CAPÍTULO 02

Em regresó caminando a paso vivo por el sendero que conducía de vuelta a Colyton.

Apenas lograba contenerse para no dar saltos de alegría. Había conseguido el trabajo. Había convencido al señor Jonas Tallent de que le diera el puesto de posadera a pesar del peculiar y desconcertante efecto que él había tenido durante todo el rato sobre sus, normalmente, confiables sentidos.

Sólo de pensar en él, de decir mentalmente su nombre, evocaba el recuerdo de aquella mirada tranquila que la había dejado sin aliento, de lo aturdida que se había sentido cuando se había quedado mirando aquellos insondables ojos castaños, no tan conmovedores como ella había esperado en un principio, sino vivaces, intensos y profundamente oscuros, poseedores de una tentadora profundidad que, en su fuero interno, ella había querido, inesperadamente, explorar.

Fue una suerte que él no se hubiera ofrecido a estrecharle la mano. No sabía cómo habría reaccionado si su contacto le hubiera afectado de una manera similar a su mirada. Podría haber hecho algo realmente vergonzoso y espantoso, como estremecerse de manera reveladora, o temblar y cerrar los ojos.

Por fortuna, no se había visto sometida a esa prueba.

Así que todo estaba bien -estupendamente bien-en su mundo.

No podía dejar de sonreír ampliamente. Se permitió el gusto de dar un pequeño saltito, una expresión de puro entusiasmo, antes de que aparecieran ante su vista las primeras casas del pueblo, que bordeaban la carretera que atravesaba de norte a sur el centro del Colyton.

No era un pueblo grande, pero era el hogar de sus antepasados, y eso ya decía mucho en su favor. Para ella tenía el tamaño correcto. Y se quedaría allí con sus hermanos. Al menos hasta que encontraran el tesoro.

Era lunes y estaba atardeciendo y, salvo ella misma, la carretera estaba desierta. Miró a su alrededor mientras caminaba hacia la posada, observando que había una herrería un poco más adelante, a la izquierda, y que algo más allá había un cementerio al lado de una iglesia, justo en el borde de la cordillera que constituía el límite occidental del pueblo. Un poco antes de la iglesia, el camino bordeaba un estanque de patos. Justo enfrente, se encontraba la posada Red Bells en todo su decadente esplendor.

Al llegar a un cruce de caminos, se detuvo para estudiar su nuevo lugar de trabajo. Exceptuando las contraventanas, que necesitaban una buena mano de pintura, el resto de la fachada delantera era aceptable, al menos por el momento. Había algunas mesas y bancos en el exterior, cubiertos por un montón de maleza, pero que aun así podrían ser útiles. También había tres jardineras vacías, algo que se podría rectificar con facilidad, y que quedarían muy bien en cuanto se les aplicara una capa de pintura. Había que limpiar los cristales de las ventanas y barrer el porche pero, por lo demás, la parte delantera podía pasar.

Observó las ventanas del ático. Al menos aquellas habitaciones tenían un montón de luz, o la tendrían en cuanto se limpiaran las ventanas. Se preguntó en qué condiciones se encontrarían el resto de las habitaciones, en especial las habitaciones de huéspedes que estaban en el primer piso.

Desplazó la mirada por el camino que se extendía ante ella, barriendo con la vista las pequeñas casas de campo que se encontraban enfrente hasta la casa de mayor tamaño, al final del sendero, la primera si uno entraba en el pueblo desde el norte.

Sospechaba que esa casa era Colyton Manor, la casa solariega de su familia. Su bisabuelo había sido el último Colyton que residió allí, hacía ya muchos años. Dudaba que quedara nadie con vida que pudiera recordarlo.

Tras un momento, sacudió la cabeza para librarse de esos tristes pensamientos y volvió a mirar la posada. Esbozó una sonrisa. Había llegado el momento de aliviar la preocupación de sus hermanos. Con una sonrisa más amplia y radiante, se dirigió a la puerta de la posada.

Estaban en la misma esquina donde ella los había dejado, con los baúles y las maletas amontonados cerca de ellos. No tuvo que decirles nada. Con sólo una mirada a su cara, las gemelas, de pelo rubio y angelicales ojos azules, comenzaron a soltar gritos de alegría impropios de una dama antes de correr hacia ella para rodearla con sus brazos.

– ¡Lo has conseguido! ¡Lo has conseguido! -Corearon al unísono, sin dejar de revolotear a su alrededor.

– Sí, pero ahora estaros calladitas. -Las abrazó brevemente y las soltó para acercarse a sus otros dos hermanos. Buscó los ojos azules de Issy con una expresión de sereno triunfo; luego, con una sonrisa más profunda, miró a Henry, que permanecía serio y taciturno.

– ¿Qué Tal ha ido todo? -preguntó él.

Henry tenía quince años que parecían cuarenta, y sentía el peso de cada uno de ellos. Aunque era más alto que Em, y también más alto que Issy, tenía el mismo color de pelo que su hermana mayor, aunque sus ojos eran dorados, no de color avellana como los de ella. Y sus facciones eran más fuertes que los delicados rasgos de sus hermanas.

Emily no necesitaba que él se lo dijera para saber que su hermano había estado preocupado porque alguien en Grange hubiera intentado aprovecharse de ella.

– Ha sido todo muy civilizado. -Ella sonrió de manera tranquilizadora mientras dejaba el bolsito en la mesa alrededor de la cual se habían reunido-. No había de qué preocuparse. Resulta que el señor Tallent, el hijo, no el padre, es quien se encuentra ahora a cargo de la posada. Y debo decir que el señor Jonas Tallent se comportó como un perfecto caballero. -En vista de que la noticia no había aliviado la preocupación de Henry, sino todo lo contrario, añadió suavemente-: No es joven. Diría que tiene algo más de treinta años.

Lo más exacto sería decir que rondaba la treintena, pero sólo con mencionar esa cifra, que para Henry de quince años era una edad inimaginable, logró hacer desaparecer la preocupación de su hermano.

Esperaba que para cuando conociera a Jonas Tallent, Henry se hubiera dado cuenta de que su patrón no planteaba ningún tipo de amenaza ni para ella ni para Issy. Y que, en realidad, Jonas Tallent no tenía nada que ver con los amigos de su tío.

Dejando a un lado el efecto que aquel hombre tenía sobre ella, algo de lo que él no tenía la culpa, dado que era producto de una sensibilidad sin precedentes por su parte, estaba totalmente segura de que

Jonas Tallent era el tipo de caballero que se regía por las reglas sociales y que, en lo que a las damas concernía, las seguía a rajatabla. Había algo en el, a pesar de lo nerviosa que había estado durante toda la entrevista, que la había hecho sentir completamente a salvo…, como si él fuera a protegerla de cualquier daño o amenaza.

Puede que le resultara un poco desconcertante, pero aun así lo consideraba un hombre honorable.

Sacó la nota doblada de Tallent del bolsito y la blandió para atraer la atención de sus hermanos.

– Tengo que entregarle esto al encargado de la taberna. Se llama Edgar Hills. La otra persona que trabaja en la posada aparte de él es el mozo de cuadra, John Ostler. Ahora… -Lanzó una mirada penetrante a las gemelas-espero que os comportéis bien mientras arreglo las cosas.

Las gemelas se sentaron obedientemente en un banco al lado de Issy que le lanzó una sonrisa irónica. Henry se sentó también en silencio y observó cómo, con el bolso en la mano, Em se dirigía al mostrador del bar,

Edgar Hills levantó la mirada cuando ella se acercó, con una leve expresión de curiosidad en la cara. Había oído las exclamaciones y los gritos de alegría de las gemelas, pero no había podido escuchar nada más. La saludó cortésmente con la cabeza cuando ella se detuvo ante la barra.

– Señorita.

Em sonrió.

– Soy la señorita Beauregard. -Le tendió el mensaje de Tallent por encima de la barra-. Estoy aquí para hacerme cargo de la posada.

Em no se sorprendió demasiado cuando él recibió las noticias con una mezcla de alegría y alivio. A su manera, suave y tranquila, le dio la bienvenida a ella y a sus hermanos a la posada, sonriendo ante el entusiasmo de las gemelas. Luego les enseñó el edificio antes de ofrecerse a subir los baúles y las maletas al ático.

Las siguientes horas estuvieron cargadas de alegría y buen humor, un final, a fin de cuentas, mucho más radiante y feliz de lo que Em jamás habría soñado. Las habitaciones del ático eran perfectas para sus hermanos. Issy Henry y las gemelas se las repartieron de manera equitativa y con una sorprendente buena disposición. Parecía el lugar ideal para todos.

En medio del aturdimiento general, Em se encontró instalada en unas habitaciones privadas. Edgar la condujo con timidez hasta una puerta estrecha en lo alto de las escaleras que partían de una de las salitas privadas hasta el primer piso. A la izquierda del rellano, había un amplio pasillo que recorría toda la longitud, de la posada con habitaciones para huéspedes a ambos lados, con vistas a la parte delantera y trasera de la edificación. La puerta que Edgar abrió se encontraba a la derecha, al fondo del pasillo. Eran los dominios del posadero, una amplia salita que conducía a un dormitorio de buen tamaño, con un cuarto de baño y un vestidor al fondo. Esta última estancia estaba conectada por medio de una escalera muy estrecha al pasillo que conducía a la cocina.

Después de enseñarle todas las habitaciones, Edgar murmuró que iba a buscar el equipaje y la dejó. Sola.

Em estaba sola, totalmente sola, algo que no solía ocurrir muy a menudo y, a pesar del profundo amor que sentía por sus hermanos, saboreaba esos momentos de soledad cada vez que surgían. Se acercó a la ventana de la salita y miró afuera.

La ventana daba a la parte delantera de la posada. Al otro lado de la carretera, las sombras púrpuras cubrían el campo. Más allá, en lo alto de la colina, la iglesia se recortaba contra el cielo todavía iluminado por el sol.

Em abrió la ventana de bisagras y aspiró el aire fresco y vigorizante con olor a pastos verdes y cultivos. La brisa de la noche trajo hasta ella el graznido seco y distante de un pato y el profundo croar de una rana

Issy ya se había hecho cargo de la cocina. Era ella quien cocinaba en la casa de su tío. Era mucho mejor cocinera que Em, y disfrutaba de los retos que suponía la preparación de un nuevo plato. En contra de lo que Emily esperaba, Issy le informó de que tanto el almacén como las despensas de la posada contenían algunos víveres, y que disponía de una variada colección de ingredientes para cocinar. En ese momento su hermana se encontraba en la cocina, preparando la cena.

Apoyando la cadera en el ancho alféizar, Em se reclinó contra el marco de la ventana. Tenía que encargarse de reabastecer por completo las despensas de la posada, pero sería al día siguiente cuando averiguaría dónde conseguir los suministros.

Edgar no residía allí, sino que se desplazaba todos los días desde la granja de su hermano en las afueras del pueblo. Le había preguntado sobre sus tareas; además de ayudarla en todo lo que pudiera, se mostraba encantado de continuar atendiendo el bar de la posada. Habían llegado fácilmente a un acuerdo. Ella se encargaría de los suministros, la organización y todo lo relacionado con el alojamiento y el servicio de comedor, mientras que el se haría cargo del bar y de reponer los licores, aunque sería ella quien se encargaría de conseguirlos.

Em le había pedido a Edgar que le presentara a John Ostler, que vivía en una habitación encima de los establos. Las cuadras estaban limpias; era evidente que allí no se había alojado ningún caballo durante mucho tiempo. John vivía para los caballos. Era un hombre tímido y reservado que parecía rondar la treintena. Debido a la escasez de huéspedes equinos en la posada, se había dedicado a echar una mano con los caballos en Colyton Manor.

Por él, Em se había enterado de que la mansión era, de hecho, la casa más grande del pueblo, y que actualmente era el hogar de una familia llamada Cynster. La señora Cynster era la hermana gemela de Jonas Tallent.

Lanzando una mirada a las profundas sombras, Em tomó nota mental de sus nuevos dominios. La posada sólo tenía una estancia pública, un salón que ocupaba toda la planta baja. La puerta principal se encontraba justo en el centro. La larga barra del bar se extendía más hacia la derecha, dejando un buen espacio a la izquierda, frente a la puerta de la cocina. Al lado de ésta, en ese extremo de la estancia, había unas escaleras. En el centro de las paredes laterales había unas grandes chimeneas con repisas de piedra.

En el salón público de la posada había, según sus cálculos, unos cuarenta asientos o más. Además de muchas mesas con bancos y sillas, incluido confortables sillones de orejas dispuestos en semicírculo alrededor de las chimeneas. Por otra parte, había un área a la derecha de la puerta principal algo más informal, con mesas redondas con bancos y sillas de madera a lo largo de las paredes. En la zona a la izquierda de la puerta, había, en cambio, bancos acolchados y sillas almohadilladas, y más sillones de orejas alrededor de mesas bajas. Un poco más allá, entre la chimenea y la puerta de la cocina, había mesas rectangulares con bancos; resultaba evidente que se trataba de la zona del comedor.

El polvo que cubría los asientos más cómodos y las mesitas bajas hacía sospechar a Em que esa área en particular -destinada probablemente a mujeres y gente de más edad-no había sido demasiado usada en los últimos años.

Esperaba que ese hecho cambiara ahora. Una posada como Red Bells debería ser el centro de vida del pueblo, y eso incluía a la mitad de la población femenina y a la gente de más edad.

Además, el hecho de tener tanto a mujeres como ancianos en la posada, ayudaría a mejorar el comportamiento de los hombres. Tomó nota mental de establecer algunas normas y hallar la manera de hacerlas cumplir.

Edgar ya le había dicho, en tono de queja, que la clientela de la posada había disminuido debido a la dejadez de su predecesor, un hombre llamado Juggs. Incluso los viajeros que solían parar regularmente en la posada, habían buscado, con el paso del tiempo, otros lugares donde alojarse.

Em tenía un arduo trabajo por delante para conseguir que la posada volviera a recuperar su antiguo esplendor. Para su sorpresa, tal desafío suponía todo un estímulo, algo que no se había esperado al llegar allí.

– Oooh, qué lugar más bonito -dijo Gertrude, Gert para la familia, entrando en la habitación con Beatrice, Bea, pisándole los talones, con una mirada igual de observadora que su gemela.

Henry apareció detrás de las gemelas, seguido de Issy, con un delantal y un paño entre las manos.

– La cena estará lista en media hora -anunció Issy con cierto orgullo. Miró a Em-. La cocina, una vez desenterradas las cazuelas y las sartenes, ha resultado ser una maravilla. Al parecer alguien había guardado los utensilios en el sótano. -Ladeó la cabeza-. ¿Has pensado en contratar personal para la cocina?

Levantándose del alféizar de la ventana, Em asintió con la cabeza.

– Edgar me ha contado que antes solían trabajar aquí una cocinera y varios ayudantes. Todos viven en el pueblo y es muy posible que todavía estén disponibles si queremos contratarles de nuevo. Le he respondido que sí. -Le lanzó a Issy una mirada firme-. Me gustaría que me echaras una mano con los menús y los pedidos, pero, una vez que todo esté en orden, no quiero que cocines a menos que se trate de una emergencia. -Issy abrió la boca para protestar, pero Em levantó una mano para silenciarla-. Sí, ya sé que no te importa, pero no te he sacado de la cocina de tío Harold para meterte en otra.

Desplazó la mirada por las caras de sus hermanos.

– Todos sabemos por qué estamos aquí.

– ¡Para encontrar el tesoro! -exclamó Bea con voz aguda.

Em se volvió, cogió la manilla de la ventana y la cerró. Las voces chillonas de las gemelas se oían desde muy lejos, y no quería que nadie más conociera la razón por la que estaban en Colyton.

– Sí -dijo ella, asintiendo con decisión-. Vamos a encontrar el tesoro, pero además vamos a vivir una vida normal.

Miró a las gemelas, que no parecían afectadas por su tono. Em las conocía muy bien.

– Ya hemos hablado de esto antes, pero por desgracia Susan descuidó vuestra educación. Puede que también seáis hijas de papá, pero hemos descuidado las bases de vuestra educación como señoritas. Issy, Henry y yo tuvimos institutrices que nos enseñaron. Y aunque por el momento no podréis tenerlas, Issy y yo misma nos encargaremos de que recibáis vuestras lecciones.

Las gemelas intercambiaron una mirada-lo que no era buena señal-antes de mirar a Em y asentir dócilmente con la cabeza.

– Está bien -dijeron al unísono-, probaremos a ver cómo nos va.

No había nada que probar, pero Em decidió dejar esa batalla para más adelante. Issy, con quien había estado hablando durante largas horas sobre la falta de educación de las gemelas, asintió en silencio con determinación.

Aunque todos eran Colyton, hijos del mismo padre, las gemelas eran producto del segundo matrimonio de Reginald Colyton. Si bien Susan, la madre de las gemelas, había sido una persona encantadora, una a la que Em, Issy y Henry habían tomado cariño, no había tenido la misma educación que ellos. Aquello no había importado mientras vivió su padre, pero después de que muriera, cuando las gemelas tenían sólo dos años, la familia se había separado. Harold Potheridge había sido nombrado tutor de Em, Issy y Henry, y se los había llevado a su casa, Runcorn Manor en Leicestershire, mientras que las gemelas, como era natural, se habían quedado con Susan en York.

Aunque Em e Issy habían mantenido correspondencia con Susan de manera regular, y las cartas que recibían de su madrastra siempre habían sido alegres. Después de que ésta muriera, las gemelas, huérfanas a los nueve años de edad, se habían presentado sin avisar en la puerta de Harold. Fue entonces cuando las dos hermanas mayores se habían dado cuenta de que las cosas no habían resultado tan alegres y dicharacheras como Susan les había hecho creer.

Al parecer, la boda de la que les había hablado no había tenido lugar.

Y las gemelas no habían recibido ninguna educación.

Em estaba resuelta a rectificar esto último y por fortuna, las gemelas eran Colyton, que eran personas de gran ingenio a las que no les costaba trabajo aprender cuando se aplicaban a ello.

Por desgracia, también eran autenticas Colyton en el sentido de que les gustaba explorar todo lo que veían, por lo que conseguir que se concentraran en las lecciones no era tarea fácil.

Em miró a Henry. A él no le costaba aprender. De hecho le encantaba; su manera de explorar el mundo iba mucho más allá de lo puramente físico.

– Preguntaremos en los alrededores y encontraremos un tutor para ti. No podemos consentir que te quedes sin recibir tus lecciones.

Con la seriedad que le caracterizaba, Henry asintió con la cabeza.

– Aun así, yo también ayudaré en la posada. Me parece lo más justo.

Em asintió con la cabeza, pero intercambió otra mirada con Issy. Las dos se asegurarían de que los estudios de Henry tuvieran prioridad sobre todo lo demás. Parte del acuerdo al que Em llegó con Harold hacía ya tiempo -un acuerdo del que Henry nunca había estado al tanto-, era que, a cambio de que su hermana y ella se ocuparan de la casa, Harold se encargaría de que Henry recibiera clases del vicario local, que había estudiado en Oxford y era un gran estudioso.

Era un acuerdo que Harold se apresuró a cumplir, pues de ese modo se aseguraba el mantener a Em y a Issy donde quería: ocupándose de la casa y de todas sus comodidades de manera gratuita. Así que Henry estaba camino de convertirse en el estudioso que siempre había querido ser. Pero necesitaba prepararse para entrar en la universidad, aunque todavía faltaran algunos años.

– Háblanos del tesoro otra vez -dijo Gert, saltando sobre uno de los sillones y levantando una nube de polvo.

Bea hizo lo mismo en el otro sillón, con idéntico resultado.

– Sólo si os quedáis quietas -dijo Em con rapidez. Como la historia del tesoro familiar era una que ninguno de sus hermanos se cansaba de escuchar, las gemelas se detuvieron de inmediato y clavaron los ojos en ella. Em le lanzó una mirada inquisitiva a Issy.

Su hermana le indicó con la mano que siguiera adelante.

– Tenemos mucho tiempo. La comida que he metido en el horno tardará un rato en estar lista.

Issy y Henry se sentaron en el sofá. 'lomando nota mental de sacudirlo y desempolvarlo antes de irse a dormir, Em lanzó una larga mirada a sus hermanos, antes de comenzar a hablar.

– Hace mucho tiempo… en la época de sir Walter Raleigh y los conquistadores españoles, uno de los Colyton, que era bucanero y poseía su propio barco, capturó un galeón español repleto de oro.

Continuó describiendo al capitán, a la tripulación, el viaje y la batalla, concluyendo la historia con la emocionante victoria de su ancestro.

– Como parte del botín, llevó a su hogar un cofre repleto de oro y joyas. Su esposa, que se había quedado en casa aquí en Colyton, le dijo que la familia ya era lo suficientemente rica; además sabía que si su marido y sus cuñados, todos ellos aventureros como lo son todos los Colyton, ponían las manos sobre el tesoro, lo malgastarían en más barcos que satisficieran su afán de aventuras. Así que sugirió que escondieran el cofre del tesoro en un lugar donde sólo los Colyton pudieran encontrarlo, para que las futuras generaciones pudieran recurrir a él en el caso de que se encontraran en grandes dificultades. La intención era mantener vivo el nombre de Colyton y la seguridad financiera de la familia, y todos se mostraron de acuerdo con ella.

Hizo una pausa y sonrió a las cuatro caras arrobadas que tenía delante.

– Así que ocultaron el tesoro aquí, en el pueblo, y el lugar donde está escondido se transmitió de generación en generación a través de una rima infantil.

– ¡Hasta llegar a nosotros! -exclamó Gert con una sonrisa radiante.

Em asintió con la cabeza.

– Sí, a nosotros. Somos los últimos Colyton y necesitamos el tesoro. Por eso hemos venido aquí, al pueblo de Colyton.

– El tesoro de los Colyton está oculto en Colyton -entonó Henry, comenzando a recitar la rima que todos conocían de sobra.

– En la casa más alta, en la casa de las alturas, en el piso más bajo -continuó Issy.

– Escondido en una caja que sólo un Colyton abriría -terminó Em para deleite de las gemelas.

– Y ahora que estamos aquí -indicó Bea-, vamos a encontrar el tesoro.

– Eso es. -Em se puso en pie-. Pero primero vamos a cenar y mañana pensaremos la manera de que Henry pueda continuar con sus estudios, y vosotras dos comenzaréis a estudiar con Issy mientras yo pongo la posada en orden. -Cogiendo a cada gemela de la mano, hizo que se levantaran de las sillas y las condujo hacia la puerta-. Ahora que estamos aquí y tenemos un lugar donde quedarnos, uno en el que estaremos perfectamente bien durante meses, todos tendremos cosas que hacer, así que será mejor que mantengamos nuestra búsqueda en secreto y que nos dediquemos a ella sólo en nuestro tiempo libre. Ahora que estamos aquí, no tenemos por qué apresurarnos.

– Mantendremos el tesoro en secreto -dijo Gert.

– Y mientras hacemos otras cosas, buscaremos el tesoro discretamente. -Em detuvo a sus hermanas menores en la puerta y miró fijamente los pequeños ojos brillantes-. Quiero que me prometáis que no os pondréis a buscar el tesoro, ni siquiera discretamente, sin decírmelo antes.

Esperó, sabiendo que sería inútil decirles que le dejaran toda la búsqueda a ella.

Gert y Bea esbozaron idénticas sonrisas.

– Te lo prometemos -corearon al unísono.

– Bien. -Em las soltó. Las gemelas bajaron las escaleras con estrépito mientras Em se volvía hacia Issy-. Ahora lo único que falta es darles la cena y meterlas en la cama.


A las ocho de la tarde, Em, satisfecha de que las gemelas, Henry e Issy estuvieran instalados en sus habitaciones y de haber limpiado todo el polvo que pudo de la suya, hizo la cama con sábanas limpias.

Luego abandonó la estancia. Le había dicho a Edgar que quería estudiar a los posibles clientes de la posada, aprendiendo de esa manera la clase de clientela que atendían y decidir en concordancia la comida más adecuada.

Bajó en silencio las escaleras principales, deteniéndose en el último descansillo, utilizando la ventajosa posición para escudriñar con rapidez el salón observando a los hombres apoyados en la barra y a las dos parejas de ancianos sentados en las mesas cerca de la chimenea apagada.

No hacía frío, pero pensó que un fuego cálido haría más agradable el ambiente. Continuó bajando las escaleras y añadió mentalmente leña a la lista de suministros.

Tras descender el último escalón fue consciente de las miradas furtivas que le lanzaban los clientes, aunque todos apartaron la atención de ella cuando echó un vistazo alrededor. Sin duda, debían de saber que ella era la nueva posadera. Sintiendo el interés y la expectación que despertaba, Em se ajustó el chal sobre los hombros, se dio la vuelta y entró en la cocina.

Atravesó la cocina vacía y salió al pequeño vestíbulo que había entre el fondo del bar de Edgar y el diminuto despacho del posadero. Ya había examinado aquel lugar antes; aparte de un montón de recibos viejos, no había encontrado ningún tipo de registro, factura o libro de cuentas…, nada que identificara a los proveedores con los que tenía que haber tratado Juggs.

Era un absoluto misterio cómo aquel hombre había dirigido la posada en el pasado, pero intentar desvelar aquel misterio era algo que no pensaba hacer hasta el día siguiente. Ahora se contentaría con aprender algo sobre los clientes de la posada.

Se detuvo ante la puerta del despacho, oculta entre las profundas sombras del vestíbulo, y volvió a mirar a los bebedores, creando una lista mental de las comidas por las que aquellos hombres estarían dispuestos a pagar y pensando en la mejor manera de tentar a sus mujeres para que frecuentaran una posada limpia y bien atendida.

Mentalmente, añadió a la lista un enorme frasco de cera de abejas, preferentemente con olor a limón o lavanda.

Estaba estudiando a una de las parejas de ancianos sentados a una de las mesas, cuando sintió una abrumadora presencia a su espalda a la vez que le bajaba un escalofrío por la columna.

– Hector Crabbe. Vive en una pequeña casa al sur del pueblo.

Em reconoció aquella profunda voz al instante, a pesar de que no era nada más que un susurro en su oído. Fue el orgullo lo que la hizo cruzar los brazos bajo los pechos para no ceder al impulso de darse la vuelta. Se obligó a hablar con normalidad.

– ¿Quién es Crabbe?

Hubo un momento de silencio, sin duda mientras él esperaba que ella reconociera su presencia más apropiadamente. Como Em no movió ni un solo músculo, él respondió:

– El que lleva barba.

– ¿Está casado?

– Creo que sí. -Em casi pudo oír sus pensamientos antes ele que se decidiera a preguntar-: ¿Por qué quiere saberlo?

– Porque -dijo ella, que cedió finalmente a su primer impulso y lo miró por encima del hombro-me preguntaba si podría tentar a la señora Crabbe y a otras como ella para que vinieran a la posada de vez en cuando y utilizaran el salón como un lugar de reunión.

Em se volvió, casi sin aliento, hacia el salón, luchando contra la repentina aceleración de su pulso. Los seductores ojos masculinos estaban tan cerca que, incluso en la oscuridad, se había sentido atraída hacia ellos.

– ¿Sabe por casualidad dónde se reúnen las mujeres del pueblo?

Cuando él respondió, Em percibió un deje de interés en su voz.

– No sé si lo hacen.

Ella sonrió, y volvió a mirarle por encima del hombro.

– Mucho mejor para nosotros.

Jonas la miró a los ojos, sintiendo de nuevo el poder de aquella devastadora sonrisa.

No estuvo seguro de si se sintió decepcionado o aliviado cuando, después de sostenerle la mirada brevemente, ella se volvió hacia el salón.

– ¿Quién es el hombre con el que habla Crabbe?

Se lo dijo. Ella fue preguntándole sobre los clientes, pidiéndole que le dijera los nombres, las direcciones y el estado civil de cada uno. A Jonas le sorprendió y le desconcertó que ella pudiera ignorar con total facilidad la atracción que parecía existir entre ellos. Incluso habría dudado de que la joven la hubiera notado siquiera si no fuera porque la oyó contener el aliento al mirarlo por primera vez y la vio agarrarse los codos con firmeza, como si estuviera buscando algo en lo que apoyarse.

Jonas podía comprenderla. Estar tan cerca de ella, entre las oscuras sombras, inspirar el olor que emitía su piel y su pelo brillante, le hacía sentirse ligeramente mareado.

Lo que era muy inusual, jamás había conocido a una mujer, ni mucho menos a una dama, que atrajera su atención de una manera tan intensa casi sin ningún esfuerzo.

Aunque sin ningún esfuerzo era la definición más adecuada, Jonas era plenamente consciente de que ella no había intentado, al menos por ahora, atraerlo de esa manera.

Alentarlo.

El cielo sabía que ella estaba haciendo todo lo posible para no alentarlo en absoluto.

Era una pena que él fuera todavía más terco de lo que intuía que era ella.

En cuanto le dijo los nombres de todos los clientes, ella se dio la vuelta y le lanzó una rápida mirada a la cara.

– He examinado el despacho, pero no he podido encontrar ningún libro de cuentas de la posada. De hecho, no he encontrado ningún tipo de registro. ¿Están en su poder?

Jonas no respondió de inmediato, pues su cerebro tenía problemas para asimilar la pregunta ya que estaba demasiado ocupado considerando las brillantes posibilidades de la posición en la que se encontraban. El vestíbulo era pequeño y estrecho, y estaba relativamente oscuro. Se había detenido justo detrás de la joven y, ahora que ella se había dado la vuelta, la parte superior de su cabeza apenas le llegaba a la clavícula. Para mirarle a la cara, ella tenía que echar la cabeza hacia atrás y levantar la vista, por lo que quedaban tan cerca el uno del otro que sí él respiraba hondo, las solapas de su chaqueta le rozarían los pechos.

Jonas la miró directamente a los ojos. Incluso en la oscuridad podía percibir la batalla que ella libraba consigo misma para poner distancia entre ellos, aunque permaneció inmóvil.

El silencio se extendió, incrementando la tensión entre ellos, hasta que Jonas se rindió, dio un paso atrás y señaló la puerta del despacho.

Ella pasó con rapidez junto a él y cruzó la diminuta estancia hasta situarse detrás del escritorio, dejando que la gastada mesa se interpusiera entre ellos. No se sentó, pero observó cómo él llenaba el umbral.

Jonas no dijo nada, se quedó allí de pie, observando a la joven que lo miraba con el ceño fruncido.

Entonces recordó la pregunta y apoyó un hombro contra el marco de la puerta antes de responderle.

– No existen libros de cuentas ni registros, al menos de la última década, Juggs no creía que fuera necesario dejar constancia de nada por escrito.

El ceño de la joven se hizo más profundo.

– Entonces ¿cómo sabía cuáles eran las ganancias?

– No lo sabía. El acuerdo que tenía con mi padre era pagarle una renta fija al mes, disponiendo del resto de las ganancias para sí mismo. -Vaciló y admitió-: Mirándolo retrospectivamente, no fue, desde luego, el acuerdo más inteligente. A Juggs no le importaba si la posada tenía éxito o no, así que trabajaba lo suficiente para pagar el alquiler y nada más. -Sonrió-. El trato que hemos hecho nosotros es mucho mejor.

Ella carraspeó levemente y se dignó a sentarse, hundiéndose en la desvencijada silla que había detrás del escritorio. Parecía un tanto abstraída.

Jonas la observó fingir que le ignoraba, aunque la señorita Beauregard sabía de sobra que él estaba allí.

– Los suministros -dijo ella finalmente, alzando la mirada hacia él-. ¿Hay algún lugar donde la posada tenga una cuenta?

– Hay un comerciante en Seaton que se encarga de suministrar todo lo necesario a la hacienda. Debería hablar con él y decirle que anote los gastos de la posada a la cuenta de Grange.

Ella asintió con la cabeza, entonces abrió un cajón del escritorio y sacó una hoja en blanco y un lápiz. Dejó el papel sobre el escritorio y sostuvo el lápiz entre los dedos.

– Tengo intención de hacer una amplia oferta culinaria en la posada. Cuando la gente sepa que servimos comidas, vendrán y se convertirán en clientes regulares. -Tomó algunas notas antes de hacer una pausa para repasar lo que había escrito-. Creo -dijo ella sin levantar la mirada-que podemos conseguir que la posada se convierta en el centro de reuniones del pueblo. Que no sólo vengan aquellos que quieren tomarse una cerveza al terminar la jornada laboral, sino que sea frecuentada durante todo el día. Un sitio donde las mujeres puedan charlar mientras toman una taza de té, y las parejas puedan venir a comer. Todo eso, mejorará en gran medida los ingresos de la posada, y de ese modo se incrementarán las ganancias. En cuanto al alojamiento, pienso ocuparme de mejorar las habitaciones y hacerlas más confortables. Quiero que todos los huéspedes sepan que aquí ofrecemos algo más que un sitio donde beber cerveza.

Ella había estado escribiendo sin parar, haciendo una larga lista mientras hablaba, pero ahora levantó la mirada hacia él con un reto definitivo en los ojos.

– ¿Aprueba mis ideas, señor Tallent?

Quiso decirle que le llamara Jonas. Se quedó mirando aquellos ojos brillantes, sabiendo que ella tenía en mente un desafío más amplio del que suponía la posada.

No le había pasado desapercibido que ella le había incluido en su monólogo. No sabía si había sido aposta o no, pero que hablara en plural le recordó que la necesitaba allí, como posadera de Red Bells. Y que si quería que se quedara allí, que se encargara de la posada, algo que estaba cada vez más seguro que ella era capaz de hacer, entonces no podía permitirse el lujo de ponerla nerviosa, empujándola a marcharse.

Aunque la señorita Beauregard estaba más a la defensiva que nerviosa, con todas las defensas alzadas y se negaba a admitir la atracción que existía entre ellos.

Jonas podía atravesar esas defensas con facilidad; todo lo que tenía que hacer era entrar en el despacho, cerrar la puerta y… Pero no era el momento de arriesgarse a hacer tal movimiento. Además, seguía sin saber qué era lo que la había llevado hasta allí, qué era lo que la había conducido a ser su posadera. Y hasta que lo supiera…

Jonas se apartó de la jamba de la puerta y ladeó la cabeza.

– Sí, señorita Beauregard. Sus ideas me parecen buenas. -Curvó los labios en una sonrisa-. La dejaré trabajar en paz. Buenas noches, señorita Beauregard.

Ella se despidió con un regio gesto de cabeza.

– Buenas noches, señor Tallent.

Él se dio la vuelta y abandonó el despacho sin mirar atrás.


Era más de medianoche cuando Em subió las escaleras para dirigirse a su habitación. En la cocina había encontrado una vela, una que duraría toda la noche. No es que le diera miedo la oscuridad, pero si podía remediarlo, prefería disponer de luz.

La oscuridad le recordaba la noche en la que murió su madre. No sabía por qué exactamente, pero si permanecía mucho rato a oscuras, tenía la impresión de que un peso, un peso creciente, le aplastaba el pecho, haciendo que le costara trabajo respirar, hasta que era presa del pánico y tenía que encender una vela.

Al entrar en sus aposentos, vio que la luz de la luna se reflejaba en la alfombra. Había dejado las cortinas abiertas, por lo que apenas necesitaba más luz. Dejó la vela en el tocador y se acercó a la ventana. Se detuvo delante y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad exterior.

La plateada luz de la luna se derramaba sobre el paisaje, iluminando los árboles y los arbustos, haciendo que el campo pareciera un mar embravecido. En contraste, la superficie del estanque de patos parecía un trozo de negra, pulida y brillante obsidiana, cuyas sombras cambiaban por la leve brisa, rizadas por la luz de la luna. En lo alto de la colina, como un vigilante centinela, la iglesia se erguía sólida y majestuosa, recortada contra el cielo nocturno.

Em respiró hondo. Permaneció inmóvil ante la ventana, permitiendo que la invadiera una insólita paz.

Se negó a pensar en Jonas Tallen, ni en el desafío en el que se había convertido la posada. Se negó incluso a pensar en la búsqueda del tesoro de la familia.

En medio de la oscuridad de la noche, sintió cómo la calma, la serenidad y algo más profundo, más fuerte y duradero, la inundaba.

Tranquilizándola.

Cuando finalmente se dio la vuelta, cogió la vela y se dirigió a su nueva cama, sintiendo como si por fin hubiera vuelto a casa.


A las diez de la mañana del día siguiente, Em salió por la puerta principal de Red Bells. Acompañada de Henry, que caminaba a su lado, subió con paso enérgico el camino que conducía a la iglesia, con el campo a la izquierda y las casitas a la derecha.

Se había puesto su sombrerito dominical, lo que era de rigor cuando se visitaba la rectoría. Esa misma mañana, Edgar le había sugerido que hablara con el párroco, el señor Filing, sobre los estudios de Henry.

La cocina de la posada había resultado sorprendentemente acogedora cuando se habían reunido allí para desayunar. Issy había hecho tortitas, y el té que encontraron en una de las despensas había resultado ser muy bueno.

Edgar apareció a las ocho para abrir la puerta y barrer la taberna. Cuando Em le había comentado en tono de decepción que le extrañaba la ausencia de clientes a esas horas, él le informó que rara vez se presentaba alguien antes del mediodía.

Y eso era algo que tenía que cambiar.

A las nueve, Em había hablado y contratado a Hilda, la mujer que antes se había encargado de la cocina y que no tardó en intercambiar recetas con Issy, lo que había sido una buena señal. Y también había contratado a dos chicas, sobrinas de Hilda, para que la ayudaran en la cocina. Además había empleado a las robustas hijas de un primo de Hilda, Bertha y May, que, desde ese mismo día, se encargarían de la limpieza.

Como le había dicho a Jonas Tallent, ofrecer buenas comidas encabezaba su lista de prioridades. En cuanto resolviera el tema de los estudios de Henry, se encargaría de la imperativa tarea de reabastecer las despensas de la posada.

Hacía un buen día. Una brisa ligera agitaba los extremos de las cintas de su sombrerito y los lazos de la chaquetilla verde que se había puesto encima del vestido de paseo de color verde pálido.

Acababan de dejar atrás el estanque de patos cuando escuchó unas fuertes pisadas a su espalda.

– Buenos días, señorita Beauregard.

Ella se detuvo, tomó aliento para sosegar sus sentidos y se dio la vuelta.

– Buenos días, señor Tallent.

Cuando sus miradas se encontraron, Em se dio cuenta de que tomar aliento no había servido de nada. Sus sentidos se negaban a calmarse y seguía conteniendo el aliento. El llevaba una chaqueta de montar y unos pantalones de ante que se ajustaban a sus muslos antes de desaparecer en el interior de las brillantes botas de montar.

Después de un rato, Jonas miró a Henry.

Quien lo estudiaba atentamente y estaba a punto de salir en defensa de su hermana.

– Permítame presentarle a mi hermano Henry. -Se volvió hacia Henry y dijo-: Este es el señor Tallent, el dueño de la posada.

Em esperaba que su hermano no se olvidara de la educación recibida y recordara la necesidad de ser cortés con su patrón.

Jonas se encontró mirando una versión más joven y masculina de su posadera. Tenía la misma mirada clara que la joven aunque los ojos no eran exactamente del mismo color. El muchacho era alto, casi le llevaba una cabeza a su diminuta hermana, y era larguirucho, aunque no cabía duda de que eso cambiaría muy pronto. Aun así, era imposible no percibir la relación familiar, lo que explicaba -por lo menos para Jonas, que tenía una hermana-la expresión casi furiosa en los ojos de Henry Beauregard.

Jonas le tendió la mano y le saludó con un gesto de cabeza.

– Henry.

El jovencito parpadeó, pero estrechó la mano que le tendía, saludándole también con la cabeza.

– Señor Tallent.

Jonas le soltó y miró a su hermana.

– ¿Han salido a tomar el aire o tienen algún destino en mente?

Era evidente que se trataba de eso último. Ella estaba caminando con el paso brioso de alguien que tuviera un destino en mente. La señorita Beauregard vaciló un segundo antes de responder.

– Nos dirigimos a la rectoría.

Em se volvió y reanudó la marcha. Él no tardó en ajustar su paso al de la joven, mientras que Henry se situaba al otro lado de ella.

– Si van a ver a Filing, deben saber que la carretera es el camino más largo. -Señaló un sendero que cruzaba los campos en dirección a la rectoría-. Por ahí es más rápido.

Ella inclinó la cabeza, agradeciéndole la información, y se desvió hacia el sendero que le indicaba. Cuando puso un pie en el camino de tierra, él alargó el brazo para tomarla del codo.

Él sintió el escalofrío que la recorrió y su calidez en las puncas de los dedos.

«Cuando se sienta segura», se dijo a sí mismo, recordando la decisión de no ponerla nerviosa -al menos por el momento-, y la soltó a regañadientes.

Ella se detuvo y le miró, el camino ascendente hacía que sus ojos quedaran al mismo nivel. Apretando los labios, la joven asintió con la cabeza.

– Gracias. Desde aquí podremos encontrar el camino solos, no es necesario que se moleste más por nosotros.

El sonrió, mostrándole los dientes.

– No es ninguna molestia. Yo también voy a ver a Filing.

– ¿De veras? -Una firme sospecha brillaba en los ojos de la señorita Beauregard.

– Tenemos que resolver unos negocios -le informó sin dejar de sonreír. Le hizo señas para que siguiera andando.

Frunciendo el ceño, ella se dio la vuelta y reanudó la marcha cuesta arriba.

El la siguió y, consciente de que Henry le estaba observando, clavó la vista en el camino. El muchacho se mostraba muy protector hacia su hermana. Resultaba evidente que no se fiaba de él, aunque había más curiosidad que recelo en sus ojos.

Em también era consciente de que Henry evaluaba a Jonas Tallent, y en ese sentido, se encontró, inesperadamente, sin saber qué hacer. Aunque no tenía intención de alentar a Tallent para que se preocupara por ella o por su familia, era dolorosamente consciente de que durante los últimos ocho años Henry había carecido de un mentor masculino. Su tío, desde luego, no había ejercido el papel de su padre. Henry necesitaba una guía masculina -un hombre al que pudiera admirar-y, aunque Filing podía impartirle lecciones, dudaba que un párroco pudiera llenar ese otro vacío, menos tangible, pero no menos importante.

Sin embargo, Jonas Tallent, sí podría hacerlo.

Dejando a un lado el inquietante efecto que él tenía sobre sus estúpidos sentidos, no había observado nada en él que pudiera ofendería. De hecho, su estatus, social y financiero, era equivalente al de su hermano. O, mejor dicho, al que su hermano tendría algún día.

Tallent sería un buen modelo a imitar para Henry.

Suponiendo, claro está, que ella no descubriera puntos negativos en su contra.

El sendero que atravesaba los campos tenía una cuesta pronunciada, y estaba bordeado por vallas y rocas. La ascensión fue lenta, pero Em no tenía ningún motivo para darse prisa.

– ¿Es costumbre -le preguntó finalmente-que los párrocos se involucren en los negocios?

Había un tono divertido en la voz de Tallent cuando respondió.

– No es lo habitual, pero en Colyton comienza a ser una costumbre.

El comentario no tenía mucho sentido, por lo menos para ella. Lo miró con el ceño fruncido.

– ¿Qué quiere decir?

– Filing lleva las cuentas de la Compañía Importadora de Colyton -Jonas decidió que ella no tenía por qué saber que la compañía tenía sus orígenes en el contrabando-. Fue creada por mi hermana gemela, Phyllida, hace algunos años. Después de que ella se casara, yo asumí el papel de supervisor, pero es Filing el que lleva al día los registros de las importaciones de la compañía, y quien arregla los pagos con la oficina de recaudación en Axmouth.

– ¿Qué bienes importa la compañía?

– En estos momentos importamos vinos y coñac franceses. -Igual que durante los últimos años-. El coñac y los vinos que se sirven en la posada son suministrados por dicha compañía.

Ella permaneció en silencio durante un buen rato antes de hablar.

– Me parece un negocio extraño para un pueblo tan pequeño.

Jonas no pudo evitar salir en defensa de su gemela.

– Es la solución que Phyllida encontró para poner fin a las revueltas que provocaba el contrabando, por lo menos aquí -le explicó-. Además, cuando las familias perdieron los ingresos que generaba el comercio ilegal, Phyllida convirtió la misma tarea en una empresa legítima. Poco a poco, con el paso de los años, se ha convertido en algo más tradicional. Ahora se descarga la mercancía en los muelles y los bienes se guardan en los almacenes que la compañía construyó en Axmouth para tal fin. Desde allí se distribuyen los toneles y barricas hasta las tabernas y posadas más cercanas.

Em arqueó las cejas sin apartar la vista del camino. A él no le sorprendió cuando ella hizo hincapié en el meollo de la cuestión.

– Crear esa compañía fue la manera de conseguir el equilibrio, pero se ha convertido en mucho más.

Era una declaración, no una pregunta. La señorita Beauregard parecía asumir el concepto… y aprobarlo.

Tanto mejor. Ante ellos apareció el portón de la rectoría. Jonas lo abrió y dio un paso atrás, indicándoles a Emily y a Henry que siguieran el camino antes de atravesar él mismo la puerta y volver a poner el pasador.

Em observó la rectoría que estaba a unos metros de ellos.

– ¿Cómo es el señor Filing? ¿Qué edad tiene?

– Es algo mayor que yo, de unos treinta y pocos. Es un hombre sensato con una educación excelente. Nos sentimos afortunados de tenerlo aquí. Más o menos heredó el puesto. Descubrió que le gustaba el pueblo y se quedó.

Tallent dirigió su respuesta más para Henry que para ella. El muchacho asintió con la cabeza, agradeciendo la información. Tallent miró al chico con curiosidad, sin duda haciendo conjeturas sobre qué tema tenían que hablar con el párroco, pero no hizo ningún comentario ni preguntó nada al respecto.

Por supuesto, dado que subía los escalones del porche de la rectoría detrás de ellos, lo sabría enseguida.

Ante un gesto de Em, Henry tiró del cordón de la campanilla.

La puerta se abrió con rapidez, dejando claro que el hombre que los recibió les había visto subir.

Em se encontró mirando unos bondadosos ojos azules que destacaban en una cara agradable, pálida y bien conformada. Filing -Em supuso que debía de ser él-era un poco más alto que la media, aunque no tanto como Tallent, y también era un poco menos fornido que éste. Tenía el pelo castaño y, tanto el cabello como la ropa -una chaqueta gris y un chaleco claro sobre unos pantalones color café-, estaban escrupulosamente limpios, al más puro estilo conservador de cualquier clérigo.

Tallent había dicho que lo consideraba un hombre sensato; Em no veía ninguna razón para cuestionar dicha afirmación.

La joven le saludó cortésmente con la cabeza.

– Buenos días; el señor Filing, supongo. -Cuando él asintió con la cabeza, mirándola con aire expectante, Em continuó-: Soy la señorita Beauregard. -Agitó una mano vagamente por encima del hombro, abarcando tanto a Tallent como la posada que ahora quedaba abajo-. He aceptado el puesto de posadera en Red Bells, y me preguntaba si podría hablar con usted para que le diera clases a mi hermano Henry. -Con otro gesto, señaló a su hermano que estaba al lado de ella.

Filing sonrió.

– Señorita Beauregard. -Miró a Henry y le tendió la mano-. Henry.

Después de estrechársela, Filing volvió a mirar a Em. -Es un placer conocerla, señorita Beauregard. Por favor, entre y hablemos del tema con más tranquilidad.

Dio un paso atrás para dejarles pasar. Em se movió hasta lo que parecía ser la sala de la parroquia, mientras que Filing miraba al caballero que estaba detrás de ella. -Jonas. Gracias por venir.

– Joshua. -Tras estrechar la mano de Filing, Tallent cruzó el umbral.

Cuando Em se dio la vuelta, él la estaba mirando.

Jonas le brindó una sonrisa, pero le habló a Filing.

– No tengo prisa, así que no me importa que hables primero con la señorita Beauregard. Sé que tiene cosas que hacer.

Era algo que ella no podía negar, en especial a él. Em miró con los ojos entrecerrados la bien parecida cara de Tallent, pero resolver el tema de las clases de Henry no era un asunto confidencial, y su patrón ya sabía para qué estaban allí.

Ella inclinó la cabeza en un gesto glacial.

– Gracias, señor Tallent -dijo, luego centró la atención en Filing, describiéndole los estudios que Henry había realizado hasta la fecha y lo que esperaba lograr en los años siguientes.

La opinión que le merecía Filing subió algunos puntos cuando, después de escuchar todo lo que ella le contó, se volvió hacia Henry y le preguntó directamente sobre sus gustos, aficiones y aspiraciones.

Henry, que solía ser un joven muy reservado, perdió la timidez con rapidez. Em los observó en silencio, escuchando las acertadas preguntas de Filing y las respuestas de su hermano sobre diversos temas; el intercambio de opiniones y experiencias hizo que la joven asintiera para sus adentros. Filing sería un buen mentor.

Henry y él convinieron que Henry regresaría esa misma tarde a las dos en punto con todos sus libros, y que Filing y él idearían un plan cuyo objetivo, como Em había reiterado, sería conseguir entrar en Pembroke, la universidad a la que su padre había asistido en Oxford.

– Allí tenemos nuestros contactos, por supuesto -dijo ella, girándose hacia la puerta-. Sabemos que si Henry obtiene las calificaciones requeridas, habrá un lugar allí para él.

– Excelente.

Filing la acompañó hasta la puerta. Henry se despidió de Tallent con un gesto de cabeza y luego la siguió.

Em se detuvo en la puerta y se volvió hacia Filing.

– Deberíamos hablar sobre sus honorarios.

Filing la miró con una expresión que era una mezcla de dicha y bondad.

– Si no le importa, le sugiero que dejemos el tema para más tarde, una vez que Henry y yo decidamos definitivamente las clases que deberá tomar. -Filing miró a su hermano-, Henry está muy adelantado, y puede que sólo necesite un poco de guía en vez de una enseñanza activa, algo que estaré encantado de proporcionarle.

Em asintió con la cabeza.

– De acuerdo, resolveremos este asunto más adelante.

Consciente de la presencia de Tallent junto a la ventana -como si sus nervios fueran a permitirle lo contrario-, la joven se giró hacia él y se despidió con una inclinación de cabeza.

– Buenos días, señor Tallent.

Él curvó los labios e inclinó la cabeza cortésmente.

– Señorita Beauregard.

Em alzó la cabeza y salió por la puerta de la rectoría. Filing los acompañó al porche.

Después, el párroco regresó al interior y cerró la puerta. Se reunió con Jonas delante de la ventana. En amigable silencio, observaron cómo Emily Beauregard y su hermano tomaban el sendero que atravesaba el campo.

– Qué curioso -murmuró Filing, cuando los perdieron de vista. Jonas soltó un bufido.

– Una posadera cuyo padre asistió a Pembroke, y que está empeñada en que su hermano siga sus pasos. Definitivamente, no es una posadera común y corriente.

– Como mínimo provienen de una familia acomodada, ¿no crees?

El asintió con la cabeza.

– Eso como mínimo. Y antes de que me lo preguntes, no tengo ni idea de qué están haciendo aquí, pero la señorita Emily Beauregard es, ciertamente, la nueva posadera de Red Bells.

– No puede hacerlo peor que Juggs.

– Eso es precisamente lo que pienso yo.

Filing negó con la cabeza y se apartó de la ventana.

– Es una familia fascinante… ese muchacho es muy perspicaz.

– Igual que su hermana.

– ¿Son sólo ellos dos? -Filing se dirigió al comedor, en cuyo gabinete guardaba los últimos registros de la Compañía Importadora de Colyton.

– No, hay más. -Jonas hizo memoria-. Hay otra hermana de veintitrés años, así como unas gemelas, que tal vez tengan doce años, aunque creo que son algo más jóvenes.

Cuando Filing arqueó las cejas inquisitivamente, Jonas negó con la cabeza.

– Es una larga historia sin importancia. -Señaló los documentos que Filing había cogido-. ¿Son ésas las licencias?

– Sí. Son tres.

Se sentaron a la mesa y durante un rato permanecieron enfrascados en las últimas formalidades requeridas para mantener la compañía en orden legalmente.

Cuando terminaron con el papeleo, Filing apiló los documentos y los dejó a un lado.

– El próximo barco debería atracar en el puerto de Axmouth la semana que viene.

Jonas se levantó y asintió con la cabeza.

– Hablaré con Oscar y me aseguraré de que esté al tanto.

Filing le acompañó a la puerta y salió con él al porche. Los dos se detuvieron y observaron, hombro con hombro, la posada.

Filing se movió como si se dispusiera a volver adentro.

– Henry estará conmigo toda la tarde. Te informaré de cualquier cosa que descubra sobre la familia.

Jonas asintió con la cabeza y comenzó a bajar los escalones del porche.

– Mientras está contigo, pienso interrogar yo mismo a la preciosa señorita Beauregard… Ya te contaré si descubro algo interesante. A punto de girarse hacia la puerta, Filing se detuvo. -Está en guardia contigo.

– Lo sé. -Jonas sonrió mientras bajaba los escalones-. Pero creo que conozco la manera de conseguir que baje la guardia.

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