CAPÍTULO 10

Esa misma tarde, Jonas llevó a Henry de vuelta a la posada después de dar otro paseo en cabriolé por los caminos colindantes. Con las riendas en las manos, Henry condujo el vehículo al patio de los establos de la posada, sorprendiendo a Em, que cruzaba el patio hacia el huerto.

Ella se detuvo alarmada en medio del suelo de grava.

– Rodéala -le sugirió Jonas.

Henry guió con cuidado a los caballos grises alrededor de su hermana, que al principio pareció asombrada y que luego, girando sobre sí misma para no perderles de vista, se rio y aplaudió.

Henry se detuvo delante del establo y miró a Jonas con la cara radiante.

– ¡Gracias! Jamás podré agradecérselo lo bastante.

– Tonterías -dijo Jonas, sonriendo-. Ya se me ocurrirá algo.

Henry se rio y con la cara todavía radiante de alegría, le entregó _as riendas y saltó del cabriolé frente a su hermana.

– ¡Ha sido maravilloso! He conducido el vehículo casi todo el rato. Jonas dice que tengo buenas manos.

– En efecto. -Jonas ató las riendas y bajó del pescante. John Ostler asomó la cabeza por la puerta de la cocina para ver si hacía falta su ayuda, pero Jonas le indicó con un gesto que se fuera y rodeó el cabriolé sonriendo a Em-. Aprenderá a ser un buen conductor sin tener que esforzarse demasiado. Es fácil enseñar a alguien que comprende la diferencia entre guiar y tirar.

Henry enrojeció de placer.

Jonas le miró con una expresión tranquila.

– Volveré dentro de unos días para ver qué tal llevas las clases. Supongo que podremos dar otro paseo en cabriolé.

– ¡Gracias de nuevo! -Henry se despidió con una alegre inclinación de cabeza, se dio la vuelta y corrió hacia la posada.

Jonas y Em le observaron alejarse.

La joven frunció el ceño.

– Supongo que tiene hambre. -Su tono sugería que eso explicaba aquel extraño comportamiento, usual en jóvenes de la edad de Henry.

Jonas sospechaba que la brusca partida del muchacho se debía más a la conversación que había mantenido con él en el campo. Una charla que inició Henry y que versaba sobre las intenciones de Jonas hacia Em. En cuanto le aseguró que éstas eran honorables, que sólo deseaba casarse con su hermana y que el único obstáculo era encontrar la mejor manera de conseguir que ella aceptara, el humor de Henry había mejorado de manera considerable. Su rápida marcha era una prueba palpable.

– Estos no son sus caballos.

El la miró y la descubrió observando a los grises con el ceño fruncido.

– No… Son de mi padre. Necesitaban desfogarse, aunque son mucho más tranquilos que mis bayos. Por muy buenas que considere las manos de su hermano, no le confiaría los míos todavía.

Em le lanzó una mirada perspicaz.

– ¿Por él o por ellos?

Jonas sonrió.

– Por ambos. Los caballos percibirían su inexperiencia y le pondrían las cosas difíciles. Lo más probable es que Henry no intentara conducir otra vez.

Em le estudió durante un momento, luego negó con la cabeza.

– Así que vuelvo a estar en deuda con usted. -Un destello ce sospecha iluminó los ojos de la joven-. Por casualidad no estará siendo amable con mis hermanos para obtener mi favor, ¿verdad?

Jonas apoyó el hombro contra el lateral del cabriolé y bajó la mirada sonriente hacia ella.

– Admito que ese pensamiento se me pasó por la cabeza, pero en contra de mis expectativas me lo paso bien con sus hermanos. Son mucho más divertidos que los niños de su edad. -Le sostuvo la mirada un momento y luego añadió-: Los está educando muy bien.

Un leve sonrojo cubrió las mejillas de Em,

– Son bastante buenos, aunque a veces resultan un poco inquietos.

El asintió con la cabeza.

– Por desgracia no todos perciben la diferencia. Es verdaderamente encomiable que no haya reprimido el entusiasmo de los chicos. No debe de ser fácil educarlos, sobre todo sin contar con la presencia de sus padres.

Em no supo qué responder a eso. Escrutó la expresión de su patrón durante un momento, confirmando que había sido sincero. Antes de que pudiera darle las gracias de nuevo y entrar en la posada, Jonas alargó los brazos y la atrajo hacia sí.

– ¿Qué…? -Ella le asió los antebrazos con firmeza, pero no intentó zafarse de él. Dirigió una mirada furtiva hacia la posada.

– Nadie puede vernos -susurró el antes de cubrirle los labios con los suyos.

La besó, empapándose de su dulzura por segunda vez en el día. Deseando poder saborearla más a menudo. Protegidos por la sombra del carruaje, él se enderezó y la estrechó firmemente contra su cuerpo, resuelto a disfrutar también de eso…, de la inexplicable y excitante sensación de sentir el delgado y menudo cuerpo de Em presionado contra el suyo.

Ella intentó mantenerse firme, puede que con la intención de resistirse; se estremeció y luego se relajó entre sus brazos, disfrutando del beso. Em era todo suavidad y curvas, todo misterio y encanto femenino. Su cuerpo reclamaba el de Jonas a un nivel primitivo. La joven no era lo que él había considerado su mujer ideal…, era más, muchísimo más atractiva.

Le hormiguearon las manos por el deseo de esculpir sus curvas. Deseó alzarla en brazos, levantarla del suelo y llevarla donde pudiera acariciarla a placer. Sólo la instintiva certeza de que ella se lo permitiría, de que no se alarmaría y retrocedería, impidió que hiciera justo eso. Que la cogiera en brazos y la llevara al establo vacío que tenían a sus espaldas.

Tenía que cortejaría paso a paso, beso a beso. Tenía que excitarla poco a poco, avivar su deseo, hasta que ella le deseara. Hasta que Em le necesitara tanto como él la necesitaba a ella.

Y cuánto la necesitaba… No había manera de calmar su lado más primitivo.

Apartó a un lado la burlona e impetuosa verdad y se concentró en mantener las manos quietas mientras saboreaba los deliciosos labios de Em, la dulce miel de su boca que le empapaba los sentidos. Jonas bebió y paladeó hasta no poder más…, al menos por ahora.

Tenía que poner fin al beso, tenía que levantar la cabeza, tenía que soltar a Em y dejarla marchar. Se obligó a hacerlo, luego clavó la mirada en los aturdidos ojos de la joven y sonrió… con la adecuada pizca de picardía. No podía dejar de mirarla, de ver cuánto la quería, cuánto la deseaba… Pero todavía no. Más tarde, sí, pero no ahora.

Ahora no quería que ella se asustara, que se retirara.

Por el momento quería despertar su curiosidad.

Tentarla, atraerla, seducirla.

Hacer que deseara más.

Volviendo a enfocar su brillante mirada, Em lo miró a los ojos y comenzó a fruncir el ceño. Abrió la boca.

Antes de que ella pudiera decir una sola palabra, él le dio un golpecito en la punta de la nariz.

– Buenas tardes, gorrión. Nos vemos luego.

Con una inclinación de cabeza, tan garbosa como la que había hecho antes Henry, él rodeó el cabriolé, subió al pescante, desató las riendas y, con un último saludo, azuzó a los grises y salió del patio.

De nuevo la dejó viéndolo partir, con los labios latiendo y los sentidos enardecidos. Em entrecerró los ojos sobre la figura que se alejaba.

«¿Gorrión?»

De acuerdo, iba vestida de marrón.

Em entrecerró aún más los ojos, recriminando para sus adentros a su temeraria alma Colyton por haberse hecho adicta a los besos de Jonas. Debería resistirse, debería negarse, pero no hacerlo era mucho más interesante. Mucho más fascinante. Mucho más emocionante y excitante. Y a pesar de todo, incluso estando atrapada entre sus brazos, se sentía a salvo con él.

Todo un misterio.

No sabía cómo manejar aquella atracción mutua. Con otros hombres, su instinto la habría impulsado a tomar cartas en el asunto para mantenerlos alejados de ella. Con él, sencillamente no hacía nada.

Permanecía inactivo, dormido. Lo aceptaba sin rechistar. Otro misterio más.

Em siguió con la mirada e] cabriolé hasta que tomó la carretera y lo perdió de vista. Entonces, con una sacudida de cabeza, regresó al interior de la posada.


Nunca debería haberles hablado a las gemelas sobre los lugares más interesantes de la localidad. Jonas se dio cuenta demasiado tarde de su error.

Se percató demasiado tarde de que las niñas eran unas expertas en el arte de acosar a la gente hasta conseguir sus propósitos.

Esa misma tarde le acorralaron en el salón de la posada. En cuanto Jonas tomó asiento y colocó su habitual jarra de cerveza en la mesa ante él, aparecieron de improviso a su lado e intentaron engatusarle de inmediato para que las llevara a ver uno de esos singulares lugares al día siguiente.

El sonrió e intentó distraerlas…, confundirlas, abrumarlas, derrotarías y convencerlas de lo contrario. Pero nada de eso funcionó.

Al final, aceptó llevarlas a dar un paseo a un mirador cercano la tarde siguiente sólo para que le dejaran en paz.

Sólo para poder relajarse y tomarse su cerveza mientras observaba cómo la hermana mayor de las niñas se movía por la posada como hacía cada tarde, sonriendo y saludando con la cabeza a los clientes y parándose a charlar con la mayoría de las mujeres. Había muchas que la buscaban, incluso hombres, aunque éstos solían saludarla con la cabeza y concentrarse en su bebida.

Igual que él, que estaba envuelto en una sensación de paz que no había sentido antes, pero a la que se acostumbraba con rapidez.

A la tarde siguiente, Jonas se presentó sin mucho entusiasmo en la puerta trasera de la posada. Sin duda, sus sobrinos, dada su corta edad, se habrían olvidado de una excursión como ésa ante el continuo ajetreo de sus vidas infantiles, pero sabía que las gemelas, a diferencia de ellos, le estarían esperando.

Y no se equivocaba. Em estaba en el corredor, detrás de ellas. Por su expresión no se sabía si tenía intención de convencer a sus hermanas de sus pretensiones y rescatarle del inminente y tortuoso paseo, o esbozar una sonrisa al verle esclavo de aquellas dos terroríficas niñas.

Al final, ella se quedó en la puerta y les despidió con la mano. Con una especie de estremecimiento horrorizado, Jonas se encaminó al mirador de Seaton flanqueado por aquellos dos demoníacos angelitos que charlaban como cotorras.

Regresaron un poco antes del crepúsculo y encontraron a Em esperándolos en la puerta.

– ¿Qué tal ha ido todo? -preguntó.

– Encantador-afirmó Gert-. Hemos visto montones de paisajes.

– Incluso hemos visto el mar. -Bea bostezó-. Quizá mañana dibujemos un poco.

Em arqueó las cejas y lanzó a Jonas una mirada inquisitiva mientras las gemelas se dirigían a la cocina.

– Ha sido… -Jonas se lo pensó antes de admitir-: Mejor de lo que esperaba. Se han portado bastante bien, pero estarán cansadas.

– Pase y tome un té. Hilda está probando algunas recetas con panecillos… venga y denos su opinión.

Jonas no necesitó que se lo repitiera dos veces, pues hasta él llegaban los deliciosos olores procedentes de la cocina. Al seguir a la joven hasta el cálido y alegre ajetreo del interior, no pudo evitar recordar lo fría y solitaria que solía ser la cocina de la posada antes de la llegada de Em.

Ahora era, literalmente, un hervidero de actividad. Además de Hilda y sus dos ayudantes, estaban allí Issy y John Ostler. Las gemelas cogieron unos panecillos y luego subieron corriendo a su habitación.

Los grandes hornos emitían un montón de calor y aromas deliciosos. Ante un gesto de Em, Jonas retiró una de las sillas de la enorme mesa, y se sentó, más por no molestar que por cualquier otra cosa.

Henry también estaba sentado, con un bollito a medio comer en una mano y un lápiz en la otra. Tenía un libro abierto en la mesa ante él y el ceño fruncido.

Ante Jonas apareció un plato y una taza grande de té. Levantó la mirada y le brindó a Em una sonrisa de agradecimiento, luego cogió el bollito y le dio un mordisco.

El dulce sabor a almíbar y canela irrumpió en su lengua, tentando sus papilas gustativas. Era tan delicioso que hubiera gemido de gusto.

Em le lanzó una mirada inquisitiva.

– ¿Le gusta?

Él se limitó a asentir con la cabeza y a dar otro mordisco.

En contraste, Henry se comía el bollito distraídamente, sin mostrar reacción alguna. Sintiendo curiosidad por la razón que embotaba los sentidos del joven hasta tal punto, Jonas miró el libro.

– ¿Qué haces?

– Son ejercicios de latín. -Henry levantó la vista-. Estoy un poco retrasado en esa materia y tengo que ponerme al día.

Jonas dio otro mordisco al bollito y señaló el libro con la cabeza.

– ¿Tienes dificultad con las declinaciones?

– Entre otras cosas.

Jonas se encogió de hombros para sus adentros y se ofreció a ayudarle.

– A veces leo libros en latín, podría echarte una mano con las declinaciones. ¿De qué verbo se trata?

Em escuchó que Henry nombraba un verbo cuando pasó por detrás de ellos. Jonas le respondió. Mientras ella trajinaba por la cocina, comprobando que todo estuviera en orden, saliendo al salón y volviendo a entrar, observó a los dos hombres en la mesa. Se habían olvidado con rapidez de todo lo que les rodeaba, enzarzándose en un profundo debate sobre verbos y el texto filosófico que Henry trataba de traducir.

Su hermano no aceptaba ayuda con facilidad. De todos ellos, era el más reservado, el más tranquilo y celoso de su privacidad. A Em le preocupaba a menudo que no le contara sus problemas por no querer añadir más carga sobre sus hombros.

Al ser el único varón de la familia, se sentía responsable y vulnerable a la vez. Em lo conocía lo suficientemente bien como para compadecerse de él. Henry sentía la necesidad de encargarse de todos, pero dada su edad e inexperiencia habían sido Issy y Em quienes siempre habían cuidado de él.

Aunque, jamás le había hablado del trato que Issy y ella hicieron con su tío -trabajo sin remunerar a cambio de la educación de Henry-, Em sospechaba que su hermano lo había adivinado hacía ya mucho tiempo, si no todo, sí lo suficiente como para sentirse obligado nacía ellas eternamente.

Ni Issy ni ella esperaban y querían su agradecimiento; no era por eso por lo que hicieron aquel trato con su tío. Pero podía comprender por qué Henry se sentía así -ella misma habría sentido lo mismo en similares circunstancias-, como si tuviera una enorme deuda con ellas que no podía pagar de ningún modo.

Em quería encontrar el tesoro Colyton por todos, pero sobre todo por Henry. No sólo para que su hermano obtuviera su parte de él, sino para que supiera que sus hermanas siempre estarían bien cubiertas.

El tesoro y su búsqueda surgían de una manera amenazadora y abrumadora en su mente cada hora del día, todos los días. Ahora que había centrado su atención en Grange, Em comprobaba todas las fuentes disponibles como había hecho antes con Ballyclose, esperando poder confirmar que se trataba realmente de «la casa más alta» de finales del siglo XVI antes de emprender la ardua tarea de buscar el tesoro en sus sótanos.

A diferencia de Ballyclose, Em había encontrado multitud de menciones que confirmaban que Grange era conocida como una de las casas más importantes del pueblo en esa época.

Pero aún no había llegado al punto de organizar una incursión a Grange, y esa semana tenía mucho que hacer en la posada, pero pronto, muy pronto podría…

Un movimiento en la mesa captó su atención, Jonas -¿cuándo había comenzado a pensar en él por su nombre de pila?-echó la silla hacia atrás y se levantó.

Henry levantó la mirada hacia él y sonrió.

– Gracias. Pensé que no terminaría con esto esta noche, pero ahora seguro que me dará tiempo.

Jonas sonrió ampliamente.

– Pregúntale a Filing sobre Virgilio… Es mucho más interesante -repuso.

Luego recorrió la estancia con la mirada y localizó a Em. La joven esperó en la puerta trasera mientras él rodeaba la mesa y los bancos y se dirigía hacia ella.

En cuanto la hubo localizado, sus ojos no se apartaron de ella. Para cuando la alcanzó y la tomó del brazo, Em había dejado, para su profunda irritación, de respirar.

Se obligó a coger aire mientras él la giraba hacia la puerta.

– Una vez más estoy en deuda con usted.

El miró hacia delante cuando abrió la puerta; luego volvió la vista atrás mientras ella traspasaba el umbral y bajaba el primer escalón, antes de cerrarla.

– No quiero que me lo agradezca.

Ya estaba anocheciendo; el patio trasero estaba lleno de sombras. Em estaba a punto de arquear las cejas con arrogancia cuando Jonas le asió la mano con suavidad y la hizo girar hacia él.

Y de repente, la joven se encontró con la espalda contra la pared y Jonas delante de ella. El se acercó un poco más mientras inclinaba la cabeza.

– Lo que quiero -la voz de Jonas era un ronco ronroneo- es mi recompensa.

Em notó que le latían los labios, que se ablandaban, que se suavizaban antes de que él los cubriera con los suyos. Esta vez, la joven no esperó, no intentó luchar contra lo inevitable, llevó un brazo al hombro de Jonas y le tomó de la nuca para devolverle el beso.

Con ansia. Con fervor.

Jonas se acercó aún más, apretando el cuerpo de Em contra el suyo, largo y duro, aplastando los pechos femeninos con su poderoso torso. Inclinó la cabeza y profundizó el beso, y ella le abrazó con fuerza mientras se lo devolvía.

El patio estaba envuelto en densas sombras y no había nadie que pudiera ver cómo ellos se hundían más profundamente en el abrazo, cómo ella se rendía al beso, a las sensaciones, a las emociones y la excitación de la nueva experiencia. Cómo disfrutaba al descubrir más.

Em sabía que él la estaba provocando, tentando, seduciendo, pero no podía contenerse, no podía luchar contra él. AI menos, mientras no descubriera que ella era una Colyton, Jonas no podía saber por qué tenía éxito, no podía saber hasta qué punto la seducía, pues no tenía ni idea de que, como todos los Colyton, ella poseía el alma de un explorador.

Le acarició la lengua con la de él y Em se estremeció por dentro, notando que una cálida oleada de deseo le recorría la espalda, sintiendo que un calor cada vez más intenso, apremiante y ardiente crecía en su interior.

Jonas era todo fuerza y poder latentes, todo músculos duros y huesos fuertes, rodeándola. La pared que tenía a su espalda sólo era un mero apoyo, pues eran las manos de Jonas, una en la cintura y otra ahuecándole la cabeza, las que en realidad la sostenían. Las que la sujetaban y la anclaban, mientras él llenaba su boca, alimentándose de ella.

Em percibía el hambre de Jonas, la sentía, la saboreaba al tiempo que se esforzaba por saciarla, aunque sabía que él quería más. El beso se transformó. Jonas ya no contenía su deseo, ya no lo disimulaba ni ocultaba, aunque aún lo controlaba, y ella pudo verlo, sentirlo y admirarse de ello, sin pizca de temor.

Si era eso lo que él había pretendido o no, ella no lo sabía, era demasiado inexperta en el arte de la seducción para adivinarlo. Pero al margen de eso, la sensación de poder seguir adelante sin riesgo era tentadora.

Y, para su alma Colyton, no había nada más atractivo.

«¿Por qué no?» Si no encontraba una buena respuesta a esa pregunta en unos segundos, entonces se dejaría llevar. Ese había sido el principio que había guiado su vida, la piedra angular de su existencia. Así que cedió a la tentación sin discutir y apretó la otra mano, que había quedado atrapada entre sus cuerpos, contra los duros músculos del tórax de Jonas, sintiendo el calor y la fuerza masculinos en la palma.

Jonas sintió aquella caricia deliberada en sus entrañas. Inspiró profundamente para volver a besarla, ahora más intensamente, para contener y dominar su respuesta instintiva. Aquella caricia exploratoria era un mensaje, una señal; lo sabía, pero también sabía que tenía que darle tiempo a Em para que le explorara a su propio ritmo. No podía apresurarla. No podía obligarla a desearle. Ella era una curiosa combinación de inocencia y abandono, de determinación y cautela. Antes de dar un paso adelante, ella pensaba, consideraba, sopesaba, pero una vez que había tomado una decisión, no había ninguna vacilación en sus acciones…, igual que no había habido ninguna vacilación en su caricia.

Em poseía intrepidez e ingenuidad…, lo que resultaba una mezcla explosiva. Algo que podría llegar a hacer añicos su control. Jonas luchó por aferrarse a él mientras esa pequeña mano tanteaba, explotaba, aprendía.

Luchó por no ceder a los impulsos que ella evocaba, luchó por no permitir que ella se adueñara de su voluntad. La parte más primitiva de Jonas estaba completamente excitada y dispuesta a asumir el mando, a hacer realidad las imágenes que le pasaban por la cabeza. Su lado más primitivo le susurraba que sería muy fácil deslizar la mano entre ellos y tocarla a su vez, acariciar la suave carne entre los muslos femeninos, incluso sobre el algodón del vestido.

Y una vez que lo hiciera, Em se derretiría y él podría alzarle las faldas, alzarla contra su cuerpo, y…

La besó todavía con más ferocidad, con más voracidad que antes, luchando por expulsar esas imágenes de su mente.

Pero la manera en la que ella le devolvió el beso, con cálida dulzura y ansiedad, le derrotó. Sin ser plenamente consciente de ello, subió la mano por el costado de Em y la colocó sobre su seno.

Ella contuvo el aliento y se contoneó sin dejar de besarle. Pero entonces, él la besó con más pasión y las llamas que surgieron entre ellos se hicieron más intensas y ardientes.

Jonas se sumergió en esas llamas, en su boca, con ávida desesperación. Ella respondió y lo siguió con igual avidez, aferrándose a él mientras sus dedos la acariciaban y la instruían, esculpiendo la firme carne de su pecho hasta encontrar el tenso brote, que rodeó lentamente. Entonces ella cambió de posición y se acercó más a él antes de que Jonas le apretara el pezón suavemente.

La respuesta de Em, desinhibida, incontenible y absolutamente invitadora, le dejó mareado.

Le hizo sentir un vértigo que ninguna brusca inspiración, mientras continuaba besándola, podía curar. Un vértigo que debilitó el control con que atenazaba sus impulsos más bajos.

Y ella siguió adelante. Besándole todavía con avidez.

Tenían que detenerse ya. Antes de que sus impulsos vencieran y la presionara todavía más… y ella accediera.

Tomarla contra la pared de la posada no formaba, definitivamente, parte de su plan.

Se dijo a sí mismo que tenía que contenerse, detenerse y retirarse.

Intentó tensar los músculos y obligarlos a funcionar, pero la cercanía de Em le dejaba sin fuerzas. Luchaba una batalla que no quería ganar, y su parte más primitiva lo sabía.

El abrazo de Em no era lo suficientemente fuerte corno para retenerle, pero no podía liberarse. Desesperado, bajó las dos manos a la cintura de la joven, la agarró y se giró con ella entre sus brazos hasta que fue él quien quedó de espaldas a la pared, y ella delante de él.

Jonas alzó la cabeza y respiró hondo. Apoyó la cabeza contra la dura pared, y miró a los ojos de Em, oscuros e ilegibles, al tiempo que, con un gran esfuerzo, enderezaba los brazos y la apartaba de él.

Ella respiraba rápida y entrecortadamente. Durante un largo momento se dirigieron una firme mirada.

Jonas tragó saliva.

– Entra. -Las palabras sonaron oscuras y profundas-. Ahora.

Pero en lugar de darse la vuelta y escapar de la amenaza que cualquier persona con dos dedos de frente sabría que él suponía, ella se quedó allí estudiándole mientras pasaban los segundos.

Por fin, Em inclinó la cabeza.

– De acuerdo.

La joven se dio la vuelta, pero cuando tenía la mano en la puerta, se giró para mirarle. Jonas no podía asegurarlo, pero creyó ver que sus labios se habían curvado en una sonrisa.

– Buenas noches. Y… gracias.

Con los ojos clavados en los de él, ella sonrió -definitivamente había sonreído-, entonces se dio la vuelta de nuevo y entró.

El volvió a reclinar la cabeza contra la pared, y permaneció allí apoyado mientras pasaban los minutos, mirando sin ver la oscuridad, esperando a recobrar el aliento, dejando que el frío de la noche apagara su ardor, mientras se hacía preguntas. Reflexionando.

No estaba del todo seguro de si le gustaba aquella sonrisa.


– Más a la izquierda. -Em estaba en medio del patio trasero de la posada y dirigía a su pequeño ejército de ayudantes. Ahora que habían comenzado a preparar las habitaciones de los huéspedes, había sido necesario reacondicionar el lavadero, por lo cual también necesitaban un tendedero.

Y nadie recordaba si había habido uno antes.

Em mencionó su proyecto en el salón la noche anterior; tanto Jonas como Filing se habían ofrecido voluntarios para ayudar. Thompson, el herrero, dijo que sabía dónde encontrar los postes adecuados. Phyllida íes donó unas cuerdas de repuesto que no había usado nunca. Antes de darse cuenta, Em tenía todo lo necesario para construir el tendedero de la posada, y mucha gente dispuesta a ayudar.

Todos se habían reunido esa tarde. Sólo Edgar, que atendía la taberna, no estaba presente. El personal de cocina y John Ostler tenían la tarde libre, pero las tres chicas de las granjas vecinas que Em había contratado como lavanderas esperaban a la sombra junto a la puerta del lavadero, con los ojos muy abiertos y sus primeros cestos de ropa para tender.

Issy se había apartado a un lado después de transportar un cesto con diversas herramientas. Las gemelas se movían con inquietud e impaciencia ante la puerta de la cocina, con los brazos llenos de cuerdas, poleas y apoyos que serían colocados en las vigas transversales.

– Sólo un poco más. -Em les hizo gestos con las manos a Jonas y a Filing. Los dos hombres se habían quitado las chaquetas y bebido las cervezas que les había traído. Previamente habían ensamblado los montantes a ambos extremos de los postes, que habían clavado al suelo, equilibrándolos con unas piedras. Ya habían colocado una de las vigas transversales a su entera satisfacción, y ahora iban a poner la otra.

Henry andaba por allí cerca, sujetando la viga transversal que tenían que alzar para encajarla en la muesca de la parte superior del poste.

– ¿Y ahora? -Jonas se enderezó para mirar al otro poste.

– Está muy cerca. -Em se colocó en medio de los dos postes para examinar la línea entre ellos, midiendo mentalmente la distancia según el ancho de las sábanas. Asintió con la cabeza-. Sí, ahora sí.

Filing, que había estado casi en cuclillas, se incorporó con un audible gemido. Issy se acercó a él. El párroco la miró a los ojos y sonrió, negando con la cabeza para disipar la preocupación de la joven.

Jonas hizo señas a Henry para que se acercara. Cada uno de ellos cogió un extremo de la viga transversal y la levantaron hasta la muesca del poste derecho, des tizándola en el hueco. Filing cogió la pesada llave inglesa que le tendió Issy. Jonas metió la mano en el bolsillo y sacó dos tuercas que le dio a Filing. Este aseguró un perno con rapidez y luego el otro.

Todos dieron un paso atrás para examinar el resultado. Luego Jonas se dio la vuelta y le hizo señas a las gemelas.

– Las cuerdas.

Las niñas se acercaron corriendo con las cuerdas, las poleas y los anclajes oscilando de arriba abajo.

Jonas y Filing clasificaron las cuerdas. Luego, Henry agarró un extremo y las cuatro hermanas extendieron las cuerdas, sosteniéndolas en alto. Trabajaron juntos para colocar los anclajes en los lugares correctos, primero en una de las vigas transversales y luego en la otra.

Entonces, tensaron las cuerdas con las poleas y concluyeron el trabajo.

Todos dieron un paso atrás hasta la sombra de la posada para ver su creación.

Em asintió con la cabeza.

– Excelente.

Les hizo señas a las lavanderas para que se acercaran.

– Podéis colgar las sábanas. Sé que es tarde… -Lanzó una mirada al cielo al sudoeste-, pero dudo que llueva esta noche. Las recogeréis por la mañana.

Las chicas cogieron sus cestas y corrieron hacia el tendal, ansiosas por probarlo. Jonas les enseñó cómo subir y bajar las cuerdas. Las gemelas también se acercaron a mirar. Em las observó especulativamente, preguntándose qué nueva diablura estarían ideando sus cabecitas. Estaba a punto de acercarse y advertirles cuando Jonas se apartó de las lavanderas y se dio la vuelta, dirigiendo una mirada y unas palabras a las gemelas.

Las niñas le observaron con los ojos abiertos de par en par. Cuando él terminó de hablar, sonrieron y asintieron con la cabeza con sus habituales expresiones angelicales.

Em bufó para sus adentros con cínica incredulidad, pero entonces las gemelas intercambiaron una mirada, sopesando claramente sus opciones, y después, de mutuo acuerdo, regresaron a la posada.

Todavía con la mosca detrás de la oreja, Em las observó marcharse.

La grava del terreno crujió bajo los pies de Jonas cuando se unió a ella, poniéndose la chaqueta.

Em seguía mirando a sus hermanas.

– ¿Qué les ha dicho?

– Les he recordado un trato que hicimos hace unas semanas: si eran buenas, lo suficientemente buenas para que no tuviera que mirarlas con el ceño fruncido, las llevaría a dar un paseo en mi cabriole.

Ella giró la cabeza y le miró.

– Es usted muy valiente.

Él le sostuvo la mirada y se encogió de hombros.

Él se volvió y se unió a ella para echar un último vistazo a su reciente trabajo. Las lavanderas estaban riéndose entre sí mientras tendían rápidamente las sábanas blancas. El pálido algodón comenzó a ondear bajo la brisa ligera.

Em era -para su congoja- muy consciente de la cercanía de Jonas, del calor que emanaba su cuerpo. De la tentación que suponía para sus caprichosos sentidos, del efecto debilitador que tenía sobre su voluntad, sobre su decisión. Se aclaró la garganta.

– Ha sido usted tan servicial, que no puedo más que darle las gracias. -Aunque, definitivamente, no podía recompensarle allí mismo. Jonas la recorrió con la mirada, pero antes de que él pudiera hacer ninguna sugerencia, Em se apresuró a añadir-: Issy y yo nos preguntábamos si el señor Filing y usted querrían almorzar con nuestra familia el domingo, después del servicio religioso. -Le miró a la cara, buscando su mirada-. Si está libre, claro.

La miró directamente a los ojos; los de él eran tan oscuros que ella no podía leerle el pensamiento mientras Jonas le estudiaba la cara. Entonces, él sonrió.

– Gracias. -Le cogió una mano, se la llevó a los labios y le besó el dorso de los dedos.

Ella notó que se estremecía de los pies a la cabeza.

– Me encantaría almorzar con su familia. -Sus palabras fueron las roncas palabras de un hombre que sabía demasiado.

Ignorando el impulso de apartar la vista de él, Em continuó mirándole a los ojos. No podía besarle, pero se conocía a sí misma lo suficientemente bien como para saber que le devolvería el beso si él la besaba. Así que tenía que impedir que lo hiciera, tenía que evitar darle una oportunidad y una razón para hacerlo. Se obligó a asentir enérgicamente con la cabeza.

– Muy bien. Entonces, le veremos después de la misa.

Em se habría dado la vuelta y escapado en ese momento, pero la mirada de Jonas la retenía. Y además, todavía le sostenía la mano.

Él movió el pulgar, acariciándole leve, suave y lentamente la piel de la palma.

Em estaba perdida en sus ojos, sintiendo que su mundo, sus sentidos, ardían y se estremecían.

Con una sonrisa de satisfacción, él le soltó la mano. Asintió con la cabeza y dio un paso atrás.

– Lo esperaré con ansiedad.

Ella se quedó inmóvil, viendo cómo él se alejaba a grandes zancadas hacia el bosque hasta que desapareció por el camino que le llevaría de vuelta a Grange.

Issy se acercó y enlazó el brazo con el de ella.

– Joshua ha aceptado.

– Jonas también.

– ¡Muy bien, entonces! -Issy se volvió hacia la posada y Em se volvió con ella sin ofrecer resistencia-. Será mejor que pensemos qué vamos a preparar para el almuerzo.


No encontraba a las gemelas.

A la tarde siguiente, sabiendo que Issy había ido a ayudar a la señorita Sweet con las flores de la iglesia y que Henry estaría con Filing en la rectoría, Em había dejado aparcadas las cuentas de la posada a media tarde para ir a echar un vistazo a sus hermanas menores, que se suponía que debían de estar leyendo en la sala de arriba. Pero la estancia estaba vacía y las gemelas habían desaparecido.

No se preocupó. Supuso que habían bajado en busca de unos panecillos ya que el fragante aroma de los dulces de Hilda inundaba la posada, así que siguió el tentador olor hasta la cocina, pero las gemelas tampoco estaban allí. Y ni Hilda ni sus ayudantes las habían visto desde la hora del almuerzo.

Entonces sí había comenzado a inquietarse. Si el aroma de los panecillos de grosella no había atraído a las gemelas a la cocina, es que no estaban lo suficientemente cerca para olerlo.

Por lo tanto no estaban en la posada.

Cogió el chal del despacho y se dirigió a los establos. John Ostler tampoco las había visto, pero eso no significaba nada. Buscó en los cuartos de los arreos, miró debajo de los bancos y en cada una de las cuadras, luego subió al altillo y se abrió paso entre las balas de heno, pero las niñas no estaban escondidas en ningún lado.

Bajó al suelo y se sacudió la paja del chal y las faldas antes de abandonar los establos. No había nadie en el patio. Las sábanas habían sido recogidas y dobladas, y las lavanderas ya se habían marchado a sus casas. Se detuvo al llegar al cruce del camino que conducía al bosque. Cruzó los brazos y escrutó las profundas sombras.

¿Se habrían internado las gemelas en el bosque? Por lo general, la respuesta habría sido afirmativa, pero Jonas les había advertido del peligro que suponía ir allí solas y además les había prometido llevarlas a dar un paseo en su cabriolé si se portaban bien. Dado el incentivo, Em no creía que las niñas hubieran hecho algo que hiciera peligrar el trato.

Frunciendo el ceño, se dio la vuelta y clavó los ojos en la posada y en sus alrededores. ¿Dónde se habrían metido sus diabólicos angelitos? Desde donde estaba, sólo podía ver el tejado y el campanario de la iglesia en lo alto de la loma. Estaba preguntándose si subir hasta allí y pedirle ayuda a Issy cuando la suave brisa llevó un agudo chillido hasta sus oídos.

Se sintió aliviada. Supo al instante que el grito procedía de Bea y, dondequiera que estuviera su hermana, se lo estaba pasando muy bien.

Con un bufido, se ajustó el chal sobre los hombros y rodeó la posada. En cuanto dejó atrás el edificio, oyó con más claridad los sonidos de las niñas jugando -risas, chillidos, gritos-procedentes del campo.

Cruzó el camino y atravesó un extenso prado, subiendo la ladera que bordeaba el estanque de los patos. Al llegar a la cima, sobre el estanque, se detuvo y miró la bucólica escena que se desarrollaba ante ella.

Al otro lado del estanque, donde se extendía un campo verde entre el camino y la ladera de la colina, doce niños, incluidas las gemelas, jugaban un animado partido de bate y pelota.

No había adultos a la vista, salvo uno.

Jonas estaba sentado en un banco cercano, sobre un terreno más elevado, vigilando a los jugadores.

Em le observó durante varios minutos, preguntándose si el bate y la pelota serían de él. Decidió que no le sorprendería mucho saber que era así.

Volvió a mirar a los niños que jugaban sobre la hierba. Estudió a sus hermanas, que tenían una expresión risueña en sus caras mientras interactuaban con los demás niños abiertamente, sin reservas.

Sus hermanas no hacían amistades con facilidad. Siendo gemelas, siempre se tenían la una a la otra y tendían a encerrarse en ellas mismas. Con una unión tan fuerte entre ellas, los demás niños no solían inmiscuirse. Aunque las niñas sólo vivían con ella desde hacía un año, Em ya se había dado cuenta de su falta de habilidad social con los desconocidos. Pero era difícil conseguir que las gemelas ampliaran sus horizontes, pues todo lo que necesitaban lo encontraban la una en la otra y en Henry, Issy y ella misma. Por lo tanto, no veían ninguna necesidad de hacer amistades.

Pero allí estaban, relacionándose con otros niños y, por lo que ella podía ver desde la distancia, jugando, disfrutando, haciendo esfuerzos para integrarse en el grupo.

Después de observarlas un rato más, Em siguió andando. Se detuvo al lado del banco donde estaba sentado Jonas, sin apartar la mirada del juego que se desarrollaba un poco más abajo.

Él se giró hacia ella y Em sintió que clavaba los ojos en su cara. Ella no le miró, pero notó que la recorría con la mirada de la cabeza a los pies, pero aun así, se negó a mirarle y siguió prestando atención a sus hermanas.

No sabía si él había provocado esa situación por casualidad o si, a sabiendas, había preparado el terreno para las gemelas…, a abrirles una puerta para que comenzaran a jugar con otros niños. Entonces recordó que el también tenía una gemela.

– Gracias. -Em bajó la mirada a sus ojos-. Siempre ha sido difícil conseguir que se relacionen con otros… -Hizo un gesto señalando a los jugadores- niños.

Él sonrió y también observó a los críos.

– Sé que es así. Pero hay muy pocos juegos infantiles que no se jueguen en grupo. -Después de un momento, volvió a mirarla a ella-. Las vi mirando por la ventana de la sala de arriba. Me dijeron que no estaban haciendo nada y que tenían permiso para salir si querían.

Em se encogió de hombros.

– Es cierto. No tienen que decirme dónde van si no se alejan demasiado.

Jonas asintió con la cabeza.

– Tienen que aprender a ser responsables. -Volvió a mirar a los niños.

Dando libertad a Em para que le estudiara. Se preguntara. Por fin, ella murmuró:

– No necesita hacerlo. Lo sabe, ¿verdad? Ya me ha impresionado.

Él se rio entre dientes y levantó brevemente la mirada hacia ella con una pizca de diversión en sus ojos oscuros.

– Lo sé. -Volvió a mirar al prado, hizo una pausa y respiró hondo-. Pero…

Transcurrió un largo momento. Ella pensó que él no terminaría la frase, pero continuó:

– Es posible que sea yo quien deba agradecérselo a usted, y a su familia, en especial a sus diabólicos angelitos. -volvió a hacer una pausa. Cuando retornó la conversación un momento después, su tono era más suave e íntimo-. Comienzo a pensar que esto es lo que echaba de menos. Que esto, velar por el pueblo, en especial por la siguiente generación, es una gran parte de mi verdadera vocación. Una gran parte de lo que se supone que tengo que hacer. -Su voz apenas era un susurro-. Lo que tengo que hacer en el mundo.

Em observó su cara y supo que él estaba hablando en serio, que aquellas palabras eran introspectivas, más dirigidas a él mismo que a ella. La joven no hizo ningún comentario, pero guardó aquella revelación para reflexionar sobre ella más tarde, cuando estuviera tumbada en la cama por la noche, pensando en el.

La mirada de Jonas permaneció clavada en el juego. Sin levantar la vista, alargó el brazo y cogió la mano de Em. Con suavidad y firmeza, la atrajo hacia él, hasta que ella se rindió, rodeó el extremo del banco y se sentó a su lado.

Ninguno de los dos dijo nada, simplemente permanecieron allí sentados observando el juego. Sonriendo ante las travesuras, el entusiasmo y la vitalidad de los niños.

Y, durante todo el rato, él le sostuvo la mano, aprisionada y engullida por la suya, acariciándole lenta y suavemente los dedos con el pulgar.


El almuerzo del domingo fue la comida más entretenida a la que Jonas hubiera asistido nunca, y sospechó que Joshua Filing compartía su opinión. Los Beauregard, en familia, eran muy bulliciosos. Habían servido la comida en la sala del primer piso de la posada, una especie de salita para todo.

Joshua era hijo único y aunque Jonas tenía a su hermana gemela, Phyllida, no había tenido más hermanos ni niños con los que jugar durante la infancia. Tanto Filing como él se quedaron sorprendidos al principio ante tal algarabía; no tanto por el volumen como por el sonido persistente de las voces. Parecía que siempre había alguien hablando y, dado que Henry estaba casi todo el rato callado, ese alguien solía ser una fémina.

Por fortuna todas las chicas de la familia Beauregard poseían unas voces agradables y musicales.

Tanto Jonas como Joshua aprendieron poco a poco a afinar los oídos en medio de aquella torre de Babel.

Había un montaplatos al final del pasillo, sobre la cocina, diseñado para transportar los platos arriba y abajo. Al principio de la comida, Joshua y Jonas tuvieron que sacar a Bea de allí. Una vez que estuvo a salvo, Em la regañó, aunque no puso el corazón en ello, pues parecía tener problemas para no sonreír. Issy, entretanto, bajó a la cocina para explicar lo ocurrido y tranquilizar al personal, parte del cual pensaba que había fantasmas en la posada, como había sido intención de la niña al subir al montaplatos.

Joshua y Jonas, como invitados de la familia que eran, fueron enviados rápidamente de vuelta a sus sillas. Henry, Gert y Bea los entretuvieron mientras las dos hermanas mayores servían la comida.

El primer plato consistió en sopa de apio con trozos de pan crujiente seguidos de trucha con almendras. Luego sirvieron ganso asado y pato al horno, acompañados por guarnición de verduras. El último plato consistió en pudín de pan con pasas, frutas y queso.

Edgar se acercó tímidamente con una botella de vino y les rogó que lo probaran, confiándoles que había escondido unas cuantas botellas de las mejores cosechas en tiempos del no llorado Juggs. El vino, contenido dentro de una polvorienta botella, resultó ser, en efecto, muy bueno, lo que contribuyó de forma significativa a animar la mesa.

Alargaron el almuerzo todo lo que pudieron pues se encontraban cómodos y alegres. Por su parte, Jonas no podía recordar la última vez que se había sentado a la mesa en tan agradable compañía. Pero al final, muy a pesar suyo, Joshua se levantó para marcharse.

– Debo prepararme para el servicio de la tarde.

Su tono dejaba claro que hubiera preferido quedarse más tiempo. Estrechó la mano de Em, agradeciéndole la invitación, y luego se volvió hacía Issy.

Ella le brindó una cálida sonrisa, y le tomó del brazo.

– Vamos, le acompañaré hasta la puerta.

Jonas observó cómo la pareja caminaba hasta la puerta mientras Issy acercaba la cabeza al hombro de Joshua para oír mejor las suaves palabras del párroco. Parecían un matrimonio, dos personas que se pertenecían la una a la otra.

Lanzó una mirada a Em, que también miraba a la pareja con una sonrisa tierna y esperanzada en los labios.

Alargó la mano y le tocó la punta de la nariz.

– Vamos, gorrión, usted también puede acompañarme hasta la puerta, aunque voy en dirección opuesta.

Ella se puso a su lado y caminaron hacia la puerta. Frunció el ceño.

– ¿Desde cuándo me he convertido en un gorrión? -Em bajó la mirada al vestido verde y luego le miró a él con las cejas arqueadas.

Jonas sonrió y dio un paso atrás para dejarla pasar por la puerta a ella primero, y la siguió por el estrecho corredor.

– En realidad, ese apelativo se me ocurrió la primera vez que la vi.

Ella hizo una mueca.

– Debía de ir vestida de color marrón.

Jonas se rio entre dientes.

– No fue por el color de su ropa por lo que escogí ese apodo.

Ella le miró con los ojos entrecerrados antes de empezar a bajar las escaleras.

– No estoy segura de querer conocer la respuesta, pero entonces ¿por qué lo escogió?

La sonrisa de Jonas se hizo más profunda.

– Sus ojos. -Los observó cuando ella volvió a mirarlo, sorprendida-. Son brillantes y… curiosos. Igual que los de un gorrión.

– Hmm. -Ella continuó bajando la escalera sin comentar nada más.

Se detuvieron en la cocina para charlar con Hilda, luego salieron por la puerta trasera.

Las sobrinas de Hilda estaban en el huerto, desenterrando zanahorias. Una de las lavanderas estaba trabajando, entrando y saliendo del lavadero. Em se dijo a sí misma que se alegraba de que hubiera gente a la vista, así Jonas no podría besarla.

Se detuvo en medio del patio y le tendió la mano.

– Espero que haya disfrutado de la comida.

Él le tomó la mano. Ella no podía entender cómo se las arreglaba Jonas para convertir un simple contacto amigable en una caricia íntima. La miró directamente a los ojos, moviendo el pulgar sobre el dorso de sus dedos; una caricia que hizo que la atravesara una punzada de doloroso anhelo.

«Nada de besos», se dijo a sí misma con severidad.

El sonrió como si la hubiera oído.

– Esta vez, soy yo quien debo darle las gracias. La comida y la compañía han sido -la sonrisa se desvaneció-más que perfecto.

Vaciló, como si quisiera añadir algo más, pero se limitó a brindarle otra suave e íntima sonrisa. Luego le alzó la mano y le rozó la sensible piel de los dedos con los labios.

Si bien Em se había preparado para las sensaciones que aquella caricia le provocaría, un escalofrío le recorrió la espalda. Él lo percibió también, pues su mirada se volvió más penetrante.

Bajó la vista a los labios de Em. Sin poder controlarse, ella también le miró los labios.

Alrededor de ellos, el mundo desapareció. Alguna fuerza intangible les hizo acercarse más, como si ambos fueran atraídos por un imán. La resistencia de Em se tambaleó, se debilitó, se desvaneció…

Entonces, él respiró hondo y se apartó.

Ella le estudió, sintiendo que le latían los labios.

Jonas le sostuvo la mirada, vacilando de nuevo, pero luego ladeó la cabeza con rigidez. Le soltó la mano y dio un paso atrás.

– Hasta luego.

Las palabras sonaron roncas y renuentes, pero con un último gesto de despedida, Jonas se dio la vuelta y se marchó.

Em le observó dirigirse a paso vivo al camino y siguió haciéndolo hasta que las sombras del bosque se tragaron su fornida figura.

Esperó allí un momento a que sus sentidos y sus nervios se aplacaran y tranquilizaran.

No era sensato enamorarse de un caballero que había dejado claro que la quería hacer suya. «Suya» como si fuera su amante.

Sabía muy bien que esa posición no era para ella, y que nunca lo sería, pero…

Por experiencia, sabía que en la vida siempre existía un «pero», la otra cara de la moneda, por así decirlo. En este caso, el «pero» era más que evidente; era la razón por la que una parte de ella, su temerario lado Colyton, sus auténticos alma y corazón, luchaba contra su yo más prosaico, más sabio y sensato.

Sabía que Jonas Tallent era una tentación para ella, sabía que él estaba seduciéndola, pero aun así, ¿dejaría pasar una oportunidad como aquélla -probablemente la única que tendría en su vida-para explorar las maravillas de hacer el amor, para descubrir esa parte de la vida en la que no se había aventurado nunca? Antes de conocer a Jonas, Em no había sentido un verdadero interés en el amor, salvo por un deseo intelectual de saber. Ahora… su necesidad de saber era cualquier cosa menos intelectual. Estaba alimentada por un poder que no alcanzaba a comprender, un poder que la impulsaba a querer besar a Jonas Tallent, y a desear que él la besara a su vez y le mostrara mucho más.

Mientras su yo más prosaico, sabio y sensato no fuera lo suficiente fuerte para no dejarse vencer por la tentación, Em no estaría a salvo de su temerario lado Colyton.

– ¿Señorita? -Em se volvió y vio a Hilda en la puerta-. ¿Podría venir a probar una torta cíe crema? -le pidió Hilda-. Creo que me ha salido demasiado dulce.

Em asintió con la cabeza y regresó a la posada.

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