CAPÍTULO 03

– Buenas tardes, señorita Beauregard.

Em levantó la mirada del montón de listas que estaba estudiando, para descubrir a Jonas Tallent bloqueando la puerca de su pequeño despacho. Se las arregló para no sonreír, aunque le costó un gran esfuerzo. Él llevaba un largo abrigo de capa que le llegaba hasta el borde de las brillantes botas Hessians. Se había cambiado la chaqueta de montar por un abrigo más formal y un chaleco. Parecía recién salido de las páginas del Gentlemen's Gazette.

Luchando por someter sus revoltosos sentidos, ella asintió con la cabeza.

– Señor Tallent. -Cuando él no dijo nada más, y sólo se quedó mirándola, Em se sintió obligada a preguntar-: ¿Puedo ayudarle en algo?

– En realidad, estoy aquí para ayudarla a usted.

Aquellas palabras, dichas con una profunda y suave voz, envolvieron a la joven. Su instinto se puso en guardia de inmediato.

Como si él lo supiera, esbozó una amplia sonrisa.

– Se me ha ocurrido que debería presentarle a Finch, nuestro proveedor en Seaton, y que eche un vistazo a sus mercancías de primera mano. Ahora mismo me dirijo allí en el cabriolé, y me preguntaba si le gustaría acompañarme.

Conocer a su principal proveedor, ir a su almacén, con su patrón -el que controlaba la cuenta de gastos que ella manejaría-, acompañándola…

Se había jurado a sí misma que nada la obligaría a estar cerca de Jonas Tallent de no ser absolutamente necesario, pero aun así dejó el lápiz sobre la mesa dispuesta a ir con él.

– ¿Cuánto tiempo nos llevará?

– Dos horas como máximo, ida y vuelta, más el tiempo que estemos hablando con Finch. -Señaló con la cabeza el montón de papeles bajo la mano de Em-. Traiga sus listas, así podrá hacerle el primer pedido.

Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar por alto, y no tenía ninguna duda de que Tallent lo sabía.

Lo que él no sabía era que ella era perfectamente capaz de mantenerlo en su lugar, sin importar lo que él pensara o intentara hacer al respecto. Era algo que aprendió durante los años que vivió en casa de su tío. Se había convertido en una auténtica experta en el no muy sutil arte de mantener a los caballeros a raya.

Echó la silla hacia atrás y se levantó.

– De acuerdo. ¿Le importa esperar un momento mientras voy a buscar mi sombrero?

– Por supuesto que no. -Dio un paso atrás para dejarla pasar. Cuando ella ya se dirigía al salón, añadió-: Coja también el abrigo, el viento siempre sopla más fuerte cerca de la costa.

Ella sonrió para sus adentros mientras se encaminaba hacia las escaleras. Cualquier caballero que instintivamente pensaba en la comodidad de una mujer, no podía plantear una seria amenaza para ésta.

Em comenzó a subir las escaleras.

Él se detuvo al pie de éstas.

– Mis caballos son muy briosos. La esperaré fuera.

Ella aceptó con un gesto de la mano y se dirigió a sus aposentos.

Cinco minutos después se reunió con él en el exterior de la posada, y se vio obligada a corregir su definición de «amenaza». Los alazanes pardos de Tallent se encabritaban como auténticos demonios entre las varas del cabriolé.

Él notó su vacilación y le brindó una sonrisa.

– No se preocupe. Puedo manejarlos.

Ella levantó la mirada hacia sus ojos.

– No es la primera vez que oigo a un caballero decir esas mismas palabras justo antes de volcar su carruaje.

Él se rio. El sonido de su risa provocó un perturbador hormigueo en las entrañas de Em.

Jonas cogió las riendas con una mano y se llevó la otra al corazón.

– Le juro por mi honor que no acabaremos en una zanja. Ella carraspeó. Se recogió las faldas y se dirigió hacia el lateral del cabriolé.

Él le tendió una mano enguantada para ayudarla a subir. Em la aceptó sin pensar y puso los dedos sobre los de él. Cuando el hombre cerró la mano firmemente sobre la de ella, Em sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor.

Se estremeció.

Él la alzó, y Em aterrizó en el asiento a su lado, luchando por respirar.

¡Santo Dios! ¿Cuándo sus traicioneros sentidos dejarían de reaccionar de esa manera? ¿Cuándo lo superaría?

Él no le sostuvo la mano más de lo necesario. Los dos llevaban guantes y, aun así, la sensación de los dedos de Tallent reteniendo los suyos permaneció mucho tiempo, dejándola sin aliento y estremeciéndole el corazón.

Por fortuna, los caballos, que se movían nerviosamente, no tardaron en reclamar la atención de Tallent. Sin mirarla más que una vez para asegurarse de que se había acomodado bien, él soltó el freno y agitó las riendas. Los corceles se pusieron en movimiento de inmediato y salieron traqueteando del patio delantero de la posada.

El los dirigió hacia el sur.

– Seaton está en línea recta hacia el sur, casi en la costa, y la carretera conduce directamente allí.

Ella asintió con la cabeza porque todavía no confiaba en su voz. Esperó a que él empezara a interrogarla; estaba segura de que ésa era su intención. Pero él sólo la miró una vez antes de que el vehículo cogiera velocidad. Luego centró la atención en los caballos, sin que al parecer sintiera ninguna necesidad de conversar.

El cabriolé avanzó suave y rápidamente por el camino, impulsado sin ningún esfuerzo por los poderosos caballos. Ella también observó con atención el par de castaños. Sabía lo suficiente para reconocer un caballo de raza cuando lo veía. Si Henry pudiera verla en ese momento, se pondría verde de envidia.

Por su parte, Jonas Tallent parecía dominar el látigo con habilidad -sin alarde ni ostentación-, sabía cuándo debía presionar, cuándo tirar de!as riendas y frenar, y cuándo dar alas al nervioso par de caballos.

– ¿Hace mucho tiempo que los tiene? -Em no había tenido intención de iniciar una conversación, ni de mostrar interés, pero las palabras salieron de su boca antes de que pudiera contenerlas.

– Desde potrillos -respondió Tallent sin apartar la mirada de la carretera, pero tras una breve pausa añadió-: Mi cuñado, Lucifer Cynster, tiene un primo, Demonio Cynster, que es uno de los mejores criadores de caballos de carreras de Inglaterra. Estos dos son de su caballeriza. Se queda con los que considera mejores para competir en las carreras, pero el resto se los da a la familia. Por suerte para mí me incluye entre sus parientes a pesar de no ser un Cynster.

¿Lucifer? ¿Demonio? Em estuvo a punto de preguntar, pero en el último momento decidió que realmente no necesitaba saberlo. Así que encauzó la conversación por otros derroteros.

– ¿Su cuñado es el que vive en Colyton Manor?

– Sí. Heredó la propiedad del dueño anterior, Horario Welham. Horario era un coleccionista, y así fue como los dos se conocieron. Horario consideraba a Lucifer el hijo que nunca tuvo, así que cuando Horario murió, Lucifer se convirtió en el nuevo dueño de Colyton Manor.

– Y entonces se casó con su gemela.

Tallent asintió con la cabeza mientras le lanzaba una breve mirada de reojo.

– No tengo dudas de que conocerá a Phyllida muy pronto. A estas alturas ya debe de saber que usted ha aceptado el puesto de posadera, y estoy seguro de que irá a la posada a presentarse en cuanto su prole le deje un minuto libre.

– ¿Su prole?

– Lucifer y ella tienen dos hijos. Dos duendecillos bulliciosos y revoltosos que absorben gran cantidad del tiempo de Phyllida. Y todavía será peor, porque espera otro hijo.

Em no permitió que le afectara el tono cariñoso con el que habló de su hermana y sus sobrinos.

– ¿Sólo tiene esa hermana? -preguntó finalmente.

Él le dirigió una mirada traviesa.

– Nuestros padres siempre dijeron que con dos era más que suficiente.

– ¿Usted no opina lo mismo? -le preguntó impulsada por la curiosidad.

Tallent no respondió de inmediato. Em llegó a preguntarse si iba a hacerlo o no cuando finalmente él dijo:

– No todos tenemos la suerte de pertenecer a una familia numerosa.

La joven miró hacia delante, pensando en su propia familia, y no vio ninguna razón para discutir sobre aquella concisa declaración.

Ahora que por fin se había roto el hielo, ella esperó a que él comenzara a interrogarla, pero en vez de eso continuaron viajando en esa tarde otoñal sumidos en un extraño y agradable silencio. Los pájaros trinaban y levantaban el vuelo a su paso; el olor salobre de la brisa marina se hizo más pronunciado a medida que alcanzaban la cima de la última cuesta, que luego descendía suavemente hasta el borde de un acantilado.

A pesar de las últimas distracciones, la búsqueda del tesoro que la había [levado a Colyton jamás abandonaba la mente de Em por completo. Cuando Tallent puso los caballos al trote para bajar la cuesta, ella le miró a los ojos.

– Hábleme sobre el pueblo. He oído hablar sobre Colyton Manor y Grange, pero ¿hay más propiedades importantes en los alrededores? ¿Casas donde resida gente que podría llegar a convertirse en cliente de la posada?

El asintió con la cabeza.

– De hecho, hay bastantes casas importantes. Ballyclose Manor es la más grande. Está en la carretera que lleva a la iglesia. Es propiedad de sir Cedric Fortemain. Además, tenemos Highgate, propiedad de sir Basil Smollet, situada un poco más allá de la rectoría. Supongo que también deberíamos agregar Dottswood Farm a la lista. Aunque no es una mansión como las otras, es el hogar de una familia muy numerosa.

Jonas la miró a los ojos.

– Ésas son las que hay dentro de los límites del pueblo. Si nos alejamos un poco más, encontramos más propiedades importantes, pero las tres que he mencionado son, por así decirlo, parte de la vida del pueblo. Todas esas haciendas consideran Colyton como su pueblo.

Ella asintió con la cabeza.

– A eso me refería. Esa es la gente a la que debemos atraer en primer lugar. -Y una de esas propiedades sería probablemente «la casa más alta, la casa de las alturas» donde se ocultaba el tesoro Colyton.

Ballyclose Manor parecía el lugar más apropiado en el que iniciar su búsqueda. Estaba tentada a pedirle más datos sobre la propiedad o que le confirmara que la familia Fortemain, o quienquiera que viviese en Ballyclose, había sido el alma de las tertulias del pueblo hacía tiempo, pero justo en ese momento aparecieron ante sus ojos los primeros tejados de las casas que se alineaban a ambos lados de la carretera.

– Seaton. -Mientras refrenaba a los caballos, Jonas se felicitó mentalmente por haber logrado permanecer sentado junto a la esbelta señorita Emily Beauregard durante casi media hora sin provocar ninguna reacción helada por su parte y, aún mejor, por haber conseguido que ella comenzara a bajar las defensas que había erigido contra él.

Seguían allí, pero no tan fortificadas corno al principio. Aún le quedaba un buen reto por delante.

Pero su estrategia para «interrogarla» parecía funcionar, Jonas no se había equivocado al pensar que con simplemente dejar caer alguna que otra cosa aquí y allá -como Cynster y caballos-, sería ella la que comenzaría a hacer preguntas.

Era posible que el interés de la señorita Beauregard por las mansiones más importantes del pueblo fuera realmente con miras a expandir la clientela de la posada, pero él no creía que fuera ése el caso. Aquélla había sido una ocurrencia tardía, una excusa para sus preguntas.

Resultaba evidente que ella estaba interesada en esas casas -por lo menos en una de ellas-por alguna razón. Si lograba contenerse durante el resto de la tarde, ¡quién sabe qué podría llegar a averiguar!

Condujo el cabriolé hasta el almacén de Finch. Detuvo los caballos en el patio ante unas enormes puertas y le pasó las riendas al joven mozo que se acercó corriendo, antes de bajar de un salto al suelo.

Los caballos estaban más tranquilos después de haber desfogado parte de su energía. Podría dejarlos descansar durante un rato.

Rodeó el carruaje y observó que su pasajera estaba a punto de saltar al suelo.

– No. Espere.

Balanceándose sobre el borde del cabriolé con las manos enguantadas agarradas al armazón del asiento, Em levantó la mirada.

Jonas la cogió por la cintura y la bajó al mismo tiempo que la joven intentaba saltar como había hecho él, haciéndole perder el equilibrio.

Em cayó sobre él, pecho contra pecho. Su peso no era, ni mucho menos, suficiente para hacerle caer al suelo, pero Jonas se tambaleó y dio un paso atrás antes de recuperar el equilibrio.

Con la señorita Emily Beauregard entre los brazos.

Pegada a él.

Durante un momento eterno, el tiempo se detuvo.

A Jonas se le quedó la mente en blanco, y le dio un vuelco el corazón antes de detenerse por completo. Y ella tampoco respiraba.

Levantó la mirada hacia él y Jonas se perdió en sus ojos.

Luego recuperó de golpe todos los sentidos y sintió que ardía, cómo su corazón volvía a la vida y comenzaba a latir de manera desenfrenada.

Seguía agarrándola por la cintura con los dedos flexionados.

Cuando ella tomó aliento, sus pechos se apretaron contra su torso.

Fue entonces cuando él se percató de que al tener aquellas cálidas y suaves curvas apretadas tentadoramente contra su cuerpo había ocurrido lo inevitable.

Pero luego se recordó que no quería ponerla nerviosa ni que se escabullera de él.

Apretando los dientes, se obligó a dejar caer los brazos y a dar un paso atrás, poniendo distancia entre ellos. Ella inspiró temblorosamente.

– Lo siento.

«Yo no.» Pero se mordió la lengua antes de lograr gruñir:

– No importa. -Los modales acudieron en su auxilio-. ¿Se encuentra bien?

«¡No!» Sus sentidos estaban revueltos y se le había quedado la mente en blanco. Sin embargo, Em asintió con la cabeza con las mejillas encendidas. No quería pensar en qué debía parecer. Todavía sentía el calor del cuerpo del señor Tallent contra el suyo, en cada uno de los puntos en los que se habían tocado, y era una sensación profundamente inquietante.

Se sentía desconcertada. Respiró hondo, intentando que la cabeza dejara de darle vueltas. Se giró y observó el almacén del que salía un hombre mayor justo en ese momento.

– Ése es Finch.

Em se tensó, esperando sentir los dedos de Tallent en el codo. Pero él sólo la miró de reojo y luego hizo un gesto con la mano, indicándole que avanzara y colocándose a su lado mientras ella se acercaba al hombre.

El alivio de la joven desapareció cuando le lanzó una rápida mirada. El sabía que la afectaba, lo que no era de ninguna manera reconfortante.

El se aclaró la garganta y le presentó a Finch.

Em obligó a su mente a concentrarse en Finch y en la razón por la que ella había ido allí -poner en orden parte de su agenda del día-, para lograr sobrevivir a la siguiente hora en un estado razonable.

Sin embargo, después de una larga visita al almacén seguida por discusiones sobre entregas y pedidos, llegó finalmente el momento de regresar a Colyton. Lo que quería decir que tenía que volver a subirse al cabriolé de Jonas Tallent.

Algo que ella no lograría hacer, y menos delante de caballeros, sin ayuda.

Pero el mero pensamiento de tener que volver a tomarle de la mano, de sentir sus dedos entre los suyos, hacía que un ardiente hormigueo de ansiedad le subiera por los brazos.

Finch los acompañó a la puerta del almacén, feliz por los pedidos realizados. Em se había esforzado en encandilar al hombre y sabía que había tenido éxito. El comerciante le sonreía encantado mientras le estrechaba la mano.

Ella le devolvió la sonrisa.

– Señor Finch, si no es mucha molestia, ¿podría ayudarme a subir al cabriolé? No puedo hacerlo sola. -Miró al patio y vio que el chico se esforzaba por sujetar a los revividos e impacientes caballos, por lo que añadió suavemente-: Los alazanes del señor Tallent son muy inquietos y necesitan que alguien los sujete.

– Por supuesto, por supuesto, mi querida señorita Beauregard. -Finch le cogió la mano-. Por aquí, tenga cuidado, hay algunos agujeros en el suelo.

Ella caminó con precaución al lado del comerciante. Una vez que la hubo ayudado a subir al pescante, Em lanzó una breve mirada en dirección a Tallent.

Y se encontró con una mirada sombría. Él tenía los labios apretados en una línea tensa y los ojos entrecerrados.

Pero no dijo nada mientras cogía las riendas de las manos del mozo, subía al cabriolé y se sentaba a su lado.

Em volvió a sonreírle al señor Finch, su involuntario salvador.

– Gracias, señor. Espero recibir mañana esos suministros.

– ¡A primera hora! -le aseguró Finch-. Enviaré al mozo con la carreta en cuanto despunte el día.

Tallent saludó a Finch con el látigo. El comerciante inclinó la cabeza mientras el cabriolé se ponía en marcha y traqueteaba por el patio. Tallent abandonó el recinto con habilidad. Los caballos adoptaron con rapidez su paso habitual.

Em se recostó en el asiento, observando pasar las casas de Seaton e ignorando a propósito la tensión que crepitaba en el aire y que provenía del caballero sentado a su lado.

Deseó que el dijera algo, pero no sabía qué.

El esperó a dejar atrás las casas de Seaton y avanzar a más velocidad antes de hablar.

– Aún no conozco a sus hermanas.

No era una pregunta, pero dada la tensión que dotaba en el aire, ella agradeció que sacara el tema y respondió:

– Tengo tres. Isobel, Issy para la familia, es la mayor. Creo que ya le he mencionado que tiene veintitrés años. Las otras dos son gemelas, Gertrude y Beatrice, Gert y Bea para la familia. -Em hizo una pausa para tomar aliento, pero aquella inquietante tensión seguía allí y continuó hablando-: Las tres, Issy, Gert y Bea, son rubias y tienen los ojos azules, no como Henry y yo. Las gemelas tienen un aspecto angelical que dista mucho de la realidad. La gente tiende a creer que son angelitos, pero me temo que están un tanto descontroladas. Su madre, la madrastra de Issy, Henry y mía, no se las arregló muy bien después de que muriese mi padre y no las educó como es debido. Issy y yo nos percatamos de ello cuando, después de su muerte, las gemelas vinieron a vivir con nosotros. Actualmente, Issy trata de inculcar algunos atributos femeninos en esas mentes no demasiado receptivas.

Hizo una pausa y lo miró.

Él asintió con la cabeza todavía con el ceño fruncido, pero ella no supo si era por el esfuerzo de controlar a los caballos o por algo que ella había dicho o hecho.

Tras un momento, Em miró al frente. Observar el duro e inflexible perfil del señor Tallent no era lo más acertado si quería apaciguar sus hiperactivos nervios.

– Somos naturales de York. Como he mencionado en algún momento, hemos viajado mucho. Permanecimos en Leicestershire durante algún tiempo antes de aceptar los puestos de trabajo que usted vio en las referencias.

Había un cierto reto, una extraña emoción, en sortear con éxito la verdad.

– La taberna de Wylands era preciosa. -Ella continuó hablando de su supuesto trabajo, inventando todo lo que se le ocurría para pasar el tiempo.

Jonas dejó de escucharla. Sabía que las referencias eran falsas, así que los recuerdos que le relataban eran ficticios también, puras fantasías. Pero ella le había revelado más de lo que él esperaba.

Recordó sus conversaciones y observó que ella no había reaccionado cuando mencionó a los Cynster. La señorita Beauregard no los conocía, lo que sugería que jamás se había movido en la alta sociedad. Además, estaba el hecho de que su padre había asistido a Pembroke College, lo que le daba una clara idea de a qué estrato social pertenecía la joven. Y acababa de decirle que procedían de York. Pensó que eso sí era cierto.

Y si ella no había estado presente en la crianza de las gemelas, significaba que su padre había muerto cuando las niñas eran muy pequeñas, entre siete y diez años antes. Y desde entonces, ella había sido la cabeza de familia. Eso resultaba evidente por la manera en que hablaba de sus hermanos, y en la actitud que había tenido con Henry, y éste con ella.

La miró de reojo. Todavía seguía hablando sobre la posada de Wylands. Al volver la mirada al frente, se preguntó sobre la edad de la joven. Debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años. Como mucho veintiséis, dado eme la otra hermana tenía veintitrés. Pero mostraba una madurez, que la hacía parecer mayor, adquirida sin duda por haber tenido que cuidar de sus hermanos desde muy temprana edad. Eso y… que definitivamente tenía experiencia en mantener a los caballeros a raya.

Las defensas que había erigido contra él eran fruto de la práctica. Estaba demasiado en guardia, demasiado consciente de lo que podía ocurrir en cualquier momento.

Le molestó que ella sintiera la necesidad de mostrarse tan cautelosa, tan recelosa con los caballeros, en especial con él. Olía a pérdida de inocencia, no en el sentido bíblico, sino en un sentido práctico y cotidiano, lo que consideraba algo lamentable.

¿Cómo, dónde y por qué había sido sometida a atenciones no deseadas? No lo sabía, pero por alguna razón que no podía comprender, se sentía impulsado a conocer las respuestas.

Se sentía impulsado a ¿qué? ¿A defenderla?

Para su gran sorpresa, no pudo ni quiso descartar esa idea ni, mucho menos, el sentimiento que la acompañaba.

Algo que, al igual que ella, le hacía mostrarse sumamente cauteloso.

Siguió mirando el camino, con la voz agradable y casi musical de la señorita Beauregard llenándole los oídos, preguntándose qué era lo que debía hacer a continuación.

Preguntándose qué era lo que deseaba de verdad.

Preguntándose cómo conseguirlo.

Para cuando aparecieron ante ellos las primeras casas de Colyton, Jonas había tomado una decisión.

Tenía que averiguar mucho más sobre la señorita Beauregard. Tenía que obtener respuestas. Tenía que conocer sus secretos.

Ella, por supuesto, se resistiría a revelarlos.

Pero Jonas sabía que podía inquietarla y ponerla nerviosa sí se aprovechaba de la atracción física que había entre ellos.

Además, no quería que dejara de ser su posadera. Dada la firmeza de sus defensas y la fuerza de voluntad que percibía en ella, sabía que si la presionaba demasiado, ella no dudaría en hacer las maletas y marcharse.

Y que abandonara Colyton era algo que, definitivamente, él no quería.

Condujo el cabriolé al patio de Red Bells y detuvo los caballos. Se bajó del vehículo de un salto y clavó una mirada en la joven, desafilándola a que intentara bajar de nuevo sin su ayuda.

Ella esperó, no demasiado feliz. Resultó evidente que se estaba preparando para soportar su contacto sin reaccionar ante él.

Se levantó cuando él se acercó, Jonas extendió los brazos hacía ella, la agarró de la cintura y la bajó.

Pero no la soltó.

Al menos no de inmediato.

No pudo resistirse, a pesar de sus buenas intenciones, a tomarse un momento para mirar aquellos ojos brillantes, para ver su respuesta y sentir cómo ella contenía el aliento.

Y saber que ella no era más inmune que él al momento, a la cercanía, a la repentina calidez.

Inspirando profundamente, Jonas se obligó a soltarla y a dar un paso atrás.

Con los ojos todavía clavados en los de ella, inclinó la cabeza cortésmente.

– Espero que haya disfrutado del paseo. Buenas tardes, señorita Beauregard.

Ella intentó decir algo, pero tuvo que aclararse la garganta. Inclinó la cabeza también.

– Sí, gracias… ha sido un grato paseo. Buenas tardes, señor Tallent.

Volvió a inclinar la cabeza, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta de la posada.

Jonas la observó hasta que su figura desapareció en la oscuridad interior; luego se volvió, rodeó los caballos y subió de un salto al pescante del cabriolé.

Hizo que los caballos dieran la vuelta y los puso al trote en dirección a Grange.

Ya que no podía arriesgarse a presionar demasiado a la señorita Emily Beauregard para que respondiera a sus numerosas preguntas, tendría que mostrarse sutil y no sobrepasar la línea que ella había establecido.


Pero aunque aquélla era una excelente resolución, antes tenía que descubrir dónde estaba la línea a partir de la cual ella se echaría atrás y alzaría el vuelo.

Con ese propósito en mente y esperando obtener más revelaciones involuntarias de la joven, Jonas se dirigió a Red Bells a última hora de la tarde.

Al entrar por la puerta principal, le sorprendió la multitud de gente que había en el lugar y se detuvo para evaluar la situación.

Que hubiera gente en la posada no era una sorpresa en sí, pero tal multitud desbordaba sus expectativas. El ruido reinante lo envolvió como una oleada. Se oían risas por todas partes, pero eso no era lo único diferente.

El lugar parecía diferente, aunque Jonas no vio nada -ni muebles ni decoración-que no hubiera estado allí antes. La diferencia más notable parecía deberse principalmente a una limpieza a fondo -¿Era lavanda lo que estaba oliendo?-combinada con una mejor distribución, de mesas y asientos junto con la reaparición de paños y mantelitos de adorno que hacía mucho tiempo que no veía.

Volvió a mirar a su alrededor, haciendo memoria. Decidió que la transformación ya había empezado cuando él fue a buscar a Emily esa misma tarde, pero estaba tan distraído que no había prestado atención. Y sospechaba que el cambio no había sido tan patente y deslumbrante a la luz del día como lo era ahora, con el lugar iluminado por las lámparas recién limpiadas y abrillantadas.

Al escudriñar la habitación, no le sorprendió ver que los clientes habituales estaban allí; entre otros, Thompson, el herrero, y su hermano, Oscar, y de Colyton Manor estaban allí Covey y Dodswell, el mozo de Lucifer. Pero además había una nutrida representación de los trabajadores de las haciendas: campesinos, jardineros y personal doméstico, algunos de los cuales procedían de mansiones distintas a las que él le había mencionado a su nueva posadera unas horas antes.

También estaban presentes los dueños de dichas mansiones, Jonas vio a Henry Grisby y a Cedric Fortemain charlando animadamente. Un poco más allá Basil Smollet bebía una cerveza mientras hablaba con Pommeroy Fortemain, el hermano menor de Cedric.

De las casas del pueblo habían venido Silas Coombe, la señora Weatherspoon y otros hombres de edad avanzada. Lo más destacable era que había muchas mujeres acompañando a sus esposos; mujeres que no pisaban la posada desde que ésta cayó en las manos del no llorado Juggs.

Pero más destacable aún era la multitud, en su mayor parte femenina, que se apiñaba a la izquierda de la puerta. Todas las sillas más confortables estaban ocupadas. La señorita Sweet, la vieja institutriz de Phyllida, estaba allí junto con la señorita Hellebore, que, a pesar de estar medio inválida, no había podido reprimir la curiosidad. Las dos le habían visto entrar y le estaban observando con manifiesto interés, pero él estaba acostumbrado a ser el centro de atención de sus brillantes y sagaces ojos.

Las dueñas de Highgate y de Dottswood Farm se encontraban también allí, charlando como cotorras.

Jonas echó otro vistazo a su alrededor, pero no vio a Phyllida entre la multitud. Era la hora de la cena de Aidan y Evan, así que no era de extrañar que no estuviera allí. Sin embargo, estaba seguro de que su gemela habría asomado la nariz por allí durante la tarde, pero como la señorita Beauregard había estado con él, lo más probable es que Phyllida aún no la conociera.

Huelga decir que todos habían ido a la posada para ver y conversar -al menos en el caso de las mujeres-con la nueva posadera. En ese mismo momento lady Fortemain, la madre de Cedric, estaba hablando con ella. Había acaparado a Emily Beauregard y Jonas sabía de sobra que la dama no estaría dispuesta a dejarla marchar.

Emily levantó la mirada y lo vio, pero lady Fortemain alargó la mano y apresó la muñeca de la joven, reclamando su atención.

Decidiendo que su nueva posadera podía necesitar ayuda para liberarse, Jonas se dirigió hacia ellas.

Em supo sin tener que mirar que Tallent se estaba acercando, y le irritó el estremecimiento nervioso que esa certeza provocó en su interior. Una parte de su mente -¿o eran sus instintos?-la impulsaba a interrumpir la conversación con lady Fortemain -de Ballyclose Manor, nada menos-y buscar refugio en su despacho o, mejor aún, en el ambiente completamente femenino de la cocina.

Otra parte de su mente -por fortuna la mejor parte-, se negaba en redondo a mostrar ningún signo de debilidad. Debía mantenerse firme, y no ponerse nerviosa ni reaccionar en modo alguno a la presencia de Jonas Tallent, al menos exteriormente. Pero lo más importante de todo era que debía escuchar con total atención lo que le decía lady Fortemain. Por lo que había oído esa noche, Ballyclose Manor ocupaba el primer puesto en la lista de «la casa más alta».

Pero con el elegante caballero acercándose a ella con gracia letal, centrar la atención en la dama en cuestión no era nada fácil.

Lady Fortemain, que todavía le aferraba la muñeca con aquella mano parecida a la garra de un pájaro, clavo la mirada en su cara.

– Querida, ya sé que la aviso con poca antelación, pero me encantaría que usted y su hermana, creo que alguien ha mencionado que tiene veintitrés años, asistieran a la merienda de la diócesis mañana por la tarde en Ballyclose.

Lady Fortemain soltó a Em y le sonrió de modo alentador.

– Siempre ha sido el deber de Ballyclose ofrecer las meriendas de la diócesis. Es mi nuera, como actual señora de la mansión, quien debería ejercer de anfitriona, pero como está muy ocupada con su floreciente familia, le echo una mano en todo lo que puedo. -Había un indicio de determinación en los ojos de la dama cuando sostuvieron la mirada de Em-. En realidad, consideraría un favor personal que ambas asistieran.

Em mantuvo una expresión educada y ambigua mientras pensaba a toda velocidad. Sospechaba que asistir a meriendas -incluso aunque fueran las de la diócesis-no era algo que las posaderas hicieran habitualmente. De hecho, había esperado que su presencia en los alrededores fuera, si no un secreto, sí algo ordinario, pero al parecer ser la posadera local no era compatible con pasar inadvertida.

Y no se hacía falsas ilusiones sobre la razón por la que las habían invitado a ella y a Issy a la merienda, pues sabía que serían la principal atracción del pueblo hasta que se saciara la curiosidad de los vecinos. Por otro lado había un hecho innegable que no era otro que, por lo que había podido averiguar tanto de Tallent como de otros clientes, Ballyclose Manor era con toda probabilidad el escondite del tesoro Colyton.

Tenía que determinar si existían sótanos en la mansión -aunque estaba segura de que los habría-, y luego buscar el momento adecuado para inspeccionarlos.

Una merienda informal sería la oportunidad perfecta para dar el siguiente y necesario paso en la búsqueda del tesoro.

Con una expresión clara y sincera, respondió a la sonrisa de lady Fortemain.

– Gracias, milady. Tanto mi hermana Isobel como yo estaremos encantadas de asistir a dicho acontecimiento.

– ¡Excelente! -Lady Fortemain se reclinó contra el asiento con una expresión resplandeciente-. Será a las tres. Cualquier persona del pueblo podrá indicarles el camino. -La mirada de la dama se desplazó a la izquierda-. ¡Jonas, muchacho! -Le tendió la mano-. Querido, mañana ofreceré la merienda de la diócesis. Sé que es inútil pedirles a los caballeros que vengan, pero sí le apetece estaremos encantadas de darle la bienvenida.

Brindándole una sonrisa absolutamente ambigua, Jonas se inclinó sobre la dama y le besó los dedos.

– Lo pensaré, milady.

En especial sí, como parecía, su posadera estaría allí.

– ¿Me disculpan? -Con una educada inclinación de cabeza hacia lady Fortemain y otra más breve hacia él, la posadera se alejó.

Después de intercambiar unas palabras animadas con la dama, Jonas la siguió.

Por supuesto, ella intentó desalentarle moviéndose sin cesar de un grupo a otro entre las mujeres. Con el pelo castaño, los ojos color avellana y el vestido marrón que llevaba puesto, la joven le recordaba a un gorrión…, por lo que suponía que él debía de ser un halcón.

Sonriendo para sí, Jonas siguió a la posadera por la estancia. Dado que la posada era de su propiedad, ella no podía librarse de él, pero si pensaba que iba a cogerle por sorpresa o que se movería con torpeza por ese ambiente, iba a tener que pensarlo mejor. Ése era su pueblo, donde había nacido y pasado la mayor parte de su vida. Cada una de las mujeres allí presentes le conocían y los años que había pasado en Londres sólo habían servido para hacerlo más interesante para las damas. Todas querían hablar con él mientras circulaba por el lugar.

Entre el cauteloso comportamiento que estaba teniendo y la multitud de gente que lo rodeaba, Jonas dudaba que fuera evidente su interés por Emily, incluso ante los observadores y sagaces ojos de Sweerie y la señorita Hellebore. Había demasiadas conversaciones, demasiadas distracciones y demasiado bullicio como para que alguien se molestara en observarlos a ellos ni siquiera un minuto.

A las nueve, algunos clientes habían abandonado el lugar pero habían llegado otros. El salón de la posada, para absoluta satisfacción de Em, estaba completamente lleno.

Su némesis había dejado de seguirla y deambulaba por un lateral de la estancia. Se movía entre la gente como si fuera el dueño del lugar, algo que, por supuesto, era. Con una mezcla de alivio e indudable decepción, pues al parecer sus emociones eran independientes de su razón, Em aprovechó la oportunidad para escabullirse a la cocina y comprobar con Issy y Henry que todo iba bien y que las gemelas estaban a buen recaudo en la cama. Luego se deslizó en silencio hasta el pequeño vestíbulo que conducía a su despacho y observó desde allí con ojo crítico a la gente del salón.

Cuando regresó de Seaton, Issy le informó del éxito que había tenido la posada por la tarde. Hilda y ella habían decidido cocinar unos bollos para venderlos en la merienda. Habían hecho bollos sencillos -con nata cuajada y con frambuesas-y bollos de pasas, y los habían puesto a la venta a las dos.

A las cuatro ya los habían vendido todos. Una mujer que iba camino de la rectoría entró y compró media docena de bollos de pasas para el señor Filing y una docena para su propia familia. El olor de los dulces llegó también a las personas que pasaban por la calle, que se animaron a entrar y comprar más. La doncella de la señorita Hellebore llegó corriendo para comprar unos cuantos para la merienda de su ama. Al parecer el delicioso olor que inundaba el aire había flotado desde la cocina de la posada hasta la casa de la señorita Hellebore, haciendo que se le hiciera la boca agua.

– Pasteles -había declarado Em en cuanto se lo contaron-para el almuerzo.

Era una conclusión obvia a la que también habían llegado Hilda e Issy.

Em observó a los hombres que, sentados o de pie, tomaban una cerveza junto a la barra del bar. La cocinera y sus ayudantes habían hecho para los bebedores nocturnos deliciosos sándwiches y pequeños y exquisitos pasteles, pero era difícil saber cuál de las dos cosas había tenido más éxito pues todo había desaparecido hacía un buen rato.

A pesar del pequeño tamaño del pueblo, la posada podía ofrecer menús completos.

Estaba considerando qué platos sería más apropiado servir mientras observaba distraída a la gente, cuando se dio cuenta de que había una cabeza que no veía. Volvió a escudriñar la estancia. Luego, confiando en la protección de las sombras, se puso de puntillas, pero aun así no le vio por ninguna parte.

Debía de haberse ido.

Sintió una profunda decepción. No quería que él le prestara especial atención, pero al menos podía haberle hecho algún comentario elogioso sobre los notables cambios en la posada, o sobre el aumento de los beneficios, que tanto Edgar como John Ostler le habían informado de que era considerable.

Pero al parecer, Tallent no lo había considerado necesario.

– ¿Regodeándose en privado de su triunfo?

Aquellas palabras fueron susurradas a su oído y una cálida sensación le atravesó la nuca, provocándole un estremecimiento interior.

Se volvió con rapidez. Él estaba en la puerta del despacho, con el hombro apoyado contra el marco de la puerta.

A treinta centímetros de ella.

Le fulminó con la mirada.

Él le lanzó una mirada perezosa en medio de la penumbra.

– Debo felicitarla, señorita Beauregard. -Desplazó la mirada hacia el salón abarrotado de gente-. La posada no ha visto una multitud como ésta en más de una década.

Volvió a mirarla a la cara. La sinceridad de su expresión dejó sin palabras a Em, que no pudo articular ninguna respuesta inteligente.

«Gracias. No me olvidaré de comunicárselo al personal», eso era lo que ella tenía que haber dicho. Pero sus ojos se trabaron en los de él, y de algún modo se vio envuelta en aquella cálida y vivaz mirada, y las palabras que él había murmurado se convirtieron en algo demasiado personal, demasiado íntimo, para ser respondidas con una frase formal.

Pasó un momento antes de que Em se diera cuenta de que no podía respirar. Antes de que notara que estaban juntos, apenas separados por unos centímetros en medio de la oscuridad y que, a pesar de la gente que había cerca de ellos, estaban solos a todos los electos. Nadie podía observarlos. Pasaban totalmente desapercibidos.

Por lo que la atención de él estaba centrada sólo en ella.

Y los sentidos de Em sólo lo abarcaban a él.

Ella sintió los labios cálidos, casi palpitantes.

Él entrecerró los ojos y bajó la mirada a su boca.

En respuesta, los labios de Em, palpitaron todavía más.

Podía sentir esas mismas palpitaciones en la yema de los dedos, como si algo despertara en su interior…

Le oyó emitir un suave suspiro casi inaudible, antes de enderezarse lentamente, haciendo que ella alzara la mirada a sus ojos.

Tallent curvó los labios en una suave sonrisa pesarosa.

– Buenas noches, señorita Beauregard.

La profunda voz sonó ligeramente ronca.

Él dio un paso atrás, alejándose de la puerta en dirección a la cocina.

La oscuridad le envolvió.

– Dulces sueños.

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