Como la primera vez, cuando siendo imberbe mochilero de catorce años había ido a Breda siguiendo el Camino Español con el tercio viejo de Cartagena, Milán me impresionó en extremo. En esta ocasión el capitán Alatriste y yo entramos en la ciudad un día lluvioso y gris, por el puente levadizo de la puerta Vercellina. El cielo estaba preñado de tormenta, con relámpagos en el horizonte; y en aquella luz indecisa, funesta, el doble círculo de muros altos y negros que circundaba la ciudad, estrechándola como un cinturón de hierro, infundía un respeto que fue mayor al dejar atrás la iglesia de San Nicolás y llegar ante la mole del castillo, fortaleza enorme que en otro tiempo albergó la corte espléndida de Ludovico el Moro. Durante años, la ingeniería bélica había puesto allí lo mejor de su inteligencia: todo eran muros, torres, fosos y baluartes. Y si en mi larga y azarosa vida sentí a menudo el orgullo insolente de saberme español, soldado de una monarquía dueña de medio mundo y temida del otro medio, aquella ciudad, monumento al poder militar, cima de nuestra fuerza y nuestra soberbia, me espoleaba como ninguna el sentimiento.
Lombardía era parte de la monarquía del rey católico, como Nápoles, Cerdeña y Sicilia. Once tercios teníamos allí entre españoles, italianos, tudescos y valones. La revuelta de Flandes había convertido ese estado en llave de los pasos de los Alpes. Las rutas marítimas hacia el norte de Europa se tornaban inseguras, por lo que Milán era punto de reunión para nuestra infantería; que, desembarcada en Génova y reforzada por soldados italianos -gente brava, a la que yo había visto pelear muy bien en torno a Breda-, iba a combatir en las provincias rebeldes y a reunirse con los ejércitos del emperador de Austria, familiar y aliado de nuestro monarca. Era éste un itinerario largo, difícil, acreedor del esfuerzo continuo que dejó en el habla castellana, como ejemplo de dificultad, lo de poner un soldado -una pica- en Flandes. Desde Milán, plaza de armas principal del norte de Italia y aun de toda Europa, nuestras tropas controlaban los pasos de los valles suizos y la estratégica Valtelina, de población católica y aliada nuestra. Ese carácter militar había llenado la llanura lombarda de fortalezas españolas, lo que incluía territorios adyacentes: nuestros soldados ocupaban Sabbioneta, Correggio, Mónaco y el fuerte de Fuentes junto al lago de Como, aparte las guarniciones mantenidas en Pontremoli, Finale y los presidios de Toscana. Tales precauciones respondían a la permanente hostilidad del vecino duque de Saboya y a las añejas ambiciones de Francia sobre el territorio -todavía no estábamos en guerra con Luis XIII y Richelieu, pero se anunciaba en el horizonte-, pues Milán había sido campo de batalla desde finales del siglo XV, al comienzo de las guerras del Gran Capitán, y sus iglesias estaban tapizadas con banderas cogidas a los franceses. Tras larga y dura lucha, con la victoria de Pavía y la prisión de Francisco I, nuestros tercios los habían barrido de la península; pero soñaban con regresar. El cerrojo de hierro milanés les cortaba el paso, asegurando la tranquilidad de Nápoles y Sicilia, así como la docilidad de Génova, su puerto y sus banqueros. A la larga, cuando ya no pudimos más y la lucha contra el orbe entero nos puso de rodillas, Francia, después de setenta años fuera de Italia, lograría clavar allí una cuña con la ocupación de la fortaleza de Pignerolo. Serían ésos los tiempos tristes de derrotas y desastres, con el final de nuestro señorío en Europa. Cuando Flandes, la guerra con los franceses, la sublevación de Cataluña y la rebelión portuguesa nos consumieron el oro y la sangre; y al fin, en Rocroi y otros lugares de triste memoria, de pocos y cansados, dimos la vida al filo de la espada.
Pero en aquel año veintisiete de mi siglo, cuando ocurrió la presente aventura, ese último cuadro de infantería donde yo mismo habría de mantener en alto la vieja bandera con la cruz de San Andrés, rodeado de cadáveres fieles, aún quedaba lejos. Milán, oficina de Vulcano que competía con las fraguas de Toledo en la fabricación de aceros, era una espléndida plaza fuerte; y nuestros tercios, todavía, la zozobra de Europa. Así, el poderío del impresionante castillo milanés resultaba todo un símbolo. En esa ciudad, como en otros lugares, los soldados españoles vivíamos mirando con desprecio a Italia y al resto del mundo. Altivos en nuestra pobreza, orgullosos del temor que inspirábamos, creyentes y supersticiosos entre escapularios, rosarios y estampas de santos, hacíamos rancho aparte de todos, y en nuestra soberbia nos decíamos hidalgos y aun superiores a los monarcas extranjeros y al mismo papa. Eso nos hizo aún más aborrecidos, temidos y malquistos de las demás naciones; pues, al contrario de otras gentes, que al verse en tierra extraña se apocan y someten a las costumbres locales, nosotros nos crecíamos en jactancia, fanfarronadas y desordenada vida de retaguardia, diciendo con Calderón aquello de:
Pendencia que a mi me llame,
comoquiera que yo esté,
me ha de hallar dispuesto siempre
salga mal o salga bien.
El caso es que en Milán, apenas llegamos al castillo cargados con nuestros petates y portamanteos, el capitán Alatriste y yo tuvimos una grata sorpresa. Acabábamos de despedirnos del cochero y del agente de nuestra embajada que nos había acompañado desde Roma. Después de identificarnos en la garita exterior, cruzamos la pasarela que salva el foso junto al baluarte frontero que llaman de Santiago, entre las dos torres. Y allí, desde el cuerpo de guardia, se adelantó a recibirnos un alférez joven y sonriente: lucía bigote poco espeso, aunque bastaba para dar cierta gravedad a su rostro, y venía aderezado con espada, sombrero, botas altas con vueltas de campana y la banda roja cruzada al pecho sobre un coleto de cuero. El capitán y yo lo miramos acercarse, suspicaces. No era usual que un oficial malgastara sonrisas con dos simples soldados salpicados de agua y barro; pero éste lo hacía, al tiempo de abrir los brazos para recibirnos en ellos, acogedor.
– Llegan vuestras mercedes a tiempo. Tocan fajina dentro de media hora.
Al fin, a cuatro pasos, reconocimos a Lopito de Vega. Mucho me holgué con su vista, pero más con sus palabras: ni el capitán Alatriste ni yo habíamos probado bocado desde el cambio de caballos del carruaje en la posta de Pavía, la noche anterior. En ésas nos abrazaba nuestro querido alférez con mucho afecto, pese a los estragos que el viaje desde Roma, la lluvia y los malos caminos habían dejado en nuestras ropas. Con mucho regalo nos condujo por la plaza de armas hasta los alojamientos; donde por orden superior, dijo, se nos había reservado un cuarto aparte, junto a la capilla. Sin ventanas y un poco húmedo por estar cerca del foso, añadió, pero más que razonable. Lopito se quedó con nosotros mientras desliábamos petates, atento a cuanto necesitásemos, e hizo traer dos buenos jergones y mantas. También, de paso, nos informó que otros de nuestro grupo habían llegado tres días atrás, desde Génova: Sebastián Copons, el vizcaíno Zenarruzabeitia, los andaluces Pimienta y Jaqueta, el catalán Quartanet y el moro Gurriato. Todos se alojaban cerca de nosotros, pero con orden de mantenerse aparte de la guarnición. Esa orden nos incluía también, aunque a Lopito le habían encomendado velar por que nada faltase. Y a fe que nuestro alférez cumplió como los buenos: apenas sonó el cornetín, hizo traer de las cocinas una damajuana de vino más turco que cristiano, media hogaza de pan blanco y un puchero de alubias con tocino y oreja de cerdo, distraído sin rebozo del rancho de los señores oficiales, que a mí me hizo derramar lágrimas de gratitud, cuchara en mano, y al capitán Alatriste mover el mostacho con mucho tesón y mucho silencio.
Mientras embaulaba a dos carrillos como esos canes que por tragar no mascan, observé a Lopito, considerando lo mucho que el hijo del gran Lope de Vega había cambiado desde aquel lejano día de su duelo con mi antiguo amo en la cuesta de la Vega, poco antes de que, trocados los aceros en sincera amistad, colaborásemos el capitán y yo mismo, con el concurso de don Francisco de Quevedo y el capitán Contreras, en sacar de su casa a Laura Moscatel y facilitar su boda con el entonces todavía pretendiente a alférez. La prematura viudez y los avatares de la milicia habían dado más sosiego al joven militar, que por aquellos días milaneses cumplía un lustro de servicio al rey, después de haberse alistado con sólo quince años.
– ¿Cómo van las cosas por aquí?
Nuestro amigo, que también se acompañaba con un vidrio de vino, hizo un gesto vago, de soldado paciente. Las cosas iban como siempre, dijo. Pendientes de lo que pasaba al otro lado de los Alpes. Las armas del emperador Fernando seguían venciendo en el norte de Alemania, lo que no era poco, merced al eficaz concurso de las tropas españolas. Después de los triunfos de Tilly y Wallenstein, el rey de Dinamarca estaba en pésima situación; por Milán se rumoreaba que no tardaría en firmar la paz con Austria. Entonces los tercios podrían dedicarse, por fin, a aplastar a los rebeldes holandeses.
– ¿Y los suecos? -quise saber- ¿Se mueven?
– Se moverán. Nadie duda de su entrada en la guerra, un día u otro, en apoyo de los protestantes. Y el rey Gustavo Adolfo es un enemigo formidable.
– Feo panorama -opinó el capitán-. Poco arroz para tanto pollo.
Rió Lopito con la metáfora. Luego se encogió de hombros.
– Más pollos picotearán si Richelieu consigue tomar La Rochela a los hugonotes y se ve con las manos libres… Acabamos de saber que el sitio en regla de la ciudad ha empezado ya; y aunque puede durar meses, no se duda del resultado… Los franceses siguen con un ojo puesto en Lombardía y otro en la Valtelina.
– Pues hace veinte años -objeté-, nuestros tercios llegaron a las puertas de París.
– Ha llovido mucho desde esos tercios -apuntó el capitán, entre dos cucharadas.
Lo sabía mejor que nadie, pues él mismo había estado allí, peleando en el asalto de Calais y en la encamisada y saqueo de Amiens, en tiempos del archiduque Carlos y del entonces rey de Francia Enrique IV, llamado el Bearnés. Por su parte, Lopito se mostró de acuerdo en lo del llover. Y me temo, añadió, que de aquí a poco se nos van a multiplicar los enemigos.
– España contra todos, como siempre -concluyó-. Ni a vuestras mercedes ni a mí nos faltará trabajo.
Solté una risa escarmentada, veterana, cuajada en Flandes y las galeras de Nápoles.
– Lo que faltará, también como siempre, es dinero para las pagas.
Lopito nos miraba inquisitivo. Estaba claro que la curiosidad le roía los adentros; pero, como gentil amigo que era, evitaba ser descomedido.
– No estoy al corriente de vuestra misión -comentó al fin-. Y me han prohibido interrogaros sobre ella… En vista de los preparativos y la cautela, debe de ser trazo grueso.
No quiso ir más allá, acabando con una sonrisa prudente. La mirada tranquila del capitán Alatriste se cruzó un momento con la mía. Después volvió a posarse en el joven alférez.
– ¿Qué os han dicho?
Alzó el otro las palmas de las manos, evasivo.
– Sólo que sois un grupo escogido de matarifes… Y que habrá golpe de mano.
– ¿Alguna hablilla sobre nuestro destino?
– Se dice de Mantua y el Monferrato.
Me tranquilicé en los adentros. Ni una palabra sobre Venecia. El capitán miraba inexpresivo a Lopito, como si nada acabara de escuchar.
– ¿Y por qué Mantua? -pregunté.
Porque ese pastel, respondió nuestro amigo, estaba pidiendo que se lo comieran. El duque Vincenzo andaba muy quebrantado de salud, no tenía hijos, y el partido francés -apoyado bajo cuerda por el papa- movía en aquel estado sus piezas con descaro.
– Por aquí se dice que podríamos jugar la partida por adelantado, madrugándoles a todos… Un lindo acto de fuerza, a la española -Lopito hizo el gesto de degollar, pasándose un dedo por la gorja-. Ris, ras. Visto y no visto.
Dicho todo eso, el joven se quedó mirando al capitán Alatriste, esperando que de algún modo, sin abdicar de la reserva oportuna, confirmara sus palabras. Pero mi antiguo amo permaneció impenetrable, sosteniéndole la mirada. Al cabo el capitán contempló su vaso, lo llevó a los labios, mojó el mostacho con mucha parsimonia y volvió a mirar a Lopito sin cambiar el semblante.
– Somos mudos, señor alférez -dijo con mucha suavidad.
Hizo el otro un ademán resignado, cual si en realidad no hubiera esperado otra cosa.
– Claro -alzó el vino en un brindis sincero-. Lo comprendo.
Bebimos el resto de la damajuana, y mientras rebañábamos el fondo del puchero derivó la conversación hacia asuntos familiares, como la buena salud del padre de nuestro amigo, de quien éste acababa de recibir carta. Como ya conté en otra ocasión a vuestras mercedes, Lope Félix de Vega Carpio y Lujan era fruto legalmente reconocido de los amores de su padre con la comedianta Micaela Lujan: esa a la que el Fénix de los Ingenios se refirió siempre en sus versos como Camila Lucinda. No fueron buenas en los primeros tiempos las relaciones entre padre e hijo, por salir éste díscolo y poco amigo del estudio. «Con los disgustos de Lopito -escribió Lope de Vega en cierta ocasión- no he podido acabar el trabajo. A causa de sus desatinos y necedades, apenas le conozco cuando acaso lo veo». Al cabo, los roces y desacuerdos resolvieron al mozo a buscar la vida en la milicia, alistándose en las galeras del tercio de Sicilia bajo la protección del marqués de Santa Cruz, amigo de su padre e hijo del legendario almirante don Álvaro de Bazán. La precoz vida de soldado de Lopito habría de inspirar al gran Lope, ya reconciliado con su vástago en el tiempo que narro, aquellos afectuosos versos de la Gatomaquia, obra burlesca que más tarde dedicó precisamente a Lopito:
Armado y niño, en forma de Cupido,
con el marqués famoso
de mejor apellido,
como su padre, por la mar dichoso.
Orgullosa dedicatoria, ésta -«A don Lope Félix del Carpio, soldado en la Armada de Su Majestad»-, que el hijo nunca llegaría a leer, pues en el mismo año de su publicación, que fue el de mil seiscientos treinta y cuatro, mientras el capitán y yo nos batíamos en Nördlingen contra los suecos, el joven y desventurado alférez encontraría la muerte durante el naufragio de su barco, en el curso de una aventurera expedición en busca de perlas a la isla Margarita. Tristísimo hecho que también habría de inspirar al desolado padre aquellos otros versos que concluyen:
Pues muere quien tan tierna edad vivía
y vivo yo cuando morir debía.
Pero muy lejos estábamos, en los tiempos de Milán, de imaginar lo que el destino depararía a nuestro querido Lopito, ni lo que nos reservaba a nosotros. Que de conocerse tales cosas, desmayaría temprano el hombre de toda lucha y todo trabajo, y mano sobre mano se dedicaría a esperar el final sin otro empeño, a la manera de los filósofos antiguos. Pero nosotros no éramos filósofos, sino hombres moviéndose por el territorio incierto y hostil de la vida, sin otra ambición última que asegurarnos el modo de comer caliente y dormir bajo techo, a ser posible en buena y blanda compañía; sin otro patrimonio que nuestra exigua paga de soldados, el acero que nos daba de comer y los seis pies de tierra que, como sepultura, nos aguardaban en alguna parte, caso de no acabar pasto de los peces. Pues cual españoles que éramos, propios de nuestra áspera condición y nuestro siglo, el único día que podía considerarse fácil y sin inquietud era el que dejábamos atrás por ya vivido.
– Los cuatro grupos actuarán concertados, mientras se celebra la misa de gallo en San Marcos -explicó el hombre del cabello largo-. Uno se encargará del Arsenal, otro del palacio ducal, otro de la aljama judía y otro de quienes están en misa… A la misma hora, con el cambio de guardia, se sublevarán los mercenarios dálmatas que guarnecen el castillo Olívolo, los tudescos del palacio ducal y los suecos y valones de los fuertes que protegen la boca del Lido, asegurándonos la comunicación con el Adriático… Para entonces estarán por la parte de afuera diez galeras españolas con tropas, por si es necesario un desembarco. Pero ése sería el último recurso. Todo debe aparentarse hechura de los propios venecianos, descontentos con el gobierno del dogo Giovanni Cornari, que como mucho habrán pedido a España que se mantenga a la expectativa.
Diego Alatriste apartó un momento los ojos del plano de Venecia extendido sobre la mesa y miró alrededor. La sucia claridad gris que entraba por los vidrios emplomados de la ventana no bastaba para la estancia, y dos candelabros con gruesas velas encendidas aportaban la luz necesaria. Las llamas de cera iluminaban los rostros de los otros tres hombres sentados en torno a la mesa, inclinados sobre el plano mientras el individuo de bigote, mosca y cabello largo -se llamaba Diego de Saavedra Fajardo, y era el mismo al que Alatriste vio junto a Quevedo y el conde de Oñate en la embajada de Roma- detallaba la función de cada cual. Aunque a ninguno de los otros lo había conocido antes Alatriste, el aspecto le era familiar por común a su oficio: jubones o coletos de ante o cuero, rasgos duros con algunas cicatrices, mostachos tupidos, piel curtida por la intemperie y los rigores de la guerra. Sus armas, desceñidas al llegar, se amontonaban en un sillón, junto a la entrada: recias vizcaínas y buenas espadas de Toledo, Sahagún, Bilbao, Milán o Solingen. No era necesario mirar dos veces a sus propietarios para reconocer a soldados veteranos. Gente cruda y escogida.
– Nadie creerá lo de la inocencia española, por supuesto -seguía diciendo Saavedra Fajardo-. Pero ése es problema ajeno. Para entonces, si todo ha salido bien, Venecia tendrá un nuevo gobierno. Un dogo alejado de Francia, Inglaterra y el santo padre… Más amigo del rey católico y del emperador Fernando.
El secretario de la embajada de Roma hablaba con desembarazo de hombre hecho en negocios de Estado, aunque su tono era algo distante, un punto desdeñoso: el de alguien a quien incomoda explicar asuntos graves a gente no versada en alta política. Hizo una pausa para mirar a los presentes, asegurándose de que todos habían penetrado el sentido último de sus palabras, y se volvió ligeramente hacia un sexto personaje, sentado en un sillón más alto y lujoso que las comunes sillas de los otros, en la cabecera de la mesa aunque un poco retirado de ésta. Lo hizo con extrema deferencia, cual si pidiera licencia para proseguir; y el otro pareció otorgársela con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.
– Hay tropas venecianas implicadas -continuó Saavedra Fajardo-. Varios capitanes descontentos, pagados en parte con oro y en parte con promesas, secundarán el golpe…
Eso era lo admirable de los poderosos, reflexionó Diego Alatriste sin apartar sus ojos del hombre sentado en el sillón. Ni siquiera tenían que esforzarse en despegar los labios para dar órdenes: se las solicitaban de oficio, y bastaba un parpadeo para que fuesen obedecidas en el acto. Por lo demás, aquél era de los que sabían hacerse obedecer: Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de Milán. A pesar del abismo de calidad entre ambos, Alatriste pudo reconocerlo apenas el otro entró en la habitación sin protocolo ni presentaciones, con todos de pie, y tomó asiento en silencio, como al margen, mientras Saavedra Fajardo empezaba sus explicaciones. Nunca antes lo había visto Alatriste tan de cerca, ni siquiera cuando sus caminos se cruzaban en los mismos campos de batalla, revestido de arnés el entonces maestre de campo, a caballo y rodeado de su gente de estado mayor. Descendiente del Gran Capitán, encargado de los asuntos milaneses desde la marcha de su cuñado el duque de Feria, el ilustre militar aún no había cumplido los cuarenta años. Esta vez no se cubría con peto de acero ni llevaba botas altas, espuelas y sombrero de airosa pluma, sino zapatos de tafilete, medias de seda negra, calzón de terciopelo azul oscuro y jubón de lo mismo con valona de Flandes. Tenía la mano diestra enguantada de fina gamuza, sosteniendo el otro guante; y la desnuda zurda, tan fina y aristocrática como su rostro melancólico -patillas con rizos y bigote de puntas finas y engomadas-, no empuñaba la bengala de mando sino que descansaba, lánguida, en el brazo del sillón, luciendo un anillo con una piedra preciosa que, de ser auténtica, bastaría para emborrachar a una compañía de tudescos durante un mes.
– También hay personajes señalados de la República que apoyan todo esto -continuó diciendo Saavedra Fajardo-. Serán quienes, una vez logrados los objetivos, asuman la dignidad del gobierno. Pero eso ya es política, y en nada interesa a vuestras mercedes.
Uno de los militares sentados a la mesa dio una palmada sobre ésta y se echó a reír, suave.
– Lo nuestro es el degüello -murmuró-. Y punto.
Sonrieron los otros, Alatriste incluido, mirándose unos a otros. Repentinamente solidarios entre sí. El que había hablado -fuerte de hombros, de rostro redondo y cerrada barba negra- rió un poco más y luego ojeó de soslayo al gobernador, intentando averiguar si su impertinencia había sido mal recibida. Pero Gonzalo Fernández de Córdoba se mantuvo impasible. Por su parte, Saavedra Fajardo miró al que había hablado, con aire de censura. Saltaba a la vista que la palabra degüello le parecía improcedente. Un pistoletazo en mitad de su calibrado discurso diplomático.
– Es un modo de decirlo -admitió, molesto.
– Y algo de galima, de paso -aventuró otro militar de acento portugués, rostro enjuto con grandes entradas en el pelo y mostacho pajizo.
– ¿Galima?
– Saqueo.
Más sonrisas alrededor de la mesa. Esta vez el gobernador creyó oportuno enarcar una ceja y golpetear con el guante en el brazo del sillón. Incluso entre soldados, y en esas especiales circunstancias, todo tenía un límite. Fin de las chanzas. Cada sonrisa se borró como si alguien hubiese abierto una ventana y el aire se la llevara. Respaldada su gravedad, Saavedra Fajardo alzó un dedo admonitorio.
– Esto debe quedar muy claro: habrá botín, pero en sitios puntuales. Casas de propietarios concretos cuya lista tenemos establecida, y que para ese momento estarán muertos o apresados. En cualquier caso, nadie se detendrá a embolsar un cequí hasta que no estén asegurados los propósitos… En eso hay pena de vida.
Hizo una pausa lo bastante larga para que sus palabras, sobre todo las últimas, calasen en los espíritus. Luego, con sequedad, precisó que matar y apresar a los senadores principales sería tarea de los propios venecianos. Un capitán de los conjurados locales se ocuparía de ello. En lo que a los españoles se refería, iba a ser suficiente que cada cual se aplicase a su cometido estricto. En este punto indicó al militar de la barba negra: don Roque Paredes, que tal era su nombre, con otros cuatro españoles, tenía encomendado incendiar el barrio judío. Esta era precaución conveniente, pues el fuego distraería la atención. Al mismo tiempo, Paredes y su gente correrían la voz de que los hebreos estaban en el móvil de la conjura y se armaban contra sus vecinos. Eso iba a suscitar tumultos oportunos en la ciudad, volcando contra esa gente lo que en otros lugares sería resistencia al verdadero intento.
– A otros siete españoles mandados por don Diego Alatriste -continuó Saavedra Fajardo-, socorridos por cinco artificieros suecos y por los mercenarios dálmatas del castillo vecino, corresponde el incendio del Arsenal… Quemarán una docena de naves que están en las atarazanas, haciendo cuanto daño sea posible; de manera que la flota veneciana, aunque en el futuro no sea enemiga, quede mermada en su fuerza.
– Con esos pantalones comedores de hígado encebollado nunca se sabe -apuntó Roque Paredes, guiñándole un ojo a Diego Alatriste.
– Exacto -apostilló Saavedra Fajardo, el aire censor-. Y más vale precaverse de amigos que lamentarse luego de enemigos.
No hizo comentarios Alatriste, pues estaba concentrado en calcular las dimensiones de la encamisada que le tocaba en suerte. El Arsenal, nada menos. Reducir a cenizas la que era principal factoría naval del Mediterráneo después de las atarazanas de Constantinopla, con sólo doce hombres y una tropa de mercenarios. Aquello era encamarse con la más fea del compás.
– Del palacio ducal se encargará don Manuel Martinho de Arcada -Saavedra Fajardo indicaba ahora al militar flaco del mostacho pajizo-. El golpe lo dará secundado por ocho soldados españoles de su confianza… Serán favorablemente recibidos por la guardia, que a esa hora habrá sido relevada por una compañía de tudescos ganados para nuestra causa. Don Manuel se mantendrá en el palacio a toda costa. Tanto él como los otros cabos deben atenerse estrictamente a las órdenes que allí les imparta el jefe de toda la operación… Que será, naturalmente, don Baltasar Toledo.
Todos miraron al gentilhombre sentado con ellos al otro extremo de la mesa: menos de cuarenta años, cabello muy corto, prematuramente gris, y bigote soldadesco. Su aire era tranquilo y melancólico. A Diego Alatriste le sonaba el nombre. Hijo natural aunque reconocido del marqués de Rodero, casado con una sobrina pobre del duque de Feria, Baltasar Toledo se había hecho una reputación como sargento mayor, primero en Flandes y luego durante la reconquista de la bahía de Todos los Santos a los holandeses, un par de años atrás.
– Yo estaré en Venecia en misión diplomática oficial -prosiguió Saavedra Fajardo-. Pero es don Baltasar el jefe militar sobre el terreno. Después de coordinar las acciones y velar por su ejecución, se reunirá con el señor Martinho de Arcada en el palacio. A partir de ese momento, sus instrucciones son liberar a determinados presos de los calabozos y recibir al nuevo dogo.
– ¿Quién será el afortunado? -preguntó Roque Paredes.
– No es asunto de vuestras mercedes.
– ¿Y quién nos apoyará cuando demos la encamisada al palacio? -quiso saber Martinho de Arcada, con suave arrastrar de eses lusitanas.
– La compañía que a medianoche relevará a la que esté de guardia la manda un capitán veneciano llamado Lorenzo Fallero… Tanto él como su teniente, que es tudesco, están ganados para nuestra causa.
Dio otra palmada en la mesa el risueño Roque Paredes.
– Pardiez. Esto habrá costado un Perú… ¡Y pensar que a mí me deben tres pagas, y la ventaja!
Todas las miradas convergieron de nuevo en el gobernador, que también ahora se mantuvo impasible. Pese a los veinticuatro mil ducados castellanos de plata que recibía cada año como estipendio oficial -aparte coimas, gastos bajo mano y otros gajes-, Gonzalo Fernández de Córdoba era hombre hecho al trato con soldados, y sabía como nadie distinguir una bernardina de una insolencia. También había vivido los motines de Flandes, y no caía en el error de confundir a un tornillero maltrapillo con un soldado de los que, por mucho que gruñesen faltos de pagas y vituallas, nunca se amotinaban antes del combate sino después, por aquello de que nadie creyese lo hacían por excusar el peligro. Por su parte, Diego Alatriste mantuvo su acostumbrado silencio. Sabía por Francisco de Quevedo que lo de Venecia iba a costar treinta mil escudos en oro, aportados por banqueros y hombres de negocios de Milán y Génova, sin contar los fondos secretos que emplearían el gobernador de Milán y el embajador de España en Venecia. La mayor parte de esas sumas, como de costumbre, acabaría en bolsillos particulares, bien lejos de quienes realmente iban a jugarse la gorja y la vida en el golpe de mano.
– Si lo del palacio ducal es importante -seguía explicando Saavedra Fajardo-, la parte delicada corresponde a la misa de gallo en San Marcos. Ahí es donde se juega la baza principal… Porque en cuanto empiece el oficio religioso, con el dogo arrodillado en su reclinatorio junto al altar mayor, dos hombres cruzarán la nave y lo degollarán con la mayor rapidez y eficacia posibles.
Se miraron unos a otros. Incluso entre hombres de armas como eran todos, aquellas palabras iban más allá de lo imaginable. Asesinar al dogo de Venecia en plena misa de Navidad. La audacia era inaudita.
– ¿Españoles? -preguntó Paredes, admirado.
– No. Gente idónea para el menester, en cualquier caso -Saavedra Fajardo dirigió una breve mirada a Diego Alatriste y luego indicó a Baltasar Toledo-. Yo por mi parte, y don Baltasar por la suya, estaremos allí atentos a todo, pero al margen de ese golpe en particular. De los ejecutores materiales, uno es un cura de nación uscoque, fanático antiveneciano y ganado a nuestra causa… El otro es italiano. De Sicilia -nueva ojeada casi furtiva a Alatriste-. Hombre peligroso y diestro en su oficio, que además tiene lazos de familia con el capitán Faliero… Ellos dos se han comprometido a despachar al dogo.
– No saldrán vivos de la iglesia -opinó Martinho de Arcada.
– La propia audacia del golpe puede darles amparo. En todo caso, salir o no salir después, es cosa suya.
Había hablado con la indiferencia del funcionario. Miró ahora a Diego Alatriste, inquisitivo.
– Este señor soldado conoce a uno de ellos, me parece. Quizá tenga formada una opinión.
Así que era eso. Alatriste contemplaba la llama de las velas que ardían sobre la mesa. Venecia, la complicidad del capitán Faliero y la cabeza del dogo eran el precio con que Gualterio Malatesta había comprado la libertad y la vida. Un plan irresistible para el conde-duque de Olivares, que dejaba en segundo término el asunto de El Escorial, por el que ya habían pagado otros.
– No tengo opinión -dijo, tras un silencio-. Y cuando la tengo, me la guardo.
– Pero os la estoy pidiendo -insistió Saavedra Fajardo-. Y estos señores parecen interesados… Haced un esfuerzo.
Se pasó Alatriste dos dedos por el mostacho, dubitativo. Sentía fijas en él las miradas de todos.
– Si es quien imagino, sabe matar -concedió.
– ¿Y cree vuestra merced que a ese individuo le preocuparía mucho salir vivo de la iglesia, o no salir?
– Si está dispuesto a entrar, es que sabe cómo salir -Alatriste se encogió de hombros-. De eso estoy seguro.
– ¿Entonces, señor soldado?
– Entonces, señor funcionario, no me cambiaría por el dogo en Nochebuena.
Rieron Paredes y Martinho de Arcada, y sonrió Baltasar Toledo. Por su parte, el gobernador seguía imperturbable en el sillón, sin perderse palabra. Sólo Saavedra Fajardo parecía insatisfecho con la respuesta. Estudiaba a Alatriste como buscando algo que echarle en cara. Al fin pareció pensarlo mejor.
– Bien -dijo, enfriando aún más el tono-. Está previsto que entre los días dieciocho y veinticuatro de diciembre, los veintisiete españoles que participan en la encamisada entren en la ciudad por diversos medios y en pequeños grupos, para no llamar la atención… Serán vuestras mercedes, como cabos de cada grupo, los que concierten cada movimiento y mantengan discretos a sus hombres, según instrucciones que se les darán luego. A ninguno contarán el asunto de la misa de gallo. Todos emprenden viaje mañana, disfrazados a conveniencia y siguiendo diferentes caminos… Y creo que por el momento eso es todo.
No lo es en absoluto, pensó Alatriste. Por vida del rey que no.
– ¿Y si sale mal?
La pregunta pareció coger a contrapié a Saavedra Fajardo. Miró a Alatriste, miró al gobernador y volvió a mirar a Alatriste.
– ¿Perdón?
– Si algo falla. Si todo se va al diablo… ¿Han previsto el modo de sacarnos?
– Nada fallará, estoy seguro.
– Lástima que eso no pueda dármelo vuestra merced por escrito.
– Corro tanto riesgo como vos.
– Lo dudo. Sois diplomático y viviréis en la embajada. Lo nuestro es otra cosa… Más a la intemperie.
Se espesó el silencio. Mucho. A Alatriste le pareció sorprender una discreta aprobación por parte de Baltasar Toledo. Menos comedidos, Paredes y Martinho de Arcada asentían vigorosamente con la cabeza.
– Estoy atónito, señor soldado -comentó Saavedra Fajardo con mucha frialdad-. Os recomendaron como hombre de buen temple.
– ¿Y qué tiene eso que ver con lo que digo?
– Que no admite probabilidades la cordura… ¿Cómo puede salir bien una empresa que, aún no iniciada, la sentencia la desconfianza?
– La frase es linda. Pero metidos en lindezas, se me ocurre otra: en asuntos de guerra es peligroso vivir de la fe ajena.
Palideció el otro como si aquello fuese un insulto. Y tal vez lo era.
– Condenáis…
Alzó Alatriste una mano, la izquierda, surcada por la larga cicatriz -portillo de las Ánimas, año veintitrés- que le cruzaba el dorso.
– Aquí nadie condena nada, que yo sepa -dijo con mucha calma-. Sirvo al rey desde los trece años. Y pocas veces metí la cabeza en nada sin meditar cómo sacarla. Otra cosa es que luego se pueda o no… Pero resulta saludable, y muy de soldados viejos, saber por dónde retirarse si mandan plegar banderas.
Seguían haciendo gestos de aprobación los otros. Entonces Alatriste se volvió hacia don Gonzalo Fernández de Córdoba. El gobernador permanecía en su sillón, sin despegar los labios. Atento a cuanto se decía.
– Vuecelencia, que también es soldado, y no de los malos, comprende seguramente a qué me refiero.
Aquel no de los malos arrancó una sonrisa a casi todos. La insolencia iba templada por el debido respeto. Vuecelencia es uno de los nuestros, venía a significar. Aquello, a fin de cuentas, era un elogio entre hombres de chapa como los allí presentes, y dejaba fuera sólo a Saavedra Fajardo. Apelando a su condición de veterano soldado de una España cuya hidalguía seguía remitiendo a ceñir o no ceñir espada, la de Diego Alatriste podía considerarse como libertad venial de militar a militar: una apelación última al antiguo código del oficio común. Por supuesto, aquello era del todo impropio con el gobernador de Milán; pero estaba justificado por las libertades que un soldado veterano podía tener con su maestre de campo en cualquier campo de batalla. La sonrisa leve que cruzó bajo el bigote engomado de Gonzalo Fernández de Córdoba indicó que la apelación había dado en el blanco.
No hizo falta más. Como buen funcionario y hombre de despacho, Saavedra Fajardo sabía leer de lejos la música. Hay una posibilidad, dijo al fin. Prevenir alguna embarcación que, en caso necesario, permita retirarse a alguna isla cerca del mar abierto -señaló los lugares posibles en el mapa desplegado sobre la mesa-, desde donde podrían recogerlos las galeras con tropa que para entonces estarán cerca, en el Adriático.
– Podrá establecerse un lugar de recogida, en caso necesario -concluyó-. Según las mareas y todo lo demás.
En ese punto, Saavedra Fajardo se detuvo a mirarlos uno por uno, significativamente.
– Pero algo -prosiguió al momento- se sobreentiende en todo este negocio: si se torciera el buen logro, España lo negará todo. El embajador tiene órdenes a ese respecto, y ninguna ayuda pueden esperar vuestras mercedes en caso de escándalo… Han sido elegidos porque tienen reputación de hombres enteros, incapaces de dejarse coger vivos… Ni ser de los que, si por azar los cogen, hablan.
– Eso va de oficio -dijo Roque Paredes, y miró a todos con aire amostazado, como desafiando a darle un mentís.
Nadie lo hizo, yse dio por terminada la conferencia con las últimas instrucciones. Los señores cabos tenían el resto de la jornada para disponer a su gente, sin que los grupos se mezclaran entre ellos, y al día siguiente emprenderían viaje por las rutas previstas. Al terminar, Saavedra Fajardo se volvió hacia el gobernador para comprobar si deseaba decir algo. Gonzalo Fernández de Córdoba hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso en pie, imitándolo todos; pero antes de abandonar la habitación se detuvo un momento.
– Alatriste, ¿no?
Lo miraba con atención, como si intentara vanamente reconocer su rostro.
– Así es, Excelencia.
– Dicen que fuisteis soldado mío en Fleurus, el año veintidós.
Asintió Alatriste con la misma sencillez que si le hubieran hablado de un bureo por la orilla del Manzanares.
– Y en Wimpfen y en Hoechst, Excelencia.
– Vaya -con la mano derecha, calzada de fina gamuza, el gobernador sacudía el otro guante en la palma desnuda de la zurda-. En algún momento debimos de estar cerca uno de otro, imagino.
– Así es -Alatriste miraba a su antiguo maestre de campo a los ojos, sin pestañear- En Wimpfen estuvo vuecelencia un buen rato junto a mi compañía, entre el bosque y la orilla del río, aguantando como nosotros el fuego de artillería antes de que nos ordenasen atacar… Y en Fleurus, donde serví con don Francisco de Ibarra y lo que quedaba del tercio de Cartagena, vuecelencia nos hizo el honor de acogerse entre nosotros mientras la caballería luterana cargaba una y otra vez, cerca de la granja de Chassart.
Lo de acogerse no debió de traerle gratos recuerdos a Gonzalo Fernández de Córdoba, pues enarcó una ceja, contrariado. No fue un momento fácil, recordaba Alatriste. Los alemanes y la caballería valona habían cedido ante los protestantes, con sangrientas pérdidas, y las tropas de Brunswick y Mansfeld apretaban sobre la infantería española e italiana, que se mantenía firme en el campo de batalla. A causa de las continuas cargas de los jinetes enemigos, el entonces maestre de campo se había visto obligado a situarse entre los veteranos españoles que peleaban impávidos y en orden, aguantando con la habitual sangre fría de la infantería vieja.
– ¿Fuisteis uno de aquellos arcabuceros que aguantaron allí como fieras, a cuchilladas y culatazos?
– Esos mismos. Vuecelencia nos acompañó cuando tuvimos que abandonar los carros y nos retirábamos como podíamos hacia los setos.
– Cierto -se despejó el ceño elegante del gobernador-. Y lo recuerdo muy bien. A fe mía que pasamos un mal rato… Allí murió el pobre Ibarra. Y quedaron muchos hombres.
– Yo tampoco llegué a los setos, Excelencia.
– ¿Herido?
– Abrazado a un protestante tras apuñalarnos uno al otro.
– Diantre… ¿Cosa grave?
Un silencio. Saavedra Fajardo y los otros asistían asombrados a aquel diálogo soldadesco. Sin apenas darse cuenta, Diego Alatriste se tocó el costado izquierdo. Un ademán sobrio y resignado, por completo desprovisto de jactancia. Luego se encogió de hombros.
– Pudo ser peor.
Entonces, para sorpresa de todos, su excelencia don Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de Milán, se quitó el otro guante y estrechó la mano del capitán Alatriste.
Alguien dijo, o escribió, que en aquellos tiempos famosos y terribles los españoles peleamos todos, desde nobles hasta labriegos. Y era cierto. Unos lo hicimos por hambre de gloria y dinero, y otros por hambre de verdad: por sacudirnos de encima la miseria y llevar un trozo de pan a la boca. En los campos de batalla de medio mundo, desde las Indias a las Filipinas, el Mediterráneo, el norte de África y Europa entera, contra toda clase de naciones bárbaras o civilizadas, peleamos hidalgos y campesinos, bachilleres y pastores, caballeros y picaros, amos y criados, soldados y poetas. Pelearon Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, Ercilla. Peleamos sin descanso en los Andes y en los Alpes, en las llanuras de Italia, en la altiplanicie mexicana, en la selva del Darién, a orillas del Elba, el Amazonas, el Danubio, el Escalda, el Orinoco, en las costas de Inglaterra, en Irlanda, Lepanto, las Terceras, Argel, Oran, Bahía, Otumba, Pavía, La Goleta, el canal de Constantinopla, el Egeo, Francia, Italia, Flandes, Alemania. En todas las tierras y climas próximos o lejanos, bajo nieve, sol, lluvia o viento, huestes de españoles pequeños y recios, barbudos, fanfarrones, valerosos y crueles, hechos a la miseria, el sufrir y las fatigas, con todo por ganar y sin otra cosa que perder salvo la gorja, unos musitando una oración, otros con los labios mudos y los dientes apretados, y otros renegando a cada paso de Cristo, de los oficiales, de los trabajos y de la misma vida en todas las lenguas de España, amotinados a trechos y con las pagas atrasadas o sin ellas, seguimos a nuestros capitanes bajo las rotas banderas, haciendo temblar al mundo entero. Como esos a los que describió el poeta y soldado Andrés Rey de Artieda; que tras mucho protestar de la milicia, de todo y de todos, jurando solemnes que no volverían a combatir jamás:
Ha seis días, cobradas cuatro pagas
y conforme razón, puestos a gesto,
con solas sus espadas y sus dagas,
pasando a nado un foso hicieron cosas
que plegué a Dios que en ocasión las hagas.
Rumiaba yo todo eso nuestra última noche en el castillo de Milán, observando a mis compañeros de aventura. Nos habíamos reunido a la hora de la cena; y tras los abrazos de rigor con Sebastián Copons, el moro Gurriato y los demás, el capitán Alatriste refirió lo que nos tocaba hacer en Venecia; a donde emprenderíamos viaje, por parejas para no llamar la atención, al rayar el alba -el capitán y yo iríamos por Brescia, Verona y Padua, él disfrazado de comerciante y yo de su criado-. Hasta entonces se mantenía la prohibición de salir afuera o comunicarnos con gente ajena a lo nuestro; de modo que no tuvimos otra que matar el tiempo y esperar. Y en eso estábamos, los ocho junto a una chimenea grande en la que ardía buen fuego, despachando sin titubeos, insaciables como alcuza de santero, una enorme damajuana de treviano y otra de montefrascón. Lopito de Vega, que no pudo acompañarnos por hallarse de facción en el baluarte de Padilla, había tenido la gentileza de procurárnoslas a sus expensas, a fin de que remojásemos como era debido medio carnero asado con manteca y unas codornices escabechadas que, a la atención de Diego Alatriste, habían sido remitidas por su excelencia el gobernador en persona. De todo lo cual no quedaban sino los huesos mondos y las garrafas diezmadas.
Cada uno de nosotros, observé, esperaba según era. Ignorantes de lo que nos deparaba el destino, seguros por lo que había contado el capitán de que la encamisada sería de las de echarlo todo a doce, pasábamos el rato a vueltas con el vino y nuestros pensamientos. A nadie escapaba que caer en manos de los venecianos, antes o después de incendiar el Arsenal, podría suponer uno de esos malos trances en los que, por un sí o por un no, reniegas de la madre que te puso en el mundo. Y en ésas, aunque entre nosotros no faltaba la charla mesurada, con las inquietudes lógicas del destino que nos aguardaba bajo el mítico nombre de Venecia, lo que predominaba eran los silencios.
Callaba el moro Gurriato, como solía. Sin probar el cáramo, cerca del fuego que le hacía danzar sombras y reflejos en el cráneo rapado, los aros de plata de las orejas y el brazalete de la muñeca, engrasaba el cuero de su talabarte con la rutina del soldado profesional en que se había convertido. La luz rojiza acentuaba lo bermejo de su barba y permitía apreciar la extraña cruz, con rombos en las puntas, tatuada en su mejilla izquierda. Era la primera vez que el mogataz visitaba el septentrión italiano, o ponía los pies en una plaza tan espesamente fortificada como lo era el Milán de la monarquía católica, y estaba impresionado. No era nuestro amigo hombre de muchos verbos, aunque sí de ésos observadores y sentenciosos que, a manera de viejos campesinos, son capaces de resumir complejos pensamientos en breves dichos, fruto de una experiencia que no está en los libros sino en la vida, el paisaje y el corazón del hombre. Como guerrero profesional que era, Aixa Ben Gurriat admiraba en Milán, más todavía que en Orán o Nápoles, el poderoso ejército de la nación a la que servía, nuestra puntual disciplina y los enormes respaldos de toda clase, desde intendencia a postas y correos, que mantenían aceitada la vasta máquina militar.
Sentado junto al moro Gurriato, sorbía su vino toscano mirando el fuego Sebastián Copons, a quien de antiguo conocen vuestras mercedes: pequeño, flaco, sufrido, duro como un ladrillo, sobrio de pensamiento y maneras, fiable y leal hasta el sacrificio. Era el más viejo camarada del capitán Alatriste, con quien su vida soldadesca venía cruzándose casi treinta años, desde el coletazo final del siglo viejo en Flandes, cuando el asedio y combate de Bomel, la defensa del fortín de Durango, los motines de las tropas mal pagadas y la impasible retirada del tercio de Cartagena entre las dunas de Nieuport. Quizá calculaba, pensé observándolo, cuánto la empresa veneciana podría significarle al fin, tras una larga vida de trabajos, peligros y zozobras. La única ambición confesa que conservaba el aragonés, perdidas todas las demás en campos de batalla de Europa y el Mediterráneo, era un talego de oro con el que conseguir una casa, una mujer y una silla confortable desde la que ver ponerse el sol en las peñas altas de los mallos de Riglos, en su tierra de Huesca, envejeciendo sin que el redoble del tambor, las órdenes, el resonar del acero, el polvo del interminable caminar de la infantería, fuesen más que recuerdos lejanos. Sin preguntarse cada día a quién iba a degollar o por quién podría ser degollado.
Aquella noche en el castillo milanés procuré asimismo estudiar a los otros camaradas, pues con ellos iba a compartir peligros, y de su temple o sus flaquezas dependería mi suerte. El único al que conocía, y me dejaba más que tranquilo por ese lado, era Juan Zenarruzabeitia, que había sido caporal con la infantería embarcada a bordo de la Caridad Negra, y uno de los pocos vizcaínos de la compañía del capitán Machín de Gorostiola que habían sobrevivido al sangriento combate de las bocas de Escanderlu. Aunque en la milicia, como en el resto de España, a todos los vascongados, incluso a los que como yo éramos nacidos en Guipúzcoa, nos daban el nombre común de vizcaínos, Zenarruzabeitia era de verdad de Vizcaya, alumbrado en Durango, y su apariencia no desmentía la patria del apellido: nariz fuerte, una sola ceja negra de sien a sien, barba cerrada, manos grandes, aire taciturno y un habla castellana que, si en lo reposado era casi tan correcta como la mía, cuando la usaba en caliente y espada en mano salía recortada a tijeretazos, con el orden de las palabras puesto como Dios daba a entender:
– Turcos de hembra son, o así de puta, como lo cuentas tú, vizcaíno -le habíamos oído decir en Escanderlu cuando saltó a la Mulata de los últimos y trayéndose la bandera del rey, sin resuello, con la espada partida por la mitad, roja de sangre, y su galera hundiéndose detrás.
Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta mataban el tiempo escurriendo lo que quedaba en las garrafas y sobando una baraja que, de tan usada, no tenían sus naipes esquinas. Eran lo contrario de Copons y el capitán Alatriste: locuaces, alegres, bienhumorados, campechanos, con apariencia de soldadotes de amontonada valentía, muy desgarrados a lo Cristo me lleve. Manejaban la descuadernada como tahúres, haciéndose trampas el uno al otro con absoluta desvergüenza, sin recato ninguno.
– A mí, pardiez, que las vendo.
– Serán flores. Así que menos lobos conmigo, señor soldado.
– ¿No os lo dije? Ecomi, compaño… Alzo por el as y envido las veintiuna… Pagad.
– ¡Cuerpo del mundo y de la putaña!… Por mi fe de cordobés, que antes me vuelvo moro.
– Ya estáis a medio camino.
– ¡Voto al dio y a las barbas de su padre!
Los dos eran morochos de aspecto, rizados de pelo grasiento y negro, patilludos, con aretes de oro en las orejas y mostachos fieros de los que se mordían las puntas. Llevaban las espadas en anchos tahalíes de cuero repujado, solían vestir de buen paño, cada uno con su escapulario, su crucifijo de oro y su agnusdéi de plata colgados al cuello, y se persignaban con la misma soltura que blasfemaban. Por las facciones parecían hermanos, aunque no lo eran -de leche de daifa, decían ellos-. Pimienta era cordobés, joya natural del barrio del Potro, y Jaqueta pregonaba la fama del no menos ilustre Perchel de Málaga; aunque ninguno habría hecho mala estampa en las almadrabas del duque de Medina Sidonia, en la cárcel de Sevilla o al remo de una galera. Sonrientes, bromistas, rápidos, peligrosos y acuchilladizos, ceceaban igual que bellacos y tenían maneras de bravos de contaduría, de los que salen más diestros de lengua que de temeraria; pero infeliz quien así lo creyera. Eran liberales, de bolsa escotada. Sus hojas de servicio resultaban impresionantes y los situaban en las antípodas de esos fanfarrones que arrastraban la espada y hablaban alto en garitos y mancebías, tornilleando al granizar sobre los arneses. Habían estado en las tomas de Larache y La Mámora, en las galeras de España y de Sicilia, en la guerra de la Valtelina y en las batallas de Hoechst y Fleurus, antes de pasar a Nápoles.
– ¿Echa voacé una manita, señor Quartanet?
– Otro día. Mersi.
El sexto miembro del grupo era el catalán Jorge Quartanet, tirando a rubio, treintañero largo, educado de parola, seco de trato, hombre de cuajo y fiar en malos trances, a quien el capitán Alatriste había elegido por conocerlo también de antiguo. Juntos habían estado en la batalla de la Montaña Blanca y el sitio de Berg-op-Zoom. Procedía de una familia de campesinos de las montañas de Lérida, de donde salió de muchacho para seguir las banderas del rey. Era escueto y sufrido al uso de su tierra, y hecho a batirse. De los que asientan los pies en el suelo, desenvainan, cierran la boca, y no los mueves del sitio sino cuando ha terminado todo; y eso para darles sepultura pocos pasos más allá. Caso insólito entre los soldados españoles, Quartanet no gastaba en quínolas, hembras ni colar ermitas, y era de los pocos que en mi vida conocí con ahorrillos en el petate. En la Montaña Blanca, donde siete años atrás había peleado, como el capitán Alatriste, en la compañía del capitán Bragado y bajo las órdenes de los señores Bucquoi y Verdugo, fue él quien apresó al joven príncipe de Anhalt después de que la caballería católica cogiese de flanco a sus caballos corazas y los arrojara en desorden sobre la infantería bohemia, que vacilaba desamparada y a punto de retirarse. Fue en ese momento, viendo herido en mitad del combate al mozo Anhalt, por tierra y apresada una pierna en el flanco del caballo, cuando Quartanet se abrió paso hasta él y le puso la espada en la canal maestra, intimándolo en lengua catalana, que el otro comprendió de maravilla -no hay mejor trujimán que un acero desnudo-, a entregársele a discreción o verse despachado como un cochino.
– O et rendeixas -le dijo por lo claro- o et tallo els ous.
Aquel lance de la Montaña Blanca, o Bila Hora, como la llaman los de allí, valió al leridano una gentil recompensa: aparte el despojo de cuanto llevaba encima su prisionero, que no iba ligero de balumba, obtuvo un bolsillo de escudos de oro del señor de Bucquoi, amén de otro premio -menos escudos y más lindas palabras, con mucho señor soldado por aquí y por allá, que entre españoles todo se lleva con más economía- del señor maestre de campo, coronel Verdugo. Y a diferencia de la mayor parte de nosotros, que llevábamos lo que teníamos cosido en el cinto o el forro del jubón, y lo gastábamos apenas nos daban tregua, Jorge Quartanet conservaba su oro de la Montaña Blanca intacto y precavidamente puesto en cobro, al cuidado de un banquero genovés con oficina en Barcelona.
– Ferse vell es molt fotut -solía comentar, precavido y filosófico-. Si s'arriva, está clar.
Callaba aquella noche, sobre todo, el capitán Alatriste; mientras, fiel a sus maneras, atacaba de firme y con recios asaltos lo que aún quedaba en el revellín de las garrafas. Sentado sobre su capa doblada en un poyo de piedra, la espalda contra la pared, mi antiguo amo tenía el rostro inclinado y miraba el vino como si interrogase en él nuestro futuro. El fuego de la chimenea iluminaba la mitad izquierda de su rostro, recortando el perfil aguileño, el espeso mostacho y el clarear -algo mortecino ya, con tanto remojar la gola- de sus ojos absortos en imágenes o pensamientos que sólo él podía penetrar. Las llamas acentuaban la cicatriz de la mano con que sostenía el vino y los otros dos chinfarrazos que le surcaban la frente: Ostende en el mil seiscientos tres y el corral del Príncipe veinte años después. Pero yo, que lo había visto desnudo, conocía la existencia de otras siete cicatrices, sin contar la quemadura que él mismo se había infligido en un brazo durante el interrogatorio al italiano Garaffa, en Sevilla, cuando la aventura del oro del rey: una herida, en el pecho, de la Montaña Blanca; otra vieja y larga, de espada, en el antebrazo izquierdo; una en cada pierna -canal de Constantinopla y emboscada en las Minillas-; el tiro de arcabuz en la espalda -Ostende, un año antes de la marca de la frente-, y las dos del costado izquierdo: la del callejón de la plaza Mayor hecha por la vizcaína de Gualterio Malatesta y el tajo recibido en la batalla de Fleurus, que a pique había estado de desabrigarle el ánima. Remendado como perro de cazar jabalíes, iba el capitán Alatriste. Y no pude menos que adivinar, mientras lo miraba beber callado y veía enturbiarse despacio la escarcha glauca de sus ojos, que algún día yo haría míos tales silencios, y que mi cuerpo llegaría a estar tan descosido y recosido como el suyo.
Lo cierto es que camino iba, por esas fechas, de superar en señales a mi maestro. Aún no cumplidos los dieciocho, tres bocas de tarasca lucía ya en el cuerpo: la del asalto al Niklaasbergen, el cobarrazo de saeta que me pasó un muslo cuando lo de Escanderlu y la marca en la espalda del puñal de Angélica de Alquézar -«Me alegro de no haberte matado todavía»-. Más adelante, con el tiempo, los años y los lances de la milicia y la Corte habrían de dejarme impresas otras señales en la piel y el corazón, Angélica incluida. Todas vinieron al hilo de la vida, y de ninguna estoy especialmente orgulloso: viví, como pude, lo que mi tiempo quiso que viviera; y ningún camino es malo excepto el que te lleva a la horca. Pero ahora que miro el azogue y no veo más que pasado y sombras que se fueron, hay una marca en mi cuerpo por la que no puedo pasar los dedos sin un estremecimiento de orgullo: la herida que recibí sobre las diez de la mañana del diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, en Rocroi, cuando tudescos, borgoñones, italianos y valones se desbandaron ante la caballería francesa, y enfrente sólo quedó en campo abierto, inmóvil e impasible, la masa cerrada de la fiel infantería española: seis tercios -murallas humanas nos llamó el francés Bossuet- a los que sólo hubo manera de hacer pedazos con la artillería que mandó traer el duque de Enghien, como para batir plazas fortificadas, abriendo a quemarropa brechas sangrientas que cerrábamos una y otra vez, hasta que ya no hubo con quién.
A menudo recuerdo Rocroi. Muchas veces, cuando escribo en la soledad de mi cuarto mientras cuento lo que fuimos, creo ver moverse a mi alrededor, serenos como aquel día, los rostros queridos que para siempre quedaron en esa jornada. Celosos de nuestra reputación y nuestra gloria, arrogantes incluso en la derrota, con todo el ejército francés encima, los pobres soldados de la nación que había hecho temblar al mundo durante siglo y medio vendimos cara la vida. Poco a poco, uno por uno, los tercios españoles fueron exterminados por aquel fuego implacable, formados en cuadro, con los hombres manteniéndose impávidos en las filas, peleando serenos y disciplinados hasta el final en torno a las viejas banderas, atentos a los pocos oficiales que aún quedaban en pie, pidiendo pólvora y balas sin descomponer el gesto ni la voz, acogidos los supervivientes al tercio más cercano cuando el suyo quedaba aniquilado. Siempre firmes, siempre silenciosos, sin otra esperanza que morir respetados y matando. Fue en una de las breves pausas cuando el duque de Enghien, admirado de tanta resistencia, ofreció rendición honorable al tercio de Cartagena -lo que aún quedaba de él- mediante un parlamentario. Nuestro maestre de campo estaba muerto, el sargento mayor don Tomás Peralta malherido en la gorja y sin habla, y yo, alférez abanderado, sostenía la enseña en el centro del cuadro formado por los despojos de nuestra gente. No había oficiales que nos mandaran; y al atender el capitán Alatriste, como más veterano cabo superviviente -ya tenía el mostacho cano y numerosas arrugas en torno a los ojos fatigados-, la propuesta de abatir armas y salir honrosamente de las filas, encogió los hombros antes de responder con palabras que recogió la Historia, y que todavía erizan hoy mi vieja y zurcida piel de soldado:
– Decid al señor duque de Enghien que agradecemos su oferta… Pero éste es un tercio español.
Tornaron a dispararnos con metralla los cañones y atacó luego la caballería francesa, dándonos su tercera carga; llegaron al fin los jinetes hasta mí, y tuve tiempo de ver de lejos al capitán, que caía matando como un diablo, anegado de franceses, antes de verme envuelto a mi vez, arrebatada la bandera y la espada, desnudar la daga y caer dando cuchilladas.
Sobreviví a la matanza, rodeado de seis mil cadáveres españoles. «Contad los muertos», dije después al oficial francés que, atendiéndome al verme casi agonizante con mi banda roja sobre el coselete de alférez, preguntó cuántos habíamos sido. Nunca llegué a ver el cuerpo del capitán Alatriste; pero me dijeron que allí quedó insepulto, rodeado de enemigos muertos, en el mismo sitio donde peleó sin descanso desde las cinco hasta las diez de la mañana. Después, con el tiempo, la suerte me llevó de un lado a otro sin mostrarse nunca más esquiva, como si la desaparición de mi antiguo amo me hubiese librado de un hado funesto que lo acompañase a él: fui capitán de una bandera, teniente y luego capitán de la guardia española del rey Felipe IV. Incluso hice matrimonio conveniente con mujer hermosa, rica y amiga de la reina -Inés Álvarez de Toledo, marquesa viuda de Alguazas-. Fui en suma, para mi siglo, un hombre afortunado. Alcancé grados militares y obtuve mercedes cortesanas. Pero durante toda mi vida, en cuanto papel pasó por mis manos, firmé siempre, incluso siendo jefe de la guardia real, como alférez Balboa. La graduación que tuve en Rocroi el día que vi morir al capitán Alatriste.