Em había logrado evitar a Jonas Tallent durante tres días seguidos, pero en un solo momento de debilidad, había permitido que hiciera amistad con las gemelas y que ganara méritos con Issy y Henry por ser todo un caballero y ofrecerse a acompañarlos a casa desde la iglesia.
Así que siguió evitándole con más firmeza si cabe durante los cuatro días siguientes, esperando que, de esa manera, dejara de observarla como un halcón. Emily no podía evitar sentirse como una paloma cuando él estaba cerca.
Pero Jonas siguió observándola. Cada vez que ella se daba la vuelta, parecía que él estaba allí. El oscuro peso de su mirada comenzaba a resultarle muy familiar.
Por fortuna, Jonas no podía leerle el pensamiento.
Se pasó los cuatro primeros días de la semana siguiente buscando la manera de colarse en el sótano de Ballyclose Manor. Algo que, como descubrió muy pronto, no era tarea fácil. Durante el día la casa estaba llena de actividad y no tenía ninguna posibilidad de buscar mientras la familia y el personal doméstico estuvieran despiertos. Inventar alguna historia para entrar en la casa podría haber funcionado; si hubiera podido elaborar una excusa creíble que le permitiera buscar en el sótano, la habría empleado, pero no se le había ocurrido ninguna mentira que pudiera resultar convincente. Así que no tenía más remedio que buscar cuando todos los habitantes de la casa estuvieran dormidos, lo que quería decir que tendría que introducirse en el sótano a través de las puertas exteriores que había visto anteriormente, mientras rogaba para sus adentros que no la descubrieran.
Estaría hecha un manojo de nervios.
Y lo peor era que si de verdad quería buscar el tesoro en esas circunstancias, tendría que hacerlo sola. Siempre había pensado que Issy la acompañaría o, para ser más exactos, que le guardaría las espaldas, pero había observado que su hermana pasaba todo su tiempo libre con el señor Filing, y Em no pensaba interferir de ningún modo.
Si Issy tenía alguna posibilidad de alcanzar algún día la felicidad con el párroco -un futuro que la propia Em querría para sí-haría todo lo que estuviera en su mano para alentar aquel romance. No pondría ningún obstáculo en el camino de su hermana.
Mientras todas aquellas dificultades para iniciar la búsqueda en el sótano de Ballyclose se acumulaban, Em decidió que antes de embarcarse en ningún plan peligroso y descabellado, algo que haría feliz a su alma Colyton, tenía que estar total y absolutamente segura de que Ballyclose Manor era realmente «la casa más alta» a la que se refería la rima.
La mañana del viernes, en cuanto vio que todo discurría en la posada según lo previsto, reunió los tres libros que había pedido prestados y se dirigió a Colyton Manor. Había examinado minuciosamente los tres tomos, pero aparte de una breve alusión a Ballyclose, y una leve referencia a Grange, no había nada con respecto a las casas que existían en el pueblo a finales del siglo XVI y principios del XVII, que era la época de la que provenía la rima.
«La casa más alta» sería la casa del miembro más importante del pueblo por aquel entonces, no necesariamente ahora. Por lo tanto Emily tenía que asegurarse de que la rima se refería a Ballyclose Manor y no a otra casa.
Subió por la carretera, dejando atrás las casas del pueblo, y alcanzó el bajo muro de piedra que bordeaba el jardín delantero de la mansión. El jardín era muy exuberante y estaba lleno de flores de todas clases, sobre todo rosales aunque también lavanda, madreselva e infinidad de arbustos en floración y enredaderas que se unían para formar una gloriosa paleta de color y aroma.
La puerta del jardín estaba en el centro, justo delante de la puerta principal de la casa, y tenía un arco enrejado en el que había un rosal trepador con grandes rosas color albaricoque que se balanceaban mecidas por la suave brisa. Abrió el portón y entró. Lo cerró y se detuvo para aspirar el aroma de las flores antes de continuar con aire resuelto hacia la puerta principal.
Fue el mayordomo, Bristleford, quien respondió a su llamada. Em esperó en el vestíbulo mientras él averiguaba si su ama podía recibirla.
Em echó un vistazo a su alrededor, buscando alguna prueba de una visita masculina, pero no encontró nada que indicara que su némesis estuviera allí. Su ropa provenía de Londres, y ella suponía que debía de estar acostumbrado a la moda londinense.
– Señorita Beauregard. -Phyllida Cynster apareció sonriendo en la puerta de la salita al fondo del vestíbulo-. Por favor, venga y únase a nosotros en la salita.
Em respondió con otra sonrisa y la siguió.
– He venido a devolverle los libros. -Le tendió los volúmenes a Phyllida.
– ¿Ha encontrado la información que buscaba? -Phyllida cogió los libros y dio un paso atrás, invitándola a entrar en la estancia.
– Pues he aprendido un poco -dijo Em, improvisando sobre la marcha-, pero todavía siento curiosidad por el pasado del pueblo y las casas de los alrededores, así como por las familias más importantes. -Se detuvo en seco al entrar en la salita, sorprendida al ver al marido de Phyllida, Lucifer Cynster, tumbado de manera desgarbada en el sofá con dos niños encima de él.
Al hombre no parecía importarle en lo más mínimo, pero apartó a sus hijos lo suficiente como para sonreír e inclinar la cabeza en un gesto cortés.
– Buenos días, señorita Beauregard. Espero que no le importe que estemos reunidos en familia.
Ella le devolvió la sonrisa.
– No, claro que no. -Uno de los niños se bajó del regazo de su padre, atravesó la alfombra y le cogió la mano.
Parecía tener cinco años. Le sacudió los dedos con fuerza.
– Soy Aidan.
– Y yo soy Evan -dijo el otro niño, que era más pequeño, desde encima de su padre.
La miraba con una amplia sonrisa y unos chispeantes ojos azul oscuro que rezumaban vitalidad y travesura.
– Estoy encantada de conocerte, Aidan. -Miró al otro lado de la estancia-. Y también a ti, Evan.
– Ahora que ya hemos hecho las presentaciones -dijo Phyllida-, quizá podríamos dejar que la señorita Beauregard se sentara. -Con un gesto de la mano, indicó a Em el enorme asiento acolchado que había junto a la ventana.
Em cruzó la estancia y se sentó. Aidan la siguió, esperó con gravedad a que ella se alisara las faldas y luego se subió al asiento para sentarse a su lado. A ella no le sorprendió que el hermano menor abandonara el regazo de su padre para unirse a ellos. Se sentó al otro lado, y luego deslizó una mano regordeta en una de las de ella.
Phyllida lo observó y abrió la boca para decir algo, pero Em adivinó sus intenciones y, capturando su atención, negó con la cabeza sonriendo.
– Está bien. Estoy acostumbrada a los niños.
No pudo ver a las gemelas a esa edad, algo que siempre lamentó.
Lucifer Cynster se incorporó en el sofá, adoptando una postura más convencional. Em calculó que debía de tener treinta y cinco años. Era un hombre alto y vigoroso, con el pelo negro y los ojos azul oscuro, que sus hijos habían heredado. Era, en su opinión, el segundo hombre más atractivo del pueblo y, como Jonas Tallent, un aura palpable de hombre no civilizado por completo envolvía sus hombros engañosamente elegantes.
– Phyllida mencionó -dijo él-que usted estaba interesada en la historia del pueblo.
Em asintió con la cabeza.
– Tengo por norma investigar la historia de las casas y familias de los pueblos en los que trabajo. En particular, me interesa la arquitectura del pasado. Es más que nada un pasatiempo, algo en lo que ocupar mi tiempo libre, pero a menudo descubro cosas útiles.
Phyllida había dejado los libros que Em les había devuelto en una mesita frente al sofá. Lucifer alargó la mano y los puso de lado para poder leer los títulos de los lomos.
– Tenemos libros más ilustrativos que éstos sobre el pueblo de Colyton. Echaré un vistazo antes de que se vaya. -Levantó la vista y le sostuvo la mirada mientas sonreía de una manera encantadora-. Pero antes cuénteme: ¿qué le parece Colyton en la actualidad?
– Muy tranquilo y acogedor. -Em soltó la mano de Evan cuando él se movió para bajarse del asiento-. Todo el mundo se ha portado muy bien con nosotros, por lo que nos hemos adaptado muy pronto al lugar.
– Sí, bueno, después de lidiar con Juggs, sus hermanos y usted son un gran alivio. -Phyllida hizo un gesto que lo abarcó todo-. No puedo describirle lo horrible que se volvió la posada. Después de que se muriera su esposa, hace más de ocho años, Juggs perdió el interés por todo, pero ese lugar era todo lo que conocía y se quedó.
– Y nunca se marchó -dijo Lucifer, retomando la historia-. A pesar de sugerirle nuevas empresas y actividades que podrían despertar su interés, nunca tomó en consideración nuestras ideas por más que intentamos convencerle. Su muerte, aunque prematura, fue una liberación para él y una nueva oportunidad para hacer revivir la posada y el pueblo. -Su encantadora sonrisa enterneció a Em-. Todos estamos muy satisfechos por la manera en que usted está revitalizando el lugar.
– Poder volver a contratar a Hilda y a sus sobrinas ha sido un golpe de suerte -dijo Em-. Gracias a ellas, y a Edgar Hills y John Ostler, ha sido posible poner en marcha la posada. De otro modo, todo habría resultado mucho más difícil.
Phyllida sonrió.
– Pero también ayuda el hecho de que usted proceda del campo y comprenda sus costumbres.
Definitivamente, aquélla era una pregunta capciosa.
Por fortuna para Em, Evan apareció en ese momento ante ella, dándole la excusa perfecta para evitar responder. Le había llevado un juguete de madera, uno con ruedas para tirar de él. Em vio por el rabillo del ojo que Phyllida abría la boca, pero que vacilaba. Ella hizo un gesto con la mano, indicándole que no pasaba nada. Abrió mucho los ojos y cogió el juguete con cuidado.
– ¿Es tu juguete favorito?
Cuando Evan asintió enérgicamente con la cabeza, Em se puso a examinarlo.
– Es muy bonito. -Se lo tendió al niño-. ¿Por qué no me enseñas cómo funciona?
Encantado, Evan lo hizo, haciendo rodar el juguete de un lado para otro sobre el suelo de madera.
Entonces, Aidan se bajó también del asiento y fue a buscar su juguete favorito, dos soldaditos de madera, para enseñárselo. Después de que Emily también le dijera lo bonitos que eran, el niño se sentó en la alfombra a sus pies.
Em no pudo evitar sonreír. Al levantar la vista, se encontró con la mirada curiosa de Phyllida.
– Me recuerdan a Henry a esta edad.
Phyllida sonrió al instante con absoluta comprensión.
Los tres adultos permanecieron sentados sonriendo a los dos niños cariñosamente durante un rato más. Luego, Em suspiró.
– Me temo que debo irme -dijo, poniéndose en pie-. Cuando uno dirige una posada, no se sabe qué tipo de eventualidad puede surgir en cualquier momento.
Lucifer y Phyllida se pusieron también en pie.
– Solía haber bastantes viajeros en la posada. -Phyllida la acompañó a la puerta de la salita.
– Eso he oído -respondió Em-. Espero conseguir que regresen ahora que la posada vuelve a disponer de camas limpias y a ofrecer las estupendas comidas de Hilda. Ya he comenzado a elaborar una lista de las cosas que necesito para que las habitaciones reluzcan. Hablaré con su hermano al respecto dentro de poco. -En cuanto tuviera una lista lo suficientemente larga para asegurarse de que la reunión se desarrollaba en un ambiente estrictamente de negocios.
Salieron al vestíbulo con Lucifer detrás de ellas.
– Espere, iré a buscar algunos libros sobre el pueblo para usted. -Al salir al vestíbulo, él señaló hacia la izquierda y la derecha, invitándola a mirar.
Ella lo hizo con curiosidad y, a través de las puertas abiertas, observó que había librerías en todas las estancias, incluido el comedor.
– Como puede ver -continuó él-, poseemos una amplia colección de volúmenes. Están organizados por temas. Hay libros de historia, de arquitectura y de jardinería. Cada tema está en estancias diferentes y algunos de ellos contienen secciones referentes a Colyton. Así que, para recabar toda la información que tenemos, hay que buscar en todas las ubicaciones posibles. Por ejemplo, los libros que ha leído son de la salita, y por lo tanto incluyen aspectos sociales más que de historia.
Em esbozó una pequeña sonrisa.
– Como mi investigación es sólo un pasatiempo, no tengo prisa.
Pero quería encontrar el tesoro cuanto antes mejor.
Lucifer asintió con la cabeza.
– En ese caso, veamos lo que encontramos entre los libros de historia y arquitectura. Están aquí dentro.
Le señaló lo que era, a todas luces, la biblioteca, justo a la izquierda de la puerta principal. Tras esperar un rato, observándole buscar en las abarrotadas estanterías, Phyllida se excusó con Em y regresó con sus hijos.
Cinco minutos después, Lucifer amontonó cuatro libros en los brazos de Em.
– En todos hay referencias sobre Colyton.
– Gracias. -Ordenó los libros y los colocó debajo del brazo.
Con elegancia felina, Lucifer la acompañó a la puerta principal. Em volvió a darle las gracias y luego, feliz pero impaciente, anduvo a paso vivo por el camino de entrada, atravesó el portón hasta la carretera y se encaminó de regreso a la posada.
Lucifer se quedó en la entrada, observándola partir. Cuando las casas le bloquearon la vista, cerró la puerta y regresó a la salita. Sus hijos le gritaron que se uniera a sus juegos. El asintió con la cabeza.
– Ahora voy.
Phyllida se había sentado en el sofá con una cesta llena de ropa de los niños que había que remendar. Se detuvo al lado de su mujer y le sostuvo la mirada cuando ella levantó la vista y arqueó las cejas.
– ¿Qué opina Jonas acerca del interés de su posadera por la historia del pueblo?
A Phyllida no le sorprendió la pregunta.
– Cree que está buscando algo. La última vez que hablé con él sobre el tema, pensaba que está buscando algo…, posiblemente en Ballyclose. -Le estudió la cara-. ¿Qué opinas tú?
Lucifer tenía una expresión seria.
– Creo que tiene razón y que la señorita Beauregard está buscando algo en una de las casas más importantes. Noté que dijo «casas» antes que «familias», cuando lo lógico sería que lo hubiera dicho al revés, y luego mencionó la arquitectura.
Phyllida frunció el ceño sin apartar la mirada de su cara.
– ¿Crees que ella es… bueno… una ladrona o algo por el estilo? ¿Deberíamos advertir a Cedric?
La expresión de Lucifer se relajó. Curvó los labios en una sonrisa y meneó la cabeza.
– No es necesario. Estoy absolutamente seguro de que la señorita Emily Beauregard no es una ladrona.
– Jonas piensa igual que tú.
– Qué sagaz -respondió Lucifer secamente-. Un ladrón no realiza su trabajo con una familia tan visible a cuestas. Ni se encarga de que el párroco local dé lecciones a su hermano.
Phyllida lo observó encaminarse a donde jugaban sus hijos antes de sentarse en el suelo y doblar las largas piernas para unirse a ellos.
– Me alegro… -dijo ella después de un momento-. Lo cierto es que me cae bien.
Lucifer asintió con la cabeza, ya distraído por las exigencias de sus hijos.
– Hay algo misterioso en todo esto, y Jonas tiene razón: la señorita Beauregard está buscando algo. Pero no hay duda de que descubriremos la verdad con el tiempo.
Em se apresuró a volver a la posada, entró con rapidez y subió corriendo a sus aposentos. Por suerte, no se encontró en el camino con ningún caballero curioso. Dejó los libros en una mesa y rezó para encontrar en alguno de ellos una referencia concreta que confirmara que Ballyclose era realmente la casa que buscaba.
Mantuvo los dedos sobre la cubierta del primer libro durante un buen rato, tentada a sentarse y ponerse a leerlo, pero ahora era la posadera e, incluso aunque sus deberes fueran casi todos administrativos, todavía consideraba prioritario estar en su despacho, en el salón o en la cocina, por si su presencia fuera necesaria.
Si el personal de la posada tenía alguna pregunta que hacerle, ella debería estar allí para responderla.
Entró en el dormitorio, ahora más alegre con un cubrecama de cretona que había encontrado en uno de los armarios de la ropa blanca, y dejó el bolsito en el tocador. Se sacudió las faldas, las alisó y miró su reflejo en el espejo.
– ¡Tonta! -Apartó los rizos que se le habían soltado del peinado con el que se había recogido el pelo. Suaves y ondulados, los mechones le enmarcaban la cara de una manera exquisita, pero ella sólo veía la desafortunada imagen de una mujer suave y delicada, por no decir frágil. Y ella no era así. Desde luego no era ésa la imagen que quería dar.
Le hizo una mueca al espejo.
– No tengo tiempo para esto. -Además, diez minutos después de que volviera a peinarse, los rizos se soltarían de nuevo.
Girando sobre sus talones, salió del dormitorio y bajó las escaleras.
Después de lanzar una mirada aprobatoria a la zona femenina del salón, ahora limpia como los chorros del oro con pañitos de encaje en las mesitas brillantes y cojines en casi todas las sillas, echó un vistazo al mostrador de la taberna, sabiendo que podía contar con que Edgar mantendría peí rectamente limpia aquella zona. Después se encaminó al comedor, fijándose en las mesas de caballete y en los bancos.
Pensó que habría que volver a pulirlos y encerarlos. Tendría que convencer a su patrón de que el coste bien merecía la pena, teniendo en cuenta que los clientes necesitarían un lugar agradable y cómodo donde degustar una buena comida.
Entró en la cocina, inspiró por la nariz y suspiró de placer. No hacía falta preguntar si todo iba bien, no con Hilda a cargo. Se detuvo para felicitar a la mujer por su buena labor antes de revisar la lista de suministros. Con dicha lista en la mano, se dirigió hacia su despacho.
– De verdad, señor, no tengo ni idea de dónde ha ido, pero la señorita Beauregard dijo que volvería pronto.
Em se detuvo antes de llegar al vestíbulo que conducía a su despacho. Lo que acababa de oír lo había dicho Edgar desde detrás de la barra de la taberna. Estaba claro que había un hombre preguntando por ella, pero Em no tenía ninguna duda de que se trataba de Jonas Tallent quien, como siempre, andaba pisándole los talones.
Entró en el oscuro vestíbulo y echó una ojeada a la barra, confirmando que era su némesis particular quien se encontraba apoyado contra el mostrador interrogando a Edgar, que estaba colocando sobre la barra los vasos limpios que se utilizarían a la hora del almuerzo.
Tallent tenía el ceño fruncido.
– ¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
– No sabría decirle con exactitud.
Em debió de moverse… o quizás él percibió su exasperación, porque su mirada se volvió hacia ella. Entonces, se enderezó.
Em entrecerró los ojos con un brillo feroz, luego se dio la vuelta y entró en el despacho.
La joven rodeó el escritorio, considerando prudente poner un mueble entre ellos. Se sentó y fingió estudiar la lista de suministros mientras intentaba contener su temperamento, recordándose que él era su patrón y que ella necesitaba el trabajo. La búsqueda del tesoro sería mucho más complicada si tenía que buscar otro empleo, ¿y dónde alojaría a sus hermanos mientras tanto? Ser la posadera de Red Bells era el trabajo perfecto para ella, y el hecho de que Jonas Tallent fuera un pesado no era razón suficiente para arriesgar su puesto.
Por supuesto, no podía dejar de preguntarse por qué la atención que el hombre mostraba hacia ella, incluso desde la distancia, la irritaba y desconcertaba, pero ésa era otra cuestión totalmente diferente.
Jonas llenó literalmente el umbral. Ella le observó desde debajo de las pestañas, pero fingió no darse cuenta de que estaba allí.
El se apoyó en el marco de la puerta y la miró.
– He estado buscándola, ¿dónde se había metido?
Em levantó la vista y arqueó las cejas con arrogancia.
– No sabía que teníamos una cita. En lo que se refiere a dónde he estado, como ya le he dicho repetidas veces, mis asuntos no son de su incumbencia.
Él suspiró.
– Debería decírmelo, así me evitaría tener que preguntar en el pueblo.
Las palabras «¡no se atreverá!» murieron en sus labios cuando lo miró fijamente a los ojos. Sabía sin duda alguna que aquel, demonio se atrevería a preguntar lo que fuera.
Exasperada, irritada y extrañamente nerviosa, Em se puso en pie.
– Para que lo sepa, he ido a devolverle a su hermana los libros que me prestó.
– Ya veo.
– En efecto, y ahora, si ya está satisfecho… -Em se interrumpió, recordando el debate anterior que había suscitado esa palabra.
Él esbozó una sonrisa lobuna.
– Todavía no.
Ella le fulminó con la mirada antes de rodear el escritorio con resolución.
– Si no le importa, tengo trabajo que hacer. -Blandió la lista ante él.
Aquello divirtió a Jonas, pero sabía que era mejor no demostrarlo. Ella era como un gorrión indignado. Dio un paso atrás para que la joven pudiera salir del despacho y la siguió cuando se dirigió furiosa hacia la cocina.
– ¿Ha aprendido algo de los libros?
– No. -Los pasos de Em vacilaron. Se detuvo, luego alzó la cabeza y rectificó mientras seguía su camino-. Quiero decir que los libros eran sobre historia local, y aprendí bastante sobre eso.
– ¿Pero no sobre lo que quería aprender?
Ella giró hacia un estrecho corredor de servicio, apenas del tamaño de una alcoba, y se detuvo ante la puerta de madera que había a la derecha. Agarró el picaporte y, girando la cabeza, le lanzó una mirada abrasadora.
– Señor Tallent…
– Jonas.
Em no podía entrecerrar los ojos más de lo que ya lo hacía; sus pechos subieron y bajaron bajo el corpiño del vestido color aceituna cuando respiró profundamente.
– Lo que pueda estar buscando… o no, no es asunto suyo.
Giró el picaporte y, tras abrir la puerta, desapareció en el interior de la habitación.
Alargando el brazo. Jonas sujetó la puerta que ella intentó cerrar de golpe. La rodeó con curiosidad y la abrió del todo, casi bloqueando el corredor, y observó el diminuto almacén que había ante él.
Era la bodega. Su enojado gorrión estaba revisando minuciosamente las botellas y pequeños toneles mientras fingía que él no estaba allí.
¿De verdad creía que adoptando esa actitud él desistiría y se iría de allí?
No obstante, había dejado pasar pacientemente una semana para que ella se acostumbrara a la idea de que no la perdería de vista con la esperanza vana de que la joven aprendería a confiar lo suficiente en él como para decirle lo que quería saber.
Para que le dijera lo que estaba buscando.
Resultaba evidente que había llegado el momento de poner en práctica una estrategia diferente.
El entró en la bodega, dejando la puerta abierta. Necesitaban luz y era poco probable que apareciera alguien por allí, y más teniendo en cuenta la gente que abarrotaba el salón para comprar los pasteles para el almuerzo.
La estancia apenas tenía tres metros de ancho, Jonas permaneció junto a la puerta y observó cómo ella comparaba la lista con el contenido de los estantes.
En silencio, ella se adentró más en el cuarto. Cuando llegó a los estantes del fondo, él dio un paso adelante.
– Se equivoca.
Ella continuó catalogando las botellas y no respondió de inmediato. Pero luego, le miró de reojo con el ceño fruncido.
– ¿En qué me equivoco?
El se detuvo a su lado, bloqueándole la salida.
– Se equivoca al pensar que me iré de aquí si sigue ignorándome.
Ella emitió un sonido de frustración y se giró para enfrentarse a él.
– El que sea su posadera no quiere decir que usted sea… -Em agitó las manos-responsable de mí.
Jonas frunció el ceño.
– No me siento responsable de usted. -Jonas se sintió algo indignado y lo demostró-. Por si no se ha dado cuenta, me siento atraído por usted… pensaba que eso había quedado claro. Y los caballeros como yo ayudan a las damas por las que se sienten atraídos.
Con los ojos clavados en los de él, Em respiró hondo.
– Pero también es indudable -dijo ella con voz tensa- que sólo porque sea su posadera no quiere decir que tenga que aceptar de buen grado sus atenciones.
El parpadeó, pero no apartó la mirada de ella.
– ¿No acepta de buen grado mis atenciones? -Como la joven no respondió de inmediato, él aclaró-: ¿No recibió de buen grado mis atenciones la última vez que nos besamos?
Em apretó los labios y alzó la barbilla.
– No sabía lo que estaba haciendo.
– Entiendo. -Entrecerrando los ojos, la estudió y añadió con suavidad-: No sabe mentir.
Em se sonrojó.
– ¡Yo no miento!
Ahora su posadera estaba apretando los dientes, Jonas no sabía por qué, pero se le había agotado la paciencia. Suspiró, alargó la mano hacia ella y la tomó entre sus brazos y… la besó otra vez.
Los labios de Em respondieron al instante, abriéndose suavemente bajos los suyos. Al darse cuenta de que se estaba rindiendo, ella intentó apartarse, intentó contenerse, pero aquella resistencia duró menos de un segundo, y volvió a entregarse a él, toda ternura y suavidad, dulce miel y tentación pura.
Si eso no era recibirle de buen grado, él no sabía lo que era.
Jonas sabía que estaba hambriento de eso, de ella, que se moría por saborear la dulzura de esa boca y su fresca inocencia.
Y la promesa, más sutil, de sus firmes labios, cuando ella se acercó más y le devolvió el beso sin restricciones.
Supo, mientras la estrechaba entre sus brazos, que ya era adicto a ella.
Em sabía con absoluta certeza, que no debería estar haciendo eso. Que sólo porque los labios masculinos estuvieran hambrientos no quería decir que tuviera que alimentarlos. Devolverle el beso, besándole a su vez aunque sólo fuera con una pizca del ansia que burbujeaba en su interior no sólo era desaconsejable, sino que era totalmente contraproducente.
Sólo serviría para que la persiguiera con más tenacidad. Sabía… sabía que tenía que apartarse, zafarse de los brazos que la rodeaban y poner espacio entre ellos…, pero en lugar de retroceder, de alejarse de él, se apretó contra su cuerpo y continuó besándole.
Un beso al que no podía renunciar.
Un beso que, de algún modo, significaba algo que ella todavía no alcanzaba a comprender.
Con los labios de Jonas sobre los suyos y envuelta entre sus brazos, el mundo se evaporó, y Em se sintió protegida y segura.
Cuando la besaba, Em sabía que él quería protegerla, pues sentía a través del beso que la deseaba de una manera posesiva, tan protector con ella que conseguía que todo aquello pareciera lógico y racional.
No sólo ese beso, sino todo lo demás que le hacía sentir. Los labios de Jonas era firmes y separaron los de ella; sus lenguas se encontraron y acariciaron de una manera lenta y sensual. A Em le dio vueltas la cabeza, con la atención centrada en la sutil comunión de labios y lenguas mientras él la exploraba y reclamaba.
Las sensaciones que él evocaba la envolvían y la atraían. La tentaban a explorar a su vez, a buscar algo más, a saber…
Él inclinó la cabeza a un lado y profundizó el beso. Ella entrelazó los dedos en el oscuro cabello de Jonas y lo agarró con firmeza, dándose cuenta al hacerlo de que en algún momento debía de haber levantado la mano para acariciar aquella masa oscura y sorprendentemente sedosa.
Se percató de que él la estaba impulsando a ir más allá, no sólo en el beso, sino hacia algo más.
Una reacción instintiva se abrió paso en su cabeza. La envolvió y la atravesó como un cuchillo.
Em se demoró sólo un instante más, saboreando la calidez de la boca masculina y el movimiento seductor de aquella lengua contra la suya; luego se apartó. Le soltó el pelo y apoyó la mano sobre el hombro de Jonas.
Una vez tomada la decisión, roto el beso, se apartó de sus brazos.
Jonas se lo permitió, pero la bodega no era demasiado grande y todavía estaban muy cerca el uno del otro cuando Em clavó la mirada en él. Si no lo miraba a los ojos, centraría la atención en su boca, y sabía de sobra a dónde les llevaría eso. Pero aun así, Em no pudo evitar sentirse fascinada por su penetrante y oscura mirada.
– ¿Va a decirme la verdad?
El tono ronco y áspero de su voz, irrumpió en su mente haciendo caer sus defensas y tentándola a…
Em parpadeó, luchando mentalmente para liberarse del embeleso que él le provocaba. Apretó los labios y sacudió la cabeza con decisión.
– No voy a decirle lo que estoy buscando, pues… no necesita saberlo. Pero le aseguro que no es nada ilícito.
Sosteniendo todavía con firmeza la lista en una mano, sintió en la otra un suave hormigueo que la impulsaba a acariciarle el pelo. Pero respiró hondo y se obligó a apartarse.
A retroceder y a alejarse de sus brazos en dirección a la puerta.
Entonces recordó algo, pero siguió caminando y le habló por encima del hombro.
– Y tampoco estoy buscando sus atenciones.
– No es necesario -sonrió él, siguiéndola-. Son suyas de todas formas. En cualquier momento, en cualquier lugar.
– No debería besarme cuando ya le he dicho que no deseo que lo haga -murmuró Em por lo bajo mientras abandonaba la bodega-. Ese no es un comportamiento demasiado caballeroso y usted es, por encima de todo, un caballero.
Asió la puerta y esperó a que él se uniera a ella, para poder cerrar la bodega.
El salió al corredor y se detuvo. La mirada que asomaba a sus ojos, clavados en la cara de Em, era la furia y frustración masculinas personificadas.
– Si lo que quiere es desalentarme, no puede pasarse el tiempo arrojándome guantes a la cara sin esperar que yo los recoja.
– ¿Arrojándole guantes a la cara? -Em permitió que una cínica incredulidad inundara su voz-. ¿A qué guantes se refiere?
Con gran atrevimiento, le plantó las manos en el pecho y le empujó a un lado.
Él le respondió al tiempo que se apartaba de la puerta.
– A todos. Eso sin mencionar -señaló con un gesto de la mano la bodega- que me besa como una hurí para luego decirme que no busca y acepta de buen grado mis atenciones. Si eso no es arrojar un guante, lanzarme retos, no sé lo que es.
– ¿Retos? -Em cerró la puerta y clavó los ojos en él, luego negó con la cabeza y le miró-. Tonterías. -La joven echó a andar por el corredor, regresando a la seguridad de las zonas más transitadas de la posada. Cuando llegó al vestíbulo, se burló-: Arrojarle guantes, lanzarle retos. De verdad que los hombres tienen unas ideas muy extrañas.
Jonas se detuvo y la observó dirigirse a toda prisa a la puerta de vaivén de la cocina, empujarla y entrar. Cuando la puerta se cerró con un balanceo, ocultándola de la vista, él negó con la cabeza con total incredulidad. Si Emily Beauregard pensaba realmente que él iba a darse por vencido, desistir y desaparecer de su vida, cuando le besaba de esa manera, tenía, desde luego, unas ideas mucho más extrañas que cualquiera de las que había tenido él.
Sin dejar de negar con la cabeza, giró sobre sus talones y se dirigió a la barra. Necesitaba una cerveza y uno de los deliciosos pastelitos de Hilda, y luego pensaría la mejor manera de enseñarle a la posadera cuál era realmente la situación entre ellos.
A la tarde siguiente, Em se encontraba supervisando el menú de la primera cena que se ofrecería en la posada en casi diez años.
Hilda e Issy habían estado trabajando en las recetas durante más de una semana. Em había aprobado la selección de platos el jueves, e Hilda y sus chicas estuvieron de acuerdo con su elección. La noticia se había extendido debidamente. El grato número de clientes que decidió honrar con su presencia la posada Red Bells el sábado por la tarde y probar los primeros platos que ofrecieron era la prueba fehaciente de que los lugareños habían renovado la confianza en la buena calidad del servicio de la posada.
La cena, toda la tarde en realidad, estaba camino de ser un rotundo, total y absoluto éxito. Em debería haber saboreado el triunfo, pero después de sonreír y charlar, recibir cumplidos y transmitirlos encantada a Hilda e Issy, cuando se retiró a las sombras se dejó llevar por el desaliento y su sonrisa se desvaneció.
No estaba de buen humor. Se sentía inusualmente derrotada, algo totalmente ajeno a su naturaleza Colyton.
Se había pasado la mayor parte de la noche anterior, y cada minuto que podía arrebatar a su atareado día, hojeando los libros que le habían prestado en Colyton Manor. Como Lucifer le aseguró, los cuatro libros contenían secciones específicas del pueblo de Colyton, de sus casas y sus estilos arquitectónicos. Por desgracia, ninguno de ellos hacía referencia a fechas concretas, ni siquiera a anécdotas o acontecimientos acaecidos antaño por los que poder deducir la auténtica edad de Ballyclose Manor.
Sir Cedric Fortemain y su esposa, Jocasta, junto con lady Fortemain, estaban entre los comensales degustando los mentís de la posada. Se habían mostrado gentiles y halagadores al llegar. Envuelta entre las sombras al pie de las escaleras, Em se preguntó si podía acercarse a Sir Cedric y preguntarle directamente la antigüedad de su casa.
Se figuraba que de esa manera obtendría la respuesta correcta sin más tardanza. El problema era que su interés suscitaría de inmediato un montón de preguntas. Preguntas que ella no quería responder y que le resultaría muy difícil evitar. Los Fortemain estaban muy bien considerados socialmente y eran un ejemplo a imitar, el tipo de gente que la posadera debería procurar tener a favor de ella y su familia. Lo último que querría sería que la malinterpretaran y la miraran con recelo.
Así que no podía preguntarles directamente y no se le ocurría otra manera de obtener la información que necesitaba.
La pesada carga de la derrota crecía cada vez más y arrastraba su ánimo al fondo del abismo.
Cruzó los brazos y lanzó una mirada malhumorada al otro lado del salón, encontrándose con los ojos oscuros de Jonas Tallent. Estaba sentado en el extremo más alejado de la barra. Había llegado hacía poco y lo más probable era que hubiera cenado en su casa antes de salir.
Desde el encuentro del día anterior en la bodega no habían coincidido, ni mucho menos hablado, pero supuso que él seguiría sin darse por vencido. No era sólo que estuviera vigilan do la -algo que, como había descubierto, la mayoría de la gente asumía que era debido a su trabajo en la posada-, sino que Em sospechaba que después del interludio del día anterior, él ya estaba haciendo nuevos planes. La observaba y la estudiaba de una manera algo diferente, como si estuviera evaluándola tanto a ella como a sus posibles reacciones.
Por extraño que pareciera, al ver que la observaba con la misma firmeza de siempre, sintió que la envolvía una oleada de renovado entusiasmo, que se le levantaba el ánimo y se revitalizaba su acostumbrado optimismo.
Tenía que existir algún modo de conocer la antigüedad, de Ballyclose Manor sin revelar las razones por las que quería saberlo. Sólo que no lo había descubierto todavía.
Y descubrir cosas era una de las materias en las que los Colyton destacaban.
Con las fuerzas renovadas, miró de nuevo a los clientes, prestando especial atención a los que estaban cenando. Decidiendo que todo estaba bien, se dio la vuelta y empujó la puerta de la cocina.
Hilda estaba sirviendo el último trozo de rosbif. Levantó la mirada hacia Em y sonrió ampliamente.
– No ha quedado ni una miga. Ni una gota en la cazuela de sopa de calabaza.
Em se detuvo a su lacio.
– También se ha acabado el cordero, por lo que veo. -Le dio a la mujer una palmadita en el brazo-. A todos les gusta tu manera de cocinar. -Vaciló y luego dijo-: Deberíamos hablar el lunes sobre el sueldo.
Al principio, habían convenido que les pagara el mismo salario que les pagaba Juggs, antes de que él ofendiera a Hilda exigiéndole que cocinara con productos poco frescos.
– La posada va mejor ahora -continuó Em-, y es gracias a ti y a tus ayudantes. Me parece justo que os suba el sueldo en consecuencia.
Hilda le lanzó una mirada sagaz.
– Creo que antes debería hablarlo con el señor Tallent, puesto que mi sueldo sale del bolsillo de él y no del suyo.
Em asintió con la cabeza.
– Por supuesto que hablaré con él, pero estoy segura de que se mostrará de acuerdo.
Lo que era otro punto a favor de Jonas Tallent, y ella no tenía ningún deseo de que le recordasen sus virtudes. Sería mucho más fácil ignorarle si tuviera pocas cualidades buenas.
Por el momento, sin embargo, la única mala cualidad que había detectado en él era su terquedad en seguir persiguiéndola a pesar de haberle dejado claro su desinterés. Reconocía que todo lo que le había, dicho era falso, por mucho que quisiera que fuera cierto, pero lo mínimo que él podía hacer era creerse sus mentiras.
Sólo Dios sabía lo difícil que le había resultado decirlas.
La sobrina de Hilda entró en la cocina para llevar al comedor el último pedido. Hilo a comenzó a recoger los platos.
Em la dejó con sus quehaceres y dio una vuelta por la amplia cocina. Lanzó una mirada al fregadero y sonrió al ver a tres jovencitas ocupadas fregando la primera tanda de platos. Parloteaban sin cesar mientras lavaban, secaban y apilaban los platos. Em no dijo nada, no vio ninguna necesidad, de interrumpir aquella animada charla.
Había dado ya un paso hacia su despacho, cuando, tras un estallido de risitas tontas, una de las chicas dijo:
– Asegura ser el historiador del pueblo, pero es algo difícil de creer viendo cómo viste.
Em se detuvo y dio un paso atrás.
Las chicas no se dieron cuenta y siguieron charlando ajenas a su presencia
– Sin embargo, tiene todos esos libros. -Hetta frotó un plato con un paño-. Maura, mi prima, conoce a la señora Keighley, que trabaja para él, y dice que tiene montones y montones de libros por todos lados, y que cogen más polvo del que ella puede limpiar.
– Tal vez -dijo Lily, la primera en hablar, con las manos sumergidas en el agua del fregadero-. Pero tener muchos libros no le convierte necesariamente en el historiador del pueblo. He oído decir que ese título correspondía al viejo señor Welham, que vivía en Colyton Manor antes de que muriese y viniera el señor Cynster.
– Bueno, yo he oído lo mismo -intervino Mar y, que no había hablado hasta ese momento-. Pero también recuerdo haber oído decir que el señor Coombe era una dura competencia para el señor Welham. Escuché sin querer que alguien se lo decía al señor Filing un domingo después del servicio, así que es posible que sea cierto.
Lily gruñó. Se había salpicado con espuma y se detuvo para secarse la punta de la nariz.
Em aprovechó ese momento para intervenir en la conversación.
– Hola, chicas. Tengo mucha curiosidad por saber más cosas del pueblo, y acabo de oíros mencionar a un tal señor Coombe que podría saber mucho de la historia de Colyton.
Las tres chicas se pusieron coloradas, pero cuando vieron que Em las miraba con más curiosidad que reproche, Mary asintió.
– Es el señor Silas Coombe, señorita. Vive en la casa que hay frente a la entrada del cementerio, justo donde el camino se desvía hacia la herrería.
Em sonrió.
– Gracias, hablaré con él. -Se volvió y, recordando lo que las jovencitas habían dicho, les preguntó-: ¿Cómo viste?
Las tres chicas se miraron entre sí; obviamente buscaban las palabras adecuadas.
– Es difícil de describir, señorita -dijo Mary.
– Brillante -dijo Hetta.
– Creo -dijo Lily frunciendo el ceño-que la palabra correcta es chillón. -Miró a las demás y éstas asintieron con la cabeza.
– Entiendo. -Em sonrió-. Entonces no será difícil dar con él.
– ¡Oh, no, señorita! -exclamaron las tres chicas a la vez.
– No tendrá ningún problema en absoluto -le aseguró Lily.
Agradeciendo la información con un gesto de cabeza, Em las dejó. Por primera vez ese día tenía una pista que seguir. Recordó vagamente haber visto a un hombre vestido de manera ostentosa -por no decir chillona- en la iglesia la semana anterior. Y el día siguiente era domingo.