Nací en el fuego.
Esta es la historia, tal como me la contaron.
Fue a finales de verano, y en el aire se insinuaba una inminente tormenta, henchida de rayos. Los aldeanos que trabajaban la tierra volvían a casa con sus carros tirados por caballos, las ruedas crujían bajo el peso de la abundante cosecha de trigo. Mi abuela, Ana Magdalena, sudorosa, miró por la ventana carente de postigos, con la esperanza de ver a su hijo, pero el ocaso y los nubarrones se habían mezclado ya y era imposible distinguir a un hombre de otro. Aun así, la Visión le susurró que mi padre no tardaría en aparecer por la puerta. Era un campesino que trabajaba los campos del seigneur extramuros de la ciudad amurallada de Tolosa, nacido Pietro di Cavascullo en Florencia. Para evitar los prejuicios y suspicacias de mi nativa región del Languedoc, adoptó el nombre de Pierre de Cavasculle. Ella, por su parte, se negaba a responder al apelativo de grandmére, y siempre llamaba Pietro a mi padre.
No éramos tan pobres como algunos, aunque sí más pobres que muchos. Como aún no nos había corrompido el lujo del convento, e ignorantes del esplendor de Aviñón, pensábamos que éramos ricos. Poseíamos una cama, pero el colchón era de paja, no de plumas, y mi padre poseía un arado pero no un caballo. Como casi todo el mundo en la aldea, nuestra casa consistía en una habitación con un suelo de tierra cubierto de paja, un hogar, la cama familiar y una mesa para comer. Dos ventanas proporcionaban ventilación, de forma que siempre estábamos cubiertos de hollín. Nunca conocí la existencia de chimeneas, ni supe que estaba sucia, hasta que entré en el convento.
Mi madre, Catherine de Narbona, estaba en pleno parto cerca del hogar y sus gritos de angustia consiguieron que mi abuela volviera a su tarea. Catherine había resbalado desde la silla de parto al suelo. Estaba acuclillada a cuatro patas, y gemía como una bestia debido al dolor. Pobre hija, pensó la abuela. Los dolores la habían asaltado horas antes de que el sol se pusiera el día anterior, y ahora, agotada, y fuera de sí, solo sabía chillar como un animal salvaje y maldecir a todo el mundo y a todo, incluso a Dios y a la niña que estaba alumbrando. Había maldecido a su marido y a su suegra casi desde el principio, pensó Ana Magdalena con cierta ironía.
Se arrodilló junto a la mujer postrada. Los antebrazos de Catherine descansaban sobre el suelo de tierra. Golpeó con un débil puño el suelo sembrado de paja. Ana Magdalena se inclinó y recogió el pelo de la parturienta, un velo rojodorado, hermoso y brillante pese al sudor, extendiéndolo sobre la espalda. La tradición advertía que traía mala suerte sujetar el pelo de una mujer que estaba dando a luz, y si bien Ana Magdalena, la comadrona más experta de Tolosa, no creía en dicha superstición, su nuera sí, y la confianza de la madre era de suprema importancia durante el parto.
Sobre todo en un primer parto, como este. Catherine parecía todavía joven, pero era vieja para la maternidad. Se había casado con Pietro hacía casi seis años, y seis veces se había quedado embarazada. Y seis veces, Pietro había consolado a su entristecida esposa, mientras Ana Magdalena cogía al diminuto nonato para enterrarlo en el olivar.
Seis veces, Ana Magdalena había confiado en que la visión inspirada por la bona Dea, la buena Diosa, se convirtiera en realidad: una niña destinada a ser una gran sacerdotisa como no se había visto en siglos, una niña que llegaría a ser mujer y salvaría a su pueblo, la Raza, gracias a los talentos recibidos. Una mujer dotada de una poderosa Visión…
La hija de un padre, había dicho la Diosa, y el hijo de una madre… Juntos salvarán a su pueblo del peligro que se avecina. Y tú serás la guía y maestra de la hija.
«¿Peligro?», había preguntado con humildad Ana Magdalena, acuciada por el pánico de repente. Pero no hubo respuesta. No le competía a ella saberlo, y no insistió ni se preocupó, solo experimentó la alegría de que le permitieran conocer a esta niña, su propia nieta, la hija de su amado hijo.
– Catherine -dijo con severidad mientras cogía un paño empapado en agua.
Cuando los dolores de la muchacha se calmaron y levantó al fin la vista, Ana Magdalena enjugó su cara y frente con firmeza y celeridad. Pese al calor, la muchacha temblaba. Se le puso la carne de gallina.
– ¡Madre, ayúdame! -gritó con tal sentimiento que Ana Magdalena, inmune desde hacía mucho tiempo a la angustia de las parturientas, se conmovió-. ¡No sé si estoy ardiendo de calor o helándome de frío!
La mujer acomodó de nuevo a la muchacha en la silla de parto y fue a la única mesa de la casa, donde una jarra de té de hierbas ya se había enfriado. Volvió al lado de Catherine y acercó la jarra a sus labios.
– Bebe, hija.
Catherine, suspicaz de repente, volvió la cara.
– ¿Cómo sé que no lo has embrujado?
Ana Magdalena soltó un suspiro de exasperación.
Estaba acostumbrada a las emociones vacilantes e inexplicables de las mujeres encintas, pero no a la desconfianza que Catherine había mostrado durante todo el embarazo.
– ¡Madre de Dios, Catherine! ¡Ya has bebido otras dos jarras del mismo té antes de esta! Es corteza de sauce con una hierba calmante. Apaciguará la fiebre y el dolor. ¡Bebe!
Pronunció la última palabra con tal énfasis que la chica se sometió con repentina docilidad, se sentó en la silla de parto y bebió un largo sorbo.
– Poco a poco -la advirtió Ana Magdalena-, a pequeños sorbos, de lo contrario…
Antes de que pudiera decir «te revolverá el estómago», Catherine sufrió arcadas y vomitó un poco de bilis amarillenta. Con una presteza fruto de la experiencia, Ana Magdalena consiguió apartar la jarra a tiempo. El vómito cayó sobre la pechera del camisón de Catherine, manchándolo desde los pechos al estómago. Era inútil lavarlo ahora, pensó Ana Magdalena. El camisón ya estaba manchado del líquido del parto, sangre y tierra del suelo.
Enjugó una vez más la cara de Catherine con el paño.
– Aguanta, corazón -le dijo-. Voy a echar un vistazo a la niña.
Se acuclilló en la paja manchada de sangre. La silla de parto permitía a Catherine sentarse con las piernas abiertas, y la espalda, cabeza y brazos bien apoyados. Estaba hecha de heno trenzado. Un haz sostenía su hueso caudal. Otros dos, colocados longitudinalmente, sostenían cada hueso pélvico, con un hueco del tamaño de un bebé entre ellos. Ana Magdalena introdujo una mano experta bajo el mojado y retorcido camisón de Catherine y palpó el pubis hinchado.
Los dolores eran constantes. El parto no debería tardar mucho, pero en caso necesario la comadrona practicaría la cirugía y liberaría al bebé del útero. Era lo bastante hábil para hacerlo sin perder a la madre o a la hija. Últimamente pocas comadronas conocían ese arte, pues los barberos y médicos de la ciudad se quejaban, afirmando que entraba dentro de sus especialidades, y no en las de ignorantes mujeres campesinas.
Sería analfabeta, pero dominaba la práctica que había elegido. Comprobó con sus dedos largos que sí, el bebé había caído. La cabeza aún no asomaba, pero ya no tardaría. La notó, justo debajo del hinchado sexo de la muchacha. Ana Magdalena sonrió cuando rozó con un dedo la blanda coronilla del bebé.
Rió, se secó las manos con el paño humedecido y lo tiró a un lado. Se arrodilló sobre la paja.
– ¡El bebé ya está aquí, Catherine, querida mía! -exclamó con júbilo-. ¡Aquí! He palpado su cabecita… Ya falta poco…
Había estado a punto de decir «la cabecita de la niña», lo cual habría sido una grave equivocación. Catherine ya sospechaba bastante de ella. La muchacha sabía, con un instinto que debía de ser la Visión reprimida, que a su suegra le habían enseñado la sabiduría de la Raza y que practicaba en secreto la Religión Antigua. Los cristianos rechazaban las viejas creencias y la Visión, pues afirmaban que las inspiraba el demonio.
Catherine era uno de ellos. Años atrás, cuando su hijo se enamoró de aquella belleza pelirroja, Ana Magdalena supo al instante que la muchacha poseía una Visión casi tan potente como la misma Ana Magdalena. La tragedia era que Catherine había sido educada en el cristianismo más estricto. No solo había aprendido a rechazar su don, sino que había llegado a temerlo.
No obstante, Ana Magdalena había autorizado el matrimonio y pensó: Seré como una madre para ella, y la tomaré como la hija que nunca he tenido, y la educaré en la enseñanza de los Sabios. También creyó que la Diosa bendecía la unión.
Pero tanto el temor de Catherine hacia la antigua Sabiduría como su don no habían menguado con los años. Ana Magdalena descubrió que no solo no podía abordar el tema con la muchacha, sino que ni siquiera podía referirse a la Sabiduría en su propia casa, aunque fuera de manera sutil, a menos que su nuera estuviera ausente. Aun así, Ana Magdalena la quería, y en los últimos seis años Catherine había parecido devolverle su amor y a confiar en su suegra, hasta que se quedó embarazada de aquel bebé en particular. Desde ese momento su desconfianza había aumentado hasta erigir una barrera alrededor de sus afectos.
Si su suegra hubiera admitido que sabía desde su concepción que el bebé sería una niña, Catherine hubiera corrido en busca del sacerdote del pueblo para denunciarla por bruja.
Bien, que lo haga, pensó Ana Magdalena. En ese caso tendrá que confesar que cuando supo que estaba embarazada por séptima vez vino a pedirme encantamientos. Por eso había un encantamiento de hierbas bajo la silla de parto, y otro de palabras pronunciadas sobre el té. Y había una protección mágica esparcida por toda la casa, magia demasiado sagrada para ser representada con hierbas o cánticos.
Un trueno retumbó en la distancia. Una brisa fría pero húmeda provocó que las ventanas golpearan con suavidad la pared de tierra. Los gritos de Catherine ahogaron esos sonidos.
Y pese a la importante tarea que tenía entre manos, la comadrona miró hacia la puerta abierta, pues sabía sin ver y sin oír que su hijo había aparecido en el umbral, con su blusa manchada de sudor y sembrada de trocitos de grano y tallos de trigo.
Pietro estaba inmóvil, vacilante, todavía con la hoz en la mano, y sus grandes ojos reflejaban un indecible cansancio. Los ojos de su padre, que llevaba el mismo nombre, habían albergado el mismo agotamiento, recordó Ana Magdalena con nostalgia. Una de las cargas del campesino consistía en trabajar constantemente en los campos que arrendaba al grand seigneur, y también en los inmensos campos propiedad del grand seigneur. Esa clase de vida consumía las energías de un hombre, hasta que quedaba muy poca para la familia.
Tenía los ojos de su padre y la Visión de su madre. Pero a medida que Pietro se fue haciendo mayor y trabajó con su padre en los campos, su interés en la antigua Sabiduría disminuyó. Ana Magdalena no insistió. Su destino no era utilizar su don, sino transmitirlo a su única hija.
Ana Magdalena sonrió con ternura a su hijo, que dejó en el suelo la hoz y se quitó los zuecos de madera cubiertos de polvo.
– Catherine se encuentra bien, y está a punto de dar a luz.
Cuando las facciones de Pietro compusieron una sonrisa luminosa, Ana Magdalena contuvo el aliento. La expresión de su hijo era siempre tan solemne que nunca sabía lo que pensaba. Y en aquel momento se sintió deslumbrada por su luminosa sonrisa. El hombre avanzó hacia su esposa con las manos extendidas.
– Catherine, ¿es cierto? ¿Tendremos un hijo por fin?
– No lo sé -gimió ella-. Es horrible, horrible… Estoy tan cansada que creo que voy a morir… -se quejó con el rostro desencajado por el esfuerzo de contener un chillido.
Pietro se acuclilló a su lado.
– Oh, Cat. Grita, por favor. Sufro más cuando te veo comportarte con valentía…
La muchacha, con tal de complacerle, lanzó un chillido tan feroz que el hombre retrocedió, asustado.
Ana Magdalena se acercó al hogar para servirle un plato de estofado caliente, compuesto de calabaza, puerros y, a modo de celebración, pollo. Su estómago merecía un poco de carne, y Catherine también, en cuanto hubiera dado a luz. Pietro se sentó a la mesa y dejó que su madre le sirviera el estofado, acompañado de un trozo de pan. El hogar apagado aún irradiaba calor, pero por la ventana se coló una brisa fresca que dispersó el humo. La oscuridad llegó al mismo tiempo que la brisa, junto con un trueno que sobresaltó a Catherine, que movió la cabeza como una paloma asustada.
Ana Magdalena encendió la lámpara de aceite y la colocó con cuidado en el suelo, junto a la silla de parto, para poder ver al bebé cuando llegara. Al mismo tiempo, la joven empezó a llorar. Pietro, con semblante preocupado, se levantó y cogió su plato.
– Comeré fuera.
Salió a la oscuridad.
Ana Magdalena se arrodilló y palpó una vez más con dedos cariñosos y eficaces. El bebé estaba en la posición correcta, con el cordón umbilical lejos de su garganta.
– Hija, veo la cabeza del bebé, y todo va bien. Has de utilizar las fuerzas que te quedan para empujarlo hasta este mundo.
Mientras hablaba, una ráfaga de viento surcó la casa, agitó las ventanas y heló los huesos de Ana Magdalena, no a causa del frío sino por la maldad que arrastraba.
Diana, la bona Dea, protege a esta niña, rezó al punto, y en su mente fortaleció las barreras invisibles que rodeaban la casita, pero ya era demasiado tarde. Algo (una voluntad, una mente, una fuerza impía) había entrado. La mujer intuyó su presencia, tan cierto como que notó al viento evaporar el sudor de su cara y brazos. Pero ¿dónde estaba y qué era?
Antes de que Ana Magdalena pudiera buscar una respuesta, Catherine alzó la vista y la luz de la lámpara se reflejó en sus ojos, que proyectaron un malvado brillo verdeamarillento, como los de un lobo cuando se aventura cerca de una hoguera nocturna.
Ana Magdalena respiró hondo. Eran los ojos de su nuera, entornados a causa del dolor, se dijo, pero una presencia los había invadido, mortífera y burlona. Era imposible que hubiera sorteado todas sus precauciones, todas sus plegarias, encantamientos, y el círculo protector que rodeaba la casa. No obstante, allí estaba, audaz y desafiante.
– ¡Vete! -ordenó Ana Magdalena con furia. Y al punto, el brillo siniestro que alumbraba en los ojos de Catherine se transformó en una mirada de perplejidad y desdicha.
– ¿Qué? -gimió la muchacha.
– Nada, hija -respondió con ternura la comadrona-. Empuja…
Cogió las manos menudas y pálidas de Catherine entre las suyas, más grandes y morenas.
La joven madre, mientras lanzaba gritos guturales y estrujaba los dedos de Ana Magdalena, empezó a empujar. Al poco asomó un poco más la coronilla del bebé. De pronto, Catherine paró y chilló:
– ¡No puedo! No puedo… ¡Ayúdame, Madre de Dios!
– Ella te escucha y te ayudará -contestó Ana Magdalena, su mente concentrada en la niña que aguardaba su primer aliento-. Solo hace falta que empujes un poco más. Empuja un poco más, hija mía…
Sujetó de nuevo las manos de la joven.
– ¡No soy tu hija! -chilló Catherine con repentina fiereza. Su rostro se deformó hasta recordar al de una bestia, con ojos entornados y feroces-. ¡Tú me has hecho esto, vieja bruja! Sabías que era demasiado débil, que moriría a causa del parto, pero me diste pociones y encantamientos para que conservara al niño. ¡Deseas este niño para tus malvados propósitos!
Apartó las manos de Ana Magdalena de un manotazo, con una fuerza tan sorprendente que la mujer, de rodillas, perdió el equilibrio y cayó de costado.
La lámpara, pensó aterrorizada Ana Magdalena. Una fracción de segundo antes de tocar el suelo, intentó esquivarla con desesperación, pero ya era demasiado tarde…
Su hombro golpeó la lámpara y la derribó, de modo que el aceite se derramó sobre el suelo como una lengua de fuego líquido. El aceite que no se consumió de inmediato empapó las faldas negras de Ana Magdalena, que vio horrorizada cómo las llamas devoraban el dobladillo del vestido y corrían por el suelo hacia la silla de parto y hacia el nido de paja que había debajo, preparado para recibir al bebé.
Catherine no paraba de chillar, mientras agitaba brazos y piernas para rechazar las llamas, aunque Ana Magdalena no sabía si era de miedo, rabia o a causa de los dolores de parto, porque estaba enfrascada en apagar las llamas que habían consumido la mitad de sus faldas de viuda y amenazaban ahora su ropa interior.
– ¡Pietro! -chilló-. ¡Socorro, hijo mío!
Catherine, que había conseguido salir milagrosamente de la silla de parto, yacía de costado, al tiempo que gritaba:
– ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios…!
Pietro se materializó entre el humo negro y el fuego, con ojos desorbitados pero conservando la extraña serenidad que poseía desde la infancia. Ana Magdalena manoteó sus faldas y fragmentos de ellas salieron disparadas al aire convertidas en cenizas llameantes. Chilló cuando el calor chamuscó el vello de sus brazos y piernas. El dobladillo de su toca negra empezó a arder, pero lo arrancó de su cabeza y lo tiró a un lado.
Al instante, Pietro la envolvió con la única manta de lana que poseía la familia. En cuanto las llamas se apagaron, cogió la manta y corrió hacia el fuego que amenazaba a su esposa.
Indiferente a las quemaduras de sus pantorrillas, Ana Magdalena corrió hacia el hogar, cogió el cubo del agua y lo vertió sobre la llamarada en que se había transformado la silla de parto. El fuego se apagó con un penetrante siseo y una columna de humo se elevó. Pietro apagó las llamas restantes con la manta.
– ¡Auxíliala, madre! -gritó-. ¡El bebé ha nacido pero no emite ningún sonido!
Catherine yacía por fin en silencio, a excepción de su respiración entrecortada. De entre sus piernas colgaba un largo y ensangrentado cordón, y al final, tendido sobre el suelo, estaba el bebé: una niña de cabello oscuro perfectamente formada, con los puñitos enrojecidos, el rostro velado, el saco en que había pasado los últimos nueve meses manchado de sangre. Un amnios, comprendió Ana Magdalena, con un escalofrío que le puso carne de gallina pese al calor. Un presagio muy especial, la marca de la Diosa para señalar a un niño con doble Visión y doble destino.
– No está azulada, ¿lo ves? -gritó-. ¡Aún no está azulada!
Tiró a un lado el cubo y corrió hacia el bebé. Extrajo de su cinto el cuchillo, cortó el cordón umbilical, envainó la hoja, cogió al bebé en brazos y retiró el amnios. Con los restos de sus faldas chamuscadas, le limpió la sangre de la carita plácida y luego la puso cabeza abajo y le propinó una fuerte palmada entre los omóplatos.
El efecto fue mágico. El bebé tosió, inhaló por primera vez y empezó a chillar con entusiasmo.
Catherine se removió.
– ¿Es un niño?
– Una niña fuerte y sana -anunció Ana Magdalena, y rompió a llorar de felicidad mientras Catherine sollozaba… ¿avergonzada de su sexo, o dolida por el hecho de que hubiera sobrevivido?
Pietro sonrió a la niña, pero su alegría estaba atemperada por la decepción.
– ¿Soy la única que se alegra de dar la bienvenida a esta niña? -dijo con brusquedad Ana Magdalena-. ¡Demos gracias a Dios -y a la Diosa, añadió en su mente- por esta niña sana! -Por el derecho que la asistía en el hogar donde había crecido, proclamó-: Se llamará Sibilla.
Ya lo había dicho: Sibilla, un hermoso nombre pagano que le había sido enviado en sueños. Sibilla: la sabia mujer, sacerdotisa y profeta, el nombre de la Gran Madre. Catherine, mientras se esforzaba por sentarse, extendió los brazos hacia su hija y replicó desafiante:
– Marie. Su nombre será Marie, por la Virgen, y no aceptaré otra cosa. No estamos en Italia, con sus raras y viejas costumbres, y esta no es una casa pagana.
Ana Magdalena enarcó con frialdad una poblada ceja negra.
– Llámala como quieras, nuera, pero su nombre ante Dios y su Madre será siempre Sibilla.
– ¡Pierre! -Catherine volvió la cabeza, con el pelo caído sobre un hombro y los verdes ojos suplicantes. Aun empapada en sangre y sudor era hermosa, y su marido no le negaría nada-. Pierre, ¿permitirás que tu único hijo lleve un nombre pagano, ni siquiera francés?
Ana Magdalena se alzó en toda su estatura y miró con furia a su hijo. Había cumplido el deseo de la Madre, y en tales momentos sentía que la Diosa descendía sobre ella con un poder sobrenatural. Sabía que Pietro podía verlo en sus ojos, y no hacía falta que ella dijera nada ni insistiera. En cualquier caso, su hijo practicaba el cristianismo solo para conformar a su esposa, pero Ana Magdalena sabía que si adoraba a alguna deidad en el fondo de su corazón, era a la Diosa… y la mirada de Aquella que era Madre de todos serviría para recordarle su deber.
La miró, leyó el mensaje y comprendió. Pero al mismo tiempo, Ana Magdalena sabía que no disgustaría por completo a su adorable esposa.
Suspiró, siempre cansado, y dijo con calma: -No quiero oíros discutir. Con fuego o sin fuego, este es un día feliz. Se ha recogido una buena cosecha justo antes de las lluvias, nuestra parte ya está resguardada en el establo del viejo Jacques, y ha nacido mi primer hijo. Se llamará Marie Sybille, y no hay más que hablar.
Ayudó a su esposa a tumbarse en la cama.
Ana Magdalena continuó su tarea como si el Mal no hubiera entrado nunca en la casa, no hubiera reclamado jamás a Catherine como su aliada. Ayudó a su nuera a quitarse el camisón manchado de sangre y líquido de parto, y después la limpió como pudo con el paño mojado. Estaba demasiado oscuro ya para ir a buscar agua al pozo. Como era de noche, la muchacha no volvió a vestirse. Cuando la piel desnuda de Catherine se erizó pese al calor, Ana Magdalena la envolvió con los restos de la manta chamuscada.
A continuación enrolló un paño alrededor de la hinchada cintura de Catherine y le ató otro paño para detener la hemorragia posterior al parto. Le administró un potente somnífero, mezclado con corteza de sauce. Por fin, limpió al bebé, lo envolvió en pañales y lo presentó a su madre. Pese a la decepción inicial de Catherine, arrulló con placer a la niña y siguió al pie de la letra las instrucciones de la comadrona para darle de mamar, mientras Ana Magdalena peinaba y trenzaba su largo pelo rojo. Cuando la niña se hubo saciado, la comadrona llevó a Catherine un cuenco del estofado frío y el resto del pollo, que la joven comió con avidez.
Al poco, Pietro colgó su ropa sobre el travesaño que había en la cabecera de la cama, y padre, madre e hija se quedaron dormidos. Ana Magdalena recogió en silencio los restos carbonizados de la silla de parto y la paja quemada y los arrojó fuera. Para entonces, la tormenta ya había llegado. Al principio cayeron gotas gruesas y escasas, para luego convertirse en largas y afiladas agujas. Llovía tanto que, cuando miró por la ventana, no pudo distinguir el olivo.
Recogió los paños sucios y el camisón manchado de Catherine, y los colgó de las ramas del olivo para que la lluvia los lavara.
La lluvia también alejó el peligro que había amenazado a la niña. El Mal se había ido a otro lugar (de lo contrario, nunca habría permitido que Catherine cogiera a la niña), pero no había sido destruido, como bien sabía Ana Magdalena, y no tardaría en regresar.
Su deber para con su hijo y su nuera había terminado. Había llegado el momento de ocuparse de las heridas que laceraban sus pantorrillas. Gracias a la bona Dea, no eran tan graves como pensaba. Ana Magdalena levantó su camisón chamuscado y comprobó que ni siquiera tenía ampollas, solo grandes trozos de piel enrojecida. Como las quemaduras eran superficiales, no debía temer ninguna infección, y si bien estaba demasiado oscuro para recoger lavanda y preparar una compresa, la bondadosa Señora le había proporcionado la mejor medicina de todas para aliviar el calor y la picazón.
Ana Magdalena fue a buscar los restos del estofado y los huesos de pollo, en algunos de los cuales aún quedaba algo de carne. Después, se recogió las faldas hasta las caderas y se sentó en la puerta, con las piernas desnudas extendidas bajo la fría lluvia. Disfrutó de su cena y no se movió hasta que se le erizó la piel y sus dientes castañetearon. Después del calor del día, el frío era un placer.
Continuó sentada un rato, rezando y pensando en lo que debía hacer. De alguna manera, Catherine se había abierto al Mal, que deseaba hacer daño al bebé. ¿Qué le impediría abrirse de nuevo?
Pero ahora que Pietro estaba dormido, Ana Magdalena podía huir con el bebé a otra aldea, otro pueblo, otra ciudad, y educar a la niña como si fuera de ella. Le pareció lo más seguro. No obstante, su corazón estaba atormentado. Si lo hacía, ¿no estaría complaciendo sin saberlo los deseos del Mal?
Unas horas después, la tormenta había cesado. Solo el canto de los grillos y el ulular de un búho interrumpían el silencio de la noche. Catherine roncaba suavemente, acostada de espaldas junto a su marido. El bebé estaba entre marido y mujer, en el hueco del brazo de su madre. Como siempre, Pietro dormía en un silencio de muerte, tumbado de costado. Ana Magdalena sabía que aunque le gritara en el oído no se despertaría, al menos hasta una hora antes del amanecer, pero el sueño de Catherine era ligero y agitado. Había tomado una poción para dormir y estaba agotada después del prolongado parto, pero el fuerte vínculo entre madre e hijo siempre era impredecible.
Aun así, pensó Ana Magdalena, he de cumplir los deseos de la Diosa. Se levantó con lentos y decididos movimientos y se acercó hacia Catherine y la niña.
El bebé dormía en silencio, bañado por la pálida luz de la luna. De hecho, no había llorado desde su nacimiento. Como su padre, pensó Ana Magdalena con ternura. Pietro había sido un niño tan dócil y tranquilo que, en ocasiones, poco después de nacer, Ana Magdalena se olvidaba de su presencia. El tono rojizo de la carita de Sibilla había virado a un rosado suave. A su lado, Catherine parecía pálida. Era un milagro que una mujer tan frágil hubiera parido a una niña tan sana.
La comadrona se inclinó y cogió a su nieta, con cuidado de no rozar el brazo de la madre. La niña se removió con los ojos cerrados pero no emitió el menor sonido. Ana Magdalena, sonriente, la levantó, lenta y cautelosamente.
Catherine se agitó de pronto y gimió en sueños. La comadrona se quedó inmóvil, todavía inclinada sobre la joven, con el bebé alzado.
Al cabo de unos segundos, Catherine se calmó y volvió a roncar. Ana Magdalena emitió un suspiro inaudible y, con el bebé en brazos, salió descalza a la noche.
Diana, protégenos esta noche, rezó cuando sintió la hierba mojada bajo sus pies callosos. Mientras andaba, un súbito brillo iluminó su camino, de forma que pudo ver cada flor silvestre, cada brizna de hierba, hasta la yegua marrón que olfateaba el aire. Alzó la vista y vio que la luna surgía de entre las nubes, ribeteada de una tenue niebla que proyectaba destellos rosa y azul. Al punto se sintió embargada por un sentimiento de amor y destino tan intenso que el momento se le antojó eterno. Había nacido para esto, no había hecho nada en su vida antes de esto, ni haría nada después, salvo avanzar por la hierba y las flores silvestres con aquella niña entre sus brazos.
Levantó el bebé dormido y le besó la frente, imposiblemente tierna. La niña arrugó el ceño como un monito perplejo y su abuela rió por lo bajo… Pero enmudeció al instante cuando oyó el aullido cercano de los lobos, en el corazón del olivar, el lugar al que la Diosa dirigía sus pasos. Se detuvo un segundo, ni uno más, y vio en la oscuridad el destello verde de unos feroces ojos, los ojos de Catherine durante los escasos momentos en que había sido poseída, los ojos del Enemigo.
El miedo se agitó en su interior, pero lo domeñó.
– Seáis de este mundo o no -dijo a los lobos-, marchaos en nombre de la Diosa, y manteneos a una distancia prudente.
Empezó a moverse de nuevo con rapidez y determinación. Los aullidos y los ojos desaparecieron al punto.
La mujer y la niña no encontraron ni un alma hasta llegar a la linde del bosquecillo de olivos sagrado plantado por los romanos, donde árboles antiquísimos extendían sus ramas plateadas hacia el cielo. Ana Magdalena pasó bajo la primera rama protectora. Al instante, las gruesas ramas cubiertas de hojas apagaron la luz de la luna, solo dejando filtrar finos rayos aquí y allá que iluminaban pequeños parches de hierba y tierra que olía a humedad. A la comadrona le resultaba indiferente. A lo largo de los años había acudido a ese lugar muchas veces (al principio atraída por el instinto y las fases lunares, después por la camaradería), y conocía muy bien el camino.
Los árboles de la periferia habían sido despojados en fecha muy reciente de su fruto, pero cuando se acercó al aislado centro vio los árboles cargados de frutos, dejados en honor de la Reina del Cielo. Ana Magdalena sintió bajo los pies las aceitunas maduras e hinchadas, y aspiró la fragancia que liberaban cuando las aplastaba. Mañana habría acusadoras huellas de un negro purpúreo que debería esconder a Catherine.
Llegó por fin al pequeño claro, donde la réplica de tamaño natural de la Madre se erguía disfrazada de María. Tallada en madera, la estatua era muy antigua. La nariz estaba podrida en parte y se negaba a conservar la pintura que cada fiesta de mayo se restauraba con fervor. Había arañazos y marcas en los pies, como si algún animal los hubiera mordisqueado. Una guirnalda de romero reciente, adornada con gotas de lluvia centelleantes, había sido colocada sobre la coronilla de su velo azul claro, pero la lluvia había destrozado la delicada guirnalda de flores silvestres que rodeaba su cuello. Ana Magdalena avanzó con reverencia. Con la mano libre quitó las hojas de olivo pegoteadas a los hombros de la Diosa y repuso la guirnalda como mejor pudo.
Después, con cuidado de no perder el equilibrio, se arrodilló en la tierra mojada.
– La bona Dea -susurró-. Ella es Vuestra, y juro por mi espíritu que siempre lo será. Guiadme para que sea su maestra, y protegednos de las fuerzas que quieren alejarla de Vos.
Dejó a la niña sobre el lecho de hojas de olivo y flores mojadas, a los pies de la estatua. Extrajo el puñal del cinto y, con la delicadeza de una pluma, trazó el símbolo de Diana sobre la frente de la niña. Luego agachó la cabeza y formuló en su mente la siguiente pregunta: «¿Alejo a la niña de sus padres o nos quedamos todos juntos?».
No hubo respuesta. Ana Magdalena repitió la pregunta, sin resultado, lo cual significaba que no había respuesta definitiva. Fuera cual fuese el camino elegido, el resultado sería el mismo. Reflexionó un rato con los ojos cerrados, hasta que se le ocurrió una petición más concreta.
– Enseñadme la magia más potente para que pueda protegerla.
La Madre contestó: Te enseñaré tu elección.
Y la Visión acudió a Ana Magdalena con presteza e intensidad, más intensidad que en toda su vida, incluso cuando la forzaba con hierbas o placer.
De pronto ya no estaba en el bosque, sino sentada en una bonita casa, provista de una chimenea y dos habitaciones, taburetes y un hogar amplio repleto de leña y un fuego chisporroteante. A su lado se sentaba una joven encantadora: Sibilla, que estaba dando de mamar a una niña. Y a los pies de Ana Magdalena, un niño jugaba con una muñeca de madera. El corazón de la mujer se henchió de felicidad. Eran sus nietos…
Al punto se produjo una explosión, como el ruido del vidrio al romperse, un sonido que Ana Magdalena había oído una sola vez en su vida, cuando estaba a punto de desposarse ante el altar y alguien arrojó una enorme piedra contra el vitral de la catedral y los añicos volaron por el aire. En aquel momento, lo había considerado un mal presagio, y se encogió al lado del novio y el sacerdote. Ya entonces la trataban abiertamente de strega en la aldea, y había tenido que ir a la ciudad para encontrar a un cura que no la conociera. Ella y su nuevo marido se habían trasladado a otro pueblo al poco tiempo.
Un mal presagio, incluso ahora lo presentía, hasta que abrió los ojos y descubrió que estaba en el bosque, y que los grandes olivos ardían.
En verdad, las llamas parecían sobrenaturalmente brillantes, y una serpiente ondulante reptaba entre las ramas hacia Ana Magdalena… y la preciosa niña. Avanzó de rodillas hacia el bebé, pero el fuego saltó hacia delante, descendió por los troncos de los árboles y alcanzó las hojas y flores mojadas, corrió con la misma velocidad que alcanza el viento entre el grano, y creó una muralla entre la mujer y el bebé.
Ana Magdalena extendió las manos hacia las llamas (estaba segura de que eran mágicas, porque pese a su brillo no consumían nada), pero las retiró con un agudo grito de dolor, y se contempló con estupor la palma roja y cubierta de ampollas.
– ¡Sibilla! -gritó, pues ya no le importaba despertar a alguien, y se puso en pie. Al instante, el fuego alcanzó mayor altura y adoptó un tono opaco, de forma que no pudo ver a la niña, la cual no emitía el menor sonido. Ana Magdalena no podía ver otra cosa que los enormes árboles, en llamas pero incólumes, como la zarza de Moisés.
El terror la embargó, tanto por ella misma como por la niña. El calor alcanzó tal intensidad que sintió la piel de su cara, brazos y piernas cubierta de ampollas. Pese al miedo y el dolor que la consumían, escudriñó la oscuridad al otro lado del fuego, y vio aquellos relucientes ojos verdes que la miraban.
Eran de lobo, pero de una inteligencia muy superior a la de un animal, engastados en una forma todavía más siniestra: humana, alta y malévola. Al verlos, oyó en su mente el ruido del cristal al romperse.
El Mal siempre había estado presente. Ella había crecido consciente de su presencia, de que su vida era una lucha constante contra el Mal.
– ¡Ayudadme, Diosa! -gritó.
Al punto, las llamas menguaron hasta que pudo ver las plácidas facciones de la estatua de madera. Ana Magdalena experimentó un inmenso alivio. No era un ataque del Mal, se dijo, sino la visión que había suplicado a la Diosa con el fin de aprender la magia más eficaz.
Calmó sus pensamientos. Con una fuerte ráfaga de viento, el fuego se retiró de los árboles, que volvieron a aparecer incólumes y verdes, y trazó un camino entre las hojas chisporroteantes y la tierra hasta formar un círculo alrededor de Ana Magdalena.
Aún sentía un gran dolor y por un instante el miedo aleteó en su interior como un pájaro que quisiera escapar. Luego se calmó, porque entre ella y el Enemigo se alzaba una mujer viva, en el lugar que había ocupado la estatua de madera.
Una mujer de pelo negro y lustroso, ojos oscuros como agua en un pozo. Joven y fuerte, con la nariz de su madre y los labios y la piel olivácea de su padre…
– Sibilla -susurró Ana Magdalena con voz temblorosa de alegría, experimentó felicidad y amor al ver a su nieta, crecida y hermosa, pero también estupor, porque el rostro de la mujer se hizo beatífico y translúcido, transformado por un resplandor interno.
– La Dea viva -murmuró Ana Magdalena, porque ningún rostro humano, mucho menos una estatua de madera, podía expresar una paz, un gozo y una compasión tan infinitas.
Sabía que su nieta había sido elegida para un gran destino, pero nunca había sabido esto: que Sibilla había sido escogida para convertirse en un Recipiente vivo.
Y en aquel momento el corazón de Ana Magdalena se abrió por completo a la compasión y lo abarcó todo: las llamas, el dolor, el destino que la Diosa eligiera para ella. Incluso al Enemigo acechante, el que en el fondo merecía mayor compasión.
Cuando sintió que su compasión se dirigía hacia los malévolos ojos verdes, empezaron a empequeñecerse cada vez más, al igual que su forma oscura, hasta que el ser adquirió el tamaño de un lobo pequeño, y después de un perro. Los ojos verdosos centellearon, perdieron intensidad y se apagaron.
Miedo, comprendió Ana Magdalena. El miedo era para el Mal como la carne para el lobo: lo alimentaba, aumentaba su fuerza. Al instante comprendió el muro que rodeaba el corazón de su nuera, y la sustancia de que estaba construido. Pese a la magia y a todas las plegarias de Ana Magdalena, el miedo de Catherine había expuesto a la niña al peligro.
De repente, Ana Magdalena volvió en sí y vio que estaba arrodillada sola en el oscuro bosquecillo de olivos, silencioso salvo por los ruidos de animales pequeños. La niña dormía en silencio ante sus rodillas. Levantó la vista hacia la familiar estatua de madera y sus labios esbozaron una sonrisa bondadosa.
– Me habéis enseñado estas cosas por un motivo, bona Dea. Permitidme que lo sepa.
Dos caminos se abren ante ti, dijo la Diosa, con una voz inconfundible y silenciosa en el corazón de Ana Magdalena. Uno es seguro; el otro está erizado de peligros. Tú debes decidir. Solo la magia más poderosa podrá transformar a la niña en lo que ha de convertirse, pero no puede aprenderla sola. Por eso, de entre todas las personas del mundo, la he confiado a tus cuidados. Este es tu destino, el motivo de que nacieras. ¿Tomarás la decisión por ella? ¿Por mí?
– Lo haré -susurró Ana Magdalena, con los ojos llenos de lágrimas fruto del amor y el dolor-. Lo haré. Que las dos hallemos el camino más seguro hasta vuestros brazos protectores…
Estuvo un rato arrodillada con la cabeza gacha, sobrecogida, con el corazón abierto a la Diosa. Luego se levantó y recogió el bebé.
Sibilla y ella continuarían viviendo con los padres de la criatura. ¿Para qué crear dolor entre ellos, cuando el Enemigo seguiría a la niña dondequiera que fuera? Además, Ana Magdalena sabía ahora cómo intentaría derrotar al Mal.
Y he de procurar con todas mis fuerzas desterrar el miedo de mi corazón. Que la Diosa me ayude a mantenerlo alejado.
Por fin, Ana Magdalena inclinó la cabeza ante la Diosa y empezó a caminar de vuelta entre los árboles.
Catherine se removía sin cesar en el lecho, bajo el hechizo de un sueño turbador: el bebé estaba llorando, un sonido débil como un ulular, y Catherine sentía que algo se agitaba en sus pechos hinchados, una humedad repentina. Le había subido la leche de nuevo, y era hora de dar de comer a la niña, la niña… ¿Dónde estaba la niña?
Ya no estaba en la cama y a su alrededor solo había penumbras. Por más que se esforzaba no podía distinguir al bebé, aunque lo había dejado a su lado.
Intentó gritar: Marie, cariño… ¿adonde te han llevado, pequeña? Pero la voz murió en su garganta. No podía emitir ningún sonido, solo agitar los brazos, ciega, indefensa, muerta de amor y miedo por su hija recién nacida.
Ante ella, entre la niebla remolineante, se materializó una forma oscura. Catherine parpadeó hasta reconocer a su suegra, con sus faldas negras y el cabello negro-azulado suelto hasta la cintura.
Llevaba en brazos a la niña.
Catherine extendió los brazos hacia su hija, pero Ana Magdalena alejó al bebé, riendo. Y cuanto más se esforzaba Catherine en recuperar al bebé, más lo alejaba Ana Magdalena, mientras se burlaba de ella.
– La niña es mía, Catherine. Fui yo quien procuró su concepción, y la cuidó en tu útero. Yo la di a luz.
– ¡No, no!-chilló Catherine-. ¡Mi bebé! ¡Dame a Marie!
Una carcajada sardónica.
– Su nombre es Sibilla.
Catherine despertó sobresaltada y se llevó la mano a los pechos, que estaban rezumando leche. Desde que había concebido a esta niña, sueños atroces e imágenes horrísonas la atormentaban, y siempre su suegra intentaba matar a la niña. Durante seis años había vivido en paz con Ana Magdalena, y hasta había llegado a quererla. Ahora, solo pensar en ella aterrorizaba tanto a Catherine que pensaba en huir, en abandonar a su adorado esposo y escapar con la niña. Ya lo habría hecho si el embarazo no la hubiera debilitado tanto.
A Aviñón, había decidido meses antes, aunque ignoraba por qué a esa ciudad. No conocía a nadie y nunca había estado. Pero era una ciudad santa, un pensamiento que la consolaba.
Volvió la cabeza hacia su marido en la oscuridad. Pierre dormía a su lado, con respiración lenta y tranquila.
Pero la niña, que había depositado entre ambos, había desaparecido.
Se incorporó de golpe, con el corazón martilleando en su pecho, y su primer pensamiento, veloz y horrible, fue que Pierre o ella se habían tumbado encima de la niña, que la habían aplastado y ahogado, pero no, no había señales de eso. La pequeña había desaparecido, así de sencillo. Volvió la cabeza hacia el rincón donde dormía Ana Magdalena, y vio que su suegra también había desaparecido.
Al punto recordó su sueño, y el pánico la embargó una vez más. Empezó a temblar. Así pues, todos sus temores eran reales: Ana Magdalena le había robado a su hija.
Emitió un leve sollozo y saltó de la cama, con una mueca de dolor cuando sus pies desnudos tocaron el suelo. Avanzó un paso y se sujetó los paños ceñidos en su entrepierna. El dolor era intenso, y Ana Magdalena la había advertido de que, si se movía mucho durante el día siguiente, la hemorragia podría reproducirse.
Con una mano contra el estómago (Catherine se sorprendió al descubrir que todavía estaba hinchado, pero blando y vacío) y la otra entre las piernas, se puso su sucio camisón y se tambaleó hacia la puerta entornada.
Se detuvo en el umbral y escudriñó la oscuridad.
– ¡Ana! -gritó con un susurro ronco-. ¡Ana Magdalena!
No hubo respuesta. La luna brillaba en el cielo. Distinguió las casas de los demás aldeanos y el lejano contorno del bosquecillo de olivos. En dirección contraria, tan lejos que parecía del tamaño de su pulgar, se cernía la ciudad amurallada de Tolosa.
Se aventuró tambaleante en la noche. A cada paso su angustia crecía. El incendio había sido un mal presagio. Las llamas la habrían devorado, y a Marie también, si Pierre no las hubiera salvado. Catherine había intentado, desde el primer día de su matrimonio, confiar en Ana Magdalena, incluso quererla como la madre que nunca había tenido, puesto que la suya había muerto al parirla. Todo daba para suponer que su suegra la apreciaba, pero en algunos momentos Catherine le tenía miedo. Ana Magdalena sabía demasiado acerca de las antiguas costumbres paganas, y aunque parecía muy devota de la Virgen María, nunca la llamaba por su nombre. La bona Dea, la bona Dea, una expresión italiana para designar a la Virgen. Pero eso significaba literalmente «la buena Diosa», y el cura de la aldea le había enseñado mucho tiempo atrás que María no era una diosa por derecho propio, sino una santa. Llamarla Diosa era un sacrilegio, y aunque se lo había comentado a Pierre, este solo había dicho que en Italia el término se utilizaba para María, que su madre era una buena mujer y que no quería oír nada más al respecto, dijera lo que dijese el cura.
Y además, no podía olvidar que Ana Magdalena sabía cosas antes de que fuera posible saberlas. La anciana intentaba ocultarlo, pero Catherine recordaba que había sonreído con suficiencia cuando le confió que esperaba tener un hijo varón, después de saber que estaba embarazada. Había visto un extraño fulgor en los ojos de la comadrona, y casi oído sus pensamientos: «Desees lo que desees, será una niña».
Y así había sido… y Ana Magdalena le había puesto el nombre de Sibilla. ¿Cree que soy retrasada mental?, pensó con repentina ira. ¿Cree que no sé que ese nombre significa vidente, bruja…? Y Pierre…
Pierre, cuya madre todavía insistía en llamarle Pietro después de tantos años de residir en Francia. ¿Pensaba que aún vivía en Italia? Catherine nunca había estado en ese país, pero lo imaginaba como un lugar sin ley donde reinaba el demonio y todas las mujeres practicaban la brujería. Gracias a Dios que el papado se ha instalado en Aviñón, pensó, y que el Santo Padre es francés…
Y Pierre, como siempre, había sido demasiado permisivo con su madre, y había dado el nombre de Marie Sybille a la niña.
Catherine hizo una pausa. Se hallaba en las afueras del prado, frente a los campos de trigo cosechados, sin saber adonde iba. Una vez más, gritó el nombre de su suegra. Una vez más, la respuesta fue el silencio.
Como guiada por una fuerza invisible, sus pies se desviaron hacia el olivar. En aquel momento, un terrible pensamiento se apoderó de ella: Dios la castigaba arrebatándole a su hija. Había pecado, ¿verdad? Había permitido que la comadrona utilizara encantamientos, llevara a cabo todas sus brujerías, para que ella, Catherine, tuviera un hijo sano. Sollozó a pleno pulmón y recordó que, dos días antes, había visto a Ana Magdalena depositar una bolsa de hierbas bajo la silla de parto.
Y Dios había enviado un fuego santo para quemarla, un fuego que había consumido las faldas de la bruja e incluso amenazado a Catherine y al bebé. Había sido una advertencia. ¡Dios!, rezó en silencio mientras las lágrimas escapaban de sus ojos. ¡Devuélveme a mi hija sana y salva, y mañana mismo la bautizaré! Nunca permitiré que esa mujer malvada vuelva a tocarla. La educaré como una devota cristiana…
Todas las historias de horror que había oído acerca de brujas acudieron a su imaginación, y provocaron que su llanto se intensificara: brujas malvadas que robaban bebés, los descuartizaban durante las misas negras ante el altar del demonio y después hervían los cuerpecitos desmembrados para obtener carne y sopa. Brujas que robaban bebés de sus cunas y chupaban su sangre y abandonaban sus cuerpecitos blancos como espectros. Niños hechizados, devueltos posteriormente a sus familias con el fin de que, ya crecidos, mataran a sus padres en nombre del demonio…
Catherine recordaba que, en ciertas ocasiones, había despertado y observado que Ana Magdalena había salido en plena noche. Cuando en una ocasión le preguntó al respecto, su suegra sonrió con pesar y dijo: «Ahora que soy vieja ya no duermo bien, y a veces salgo a pasear para cansarme».
¿Y si todas las historias eran verdaderas?
El miedo la impulsó hacia el lejano bosquecillo. De día, el lugar se consideraba santo, bendecido por la Virgen, pero de noche… pocos osaban penetrar allí, pues se rumoreaba que les embrujaba. Algunos decían que los duendes obraban su magia en la arboleda, profanaban el altar de María, realizaban toda clase de fechorías, y si alguien les sorprendía quedaba hechizado, condenado a vagar eternamente por el bosque.
Catherine no tardó en sentir un dolor sordo en el útero, y notó entre sus piernas una humedad pegajosa. Mareada, cayó de rodillas, jadeante. La hierba que había frente a ella empezó a dar vueltas. Cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, distinguió una figura (medio a oscuras medio iluminada) que corría hacia ella a la luz de la luna.
Ana Magdalena, con el bebé gimoteando en sus brazos.
– ¡Catherine! -la llamó, y la joven, al ver a la niña sana y salva, exhaló un suspiro de alivio.
– Mi bebé…
Extendió los brazos hacia la niña; un error, porque, mareada como estaba, cayó de bruces.
– Catherine… -Por fin, Ana Magdalena se arrodilló a su lado, con el bebé en sus brazos-. ¡Oh, Catherine, querida! Estás sangrando y temblando… ¿Por qué te has levantado?
Apoyó una fría mano sobre la frente de la joven, y su voz y su gesto fueron tan tiernos, que la joven se sintió avergonzada de haber dudado de ella. Y sin embargo…
Catherine miró los pies de su suegra y vio las manchas púrpura que los cubrían. Su decisión fue más fuerte que el mareo. Se enderezó y cogió a su hija.
Ana Magdalena no pasó por alto el significado de su mirada y su gesto. Empezó a explicarse de inmediato.
– No podía dormir, querida, y el bebé estaba inquieto. Para no despertarte a ti o a su padre, me la llevé de paseo para calmarla…
Catherine se bajó el camisón, y tras cierto esfuerzo, consiguió que la niña mamara. La anciana guardó silencio, y su nuera la ignoró con frialdad. Una repentina y agradable contracción suavizó el dolor de su útero. Y una extraña intuición la invadió. Miró a Ana Magdalena.
– Será bautizada mañana por la mañana -dijo con fría determinación.
– Imposible -replicó Ana Magdalena-. Mañana es demasiado pronto para que te levantes de la cama, aunque la hemorragia no se haya reproducido. Deberías quedarte en la cama una semana, como mínimo…
– Será bautizada mañana por la mañana -repitió con calma Catherine. Clavó los ojos en los de Ana Magdalena y supo que comprendía el significado de su mirada, aunque ella misma no acababa de comprenderlo por completo.
No será tuya, anciana, pensó. Es mía, y así será siempre, aunque tenga que alejarla de ambas.
Pero en los ojos de Ana Magdalena brillaba una determinación tan feroz como en los de Catherine, pues reclamaba al bebé para un Poder mucho más ancestral.
Por un momento, las dos mujeres se miraron en silencio. Luego, Magdalena se puso poco a poco en pie, y levantó a Catherine y al bebé.
– Ven, hija. Apoya el brazo sobre mis hombros, así… Poco a poco, poco a poco. Volvamos a casa.
Catherine sintió una punzada, pero no de miedo sino de remordimiento. Se habría esforzado en querer a esa mujer, confiar en ella, tener una madre por fin. Pero por el bien de su hija no se atrevía. Pues aunque Ana Magdalena le había hablado solo con ternura, y demostrado preocupación con sus últimas palabras, Catherine intuía el sentido oculto tras ellas, firme e inflexible: «Su nombre es Sibilla…».
Esta es la historia de mi nacimiento, con el nombre de Sybille, tal como la Diosa me lo reveló. Durante los años siguientes, mi niñez fue normal, pero en 1340, el inquisidor Pierre Gui, hermano del más conocido Bernard, vino a nuestra ciudad, y con él llegó un presagio y mi primera experiencia de la Visión.
Lo cuento tal como me sobrevino, porque solo recuerdo un aspecto, y de eso hablaré más tarde…
Intramuros de la ciudad de Tolosa, la plaza pública que se abría ante la catedral, solo construida en parte, estaba abarrotada de gente y reinaba un ambiente festivo. Más gente, decidió Ana Magdalena, de la que había visto nunca congregada en un lugar. Desde donde estaba sentada, veía un centenar de carretas procedentes de los pueblos que rodeaban la ciudad, cada una atestada de aldeanos con sus hijos. Delante de las filas de carretas, cientos de personas se congregaban ante una berma en la que se habían erigido postes para las hogueras. Docenas de guardias rodeaban la berma y el patíbulo levantado detrás.
Y solo se trataba de los campesinos. La catedral y la plaza estaban llenas de nobles sentados en palcos de justas. Para diversión de los aldeanos, después de dos semanas anormalmente calurosas, Tolosa había despertado un día de mediados de junio veinte grados más fresco de lo que cabía prever. Observaron con alborozo que los nobles temblaban a la sombra cada vez que se levantaba una brisa fría, mientras los campesinos se refocilaban al sol. Algunos susurraban que el extraño tiempo era obra de brujería, pero la mayoría se limitaba a señalar a los nobles temblorosos y a reír.
Al menos, parte de la diversión se debía a los nobles y a su atuendo: los hombres con blusas, calzas y gorras con plumas en tonos amarillo, azafrán y rojo intenso, las damas con vestidos de seda rubí, esmeralda y zafiro, adornadas con coronas y diademas de oro que sujetaban velos agitados por la brisa. Catherine, emocionada, al lado de Ana Magdalena, le daba codazos para llamar su atención sobre una u otra dama, o hacer comentarios sobre un nuevo color de tinte, un corpiño peculiar o un tocado más complicado.
En la parte posterior de una amplia carreta sembrada de paja, dos familias (la de Pietro y su vecino Georges, con su esposa Therèse y sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los tres meses y los cinco años) disfrutaban de un día de fiesta. Todos los campesinos habían sido dispensados de ir a trabajar y todas las personas que ocupaban la carreta de Georges se lo estaban pasando en grande, excepto una. Ana Magdalena se obligaba a sonreír y asentir, a beber de la jarra común de cerveza y a comer pan con queso y mostaza recién hecha con aparente satisfacción. Pero su corazón estaba transido de dolor.
Solo una cosa aliviaba su tristeza: su nieta Sybille, el vivo retrato de la salud, que en aquel momento correteaba alrededor de la carreta con los hijos mayores de Therèse, un torbellino de piernecitas robustas, mejillas rojas y una sola trenza que volaba a su espalda.
– Sybille -llamó Catherine-. Ya es hora de que vengas a comer algo.
No tuvo que repetirlo. La niña se acercó obediente a un costado de la carreta.
A pesar de sus cuatro años, casi cinco, Sybille era una niña serena, una adulta encerrada en el cuerpo de una cría. Había heredado la tranquilidad de su padre, pero no así la angustia y el mal genio de Catherine. De hecho, durante el año anterior, había hablado sin las dificultades propias de los niños, y parecía mucho mayor que Marc, el hijo de Therèse, el cual le llevaba seis meses, pero su voz era todavía aguda y atiplada.
Cuando la niña cumplió seis meses, Pietro hizo valer su autoridad y dijo a las dos mujeres: «No se llama Marie, ni se llama Sibilla, sino Sybille, Catherine, un bonito nombre francés, el nombre de mi abuela, y para ti también, mamá, se llama Sybille, porque no es italiana, sino francesa. Y si os oigo discutir a las dos alguna vez, os tiraré al río Garona y educaré a la niña yo mismo».
Las mujeres habían llevado a cabo un esfuerzo notable por utilizar el mismo nombre. En cualquier caso, el nombre perduró, si bien en ocasiones Catherine revelaba cuál era el nombre que consideraba verdadero en su fuero interno y la llamaba Marie, al igual que Ana Magdalena se equivocaba a veces y la llamaba Sibilla, llevada por su afecto.
Desde la noche del nacimiento de la niña, Ana Magdalena intentaba cumplir las instrucciones que la Diosa le había dado en el olivar: alejar todo miedo de su corazón y, mediante la magia, también del de Catherine, con el fin de proteger a la niña. Las tres mujeres habían vivido en tanta armonía durante los últimos años que Ana Magdalena casi había olvidado el Mal que amenazaba a su nieta y que había infundido tantas suspicacias en su nuera.
Pietro izó la niña a la carreta. Sybille se precipitó a los brazos de su abuela, para regocijo de esta. Daba la impresión de que siempre había querido más a su abuela, lo cual complacía a la anciana, que quería a la niña con toda su alma, más aún que a sus propios hijos, por los cuales habría dado la vida. Catherine las observó con una leve sonrisa, sin dar muestras de celos.
Sybille se sentó en el regazo de su abuela, con cuidado, sin dejarse caer de golpe como hacían casi todos los niños, le rodeó el cuello y la besó.
– ¿Por qué estás triste, Noni?
Ana Magdalena la miró sorprendida, pero no hubo tiempo de contestar. Un murmullo se elevó de la muchedumbre. La anciana alzó la vista y su corazón se aceleró. Vio a un grupo de soldados en la berma. Ocho altos postes estaban hincados firmemente en la tierra.
Ayúdame a soportarlo, bona Dea…
Apretó los labios contra el pelo de Sybille, y aspiró el aroma de la niña sudorosa.
Pasaron susurros entre la multitud como una brisa, y a lo lejos una procesión salió de la catedral. Un grupo de prisioneros, escoltados por un contingente innecesariamente numeroso de guardias.
Seis mujeres y dos hombres, todos rapados, vestidos con el hábito de arpillera de los penitentes y sujetos por grilletes de hierro, de forma que solo podían dar cortos pasos.
Seis mujeres y dos hombres, rostros anónimos para la pira, pero Ana Magdalena vio a cada persona con la claridad de la Visión:
Una desafiante muchacha de quince años, de ojos enrojecidos pero porte orgulloso; una anciana tan encorvada y debilitada a causa de la edad que apenas podía andar con las pesadas cadenas; dos mujeres, fuertes y hermosas, leales amigas que se daban ánimos mutuamente con la mirada; una mujer canosa de edad madura, de rostro y ojos sombríos, abismada en sus pensamientos; y una joven madre (no habían pasado ni dos días del parto), de vientre blando y pechos rebosantes de leche. Y los hombres, uno viejo y lloriqueante, con la cabeza gacha, y el otro de apenas veinte años, que murmuraba con los ojos desorbitados. Un lunático, pobre hombre, que había mascullado alguna tontería sobre Dios y el demonio, y lo iba a pagar con su vida.
Todos presentaban moratones en la cara, con la mandíbula, los labios o los ojos hinchados. Los brazos de las dos amigas y el loco colgaban inertes, grotescamente dislocados. La anciana, cuyos escasos cabellos blancos brotaban como púas de su cráneo, tenía un antebrazo hinchado, probablemente roto. El instinto de curandera acució a Ana Magdalena: deseaba con desesperación llevar a casa a la anciana, encajar el brazo con un movimiento veloz y preciso, para después confortarla con cataplasmas y un fuerte brebaje para el dolor. Pero solo podía contemplar la escena en silencio, impotente.
La anciana entró tambaleante en la plaza y se derrumbó sobre sus grilletes. Un guardia intentó ponerla en pie, pero no pudo. La arrastró mientras los demás avanzaban penosamente, hasta detenerse ante el cadalso.
Cuando los prisioneros y los guardias se pararon, cuatro hombres subieron al cadalso. Dos cuervos y dos pavos reales, pensó Ana Magdalena con asco. De hecho, sabía que eran dos inquisidores de París y dos vicarios del arzobispado local.
El inquisidor principal, un hombre de facciones afiladas, pobladas cejas negras y pelo corto, a la moda de Roma, fue el primero en subir a la plataforma y se preparó para hablar a la muchedumbre, mientras los demás se acomodaban ante él en sus asientos acolchados. Al igual que su alto ayudante, era delgado y vestía la sencilla sotana negra de los clérigos, en agudo contraste con los bien alimentados vicarios, embutidos como salchichas en sus hábitos de seda púrpura.
Se oyó una breve fanfarria de trompetas, y después subieron al cadalso el grand seigneur de Tolosa y su séquito, incluido su único hijo, un niño de rizos color zanahoria, vestido con una blusa azul claro y calzones blancos. Se aferró al brazo de su padre y miró muy serio a la multitud.
Al punto, Sybille se sentó muy erguida y miró al niño con ceño. Ana Magdalena la observó. Era más que la simple atracción de un niño hacia otro. ¿Le reconocía tal vez de otro tiempo?
Mientras Ana Magdalena y ella miraban, el seigneur y su séquito tomaron asiento. Les siguieron a continuación los cuervos y los pavos reales, con la sola excepción del gran inquisidor. Permaneció inmóvil, como una víbora enroscada.
Su ayudante se adelantó, y con considerable aplomo empezó a leer la lista de nombres y las correspondientes acusaciones.
Anne-Marie de Gorgel, por maleficium contra sus vecinos, culto al diablo, asistencia a su sabat y comercio sexual con maligno. Catherine Delort, por maleficium contra sus vecinos, culto al diablo, asistencia a su sabat y comercio sexual con maligno. Jehan de Guienne, por maleficium contra sus vecinos…
La misma acusación repetida seis veces. Incluso contra la pobre vieja, caída de costado sobre sus grilletes. El lloroso hombre de pelo gris, tras oír su nombre en voz alta, se postró de hinojos y gritó:
– ¡Confieso! Confesaré todas las acusaciones y suplicaré perdón al tribunal y a Dios. Pero salvadme de…
El inquisidor alzó la mano para ordenarle silencio.
– Aflige a este tribunal -dijo con serenidad- haber fracasado en nuestra misión fundamental, que es reconciliar con Dios a todos los herejes. Sin embargo, la palabra «hereje» significa «elección». Y estos desgraciados han elegido negar a Dios. Por consiguiente, les hemos entregado a vuestras autoridades locales, que les han sentenciado a muerte por sus actos pecaminosos. Estos buenos guardias se ocuparán de la ejecución, y el grand seigneur será el testigo del gobierno.
»Os exhorto, buenas gentes de Tolosa, a reprimir cualquier acto de hostilidad contra los condenados. No les maldigáis, antes bien tened compasión de ellos, y rezad para que su herejía os inspire fe. Pues las agonías a las que se enfrentan ahora son como pálidas sombras comparadas con el tormento eterno que padecerán antes de una hora.
Ana Magdalena experimentó la sensación de que ya no estaba sentada en el carro junto a su nieta de cuatro años, sino que se encontraba sobre la plataforma, tan cerca del seigneur que casi podía tocarle, no, tan cerca que estaban frente a frente, y podía sentir su aliento sobre las mejillas, podía ver cada arruga de su frente, podía ver su nuez de Adán agitarse cuando tragaba saliva, y sus mejillas moverse cuando apretó los dientes.
Tan cerca que podía sentir la angustia de su corazón y saber que era tan grande como la suya. Saber, como él, que eran inocentes, todos y cada uno, que las confesiones eran mentiras nacidas de los sueños inconfesables de los inquisidores. Saber que algunos de ellos (en especial la muchacha de quince años, y la matrona Delort y el hombre lloroso del pelo cano) estaban tocados por la Visión, y que solo habían sido imprudentes en su uso y a la hora de ocultar su talento a los demás.
Y Ana Magdalena examinó el rostro firme y hermoso del seigneur y el fondo de sus ojos, y después a su transfigurada nieta, y pensó: No me extraña que le mire. Es uno de los nuestros.
Su atención se desvió hacia el espectáculo que ofrecían los guardias, tres de los cuales arrastraron al joven hacia el primer poste. Se debatió con todas sus fuerzas, pese a los grilletes que aherrojaban sus tobillos y brazos. Con la fuerza sobrenatural de los lunáticos, propinó un cabezazo a un guardia y luego a otro. Pero no fue suficiente. El tercer guardia intervino y le asestó un tremendo puñetazo en la mandíbula, haciéndole doblar las rodillas. Mientras la multitud aplaudía, los otros dos guardias le cogieron por las axilas y le arrastraron hacia el poste. Le obligaron a arrodillarse y le ataron.
Incluso entonces, el joven tuvo la osadía de escupirles a la cara.
Entretanto, otros dos guardias habían arrastrado a la anciana inconsciente hacia el segundo poste, la pusieron de rodillas y la ataron. Su cabeza se inclinó hacia delante, ocultando el rostro, de forma que solo se veía el halo blanco de su escaso cabello.
Las mujeres fueron atadas de dos en dos a los postes, y cuando los guardias terminaron su tarea sonaron las campanadas del mediodía. Una vez inmovilizados todos los prisioneros, uno de los guardias frotó dos trozos de pedernal. Un segundo acercó a la chispa una antorcha. Prendió al instante, y el guardia la llevó hasta la pila de troncos y leña que rodeaba al joven arrodillado.
Ana Magdalena apartó la vista y se cubrió la cara con las manos. Sí, apartó la vista, pero no logró ahogar la voz del loco, que aulló con furia desaforada:
– ¡Iréis todos al infierno! ¡Al infierno!
Cuando la brisa transportó el olor a humo y carne quemada, la determinación que Ana Magdalena había cobijado en su corazón durante los últimos cinco años se quebró, y tembló al recordar el dolor experimentado en el olivar la noche del nacimiento de la niña. Había sido una visión a través de las llamas, la agonía física padecida había sido real, y la mayor agonía había sido el miedo que embargó el alma de Ana Magdalena. Desde su infancia en Toscana, su terror más secreto consistía en que la Iglesia descubriera algún día el don que la Diosa le había otorgado y que su vida acabara en la pira.
Ahora, ese temor se apoderó de ella una vez más. Sus dedos se crisparon mientras su mirada era atraída hacia el patíbulo y los hombres sentados allí: no hacia el grand seigneur y su hijo, ni hacia los pavos reales, ni siquiera hacia el gran inquisidor, sino hacia su ayudante, alto y de cara ancha. Le vio con absoluta nitidez y observó, temblorosa, que movía lentamente la cabeza y la miraba a los ojos, mientras sus labios esbozaban una sonrisa de triunfo.
El sol destellaba en sus ojos verdosos. Ana Magdalena intentó respirar hondo.
Era el Mal, pero en una repentina revelación también supo que ese hombre que lo albergaba había nacido el mismo día que ella. Había sido destinado a ser su compañero del alma, el Señor de su Señora, un líder de la Raza, pero el odio hacia sí mismo le había transformado en lo contrario de lo que pretendía la Diosa. Utilizaba sus poderes mágicos innatos para perseguir a su propio pueblo, para aniquilarlo. Y su fuerza aumentaba cada día, y por tanto también el peligro para la Raza…
– Domenico -suspiró cuando reconoció al joven que había lanzado una piedra contra el vitral de la catedral para protestar contra su matrimonio. Ella le había rechazado porque había elegido negar a la Diosa y a su destino.
Y ahora la había seguido hasta Francia, con el fin de destruir a su nieta.
Parpadeó, y en lugar del loco apareció en la pira Sybille, hermosa como una diosa, con el cuero cabelludo carbonizado. Los labios en forma de capullo se habían fijado en un aullido perpetuo.
¡Sybille!, chilló en silencio Ana Magdalena, y el Enemigo susurró en su mente:
¿Quieres saber por qué el fuego te aterroriza? Porque siempre has sabido que ese sería tu destino, porque siempre has sabido que será el de ella. No puedes escapar de mí eternamente…
Ana Magdalena se sintió expulsada de la carreta, como si un viento huracanado la hubiera levantado, y cuando volvió a abrir los ojos se hallaba en medio de un gran incendio, ella y una Sybille adulta, y también todos los mártires atados a los postes que chillaban de dolor, rodeados por una cortina de llamas. Cuando gritaban exhalaban un vapor, que remolineaba sinuosamente hacia el cadalso…
El cadalso, donde el Enemigo, resguardado y lejano, sonreía. Sonreía e inhalaba los vapores exhalados por los mártires como quien absorbe el aroma de un delicioso manjar. Y los saboreaba con un suspiro.
No chillaré, se dijo Ana Magdalena. No le alimentaré… Y con un doloroso esfuerzo de voluntad, la anciana cerró los ojos y la boca. Al punto volvió a la realidad y descubrió que su nieta ya no estaba sentada en su regazo. La niña se había levantado y avanzado como en trance hasta el borde de la carreta.
– Sybille, cariño -dijo Ana Magdalena, al tiempo que reprimía el pánico-, ven a sentarte conmigo antes de que te caigas.
La niña no obedeció a su abuela y siguió inmóvil dando la espalda a los demás, fascinada por el espectáculo.
– ¡Marie Sybille! -dijo con brusquedad Catherine, con tono de sorpresa e indignación a la vez. Nunca la niña había hecho caso omiso de sus mayores, ni obedecido con reticencia-. ¿No has oído a tu abuela? ¡Ven!
Pero la niña continuó inmóvil, tensa y muy tiesa con su vestidito hecho en casa, y la trenza negra que caía sobre su espalda formando una línea recta.
– Las llamas -dijo con voz adulta y pesarosa a alguien invisible-. Madre de Dios, las llamas…
Catherine se acercó presurosa a la niña, y cuando pasó junto a Ana Magdalena, esta distinguió en los ojos de su nuera un extraño destello verdoso: la presencia del Enemigo.
La anciana retuvo a Catherine por el codo. La joven se volvió, gritó y lanzó el otro brazo hacia su hija, con un movimiento que podía ser un intento de asir o de empujar…
Sibylle perdió el equilibrio y chilló al caer por el borde del carro. Siguieron más gritos: los de Catherine, el relincho sobresaltado de una mula, el grito de Pietro y el de la propia Ana Magdalena…
Esos son los recuerdos de mi abuela, tal como ella y la Diosa me los transmitieron. Mi recuerdo del incidente es muy diferente. Estaba mirando las llamas cuando todo el cielo empezó a rielar con el peculiar movimiento turbio del aire caliente sobre un fuego. Y luego empezó a fundirse, a disolverse, y reveló poco a poco una escena diferente, una realidad diferente. Tan cautivada estaba por el súbito cambio de escenario, que no era consciente de mi existencia separada de la visión. Me absorbió.
La Tolosa que yo conocía dio paso a una ciudad más grande, con una plaza más majestuosa, rodeada por una enorme y gloriosa catedral, un palacio de mármol blanco digno de un rey y otros edificios elegantes que pregonaban una gran riqueza, la de Roma en toda su gloria. Por un instante me quedé maravillada ante tanta grandeza. Al siguiente, fui arrojada al infierno y una muralla de llamas ocultó los resplandecientes edificios.
En el interior de las llamas se retorcían unas figuras, cuerpos atrapados que me gritaban: «¡Hermana, ayúdanos! Tú eres la única que puede salvarnos…».
Extendieron hacia mí brazos oscuros, suplicantes, y lancé mis manos hacia ellos, pero grité de dolor cuando el fuego lamió mi carne. No era inmune. Para mi vergüenza retrocedí asustada. En ese instante comprendí que estaba atrapada, porque las llamas y las víctimas me rodeaban.
No obstante, vi dos figuras de pie al otro lado de las llamas, una negra y otra blanca. Me embargó una acuciante necesidad de llegar hasta la blanca. Avancé un paso hasta las llamas, pero el dolor me hizo gritar y desistí.
Mientras miraba temblorosa de miedo, la figura negra se acercó más y más a la blanca… Con terrible certeza supe que si la oscuridad devoraba a la luz significaría el triunfo del Mal. Una vez más hundí mi brazo en el fuego y chillé de nuevo, tanto de dolor como de frustración, porque el terror no me permitía avanzar más.
Sin embargo, sabía que si no me exponía a las llamas y cruzaba el cerco, todo estaría perdido. Mientras miraba, la figura oscura rodeó la luz con movimientos sinuosos, de serpiente, y empezó a devorarla.
Antes de apagarse, la luz suplicó a Dios, no, a un poder mucho más antiguo, sabio y poderoso que Dios… y su petición fue atendida.
Me lancé al fuego y supliqué también al Poder.
Al punto me sumergí en un dulce éxtasis intemporal imposible de describir. Me puse en comunicación con un poder tan pavoroso, tan más allá de la comprensión humana, que me sentí humillada en su presencia.
Sin embargo, no se parecía en nada al severo Dios que nos describía el cura de la aldea, el Dios Padre del fuego del infierno, la condenación, los mandamientos y el purgatorio. A este Poder le importaban muy poco las convenciones, las normas, la mezquina política de los prelados, la forma de adorarle, incluso que le adoraran. Era, simplemente. Era la Vida misma, gozosa, caótica, devastadora. Puro Éxtasis.
Cuando mi mente se recuperó por fin del vacío intemporal, me vi arrodillada en el olivar, ante la estatua de la Virgen, pero Ella estaba viva, era una mujer viva, la encarnación viviente del Goce indecible que yo había experimentado. Al principio, su rostro sonriente era el de mi abuela, y después se convirtió en mí de adulta, que reía y extendía los brazos amorosos a mi yo infantil arrodillado. Y ella sería mi hija, después de mi muerte, y la hija de mi hija, que florecería de generación en generación…
Perdí el conocimiento de nuevo y esta vez, cuando la negrura se despejó, solo vi el techo de nuestra casa y la ventana abierta… y al otro lado, el sol de la mañana en un cielo azul transparente. La luz hirió mis ojos y me protegí con una mano.
– ¿Estás despierta, Sibilla? Ven a sentarte conmigo, hija -dijo Noni.
Estaba ante mí con una taza. Por entonces su pelo era todavía como de ala de cuervo. Al igual que yo, era menuda, pero nervuda y fuerte, y llevaba su toca y falda negras de viuda. Yo pensaba que era la mujer más sabia de la tierra, porque sabía ensalmar huesos, reventar diviesos, colegir por la orina de la semana anterior de una mujer si estaba embarazada, hacer emplastos para las contusiones y tés para la fiebre y la tos. A veces hacía encantamientos para la familia, pero me ordenó que nunca hablara de esas cosas, porque mencionarlas disminuía su poder.
Me pasé la mano por la cara, y percibí olor a humo.
– Gente -dije, y rompí a llorar-. Moría gente. Los quemaban.
– Silencio, pequeña -dijo, y me quitó una brizna del cabello-. Su sufrimiento ya ha terminado. Siéntate, Sibilla.
Entonces comprendí que estaba en nuestra casa, y que mi padre ya se había marchado a trabajar en los campos, y mi madre a coger agua y lavar ropa en el río. También recordé los acontecimientos del día anterior en la plaza del pueblo, y comprendí que mi abuela pensaba que me estaba refiriendo a aquellas pobres víctimas.
Antes de que pudiera hablar, Noni levantó la taza hasta mis labios. Sabía que era uno de sus tés amargos, pero no lo rechacé (había perdido esta batalla particular muchas veces) y lo bebí, con una mueca debido al sabor astringente de la corteza de sauce, un ingrediente que mi abuela utilizaba para tratar todas las dolencias. Lo apuré hasta las heces. Noni devolvió la taza vacía a la alacena y se sentó a mi lado sobre la paja. Apoyó la mano en mi frente. Cerré los ojos, porque su toque era como una bendición.
Uno de los recuerdos más persistentes de mi infancia son las manos de mi abuela. No eran suaves como las de mi madre, sino curtidas por la intemperie, huesudas y callosas. Sin embargo, siempre estaban calientes, y si me quedaba quieta y prestaba atención, sentía la tibieza hormigueante que solo poseía el toque de Noni. Más de una vez, sobre todo de noche, había contemplado sus manos, cuando las posaba sobre mi madre, enferma de gripe, o sobre mí, cuando me postraban las fiebres, y las veía brillar con una luz dorada interior, como si el aire que las rodeaba temblara con un resplandor de polvo de oro.
No me sorprendía verlo. Creía que todo el mundo veía esas cosas, que todas las abuelas poseían un toque sanador, dorado.
Aquella mañana sentí que el toque de mi Noni se retiraba y oí su suspiro. Abrí los ojos para verla, todavía sentada, con expresión muy seria.
– Ayer te desmayaste -dijo- al ver la quema de la plaza, y te caíste del carro. Te golpeaste en la cabeza. A veces dormías y otras delirabas. ¿Recuerdas lo que soñaste?
– No lo soñé, Noni. Lo vi. Era real.
La anciana asintió, miró alrededor para comprobar que estábamos solas y dijo en voz baja:
– Es una forma especial de ver. Algunos la llaman Visión. Es un don de la bona Dea que muy pocos poseen. Mi madre lo tenía, y su madre también. Tú lo tienes. ¿Has visto otras cosas de esta manera?
– Sí -murmuré. Su mención de la Madre Santa me hizo recordar el poder gozoso y risueño que, en mi visión, albergaba la estatua de la Diosa-. A veces veo una luz dorada cuando colocas las manos sobre alguien enfermo.
Ella sonrió.
– El Toque es mi don.
– Anoche, vi gente quemándose, pero no en la plaza, sino en mi… sueño.
Su sonrisa se esfumó.
– ¿Por qué les quemaban, hija?
– No lo sé. Gente mala los mataba… -Y de repente añadí-: Son muy malos, Noni. Van a encender más hogueras, hasta que no estemos seguros en ninguna parte.
Siguió un silencio. Mi abuela apartó la vista y suspiró con tristeza.
– Sibilla -dijo por fin-, la gente teme lo que no comprende. Muy pocos son los bendecidos con la Visión o el Toque, y por eso los demás nos temen, porque somos diferentes.
– Como los judíos -dije.
Yo había visto judíos antes, los mercaderes y prestamistas con sus curiosos sombreros y los distintivos de fieltro amarillo sobre el corazón. Otros niños me habían contado que robaban bebés cristianos, los crucificaban y bebían su sangre. Que, si no bebían sangre, recobraban su apariencia original, demonios con pezuñas y cuernos. Pero esas historias me parecían ridículas. Los judíos tenían bebés, como nosotros, y no daba la impresión de que quisieran menos a sus hijos, y nunca había visto uno con pezuñas y cuernos. Además, cuando le había contado la historia en una ocasión a mamá, me había hecho callar, y Noni se había reído de su ridiculez.
– Sí -contestó Noni-. Como los judíos. O los leprosos. Eres demasiado pequeña para acordarte, pero cuando llegó la enfermedad a la provincia de Languedoc hace muchos años, culpaban a los leprosos de envenenar los pozos. Quemaron a muchos de ellos, pero no se quedaron satisfechos. Después dijeron que los leprosos habían conspirado con los judíos, y muchos judíos fueron atacados y asesinados.
Me senté y rodeé mis rodillas con los brazos.
– Quizá la gente que vi eran judíos. O poseían la Visión.
– Es posible -admitió con tristeza Noni-. No quiero asustarte, hija, pero es peligroso hablar de los dones de la bona Dea con quienes no los comprenden. Tu madre no comprende, pobre alma, y por eso tiene miedo. Hablar de esas cosas, incluso con ella, y no digamos ya con un sacerdote, supondría para las dos un gran peligro.
Las lágrimas me anegaron la garganta.
– Entonces no quiero la Visión, Noni. No quiero atraer el peligro hacia ti.
La abracé y hundí mi cabeza en su hombro.
Ella me acarició el pelo.
– Ay, Sibilla. Siento decirte cosas tan desagradables, pero no tienes elección: la bona Dea te ha elegido, te ha favorecido con un don especial que puede ayudar a mucha gente. Has de usarlo. Si confías en la Diosa, no te acontecerá mal alguno. Pero si rechazas tu don, nunca encontrarás la felicidad.
Entonces le hablé, como mejor pude y con mis palabras infantiles, de mi visión de la Diosa, y ella escuchó con expresión de creciente orgullo. No le hablé del peligro que me acechaba, al igual que a ella.
Entonces se acercó y susurró:
– Te contaré un secreto. Antes de que nacieras, la bona Dea se me apareció en un sueño y dijo que te había elegido para un propósito muy especial en este mundo.
»Tú y yo somos de una raza especial, la Raza de los que sirven a la bona Dea. Algunos poseen dones especiales y otros están para proteger esos dones. Tú posees uno de los dones más especiales y el destino más especial. -Se contuvo-. No debes hablar a nadie de tu visión o te llamarán loca o, aún peor, hereje, y te matarán de la misma forma que a esas pobres gentes de ayer.
»Pero recuerda: la Diosa te ha enseñado esas cosas por un motivo. Nunca has de olvidarlas, sino guardarlas en tu corazón, y esperar a que Ella te guíe…
Verano de 1348
Por consiguiente, durante toda mi niñez recordé y esperé. Pero la Visión no acudió a mí hasta después de muchos años, de hecho, hasta el año más terrible que la humanidad había visto desde su creación.
De la Peste Negra dijeron que era el fin del mundo. Yo sabía que no era cierto. El mundo es capaz de vencer la enfermedad del cuerpo, pero todavía hay que ver si sobrevivirá a la enfermedad que roe las almas de nuestros perseguidores.
Cuando la plaga se desencadenó, carecía de nombre. En realidad, ¿qué apelativo podía derrotar su horror? La llamamos simplemente pestilencia: la peste. Nos llegaron noticias de su avance desde el sur y el este, primero desde Marsella, adonde llegó en enero en los barcos que cruzaban el Mediterráneo. Siguió la costa hasta el golfo de León, donde desembarcó en el puerto de Narbona en febrero. En marzo, cuando supimos que avanzaba en dirección contraria a nosotros hasta Montpellier, toda Tolosa exhaló un suspiro de alivio, pensando que íbamos a esquivarla.
El mismo mes, la muerte subió por el Ródano hasta Aviñón, sede del papado, y se rumoreaba que Dios había decidido castigar por fin al papa Clemente por sus excesos.
En abril, la epidemia llegó a nuestra vecina Carcasona.
Creo que, en realidad, no creíamos las terroríficas historias que nos contaban acerca de una enfermedad que ennegrecía las lenguas de los hombres y causaba que bultos del tamaño de manzanas aparecieran bajo la piel, de barcos encallados con toda la tripulación muerta, de conventos en Marsella y Carcasona donde ni un alma había escapado, de pueblos enteros aniquilados sin ningún superviviente. Nos gustaba contar esas historias estremecedoras, pero no las tomábamos en serio. Eran un entretenimiento siniestro, como los cuentos de fantasmas. Esos desastres acontecían a los forasteros, pero no a nosotros. ¿A nosotros? Nunca.
Arrogantes, no hicimos nada para protegernos ni intentamos huir de la plaga. Dios nos había sonreído. Los campos estaban sembrados y todos nos habíamos congregado a bailar festivamente. El mundo florecía con la promesa exuberante del verano, y nos complacía saber que comeríamos bien mientras los de Narbona y Carcasona se morirían de hambre, porque no quedaban supervivientes suficientes para plantar cultivos.
Por entonces yo era casi una mujer, mi decimotercer verano, y durante los años anteriores Noni me había enseñado las artes de la magia y los encantamientos. Mis lecciones tenían lugar en secreto, cuando ella y yo estábamos a solas, lo cual era raro, porque daba la impresión de que mi madre sospechaba lo que nos llevábamos entre manos. Por ese motivo, mamá solía llevarme a misa a la iglesia del pueblo, y ese verano fui prometida en matrimonio al honrado cristiano Germain, un granjero viudo de treinta años cuya esposa solo le había dejado hijas, una de ellas mayor que yo. El acuerdo me disgustaba, no porque detestara a Germain,
que era muy amable conmigo, sino porque no quería dejar a Noni y mis estudios de magia. Tampoco me importaba abandonar mi vida fácil y cuidar de seis hijas, pero como ya era una experta y respetada comadrona por derecho propio, mis ingresos y posibilidades de trabajo me convertían en una candidata al matrimonio muy apetecible.
Ese verano, por lo tanto, mis pensamientos no estaban centrados en la plaga sino en el espectro del matrimonio, hasta que Noni cayó enferma con fiebre. Nos quedamos aterrorizados. ¿Había llegado la peste a Tolosa?
Durante dos días, mi madre y yo la cuidamos con té de corteza de sauce y emplastos fríos. Yo estaba desesperada, convencida de que moriría. Además, la mañana siguiente a que la abuela enfermara, descubrí una señal ominosa: uno de los gatos del pueblo muerto y tieso junto a nuestra casa, con la última rata que había cazado todavía entre sus patas.
Pero nuestro temor desapareció cuando el delirio de Noni pasó. Al tercer día pudo sentarse y comer un poco, y en cierto momento, cogió mi mano y dijo:
– La bona Dea me lo ha comunicado: aún no ha llegado mi hora.
Experimentamos un gran alivio. No era la plaga de Narbona y Marsella. Y si lo era, las historias que nos habían contado eran simples exageraciones.
Fue al cuarto día de la enfermedad de Noni, repuesta lo suficiente para estar de pie, cuando alguien llamó a nuestra puerta. Era una criada, apenas mayor que yo, rubia y regordeta, con un delantal blanco manchado, una falda oscura y las mangas cubiertas de harina. O trabajaba en la mansión del seigneur o había venido desde la ciudad amurallada. Daba la impresión de haber corrido todo el trayecto. Varios mechones castaños se habían soltado del paño blanco que llevaba alrededor de la cabeza.
– ¡La comadrona! -dijo a mi madre, que se había precipitado hacia la puerta, cuya parte superior estaba abierta para dejar entrar el aire fresco de la mañana-. ¿Sois vos la comadrona? ¡Debéis venir cuanto antes! ¡Mi ama tiene dificultades, y no he podido encontrar al médico!
Mi madre miró a Noni, que estaba sentada en la cama, y a mí, en un taburete a su lado. La joven ladeó la cabeza y nos miró vacilante. Vi un destello de terror en sus ojos.
– Ha padecido fiebres -dijo mi madre-, y ya se encuentra mejor. Ella es la comadrona, y mi hija también, que te acompañará.
La criada me miró con ojo crítico. Al observar su reticencia, Noni dijo con voz débil:
– Mi nieta es tan diestra como yo. La he preparado durante seis años.
– Y yo seré su ayudante -añadió mi madre. Era algo que hacía de vez en cuando por la abuela y por mí, y lo dijo para apaciguar los temores de la mujer.
Noni se recostó contra mí y me susurró al oído:
– Ten cuidado con lo que digas, no sea que despiertes las sospechas de tu madre. -Sabía que yo utilizaba la Visión para ayudar en los partos.
Asentí, consciente de la penetrante mirada que mi madre nos había dirigido, como si supiera con exactitud lo que Noni había dicho.
– ¡Vámonos, pues! -nos apremió la criada, al tiempo que se retorcía sus manos regordetas.
Recogí la bolsa con las hierbas y herramientas de Noni y corrí hacia la puerta con mi madre. Fuera nos esperaba un carro tirado por un caballo esbelto y bien cuidado. Cinco niños llorosos estaban sentados en él. No preguntamos quiénes eran, aunque estaba claro que no eran de la criada. Las niñas llevaban vestidos de brocado ribeteados de piel y los niños blusas de seda bordada.
– Niños, ¿por qué lloráis? -les pregunté mientras mamá y yo extendíamos los brazos para consolarles-. ¿Es por vuestra madre? No os preocupéis. Nosotras la cuidaremos bien, y pronto tendréis un hermano o hermana nuevo.
Pero se acurrucaron entre sí y no hablaron. Dejamos atrás la plaza del pueblo y los campos en silencio, la mansión y las murallas, hasta entrar en la ciudad.
Un viaje de ida y vuelta a la ciudad duraba un día para nosotros, las pocas veces al año que íbamos al mercado. En cuanto traspusimos las puertas, el mundo adquirió vida, con gentes de todas las clases y aspectos. En el campo solo veíamos aldeanos como nosotros, pero aquí había campesinos pobres con andrajos y nobles a caballo, vestidos con sedas y gorras adornadas con plumas, y mercaderes de distinta riqueza. Atravesamos el centro de la ciudad y pasamos ante los diversos comercios: la herrería, la hilandería, la panadería, la zapatería, la taberna y la posada. Por fin, doblamos por la rue de l'Orfevrerie, donde se alzaba cierto número de edificios iguales, casas de cuatro plantas, de postes y vigas, muy parecidas a las de las demás calles, todas inclinadas las unas sobre las otras debido a la edad. Algunas estaban pintadas de azul, otras de un rojo intenso y otras encaladas.
Las plantas bajas estaban ocupadas por tiendas, con escaparates que se proyectaban hacia las ajetreadas calles, mientras sus cautelosos propietarios vigilaban que no aparecieran ladrones. Sobre las tiendas colgaban letreros pintados con colores alegres: un candelero para el platero, tres píldoras doradas para el boticario, un brazo blanco con franjas rojas para el barbero, un unicornio encabritado para el orfebre.
Nos detuvimos ante la tienda del orfebre. La criada saltó del carro, ató el caballo a un poste, dejó a los niños sentados, nos ayudó a bajar y entramos en la casa. La tienda estaba cerrada a cal y canto. Se me antojó extraño, pero estaba demasiado impaciente para alarmarme.
La criada entró antes que nosotros, subió un angosto tramo de escaleras y nos condujo hasta la zona del comedor, donde un hogar oscuro y las ventanas de un color parecido al del pergamino producían una sensación de penumbra. Aun así, la habitación me pareció muy limpia, porque el hogar contaba con una chimenea, lo cual impedía que las paredes se mancharan de hollín. Una buena precaución, porque estaban cubiertas de hermosos tapices, incluyendo el emblema del orfebre, el unicornio, cuya crin blanca centelleaba debido a las hebras de oro puro. Al parecer, los habitantes no compartían la casa con otra familia. De hecho, la casa estaba tan silenciosa que no parecía habitada.
Al otro extremo del comedor, con su amplia mesa de caballete desmontada, sobre la cual descansaban un par de trabajados candelabros de plata, otra escalera conducía al tercer piso. La cocinera se detuvo y señaló hacia arriba.
– La señora os espera en su habitación.
Me volví hacia ella.
– Necesitamos paños y agua. ¿Dónde podemos encontrarlos?
– Iré a buscarlos -dijo la cocinera con repentino entusiasmo, y desapareció por la puerta de una enorme cocina.
Aún oigo el ruido de los zuecos de mi madre y míos sobre los empinados escalones. Recuerdo la perplejidad en la voz de mamá cuando preguntó:
– Pero ¿dónde están los demás criados?
La inquietud me embargó cuando me di cuenta de que era media mañana, una hora en que los criados ya debían tener la comida casi preparada, pero el hogar estaba apagado, y de la cocina no salían sonidos ni olores. Si aquellos cinco niños llorosos eran del orfebre y su mujer, estarían hambrientos. ¿Por qué esperaban fuera?
Pese a mis recelos, continué, con mi madre al lado, sin vacilar ni un instante.
Al final de la escalera, la puerta del dormitorio de los amos estaba abierta, pero habían cerrado los postigos, de modo que la habitación estaba a oscuras. Mis ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra. Había dos enormes armarios y una cómoda apoyados contra la pared exterior, y sobre la cómoda descansaba un gran espejo. Vi mi solemne reflejo, y el de mi madre, su cara hermosa y asustada tan pálida como la toca blanca y el velo levantado sobre sus trenzas rojizas. La cómoda estaba abierta, y no cabía duda de que la habían saqueado. Estaba vacía, a excepción de una ristra de perlas rota. Había muchas perlas diseminadas por el suelo. En un rincón de la estancia se erguía una silla de parto de madera, por lo general un buen presagio, pero me inquietó verla vacía.
Una cama de cuatro postes con colgaduras de brocado se apoyaba contra el centro de la pared interior. De ella surgían los sonidos de alguien que sufría, no los gritos desgarradores de una mujer en pleno parto, sino los débiles gemidos de un moribundo.
Hemos llegado demasiado tarde, pensé. Ha dado a luz y se está desangrando sin remedio. Avancé hacia la mujer, pero de repente sentí el impulso de retroceder. Tal vez debido a algo que impregnaba el aire, porque se percibía un tenue pero inconfundible hedor pútrido, que yo nunca había olido antes, y que no he olido desde entonces.
Fuera lo que fuese, mamá también lo percibió. En el mismo momento que me detuve, su mano aferró la mía para obligarme a retroceder. Recuerdo aquel instante con terrible claridad. Las dos permanecimos inmóviles durante un largo momento en el umbral de la muerte, condenadas tanto si avanzábamos como si retrocedíamos.
De pronto superé el miedo, dejé a mamá en la puerta y crucé la habitación para abrir los postigos. Un rayo de luz hirió la oscuridad e iluminó a la mujer acostada en la cama.
A mis trece años ya había sido testigo de todo tipo de aflicciones. Los chillidos del parto y la visión de la sangre no me conmovían en absoluto. Había oído a mujeres maldecir a sus maridos con palabras que harían enrojecer al diablo, y visto a madres y bebés pasar de la vida a la muerte. Todo eso podía soportarlo con estoicismo, pero ver a aquella mujer enfermó mi corazón.
Estaba inmóvil, demasiado inmóvil, salvo cuando las contracciones del parto la estremecían y levantaban su vientre hinchado. Cuando pasaban, se desplomaba, fláccida como una muñeca de trapo. Un montón de mantas había sido apelotonado a puntapiés al pie de la cama, dejando al descubierto una mancha húmeda en el centro. La mujer había roto aguas en la cama, algo que casi todas las mujeres embarazadas evitaban a toda costa. Más extraño aún era que los criados no hubieran intervenido para impedir que el agua empapara el colchón, cubierto con una sábana.
La escena resultaba más extraña a medida que mirábamos. La mujer aún estaba desnuda, lo cual significaba que los criados no la habían vestido aquella mañana, y sus piernas separadas estaban cubiertas de negros moratones. Hasta las uñas de los pies estaban ennegrecidas. Al principio sentí ira. No cabía duda de que su marido le había propinado una brutal paliza, pese a la inminencia del parto. Luego me acerqué a la cama y vi su cara, y estuve a punto de caer de rodillas a causa del miedo. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero no veían nada, cubiertos con la película opaca propia de los moribundos. Tal vez había sido una mujer hermosa, pero ahora su aspecto era espantoso, y tenía manchas violáceas por toda la piel. Tenía la boca abierta, porque ya no podía contener una lengua oscura e hinchada que sobresalía entre sus dientes manchados de sangre coagulada.
Por fin, mi madre se acercó, y se llevó una mano a la boca y la nariz debido al hedor. Por un instante, pensé que iba a desmayarse y me dispuse a sostenerla, pero se calmó y bajó la mano.
– Señora… -le dijo a la mujer.
– Mamá -dije-. Está demasiado cerca de la muerte para oírte.
Otro gemido, mientras las fuertes contracciones expulsaban el aire de los pulmones y obligaban a su espalda a arquearse. Asomó la coronilla ensangrentada del bebé. Encima, en la piel moteada de púrpura del abdomen de la mujer, gruesos furúnculos supuraban pus.
Yo solía apoyar la mano en el estómago de la parturienta y utilizar la Visión para determinar el emplazamiento y salud del bebé, pero esta vez me sentía tan sobrecogida que no conseguí sentir nada.
Para colmo, mi madre lanzó una exclamación de sorpresa. Seguí su mirada hacia el suelo, donde un cuerpo, de hombre a juzgar por el tamaño, yacía envuelto en una mortaja. Llevaba allí unas horas, porque aún estaba rígido.
– Marie Sybille -dijo mi madre con el tono más autoritario que le había oído nunca-, la peste ha llegado a Tolosa. Pide a la cocinera que te lleve a casa y no te pares a hablar con nadie.
– No puedo abandonarles. -Señalé con la barbilla al bebé y su madre.
– Yo me quedaré -replicó mamá, y se puso a mi lado con valentía desafiante.
Este es el momento que intento recordar cuando la ira que siento contra mi madre amenaza con envenenarme. Pese a sus temores, me quería tanto que deseaba morir en mi lugar.
– Si te quedas, localiza a la cocinera -dije-, y averigua qué ha pasado con los paños y el agua.
Por lo general, mamá me habría soltado un bofetón por darle órdenes y no hacer caso de las suyas, pero en esta ocasión yo era la comadrona experta y ella no. Apretó los labios y salió al instante de la habitación.
Los suyos fueron los únicos pasos que oí, incluso en el piso de abajo. Comprendí que nunca más volvería a ver a la criada, los niños o el carro.
Cuando mamá regresó con los paños y el agua, la mujer de la cama se estaba retorciendo espasmódicamente. Al principio pensé que el bebé iba a salir, pero al cabo de un rato, sus movimientos se hicieron anormales y alarmantes. Se puso rígida y luego se agitó con violencia, como si intentara arrojarse de la cama, al igual que un pescado intenta saltar de la tierra al agua. Mamá extendió los brazos para evitar que cayera o se hiciera daño. En ese momento la mujer gimió, apretó la mandíbula y mordió con ferocidad su hinchada lengua negruzca. Temí que iba a partirla en dos. Un líquido oscuro brotó y resbaló por su barbilla.
Entonces, sus movimientos cesaron con brusquedad, y su cuerpo se derrumbó sobre el colchón. Sus ojos vidriosos se clavaron en alguna horrísona visión al otro lado del techo.
En el ínterin, había extraído el pequeño cuchillo de mango blanco de mi fardo. Lo utilizaba para cortar el cordón umbilical, pero esta vez no habría forma de liberar al bebé del útero. La parte más ancha de la cabeza todavía no había pasado. El rostro de mamá adquirió un tono ceniciento, y gotas de sudor perlaron sus labios, pero permaneció serena mientras yo cortaba.
Brotó sangre de la incisión practicada en el vientre de la mujer. Había olido sangre y nacimiento antes, y conocía el repugnante hedor fecal de las entrañas de una persona, pero jamás había olido algo tan fétido como cuando abrí a la mujer del orfebre.
Corté con cuidado y parsimonia, levantando con una mano la piel moteada por la peste, con su capa de grasa amarillenta ensangrentada. Primero vimos las nalgas del bebé, brillantes a causa de la sangre y la capa amarillo pálido, y luego su diminuta espalda. Hice una mueca al sentir el tacto blando y resbaladizo de la sangre y el útero, pasé las manos por su estómago, mientras mamá sostenía la piel. Tuve que tirar para liberar la cabeza del bebé, lo cual me exigió un esfuerzo descomunal. El bebé quedó libre con un sonido de succión, y casi resbaló de mis manos. Sonreí de júbilo, pese al macabro entorno (la llegada de un niño es capaz de disipar hasta el dolor más profundo), y se lo tendí a mamá, quien lo cogió con uno de los paños y empezó a secarle.
Nuestra alegría desapareció pronto, porque el niño no se movía, ni intentó aspirar una bocanada de aire pese a nuestras repetidas palmadas. Estaba fláccido como un garito muerto.
Mi madre envolvió a la pobre criatura en paños de cocina y lo dejó entre los pechos muertos de su madre. Después cubrí el cadáver de la mujer con mantas y recuperé mi fardo. Bajamos juntas por la escalera.
No había nadie en la casa. La cocinera había huido con el carro. Sentí rabia hacia ella por abandonar a su ama y al niño nonato, y también por llevarnos a una casa infectada por la peste. No obstante, comprendí que era la clase de mujer a quien el miedo había arrastrado hacia el mal. Al menos, se había preocupado de que cuidaran a los hijos del amo y de que unas comadronas atendieran al recién nacido. Tal vez confiaba en que las hierbas de las mujeres salvaran a su ama moribunda.
Mamá y yo fuimos a la tienda del boticario, que era la contigua, donde comunicamos a la mujer que la peste había llegado al vecindario, y pedimos que llamara a un sacerdote (por lo que nosotras sabíamos, la mujer y el niño habían muerto sin confesarse, sin los últimos ritos que les permitirían ir al cielo). Pero nos cerraron la puerta en las narices.
Habríamos vuelto a pie a casa, pero Dios intervino. Mi madre se encontró con un sirviente de la mansión del seigneur que nos reconoció como la esposa e hija de Pierre de Cavasculle, y nos dejó subir a la parte posterior del carro, al lado de las provisiones adquiridas para la mansión. Recorrimos a pie los escasos kilómetros que separaban el castillo de nuestra aldea. Cuando llegamos a casa, el sol acababa de ponerse y papá estaba terminando la frugal cena que le había preparado la abuela, la cual parecía casi recuperada.
Mamá les contó la horrible historia del parto y la peste, la piel ennegrecida, los furúnculos pustulentos. Mi padre escuchó con aire sombrío y dijo que uno de los aldeanos que trabajaban en las tierras del señor había informado que este, que había visitado en fecha reciente a los prelados de Aviñón, también estaba enfermo. Todo el mundo temía que la peste hubiera llegado al castillo, lo cual significaba que pronto se cebaría en el pueblo.
Noni no dijo nada, pero después de cenar y acostarnos, encendió la lámpara y se sentó a coser cuatro pequeñas bolsas de tela, las cuales llenó con una mezcla de hierbas y cerró a continuación con cordeles largos, que ató para poder utilizarlas como collares. Desde donde estaba yo, acostada al lado de mamá, fingí dormir y observé con los ojos entornados hasta que Noni terminó los encantamientos.
Una vez se hubo asegurado, por la respiración regular de mi madre y los ronquidos de mi padre, de que ambos estaban dormidos, se acercó a la ventana abierta y sostuvo las bolsas de hierbas como si las ofreciera a la luna. Guardó silencio un rato, y entonces vi que sus manos empezaban a brillar cada vez más con la luz dorada de la curación.
Entonces empezó a murmurar una bendición en su lengua nativa. Yo solo sabía unas pocas palabras de italiano, de modo que no puedo repetir con precisión lo que dijo, pero conocía muy bien una frase: la bona Dea, la bona Dea…
Pronunciaba el nombre como un amante acaricia, y en sus labios se convirtió en el sonido más dulce que había oído en mi vida. Mientras hablaba, dio la impresión de que las nubes se desplazaban, permitiendo que la luz de la luna penetrara por la ventana y bañara las bolsitas. Al compás del lento cántico «Diana… Diana…», el resplandor dorado de las manos de Noni pasó a las bolsas y se mezcló con el brillo plateado de la luna, hasta que cada encantamiento emitió su propia aura radiante, blancodorada. Respiré hondo al ver la belleza de la luz. Creo que Noni debió de oírme, porque dirigió una sonrisa significativa a la luna. Después nos despertó a los tres un momento para colgar los encantamientos alrededor de nuestros cuellos. «Medicina -dijo a mis padres-, para ahuyentar la peste.» Yo sabía que era mucho más. Hasta mamá aceptó el collar de buen grado. Por lo visto, las horribles escenas que había presenciado aquel día fueron suficientes para silenciar todas sus sospechas.
En la oscuridad, el encantamiento despedía un resplandor dorado entre mis pechos infantiles. Me dormí con la sensación de estar protegida, a salvo en el cálido resplandor del amor de Noni y Diana.
Al cabo de unos días llamaron del castillo a mi padre para que fuera a trabajar en los campos del señor, porque los hombres que solían atenderlos habían caído enfermos. Papá gruñó, porque sus cosechas exigían también su atención, pero debía al señor varios días de trabajo y no podía hacer otra cosa. Abandonó sus campos y fue al castillo con el intendente, que había venido a buscarle.
El mismo día, un visitante llamó a nuestra puerta. Mamá había salido a buscar agua, y yo estaba barriendo el hogar, mientras Noni preparaba hierbas recién cogidas para secarlas en previsión del azote de la peste. Dejé la escoba al punto y corrí a la puerta, cuya mitad superior estaba abierta.
Vi a un hombre corpulento de edad madura, vestido elegantemente con una camisa corta bordada de seda roja provista de largas mangas acampanadas, calzones amarillos, zapatillas de terciopelo rojo y una gorra con una pluma amarilla. No obstante, su cara no estaba en consonancia con su ropa. Era ancha, de nariz y labios gruesos, y diminutos ojos hundidos. Detrás de él, atado a la lila en flor, se erguía un hermoso caballo negro.
La frente del hombre estaba fruncida de preocupación, y removía los pies presa de la agitación.
– ¡La comadrona! -casi gritó, no con aires de superioridad sino impulsado por la desesperación-. ¿Vive aquí la comadrona?
– Sí, monseigneur -contesté con suficiente serenidad para hacer una pequeña reverencia. Descorrí el cerrojo, abrí la puerta y le invité a entrar.
Al instante, una mano aferró mi hombro con fuerza. Noni estaba a mi lado.
– No -murmuró en mi oído-. Hablaré con él fuera. Tú quédate aquí.
Obedecí, mientras Noni salía y cerraba la puerta a mi espalda.
– Yo soy la que buscáis -dijo, en un tono que comunicaba gentileza y suspicacia al mismo tiempo-. ¿En qué puedo ayudaros, monseigneur?
El rostro del hombre se contrajo en una mueca. Se llevó las manos a los ojos y empezó a llorar. Comprendí con un escalofrío el motivo de su visita, y por qué Noni no le había recibido en nuestra casa. Creí ver, incluso a plena luz del día, que un suave resplandor dorado emanaba del corazón de Noni, sobre el cual llevaba colgado el encantamiento, oculto bajo la ropa.
El hombre parecía incapaz de hablar, y por fin Noni preguntó con dulzura:
– Es la peste de Marsella, ¿verdad? ¿Tienen la piel ennegrecida y los furúnculos?
El hombre asintió, y logró farfullar unas palabras puntuadas por sollozos y gemidos. Era un próspero abogado cuya mujer y tres hijos habían caído enfermos, y sus criados indispuestos o huidos.
– ¿Por qué no llamáis a un médico? -preguntó Noni.
Tolosa tenía seis médicos. Uno cuya tarea exclusiva era cuidar del grand seigneur y su familia, y cinco cuyos servicios estaban solo al alcance de los ricos. El que aquel abogado fuera a buscar los servicios de una comadrona de pueblo demostraba un grado de desesperación poco común.
– Los médicos que no han huido o caído enfermos están muy ocupados con sus pacientes. Por favor, soy rico. Pagaré lo que sea. Lo que sea…
Mi abuela meditó unos momentos, aunque su determinación no flaqueó.
– Os daré medicinas, pero no iré con vos a la ciudad.
– ¡Sí, sí! -accedió el hombre-. ¡Pero daos prisa! Temo que mueran antes de mi regreso.
– Esperad aquí -ordenó Noni.
Volvió a la casa y reunió hierbas mientras yo miraba, silenciosa y sombría, junto a la puerta. Añadió té para la fiebre y unos polvos amarillentos de olor sulfuroso para los furúnculos. Luego salió y explicó al hombre cómo debía utilizarlos.
El abogado escuchó con angustiada atención.
– Pero, señora, ¿no tenéis amuletos, alguna magia que pueda salvar a mi familia?
Noni retrocedió como escandalizada y apoyó una mano sobre su corazón, donde el encantamiento estaba escondido.
– Seigneur, soy una buena cristiana. La única magia que conozco es la medicina de las hierbas, que Dios en Su misericordia nos ha revelado.
El hombre rompió a llorar de nuevo.
– Y yo también soy un buen cristiano, pero Dios en Su misericordia ha tenido a bien infectar a mi familia con la peste. Por favor, señora, mi esposa y mis hijos se mueren. ¡Tened piedad de nosotros!
Sepultó de nuevo el rostro en sus grandes manos.
Noni suspiró, algo desconcertada por el hecho de que un hombre tan rico la llamara «señora», y volvió adentro. Hizo un pequeño atado de diversas hierbas, lo ató con un cordel, apoyó las manos encima y rezó unas palabras en voz baja. El atado brilló un poco, pero no con el resplandor de los encantamientos que había hecho para nuestra familia. Salió y se lo tendió al hombre.
– Llevadlo encima en todo momento -ordenó-. Tocadlo con frecuencia, y al mismo tiempo pensad en vuestra mujer y vuestros hijos como un todo.
– ¡Que Dios y la Virgen María os bendigan! -dijo el hombre, y a cambio le dio una moneda de oro. Tanto Noni como yo la miramos, fascinadas. Nunca nos habían pagado con oro.
Noni le devolvió la moneda.
– No puedo aceptarlo. No me debéis nada por el amuleto, solo por las hierbas. Esto triplica los emolumentos de un médico…
Pero el hombre montó en su caballo negro y se alejó al galope.
En aquel momento mi madre apareció en el umbral con el cubo de agua en equilibrio sobre el hombro. Miró con perplejidad al jinete, después a Noni, que estaba admirando la moneda de oro entre el índice y el pulgar.
– Más peste en la ciudad, y ahora los médicos están muriendo -explicó mi abuela, mientras mi madre entraba en casa.
Noni la siguió, y yo me incliné hacia ella para examinar la moneda. Más tarde descubrimos que era una livre d'or auténtica, un objeto hermoso y brillante. Noni mordió la moneda con fuerza. Cuando vio la débil huella de sus dientes, sonrió. Éramos ricos.
Pero nuestra alegría, adquirida con el dolor de otra gente, fue interrumpida al instante. Oímos un golpe sordo a nuestra espalda, ruido de madera sobre madera, un chapaleo. Nos volvimos y vimos a mamá espatarrada en el suelo de paja, con la falda empapada y el cubo volcado sobre sus rodillas.
Se llevó una mano a la cara y nos miró con expresión estupefacta.
– He tirado el agua.
– ¿Te has hecho daño, Catherine? -preguntó Noni, mientras cogíamos cada una de un brazo a mamá y la ayudábamos a levantarse. Noté muy caliente la carne, debajo de la manga mojada.
– He tirado el agua -repitió, mientras paseaba la vista entre Noni y yo con leve desesperación, como si quisiera decirnos algo importante, pero no encontrara las palabras apropiadas para transmitirlo.
– No pasa nada -dije en tanto la acompañaba hasta la cama-. Cogeré el cubo e iré a buscar más.
– ¿Hace frío hoy? -preguntó mi madre, recorrida por un violento escalofrío. Mientras le quitábamos la ropa mojada, el tenue resplandor del encantamiento que colgaba entre sus pechos parpadeó de repente como una llama y se apagó.
Mamá pasó el resto del día en la cama, con escalofríos y fiebre alta.
– ¿Me estoy muriendo? -preguntaba durante los escasos momentos que recobraba la lucidez-. ¿Es la peste?
La tranquilizamos: su piel no se ennegrecía, y no había señales de furúnculos. Era la fiebre que había afectado a Noni antes, y no tardaría en recuperarse.
Dijimos lo mismo a mi padre cuando, cansado y desalentado, regresó al anochecer. Se mostró muy preocupado por ella e intentó darle la sopa, pero la fiebre alteraba su estómago y no podía comer nada.
Papá se alegró un momento al ver la magnífica livre d'or, y después de cenar nos habló con aire sombrío de los problemas que afectaban al castillo.
– La peste se ha propagado ahora entre nosotros, los siervos de la gleba -dijo con tristeza, los ojos grises concentrados en el potaje de cebada que Noni había preparado-. Dicen que el senescal morirá antes de que pase un día. Sus responsabilidades recaen ahora sobre el intendente, un idiota incompetente que no sabe nada de administrar campos o trabajadores. Yo mismo vi a un hombre, un trabajador contratado de otro pueblo, que se desmayó en los campos. Tenía un gran bulto rojo en el cuello.
Los ojos de Noni se entornaron al instante. Estaba de pie junto a él. Nunca comía hasta que su hijo se había saciado, y esperaba con el cucharón en ristre para volver a llenar su plato. En cuanto a mí, me senté frente a papá y le escuché con creciente temor. Quise decirle que no volviera al castillo, que no volviera a trabajar en las tierras del señor, y colegí por el miedo que transparentaban los ojos de Noni que ella deseaba decir lo mismo. Pero que un villano se negara a trabajar en los campos del señor cuando se lo ordenaban era un delito que se castigaba con la horca. Por eso las dos nos mordimos la lengua.
De todos modos, Noni reunió fuerzas para decir:
– Pietro, hay paja limpia junto al hogar. Duerme ahí esta noche. -Y cuando papá la miró, con repentino pánico en los ojos, ella añadió, con el punto exacto de irritación para que él la creyera-: No, no es porque piense que Catherine ha contraído la peste de Marsella, sino porque si te acuestas con ella y te despiertas con las fiebres, debilitará tus fuerzas y serás presa fácil de la enfermedad que asola el castillo.
Mi padre se negó, dijo que no permitiría que Catherine durmiera sola, y tal vez el calor de su cuerpo le haría bien. Yo dormí junto al hogar, sobre la paja al lado de Noni, que se levantó en una ocasión para cuidar a mamá. Estuvo sentada durante una hora, y luego yo la sustituí.
En las horas previas al amanecer me despertaron unos gritos débiles. Me incorporé y vi que mi madre agitaba los brazos en la cama, intentaba abofetear a mi padre, mientras este se esforzaba por impedir que cayera de la cama al suelo. Noni procuraba ayudarle.
Mientras miraba horrorizada, mi madre, en su delirio, tiró del amuleto que colgaba de su cuello, con tal fuerza que el cordel se rompió, y entonces arrojó al suelo la bolsita.
Noni la rescató, pero mientras lo hacía miró a su nuera con expresión dura, como si estuviera furiosa con mamá por lo que había hecho, pero me dije que debía estar equivocada. Mi padre, con rostro apesadumbrado, se quitó su amuleto y lo deslizó por la cabeza de mi madre. Luego, se sentó sobre la paja a mi lado, y yo oculté mi cara en su espesa barba oscura mientras ambos llorábamos.
El segundo día de la enfermedad de mi madre, la mujer del herrero vino desde la ciudad. Noni la recibió fuera, le dio las hierbas y la despidió, como había hecho con el abogado. Después, los habitantes de nuestra aldea empezaron a desfilar, uno tras otro. Noni les dio hierbas, hasta que casi no quedaron para nosotros. Por fin, cerró la puerta, dejando la parte superior apenas abierta para permitir que escapara el humo del hogar, y explicó desde el otro lado a los desesperados aldeanos qué hierbas debían buscar y cómo utilizarlas.
Entre visita y visita, mientras Noni sesteaba junto al hogar, yo bañaba a mamá para aplacar su fiebre. Su cuello estaba un poco hinchado, pero no le concedí importancia, porque suele ser un síntoma de las fiebres. Pero cuando desaté las cintas de su camisón y le bajé la prenda, vi un bulto, duro, del tamaño de un huevo, y rojo. La piel circundante estaba moteada de púrpura, el color de la sangre vieja.
Desperté a Noni y le dije que mamá había contraído la peste. Preparamos una cataplasma y se la pusimos en el furúnculo de debajo del brazo, y después descubrimos dos bultos más en las ingles de mamá. No pude por menos que pensar en la pobre mujer embarazada que había muerto.
Avanzada la tarde, mi padre regresó del castillo. Me sorprendió verle por dos motivos: uno, porque nunca regresaba a casa de sus propios campos hasta que oscurecía, y dos, porque había vuelto a pie, y la costumbre era que el intendente trasladara en carro a su casa a los siervos que trabajaban en los campos del señor.
Alcé la vista cuando oí el ruido de la puerta al abrirse. Mi padre estaba en el umbral. Se demoró un poco con su gorra usada en las manos. Nunca olvidaré aquella escena: un hombre apuesto, ancho de hombros, de barba negroazulada, tan moreno como mi madre rubia.
Al oírle, Noni se apresuró a preparar la cena, que aún no había puesto a calentar en el hogar debido a las visitas y la hora temprana.
– ¡Papá! -exclamé-. ¿Por qué has vuelto tan pronto?
Me levanté y avancé hacia él.
No contestó, sino que vaciló en la puerta, mientras retorcía la gorra entre sus grandes manos de nudillos ensangrentados. Algo pasaba. Sus ojos eran los de un muchacho asustado y confuso.
Pese a la confusión, miró primero a mi madre, después a mí, y cerró los ojos.
– Catherine -susurró, pues había comprendido por fin que la peste había llegado a nuestra casa. Experimenté un inmenso deseo de consolarle, como si él fuera un niño y yo su madre.
Al fin, se quitó los zuecos y entró, sin acordarse de cerrar la puerta, y la luz del hogar reveló manchas oscuras en su camisa.
– ¡Papá! -grité alarmada tras inspeccionarlas. Porque eran de un color pardorrojizo, el color de la sangre seca.
Él las miró, como sorprendido de verlas.
– Nadie fue a trabajar a los campos, salvo otro siervo, Jacques la Campagne, que vomitó sangre y cayó muerto a mi lado mientras trabajábamos. Intenté encontrar ayuda, pero todo el mundo había desaparecido, salvo el cura, que vino a dar la extremaunción a la madre del señor.
– ¿Ha muerto? -pregunté horrorizada.
Una extraña expresión cruzó el rostro de mi padre, como si intentara escuchar las palabras de un alma invisible.
– Estoy muy cansado -dijo de repente. Fue a la cama y se acostó junto a su esposa, y ya no volvió a levantarse.
Pese a los muchos años transcurridos, el recuerdo del sufrimiento de mis padres no se ha borrado con el tiempo. El dolor sigue vivo.
Mi padre cayó enseguida en un profundo delirio, y pese a que le di mi amuleto resplandeciente, como él se lo había dado a mamá, nunca volvió a recobrar la cordura. Aunque estaba muy afectado por la fiebre, la enfermedad tomó un curso diferente. Los furúnculos de la peste no aparecieron bajo sus brazos o en las ingles. La enfermedad afectó a sus pulmones, de modo que escupía un esputo sanguinolento. Murió al cabo de dos días.
A esas alturas mi madre se había convertido en un ser digno de compasión, con la piel moteada de manchas negras y bultos que supuraban pus y sangre. Era la enfermedad que hacía oler a los vivos como si estuvieran muertos, aunque todavía conservaran la vida.
Cuando mi padre murió, mi madre gritó su nombre y luego se hundió en un silencio total. Noni y yo estábamos seguras de que seguiría a su marido.
Yo estaba muy abatida. Cuando mi padre falleció, fui al pueblo en busca del cura para que le administrara la extremaunción. Aunque era mediodía, la aldea parecía desierta. Ningún siervo trabajaba en los campos y ninguna mujer sacaba agua del pozo, pese a que había muchos animales. Las vacas deambulaban sin que nadie las controlara entre las cosechas recién plantadas, comían lo que se les antojaba, y un rebaño de cabras, cuyas hembras balaban lastimosamente porque nadie las ordeñaba, se acercó a mí.
El sacerdote no estaba en la iglesia ni en la rectoría. Cuando crucé el cementerio, me topé con el enterrador, que estaba cavando otra tumba. Le pregunté por el cura.
– Muerto o agonizante -dijo el enterrador-, o dando la extremaunción en alguna parte. Solo es cuestión de tiempo que le entierre también a él.
Su cara y ropas estaban negras de muchos días de mugre y muerte. Indiferente a las lágrimas que resbalaban por mi cara, hablaba con tono inexpresivo, el de alguien muy fatigado y aturdido por la omnipresente visión de la muerte. A su lado había una docena de montículos nuevos y tres tumbas recién cavadas, mientras trabajaba en una cuarta. Señaló las otras tres.
– Pero esas estarán llenas antes de mañana. Si tienes muertos, tráelos tú misma, porque ya no queda nadie que pueda ayudarte. Y será mejor que los traigas pronto, mientras aún queda sitio. -Hizo una pausa y ladeó la cabeza de una forma rara-. Es el fin del mundo, ¿sabes? El sacerdote nos leyó la Biblia. El último libro, el de las Revelaciones… -Lo recitó de memoria-: «Cuando abrió el sello cuarto, oí la voz del cuarto viviente, que decía: Ven. Miré y vi un caballo bayo, y el que cabalgaba sobre él tenía por nombre Mortandad, y el infierno le acompañaba».
Al anochecer volví a casa con el corazón contrito, y le dije a Noni que tendríamos que transportar el cadáver de papá al cementerio sin ayuda. Y así, con los ojos de mi padre abiertos en la muerte, solo pudimos bendecir su cuerpo nosotras, y le bañamos y envolvimos en su mortaja blanca. Estuvimos en vigilia toda la noche, rezando y observando a mamá, para ver si aún respiraba.
Por la mañana, para nuestro asombro, la fiebre de mamá había remitido, pero seguía sumida en un sueño profundo. Tuvimos que encargarnos del entierro de papá sin más dilación, porque hacía calor. Cerca vivían Marie y Georges, nuestros vecinos más acaudalados, porque poseían un mulo y una carreta. Fui a su casa y al descubrir la carreta, y el animal sin atar, llamé desde fuera. La mitad superior de la puerta estaba abierta, pero un silencio de muerte reinaba en la casa. Cogí la carreta y el mulo sin remordimientos, porque sospechaba que los propietarios nunca más volverían a necesitarlos.
Cuando llegué, Noni y yo emprendimos la triste tarea de levantar el cadáver de papá. Los muertos pesan mucho más que los vivos, de modo que yo alcé a mi padre por debajo de los brazos, mientras Noni lo hacía por las piernas, pero me di cuenta que nos resultaría imposible depositarle en el carro.
En aquel espantoso momento alguien llamó a la puerta abierta. La cabeza de papá me impedía ver a nuestro visitante, y Noni estaba de espaldas a la puerta.
– ¡Idos! -gritó encolerizada Noni entre lágrimas, al tiempo que detenía nuestro lento avance hacia la puerta-. La peste ha llegado a nuestra casa. ¿No veis que mi hijo ha muerto? ¡Ya no me quedan más hierbas!
– No he venido a pedir sino a ayudar -dijo una voz bella y profunda.
Una curiosa luz alumbró los ojos de Noni. Bajó poco a poco las piernas enfundadas de papá en la mortaja hasta el suelo y se volvió. Yo también deposité a papá en el suelo con ternura y miré hacia la puerta.
Vi a un hombre alto, curtido por la intemperie, con una franja blanca que partía su larga barba gris. Sus ojos, grandes y de espesas pestañas, y su nariz aquilina le habrían identificado como un judío, aunque no hubiera llevado la marca de fieltro amarillo y el sombrero característico. El que un judío se aventurara más allá de las murallas de la ciudad era inusitado. Por su propio bien, se quedaban en el barrio de la ciudad que les había sido asignado, daban a luz a sus bebés y cuidaban de sus enfermos.
Pensé en las historias que había oído acerca de los judíos, pero no había la menor señal de monstruosidad en la apariencia de aquel hombre. Sus ojos eran viejos y acuosos, con los blancos amarillentos y los iris tan oscuros que las pupilas apenas se veían. Eran los ojos más poderosos y bondadosos que había visto en mi vida.
Entonces supe que era un miembro de la Raza.
Noni también estaba impresionada, porque contestó con voz débil:
– ¿A qué habéis venido, señor? Este lugar es peligroso. La peste nos ha golpeado.
– No hay ningún sitio seguro -respondió el anciano judío-, y Dios me ha concedido muy poco tiempo.
Sin más, entró en casa y me indicó con un gesto que le dejara sitio. Levantó a papá por las axilas. Ahora, con la distancia de los años, parece muy extraño, pero en aquel momento me pareció la cosa más natural del mundo correr al lado de Noni y ayudarla a levantar las piernas de papá. Cogí la izquierda y ella la derecha, y con la ayuda del desconocido depositamos el cadáver en la carreta de Georges sin problemas.
– Monseigneur -le dije, un título honorífico que los judíos recibían pocas veces-, gracias por vuestra ayuda.
En respuesta, de su capa negra sacó un pequeño cuadrado de seda negra doblado y me lo tendió. Vacilé.
– No queremos dinero -se apresuró a decir Noni-. Ya nos habéis ayudado bastante. Además, hoy he recibido oro suficiente por los sufrimientos de los enfermos.
El hombre la miró y esbozó una sonrisa de disculpa.
– No es una moneda.
Extendió la mano de nuevo y esta vez, al sentir el calor que emanaba de ella, cogí la seda y la abrí con reverencia.
Era oro, ciertamente. Un disco del tamaño de una livre, sujeto a una gruesa cadena de oro. En su superficie tenía grabados círculos, estrellas y letras extrañas. Aunque en aquella época aún no sabía leer, intuí que se trataba de una lengua más misteriosa que mi francés nativo.
El disco proyectaba el resplandor más cálido y más blanco que había visto en mi vida, el brillo de una estrella, y entonces lo comprendí. Aquel judío conocía a la Diosa. Aquel judío conocía una magia mucho más poderosa que la que Noni me había enseñado. Era mucho más que encantamientos curativos, o hechizos para protegerse de un enemigo o para hacer crecer las cosechas.
– Guardadlo siempre -dijo-. En tiempos de peligro, como estos, llevadlo encima. El Mal acecha.
Alcé la vista para darle las gracias de nuevo, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, volvió a hablar:
– Carcasona es un lugar seguro.
Noni le miró como si estuviera loco.
– ¡Señor, en Carcasona solo hay muertos y agonizantes!
– Aun así -la interrumpió, y se marchó sin añadir más, con tal celeridad y sigilo que Noni y yo nos quedamos estupefactas y confusas por su repentina desaparición. Cuando miramos alrededor de la casa, no vimos ni rastro de él.
Noni cogió de mi mano el amuleto, lo pasó por mi cabeza y lo ocultó debajo de mi vestido, pese a mis protestas de que debía ser ella quien lo llevara.
– La Diosa le envió -dijo en relación al hombre misterioso-. Y el amuleto iba destinado a ti, solo a ti. Llévalo siempre, por tu bien.
Cedí, porque sabía que sus palabras eran ciertas.
Cuando el disco de oro tocó mi piel, sentí un intenso calor y unos cosquilleos que me sobresaltaron.
Por fin, subimos al carro y nos dirigimos al cementerio. En el camino que conducía a la plaza de la aldea vimos el cadáver de una mujer.
– No mires -ordenó con severidad mi abuela, pero ya había visto suficiente.
Dos perros estaban mordisqueando la carne podrida de la mujer, y uno de ellos había conseguido arrancarle un brazo. Sujetaba el codo entre sus mandíbulas y tironeaba del jirón de carne que aún unía el brazo al hombro.
– Sálvanos, santísima Virgen -susurró Noni, y coreé su plegaria en silencio.
Cuando nos acercamos a la plaza que había frente al cementerio distinguí las primeras señales de vida en el pueblo vacío. Olí, y luego vi, un hilillo de humo negro. Tal vez estaban quemando los cadáveres, pensé, y después oí gritos, seguidos por chillidos de agonía que no supe distinguir si eran de animal o de hombre, masculinos o femeninos.
En el centro de la plaza ardía una pequeña hoguera. En su interior se veía la silueta oscilante de un hombre. Al principio no le reconocí, porque había perdido la gorra. Sus ropas, pelo y barba ardían, y su cara estaba negra de hollín. Intentando escapar, llegó al borde del fuego y cayó de rodillas, pero un aldeano le aguijoneó por la espalda con una horca. Le acompañaban dos hombres, uno de los cuales blandía un cuchillo, y una mujer, y los tres se burlaban de la víctima.
Noni lanzó un grito de indignación y tiró de las riendas de la mula, que intuyó nuestro horror y relinchó.
La mujer nos miró. Su falda y delantal estaban manchados de sangre negra escupida por el agonizante, y su cabello revuelto sobresalía de la cofia. Sus ojos estaban desorbitados y febriles.
– ¡Le envió el diablo para envenenar el pozo! -nos gritó. Con los ojos de la Diosa, vi una sombra oscura sobre su pecho, y supe que la peste ya se había adueñado de ella-. ¡El judío vino de la ciudad para traer la peste al pueblo! ¡Ha asesinado a mi esposo y a mis hijos! ¡Todos muertos! ¡Todos!
El hombre del cuchillo la coreó.
– ¡El judío envenenó el pozo y volvió para acabar con los que quedábamos! ¡El judío trajo la peste desde la ciudad amurallada!
De pronto, mis ojos se encontraron con los del alma atormentada que moría abrasada, aquellos ojos oscuros, hermosos y agonizantes, y reconocí al hombre que había venido a nuestra casa. Me levanté en el carro y chillé, y la mula se sobresaltó.
En aquel instante, al parecer no pudo soportar más el dolor, porque saltó hacia delante y se empaló a propósito en la horca. El aldeano le sujetó como si estuviera asando un pedazo de carne, y miró con satisfacción hasta que el peso del cuerpo dobló el instrumento de su muerte.
– Por el único Dios verdadero -clamó Noni con voz temblorosa-, os maldeciría hasta la decimotercera generación por vuestra maldad, pero no hace falta. Vuestras familias han perecido y vosotros estaréis muertos mañana.
Medio me desvanecí. En ese estado, dejé atrás la hoguera y entré en el cementerio. Recuerdo poco de lo que sucedió a continuación, excepto la visión de las tumbas abiertas que el enterrador había cavado tan solo el día anterior. Estaban llenas de muertos putrefactos, amontonados unos encima de otros, a medio cubrir. Cerca había una fosa más grande, en la que el enterrador, también muerto, estaba sentado muy tieso con su pala al lado, clavada en la tierra con el mango vertical. Hasta la altura de su regazo yacían muertos sin amortajar, arrojados apresuradamente sobre él. Parecía una versión siniestra de María lamentando la muerte de Cristo.
La verdad es que no recuerdo qué hicimos con el cadáver de mi padre. Mi memoria ha borrado ese recuerdo horripilante. Sospecho que le bajamos del carro y le dejamos sobre otros cadáveres. Era horrible, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Estábamos demasiado débiles para cubrir el cuerpo con tierra, y acercarse a las fosas hediondas significaba cortejar a la peste.
Debimos regresar a casa, pero tampoco lo recuerdo. Me adentré en un mundo febril que era en parte Visión, parte sueño y parte delirio, un mundo compuesto de peste y fuego. Vi en las llamas la cara del viejo judío, y las caras de toda mi familia, el pobre papá, mamá, incluso Noni. Vi de nuevo las sombras de personas atrapadas en las llamas, y oí sus chillidos. Una vez más, luché por ellas, hasta caer exhausta. Y cuando ya no pude luchar más, me rendí a las llamas y grité:
– ¿Qué maldad es esta?
Y la Diosa dijo:
– El miedo.
Volví a este mundo con un sobresalto, y abrí los ojos al interior de nuestra casa, y vi que estaba acostada en la cama de mis padres. Estaba amaneciendo, y un sol débil se colaba por los postigos abiertos. El fuego del hogar casi se había apagado, y sobre la paja dormía Noni.
Su delantal estaba manchado de sangre, se había quitado la toca de viuda y soltado los rizos oscuros de pelo que cubrían sus orejas, de modo que las gruesas trenzas caían hasta su cintura. Su cara estaba descompuesta y cenicienta. Estaba tan inmóvil que, durante un terrible momento, pensé que había muerto de la peste mientras yo dormía. Me incorporé y lancé un aullido, pues me di cuenta de que estaba sola en la cama. Mamá también debía de haber muerto, y no me quedaba ningún familiar vivo.
Noni se puso en pie de un brinco y corrió a mi lado. Sollocé de alivio.
– ¡Noni! Pensé que habías muerto.
Mi amada abuela se deshizo en lágrimas, al igual que mi madre, sentada cerca del fuego con aspecto enfermizo y frágil. Sostenía un cuenco de sopa. Cuando Noni pudo hablar de nuevo, explicó que yo había estado desvariando durante tres días, casi muerta debido a la peste. No podía hablar con claridad delante de mi madre, pero supe lo que pensaba: que cuando había cedido mi amuleto a mi padre agonizante, me había vuelto vulnerable. Sabía que el amuleto del judío me había salvado.
Avanzada la noche, me desperté y descubrí la paja del colchón empapada de sangre. Temí que la plaga hubiera rebrotado, pero Noni se limitó a sonreír.
– Tu sangre mensual ha llegado -susurró-. Pronto te integrarás en la hermandad de la Diosa.
Como resultado de la plaga, la vida se transformó en una extraña mezcla de riqueza y pobreza. Tanto el molinero como su mujer murieron, de manera que nadie molía el trigo almacenado en el granero del viejo Jacques. Tantos siervos, mi padre incluido, habían perecido, que los supervivientes se aprovecharon de los campos abandonados, así como de los huertos y viñedos del grand seigneur, puesto que nadie los vigilaba.
Lo que no cogíamos, se pudría, como la mayoría de almas que morían sin familiares supervivientes que los enterraran. Tal fue el destino de nuestros pobres vecinos Georges y Therèse, y de todos sus hijos. Pese al hedor que salía de sus casas, sobre todo cuando el calor aumentó, el temor a la peste nos impidió entrar.
Sin embargo, heredamos parte de su riqueza: su mulo y su carro, seis cerdos y varios pollos, y todas las hortalizas que crecían en el potager de Therèse. Pese a la escasez de pan, vivíamos de las verduras, las carnes y la leche, pues cabras, ovejas y corderos vagaban en busca de sus propietarios muertos, y cualquiera que quisiera se apoderaba de ellos. Por fin experimenté el placer de una noche de sueño con el estómago lleno. Hasta mamá empezó a engordar.
No obstante, el dolor impregnaba nuestro pueblo, al igual que el hedor a muerte. Germain, mi pretendiente, murió, no de la peste, sino de la enfermedad que la siguió, en este caso, una que convertía los intestinos en sangre. Una inmensa tristeza me invadió (porque era un hombre honrado) y después me sentí culpable por experimentar alivio. Durante una breve temporada adopté el velo y la falda de duelo, y me convertí en una versión tan similar de mi abuela, que incluso mi madre nos confundía de lejos.
No solo yo, sino todo el mundo vestía de duelo. Todos los lugares adonde íbamos (el mercado, la orilla del río, los campos) parecían desiertos, habitados por fantasmas. Mamá me llevaba a misa cada día, y encendía una vela por papá. En parte, me rescató de la soledad que sentía por la desaparición de mi padre, pero también porque intuía que Noni me estaba alejando del sendero de la cristiandad. Y estaba en lo cierto.
Porque si bien asistí a misa cada día, todas mis plegarias iban dirigidas a la Madre Santa, con el ruego de que me revelara cuanto antes cómo debía cumplir mi destino. Noni había empezado a enseñarme la sabiduría de los pagani, los campesinos, a los que ella se refería como la Raza.
Pronto caí en la cuenta de que había observado muchos aspectos de la magia de Noni, por ejemplo, cómo llenaba las bolsas y las cargaba de magia con una sencilla oración. En cuanto me recuperé, me llevó con ella a los campos en busca de comida. Como mamá aún estaba débil, no nos acompañaba, y mi abuela podía hablar con toda libertad de las antiguas tradiciones.
Ya conocía la mayoría de hierbas, cuyas virtudes eran medicinales, pero Noni me habló ahora de su uso mágico. La lavanda, que se usaba para hechizos curativos; el romero, utilizado para la protección y la restauración de la memoria; la eufrasia, que fortalecía la Visión.
Pero me mostró dos hierbas que poseían virtudes mágicas. Eran peligrosas, se utilizaban en muy contadas ocasiones y solo las manipulaban los expertos. Cuando llegara el momento, me enseñaría su uso. El beleño, que proporcionaba la capacidad de volar, y…
«Y aquí -susurró con reverencia, las dos acuclilladas al pie de un viejo roble, admirando una seta rugosa- está la clave del inicio.»
El inicio, decía siempre, aunque años después oí que lo llamaban la iniciación.
Un día, cuando las dos estábamos arrodilladas cavando en el potager frente a la casa, y mamá estaba descansando dentro, Noni alzó la cara hacia el cielo. Seguí su mirada y lo vi, sobre la línea del horizonte: el fantasma lunar, un círculo perfecto de marfil transparente.
– Una luna llena ideal -dijo Noni con tono admirativo-. Esta noche nos reuniremos. Prepárate.
Y continuó cavando.
Yo me quedé sin habla debido a la impaciencia, de lo contrario la habría atosigado con preguntas. Terminé mi trabajo en silencio y aparente calma, mientras mi corazón y mi mente se debatían entre el júbilo y el miedo.
Avanzada la tarde, Noni nos preparó un delicioso pollo y un caldo de verduras. Llevé a Noni el plato de mamá para que lo llenara, y vi, asombrada, cómo Noni, con expresión imperturbable, servía una generosa porción de caldo al que añadió unos polvos, para después removerlo con la cuchara de mamá. Como las dos dábamos la espalda a mamá, dirigí a mi abuela una mirada inquisitiva, pero ella no hizo más que encogerse de hombros, y añadió una pata de pollo al plato.
Llevé el plato a mi madre con una punzada de emoción y culpa. Dio cuenta de él con más apetito del habitual, mientras Noni y yo comíamos nuestras raciones menos generosas, libres del polvo.
Al cabo de una hora, antes del ocaso, mamá estaba roncando en la cama, mientras mi abuela y yo esperábamos sentadas en silencio junto al hogar. Estuvimos así durante una hora, cada una abismada en sus pensamientos y rezando por los acontecimientos inminentes. Yo pedí que el sacrificio del judío no hubiera sido en vano, que me fuera revelado, como sierva de Diana, lo que debía hacer.
Cayó la noche por fin, aunque la luz de la luna era tan brillante que parecía de día. Cogidas de la mano, nos pusimos en pie y salimos de casa.
Sentimos la hierba y las flores silvestres blandas y frescas bajo nuestros pies desnudos mientras nos alejábamos del pueblo, de Tolosa, que se recortaba contra el cielo iluminado por la luna. No me sorprendió descubrir que nuestro destino era el olivar. Había visto la estatua de madera de María muchas veces, durante las fiestas de primavera, cuando estaba engalanada con flores. Yo misma me había postrado ante la imagen de la Virgen con los demás niños para realizar la ofrenda floral. Incluso había intuido que pisaba suelo consagrado a la Gran Madre, y Noni había dicho después que la estatua de madera sustituía a una antigua imagen de piedra romana, la de Diana, coronada por una media luna.
Nos adentramos en la arboleda, bajo ramas plateadas y hojas verduscas. Mi atención se centró en el claro que se abría ante nosotras, del cual emanaba un tenue resplandor azulado.
Llegamos por fin al claro, con su brillante techo de luna y estrellas. Tres figuras se distinguían dentro de un globo azul oscilante: la estatua de la Santa Madre, adornada con guirnaldas de romero, y dos personas llorosas, un hombre y una mujer, sentadas dentro de un círculo trazado en la tierra. Cuando nos acercamos, nos miraron (mejor dicho, miraron a mi abuela), y sus rostros anegados en lágrimas se iluminaron de alegría.
– ¡Ana Magdalena! -exclamó la mujer.
– ¡Creíamos que habías muerto! -gritó al mismo tiempo el joven.
– ¡Hijos míos! -sollozó Noni, al tiempo que me urgía con un ademán a guardar silencio.
Se acercó al círculo y practicó una abertura con el dedo en el resplandor azul. Borró con el pie parte del arco grabado en el suelo. Obedecí sus gestos y pasé por la abertura. Ella me siguió, luego selló la hendidura para que el globo azul nos albergara, y después completó de nuevo el círculo con el dedo índice.
Entonces abrazó a la mujer con ternura.
– ¡Ay, Mattheline! ¡Mi Mattheline! ¿Somos los únicos que quedamos?
– Sí -contestó Mattheline entre sollozos. Era una matrona de unos veinte años, o tal vez de más, porque tenía el tipo de cara infantil que nunca parece vieja, y estaba delgada como un pájaro famélico. Su pelo era dorado oscuro, con mechas casi castañas, y sus ojos tenían un color similar-. Mi Guillaume ha muerto, y también mi pequeño Marc, mi hombrecito.
Mi abuela la alejó hasta el límite de su brazo.
– Pero tu bebé, tu Clotilde…
– Viva. -La desdicha no había abandonado su voz-. Pero sufre cólicos, no quiere comer y yo no tengo leche…
– ¡Ay, pobres míos! -Noni cogió con dulzura la cabeza de la mujer, y apoyó los labios sobre su frente-. Ahora estamos juntas, con la ayuda de la Diosa…
Mattheline se apartó, enfurecida.
– ¿Dónde estaba Ella cuando mi hijo y mi marido murieron?
– Ya hablas como una cristiana, Mattheline -la reprendió el joven, con voz calma y profunda pese a sus lágrimas recientes. Se agachó y abrazó a mi abuela con afecto y respeto, y en ese momento comprendí que Noni siempre había sido la guía espiritual del grupo.
– Justin -murmuró. Cuando se separaron, preguntó en voz baja-: ¿A quién has perdido tú, hijo mío?
Justin, de profesión herrero, alto y corpulento, conocido por su carácter reposado y sereno, respondió al borde de las lágrimas:
– Mi padre. Mi madre. Mi hermana Amelie, aunque las demás se han salvado. Y mi… -respiró hondo-, mi Bernice. -Irguió su enorme cabeza y lloró desconsoladamente, mientras mi abuela le acariciaba el brazo.
– Mi Pietro también ha muerto -dijo Noni-. ¿Dónde están Lorette, Claude, Mathilde, Georges y Marie, Gérard, Pascal, Jehan y Jehanne-Marie…?
– ¡Ay! -gritó Mattheline-. Éramos trece y ahora solo quedamos tres. -Dirigió un torrente de palabras mezcladas con sollozos a mi abuela-. El cura dice que todo es por culpa de las brujas, que adoran en secreto al diablo. Le besan el culo y yacen con él. El padre Jean dice que utilizan la magia, como nosotros, pero la suya siempre es malvada, y nada les agrada más que maldecir a la gente humilde. Vagan de noche por el bosque. Mi corazón se encoge de terror ante la perspectiva de toparme con una. Además, roban niños pequeños y les extraen la grasa para pergeñar ungüentos mágicos. He llorado cuando le di el beso de buenas noches a mi pequeña Clotilde. -Calló por fin, respiró hondo y continuó-. Parece que el diablo es un dios muy poderoso, y si es verdad que su magia es lo bastante potente para traer la peste, y destruir casi nuestro pequeño círculo, quizá sea más poderoso que nuestra Diosa…
– ¡Basta! -la conminó Ana Magdalena-. Mattheline, este es el resultado de escuchar al cura: el miedo y la desconfianza. Durante treinta años he venido al bosque de noche y nunca he visto a ningún demonio. Tampoco voy a hacer caso de la menor insinuación de que su diablo, un dios menor entre sus cuatro, es más poderoso que la Madre de Todos los Dioses.
»No, este cuento de brujas malvadas que provocan la peste es la misma locura que floreció hace veinte años, cuando las cosechas murieron y la hambruna asoló el Languedoc. Vuelven a quemar judíos. Muchos ya han huido al sur, hacia la seguridad de España. -Hizo una pausa y el abatimiento se reflejó en su rostro-. Hemos de procurar que, como grupo, no nos descubran haciendo encantamientos, o reunidos en el bosque, o nos acusarán de brujería y nos quemarán. Pues haya brujas o no, los curas y los aldeanos ya se las arreglarán para encontrarlas.
– Si no existen brujas -replicó Mattheline, con tal dolor que mis ojos se llenaron de lágrimas-, y si la magia de la Diosa es la más poderosa, ¿por qué no salvó a nuestros seres queridos de una muerte horrible?
– La Diosa trae la vida y la alegría. Por lo tanto, también ha de traer la muerte y el sufrimiento. Tal es el coste de venir a este mundo. ¿Cómo conoceríamos uno si no conocemos a su contrario? -preguntó en voz baja Ana Magdalena, y apretó la mano de la joven mientras la guiaba hacia nuestro pequeño grupo-. Date cuenta de una cosa: estamos vivos. ¿No es un motivo de regocijo? Y no solo somos tres, sino cuatro. Esta es mi nieta, Sybille.
La presentación parecía innecesaria. Había conocido a aquella gente, superficialmente, durante toda mi vida. Si bien mi familia nunca había precisado los servicios de un herrero, a menudo habíamos pasado al lado de Justin y su padre cuando trabajaban cerca de la plaza del pueblo, o habíamos visto a Justin mirar a los ojos de su prometida Bernice, extasiado. Yo había visto con frecuencia a Mattheline y a su marido por el pueblo, sobre todo en el mercado.
De todos modos, me sentía como una extraña entre ellos, porque ahora los veía de una forma muy diferente.
Mattheline se serenó, dio un paso adelante y me besó en ambas mejillas.
– Bienvenida a la hermandad.
Justin la imitó, si bien sus besos fueron más tímidos, aunque también más enérgicos, y el roce de su barba sobre mi cara provocó que respirara hondo. Al oír el sonido me miró a los ojos, y reparé al punto en dos cosas: que sus ojos eran verdes, y que estaba muy desconcertada por la súbita oleada de calor que se había iniciado en mi estómago y ascendía hasta mis mejillas (lo cual debía ser obvio para todo el mundo, supuse).
Ahora, os diré algo que os convencerá de que estoy loca, pues lo que Vi era imposible, pero de todos modos lo Vi. Y os diré, hermano, que vos también veríais tales cosas si os acordarais de Mirar.
Cuando me libré del abrazo de Justin, observé junto a Mattheline (cerniéndose sobre ella y dos cabezas más alto) un gran gato oscuro, más alto que cualquier hombre que yo hubiera visto. Erguido sobre sus rollizos cuartos traseros, tenía enlazadas sus garras como si fueran manos, y su cara (aterradora, con grandes y gruesos colmillos que crecían de su mandíbula inferior, aunque su expresión era bondadosa) estaba inclinada hacia su ama, como temeroso de perderse una palabra o un cambio de expresión. De vez en cuando empezaba a disiparse, y yo veía a su través como si fuera transparente, y en una ocasión desapareció por completo. De hecho, temí haberme vuelto loca, o que Noni hubiera añadido alguna hierba extraña a mi cena, pero el resto de las cosas parecía muy normal.
Hasta que miré a Noni, queriendo susurrarle un comentario sobre lo que había visto. Y a su lado se erguía el espectro de un joven apuesto, con la cabeza envuelta en el turbante blanco del turco. El ser juntó la yema de los dedos y me dedicó una reverencia, sonriente. Yo le respondí con un leve cabeceo, esperando que nadie se diera cuenta.
En cuanto a Justin, estaba acompañado por un adorable espíritu femenino que recordaba a su amada Bernice de niña.
Antes había visto cosas en visiones similares a sueños, muy diferentes del mundo real, incluso bebés dentro del estómago de sus madres durante el parto. Pero nunca me había tenido en pie y visto seres que no eran de este mundo, lo cual me inquietaba. Extendí la mano hacia Noni, y cuando advirtió mi expresión preocupada, ordenó con una mirada que me mordiera la lengua. Así lo hice, y disimulé durante el resto de la velada, pues ni Mattheline ni Justin habían reparado en nuestros acompañantes sobrenaturales. Incluso creo que Noni tampoco vio gran cosa.
Por fin, Noni soltó mi mano, e indicó con un gesto que los demás debíamos ocupar nuestros puestos en el círculo, detrás de ella. Lo hicimos, y yo me dediqué a imitar los movimientos de los demás.
Ana Magdalena se volvió hacia el norte, donde, al otro lado del bosque de la Diosa y el velo grisáceo de las hojas de olivo, dormía la ciudad de Tolosa, oscura e impenetrable. Empezó a entonar con voz aguda y gutural palabras en su lengua nativa (o eso supuse, porque no entendí ninguna), al principio poco a poco, después un poco más deprisa, mientras su voz se alzaba lentamente…
Alcé mi cara hacia el cielo y vi que la luna y las estrellas proyectaban su luz hacia un punto situado encima de nuestro pequeño círculo, y allí la luz aumentó de intensidad, hasta que empezó a moverse… Deosil, había explicado después Noni. La dirección de las manecillas del reloj, la dirección de la invitación, del encuentro. Continuó girando, un vórtice que descendía, hasta que al fin penetró en el tenue velo que nos rodeaba, y envolvió a Ana Magdalena.
¡Cuan bella se volvió! Aunque no podía ver su cara, vi que su figura se enderezaba más, que aumentaba de corpulencia y estatura, como si la luz se hubiera infiltrado en sus huesos y la alzara hacia el cielo. Y cuando levantó los brazos para darle la bienvenida, las mangas resbalaron hacia atrás, y revelaron una piel que ya no estaba tostada por el sol ni moteada por la edad, sino incandescente, delineada por un resplandor tan intenso como el de la luna. Tan intenso que entorné los ojos, y a su luz ya no pude distinguir la forma sutil del espíritu turco.
Su cabeza cayó hacia atrás, y la toca resbaló sobre su espalda, hasta dejar al descubierto el pelo suelto negro-azulado, veteado de plata luminosa, que le llegaba más abajo de la cintura. Se enderezó y bajó los brazos, señaló al norte y gritó una orden con voz aguda.
Incapaz de contener mi júbilo, reí en voz alta, porque el aire se había transformado en algo vivo, vibrante, como alimentado por la energía de un millar de abejas, o el remolineo de una brutal tormenta. Justin y Mattheline, que me flanqueaban, parecían en trance, ajenos a mi alegría.
Entonces, Ana Magdalena (y algo mucho más poderoso que Ana Magdalena) se volvió hacia el este. Al mismo tiempo, su dedo índice trazó a la altura de la cintura una gruesa franja de luz dorada. Aún recuerdo el perfil de su rostro, tan hermoso, eterno.
Otra vuelta, y otra, y estábamos encarados de nuevo hacia el norte, rodeados por el anillo dorado. El tenue velo azul se había transformado en un grueso globo zafiro moteado de chispas doradas.
Un globo transparente. Para mi sorpresa, Vi seres al otro lado del círculo. En las cuatro direcciones hacia las que Noni se había vuelto se alzaban gigantes que casi tocaban el cielo, y cada uno irradiaba un color diferente: los verdes musgosos y castaños de la tierra; el amarillo tembloroso de la luz del sol; los rojos y naranjas intensos de la llama, y el azul profundo del mar. Gigantes, he dicho, pero solo dos, el amarillo y el verde musgoso, adoptaron una vaga apariencia humana. Los otros, el rojo y el azul, eran pura fuerza, columnas de luz prismática viviente que parecían sol, estrella o luna antes que personas o seres.
Su aspecto era despiadado y desapasionado como el de una piedra, o el de la muerte, pero no me dieron miedo, porque estaba claro que se trataba de centinelas enviados para custodiarnos, y que nos obedecerían si les dábamos órdenes.
Más allá del consuelo del círculo se cernía una plétora de seres oscuros e informes, ansiosos por adoptar cualquier forma impresa en ellos, y otros ansiosos por pegarse como líquenes a los que carecían de voluntad para rechazarles.
Pronto perdí mi interés por ellos, porque Noni se volvió hacia nosotros, una representante viva de la Diosa, cuya estatua se alzaba a nuestras espaldas. Su rostro era radiante, tenía las manos y los brazos extendidos en el mismo gesto acogedor que he visto en muchas estatuas de María. El brillo que emanaba de ella, de su interior, hirió mis ojos, pero la visión era demasiado hermosa para apartar la vista.
Hasta Justin y Mattheline estaban extasiados, aunque no cabía duda de que habían visto a la Diosa en mi abuela muchas veces.
– ¿Qué me piden mis hijos? -preguntó Ana Magdalena.
Mattheline hizo una reverencia.
– Mi hija -dijo con sincera reverencia-, mi Clotilde, está enferma. Deseo que sane.
En respuesta, mi abuela extendió las manos, invitando a Mattheline, a mi derecha, y a Justin, a mi izquierda, a que cogieran mis manos.
Al punto sentí una chispa, como se siente a veces en invierno cuando reina un ambiente seco, y ambos me transmitieron una corriente, como el hormigueo del rayo antes de tocar la tierra. La sensación se intensificó cuando empezamos a caminar poco a poco de lado, de forma que nuestro pequeño círculo dentro de otro círculo empezó a moverse en la dirección de las manecillas del reloj. Ana Magdalena nos guiaba, aumentaba paulatinamente el ritmo y cantaba en voz baja palabras que yo no comprendía, salvo una frase:
Diana, Diana, la bona Dea…
Los demás la corearon y yo les imité como pude, hasta que Mattheline acercó su cara a la mía y repitió el cántico poco a poco, y luego me lo explicó:
– Estamos imaginando un gran cono blanco con la punta en el centro de nuestro círculo. Se hará cada vez más fuerte, hasta que lo enviemos a mi Clotilde.
Y en verdad, eso es lo que vi: un vórtice de luz blanca, que giraba cada vez más rápido, a medida que nosotros bailábamos cada vez más rápido. La noche era fría, pero no tardamos en empezar a sudar, no por culpa del baile sino debido al increíble calor generado por el cono, y nuestra voz continuaba ascendiendo hasta que pensé que no podría lograrlo más, pero lo hizo.
El calor, la corriente de energía y el cántico que vibraba en todo mi cuerpo habían llegado a ser casi insoportables, como en un éxtasis. Para entonces, el cono había aumentado tanto de tamaño y anchura que perforó la parte superior de nuestro globo azul y nos envolvió, y tan opaco que no podía ver a Noni frente a mí.
En aquel momento oí el grito de mi abuela.
– ¡Ahora!
Nuestro baile cesó con una exclamación colectiva y nos derrumbamos unos contra otros. Noni, Justin y Mattheline levantaron los brazos al aire (alzando al mismo tiempo los míos). Al instante, la energía que almacenábamos salió despedida hacia arriba. El cono partió hacia el cielo nocturno en busca del bebé de Mattheline.
Y lo localizó: lo Vi girar a través de nuestra aldea, entrar por la parte superior de la puerta de una casa, donde una niña de pocos meses dormía un sueño intranquilo sobre una amplia cama de paja. Estaba pálida y enferma, calva como un recién nacido, con piel amarillenta y mejillas hundidas, y sombras bajo los ojos demasiado grandes para una cara tan diminuta. El cono de luz la envolvió, como la ballena había tragado a Jonás. Poco a poco, su persona absorbió la luz, hasta que pareció brillar por dentro, y un tono rosado, como el de una manzana, sustituyó al color amarillo de su piel. Mientras yo miraba, emitió un leve suspiro y se sumió en un sueño profundo y reparador.
Los demás no Vieron, pero tenían los ojos brillantes, el rostro sonrosado y alegre. Todos estábamos agotados y sudorosos debido a la experiencia. Yo también me sentía jubilosa, porque había experimentado el poder de la Diosa de una nueva forma.
No fue el único hechizo que hicimos esa noche. Noni había llevado sus hierbas al círculo, que comimos cargadas de poder mágico, con la intención de que la Diosa ayudara a nuestro pueblo durante el otoño y el invierno.
También elevamos plegarias y súplicas, por mediación de los cánticos de Noni. Por fin, Ana Magdalena se encaminó a las cuatro esquinas de nuestro círculo y empezó a despedir a nuestros guardianes, uno por uno. Me sentía decepcionada, porque nunca había experimentado tal libertad en la Visión, ni la presencia de la Diosa de una forma tan constante. Quería que el círculo no acabara nunca.
En el preciso momento en que el gigante amarillo se volvía para marcharse, vislumbré un globo de luz blanca un poco más allá, fijo como un faro, que me llenó de una alegría inexplicable, porque sabía que me estaba esperando a mí.
Pero cuando el guardián zafiro del oeste se alejó, vislumbré una columna del negro más oscuro…
No, utilizar las palabras «oscuro» o «negro» para describir lo que vi es denigrarlas a ambas. Pues sin el dulce alivio de la oscuridad y el negro enjoyado de la noche, llegaríamos a odiar la luz del día. Pero aquello era un vacío, ni luz ni oscuridad, sino la desolada ausencia de todo, de vida, de esperanza.
Y también me esperaba a mí.
Mis rodillas empezaron a temblar. Conseguí tenerme en pie, mientras Noni deshacía el círculo. Cuando despidió a cada guardián, y borró con el pie el último resto del arco grabado en la tierra (provocando que el globo azul y el anillo dorado se desvanecieran, junto con los demás seres sobrenaturales), pregunté:
– ¿El Círculo es siempre tan corto?
Mattheline se adelantó a Noni.
– No. A veces dura casi hasta el alba, pero tú no has iniciado el Camino y todavía desconoces sus secretos. Con el tiempo, tal vez dentro de un año…
– Su ceremonia de iniciación será dentro de una luna -dijo Noni, que ya no era la Diosa sino mi abuela, con una brusquedad que retaba a todo disentimiento.
Mattheline enarcó sus finas y pálidas cejas.
– ¿Un mes? ¿Por qué la nieta de la sacerdotisa espera un mes, cuando yo he esperado ocho y Justin nueve?
– Matthe -la reprendió Justin, al tiempo que apoyaba una mano en su hombro-. Ella es la sacerdotisa. Tiene derecho a…
Mattheline se calmó y no dijo nada más, pero una arruga de desaprobación perduró en su frente.
– Siempre has sabido que mi Sybille está doblemente dotada con la Visión -explicó Noni-. Toda su vida ha sido un adiestramiento en el Camino. La he traído hoy porque ya está preparada. Empezará con la siguiente luna.
No se dijo nada más aquella noche, hasta que Noni y yo nos despedimos de los demás y volvimos a través del prado. Al cabo de un rato de silencio, mi abuela dijo:
– Justin es un muchacho estupendo. No posee una Visión tan fuerte como madre, pero su gente es de la Raza.
– Los de Mattheline no -manifesté para ponerla a prueba.
Noni suspiró.
– Sí que lo son, las generaciones pasadas. La han perdido por culpa de matrimonios defectuosos. Aun así, se siente atraída hacia el Camino.
Hubo otro silencio. Noté que ciertas palabras colgaban en el aire entre nosotras, pero esperé el momento adecuado.
– Es tu destino, hija -dijo por fin Noni-, trascender nuestro pequeño Círculo. La peste ha aflojado su presa, pero se avecinan peligros mayores. Tu Visión es mucho más potente que la mía. Dentro de un mes tu magia también lo será. Cuando llegue ese momento…
– Pero ¿qué magia existe en el pueblo superior a la que he visto esta noche?
– La magia que anida en tu interior, Sybille. Tu destino aguarda en otra parte.
Hablaba con tanta dulzura y deferencia que me quedé anonadada. No obstante, sabía que lo decía con la mayor seriedad, porque pocas veces me llamaba por mi nombre francés cuando estábamos solas.
– Pero no entiendo…
– Lo harás con el tiempo. Toma. -Extrajo del bolsillo de su falda negra una pequeña bolsa de tela negra, atada con un cordel, y me la ofreció-. Esto te protegerá de toda influencia maléfica durante esta importante etapa. Porque nunca has sido más vulnerable.
La cogí y la colgué con agradecimiento de mi cuello, pero Noni seguía con la mano extendida, expectante.
– Todavía llevas el amuleto de oro, ¿verdad?
Al advertir mi vacilación, Noni hizo un ademán de impaciencia.
– Hija mía, no debes estar bajo otra influencia que la de la Diosa. No cabe duda de que el talismán del judío te ha protegido, y salvado tu vida de la peste, pero mi amuleto protegerá no solo tu vida en este mundo, sino en el Invisible, el que ahora conoce tu presencia. Necesito ese talismán ahora. ¿Me lo das?
Sin más protestas, me quité por la cabeza el talismán de oro, junto con su hermosa cadena, y se lo entregué.
– Lo cuidaré con mucho esmero -dijo mi abuela, sonriente, y hasta cierto tiempo después no comprendí el significado de sus palabras.
El mes antes de mi iniciación, tuve tiempo para reflexionar en lo que Noni había dicho, pero nunca se me había antojado la Diosa tan distante, o mis pensamientos tan confusos y encontrados. Tu destino aguarda en otra parte…
Una idea estúpida. ¿Por qué iba a abandonar mi aldea? Jamás abandonaría a Noni y a mi madre. Jamás…
Cuando esos pensamientos aterradores me visitaban, los rechazaba intentando imaginar mi vida como esposa de un herrero. Al cabo de pocos días después de mi primer Círculo, Justin fue a ver a mamá y la convenció de que debíamos prometernos cuanto antes, teniendo en cuenta la escasez de buenos partidos. Cerraron el trato. Se fijó una fecha de septiembre, el mes siguiente, y me obsequió el excelente telar de roble de su difunta madre. La idea de casarme con Justin no me desagradaba, porque era apuesto y joven, de temperamento bondadoso y músculos que despertaban en mí pensamientos nada infantiles. Mamá estaba complacida porque Justin y sus hermanas supervivientes se contaban entre las personas más acaudaladas del pueblo, y tenía la vejez asegurada. No paraba de hablar del inminente matrimonio. Sin embargo, había cambiado desde la muerte de papá: el apetito la había abandonado, sus mejillas se habían hundido y la suspicacia se transparentaba en sus ojos.
Escuchaba con el mayor respeto sus consejos por las noches, sentadas junto al hogar, mientras trabajábamos en mi edredón de boda. Mamá lloraba a menudo cuando pensaba en el edredón que había hecho veinte años antes, con motivo de su compromiso con papá. Sin embargo, mi corazón y mi mente estaban más concentrados en la iniciación inminente, y la extraña distancia que se estaba forjando entre la Diosa, la Visión y yo.
Por fin, llegó el día, o mejor dicho, la noche, una noche en que nubes espesas oscurecían la negrura del cielo y derramaban una lluvia pertinaz. Cuando Noni y yo nos ceñimos las capas, mientras mamá roncaba, me sentí muy nerviosa. Mis dedos temblaban, y no sentí la emoción y la impaciencia que había anticipado, sino verdadero miedo. No podía mirar a los ojos de Noni, y ella no intentaba encontrar los míos, y cuando salimos a la lluvia no dijimos ni una palabra. Mi abuela caminaba con celeridad y determinación inusuales, y debido a la humedad del aire empecé a sudar bajo mi capa y mi falda.
Nos dirigíamos hacia el olivar, al menos eso pensaba yo, hasta que Noni se desvió de repente a la izquierda, hacia las colinas que se alzaban al este del pueblo. Nos adentramos en el bosque de robles y árboles de hoja perenne, y de vez en cuando resbalábamos en la alfombra de hojas muertas. Subimos por la suave pendiente, donde las ramas de árboles ancianos nos protegían de la lluvia.
Una figura saltó hacia nosotros desde detrás de un árbol, un hombre alto, enmascarado y cubierto con una capa negra, una mera silueta en la noche, pero el destello de su espada fue inconfundible.
Era un guardia, pensé aterrada. Nos detendrían y quemarían como brujas. Lancé un grito y caí de rodillas.
– ¡No sigáis adelante! -ordenó. Reconocí la voz de Justin con gran alivio, aunque era diferente, como cuando mi abuela había hablado con su voz de sacerdotisa.
Una figura menuda, también enmascarada, apareció detrás de él: Mattheline, advertí. Solo se trataba de Justin y Mattheline, que estaban escenificando un antiguo ritual, pero cuando ella me vendó los ojos y sentí la punta afilada de la espada rasgar casi la piel que separaba mis pechos, sentí una oleada ele terror.
– Pobre de ti -dijo Justin- si revelas los nombres de tus hermanos y hermanas a quienes no sirven a la Diosa, o si alguna vez renuncias a Ella. Pues serás maldecida con toda Su ira y furia, y también la nuestra, y te buscaremos no solo en este mundo sino en los demás. No solo en esta vida sino en la siguiente. ¿Lo has entendido?
– Lo he entendido -contesté con una voz tan débil que apenas reconocí como mía.
– ¿Juras por tu vida y magia que serás fiel a la Diosa y al Círculo, y nunca, ni siquiera bajo amenaza de muerte, revelarás los nombres de tus hermanos y hermanas a alguien que no sea de la Raza?
– Lo juro por mi vida y mi magia.
– Entonces empecemos -dijo, y la presión entre mis pechos desapareció.
Me obligaron a ponerme en pie, sin la menor gentileza, y me empujaron colina arriba. Me encogí de dolor cuando pisé una pina caída. Subí hasta que oí a los demás jadear detrás de mí. Por fin, la colina empezó a nivelarse, y me guiaron sobre rocas mojadas hacia el interior de lo que supuse una cueva, porque la lluvia había cesado tan repentinamente como la tierra que pisaba se había secado.
Me obligaron a sentarme contra una pared de piedra fría. La voz de Noni me ordenó:
– Traga.
Me metieron un bolo alimenticio en la boca y empecé a masticar, porque me parecía demasiado grande para tragarlo con facilidad. Era tan amargo y repugnante que sentí arcadas y casi lo escupí cuando noté una copa contra mis labios, y oí la orden:
– Traga.
Tomé un sorbo de la copa y me alivió descubrir que sabía a té de menta. Aun así, engullí el bolo alimenticio con asco y por unos momentos reprimí las náuseas, mientras Noni me administraba más sorbos de té.
Por fin, el malestar pasó e intenté levantarme y quitarme la venda, pero antes de que pudiera hacerlo mis tres acompañantes me tendieron en el suelo por la fuerza. Ya se estaba apoderando de mí una gran lasitud y no ofrecí resistencia.
Hacia la tierra, hacia la Diosa…
Fuera, el tamborileo de la lluvia. Dentro, el sonido casi ensordecedor de mi propia respiración.
Me quitaron la capa mojada, mientras dos pares de manos pequeñas, manos femeninas, levantaban mis faldas y empezaban a frotar mis piernas, lenta e incesantemente. Al cabo de poco, noté que me untaban un ungüento que olía a hierbas. El efecto fue casi inmediato. Mi respiración se hizo más lenta y me serené completamente. El tacto de la tela en mis brazos y mi torso, cuando me quitaron las faldas y la ropa interior, fue puro placer, y mi desnudez no me causó ninguna alarma…
Se oían truenos profundos y retumbantes, mientras yo yacía en trance en la cueva, y sentía el estruendo en mi interior. Tres pares de manos descendían lenta, sensualmente por mis brazos, por todo mi cuerpo, y todos entonaban un cántico sin palabras de armonía absurda. El tono se fue agudizando, hasta que se convirtió en un zumbido enloquecido, y reí a carcajadas.
De pronto, el ritmo de las caricias disminuyó, y ya no pude distinguir las diferentes manos. Sentí una enorme caricia, sentí que mi cuerpo empezaba a contraerse y expandirse como una mujer al dar a luz, sin dolor, pero con la misma sensación de esfuerzo y desesperación por dar a luz algo, por liberarme…
Al instante, un terrible fuego frío me consumió. Me incorporé y vomité. De inmediato me sentí mejor. Volví a sentarme, me liberé de la venda y descubrí que estaba sola, y que la cueva estaba iluminada como si fuera de día (mis ojos captaron una luz cegadora), porque habían encendido un fuego cerca de la boca, a tiro de piedra de donde estaba yo. Era una distancia considerable, pero lo vi todo con una claridad imposible, sobrenatural: un fuego tan brillante como el sol y prismático como una piedra preciosa, engalanado con lenguas de zafiro, rubí, esmeralda, fileteado de hebras de cobre, plata, oro. Si fuera era de noche, no la vi, porque todo el mundo parecía en llamas.
Si algo recuerdo de esa experiencia, es el brillo de la luz.
Alcé una mano para protegerme los ojos, pero era un espectáculo tan glorioso que no fui capaz de apartar la vista. El fuego aumentaba de altura y anchura cada vez que yo respiraba. A medida que crecía, sus colores se intensificaban: oro, plata y cobre se fundían con escarlata, zafiro y esmeralda ominosos, hasta virar a negro.
Las llamas eran oscuras, despiadadas y voraces. Me acurruqué en vano contra la pared de piedra, y vi que zarcillos rojo sangre avanzaban hacia mí. Una chispa solitaria se alzó en el aire y flotó hacia el suelo, una ceniza negra como el azabache cuando se posó sobre mi pierna y me arrancó un chillido de miedo y sorpresa.
Pero no podía apartar la vista, porque sabía que las llamas contenían visiones y destino. Al mismo tiempo que retrocedía, me acercaba más al fuego, y cuando escudriñé su núcleo Vi:
En miniatura, miles y miles de hombres, miles y miles de mujeres, nacidos mil años antes y mil años después, y en todos los años intermedios: moros y judíos, cristianos, paganos y ateos, leprosos y sanos, esclavos, siervos, mercaderes, señores y damas; todos atrapados en la cárcel de las llamas y aullando de dolor. Muchos gritaban a la Diosa, con todos Sus nombres; otros, que no eran de la Raza, gritaban a sus dioses, o a la humanidad, suplicando el final de tamaña crueldad. Todos se abrasaban por los siglos de los siglos.
Grité el nombre secreto de la Diosa, desesperada.
Y Ella contestó con una repentina oleada de calor que confortó mi corazón, una oleada de vida pura.
Al punto me encontré en la cueva de nuevo, a una distancia respetable del fuego, que ya no parecía tan amenazador ni brillante. Pero aún no podía levantarme, porque Justin estaba encima de mí, con su cuerpo apretado contra el mío, sus labios se movían sobre mi mejilla, mi cuello, y su mano izquierda se adueñaba de mis pechos. Su mano derecha se movía con delicadeza, pero también con firmeza, entre mis muslos para separarlos.
Luego se apoyó sobre un brazo para alzar el torso. Él también había salvado las fronteras del mundo real para estar conmigo. Sus ojos eran del verde grisáceo nublado de un mar revuelto por la tempestad, sus pupilas grandes e infinitamente negras.
Aquella noche se me antojó un salvaje, con el cabello revuelto y desgreñado, el cuerpo desnudo brillante de ungüento y con polvo adherido. Los músculos de sus brazos, de su pecho, me parecían mucho más hermosos que la talla o la escultura de un artista. Anonadada, alcé mi mano hacia ellos, y reí en voz baja cuando temblaron bajo mi caricia. Pasé los dedos por ellos, desde el hombro hasta el abdomen pasando por el pecho. Después me detuve en el nido oscuro y aterciopelado de su vello púbico, del cual emergía su miembro viril, erecto y tumefacto.
Lo toqué vacilante, movida por una curiosidad inocente, y un repentino y violento anhelo de ser empalada por él. Bajo los dos, habló una suave voz silenciosa.
Ahora no es el momento…
Antes de que pudiera decir nada, Justin apartó mi mano de su pecho y guió su miembro viril entre mis piernas, después arqueó la espalda y se alojó en mi interior con un gemido.
Fue una sensación de fugaz dolor mezclada con un intenso placer. Una segunda embestida, y yo también gemí con un anhelo desesperado.
Pero no de Justin. De Justin no. Ahora no es el momento…
Una fuerza imposible se apoderó de mí. Le aparté, con tanta facilidad como a una mosca, y me incorporé.
Se desplomó sobre una cadera, jadeante, y en aquel instante vi las emociones desfilar por su rostro: la lujuria, el dolor y finalmente el pesar de comprender que nunca hallaría en mí a su adorada Bernice.
La lujuria se apoderó de él una vez más, y extendió la mano hacia mí. La aparté y dije con la mayor dulzura posible:
– No. Tú no eres el Elegido.
– Pero has de hacerlo -suplicó como un niño-. Es el camino de la iniciación.
– Para mí no.
Me levanté y descubrí que la fuerza había regresado a mis miembros, y que todo el aturdimiento y la incomodidad habían desaparecido. En cuanto al pobre Justin, no volvió a protestar, sino que se dejó caer en el suelo con los ojos clavados en el techo.
Corrí con pies ligeros hasta la boca de la cueva, sin temor al fuego, sino disfrutando de su calor. Apoyé una mano contra la pared de piedra y oteé el exterior. La lluvia había cesado, y el velo de nubes se había descorrido para revelar unas estrellas tan brillantes que sus rayos casi tocaban la tierra. La luna era gigantesca y opalescente, veteada de rosa y azul, tan radiante que pude ver cada gota de humedad, temblorosa y radiante, que colgaba de las hojas del bosque.
La Diosa estaba conmigo una vez más.
Reí en voz baja y distinguí a lo lejos una pequeña esfera blanca de luz que se desplazaba entre los árboles. Crecía a medida que se acercaba, y cuando se plantó ante mí, era más alta y ancha que yo.
Era la luz que había visto esperándome más allá del círculo de la luna anterior. Me arrodillé, con la esperanza de recibir una visión de la Diosa. Pero lo que emergió de la luz fue un anciano, de barba gris y rizos que le llegaban hasta la cintura. El judío que me había salvado, encorvado y vestido como en vida, con la kipah escondida bajo el sombrero, el distintivo de fieltro amarillo cosido a su oscura blusa de mercader. Sus ojos oscuros albergaban un amor tan infinito que las lágrimas anegaron los míos.
– Jacob -le saludé, asombrada de saber su nombre, pero comprendiendo que siempre lo había sabido, como siempre le había conocido y amado como profesor y guía.
– Mi señora -dijo, para mi sorpresa. Cogió mis manos entre las suyas, me puso en pie, se arrodilló y besó mis nudillos como un caballero cuando jura lealtad a su reina.
– No -dije, estupefacta-. Jacob, no has de arrodillarte ante mí.
Como si obedeciera una orden, se levantó y señaló la gran esfera blanca, que continuaba en su sitio.
Mi mirada siguió su dirección. Vi otra figura que tomaba forma en el interior de la esfera. Otro hombre, cuyo cabello era del color del cobre pulido, y de facciones delicadas y hermosas. Iba vestido con las sedas y los terciopelos de los nobles, y una enorme espada colgaba de su cinto.
Yo le conocía y al mismo tiempo no le conocía, así que me volví hacia Jacob.
– ¿Quién es? -pregunté.
– Edouard. Uno entre muchos -contestó Jacob-. Nos recordarás poco a poco.
La figura encerrada en el globo luminoso se transformó en la de un clérigo. Después, en la de un tercer hombre, y luego un cuarto. A continuación, empezó a cambiar con tal celeridad que me aturdió, hasta que apareció un anciano caudillo, sobre cuya cabeza descansaba una tosca corona de oro.
– ¿Y ese? -pregunté.
– Un ser legendario -contestó Jacob-. Su nombre significaba Oso.
Y después, otro anciano, de bigote y barba blancos recortados, vestido con la sencilla cota de malla de un caballero del siglo pasado. Sobre el pecho llevaba una holgada blusa blanca, adornada con una cruz rojo sangre. Su cara era larga y severa, las cejas pobladas, de un negro feroz. Vi que las llamas consumían barba, cejas y pelo.
– Jacques -susurré cuando el rostro besado por el fuego del chevalier se transformó en el de mi querido judío-. Jacob… -Miré al espíritu y contuve las lágrimas-. Jacob, ¿cuántas veces has de sufrir martirio por mí?
Él se limitó a sonreír y cabeceó en dirección al globo de luz, que aún flotaba ante nosotros.
Miré la luz y vi la cara de mi Amado, el Elegido al que siempre he amado y siempre amaré. Un anhelo casi insoportable se apoderó de mí, un anhelo que yo desconocía hasta entonces. Era un dolor físico, un deseo sexual que consumía mi cuerpo como fuego (igual ocurre ahora, cuando hablo de él), pero todavía más un auténtico anhelo de mi alma. Con la esperanza de satisfacerlo, he permitido que me prometieran a Guillaume y después a Justin, y las dos veces solo he encontrado decepción. Por su bien, había rechazado a Justin, y me sentí aliviada cuando el pobre Guillaume murió. Por su bien, no dejé de buscarle hasta que le encontré de nuevo, en esta vida. Pues sin él, yo y mi destino no nos realizaríamos. Sin él, yo y nuestra Raza no sobreviviríamos a las llamas.
– Hay un tiempo y un lugar para encantamientos y cánticos -dijo Jacob-. Y talismanes. -Tras pronunciar esta palabra, me dirigió una curiosa mirada antes de continuar-. Pero tú has de aprender la forma más elevada de la magia, si la Raza ha de continuar.
»Porque en esta generación, mi dama, nos aguarda una maldad especial, una tan grande que hasta una vidente tan dotada como vos no puede conocer con seguridad el desenlace… si sobreviviremos, si alguno de nosotros escapará de las llamas. Y si morimos, todos los hombres y mujeres estarán perdidos sin nuestra guía, condenados a matar a sus vecinos y a sí mismos hasta que el mundo quede desierto.
– Entonces enséñame esa magia -dije, pero él meneó la cabeza con tristeza.
– Ojalá pudiera hacerlo en este momento, y así salvar el mundo, pero son el señor y la señora quienes deben descubrirla, y enseñarse mutuamente…
Mientras hablaba, sentí un placer inconmensurable al imaginarme copulando con mi señor. Por unos instantes estuve abstraída, hasta que oí a Jacob decir:
– Solo entonces su magia será la más poderosa. Necesario será, para combatir a los enemigos de la Raza y la humanidad.
Jacob se volvió con aire sombrío hacia el globo luminoso, y vi aterrorizada que ya no había luz sino oscuridad. Algo más profundo que la oscuridad. Era la madre de todos los vacíos, la negación de la negación, el compendio de la desesperanza: el horror que había intuido esperándome fuera de mi primer Círculo.
Escudriñé su interior y vi diferentes caras. De nuevo, un noble armado con una espada, un clérigo y otros, todos hombres diferentes de los que había visto en la luz. Enemigos, pero extrañamente similares al mismo tiempo.
– ¿Estos hombres también son de la Raza? -dije, consternada.
– Sí -contestó Jacob con voz y ademanes serenos, incluso meditabundos, mientras yo conseguía a costa de un esfuerzo descomunal impedir que mis rodillas flaquearan. Se volvió hacia mí y me dirigió una mirada de compasión.
– Pero ¿por qué…? -pregunté, y él se apresuró a contestar:
– Ellos temen lo que eres. La tragedia, señora, es que la mayoría quieren hacer el bien, pero hasta una fuerza tan poderosa como el amor, cuando está contaminada por el miedo, solo puede conducir al mal.
Una vez más clavó la vista en el terrible vacío. Su compasión me infundió fuerzas. Yo también miré el pozo, y la progresión de rostros, y pensé que nunca había visto nada tan penoso.
Y entonces, el vacío…
Perdonad, padre Michel, no me sale la voz. No puedo hablar. Os pido un momento para… No; estoy bien. No lloraré.
Entonces, el pozo se vació, aunque siguió remolineando ante mí, ominoso, a la espera. Un terror aún más grande se apoderó de mí cuando Jacob dijo a mi lado:
– Este es nuestro mayor Enemigo.
Y dentro del vacío se formó el cuerpo de un hombre, poco a poco, indistinto, como si un velo de niebla lo envolviera. Las facciones fueron lo último en aparecer, y una espantosa sensación de horror descendió sobre mí.
– ¡No!-grité-. ¡No! ¡No puedo mirar! ¡No puedo…!
Caí de rodillas y me tapé los ojos.
Jacob se acuclilló y susurró a mi oído:
– Debéis hacerlo, señora. Debéis hacerlo, de lo contrario estamos perdidos…
Pero no podía soportarlo. Ya había visto bastantes horrores por una noche. Seguí con las palmas apretadas contra mis ojos y me acurruqué sobre la hierba húmeda y las hojas. No sé cuánto tiempo permanecí así, arrodillada y temblorosa, pero cuando por fin abrí los ojos, Jacob y el vacío habían desaparecido.
El cielo también había cambiado, de noche oscura a la penumbra menos intensa de la hora que antecede al alba, y las estrellas habían empezado a desvanecerse. Ya no parecían imposiblemente brillantes, aunque nunca las había visto tan radiantes. Tampoco el bosque parecía luminoso como el día.
Me di cuenta, sobresaltada, de que la noche había pasado y de que mamá se levantaría pronto. Corrí a la cueva, pero Justin se había ido y el fuego estaba apagado. Por suerte, mi camisa, faldas y capa seguían en su sitio, dobladas con esmero, y la capa se había secado. Me vestí a toda prisa y corrí colina abajo hacia casa.
Mamá roncaba en su cama, y Noni también, como si no hubiera ido al bosque. Me desvestí y acosté a su lado, mientras intentaba calmar mi respiración.
No pude dormir durante la hora que Noni tardó en levantarse. Si bien Jacob había desaparecido, era como si ahora residiera en mi mente, y recibiera respuesta a todas las preguntas que me habían turbado desde mi primera visión, una tras otra. Recordé que había aparecido en la puerta de nuestra casa el último día de su vida, y había dicho: «Carcasona es un sitio seguro». «Señor -había gritado mi abuela-, ¡en Carcasona solo hay muertos y agonizantes!»
Pero de repente comprendí, a la luz grisácea que precede al alba, que no había hablado de la plaga, sino del mal al que nos enfrentábamos: las llamas prendidas por nuestros enemigos para destruirnos.
Cuanto antes fuera a Carcasona, antes se cumpliría mi destino.
Mi destino: Noni había estado en lo cierto. No aguardaba en el pequeño Círculo de nuestra aldea sino en otra parte, con la ayuda de los hombres que había visto en el interior de la esfera luminosa. Sobre todo, no aguardaba con Justin, sino con Aquel cuyo rostro jamás podría olvidar. Estaba decidida a encontrarle. Pues solo entonces salvaríamos a la Raza y derrotaríamos al Mal Supremo.
Ardía en deseos de contar a Noni todo lo que me había sucedido. Al mismo tiempo, sentía pena. ¿Cómo podía decirle que la abandonaría con mamá hasta el fin de sus días, que le negaría el derecho a traer al mundo a su bisnieta?
Cuando Noni se levantó por fin, no nos dijimos ni una palabra, mantuvimos un silencio indiferente mientras nos dedicábamos. a nuestras labores matutinas. Mamá se despertaría pronto y sería estúpido hablar de lo sucedido por la noche, sobre todo cuando había tanto que decir. Habíamos anunciado con mucha antelación nuestro propósito de recolectar aquella mañana las últimas bayas de verano, en la propiedad del seigneur, que producía demasiado fruto para su diezmado hogar, y ahora estaba abierta a los siervos, a sabiendas de que mamá, aún abatida por la muerte de mi padre, se quedaría en casa como siempre.
Mamá despertó en un estado agitado, y dijo que no se encontraba bien. Cuando Noni y yo pasamos a su lado, con las cestas en la mano, camino de los campos, agarró mi brazo con fuerza inusitada.
– Quédate conmigo, Marie Sybille -suplicó-. Sé que mi enfermedad es grave. Necesitaré tu ayuda, y además, solo tu presencia me conforta.
Vacilé y miré de reojo a Noni. Como hija obediente, no debería negarme a los deseos de mi madre, pero confiaba en que mi abuela dijera a mamá que regresaríamos a casa cuanto antes.
Noni solo vaciló un instante. Entonces, para mi sorpresa, dijo en voz baja pero firme:
– Quédate con tu madre, Sybille. Te necesita.
¿Qué podía decir? No podía desobedecer ni a mi madre ni a mi abuela. Dejé mi cesta a regañadientes, y mi abuela se fue sola. En cuanto a mamá, la acosté y empecé a administrarle té para aliviar los dolores, por si acaso, aunque no tenía fiebre, solo una inquietante y extraña expresión en los ojos. El dolor ha vencido por fin la resistencia de sus nervios, decidí, pese a la poción somnífera calmante que había tomado antes de acostarse. Le di más hierbas calmantes, después me senté en la cama con ella y trabajé en mi colcha de boda, mientras le contaba habladurías divertidas del pueblo para calmar su angustia.
Pero se mostró más inquieta a cada hora que pasaba, y no paraba de mirar por la ventana. Seguía a menudo su mirada, y solo veía la carretera polvorienta que conducía a Tolosa, y la gran ciudad que se alzaba al norte. Más cerca, al este, el castillo y los viñedos del seigneur. Cada vez que me levantaba para hacer algo, aferraba de nuevo mi brazo y suplicaba que me quedara a su lado.
A media mañana, estaba tan agitada que apenas podía estarse sentada.
– ¿Qué pasa, mamá? -preguntaba yo una y otra vez, pero ella se limitaba a murmurar:
– Ya veremos, ya veremos.
Y continuaba mirando por la ventana.
Por fin, se levantó de la cama con asombrosa celeridad y me indicó que fuera a su lado. Apoyó un codo en el antepecho y señaló un punto en la distancia.
– Marie Sybille, tus ojos son mejores que los míos. Dime lo que ves.
Obedecí. A lo lejos, un carro tirado por dos caballos negros traqueteaba hacia nuestro pueblo, y detrás de él se alzaba una nube de polvo. Se fue acercando cada vez más, hasta que distinguí dos hombres en el pescante.
– ¿Quiénes son? -jadeó mamá. Observé las espadas que colgaban de sus cintos, sus gorras y blusas idénticas.
– Guardias -dije, mientras me preguntaba qué asunto tan grave podía haberlos traído hasta nuestra humilde aldea. Entonces reparé en que un tercer hombre, vestido de negro, iba sentado en la parte posterior del carro-. Gendarmes y un clérigo.
A mi lado, mamá empezó a temblar con tanta violencia que las piernas le fallaron. La cogí justo antes de que cayera. Mientras la transportaba casi en volandas hasta la cama, aferró mis hombros y abrió los ojos de par en par.
– ¡Eres mi hija, Marie Sybille! -gritó-. ¡Mi única hija! ¡Ya sabes que te quiero más que a mi propia vida!
– Lo sé, mamá, lo sé. Ahora, calla -la tranquilicé, mientras alisaba la manta sobre sus piernas flacas y la apoyaba contra una almohada, pero no se serenó.
Miré por la ventana, sin que mamá soltara mis hombros, y observé que el carro y los caballos se habían desviado hacia el este.
– Escucha, mamá -dije-, no debes temer nada. Han tomado el camino que va al castillo del seigneur. No vienen aquí.
Pero mis palabras no la calmaron.
– Te quiero, Marie Sybille. ¡Has de comprender lo mucho que te quiero!
– Sí, mamá, y yo también te quiero -contesté, temerosa de que tal vez se encontrara en las primeras fases de la fiebre cerebral, porque sus temblores y su agitación continuaban. No obstante, tenía frías la frente y las mejillas.
Volví a sentarme en la cama y cosí a su lado, mientras intentaba tranquilizarla y distraerla de su misteriosa afección. Se calmó un poco y guardó silencio por fin, sentada muy rígida contra la almohada, los ojos desorbitados y clavados en el mundo que había al otro lado de la ventana. Sus manos aferraban con tal fuerza la manta que tenía los nudillos blancos.
Al cabo de un rato lanzó un grito, y vi que estaba mirando por la ventana otra vez, a los guardias del carro, que ahora regresaban del castillo.
Me levanté y fui a la ventana.
– No pasa nada, mamá, ¿lo ves? Vuelven a la ciudad. No vienen hacia aquí… -Pero incluso mientras hablaba, un profundo terror se apoderó de mí. Porque en la parte posterior del carro no iba una persona, sino dos.
No podía distinguir detalles ni facciones, debido a la distancia, solo la impresión de que era un clérigo, y la otra persona, también vestida de negro, era una mujer. Pero todos poseemos la capacidad de reconocer a nuestros seres queridos, incluso en la distancia.
Antes de que pudiera volverme hacia mi madre, horrorizada, ella se incorporó a mi lado, agarró mi muñeca con fuerza sobrenatural y me obligó a mirarla.
– Solo porque te quiero tanto, Marie Sybille, he hecho esto -dijo-. Mira lo que he encontrado. ¡Mira lo que me ha hecho esa mujer!
Tan conmocionada estaba en aquel momento que pudo arrastrarme hasta la cama. Sacó de debajo de la cama un objeto envuelto en seda negra raída. Lo arrojó sobre el colchón y abrió la seda para revelar su contenido.
Una muñeca, cosida con trozos de tela sin tintar y rellena de hojas y tierra. Era femenina, bordada para dar la impresión de pelo y facciones, toda de negro, puesto que yo había estado tejiendo y cosiendo con un hilo más claro y me habría dado cuenta si faltaba algo. Atado a su pecho con cordel negro estaba el talismán dorado de Jacob, y una pequeña franja de tela negra le vendaba los ojos.
Negro: el color de la protección, cuando se lleva de forma voluntaria.
Negro: el color de la represión, de la sujeción, cuando no.
– Una maldición -siseó mamá-. Me maldijo, al igual que maldijo a tu pobre padre. Le asesinó, ¿lo comprendes? Pero ella no puede matarme. Soy una mujer cristiana, temerosa de Dios, y El me ha salvado para que te salvara a ti. Eso dice el padre André. Ella siempre ha querido corromperte, dulce Marie, y guiarte hasta el diablo. Siempre, pero no lo permitiré. Me sorprende que no me haya estrangulado mientras dormía…
Oía las palabras de mi madre, pero no encontraba la voz. Mi Noni, mi querida Noni, utilizar la magia para controlarme… Imposible. Pero la verdad estaba ante mis ojos, y mientras mi madre miraba desenvolví el talismán dorado que me vinculaba con Jacob y con aquellos que me habían servido siempre.
Entonces quité la venda. Al instante Vi, y lancé un grito de dolor y amor angustiado cuando supe lo que mi abuela estaba haciendo por mí. Por la Raza.
Encerré el talismán en mi mano y, sin una palabra de despedida, abandoné a mi madre para siempre.
Huí. Huí por la carretera de tierra hacia la gran ciudad de Tolosa, tan rápido como pude, hasta que los pulmones y las piernas me dolieron. Incluso entonces continué corriendo a toda velocidad, con la mente atormentada por terribles imágenes. De mi querida Noni, torturada por sus captores. De mi Noni, gritando de dolor sin que nadie la ayudara.
De mi Noni, retorciéndose entre las llamas, como aquellas pobres víctimas que habíamos visto mucho tiempo atrás en la plaza de Tolosa.
De mi Noni, que quería sacrificarse por mí.
Una voz, ronca y siniestra, susurró en mi mente, como si un ser invisible me hubiera hablado al oído:
El mismo destino te aguarda, si no corres a salvarla. La quemarán. Como algún día te quemarán a ti también, si no corres a la cárcel cuanto antes, la cárcel sepultada en las entrañas de Saint-Sernin…
Solo la idea me produjo un espasmo de miedo, y continué corriendo hasta quedarme sin aliento. Sin embargo, pese a mi agitación, me llegó el recuerdo, diáfano y puro, de Noni diciéndome: «Confía en la Diosa…».
Y recé mientras corría. «Santa Madre de Dios, que tu paz descienda sobre mí. Guíame, permite que ayude a mi abuela como pueda. Enséñame la magia necesaria para protegerla de todo mal…».
Empecé a calmarme, y poco a poco tomé conciencia de la procedencia de la siniestra voz. Era la oscuridad que había visto en mi visión de la infancia, por segunda vez en el Círculo, y una tercera en mi iniciación, la oscuridad cuyo propósito era consumir la luz.
Basta, ordenó la voz de Jacob, y yo obedecí. Me detuve con tal brusquedad que tosí por culpa del polvo levantado. Y mientras abría más mi corazón a la Diosa, el instinto me decía que volviera sobre mis pasos, pero no por completo, porque conducían al pueblo, sino hacia el sur y el este, a Carcasona… y a la seguridad. Me adentré en el bosque, donde me abrí paso entre árboles y arbustos, durante horas y horas, hasta que cayó la noche y la oscuridad, me obligó a parar.
Aun así, el dolor no me permitió conciliar el sueño durante largo rato. Cuando por fin me dormí, empecé a soñar…
En la ciudad, me arrodillé en el interior de una gran catedral que reconocí de mis visitas infantiles como la imponente basílica de Saint-Sernin, con las grandes puertas orientadas al oeste abiertas al sol de la tarde. A mi lado, en el santuario principal, había más personas de las que había visto en mi vida: monjas y monjes, por supuesto, pero también gente de todas las clases, campesinos, mercaderes y nobles inferiores, todos rezando y llorando.
En el altar ardían cientos de velas por los muertos. En los pasillos había penitentes tumbados de bruces, con los brazos y las piernas abiertos para formar una cruz romana, mientras murmuraban Padrenuestros y Avemarías, observados por un bajorrelieve de Cristo en toda su majestad. Algunos se flagelaban con correas de cuero erizadas de púas, con las espaldas en carne viva mientras rezaban.
Aun en mi desesperación, la visión de aquel santuario me llenó de admiración, con capacidad para albergar cinco mil almas, alto hasta tocar el sol. Y en algún lugar, bajo la belleza y la serenidad, mi abuela sufría. El cielo arriba, el infierno abajo.
Me trasladé a un punto alejado del altar, me arrodillé sobre la piedra fría y recé mi oración de antes: «Santa Madre de Dios, que tu paz descienda sobre mí. Guíame, para que pueda ayudar a mi abuela…».
Repetí la oración una y otra vez hasta calmarme un poco. Con una sensación de amor y alivio me dejé conducir, paso a paso, hasta mi destino.
Había cinco naves cavernosas. Contemplé mis pies mientras caminaban hacia la tercera. Reparé en un pequeño crucero que conducía a la escalera, la cual descendía hacia un oscuro corredor que concluía en una puerta de madera tres veces más alta que yo y dos más ancha. Con la confianza del que sueña, atravesé la madera como si fuera un fantasma.
Dentro había un joven alto y musculoso que tal vez me doblaba la edad, con un bigote de color canela, como también el pelo. Blandía una espada con aire amenazador.
Pasé por su lado y entré en un pasillo de piedra oscura.
Al final, tras unos barrotes de hierro, estaba mi Noni.
Se alegró tanto al verme que derramé lágrimas de felicidad, aunque intuí que ya la habían torturado y que sufría dolores. Pero así son los sueños a veces, y no siempre vemos con claridad.
– Sibilla -dijo, y extendió las manos entre los barrotes.
Se las cogí y me senté, como si los barrotes se hubieran fundido y no se interpusiera nada entre nosotros, ni distancia ni paredes, ni siquiera la edad y los cuerpos que nos alojaban en esta vida.
– ¿Por qué, Noni, por qué? ¿Por qué me escondiste mi Visión?
– Hija -contestó sin dejar de sonreír-, ¿por qué me haces preguntas cuya respuesta ya conoces?
Era verdad. De haber conocido el peligro, hubiera insistido en ir con Noni a los huertos del seigneur para protegerla. No habría permitido que subiera a la carreta ni entrado en la cárcel sola. Insistí:
– ¿Has de estar aquí? Puedo venir con Justin y Mattheline, y encontraremos una forma de liberarte, encontraremos una forma…
– Investiga en tu corazón -dijo Noni, y por un momento pareció infinitamente joven.
La vi como debía haber sido de joven, con el cabello lustroso y oscuro, los labios carnosos y rojos, hermosa de pies a cabeza. Y derramé amargas lágrimas.
– Ay -dijo Noni-, ya ves que no puedes negar a la Diosa. Ella te ha dicho lo que ha de suceder.
– Pero no puedo permitir que te hagan daño. Tiene que existir otra forma -susurré.
– En verdad existe, y sabes tan bien como yo adonde conduce el camino de la salvación. A la muerte de todos nosotros, hija. A la extinción de la Raza, que con el tiempo llevará a la destrucción de todos los hombres. ¿Cómo podríamos vivir sabiendo que compramos unos pocos años de felicidad a ese precio? -Apoyó una mano firme y tibia sobre mi mejilla húmeda. Os aseguro que esa caricia no fue un sueño, porque yo la sentí, tan cierto como que ahora siento el dolor de los golpes del torturador-. Soy feliz con mi elección. Tomé la decisión el día que naciste, cuando la Diosa me mostró mi destino y el tuyo. El tuyo es más duro, Sibilla, porque ahora has de aprender a ser más humana. -Hizo una pausa y retiró la mano-. Y has de encontrarle, porque solo tú puedes salvarle del Mal que nos amenaza. Solo tú puedes enseñarle a Iniciarse tal como los dos estabais destinados. Una vez unidos, Dios y Diosa son los mayores poderes, y el Mal no puede derrotarles.
»Ahora, apresúrate a seguir tu camino -continuó-, y procura no volver a casa, porque tu pobre madre ha caído en las garras del Enemigo y representa un peligro para ti. Toda tu magia no puede salvarla. Que la Diosa te bendiga y derrame sobre ti todos sus dones. En ti se multiplicarán por mil.
– ¡No puedo dejarte sufriendo así! -insistí, pero daba igual. Ella ya me había dejado, y me desperté sentada en la oscuridad, con el regazo lleno de hojas secas de otoño.
Durante tres días crucé el bosque, guiándome por el sol y los impulsos de mi corazón. Dicen que el patriarca Jacob peleó con Dios en la forma de un ángel. Bien, en aquellos días peleé con la Diosa en cierta manera, rezando con fervor a cada paso que daba, como una suplicante que se aferra a la pierna de su benefactor y no la suelta hasta que su petición es atendida. No sentía nada por Noni, obra de su magia, imagino, para ahorrarme más dolor.
Hasta la tarde del tercer día. Fatigada, caí dormida bajo un bosque de robles, y desperté con el corazón acelerado cuando la Visión se apoderó de mí.
Estaba en la gran plaza a la sombra de la basílica de Saint-Sernin. En la plaza habían habilitado una berma, y sobre esa berma habían clavado postes. Hacia los postes estaban conduciendo prisioneros encadenados.
Dejé escapar una exclamación ahogada, pero estaba tan impresionada que no salieron sonidos ni lágrimas.
Había varios prisioneros, de eso estoy segura. Pido disculpas a sus espíritus por mi falta de compasión y atención, porque aquel terrible día solo vi a un ser, lastrado por sus pesados grilletes y conducido hasta su destino final:
Noni.
Mi adorada Noni, despojada de toda vida y belleza. Ya no existía la robusta matrona que yo había conocido. Una débil anciana ocupaba su lugar. Habían rapado su largo y reluciente cabello, negro como el azabache con algunas mechas plateadas, y en su lugar aparecía una capa irregular que se había vuelto blanca casi por completo desde la última vez que la había visto. Tenía las mejillas hundidas, porque le habían roto casi todos los dientes, y sus ojos estaban tan hinchados que había perdido la vista. Ignoro cómo la reconocí, porque hasta su cuerpo se había alterado de una forma horrible: las piernas arqueadas, los brazos colgando.
Todos los prisioneros estaban encadenados entre sí por los tobillos y las muñecas, y los guardias les obligaban a seguir andando. En una ocasión Noni, que era la más débil, tropezó y cayó. El guardia la puso en pie y le propinó un puñetazo en la espalda que casi la derribó de nuevo.
Cuando por fin la desencadenaron del otro prisionero y le ordenaron arrodillarse en la pira, se dejó caer con un profundo suspiro de aceptación, como si hubiera dejado atrás lo peor de sus sufrimientos y lo que quedara fuera mera formalidad. Dos verdugos se paseaban entre los prisioneros, y uno se acercó a Noni. Aflojó con una llave el grillete de un tobillo, y la colocó de forma que la estaca quedara entre sus pantorrillas antes de volver a ceñir el grillete. Hizo lo mismo con las cadenas de sus muñecas: las aflojó, pasó los brazos a su espalda (ella hizo una mueca de dolor) y volvió a asegurar los grilletes.
Esta medida imposibilitaba la huida, incluso para alguien fuerte, pero no era suficiente, porque aún existía la posibilidad de que se desmayara o cayera hacia las llamas, y muriera deprisa. Para impedirlo, el verdugo ató su torso varias veces con una cuerda, con el fin de mantener recta la espalda y asegurar que la muerte se produjera tras la agonía del fuego.
En cuanto hubo terminado, el segundo verdugo llegó y rodeó de leña a mi abuela arrodillada, y luego de troncos para conseguir una hoguera rápida y eficaz.
En ese momento Noni empezó a cantar:
Diana e la bona Dea,
Diana e la bona Dea
Las palabras eran confusas, poco claras, pero agucé el oído hasta entenderlas. Las siguió repitiendo con orgullo, un canto mágico, tal vez, y una declaración, que nunca había osado hacer en público o en su propio hogar.
Por fin, la muchedumbre también la entendió y empezó a abuchearla. Alguien arrojó una piedra que le rozó la mejilla. Noni sonrió, reveló sus encías ensangrentadas y siguió cantando con voz débil:
Diana es la buena Diosa, la Santa Madre.
¡Salve, Diana, la bona Dea!
La que siempre ha sido
la Madre de Dios.
Arrojaron una segunda piedra, y una tercera. Las dos erraron su blanco. Los gendarmes amenazaron a los fanfarrones con sus espadas. El populacho se calmó al instante, aunque algunos continuaron abucheando a Noni.
Daba la impresión, no obstante, de que Ana Magdalena no les oía. Sin dejar de cantar, alzó la cabeza hacia el cielo. Por estragado que estuviera su rostro, se lo veía radiante. Luego se volvió hacia uno de los clérigos sentados en una plataforma cercana. Intenté distinguir sus facciones, pero la figura iba cubierta con una capa y estaba escondida a la sombra. Ana Magdalena le cantó:
Diana e la bona Dea,
Diana e la bona Dea.
Domenico, tú que rompiste el vitral de la catedral hace tanto tiempo,
tú, la brisa traicionera el día que nació la niña,
tú, el cuervo de aquella fría mañana de verano,
piensas que tu odio ha vencido por fin.
¿No lo entiendes? Solo ha permitido que el Amor venciera de nuevo, para ser
más fuerte que antes.
La victoria es nuestra, no tuya.
Vuelve tu corazón hacia la Santa Madre una vez más y encuentra la paz…
¿Qué puedo decir sobre la muerte?
Nos han hablado de santos y héroes que, atravesados por flechas, crucificados cabeza abajo, arrancados sus ojos de cuajo, no gritan sino que dan una bienvenida jubilosa a su fin, los rostros embelesados. Os digo ahora que no son más que cuentos, que no hay dignidad ni clemencia en una muerte dolorosa, ni valentía ni belleza. Los mortales chillamos como cerdos.
Así pasó con Noni, al principio, pues en cuanto la leña prendió las llamas lamieron los pies de los prisioneros. Casi todos empezaron a chillar al unísono, pero Noni no silenció su cántico hasta que los troncos prendieron. Entonces lanzó chillidos de angustia.
Como Jacob, me encomendé a la Diosa y recé con todo mi ser: «Quítale el dolor. Quítale el dolor, y dámelo a mí».
No había ninguna magia en ello. Ni encantamiento, ni conjuro, ni cántico, solo pura voluntad. Voluntad combinada con amor, y tal vez esa sea la magia más grande, porque al punto me consumió una agonía como no había conocido en mi vida, y me arrojé al suelo chillando, satisfecha por la rápida respuesta obtenida y empujada a la locura por el dolor.
Todos hemos tocado, por accidente o desconocimiento, calderos al rojo vivo. Tanto es el dolor que el brazo, mano o dedo afectado, incapaz de soportarlo, se retira al instante. Luego, el sufrimiento es tan intenso que los niños aprenden enseguida a no repetir el error. ¿Cómo puedo describir la sensación de sumergirse en fuego? El cuerpo se retuerce, incapaz de escapar de un dolor insufrible, un dolor que embota todos los pensamientos, todos los sentimientos, todos los recuerdos, hasta que solo existe el dolor…
Mi voz se unió a la de las víctimas en un coro incesante de aflicción cuando las prendas interiores se transformaron en cenizas dejando al descubierto la piel enrojecida. El fuego consumió la tela hasta los hombros, después pasó del cuello y la barbilla al cráneo, donde estalló en una llamarada de Pentecostés. Todo el pelo desapareció en un instante espectacular, solo quedó el cuero cabelludo enrojecido, que al punto se cubrió de ampollas, las cuales se ennegrecieron, para teñirse de rojo una vez más…
Pero a pesar de mis sufrimientos, caí en la cuenta de que la voz de mi abuela no se oía con las demás, y la miré con ojos anegados en lágrimas.
Noni se había convertido en una tea viviente. No era una figura carbonizada y patética como los demás prisioneros, sino la encarnación viviente de la Divinidad, una mujer joven, hermosa, fuerte, incandescente, rodeada de cabellos y llamas entrelazados, los cuales formaban un halo dorado. Comprendí que no estaba viendo a una santa sino a la Diosa en carne y hueso, la Diosa sonriente, triunfante, y mis lágrimas de dolor se convirtieron en lágrimas de alegría.
Habló, con una voz que fue la música más melodiosa que he oído en mi vida, al Enemigo que la miraba sentado:
– Crees que has vencido, Domenico, pero aquí está la magia: la victoria es nuestra…
Ignoro cuánto duró mi tormento físico, pues llegó en un momento en que estaba demasiado débil para chillar, para susurrar, y me había quedado ciega. La agonía se había transformado en un profundo dolor en el centro de mi ser.
Pero llegó el momento en que mi abuela murió por fin, pues al principio el dolor aumentó de repente. Luego, sentí que su espíritu la abandonaba. De hecho experimenté una extraña oleada de calor, como si hubiera penetrado en mí.
Ella, y Algo más grande…
Debo confesar que, en aquel momento, no entendí con el intelecto lo sucedido. Pero mi corazón y mi intuición habían comprendido muy bien que el sacrificio de Noni por mí, y en cierta forma, mi sacrificio por ella, había sido un intercambio necesario, de lo contrario habría luchado por impedir su muerte con todas mis fuerzas. Pero aquel día Vi que su forma de morir había sido un gran honor, un destino que había abrazado de buen grado: morir sin dolor y triunfante.
Con esa certeza llegó la aceptación, y la paz, cuando los últimos rayos del sol tiñeron de coral las nubes, y me sentí confortada por la presencia de la Diosa y el espíritu jubiloso de Noni.
Pero yo también soy humana. Y cuando cayó la noche, ya no sentí la presencia de Noni y Diana, y el dolor se apoderó de mí. Me levanté y eché a correr. Corrí hasta que el bosque se transformó en montaña y de nuevo en bosque, hasta que ya no pude moverme y me derrumbé sin aliento sobre piedras, hojas y tierra de rico aroma.
A veces el destino es amargo.
Sobre mí pasaban negras nubes, preñadas de truenos que despertaban ecos en las montañas. Cuando por fin se desató la tormenta de verano, yo también me desaté y lloré con la lluvia.