X. La isla de los esqueletos


La embarcación -uno de esos botes de pesca con dos velas al tercio que los venecianos llaman bragozos- se acercó por el canal, despacio, impulsada por la brisa del oeste que deshacía los últimos jirones de niebla. En lugar de ésta quedaba ahora una bruma tenue y baja, aferrada a las orillas de la isla donde la llovizna helada, las nubes y la luz cenicienta del alba creaban una atmósfera gris, espectral. Los muros desnudos del antiguo convento en ruinas y las osamentas semienterradas que se veían por todas partes, entre las piedras, arbustos y cañaverales mojados de aguanieve, acrecentaban lo tétrico del paisaje. La única nota humana, además de la doble vela que venía sorteando los islotes y bancos de arena, éramos los tres hombres que aguardábamos al reparo de un muro medio derruido, húmedos de relente y tiritando de frío.

– Es Diego -dijo Sebastián Copons.

Envainé la espada que había empuñado al ver aparecer las velas, me abrigué mejor en la capa y anduve hasta la orilla con el corazón saltándome de gozo. Hasta ese momento, durante el viaje en barca desde la punta de la Celestia y en la fría espera de la isla de San Ariano, mientras se asentaba la luz sucia del alba en la laguna, había tenido la certeza de que nunca volvería a ver al capitán Alatriste. Pero allí estaba mi antiguo amo, sin capa ni sombrero, con su viejo coleto de piel de búfalo reluciente de humedad, pistola, daga y espada al cinto, saltando desde la barca al pontón de tablones medio podridos apenas los marineros arriaron las velas.

– Íñigo -dijo.

Había sorpresa en su voz ronca, como si en realidad no esperase encontrarme allí. Yo estaba parado delante mientras se acercaba, mirándole la cara marcada por huellas de fatiga: sus ojeras violáceas bajo los párpados enrojecidos y el mostacho abatido por la humedad que le aplastaba el cabello en la frente. Se movía torpe, recobrando el uso de sus miembros entumecidos por el frío y la inmovilidad del viaje. Saltaba a la vista que la suya había sido una noche tan de perros como la nuestra. Y supuse que, pese a mi juventud, yo debía de mostrar una apariencia semejante.

– ¿Quiénes estáis aquí? -preguntó mientras nos abrazábamos y yo olía su cuerpo sucio, el cuero y el metal de las armas, la humedad que le empapaba las ropas.

– Sebastián y el moro -respondí.

Deshacíamos ya el abrazo, pero me pareció sentirlo estremecerse.

– ¿Nadie más?

– Nadie.

Se estrechó con Sebastián Copons, que había venido tras de mí, y miró al moro Gurriato, tumbado al resguardo del muro en ruinas.

– ¿Grave? -preguntó.

– Nada serio -dijo el aragonés-. Si nos sacan de aquí pronto.

Se fueron los dos hacia el moro, y yo me quedé mirando al segundo pasajero de la barca. Gualterio Malatesta, cubierto con capa verde y sombrero de la guardia ducal, estaba de pie en el pontón de la orilla. A su espalda, los del bragozo se apartaron a remo y luego izaron velas, alejándose por el canal.

– Vaya, rapaz… Veo que salvaste la piel.

– ¿Sólo venís el capitán y vos?

– Sí. Sólo él y yo.

– ¿Qué hay de los otros?

– No lo sé. Por ahí atrás se quedaron, supongo… Nosotros éramos los últimos.

Quedé sobrecogido al escuchar aquello. Pensaba en Roque Paredes y la gente de su grupo; en el portugués Manuel Martinho de Arcada -siempre melancólico cual si presintiera su destino- y los suyos; en Quartanet, Pimienta y Jaqueta. Y en los cinco artificieros suecos con los que ni siquiera había cambiado una palabra. Demasiados camaradas perdidos para una sola noche, concluí. Demasiada traición y demasiado fracaso.

– ¿Y vos? -pregunté suspicaz.

Me miraba guasón, asestándome la fijeza de sus ojos peligrosos.

– ¿Qué pasa conmigo?

Parpadeé. Una leve sonrisa afloraba bajo su bigote recortado, en el rostro picado de marcas y cicatrices que ya necesitaba el filo de una navaja de afeitar.

– Da la casualidad de que seguís vivo y libre -apunté con mala intención.

– Cierto.

Seguía observándome entre curioso y zumbón. Al cabo señaló con un gesto del mentón al capitán Alatriste.

– Tan vivo y libre como él -añadió.

Crujieron las maderas cuando caminó sobre las tablas dejando atrás la orilla y a mí. Le fui a la zaga y vi que dirigía un vistazo alrededor, contemplando las ruinas del antiguo convento, el suelo brumoso donde el aguanieve destilada por las nubes bajas y plomizas no llegaba a cuajar, los cráneos y huesos que asomaban entre la tierra húmeda.

– Lindo sitio -dijo.

Lo dejé allí, estudiando la isla, y fui a reunirme con el capitán Alatriste y Sebastián Copons. Cosían con piola fina y aguja -el capitán siempre llevaba provisión- la herida del moro Gurriato mientras se referían en voz baja, con mucha calma, pormenores de lo ocurrido: la trampa urdida por Lorenzo Faliero en San Marcos y el palacio ducal, la emboscada que nos tendieron en el Arsenal, la suerte idéntica que habría corrido la gente encargada de incendiar el barrio hebreo. Escuchándolos asenté más la certeza de una traición, y del abandono por parte de quienes nos habían mandado a Venecia. Eso me cegó de cólera hasta hacerme renegar de reyes, ministros y embajadores; y hasta de don Francisco de Quevedo, maldita fuera su estampa y su amistad, que de alguna forma nos había metido al capitán y a mí en tan dudosa aventura. Me templó un tanto las maneras, sin embargo, que Copons y mi antiguo amo encarasen el desastre con flema de soldados viejos, muy resignados a la suerte que deparan los altibajos y necesidades de la vida, la guerra y la política. Convencidos por hábito de su papel de humildes peones en tableros jugados por otros, no se rebelaban contra la ingratitud, a la que estaban hechos de sobra, ni los abatía la fortuna esquiva, compañera antigua de sus zozobras. Sobrios, resignados, sin más verbos que los precisos, como al término de tantas encamisadas y golpes de mano vividos en Flandes y el Mediterráneo, los dos veteranos se limitaban a hacer recuento rutinario de bajas, vendar heridas y agradecer sin palabras, a Dios o al diablo, el hecho de seguir vivos. Que en última instancia es la verdadera victoria de un soldado.


– ¿Qué hay de él? -pregunté al capitán, señalando a Malatesta.

Estábamos con Sebastián Copons, la espalda contra el muro en ruinas, sentados en torno al moro Gurriato. Los ojos glaucos de mi antiguo amo, tan fríos que parecían formar parte del paisaje, me siguieron el rumbo de la mirada. Ajeno a nosotros, el italiano paseaba cerca de la orilla, observándolo todo.

– El -repitió, pensativo.

Le pregunté si, a su juicio, Malatesta tenía que ver en la traición. Tardó algún tiempo en responder, sin apartar la vista del sicario. Al cabo movió ligeramente la cabeza.

– No creo.

Seguía mirándolo, fruncido el ceño. Un momento después se pasó los dedos por el mostacho, enjugando el aguanieve sobre sus labios agrietados.

– Aunque nunca se sabe -agregó en voz muy baja.

Me volví hacia Gurriato, recostado en el muro y cubierto con su mojada capa azul. El mogataz tenía la piel cenicienta por el frío y el dolor, pero la mirada viva. La fiebre aún no había hecho aparición y el pulso latía acompasado, razonable. Al sentir mi mano en su muñeca, crispó la boca en una sonrisa. Miré la cruz azuaga tatuada en su mejilla.

– ¿Todo bien, moro?

– Uah. Apenas duele… Sólo tengo frío.

– ¿Mucho?

– Suficiente para temblar por dentro.

Me quité mi capa, colocándola sobre la suya a fin de cobijarlo un poco más.

– Saldrás de ésta.

– Claro… Todos saldremos.

Me puse en pie a cuerpo gentil, en coleto, apretando los dientes que castañeteaban por la mucha humedad, y miré desesperanzado más allá de la isla, en dirección a la parte de la laguna que daba al Adriático, donde unas gaviotas tan grises como el cielo planeaban zambulléndose entre los bancos de fango y arena. No pude ver señal de la vela salvadora que debía sacarnos de allí antes de que quienes rastreaban la laguna dieran con nosotros. Y lo cierto es que ni siquiera podíamos estar seguros de que apareciese la embarcación encargada de llevarnos a las aguas libres del mar abierto. La traición, el abandono de que habíamos sido objeto, podían incluir el dejarnos a nuestra suerte, varados en la isla hasta que el frío y el hambre, si no los esbirros de la Serenísima, diesen cuenta de nosotros.

– ¿Nada todavía? -inquirió Copons a mi espalda, interpretándome el gesto.

– Nada… Ni rastro. Sólo mar y nevisca.

– Cagüentodo.

Cuando volví a sentarme, los ojos del capitán Alatriste seguían clavados en Malatesta. Lo observaba con mucha atención, el aire impasible como antes, sin que su rostro dejara traslucir los pensamientos. Pero yo conocía a mi antiguo amo, y aquella forma de mirar me puso alerta.

– ¿Todo bien, capitán?

No respondió. Mantenía la vista fija en el italiano y había vuelto a pasarse los dedos por el mostacho. Miré a uno y a otro, intentando comprender.

– ¿De verdad no nos traicionó? -insistí.

Tras una pausa larguísima, durante la que mantuvo su inmovilidad absoluta, el capitán negó con la cabeza. Muy despacio.

– No -murmuró al cabo de un instante.

Se quedó callado, como considerando la justeza de lo que acababa de decir, y al cabo volvió a negar para sí mismo, convencido.

– No esta vez -zanjó.

Me volví a Sebastián Copons, inquisitivo, por si el aragonés podía aclarar algo; pero éste encogió los hombros, llamándose a altana. Era soldado de infantería, y calentarse la cabeza lo dejaba para otros. Los silencios y pensamientos de su cantarada Alatriste le resultaban aún más herméticos que a mí.

– Si dice que no -se limitó a comentar-, será que no.

Crucé los brazos y me arrebujé cuanto pude, encogido, acudiendo a mí mismo para soportar el frío. El capitán seguía inmóvil, atento a las idas y venidas del italiano, mientras el aguanieve goteaba por su frondoso mostacho soldadesco y por la nariz fuerte, ligeramente curva, que acentuaba su perfil de águila impasible. En ésas, por un corto instante, me pareció ver que el aire grave se le quebraba en un apunte de sonrisa. Si de veras sonrió -no estoy seguro de ello- fue, como digo, un momento brevísimo. Inclinó luego el rostro un poco, mirándose las manos azuladas de frío, y se las frotó vigorosamente para hacerlas entrar en calor. Al cabo sacó la pistola que llevaba al cinto, y tras dejarla en el suelo, a mi lado, se puso en pie con aire dolorido, como si le costara un mundo el esfuerzo, y anduvo hacia Gualterio Malatesta.


Seguía sin cuajar la nevisca: infinidad de gotitas blancas se deshacían empapando el sombrero y la capa de Malatesta, sobre el fondo de nubes plomizas y bruma baja. Los límites de agua y cielo se confundían en los canales próximos, sobre los bancos de fango y arena descubiertos por la marea. Mientras se acercaba al italiano, Diego Alatriste sintió que ese paisaje desolado le enfriaba más el corazón, infiltrándose entre sus ropas y su carne. Tiñéndole el pensamiento, la voluntad, de una gris melancolía.

– Tardan en rescatarnos -comentó el sicario.

Lo dijo en tono ligero, adobándolo con la mueca adecuada. Miraba la parte de la laguna que daba al sur y al mar abierto. Después se agachó a coger del suelo un hueso medio desenterrado, que hacía rato escarbaba con la puntera de sus botas. Se alzó con él en una mano, observándolo curioso. Era una clavícula humana.

– Como me ves, te verás -dijo en tono filosófico.

Arrojó el hueso al agua de la orilla y siguió contemplando el horizonte difuso y plomizo.

– Lo cierto es que tardan -repitió.

– Hay tiempo de sobra -dijo Alatriste.

Los ojos negros del italiano permanecieron un rato inmóviles, mirando a lo lejos. Parecía que Malatesta no hubiese escuchado el comentario. Al fin, su mirada oscura se posó en Alatriste. Lo hizo muy lentamente, casi con curiosidad. Después bajó, siempre muy despacio, hasta la mano que éste apoyaba en el pomo de la espada.

– Tiempo, ¿para qué?

– Para ponernos al día.

Inició el italiano un amago de sonrisa, pero ésta no llegó a cuajar del todo. Fue un intento fallido, que acabó en una mueca incrédula. Ahora parecía desconcertado, como un hombre al límite de la fatiga a quien se pidiera atención súbita sobre algo inesperado. Pero no sé de qué se extraña, pensó Alatriste. No a estas alturas, y entre nosotros. No aquí, ni ahora. Suspendidos entre cielo y mar, entre vida y muerte. Cada cosa tiene su momento, y vete a saber si habrá otro.

– Vuestra merced está de broma -dijo Malatesta.

– ¿Os lo parece?

– Minchia. Somos…

– ¿Camaradas?

– Algo así.

Le sostenía Alatriste los ojos, decidido, sintiendo gotear el aguanieve por el pelo, el mostacho y la cara.

– Ya no -repuso con suavidad-. Se acabó la tregua.

Había dejado de tener frío y el mundo se le antojaba, de nuevo, asombrosamente simple. El peso del acero que cargaba al cinto, enfrentándolo a lo inmediato, borraba el pasado reciente y desvanecía el futuro. La vida era de nuevo lo que era.

– Diablos -murmuró el sicario.

No parecía irritado. Su asombro se extinguió al fin en una risa queda, seca, distinta a las que Alatriste le había oído otras veces. Había un punto de admiración, advirtió, en aquella forma de reír.

– ¿Aquí mismo? -preguntó Malatesta, al fin.

– Si no os importa.

Una última mirada. Seria, grave. Resignada, tal vez. Un instante irónica antes de oscurecerse de nuevo.

– No, capitán. Lo cierto es que no me importa.

Asintió Alatriste, aprobando lo razonable de esas palabras. Luego se pasó una mano por la cara para enjugar las gotas de aguanieve, dio tres pasos atrás y sacó la espada.


No podía creerlo, ni mis compañeros tampoco. El moro Gurriato miraba aturdido mientras Sebastián Copons y yo nos levantábamos con viveza a observar la escena: el capitán Alatriste aceros en mano, espada y daga, mientras Gualterio Malatesta se desembarazaba de capa y sombrero, sacaba sus avíos y se ponía en guardia frente a él. La nevisca y la bruma baja de la orilla acentuaban la irrealidad de la escena, pues parecían suspender las figuras de ambos en el aire. Cual si se batieran sobre el fin del mundo.

– Es un disparate -exclamó Copons.

Hizo ademán de ir a separarlos, pero lo retuve agarrándole un brazo. De pronto, comprendía. Y en mi fuero interno lamentaba no haber sabido interpretar a tiempo las miradas del capitán, ni su decisión al levantarse para provocar a Malatesta. Maldije mi torpeza por no ser capaz de adelantarme a sus intenciones. Soy yo quien debería estar ahí riñendo, pensé. Ajustando viejas cuentas, por si no hubiera mejor ocasión en el futuro. O por si no hay futuro.

– No es tanto disparate -repliqué con maduro sosiego-. Sólo una larga y vieja historia.

Aquello distaba de una sesión de esgrima a base de compás y posturas. Los adversarios permanecían inmóviles, estudiándose, tendidas las espadas que ni siquiera llegaban a rozarse. Pendiente cada cual de su enemigo, mirándole los ojos y no la punta del hierro. Prevenidos a la intención. Yo sabía de sobra -también aquél era mi oficio, pardiez- que entre espadachines de su cuajo no habría juego de pies, ni batir prolongado de toledanas y vizcaínas, ni tretas ingeniosas que esperar. Allí se fiaba todo al entrar y salir de conclusión, a la estocada de punta rápida y la cuchillada veloz como un relámpago. Ninguno iba a arriesgarse si no era sobre seguro. Y así estaban, al acecho, en silencio, perfilados y vigilándose como gavilanes, esperando a que descompusiera la guardia el otro. Buscando el hueco por donde meter acero hasta el ánima.

Se movió primero Malatesta. Sólo alargó el brazo, tanteando con suavidad la punta del capitán Alatriste: un cling-cling metálico, leve, que en absoluto comprometía. Simple juego de muñeca. Estaba el italiano ligeramente encorvado hacia adelante -yo le conocía bien aquella postura-, larga la espada y cubriéndose el vientre y el flanco izquierdo con la vizcaína cruzada delante del pecho. Se erguía más el capitán, también a su manera, manteniendo la misma guardia natural en tercera posición. Después de tocarse los aceros se separaron de nuevo, ambos quietos y en línea. Entonces repitió Malatesta el movimiento, tintineó el hierro, y cuando parecía que todo volvía a la distancia anterior, en el mismo impulso hizo contravuelta, fijó con la espada y tiró una cuchillada baja con la daga, no al cuerpo sino al brazo mismo del capitán. Que a no retraerse éste, leyendo el golpe en los ojos del otro, se lo habría pasado de parte a parte, dejándolo inútil antes de asestarle una estocada definitiva. Levó el capitán con su espada, acuchilló rápido y en tajo hacia la cara, y acabaron los aceros en el vacío, separados los contendientes. Otra vez inmóviles y al acecho como si nada hubiera ocurrido entre ellos.

– Hijos de puta -oí mascullar a Copons, admirado.

Seguían quietos y perfilados Malatesta y el capitán Alatriste, rozándose apenas, otra vez, las puntas. Ninguno gastaba verbos ni hacía visajes, ni posturas. Respiraban despacio y hondo, alerta, sin quitarse los ojos. En ese momento calculé lo simple que sería amartillar el arma de fuego que el capitán había dejado atrás, acercarme al italiano y esparcir sus sesos de un pistoletazo. Lo haría de todas formas, decidí, si iban mal las cosas y mi antiguo amo encajaba una mala herida. Que me quemara en los infiernos, si no.


Tintineó de nuevo el acero. Apenas un roce suave, de puntas; pero Diego Alatriste sintió en lo diverso de la vibración el propósito de su adversario. Aun así, apenas dispuso de margen para precaverse. Todo ocurrió tan rápido que no hubo tiempo de pensar, y se confió al instinto y los hábitos. Con rapidez y buen pulso, paró de daga y respondió de espada y daga, en sucesión inmediata, golpe tras golpe: tres cuchilladas y cuatro estocadas, con un contraataque a fondo que lo puso tan cerca de Malatesta que por un instante sintió su aliento. Rompió pasando al otro lado, con recio revés que arrancó rasgar de ropa mojada y un quejido de dolor y cólera a su enemigo. Al volverse, afirmado de nuevo en guardia natural, vio que Malatesta, otra vez espada tendida delante y vizcaína cruzada sobre el pecho, sin apartar sus ojos de los suyos, se tanteaba con el codo un desgarrón abierto en el costado derecho del jubón. Y que ahí humeaba el vaho cálido de una mancha de sangre.

Es el momento, se dijo. Gocemos del desconcierto y concluyamos. No terminaba de pensarlo cuando, al disponerse a amagar con una treta para luego tirarse a fondo, jugándolo todo a esa carta, el italiano lo sorprendió con un ataque inesperado, franco, tan recto y limpio que Alatriste lo tomó por finta y se limitó a esperar la estocada definitiva; con la diferencia de que ésa lo era, o lo intentaba; y de pronto se vio con la punta del otro acero a tres pulgadas del pecho, y con el filo de la vizcaína enemiga resbalando a lo largo de su espada, desviándole la guardia. Rompió como pudo, a la desesperada, sin saber cómo, librándose porque la punta pinchó sesgada en la gruesa piel de búfalo del coleto, y pudo zafarse con sólo medio tajo de daga en la mandíbula, bajo la oreja -dolió como una quemadura súbita-, que si llega a subir un poco más se la corta entera.

– Casi parejos -masculló Malatesta, mirándolo restañarse la sangre con el dorso de la mano que empuñaba la daga.

No habló más. Se afirmaban otra vez frente a frente, aceros tendidos o cruzados, en guardia, fijándose en los ojos del otro. Atentos a advertir, un momento antes de que se produjeran, los nuevos movimientos del contrincante. Las intenciones que trazarían líneas de vida o de muerte. La expresión de Malatesta era ahora inescrutable, comprobó Alatriste: no había en ella rastro de la habitual ironía, y sus labios eran una línea apretada, sólo entreabierta a ratos para respirar. Nada de sarcasmos ni musiquillas silbadas. Serio como la muerte. Sólo concentración absoluta: crispación profesional que el cuerpo atento, adiestrado, vigilante pese a la fatiga que hacía mella en ambos, prolongaba en la hoja de su espada y en el filo de su daga.

Inesperadamente, algo alteró las facciones del italiano. Se había producido un ligero mudar en el cielo, a espaldas de Alatriste, como si entre el celaje gris y la llovizna de aguanieve penetrase mayor claridad. Y ese cambio en la cualidad del aire, tornando la atmósfera más abierta, o luminosa, incidía ahora en el rostro picado de Malatesta; ahondando las marcas y cicatrices de su piel, y oscureciendo las ojeras violáceas de su rostro fatigado.

– Dio cane -murmuró.

Miraba por encima del hombro de Alatriste, más allá de él y de la isla; pero éste era perro combatido, y no bajó la guardia ni apartó su mirada del sicario. Atento a cualquier treta. Entonces el otro dio dos pasos atrás, cauto, rompiendo distancia, e hizo un ademán evasivo con la mano que empuñaba la espada, cual si pidiera un respiro. Seguía mirando en dirección a la laguna. En ese momento, Alatriste dejó de prestar atención a los ojos del enemigo para fijarse en su boca, y comprobó que sonreía. Era la vieja mueca de siempre: burlona, sardónica.

– Quizá sea otro día -añadió Malatesta, enigmático.

Había bajado sus armas, invitándolo a mirar atrás sin riesgo de que le rebanara la gorja. Aún reculó otro paso con intención de garantizar el gesto. Lo hizo al fin Alatriste, volviendo el rostro a medias: suficiente para comprobar que el cielo plomizo empezaba a abrirse hacia el sur, por la parte que daba al Adriático. Un arco iris asentaba allí sus colores, apoyando los extremos en los bancos de arena y los islotes, mientras un haz de sol muy limpio y luminoso, casi cegador, semejante al que debió de alumbrar el mundo el día mismo de la Creación, tornaba azul, a lo lejos, un trecho de agua en la laguna.

– Sí -suspiró Alatriste-. Será otro día.

El italiano envainaba su espada y su daga, y él hizo lo mismo. Luego se llevó una mano al corte que le escocía bajo la oreja, sintiendo correr mezcladas el aguanieve y la sangre.

– Estuvisteis cerca -comentó, limpiándose los dedos en el coleto.

Asintió Malatesta, que se apretaba el desgarrón del costado.

– Y vos -dijo.

Después permanecieron inmóviles y en silencio entre la nevisca, uno junto al otro, mirando hacia la parte que daba al mar abierto. En la franja lejana, soleada y azul, el rayo de luz que se abría paso entre las nubes iluminaba las velas blancas de una embarcación que navegaba hacia la isla de los Esqueletos.


La Navata, enero de 2011


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