Bijela, llega hasta el altar y apuñala al viejo Cornari… Con setenta años largos que tiene, no creo que se resista mucho.
Calló bruscamente, pues pasaban cerca tres hombres camino de la taberna. El puente no tenía protección a los lados, como la mayor parte de los que había en Venecia, y Alatriste se alegró de llevar cota de malla bajo el jubón. Sería muy fácil para Malatesta darle una cuchillada y hacerlo caer de un empujón al canal que tenían debajo. Aunque también podía ocurrir a la inversa. Que la cuchillada y el empujón los diese él.
– ¿Y qué pasará con el tal Bijela? -preguntó.
– Yo cumplo con lo de la puerta, y el resto será cosa suya. El fanático es él. Mártir de su pueblo y demás… Para cuando se le echen encima espero estar en la calle, poniéndome en cobro.
Lo dijo con mucha frialdad. Indiferente. La antorcha del muro chisporroteaba con la última llama y sus facciones quedaban de nuevo en sombras.
– A esa misma hora -continuó-, se supone que nuestros amigos Faliero y Toledo estarán haciéndose con el palacio ducal, vuestra merced ocupándose de lo suyo, y el resto de gente cumpliendo lo que debe.
Hizo una pausa corta. Parecida a un suspiro, advirtió Alatriste.
– Una noche inolvidable, si todo sale bien.
Alatriste miró la franja de agua oleosa, negra, que se extendía a sus pies. Lejos, al extremo del canal, había una ventana iluminada que se reflejaba en la superficie inmóvil. Un cuadrado de luz arriba y otro gemelo, idéntico, abajo. Ni una sola ondulación alteraba el reflejo.
– Tendrá vuestra merced al uscoque a buen recaudo, imagino.
– Imagináis bien.
Era un tipo raro, explicó Malatesta. El tal Pulo Bijela. A esos fanáticos de ojos febriles nunca acababa uno de tomarles la medida. Estaba escondido en una casa segura, sin asomar la cabeza a la calle, y seguiría así hasta que llegase el momento. Concentrándose a base de ayuno y oraciones.
– Sólo discrepamos en un punto. Su idea es matar al dogo durante la consagración, mientras el cura levanta la hostia. En ese momento estarán todos desprevenidos, por lo solemne de la cosa.
– ¿Y cuál es la discrepancia?
El sicario pareció dudar un instante.
– Bueno… No soy precisamente un hombre religioso, como sabéis. Todos esos latines de frailes y viejas se me dan una higa. Como a vuestra merced, imagino… Pero cada cual tiene sus… No sé. Sus cosas.
Miró Alatriste la sombra vecina, estupefacto.
– No me diréis -aventuró- que os importa matar con la hostia arriba o abajo.
Malatesta parecía removerse, incómodo.
– No es eso. Aunque precisamente por lo descreído, hay detalles que uno recuerda. Soy siciliano, tenedlo en cuenta.
– ¿Vuestra merced con escrúpulos?… Imposible. Eso no me lo creo.
– La palabra escrúpulos es excesiva -opuso el sicario, en tono picado-. Y absurda.
Reía ahora Alatriste con mala intención, entre dientes. Sin disimulo. Todo aquello resultaba pintoresca novedad.
– Pues nadie lo diría. Vuestra merced…
Lo interrumpió el otro con un juramento: algo muy cerrado, en dialecto siciliano, que mezclaba a Cristo y a su madre.
– Cada cual -dijo al cabo de un instante- tiene sus… En fin. Sus cosas en la cabeza.
Ahora la pausa fue más larga. Y desconcertante. A su pesar, Alatriste llegó a la conclusión de que empezaba a divertirse de veras con la insólita charla. Que lo lardearan como a un negro si alguna vez había imaginado situación como aquélla: Gualterio Malatesta de confidencias.
– De niño fui un tiempo monaguillo, en Palermo.
– No jodáis.
Ahora el silencio fue brusco y significativo. El sicario volvía a removerse, incómodo. Sin poder contenerse, Alatriste siguió riendo entre dientes.
– Pardiez. ¿Habláis en serio?… ¿Vuestra merced con sotanilla y roquete, vaciando a escondidas las vinajeras?
– Porca Madonna. Dejaos de chanzas.
– Os hacéis viejo, Malatesta.
– Sí. Es posible. Quizá me haga viejo, como decís. Igual que vos.
Callaron de nuevo. Se oyó el ruido de un remo al golpear contra un muro, en el canal. A poco se destacó de la oscuridad el perfil del hierro de proa de una góndola, acercándose.
– Qué extrañas coincidencias -murmuró el italiano-. El puente de los Asesinos. Y aquí estamos los dos… Parece que haya una armonía en las cosas, después de todo. Una lectura oculta de lo que somos.
– Se trata de ganarse el pan, supongo.
– Sí. Y algo más, a ser posible.
El contorno de la góndola, parecido al de un ataúd, pasó silencioso bajo el puente. A la luz de un fanalito colgado en la popa se distinguían dos bultos cobijados con mantas bajo el toldo que cubría a los pasajeros, y la figura del gondolero que remaba detrás.
– ¿No os sentís cansado a veces, señor capitán?
– Siempre.
La góndola había vuelto a hundirse en la oscuridad. En la superficie negra del canal, el rectángulo de luz de la ventana reflejada fue dejando de ondular poco a poco hasta quedar de nuevo inmóvil.
– Ese chico, Íñigo -dijo Malatesta-. Ha crecido.
– Más de lo que imagináis.
– Dijo que me mataría.
– Guardaos de él, entonces. No es de los que hablan por hablar.
Ahora el silencio fue largo. Diferente.
– Aquella mujer… ¿Os acordáis?… La de la calle de la Primavera.
No precisó hacer memoria Alatriste. Recordaba muy bien la antigua posada del Lansquenete, en Madrid. La casa miserable en la que dos veces había estado a punto de matar a Gualterio Malatesta.
– ¿La que vivía allí con vuestra merced?
– Esa misma.
– Por dos veces os salvó la vida… ¿Qué tal se encuentra?
– Murió. Estando yo en la cárcel.
– Lo siento.
– La molestaron bastante -el tono del italiano era otra vez el de siempre: desapasionado y frío-. La Justicia, ya sabéis. Alguaciles, corchetes y gente así… Quisieron averiguar cuánto sabía de mí.
Alatriste cerró los ojos. Imaginarlo no requería esfuerzo alguno.
– Y sabía poco, naturalmente -apuntó.
– Casi nada. Aun así acabó en la calle, quebrantada de salud y sin recursos… No duró mucho.
Malatesta chasqueó la lengua e inspiró muy hondo y fuerte, como si de pronto faltase aire en el puente de los Asesinos.
– El día de Navidad -dijo tras unos instantes- habrá acabado nuestra tregua.
Asintió Alatriste en la oscuridad. La antorcha se había apagado por completo. Apenas un rescoldo rojo arriba, en el muro.
– Siempre y cuando sigamos vivos -precisó.
Se movió el bulto negro del otro. Precavido en aquel punto de la conversación, Alatriste dio un paso atrás, abrió la capa y rozó con una mano el pomo de la espada que llevaba al costado. Pero la alerta parecía superflua. Malatesta aún estaba con gana de parla:
– ¿Sabe vuestra merced lo que pienso?… Parecemos dos lobos viejos, de hocico pelado, haciéndose confidencias antes de matarse a dentelladas. No por comida ni por hembras, sino por…
– ¿Reputación? -sugirió Alatriste.
– Puede.
Un silencio. Esta vez fue muy largo.
– Reputación -repitió al fin Malatesta, en tono más bajo.
Miraba Diego Alatriste otra vez el agua del canal. El doble rectángulo de luz quieta. Era difícil establecer cuál era el objeto real y cuál su reflejo. De pronto, desconcertado, pensó que tal vez conociese al hombre que tenía cerca mejor que a nadie en el mundo.
– La gente, ahora…
Se interrumpió, dejándolo a medias, y estuvo inmóvil y callado un poco más, observando el reflejo.
– Son otros tiempos -dijo al fin-. Y otros hombres.
Cuando alzó la vista y miró atrás, Malatesta se había ido.
Había estado yo espiando, oculto en mi portal, que todo transcurriese sin traiciones ni sobresaltos entre el capitán Alatriste y su interlocutor. Cuando al fin se alejó éste, y el capitán, tras un momento inmóvil en el puente, caminó en mi dirección, guardé la pistola bajo la capa, salí de las sombras y me uní a él. Acogió mi presencia con uno de sus habituales silencios, sin demasiados comentarios. Luego anduvo caviloso, conmigo al lado y mirándolo de reojo, sin despegar los labios y pensando en sus cosas. Las calles estaban vacías y oscuras. Canales, puentes y soportales devolvían desde sus oquedades en sombra el eco de nuestras pisadas. No me decidí a hablar hasta que estuvimos cerca de Rialto.
– ¿Todo ha ido bien, capitán?
Tardó unos pasos en responder, como estableciéndolo.
– Creo que sí -dijo al fin.
– ¿El del puente era Malatesta?
– Lo era.
– ¿Y cómo lo encuentra vuestra merced?
– Como tú… Hablador.
No estaba claro si se refería a que nuestro viejo enemigo seguía tan inclinado a la conversación como durante nuestro encuentro junto al Arsenal -que yo le había contado el día anterior-, o a que en ese momento mi charla resultaba inoportuna. En la duda, refrené la maldita. Pasábamos un puente de piedra cercano a una iglesia, sobre un canal que, por la izquierda, desembocaba en la ancha franja oscura del canal grande. El puente estaba iluminado a medias por un farolito que ardía en la puerta de la iglesia, allí donde a deshoras acudían los vecinos a pedir los sacramentos. Al llegar al otro lado del canal, como sin darle importancia, el capitán se volvió a echar un vistazo a nuestra zaga, por si alguien nos husmeaba el rastro.
– Oiríamos los pasos -dije en voz baja, adivinándole la intención-. Hay mucho silencio.
– Nunca se sabe.
Parecía en exceso taciturno, y me pregunté si era a cuenta del cónclave de la taberna o de la conversación con Malatesta en el puente de los Asesinos. De cualquier modo, había algo en su actitud que me inquietaba; y tuve la certeza de que no se debía sólo a los acontecimientos de la jornada. Yo estaba acostumbrado al silencio de mi antiguo amo; pero lo de Venecia era distinto. Desde el principio de la aventura advertía en él una suerte de recelosa resignación. Se diría que su instinto de soldado viejo, hecho a zozobras, reveses y malos tragos, sugería vislumbres funestos de aquella empresa ambiciosa, quizá desmesurada, en la que con gentil riesgo de nuestras gorjas andábamos metidos. Reflexioné sobre eso mientras nos orientábamos en la noche veneciana; y concluí, desazonado, que la fe del capitán Alatriste en nuestro éxito resultaba escasa. Lo prodigioso era que él permanecía impasible, dispuesto a llegar hasta el fin, como acostumbraba: soldado sin fe en territorio hostil, con la mirada puesta, a falta de otra cosa mejor, en la patria ingrata y lejana que le había tocado en suerte, y en el monarca -«Tu rey es tu rey», me dijo una vez con un pescozón, frente a Breda- que la encarnaba. En mi caso, todo era mucho más simple: joven, arrojado hasta casi lo insensato, me limitaba a seguirlo como había hecho durante lo que se me antojaba toda una vida. Esto iba de oficio: desde los trece años no conocía otra cosa, y a su lado había aprendido cuanto de bueno y malo sabía. Pese a los desacuerdos y a la distancia que el paso del tiempo y el ardor de mi sangre moza interponían a veces entre nosotros, yo nunca perdía de vista lo principal: Diego Alatriste era mi familia y mi bandera. A ojos cerrados saltaba tras él una y otra vez, a estocada limpia, hasta las mismas fauces del infierno. Y aquella noche incierta, caminando por la tiniebla de una ciudad hermética y peligrosa que parecía rodearnos como una trampa, me confortó su presencia próxima, inmutable, tan callada y serena como solía. Entonces comprendí por qué muchos años atrás, a orillas de un río helado en tierras de Flandes, un pequeño grupo de hombres desesperados, luchando por sus vidas como perros rabiosos en torno al jefe de la manada, por primera vez lo había llamado capitán.