Fue Edouard quien recuperó milagrosamente su caballo y me montó en él, con las piernas ensangrentadas. Lo sé porque él me lo dijo, pues debido al dolor abrumador, y a que había pasado de la Presencia de la Diosa a la mortalidad más descarnada, solo podía chillar el nombre de Luc. Con la mejilla apretada contra la sobreveste empapada de sudor del caballo, recuerdo que intenté deslizarme al suelo para regresar con mi Amado, pero Edouard me lo impidió.
El entrechocar del metal, una y otra vez, tan cerca de mis oídos que mis dientes castañeteaban. Tuve la impresión de que se prolongaba durante horas, en tanto yo, presa de un delirio agónico, me esforzaba por ver a Luc, al menos por sentir su presencia, saber que el intento de resurrección se había visto coronado con el éxito.
Nada. No sabía si vivía o estaba muerto.
Por fin, me desmayé a causa del dolor (es paradójico que no pueda curarme a mí misma, ¿verdad?). Desperté en una posada lejos de Poitiers, en una cama, con Edouard y Geraldine sentados a cada lado.
Sonreí a Geraldine, contenta de volver a verla, pero su expresión, por lo general dulce, era severa y en sus ojos percibí tanta rabia, dolor y decepción que mi sonrisa se desvaneció, y emití un grito de pánico.
Cuando dirigí la Vista hacia mi Amado, y luché por averiguar dónde y cómo estaba sentí…
Nada. Casi nada. Antes le veía con la claridad de una llama brillante, pero en aquel momento solo sentí los últimos jirones de humo de la mecha extinguida. Es el fantasma de su espíritu, pensé, y rompí a llorar con amargura.
– Sí, llora -dijo Geraldine con voz desprovista de compasión-. Llora, porque el Enemigo se ha apoderado del espíritu de Luc y solo tú puedes liberarle. Llora, y jura por la Diosa que nunca volverás a enfrentarte sola al Enemigo hasta que hayas plantado cara al miedo más grande. Solo entonces podrás liberar a tu Amado de una eternidad de desdicha.
Pensé en aquel devorador de almas temerosas, en todos aquellos, perecidos en las llamas, que había devorado, para acrecentar así su poder. Mis lágrimas cesaron, y juré.
Jamás permitiría que el Enemigo se apoderara del espíritu o la magia de mi Amado.
Así regresé al convento, y Geraldine y la madre Madeleine me cuidaron durante meses. El dolor y la sensación de derrota amenazaban a menudo con vencerme, así como la culpa por escuchar a mi corazón en lugar de a la Diosa. Mi estupidez, mi engreimiento, habían costado todo a Luc, pero hice de tripas corazón. Solo había una cosa que hacer: encontrar su espíritu y liberarlo de las garras del Enemigo.
Durante ese tiempo trabajé con cautela bajo la tutela de Geraldine con el fin de recuperar mi Visión, pero por más que lo intentaba no Veía nada de Luc (solo sentía un jirón fantasmal de su presencia, como el humo de un fuego extinguido) ni del Enemigo.
Durante meses no pude caminar sin ayuda, pero viajé mucho, pues envié mi Visión por todo el mundo: Luc de la Rose… ¿Adonde has ido? Amigos, templarios, ¿habéis visto a Luc de la Rose, en esta vida o en la siguiente?
Nadie le había visto. Ni siquiera Edouard, que se había refugiado en nuestro convento disfrazado de monje laico, descubría el rastro del sobrino con el que había estado tan unido.
– Está muerto -sollozaba-. Tal vez tendría que haberme quedado con él, tal vez…
Pero recobraba la razón y recordaba que, si no me hubiera rescatado, casi con toda seguridad yo habría muerto.
Transcurrió el tiempo. Probé muchos métodos mágicos, en el vientre del convento, en el Círculo, rodeada de mis hermanas y Edouard, pero todo fracasó. Daba la impresión de que el alma de mi Amado se había consumido por completo.
Durante el mismo tiempo trabajé en el Círculo para enfrentarme al futuro Enemigo, aquel vacío de todos los vacíos que había visto durante mi primer Círculo con Noni, y también cuando Jacob me inició. Y cada vez, cuando la imagen acababa de formarse, gritaba de terror y no Veía nada más.
De todos modos, sabía qué me esperaba fuera de la seguridad del Círculo.
No tengo excusas por tanta cobardía.
Después, al cabo de más de un año de investigar, de confiar, de convivir con el fracaso, me senté una tarde a descansar al sol, después de trabajar un rato en el jardín del convento. El aire era agradable aquel día, portador de un frescor que preludiaba el otoño, pero al sol se estaba bien. Cerré los ojos y alcé los ojos al cielo.
En aquel jardín que olía a tierra fresca y rica, adornado con las enredaderas de los guisantes y los abanicos verdes desplegados de los puerros, me fue permitido saber que el alma de mi Amado oscilaba entre el bien y el mal. Había llegado el momento de su crisis. Había llegado el momento en que necesitaría más a su compañera, o su mismísima esencia sería consumida por el Enemigo. Pero mi Visión era deficiente. No conseguía encontrarle, ayudarle.
Con humildad, recordando mi equivocación, recé a la Diosa.
Me rindo. Abandono dolor, miedo y esperanza. Abandono corazón y mente a Vos. Abandono incluso la búsqueda de mi Amado, hasta el momento en que quieras revelármelo, y abandono mi terror al Enemigo futuro. Fuera cual fuese el destino que creí mío, lo deposito en vuestras manos.
Incliné la cabeza en señal de sumisión, pero el calor del sol permaneció en mis mejillas. De hecho, el calor se extendió por todo mi cuerpo, como si la Diosa me hubiera rodeado en sus brazos, y me sentí henchida de una compasión tan grande que en mi corazón no quedó espacio para otra emoción.
En tal estado de dicha, de completo abandono y aceptación, regresé a aquel momento de mi primera iniciación, cuando Jacob estaba a mi lado mientras contemplábamos el globo oscuro que giraba, invadido por las caras de aquellos miembros de la Raza que habían rechazado su herencia. En su interior se agazapaba el horror que yo había presentido esperándome fuera de aquel primer Círculo con Noni: el vacío de todos los vacíos, la negación de la negación, la suma de toda desesperación.
Y oí de nuevo la voz hermosa y profunda de Jacob: «Temen lo que sois. La tragedia, señora, es que la mayoría desean hacer el bien, pero hasta una fuerza tan poderosa como el amor, cuando se tiñe de miedo, solo puede conducir al mal».
Ay, qué bien comprendí ahora aquellas palabras, porque mi angustiado amor solo había perjudicado a mi Luc.
Jacob estaba conmigo, en aquel mismo momento, en el jardín, tan seguro como que había estado conmigo aquella noche de mi iniciación. Sentí su amor y apoyo como cuando, juntos, contemplábamos aquel ominoso y remolineante pozo de negrura…
Que se vació de repente.
El miedo amenazó con apoderarse de mí, como cada vez que se producía aquella confrontación. Pero esta vez mantuve mi corazón afianzado con firmeza en la compasión de la Diosa. Esta vez me apoyé en su fuerza, en la de Jacob, en la mía, y fijé la vista en el vació cuando una imagen empezó a formarse.
Pues no era más que un hombre, el rostro oculto por la capucha de su hábito. Mientras yo miraba, alzó las manos, las mangas resbalaron hacia abajo y revelaron unos brazos musculosos pero pálidos, y poco a poco se bajó la capucha.
La oscuridad cubría sus facciones, pero cuando se echó la capucha hacia atrás, la sombra se alzó levemente, como un velo, y reveló una barbilla cuadrada, labios firmes, mejillas fuertes, ojos claros. Un hombre atractivo, este futuro Enemigo, cuya expresión franca no traicionaba doblez, aunque su porte y sus ojos hablaban de poder sublimado. Pronto, muy pronto, sería más poderoso que cualquier miembro de la Raza, incluida yo. Pronto sustituiría a mi antiguo Enemigo y pondría fin a nuestra estirpe. Porque era uno de la Raza, poseído por sus asombrosos poderes. Y cuando el Enemigo más viejo muriera, el más joven consumiría todo el poder que había acumulado de las almas robadas, que sumaría a sus capacidades naturales.
Así se transformaría en el Enemigo más temido en toda la historia de la Raza.
Ese era el peligro que yo había visto hacía tantos años, de niña, porque él enviaría todos los fuegos implacables que acabarían con nosotros. Mi destino siempre había sido detenerle a cualquier precio; mi destino, enfrentarme a él sola. No era una amenaza. Aún no, aún no. Pero pronto…
Al Verle no me permití el menor temor, culpa ni nerviosismo. Solo compasión, calma y un renovado sentido de mi destino.
De repente, una niebla se elevó de mi Visión y le Vi con claridad, por primera vez en un año, aquel al que buscaba con tanta desesperación: un joven al borde de un precipicio, con el alma supeditada a este nuevo Enemigo, que pronto, muy pronto, se consumiría por completo… a menos que yo acudiera al rescate.
Sentí un horror inexpresable, y al mismo tiempo alivio, júbilo, amor radiante.
– Está vivo -susurré, pero solo la Diosa me oyó.
Está vivo, vivo y en Aviñón. El Señor de mi Raza, mi Amado, mi Luc de la Rose.
Vivo y en Aviñón, guarida del Enemigo antiguo y del nuevo, donde aguardaba nuestro destino común. Era su prisionero, le habían despojado de sus poderes, maniatado su mente.
Si había ido a Poitiers temiendo por la suerte de mi Amado, fui a Aviñón por mandato de la Diosa.
¿Estaba mi corazón menos comprometido? ¿Menos atormentado por el pensamiento de que mi Amado no tardaría en ser corrompido por el Enemigo? Ah, no. Pero accedí a actuar solo por compasión, no movida por egoísmo o amor temeroso.
El actual Enemigo era influyente, pues poseía al Señor de la Raza pero, como me había enfrentado a mi último miedo, nuestros poderes eran parejos. En ciertos momentos era capaz de verle con claridad, en otros no. Pero sabía que debía tomar la precaución de permanecer en presencia de la Diosa, de lo contrario me sentiría.
Cabalgué sola día y noche, y doté a mi caballo de fuerza y visión sobrenaturales. No dije nada a mis templarios, pero aquellos sensibles a los susurros de la Diosa y a la llamada del destino me siguieron, por si podían ser de ayuda.
No Veía nada del resultado. Como ya he dicho, la contienda entre el Enemigo y yo estaba igualada, y por lo tanto era impredecible, así como la opción que tomaría mi Amado. El peligro que nos acechaba a mí y a Luc era grande, pero lo dejé en las manos de la Diosa, y me dirigí con presteza a la ciudad más santa de Francia.
¿Qué voy a decir sobre la ciudad? Es el cielo y el infierno. Nunca he pasado por calles más estrechas y sucias, ni visto más putas, bergantes, mendigos y charlatanas reunidos en un solo lugar (dicen que en Aviñón hay tantos relicarios con un mechón de pelo de María Magdalena, que si se pusieran seguidos darían la vuelta al mundo, y tantos dedos pertenecientes a san Juan Bautista que debía ser un monstruo agraciado por Dios con doce brazos).
Del mismo modo, jamás he visto tanta belleza, tanta grandeza, tanta riqueza. Residen más armiños en Aviñón que en el resto del mundo, dicen, y ahora doy fe de ello. Cuando llegué, dejé que la Diosa me guiara hasta la gran plaza que hay delante del palacio papal, y contemplé la gloriosa exhibición de galas: los nobles con sus sedas y brocados color canario, pavo real y púrpura, los guardias del Papa con uniformes azules como el ancho Ródano, los cardenales con sus sombreros carmín de ala ancha y sus pieles blancas como la nieve.
Frente a mí se alzaba el Palais des Papes, aquella magnífica cacofonía de piedra, construida sobre un precipicio que caía hasta las orillas del Ródano. Alto como una catedral, era mucho más extenso. De hecho tenía el tamaño de una propiedad real, lo bastante grande para albergar a centenares de personas, y sus muros macizos incluían docenas de chapiteles y torrecillas. Y esos muros daban a una inmensa plaza.
Cuando me acerqué al palacio papal, mi corcel tembloroso como si presintiera que el Mal residía allí, vi una plataforma.
Una plataforma para inquisidores, y delante de ella una berma de ejecución. Recordé el cadalso que había visto tantos años antes en mi Tolosa natal, cuando era una niña de cinco años con trenzas, en una carreta con mi Noni, papá y mamá, y nuestros vecinos Georges y Therèse. Aquella plaza era mucho más limpia, con menos gente y menos esplendor.
Porque en Aviñón, hileras de guardias papales, ataviados con gorras, blusas y espadas de hierro formaban un círculo continuo alrededor de la plataforma y la berma. La plataforma era permanente. No se trataba de un cadalso de madera erigido a toda prisa, sino de una estructura de madera pintada y dorada con mimo y adornada con volutas, gárgolas e imágenes de santos. Habían extendido un toldo a rayas rojas y amarillas para proteger a los que se sentaban allí -en bancos almohadillados cubiertos de brocado escarlata-, de los nubarrones que presagiaban una inminente tormenta.
Era la faceta de Aviñón que se presentaba al público: belleza decadente.
Pero con ella llegaba el hedor omnipresente a aguas fecales, el más repugnante que había percibido en mi vida, como si bajo aquella capa rutilante de galas y colores la ciudad se estuviera pudriendo como un cadáver ataviado con elegancia en pleno verano.
Sobre la plataforma dorada, sentados cómodamente en los bancos almohadillados, había tres hombres. «Dos cuervos», como habría dicho mi Noni, dominicos con hábitos negros, las capuchas echadas hacia atrás para exhibir el forro blanco, y un pavo real, un gran cardenal con ropa talar de seda roja deslumbrante, ribeteada de armiño blanco en el cuello, los puños y el dobladillo. Atendiendo a la gravedad de su misión había desestimado el sombrero de ala ancha en favor de un simple gorro.
Dos cuervos y un pavo real. El pavo real era el Enemigo, y el cuervo más joven y apuesto, el futuro Enemigo.
Y entonces, como la Sybille niña que se había puesto de puntillas en el carro, vi por fin a mi Amado.
Un único prisionero, empujado por un guardia, subió a la berma. Era joven, casi esquelético debido a meses de encarcelamiento y hambre, entorpecido por grilletes y cadenas en los tobillos y las muñecas. Aunque su cuerpo estaba pavorosamente debilitado, su ánimo permanecía firme, pues aunque cada paso era una agonía, su porte revelaba orgullo.
¿Había sido alguna vez apuesto? Imposible decirlo, teniendo en cuenta la ira de Dios desatada sobre sus facciones. El puente de la nariz estaba medio aplastado entre los ojos, y se desviaba a la izquierda en un ángulo alarmante. La piel de esa zona tenía un tono púrpura. Las fosas nasales y el labio inferior estaban incrustados de sangre reseca.
Su visión me despertó una piedad indecible, pero no me separé de la Diosa. Albergué compasión por el inquisidor y la víctima, y esperé. Esperé instrucciones. Esta vez no iba a poner en peligro a mi Amado.
El prisionero fue conducido hasta el poste y sujeto a él. Las gavillas estaban amontonadas alrededor de sus rodillas, hasta la altura de las caderas.
Y entonces el pavo real le formuló una pregunta:
– ¿Tienes alguna última cosa que decir?
– ¡Sí! -gritó el prisionero-. Lo que adoráis como Dios es en verdad un demonio, un demonio que controla vuestro mundo mediante el terror, y ciega vuestros ojos al verdadero Dios…
– ¡Guardias! -gritó el futuro Enemigo y, en respuesta, el guardia que escoltaba al prisionero le golpeó ferozmente con el pomo de la espada en la sien izquierda, y el mango casi le arranca el ojo.
Cuando el joven lanzó un chillido de dolor, incapaz de contener el ojo lastimado, que colgaba sobre la piel de sus mejillas mediante filamentos verdes y azules, la multitud compuesta por nobles, mercaderes acaudalados y piadosos clérigos rugió en señal de aprobación.
El dolor y la indignación que experimenté amenazaron mi calma, pero me aferré a la compasión de la Diosa, incluso a la alegría de la Diosa, y Vi mi Camino. Desmonté, susurré una orden mágica a mi montura y corrí entre la muchedumbre, con rapidez y facilidad, más que humanas, a través de una muralla de cuerpos impasibles y chariots de madera. Ni siquiera me detuve en la hilera de guardias que rodeaban la berma, sino que pasé con facilidad entre ellos, pese a que no había hueco. No repararon en mí hasta que llegué junto al prisionero, hasta que me agaché y recogí su ojo aplastado y sanguinolento, tibio en mi mano, y lo devolví a su cuenca y compartí con su alma la dichosa comunión de lo Divino.
Sonreí y retiré mi mano, y el joven me devolvió la sonrisa, todo miedo y rabia desvanecidos, henchido ahora de un singular júbilo.
– He sido rescatado por un ángel -dijo con alegría. Sus dulces y atormentadas facciones se iluminaron de alegría cuando nos miramos en aquel instante infinito-. Un verdadero ángel enviado por el verdadero Dios.
La muchedumbre, ruidosa hasta ese momento, guardó silencio. El guardia que había propinado el golpe se hallaba cerca y contemplaba el diálogo, demasiado estupefacto para reaccionar. Por fin, algunos se persignaron y susurraron oraciones. Otros gritaron «¡Es un milagro!», «¡Es inocente!» y «¡Ella es un ángel!». Otros permanecieron en silencio, con el rostro teñido de incertidumbre, incluso de miedo. Miraron a los hombres sentados en la plataforma en busca de directrices. El más corpulento y mayor (el pavo real, mi Enemigo escarlata) miraba al prisionero y a mí con los dientes apretados de furia.
– ¡Escuchadme! -gritó con voz atronadora a la multitud-. Este hombre es un hereje de la peor especie. Ya le habéis oído llamar demonio a nuestro amado Señor. Y la mujer que le ha curado no es más que su consorte en la magia, una bruja, llegada para engañaros y haceros pensar que es inocente.
– Pero eminencia… -empezó uno de los dominicos de la plataforma.
– ¡Silencio! ¡Guardias! ¡Detenedla y traédmela aquí! Los demás, proceded con la ejecución.
Cuando un verdugo acercó una antorcha a los leños dispuestos a los pies del prisionero, los guardias me alejaron por la fuerza. Por un momento la Diosa no me concedió el poder de escapar. Mi corazón protestaba con todas sus fuerzas, aunque yo sabía que esa era Su voluntad y tuve que resignarme, de lo contrario sucedería algo peor todavía. Pero al principio me debatí y grité a mi amado:
– ¡Luc! ¡Luc de la Rose, juro que encontraré una forma de liberarte!
Fui conducida a la parte posterior de la plataforma, donde mi Enemigo, el cardenal, ya había descendido para encontrarse conmigo. Era corpulento y alto. Tuve que alzar la cabeza para verle. Bajo el casquete rojo, su pelo gris era espeso y ondulado. Tenía un lunar pálido y redondo a un lado de su corta nariz, y las bolsas que aparecían debajo de sus ojos tiraban de los párpados inferiores, dejando al descubierto el rojo de las cuencas. Le rodeaba un aire lúgubre. Su presencia parecía matar toda alegría, todo aire, toda luz. En otro tiempo, el miedo se habría apoderado de mí al verle. Ahora solo experimenté compasión y piedad, pues su poder nacía de un odio hacia sí mismo tan inmenso que se proyectaba hacia el resto del mundo; del odio hacia sí mismo, y de la desdicha acumulada de almas aterrorizadas.
Era esa desdicha, dirigida contra la madre de Luc, Béatrice de la Rose, lo que la había enloquecido.
¿Le había sorprendido mi repentina aparición? No lo sé, pero en su rostro se vio una expresión de satisfacción y orgullo malignos, como diciendo «Bien, ya has visto qué he hecho con tu Amado. Le has perdido para siempre. Y ahora tú también estás en mis manos. ¿Quién es ahora el más poderoso?».
Esperaba que yo llorara de horror por lo que había hecho a Luc, que temblara de miedo por lo que me haría a mí. Pero no había lágrimas en mis ojos.
Amparada por la Presencia, hice un esfuerzo y le sonreí. Incluso logré quererle. Lo vio en mis ojos, cosa que le enfureció.
– Por fin, vuestra eminencia -dije-, nos encontramos en carne y hueso.
– Pagaréis por ello, madre -amenazó. Lo imaginé devorando a mi Amado, miembro a miembro, devorando su propia esencia, mientras yo estaba a su lado, despojada de mi poder y sonriente-. Acabáis de realizar un acto de brujería ante cientos de testigos. -Dio media vuelta e indicó a los guardias que le siguieran.
Yo también le seguí, sin olvidar a los dos cuervos que continuaban en la plataforma y al prisionero todavía arrodillado en la pira, rodeado de leña, alcanzada ya por las llamas.
Mi corazón se partía. Quedaba muy poco tiempo para que el alma de Luc se perdiera y yo no soportaba la idea de estar separada de él ahora que le había visto de nuevo. Pero la Diosa habló: Para salvarle, ahora has de abandonarle.
Era la única forma. No pude ver el desenlace. He tenido que vivir paso a paso este torturante juicio, sin rendirme jamás al dolor, solo a la dicha.
Nunca me di cuenta de lo duro que sería mi destino.
Su eminencia el cardenal nos guió por una puerta lateral que daba acceso al palacio papal.
Dicen que ese palacio es el edificio más sólido y hermoso del mundo, y es verdad. Recorrí largos corredores, atravesé estancia tras estancia, y mirara donde mirase (suelo, paredes, techo) veía una obra maestra, en forma de losa bajo mis pies, o creada en pintura y hoja de oro sobre mi cabeza. El anterior Papa, Clemente, había recibido en vida muchas críticas por sus escandalosos dispendios, y aún más después. Sin duda había pagado una fortuna al pintor Giovannetti durante los años que trabajó en el palacio. Mientras pasaba, vi recrearse relatos de la Biblia en las paredes, escena a escena, mientras santos y ángeles nos observaban desde lo alto y centelleantes mosaicos de caballeros perseguían animales fantásticos en jardines de flores estilizadas.
Todo esto alojado en estancias tan espaciosas que, aunque nos cruzamos con mucha gente (jerarquías de la curia, sacerdotes, nobles, cardenales, además de ayudantes y criados), en ningún momento nos rozamos con nadie.
Caminé entre belleza y fastuosidad, pero lo único que veía era la fealdad, el mal agazapado debajo. Lo único que sentía era el sufrimiento de las almas torturadas.
Mis anfitriones me escoltaron en silencio hasta lo que parecía una cámara privada. El pavo real llamó a la puerta con brusquedad, y luego la abrió con infinita confianza en sí mismo.
Entró con celeridad. Los guardias y yo le seguimos con idéntica presteza, y la puerta se cerró a nuestra espalda.
Esta estancia era más pequeña que algunas por las que habíamos pasado, pero su gloria no era menor, con murales de temas pastoriles, arqueros que disparaban contra ciervos y bañistas desnudas.
Sobre almohadones de terciopelo, en un trono dorado detrás de un escritorio, estaba sentado el papa Inocencio VI. Había visto un retrato de él en una ocasión, pero no se le parecía en nada. La propia Diosa me dijo a quién me enfrentaba.
No entendía por qué mi Enemigo me había traído aquí en lugar de llevarme directamente a una mazmorra. No cabía duda de que él (y la Diosa) tenían algo en mente.
Tras cinco años en el trono, a la edad de setenta y cinco, la barba de Inocencio aún conservaba una sorprendente cantidad de negro. En lugar de la gloriosa corona papal, se tocaba con un gorro de terciopelo púrpura que le cubría las orejas, pero su manto era de un pesado brocado escarlata, bordado con tanto hilo de oro que destellaba al menor movimiento.
No cabía duda de que en otros tiempos había sido un hombre robusto, de espalda y pecho anchos, pero ahora tenía la espalda encorvada, y el pecho y el estómago hundidos. Su piel poseía un tono amarillo enfermizo, y los labios eran pálidos, pero aún conservaba casi todos los dientes. Su nariz descendía en una línea recta y afilada que terminaba en una V, como la punta de una flecha.
– Santidad -dijo mi Enemigo al tiempo que se acercaba a él. Hizo una genuflexión y besó el anillo de Inocencio con tal rapidez que no dobló la rodilla, ni sus labios tocaron otra cosa que el aire.
– Domenico -dijo el anciano, irritado-. ¿No ves que estoy en mitad de…?
En lugar de terminar la frase, levantó la mano, surcada de venas azules, del apoyabrazos del trono y la volvió para señalar con el índice a un joven escriba que le leía de un pergamino.
– Os ruego me disculpéis, santidad -dijo el Enemigo-. Pero tengo una peligrosa prisionera con la que hemos de proceder rápidamente…
– ¡Aja! -replicó Inocencio-. ¿Así que has traído el peligro a mis aposentos privados? Muy amable por tu parte. -Me miró con ojos empañados por la edad, y una comisura de su boca se curvó ante la idea de que una mujer tan menuda representara tanta amenaza-. ¿Quién es?
– La abadesa del convento franciscano de Carcasona, la madre Marie Françoise -dijo el Enemigo. Los guardias que me escoltaban no reaccionaron ante esta información, como si fuera lo más natural del mundo que un eminente cardenal reconociera a una humilde monja procedente de una ciudad lejana.
– Ah. -La expresión del Papa se concentró. Su mente seguía lúcida después de tantos años. Como Etienne Aubert, antes que Papa, había sido profesor de leyes en Tolosa-. Esta es la abadesa de Carcasona que curó al leproso, ¿verdad? Mucha gente cree que es una santa, Domenico. La opinión de la diócesis de Tolosa es que se trata de milagros inspirados por Dios. ¿Existe algún motivo para pensar lo contrario?
– En efecto -contestó mi Enemigo-. Ha vuelto a curar, pero esta vez a un malhechor enviado al cadalso, miembro de otro de esos cultos nacidos de la herejía gnóstica. Le habría ahorrado una muerte justa si no se lo hubiéramos impedido.
– Pero hasta Cristo curó pecadores… -repuso Inocencio con indulgencia, pero su boca se cerró de repente, sus dientes castañetearon y su cabeza se ladeó extrañamente hacia el cardenal, como manipulada por un titiritero inexperto.
Una vez más, los guardias no dieron muestras de que se tratara de un acontecimiento extraordinario.
Y el cardenal, con un brillo de triunfo en los ojos clavados en mí, los labios curvados en una mueca de satisfacción, dijo al Santo Padre:
– Dictaréis ahora mismo a este escriba una orden dispensando del número normal de testigos exigidos para formular cargos y proceder a un arresto; una orden que también dispense de los requisitos necesarios para sentenciar a muerte a un hereje. Madre Marie Françoise, este es el nombre del criminal.
Inocencio obedeció y su escriba tomó nota, mientras los guardias esperaban, y todos se comportaban como si no estuviera ocurriendo nada extraño, algo de índole mágica.
Mi Enemigo, que seguía mirándome, mostró los dientes y al fin comprendí por qué había expuesto al Papa a mi presencia, en teoría peligrosa: arrogancia cruel. Estaba orgulloso del control que ejercía sobre Inocencio y sus secuaces. Se refocilaba en el miedo que yo debía sentir al contemplar tanto control. No quería otra cosa que verme sufrir y saber que era él quien infligía el sufrimiento.
Tal vez pensaba que mi docilidad temporal se debía a su energía, no a mi devoción a la voluntad de la Diosa. Tal vez se refocilaba también porque creía que había ganado, que yo estaba en desventaja sin mi Amado. Que yo era la Diosa sin su consorte, la dama sin su señor, como mi Enemigo se había convertido, por propia elección, en un señor separado de su dama, Ana Magdalena. Porque había nacido en Italia de madre italiana y padre francés, y se llamaba Domenico Chrétien.
Ay, pero no comprendía el sacrificio que Noni había hecho por mí. Solo comprendía el miedo, pero no el amor, y por tanto ignoraba mi suprema iniciación.
Se volvió por fin hacia el Papa para ver cómo cumplía sus deseos, y de repente me encontré libre en el seno de la Diosa, libre para moverme y cumplir su voluntad.
Una vez más, mi corazón lamentó que no me dirigiera al lado de mi Amado al punto, pero obedecí, confiada. Mientras Inocencio dictaba, me desvanecí del mundo visible y huí sin que nadie se diera cuenta, huí de los guardias, de mi Enemigo y del palacio papal.
Invisible, guiada por la Divinidad, corrí a una parte diferente del palacio, donde vivían los miembros de la curia con sus ayudantes y criados en magníficas estancias. Fui de habitación en habitación, recorrí un pasadizo mal iluminado y llegué a una espléndida cámara privada, con una vasta antesala calentada por el fuego que ardía en el hogar. Había sillas doradas con almohadones de brocado, suelos de losas cubiertos de alfombras de armiño, tapices que plasmaban escenas bíblicas, incluyendo una imagen escandalosa del Edén antes de la Caída. Un par de grandes candelabros de oro descansaban sobre una mesa oscura sobre cuya superficie había grabada una estrella de seis puntas. Habían encendido los diez cirios (hacía poco, a juzgar por su altura) a la espera de que regresara su propietario.
Cogí un candelabro, avancé hacia el tapiz del Edén y alcé una esquina, que reveló un mural: unos afligidos Adán y Eva expulsados del Edén, cubierta su desnudez con hojas de higuera, el pelo rubio de Eva cayendo en cascada sobre sus blancos pechos. Apreté con fuerza la mano sobre la imagen del arcángel, espada en mano, dispuesto a impedir el regreso de los expulsados del paraíso. Se oyó el crujido de piedra contra piedra cuando la pared se deslizó hacia dentro y se abrió a la oscuridad. Entré.
Ya había estado en este lugar con la Visión y sabía lo que me esperaba. Sin embargo, nada más entrar lancé una exclamación ahogada.
Los inviernos de Carcasona y de mi Tolosa natal raras veces son crudos, pero hay ocasiones en que el mistral sopla con tal furia y frío que me roba el aliento. Tal fue la sensación que experimenté cuando entré en aquella habitación sin ventanas, oculta dentro de los gruesos muros del palacio: un frío tan profundo que apenas pude respirar. Pero no se trataba de una sensación física. Era un frío que quemaba, los susurros de un millar de almas que habían perecido en el miedo y la agonía, la voz de mi Noni que llamaba: Domenico…
El olor a humo, tanto astral como físico, impregnaba la guarida de mi Enemigo.
Sostuve en alto el candelabro y proyecté su resplandor sobre la habitación circular. En cada una de las esquinas se alzaba un candelabro de pared alto como un hombre y la mitad de grueso, cada uno decorado con una imagen diferente: águila, león, hombre, toro. En la del este descansaba el altar de ónice centelleante.
Sobre el altar se exponía un repugnante espectáculo: un ave carbonizada rodeada de ceniza y astillas chamuscadas, los restos de una pequeña jaula. En el frío suelo de mármol había tres plumas blancas, dos de ellas moteadas de sangre. Cerré los ojos y recreé la imagen de la paloma que batía sus alas contra los barrotes en llamas que la aprisionaban.
Tú, la brisa traicionera cuando nació el bebé…
Una cadena que culminaba en un talismán dorado rodeaba las alas ennegrecidas y el cuello de la paloma. La leyenda grabada era ilegible, porque el metal se había fundido por completo y mezclado con el esternón del ave, hasta su pequeño corazón.
Sabía lo que representaba la paloma. El Enemigo sabía que yo había Visto a Luc antes de mi venida. Me había estado esperando, me había preparado una trampa. Al principio flaqueé y pregunté a la Diosa: «¿Por qué me has traído aquí? ¿Para abandonarme? ¿Para que me rinda a la llama?».
Pero enseguida supliqué perdón por esos pensamientos. Me concentré en buscar un medallón en particular, el Sello de Salomón que Jacob había regalado a Luc muchos años antes. No cabía duda de que estaba en las garras del Enemigo, tal vez en el altar, al lado o debajo de la paloma. Recordé que Noni había utilizado el mío para entorpecer mis poderes mágicos. Si podía encontrar el de Luc y destruir el mal vertido en él, recuperaría sus poderes y podría liberarse antes de que yo fuera capaz de hacerlo.
Encendí las velas, empezando por el este y avanzando de derecha a izquierda con la llama del candelabro. La penumbra se disipó un poco y reveló que me encontraba dentro de un círculo mágico dibujado en el suelo. Imágenes de dioses lujuriosos, pintados en las paredes curvas y en el techo abovedado, oscilaron en las sombras.
Cuando hube terminado, dejé el candelabro y cerré los ojos de nuevo, pero esta vez no debido al dolor, sino en señal de entrega a la Diosa, porque necesitaba con desesperación su protección y ayuda en este lugar malvado.
Ayúdame, recé en silencio. Ayúdame a descubrir lo que hay oculto aquí…
Y por mediación de los ojos de la Diosa, Vi, oculto bajo los restos carbonizados de la paloma, una pieza de plata con un signo mágico inscrito. Estaba envuelta en seda negra y atada con un cordel.
Pero no era el talismán que tanto anhelaba encontrar, pues controlaba el corazón y la mente del papa Inocencio. Caminé hacia el altar, y en mi estado de calma aparté el cadáver del ave sin la menor emoción. Desenvolví el signo, y con la magia de la Diosa invertí la carga y liberé al Papa de las garras del Enemigo.
Susurré una promesa a las demás almas encarceladas en la habitación: «Volveré algún día para liberaros».
Después, me concentré en la Diosa, me abrí, abrí mi Visión, y formulé una pregunta: «¿Dónde encontraré el talismán de Luc?».
La respuesta fue pronta: el talismán no está aquí.
No estaba allí.
El pánico me amenazó, pero me serené y recé de nuevo: «¿Qué debo hacer aquí para que mi Amado se salve?».
No hubo respuesta.
De nuevo: «¿Qué debo hacer aquí para que mi Amado se salve?».
Nada.
No podía hacer nada para salvar a mi Amado. Nada. Y cuando lancé un gemido de dolor, perdí mi centro divino y supe que el Enemigo me había sentido, que sabía adonde había ido y que venía en mi persecución.
Lo único que podía hacer era huir.
Corrí, invisible. Corrí a través del gran palacio, con el alma abrasada. En mi mente yo era la paloma que batía las alas hasta que sangraban contra la gloriosa jaula dorada que me rodeaba. Era como si los cuadros de los santos me miraran a través de un muro de llamas. ¿Cuántos habían padecido también el martirio?, me pregunté.
Santos y sacrificio, muerte y fuego. Me sentí asfixiada por el humo, pero llamé en silencio a mis templarios, a mis caballeros, pues sabía que me habían seguido hasta esa ciudad santa, celestial, profanada e infernal.
«¡Venid! ¡Venid! ¡A la berma de ejecuciones! El Enemigo me persigue, y no sé qué ha sido de nuestro señor…»
En la calle, los cielos se habían abierto. Era media tarde, pero reinaba la oscuridad de la noche. La lluvia no caía en gotas sino como una espesa cortina, y el viento la empujaba contra mi cara.
No malgasté mi poder en protegerme de la lluvia. No estaba con ánimos. Porque la plataforma de los inquisidores estaba vacía, se habían llevado los bancos, retirado y doblado el toldo, aunque el furioso viento ya lo había desgarrado y golpeado contra la pared del palacio.
La plaza estaba desierta.
Sobre la berma, el poste al que habían atado el prisionero estaba carbonizado y caído. Los troncos se habían consumido. Se habían llevado los huesos y restos del cuerpo. Me arrodillé y lloré, con una mano apoyada en las cenizas restantes, mientras el viento y la lluvia se las llevaban.
Mi Amado había muerto. Pregunté a la Diosa: «¿Por qué? ¿Por qué me has traído hasta aquí, solo para mostrarme la derrota? Ahora, pertenece al Enemigo más que nunca…».
Retumbar apagado de cascos sobre el barro. Mis caballeros habían acudido. Me habían traído un caballo. Me enjugué las mejillas con una mano sucia, manché mi cara de lágrimas, ceniza y muerte antes de que la lluvia las lavara.
Al principio no pude levantarme. No podía abandonar el lugar donde había visto por última vez a mi Amado. Anhelaba seguir a los inquisidores, averiguar lo que quedaba de él.
Ojalá no hubiera sido humana, no hubiera tenido corazón.
El tío de Luc, Edouard, desmontó de su corcel para ponerme en pie y guiarme hasta mi caballo.
Cabalgamos hacia casa, hacia Carcasona. Era la mayor locura, y yo lo sabía, pues sería el primer lugar en que el Enemigo me buscaría. Pero era el Camino que la Diosa me había mostrado. Era como una antorcha. Solo podía Ver eso en el oscuro futuro, y nada más.
Al sentir el sabor de mi destino en la boca, ácido y metálico como sangre, escupí.
Cabalgamos durante horas, a través de la noche y la lluvia interminables, sobre rocas resbaladizas, sobre colinas, a través de valles y prados hasta que olí la fragancia de la lavanda y el romero, aplastados bajo mis pies. Casi habíamos llegado a casa.
Por fin, el agotamiento y la oración me calmaron lo suficiente para Ver un poco más. En la huida no podía haber victoria, pues el futuro solo auguraba más enfrentamientos entre el Enemigo y yo, y ninguno de ellos lograría liberar a mi Amado de su horrísona prisión.
Ríndete, susurró la Diosa. Es la única oportunidad de la Raza. Ríndete.
Solo quedaba la más ínfima posibilidad de éxito, un hilo tan fino que cualquier tirón lo partiría. Pero como era la última esperanza, cedí. Pese a sus protestas, despedí a mis caballeros.
Y me rendí a la Diosa.
Me rendí a mi Enemigo.
Me rindo.
Esta es mi historia. No hay más que decir.