CUARTA PARTE

SYBILLE
CARCASONA Octubre de 1348
12

Dormí donde caí exhausta, expuesta a la lluvia y los animales, y desperté mojada y temblorosa en un húmedo amanecer. Con las faldas pegadas a mis piernas eché a andar de nuevo. Mi meta estaba cercana. De hecho presentía que la encontraría aquel mismo día.

Avancé a través de bosques y prados, campos desiertos y el fantasma vacío de un pueblo. Frente a una pequeña fonda encontré colgado de un árbol el hábito blanco de una monja, que la brisa balanceaba. No cabía duda de que lo habían abandonado allí meses antes quienes habían cuidado a su propietaria, ahora perecida junto con todos los demás, porque estaba acartonado, como si hubiera recibido mucho sol, viento y lluvia.

Pero también había escapado de la tormenta que yo había encontrado por la noche. Me quité mi ropa mojada y la sustituí por el hábito, con velo y todo, contenta no solo de estar seca otra vez, sino también disfrazada.

Mi renovada confianza me condujo a caminar por el terreno más regular y despejado. Por fin, salí a un camino que conducía a pueblos habitados y a una ciudad, Carcasona, a juzgar por sus famosas almenas de madera.

Pese a mi pena y cansancio, sonreí al verla. Carcasona, un lugar seguro, pensé. En ella podría encontrar comida y cobijo. Mi mirada se concentró en la ciudad, aceleré el paso y avancé, y casi me topé con una enorme figura oscura que se interponía en mi camino. Era un fornido monje con hábito negro y capucha ribeteada de blanco: un dominico.

Un inquisidor. Había algo raro en su apariencia, algo que no pude identificar de inmediato. Pese a saber que la Diosa estaba conmigo, no pude reprimir un estremecimiento de miedo. ¿El Enemigo le había enviado para localizarme?

– Buenas tardes, hermana -dijo con una sonrisa-. ¿Por qué viajáis sola por esta parte del bosque?

Pensé: Si huyo despertaré sus suspicacias. No es más que un monje. No ha venido de Tolosa y no me conoce.

– Buen hermano -repliqué-, yo podría preguntaros lo mismo.

– Ah -dijo, y sus mejillas gordezuelas se alzaron un poco, hasta casi ocultar sus ojos-, pero es que yo no estoy solo.

Enseguida obtuve la confirmación de sus palabras. Unas fuertes manos aferraron mis muñecas y me echaron hacia atrás, hasta tropezar con el cuerpo de otro hombre, al menos igual de fuerte y alto.

Pataleé y pedí socorro. Por un instante conseguí volverme a medias hacia mi captor, que también llevaba el hábito dominico.

Así pues, me habían capturado, decidí. El Mal les había enviado y yo estaba perdida, pero no me rendiría. Hundí los dientes en un antebrazo musculoso, hasta que el hombre situado detrás de mí gruñó y soltó mi mano.

El primer dominico me retuvo. -No lleva bolsa -informó el otro, y su compañero rezongó.

Al punto, oímos el retumbar de cascos y el chirrido de ruedas, y la voz de una mujer que gritaba:

– ¡Atrás! ¡Atrás, bergantes! ¡Perros! Pero no canis Dominis, ni por asomo. He encontrado a los pobres monjes a quienes robasteis los hábitos y no vacilarán en acusaros. ¡Atrás, he dicho!

El chasquido de un látigo. Otra vez. Y otra.

Algo (¿una piedra?) golpeó mi cabeza, y caí hacia atrás, sin que ninguna mano me retuviera. Solo el suelo, que me dejó sin respiración. Los monjes desaparecieron de mi vista. En su lugar apareció el cielo, flanqueado por las ramas de altos árboles. Era brillante y azul, y una brisa seca e insistente disipó las nubes de tormenta restantes.

Al instante, otro rostro ocultó el azul, el rostro de una mujer, cuadrado y pálido, rodeado por una toca blanca y coronado por un velo blanco. «Madre», murmuró alguien detrás de ella, y supe que era la Diosa. Iba vestida exactamente como yo, y cuando nuestros ojos se encontraron, los suyos estaban henchidos de tanta compasión que rompí a llorar, pese a mi aturdimiento.

– Dios nos ha traído a las dos aquí -dijo, secó mis lágrimas y sonrió.


Se llamaba madre Geraldine. Con el tiempo llegaría a conocerla como la madre Geraldine Françoise, pero aquel día solo supe cómo la llamaban las demás monjas. Me ayudó a subir a una amplia carreta con un techo de lona que nos protegió del sol. Guardo un vivo recuerdo de aquel viaje, de los rebuznos de los asnos, de los tumbos constantes que daba la carreta, lo cual lastimaba mi espalda y mi cabeza, todavía resentidas de la caída. Recuerdo la bondad de las mujeres, que me ofrecieron pan y una copa para beber, y que dejaron descansar mi cabeza sobre sus blandos regazos. Se pasaron casi todo el camino rezando:

«Dios te salve María, llena eres de gracia; bendita Tú seas entre todas las mujeres…».

El viaje continuó hasta el ocaso, cuando nos detuvimos para acampar. Anocheció enseguida. Dormí a intervalos, y recuerdo que la madre Geraldine no dejaba de cuidarme en la carreta. Las monjas habían encendido un buen fuego, cuya luz oscilante teñía la piel y el hábito blanco de mi benefactora de un ominoso tono naranja pálido.


A la mañana siguiente, las monjas viajaron en silencio. Recuerdo vagamente que llegamos a un enorme edificio de piedra que olía a muerte y que me llevaron a una cama, donde caí en un sueño profundo.

Desperté por fin, despejada por completo, y vi que una hermana con toca blanca y velo negro estaba inclinada sobre mí, los labios y la nariz tapados con un pañuelo alrededor de la cara. Al verme, sus ojos se arrugaron y dio una palmada.

– ¡Alabados sean Dios y san Francisco! -dijo con cautelosa alegría-. ¿Cómo os sentís, hermana?

– Mejor -grazné, mientras me preguntaba si el pañuelo era producto del delirio, cuando reparé en que el olor desagradable (un leve matiz de lo que había olido en la habitación de la esposa del orfebre) persistía, y por lo visto era muy real.

No tuve tiempo para preguntar al respecto. Mi enfermera abandonó la habitación a toda prisa, y volvió, entusiasmada, con un cuenco de sopa.

Era una mujer joven y agradable, y muy parlanchina para alguien que había tomado los hábitos. Mientras yo comía con parsimonia, me refirió mis circunstancias: estábamos en un convento de monjas de Carcasona, ella se llamaba madre Marie Madeleine y, en efecto, alguien había muerto en la habitación contigua, pero ya habían sacado el cadáver y las demás hermanas estaban limpiando a fondo la estancia, el olor no tardaría en disiparse.

Habían temido que muriera a consecuencia del golpe propinado por los ladrones, porque dormía mucho y no podían despertarme. La madre Geraldine, la más piadosa y compasiva de las mujeres, había pasado la noche rezando junto a mi cama.

Pese a mi debilidad, estaba lo bastante lúcida para llevarme las manos a la cabeza, para ver si palpaba las largas trenzas rizadas que revelarían mi falsedad. Toqué con alivio el algodón de la toca que cubría mi cabeza. Habían doblado el velo, que descansaba en un rincón.

Si la hermana Madeleine había visto mi pelo debajo del lino, no lo mencionó.

– ¿Cómo es que estabais sola en el bosque, hermana? -preguntó.

Es inusitado que una mujer, sobre todo una monja, viaje sola. Mi mente buscó una explicación, pero no descubrió ninguna.

– No lo sé -dije al cabo de varios segundos.

– ¿No os acordáis? -Apareció una arruga entre sus cejas-. ¡Ay, pobrecita! ¡Quién sabe lo que os hicieron esos villanos, o a vuestras hermanas! ¿Fue el golpe en la cabeza? ¿O tal vez…? -Supuso que aquel último pensamiento era demasiado horrible para expresarlo con palabras.

– No me acuerdo -dije, agradecida de que me hubiera proporcionado una explicación que cubriera mis numerosas lagunas.

Pero no podía explicar mi pelo. Cuando me dejó a la hora de las vísperas para ir a rezar, me quité la toca, cogí el pequeño cuchillo que descansaba junto a la bandeja de sanguijuelas que había junto a mi catre, y a la luz vacilante de la vela corté el pelo que había crecido intocado desde mi nacimiento. Lo acerqué a la llama, vi que se chamuscaba y consumía, me encogí al percibir el horrible hedor y pensé en Noni.


Al día siguiente me sentía más fuerte, lo bastante bien para levantarme y utilizar el orinal del rincón, aunque no tenía ganas de asistir a las oraciones en la capilla con las demás monjas, porque eso revelaría mi ignorancia y mi latín atroz. Madeleine, mi cuidadora, no pasó el día a mi lado, sino que solo vino a traerme comida y llevarse los restos.

Fue durante una de sus ausencias cuando la cabeza de la abadesa asomó por la puerta.

– ¿Puedo entrar? -preguntó sonriente.

– Desde luego -contesté, e hice ademán de levantarme, porque no cabía duda de que era de noble cuna, y yo una muchacha campesina. Me indicó que no era necesario y yo me apoyé contra las almohadas. Se sentó al pie de mi catre.

De la hermana Madeleine había intuido que era una muchacha sincera e inofensiva. La Visión me lo había revelado cuando estaba sentada a mi lado. Pero la abadesa…

No pude sentir nada, ni Ver nada, del corazón de la abadesa, como si un muro invisible se hubiera erigido a su alrededor, pese al gran afecto y confianza que sentía por ella desde la noche que me había rescatado. Tal vez me habían descubierto, me dije. Tal vez ella o alguna de las hermanas había visto el talismán dorado colgado de mi cuello mientras me cuidaban el hombro. Tal vez una de ellas había visto mi pelo largo antes de que yo me las ingeniara para cortarlo.

– Me llamo madre Geraldine Françoise -dijo la abadesa con dulzura, como ajena a mi inquietud-. ¿Y vos…?

– Marie -dije como un autómata, y corregí-: Hermana Marie… Françoise. -No me atreví a dar el nombre de Sybille. Marie era muy común pero, dominada por el miedo, había repetido el segundo nombre de la abadesa por equivocación.

Sus ojos se abrieron de par en par.

– ¡Hermana Marie Françoise! -exclamó muy contenta-. ¡Por fin nos presentamos oficialmente! -Con impulsivo afecto cogió mis manos, mis ásperas y callosas manos, entre las de ella, suaves, de uñas cortas y limpias, y me dio un beso en cada mejilla-. Perdonadme, querida hermana -continuó-, por no venir antes a presentarme y explicar quiénes somos, pero como estabais débil, pensé que sería mejor no visitaros después de trasladar a la fallecida…

– La fallecida -interrumpí, al recordar los terribles olores que me habían asaltado la primera noche-. Sí, la hermana Marie Madeleine me dijo que alguien había muerto en la habitación de al lado.

– En más de una habitación, para ser exactos. Más de sesenta hermanas franciscanas, todas arrebatadas al cielo por la peste -dijo sin pestañear-. No había nadie que pudiera enterrarlas -explicó al ver mi expresión-, y con la dispensa del obispo, lo estamos haciendo nosotras, con la ayuda de unos bondadosos monjes benedictinos, los pocos que Dios ha dejado. Lamento muchísimo el olor, pero pronto nuestra primera tarea habrá concluido y podremos dedicarnos a la segunda, es decir, repoblar el convento.

»Por eso he venido a veros. -Hizo una pausa y bajó la cabeza, de modo que apenas podía verle los ojos ocultos por los párpados. Su sonrisa se desvaneció-. La hermana Marie Madeleine dijo que ayer teníais dificultades con vuestra memoria. ¿Os ha regresado hoy?

– Lo siento, no…

– Pero recordáis vuestro nombre. ¿Recordáis algo más? ¿Tal vez el convento del que procedéis? ¿Las hermanas que viajaban con vos?

– No… No; lo lamento.

– Está claro que venís de muy lejos. Lleváis el hábito de una franciscana, cierto, pero quedan pocas de nosotras últimamente. Creo que el convento más cercano se halla en Narbona, pero las noticias viajan con mucha lentitud desde el azote de la peste. Ni siquiera sé si alguna hermana de allí ha sobrevivido.

Alzó la cabeza, mostrándome su rostro largo y serio, sus ojos penetrantes. La intensidad de su mirada era desconcertante.

– ¿Narbona? -vacilé. Si quería sobrevivir, debía ceñirme a la mentira que la hermana Marie Madeleine me había servido en bandeja-. Madre, no deseo crearos dificultades, pero no puedo recordar.

– Ya -dijo con tono enigmático-. Bien, escribiré a las hermanas de esa ciudad y les preguntaré si conocen a la hermana Marie Françoise… aunque es un nombre muy común en la orden. Es lo menos que puedo hacer para ayudaros a encontrar el lugar al que pertenecéis.

Se levantó para salir, pero se detuvo y giró de nuevo hacia mí. Mantuve una expresión neutra.

– Hermana… -Su tono y maneras eran vacilantes-. No intento ser presuntuosa, pero cuando vi a una monja franciscana, y profesa además, pensé que Dios había querido que nuestros destinos se cruzaran. Aquí solo tengo postulantas y novicias, ninguna profesa. Necesito una hermana experimentada para colaborar en la organización y enseñar a las demás.

»¿Me ayudaréis hasta que podamos encontraros un hogar? Para ser tan joven, apenas llegada a la mayoría de edad, y ya profesa, está claro que Dios ha intervenido con decisión en vuestra vida. ¿Os quedaréis con nosotras?

Ahora fue mi turno de vacilar. Como inculta que era, no sabía casi nada de monjas, salvo que sabían leer, pues en aquellas escasas ocasiones en que mamá nos había arrastrado a todos a rezar a Saint-Sernin, cuando nos reclamaban otros asuntos en Tolosa, había visto a las hermanas tocadas con velo en el santuario, atentas a sus libros mientras otra leía. En aquel momento no habría podido distinguir una hermana cisterciense de una dominica. Sin embargo, no tenía otra alternativa que confiar en aquella mujer. La Diosa me había conducido hasta allí con algún propósito, y allí me quedaría mientras estuviera a salvo.

– Madre Geraldine -dije con cierta sinceridad-, tengo miedo. No sé quién soy. Apenas recuerdo mi latín. Temo que ni siquiera seré capaz de leer o de recordar todas mis oraciones. Habéis sido tan bondadosa conmigo… No puedo negarme a devolveros tal caridad. Pero ¿cómo os seré útil, si ni siquiera puedo recordar la experiencia que deseáis?

– No temáis -dijo con dulzura, y sus dedos acariciaron mi mejilla-. El tiempo os devolverá la memoria. Y aunque no sea así, yo os ayudaré. Empezaremos las lecciones esta misma tarde, y sabréis leer y escribir dentro de un mes. Estoy convencida de que habéis sido enviada para ayudarme, no al contrario.

Sonreí, aliviada de momento. Porque sabía que si me quedaba allí un tiempo, aprendería a leer y escribir y a imitar los modales de una dama. Entonces, los inquisidores nunca me reconocerían como la muchacha campesina que había sido. Si conseguía ocultar a las monjas mi verdadera identidad.

Esta madre superiora parecía una mujer muy inteligente. Tal vez hubiera compasión en sus grandes ojos, pero también astucia, una astucia que algún día, estaba convencida, penetraría en el disfraz y vería a la mentirosa.


Al cabo de otro día me había recuperado lo suficiente para empezar mi vida de monja. Era más diferente de lo que había imaginado. Siempre había oído que era una vida de terribles privaciones, de ayuno y flagelación, de crueles penitencias, de trabajo interminable.

Y quizá lo era, para una noble, pero para la hija de un siervo era casi una vida de lujo. Tenía mi propio colchón, mi propia celda, y disfrutaba de la impensable comodidad de un garderobe situado en la misma planta donde nos alojábamos las hermanas. Sois hombre de noble cuna, hermano. No podéis imaginar la gloria de no tener que aliviarse a la intemperie en pleno invierno.

El ritual diario era cómodo. Cinco veces al día nos encontrábamos en el santuario para cantar en latín, rezar y para escuchar una lectura de los Evangelios. Una vez al día, un sacerdote venía de la ciudad para celebrar la eucaristía.

Las restantes horas se dedicaban a la oración en privado, las comidas de la mañana y la noche, el trabajo y el estudio. Lo llamaban «trabajo», aunque a mí me parecía más entretenimiento, comparado con el trabajo en los campos o el de comadrona. Atendíamos a los enfermos en la parte del gran convento transformada en hospital, con la ayuda de algunas hermanas legas que, tras haber enviudado de resultas de la peste, dependían del monasterio para recibir comida y cobijo. Como la población de los pobres de Carcasona había sido diezmada, quedaban pocos a quienes cuidar, pese a que la madre Geraldine había destinado un ala del convento a los leprosos supervivientes de la ira de las turbas enfurecidas por los embates de la peste. De esta forma, cada monja debía dedicar solo unas horas diarias a atender a los enfermos. Todas las hermanas trabajaban el mismo número de horas.

De todas las cosas nuevas a las que me adapté, la igualdad entre las hermanas fue la más difícil. A menudo me descubría rindiendo pleitesía a las monjas de noble cuna cuando me las presentaban, y me costó superar esa costumbre. Era el legado del buen san Francisco, el cual, aunque hijo de un mercader acaudalado, trataba a todos los hombres, por pobres que fueran, como a sus iguales.

Y cada tarde pasaba dos horas, a veces más, en secreto con la hermana Geraldine, aprendiendo a leer en francés, y después en latín. Algo milagroso, la palabra escrita. Había abordado la primera lección con terror, pues siendo mujer y campesina me consideraba un ser demasiado estúpido para aprender. Ante mi asombro, aprendí el alfabeto y sus sonidos muy deprisa, y al cabo de una semana podía leer palabras cortas. La abadesa atribuía la rapidez de mi aprendizaje a que mi memoria dormida se estaba despertando, y yo no hice nada por desilusionarla.

Después del dolor y el terror que había experimentado, el convento me resultó un paraíso. Los ritos cotidianos me proporcionaban la oportunidad de comunicarme con la Diosa, y hasta cierto punto calmaban mi pesar, pues eran hermosos, y es mediante la experiencia de la belleza que recordamos lo mejor de la vida y a nuestros seres queridos desaparecidos. Si me hubierais visto rezar con expresión calma, incluso serena, habríais pensado que era tan buena cristiana como las demás.

Pero cuando, a las horas prescritas, me arrodillaba sola en mi celda solitaria, solo lo hacía por si alguna de las otras me veía. Y cuando, como buena monja, murmuraba el rosario, no elevaba mis oraciones tan solo a la Madre de Dios, sino a la Madre de Todos.

Cada día rezaba. Y cada día hacía las mismas preguntas: «¿Cuál es mi destino aquí? ¿Cuándo encontraré a mi Amado?» Sabía que allí encontraría las respuestas. Mi abuela había muerto, pero había plantado una semilla que empezaba a crecer en la fértil tierra del convento.


Me quedé en el convento, viviendo con las demás hermanas en el espíritu de la obediencia, la pobreza y la castidad, como san Francisco había predicado. No se puede pasar mucho tiempo de rodillas sin reflexionar.

Es casi imposible ver los rostros de las hermanas, extasiadas en la oración, y no conmoverse. Empecé a encontrar paz en el convento. La verdad, nunca he creído haber nacido tan malvada y pusilánime para que un hombre debiera derramar su sangre por mí. No podía adorar a un dios que exigiera esa sangre para ahorrar al mundo una eternidad de tormentos, o que considerara dichos tormentos un castigo apropiado para los deslices sexuales o la falta de asistencia a misa.

Pero empezaba a sospechar que Dios podía ser otro nombre para la experiencia que yo conocía como la Diosa. Lo veía en el rostro radiante de la hermana Geraldine, lo oía en su alegre voz cuando, en vísperas, hablaba de la belleza del Hermano Sol cuando sus rayos entraban a chorro por las ventanas de la capilla, de que san Francisco tenía razón cuando decía que la gloria de la naturaleza trascendía la belleza de cualquier creación humana. Toda la tierra es una magnífica catedral, decía la hermana, y nosotras, las almas afortunadas que rinden culto en su interior.

No podía discutir tales afirmaciones. Aquella noche me retiré a mi catre sabiendo que la Diosa me rodeaba, me protegía, habitaba dentro de mí.

Pero en cuanto caí dormida, soñé con Jacob, su barba y sus largos rizos grises en llamas, su brazo derecho extendido en una súplica, y decía: Las llamas se acercan más a cada día que pasa, mi Señora.

Las llamas se acercan más a cada día que pasa.


Durante el segundo año de mi estancia, un día fui a trabajar como de costumbre a media mañana al lazareto, acompañada por la hermana Habondia. Era como un pajarillo, una mujer de escasos dientes, ojos brillantes y huidizos, y una cara surcada por profundas arrugas. No recuerdo haberla visto nunca sonreír. Era viuda, y sus labios se fruncían en cuanto se le mencionaba a sus hijos. Hacía años que la habían internado por la fuerza en el convento y, teniendo en cuenta su carácter agrio, no era muy difícil adivinar por qué. Me compadecía de sus ocupaciones, porque las llevaba a cabo en un hosco silencio, sin compasión, y en sus días de peor humor oía gritar a sus pacientes porque los bañaba o curaba sus llagas con rudeza.

Ay, sí, observo vuestra inquietud a la sola mención de los leprosos. Después de tantos años cuidando de ellos, ya no les temo como antes. Yo también estaba aterrorizada la primera vez que la madre Geraldine dispuso que me ocupara de ellos. Nuestro hospital improvisado tenía un pabellón para leprosos demasiado enfermos para cuidarse solos, que vivían en las colinas en los alrededores de la ciudad y sus pueblos.

Pero todas las monjas con las que hablé no temían contraer la lepra. Muchas habían atendido a leprosos durante años y ninguna había enfermado. Por lo visto, el secreto consistía en una jofaina con agua, que se cambiaba cada tanto, en la que cada hermana se lavaba las manos después de abandonar el lazareto, y la oración especial a san Francisco que se pronunciaba sobre el agua cuando se sacaba del pozo. Al fin y al cabo, Francisco había sido un amigo especial de los leprosos. Tras volver a casa después de la guerra, antes de que Dios le llamara a una vida de pobreza, se había encontrado a un leproso en la carretera. El pobre desgraciado había escondido su cara bajo la capa gris que debía llevar obligatoriamente, y agitó su cencerro para advertir al santo que se alejara, pero Francisco, movido por la compasión, había saltado de su caballo y abrazado al hombre, al que dejó aturdido y con una bolsa de comida.

Sí que estaba horrorizada la primera vez que entré en la gran estancia que albergaba el lazareto. Me habían educado en el temor a los leprosos. Aparecían en muy escasas ocasiones en las afueras del pueblo, cuando el hambre les azuzaba. Recuerdo siluetas agazapadas, envueltas en capas grises raídas, pies deformes y manos envueltas en trapos, rostros ocultos que acechaban bajo capuchas, el sonido de cencerros y carracas. Mi madre me tiraba del brazo mientras corríamos hacia la seguridad de la casa, mientras mi padre les lanzaba fruta desechada desde lejos. También recuerdo la expresión de mamá cuando bajamos al río para lavar ropa y sobre una roca descubrimos la falange de un dedo exangüe.

El primer leproso al que bañé era una joven de noble cuna, que afirmaba haber sido bella en otro tiempo. Lloró de vergüenza cuando se quitó la capa gris que la señalaba como impura, y yo lloré de pena. Su cara apenas era humana, el puente de la nariz se había hundido y una protuberancia de carne blanca e hinchada brotaba de la comisura de la boca y subía hasta tapar su ojo. Había venido porque había perdido la sensibilidad en un pie y ya no podía andar. Como casi todos los demás, vivía con el terror de ser descubierta por los habitantes de la ciudad y acabar en la hoguera en desquite por la plaga. Pese a nuestros cuidados, murió poco después, pues las heridas de los dedos perdidos se le habían gangrenado.

Qué silenciosa estaba aquella cámara, y qué silenciosos los pacientes. Cierto es que muchos de ellos padecían deformidades de la boca o la mandíbula que les imposibilitaban hablar, pero los demás guardaban silencio por vergüenza. Muchos habían sido oficialmente «enterrados», o sea, declarados muertos, y habían asistido a su propio funeral en una iglesia vacía a excepción de un sacerdote que guardaba una prudencial distancia.

Era el caso de un hombre que atendí aquella mañana, un viejo campesino llamado Jacques, de ingenio vivaz y espíritu increíblemente jovial, teniendo en cuenta las circunstancias. La enfermedad había devorado sus pies hasta los tobillos, pero utilizaba sus muletas para desplazarse con altanería e ir solo al garderobe (pues insistía en que prefería morir antes que mearse en la cama). Era toda una hazaña pues solo le quedaban los pulgares, y unas facciones tan deformes que cualquier otro no haría el viaje por temor a ser visto. El puente de su nariz se había hundido hasta tal punto que había tenido que cortar la carne y el cartílago podridos con el fin de dejar al descubierto los orificios en la cara, y así respirar. Había perdido un párpado, de modo que el globo ocular se había secado, y luego ulcerado en la cuenca.

En conjunto, la apariencia de Jacques era grotesca, pero llevaba cinco años en el lazareto, y me había acostumbrado tanto a él y a los demás internos que era capaz de ver más allá de las deformaciones, y podía imaginar al hombre que había sido. De hecho nos apreciábamos, por mi parte porque medio imaginaba que era mi padre de viejo, al que me dejaban cuidar. Creo que tenía una hija, a la que ya no podía ver por culpa de su enfermedad. De esa manera, nos confortábamos mutuamente.

Todas las mañanas me saludaba con un «¡Buenos días, mi querida hermana Marie! ¿Cómo la trata Dios?», y yo respondía: «Bien, por supuesto», y me interesaba por su bienestar, a lo cual contestaba: «¡Mejor que nunca! Vivir con esta comodidad y paz, y atendido por unas mujeres tan guapas… ¡Ay, es una vida mucho más maravillosa de la que soñaba cuando trabajaba en los campos! Jamás sospeché, que, cuando llegara a la vejez, podría hacer de cuerpo en la intimidad, como un grand seigneur». Sonreía con sus labios deformes y revelaba unas encías grises sin dientes, y yo sonreía a mi vez cuando pedía que le limpiara las llagas.

Sus heridas eran tan terribles como las de los demás. De hecho, la enfermedad había devorado casi todo su cuerpo, pero de alguna manera sobrevivía. De alguna manera conseguía escapar de la maldición de la gangrena y una muerte segura.

Bien, vuelvo de nuevo a aquella mañana particular con la hermana Habondia. Nuestra primera tarea en el hospital era vaciar y limpiar los orinales en la bomba del cercano garderobe. Después volvíamos al lazareto para limpiar a aquellos desgraciados demasiado tullidos o enfermos para andar hasta los orinales de la cámara.

Cuando regresé, esperaba el saludo acostumbrado de Jacques, pero aquella mañana guardaba un silencio ominoso. Me acerqué a él enseguida y descubrí, para nuestra mutua vergüenza, que por primera vez se había hecho sus necesidades encima. De haber sido otro no habría sentido la menor incomodidad, pero se trataba de Jacques, quien se enorgullecía de acercar los orinales a los demás. Me preocupaba que su enfermedad se hubiera agravado de repente. Él apartó la vista, en apariencia avergonzado, y no dijo ni una palabra, ni siquiera después de que le llevara una muda.

Aquel incidente amargó mi mañana. Atendí a mis enfermos con menos alegría que de costumbre, mientras la hermana Habondia se dedicaba a ellos con sus imprecaciones habituales.

Tal vez una hora más tarde, cuando estaba vendando una llaga en la pierna de un viejo leproso, oí un ruido suave, como un carraspeo ahogado, pero poseído de una viva desesperación. Muchos pacientes gemían y tosían sin cesar. Por lo general, no me habría fijado en un ruido tan leve, pero algo en él me obligó a volver la cabeza.

Detrás de mí, Habondia también estaba arrodillada en el suelo de piedra, curando las heridas de un leproso. Al otro lado, Jacques estaba tendido en su colchón de paja, y se aferraba la garganta con las manos.

Vi al instante, Vi con una compasión dirigida tan solo a Jacques, no a mí, ni a mis temores ni a mi pérdida inminente. Solo a Jacques, y al alma valiente y cariñosa que había seguido siendo en circunstancias que habrían derrumbado a muchos hombres. Solo a Jacques, y a la energía y bondad que había demostrado no solo a sus hermanos leprosos, sino también a sus cuidadoras. Y Vi con absoluta claridad su lengua leprosa, que se había soltado y bloqueaba su garganta.

– ¡Hermana! -grité a Habondia. Sorprendida, dejó caer el paño en la jofaina-. ¡Atended a Jacques! ¡Su lengua…!

Aún arrodillada, miró por encima del hombro a Jacques con el ceño fruncido.

– ¡Deprisa! -grité mientras me ponía en pie-. ¡Se la ha tragado! ¡Se está ahogando!

La hermana Habondia se movió con tal lentitud y yo con tal rapidez que ambas llegamos al lado de Jacques al mismo tiempo, aunque ella estaba junto a su cama y yo al otro lado de la estancia.

Con una mano abrí la boca de Jacques tanto como pude, y luego deslicé los dedos de la otra mano en el interior. Su aliento era indeciblemente repugnante, pero yo solo pensaba en pescar su lengua hinchada. Solo quedaba la punta, pues se había tragado la raíz. Tiré y tiré hasta que el miembro quedó libre con un ruido de succión. La estudié por un instante, gris y reluciente como una babosa. A mi lado, la hermana Habondia se tapó la boca y miró con tal expresión de asco y aprensión, que me sorprendió que no vomitara o se desmayara. Al mismo tiempo, Jacques inhaló una enorme bocanada de aire por la boca y las hendiduras que hacían de nariz.

Entonces ocurrió algo peculiar.

Una sensación de paz e infinito amor se apoderó de mí. Una suave tibieza descendió desde mi cabeza, como si estuviera de pie al sol. Durante un momento eterno me disolví en ella, olvidada de mí. Era la misma sensación de la presencia de la Diosa que había experimentado después de la muerte de Noni.

Y cuando oí una exclamación ahogada a mi lado, me volví, observé la mirada de la hermana Habondia y la seguí hasta mi palma abierta, donde vi una lengua que ya no era grisácea, hinchada y deforme, sino perfectamente formada, sana y rosada. Y alrededor de mis manos, visible incluso a la luz del día, brillaba un radiante resplandor dorado.

Las manos de Noni. Manos bendecidas con el Toque. No me cupo duda de que su gloriosa muerte había logrado aquello, porque noté su presencia a mi lado.

No hubo pensamientos, sorpresa, temor ni confusión. Solo la realización del acto correcto, introducir de nuevo la lengua en la boca abierta de Jacques, sentir el intenso pero agradable calor en mis dedos, dejarlos un momento sobre la lengua y luego retirarlos con suavidad… Al punto, el tiempo se puso en movimiento de nuevo. Fui consciente de mí, de lo que acababa de hacer, y me quedé sin habla.

Me arrodillé y miré a Jacques, tendido sobre el colchón. De pronto se incorporó, su ojo sano desorbitado de asombro, su rostro (aunque todavía deforme y estragado) radiante de dicha. Cogió mi mano (la que había sostenido su miembro leproso) y empezó a besarla repetidas veces.

Por fin, me miró con turbadora adoración.

– ¡Vos me habéis curado! -proclamó-. ¡Habéis salvado mi vida, me habéis devuelto el habla!

Y movió la cara para que todos los leprosos le oyeran hablar, con más claridad que nunca.

– ¡Oíd todos! ¡Esta buena monja es una santa, una obradora de milagros enviada por Dios! Anoche, la lengua se me soltó y yo, abatido al pensar que ya no podría traducir mis pensamientos en palabras, y al descubrir que la lengua estaba tan hinchada que no podía escupirla, decidí conservarla. Confiaba en tragarla, atragantarme y morir con rapidez.

»Pero este ángel -me señaló con un gesto ampuloso- no solo advirtió desde lejos mi apuro, sino que extrajo la lengua después de que me la hubiera tragado, y me la ha devuelto perfecta, y por obra de un milagro la ha colocado en su sitio para que pueda hablar otra vez.

»Loado sea Dios por habernos enviado una verdadera santa: ¡la madre Marie Françoise!

En mi espalda sentí la quemadura fría que se siente al apoyar un carámbano sobre la piel. Al instante, mi comunicación con la Diosa se truncó, pues a mi lado oí un sonido suave, un sonido que no debería haber oído en la cacofonía de vítores y preguntas que siguieron, pero que provocó un escalofrío en mi espina dorsal.

– Magia -silabeó la hermana Habondia-. Brujería…


¿Cómo puedo describir la peculiar mezcla de sentimientos que experimenté? Por supuesto, estaba muy contenta de que mi amigo Jacques hubiese recuperado el don de la palabra, y muy agradecida por el sacrificio de Noni, que lo había hecho posible. Pero no estaba preparada para admitir el milagro que acababa de realizar. De hecho, la reacción de la hermana Habondia suscitó en mí el deseo de negar lo sucedido.

Sin embargo, los leprosos pensaban de una forma muy diferente. Los que pudieron levantarse cojearon hacia mí con la mayor rapidez que permitía su enfermedad, y se aferraron a mi delantal con sus manos carentes de dedos, apoyando sus llagas abiertas. Tan desesperados estaban por curarse y yo tan imposibilitada para complacerles, que cuando la hermana Marie Madeleine vino a sustituirme yo estaba a punto de llorar.

La hermana Habondia no había pronunciado ni una palabra más, ni me había mirado a los ojos desde el episodio de Jacques. Cuando nos marchamos, tuvo la precaución de caminar unos pasos detrás de mí. Su desconfianza me llevó a acariciar la idea de escapar, porque sabía que cuchichearía y envenenaría las mentes de todas las hermanas en mi contra. En un abrir y cerrar de ojos me entregarían al obispo, y después a los inquisidores.

Corrí a unirme con las demás para cantar el Opus Dei en la capilla. Si huía en aquel momento, todo el convento se pondría en estado de alerta y no tardarían en capturarme. Pero si me iba después del ocaso y las vísperas, nadie descubriría mi desaparición hasta los maitines, lo cual me proporcionaría horas de oscuridad.

Puse al mal tiempo buena cara y canté las horas junto con mis hermanas, y cometí varias equivocaciones por culpa de mi nerviosismo. Durante todo el rato fui consciente de la mirada de Habondia clavada en mí, que desviaba cada vez que yo me volvía.

Después de la capilla, cada monja debía dedicarse a una tarea concreta (en mi caso distribuir los cuencos) antes de la cena, y por fin llegó la hora de sentarnos a la larga mesa de caballete e inclinar nuestras cabezas, mientras la madre Geraldine daba las gracias por la comida.

Las reglas prohibían que las hermanas hablaran en la capilla o durante la colación comunal que seguía a continuación. Habondia tendría un tiempo muy breve para vomitar sus acusaciones, antes de que las monjas se retiraran a sus celdas para rezar en soledad. Las autoridades no se enterarían hasta el día siguiente.

No obstante, cuando alcé la cabeza para mirar a la congregación reparé en un extraño fenómeno: las mujeres, que solían sentarse cada día en el mismo sitio, habían cambiado sus lugares. Más de la mitad estaba sentada con sus cuerpos y rostros sonrientes vueltos hacia mí, en el lado izquierdo de la mesa. Las demás, muy juntas y con la boca apretada, estaban inclinadas hacia la hermana Habondia, a la derecha.

Solo la madre Geraldine ocupaba su puesto habitual, en el centro. Después de dar las gracias, se levantó y empezó a servirnos, una por una, del caldero que colgaba sobre el enorme hogar. En el ínterin, la hermana Habondia me miraba, y me señaló con dos dedos, en el gesto utilizado contra el mal de ojo.

Geraldine lo vio, y si bien la regla prohibía hablar durante las colaciones, salvo en casos muy extremos, la abadesa clavó la vista en Habondia.

– Estáis excusada, hermana -dijo-. Hablaré con vos más tarde. Id a vuestra celda y rezad a Dios por lo que acabáis de hacer. -Después volvió hacia mí su expresión severa pero inescrutable-. Vos también estáis excusada, hermana Marie Françoise. Acompañadme. -Sin más, pasó su cucharón a una estupefacta Marie Madeleine.

Seguí a la abadesa, con rodillas temblorosas. Sin embargo, después de muchos años de convento confiaba en la madre Geraldine, porque siempre me había tratado bien.

Abandonamos el refectorio en silencio, atravesamos la cocina y salimos al pasillo. Para mi sorpresa, la abadesa me condujo sin más hasta el santuario desierto. Allí, a las sombras del atardecer y el resplandor de las velas que ardían a perpetuidad por las almas del purgatorio, miró un momento el altar, se persignó y arrodilló sobre la fría piedra.

Yo hice lo mismo, naturalmente, pero mi corazón dio un vuelco, porque su expresión seguía inescrutable, su porte grave, y no me miró ni un momento. Esperaba sentir de un momento a otro una mano sobre mi hombro, para alzar los ojos y ver a un dominico con su hábito negro y la capucha ribeteada de blanco, un auténtico cuervo.

No apareció nadie, y al cabo de un rato la abadesa se puso en pie, volvió a persignarse y después, en cuanto yo hube hecho lo mismo, me indicó con un ademán que la siguiera.

Obedecí. Fuimos al lazareto y la madre Geraldine se acercó al catre de Jacques.

– ¡Querido Jacques! -exclamó-. ¡Mi buen amigo!

Como si fuera la cosa más natural del mundo, se arrodilló ante él, aferró su mano sin dedos y la besó.

– Dulcísima madre -dijo él, complacido por la claridad de su pronunciación-. Y mi dulce hermana Marie, que es una santa, como ya deberíais saber, enviada por Dios. Ha realizado un verdadero milagro y me ha devuelto la lengua. Me estaba muriendo, madre…

La madre Geraldine le interrumpió con expresión extrañamente serena.

– Querido amigo, ¿puedo inspeccionar la prueba? Mi oído percibe la mejoría, pero si hemos de declarar santa a nuestra hermana, se necesitará otro testigo ocular.

Jacques accedió de buen grado. Las ventanas del lazareto estaban orientadas hacia el oeste, y por ellas entraba el sol poniente. La madre Geraldine tendió a Jacques sus muletas, y le permitió la dignidad de cojear sin ayuda hacia una ventana sin postigos. No puedo olvidar la escena: Jacques, encorvado sobre sus cortas muletas, la hermana, más alta, inclinada para inspeccionar el fondo de su garganta. Ambos, siluetas oscuras recortadas contra una luz escarlata.

Volvieron hacia mí, y por fin pude ver mejor a la abadesa. ¿Cómo podría describirla? Tenía los labios muy apretados. Bajo el hábito, su pecho oscilaba a causa de su respiración acelerada. Estaba muy conmovida, reprimía tanto la emoción como las palabras, pero en mi angustia yo ignoraba si su comportamiento era positivo o negativo para mí.

– Gracias, amigo mío -dijo al leproso. En cuanto volvió a acomodarse en su catre, nos despedimos, mientras Jacques gritaba:

– ¡Dios sea loado! ¡Dios sea loado, y que bendiga eternamente a la madre Marie Françoise!

La abadesa me guió con celeridad y en silencio hacia su celda, la más pequeña y espartana, carente incluso de un catre. Aunque la costumbre exigía que las monjas dejaran su puerta abierta, la cerró y se volvió por fin hacia mí.

– Entonces es verdad -dijo, o mejor dicho, preguntó, porque deseaba obtener mi confirmación- lo que dijo la hermana Habondia: que de alguna manera supisteis que Jacques se estaba atragantando, y cuando le sacasteis la lengua, se regeneró en vuestra mano y se la devolvisteis.

¿Cómo podía negarlo? Había visto la prueba con sus propios ojos, y dos personas le habían confirmado de palabra que yo era culpable. Me apreciaba, cierto, y si solo hubiera sido mi palabra contra la de Habondia tal vez habría mentido, pero no podía acusar a Jacques.

– Es verdad -dije con la cabeza gacha-, pero fue Dios quien lo hizo, no yo.

– Habondia dice que fue brujería -contestó en voz baja, y sentí un escalofrío.

No dije nada, y seguí con la cabeza gacha, hasta que Geraldine habló de nuevo.

– Hay mucha gente como ella. Y en estos tiempos peligrosos, lo mejor es ser precavida.

Alcé mi cabeza poco a poco, esperanzada.

– Quizá recordáis la primera vez que nos encontramos -continuó-, cuando os dije que era la intención de Dios cruzar nuestros caminos. ¿Creéis que fue un accidente encontrar un hábito de monja, y encima de franciscana, colgando en el bosque? Fui yo quien lo puso allí.

Asimilé sus palabras en silencio.

– Yo Sueño. Soñé que os encontraba, atacada por bandidos. Soñé con el suceso de hoy. Mi destino es serviros, hermana, al igual que vuestro destino es alcanzar metas mucho más elevadas.

Caí de rodillas mientras hablaba.

– No puedo… No debo… -Mi voz se convirtió en un susurro y me cubrí los ojos-. Soy una impostora… Madre, no soy una monja. Ni siquiera soy una verdadera cristiana.

Se arrodilló a mi lado y cogió mi mano. Era mucho más alta que yo, un detalle que consideré consolador en aquel momento, como si yo fuera una hija y ella mi madre.

– Dios es más grande que la Iglesia -dijo-. Más grande que las doctrinas del hombre, más grande de lo que cualquiera de nosotras sabe. Sea cual sea el nombre con que le llamemos, a Él o a Ella, la Diosa: Diana, Artemisa, Hécate, Isis, santa María… -Guardó silencio un momento-. Cuando nos encontramos la primera vez, vi el Sello de Salomón alrededor de vuestro cuello.

Parpadeé, estupefacta.

– El talismán de oro con la estrella y las letras hebreas grabadas. Aún lo lleváis, ¿verdad?

Asentí, anonadada. ¿Cómo era posible que aquella mujer cristiana supiera el nombre del medallón mágico, cuando yo no tenía ni idea?

– Bien. Os protege. Os trajo hasta aquí.

– Ni siquiera sé lo que significa -admití-. Nunca había hecho nada parecido a lo sucedido hoy con Jacques. No sé por qué de repente…

– Yo sí. Es el legado de vuestra abuela. El resultado de vuestra suprema iniciación, logrado mediante el sacrificio de su muerte. Porque, mi querida Sybille, seréis más que humana, y vuestra abuela ha cumplido a la perfección el papel que le correspondía en la tarea. Un gran poder recaerá sobre vos, y nuestro propósito es guiaros en su uso…

13

A la mañana siguiente, todo el convento se había enterado de la curación de Jacques, por sus propios labios, grises y moteados, y por los de Habondia, rebosantes de miedo y veneno. La división de lealtades expresada en la mesa del comedor se confirmó en la siguiente colación: seis hermanas prestaron su ardiente apoyo a Habondia y sus sospechas. El grupo, solidario como un banco de peces, susurraba con sus viles cabezas muy juntas, me dirigían miradas furtivas, rezaban en voz alta para que Dios les protegiera y maldecían al diablo siempre que se cruzaban conmigo.

Al igual que la hermana Habondia, yo también estaba rodeada de mis discípulas. Era demasiado tarde para negar mi intervención en la curación del leproso, pero procuré subrayar en todo momento que era Dios, y no yo, quien había realizado el milagro. Casi todas lo comprendían, pero buscaban mi presencia como convencidas de que, si Dios me había visitado una vez, todavía poseía algo de Su resplandor, en el que deseaban bañarse. Sin embargo, algunas me canonizaron en sus corazones, en especial la hermana Marie Madeleine, tan imbuida de fervor religioso que intentaba ser para mí lo que san Juan había sido para Jesús. Caminaba tan cerca de mí que nuestros hábitos se rozaban, cogía mi mano, la apretaba contra sus labios, con ojos extasiarlos.

– Habladnos de Dios, dulce hermana -decía-. ¿Qué os ha dicho hoy?

– No soy una santa -insistía yo-. Dios me habla tanto como a vos, mediante la liturgia y las escrituras.

Aquella noche no pude dormir. Había llegado a querer a muchas de mis hermanas, en especial a mi protectora Geraldine, que no me había hablado desde la asombrosa revelación de que iba a ser mi profesora. Pero temía que ella, al igual que yo, fuésemos descubiertas muy pronto…


Al día siguiente, mientras realizaba mis tareas en el lazareto con la hermana Habondia, la hermana Marie Madeleine apareció en la puerta, sin aliento y sofocada como si hubiera corrido. Me llamó, sin hacer caso del escrutinio de Habondia.

– La madre Geraldine os reclama en su despacho. ¡Debéis acudir al punto!

En cuanto salimos al pasillo, Madeleine me cogió la mano.

– Debo ocupar vuestro puesto en el lazareto -susurró-, pero debía deciros… que la hermana -movió la cabeza para indicar a Habondia- consiguió que el padre Roland hablara al obispo del milagro. -Apretó mi mano, muy exaltada.

La miré, consternada.

– ¿Queréis decir que tanto el padre como el obispo están enterados?

– Más que eso. -Me dedicó una amplia sonrisa-. El obispo está aquí.

¿Aquí? Pronuncié la palabra en silencio, demasiado aturdida para decirla en voz alta.

– Para veros. Es maravilloso, ¿verdad? Ahora debo irme, pero después debéis contármelo todo. -Y regresó al lazareto presurosa.

Atontada, caminé a grandes zancadas en dirección contraria, hasta que mis piernas fallaron y caí de rodillas, con las manos contra la pared. Mi respiración era entrecortada. Esto era lo que más había temido, pero al menos nadie acusaba a Geraldine. Si me torturaban, ¿sería lo bastante fuerte para no revelar su nombre ni el de las demás hermanas?

Diosa, ayudadme, recé en silencio, con la cabeza vencida bajo el peso del miedo. Tal fue la intensidad, la desesperación y la voluntad de aquellas dos palabras, que supe sin lugar a dudas que habían sido oídas.

Permanecí en aquella postura varios segundos, hasta que recuperé la cordura. Cualquier intento de huir confirmaría mi culpabilidad. Además, estaba segura de que el chariot, los caballos y los ayudantes del obispo estaban esperando fuera.

No me quedaba otra alternativa que plantar cara a mis interrogadores. Al menos podría fingir inocencia, y achacar toda la responsabilidad de la curación al dios cristiano.

Por fin decidida, exhalé un profundo suspiro, alcé la cara… y vi a la madre Geraldine y al obispo, parados a escasos metros de mí.

El obispo era un hombre regio, anciano, de mejillas hundidas y profundas ojeras bajo unos ojos de espesas pestañas. Iba encorvado y estaba muy delgado, como si sus responsabilidades hubieran consumido su carne. Aquel día llevaba el hábito negro informal de un sacerdote, con la mitra de obispo.

– Hermana Marie Françoise -dijo la madre Geraldine con talante formal y distante-. Ya conocéis al obispo.

En efecto. Nos había visitado varias veces durante los últimos años, con el fin de inspeccionar las finanzas del convento y celebrar con nosotras el aniversario de nuestra llegada a Carcasona.

– Hermana -dijo con voz aguda debido a la edad, y avanzó un paso para acercarme su anillo. Me postré de hinojos antes de besar el frío metal engarzado en piedras preciosas. Luego tomó mi mano y me ayudó a levantarme-. Venid -dijo, señalando el pequeño despacho de la madre Geraldine.

Indicó con un ademán que le precediéramos, después cerró la puerta y permaneció inmóvil de espaldas a ella.

Permaneció en silencio mientras me examinaba con inquietante intensidad. Sus ojos eran inteligentes, penetrantes. Podía ser una mirada de admiración o la de un cuervo que estudiara la carroña que iba a ser su cena.

– Contadme cómo se curó el leproso.

Su tono era afable, incluso alentador. Hice de tripas corazón y, siempre con la vista gacha, le conté con mucha sencillez lo acaecido: Jacques se había atragantado, y yo, tras advertirlo le había extraído la lengua, que luego se curó milagrosamente. Insistí en que era Dios, y no yo, el responsable, y que no tenía ni idea de cómo había ocurrido. Yo era una humilde monja, y ni siquiera de las mejores. Dios no había vuelto a utilizarme desde dicha ocasión.

Él escuchó en silencio. Cuanto más hablaba yo, más consciente era de que no me escuchaba, sino de que me observaba.

Lo cual me puso más nerviosa que cualquier acusación. A mitad de mi relato me interrumpí, pues había olvidado las palabras siguientes. Por un momento me quedé aturdida, incapaz de hablar, pero por mediación de la gracia de la Diosa me recuperé y balbuceé hasta el fin.

El anciano siguió en silencio, durante tanto rato que al fin osé mirarle. Tenía el ceño fruncido en señal de desaprobación.

– La hermana Habondia afirma que es brujería, que vuestras manos estaban rodeadas de un extraño resplandor, más brillante que la luz del día. ¿Qué respondéis a esta acusación?

Bajé la vista al punto.

– Vuestra santidad, no fue brujería, ni obra mía. Fue Dios quien curó a Jacques, no yo.

– Tenéis derecho a escuchar a vuestra acusadora -dijo, y llamó con voz profunda y autoritaria-: ¡Hermana!

Al mismo tiempo, abrió la puerta para dejar pasar a una monja, con la cabeza tan gacha que el velo y la toca ocultaban su rostro por completo, pero no me cupo duda de su identidad.

– Su santidad -dijo con voz frágil y temblorosa, quejumbrosa a decir verdad. Se arrodilló, besó su anillo, y después permitió que la ayudara a levantarse, aunque estuvo a punto de perder el equilibrio.

– Hermana Habondia, decidnos lo que visteis la mañana que el leproso Jacques fue curado.

Inspiración y virtuosidad iluminaron las facciones de Habondia y suavizaron las arrugas fruto de la ira, con lo cual se reveló que había sido hermosa en su juventud.

– Vuestra santidad -dijo con vehemencia y convicción-, yo estaba atendiendo a uno de los leprosos cuando, al otro lado de la sala, oí un terrible sonido, el grito de la madre Marie Françoise.

– ¿Y cuáles fueron sus palabras? -la urgió con serenidad el obispo.

– Maldiciones terribles, santidad. Maldiciones contra Dios, y Jesús… Y una oración al diablo.

Lancé una exclamación ahogada, pero nadie me prestó atención.

– Sé que es difícil para vos, hermana Habondia, pero… ¿cuáles fueron las palabras precisas? Hemos de saberlo antes de iniciar el juicio.

– Oh, santidad -dijo, abrumada por tal idea, y apretó la mano contra su pecho, desolada, pero obedeció con el rostro congestionado-. Creo que dijo «Maldito sea Dios» y «Maldito sea Jesús» -se persignó-, y después: «Demonio, concededme el poder…»; o no, fue: «Lucifer, concededme el poder».

Se persignó de nuevo y agachó el rostro hasta que sus facciones desaparecieron.

– ¿Y después…? -la animó el obispo.

– Oh. Después sacó la lengua del leproso y se la volvió a encajar. Y un resplandor amarillento rodeaba sus manos -añadió-. Duró un rato.

– ¡Eso son mentiras, mentiras! -exclamé.

– Contened vuestra impudicia, muchacha. ¡Dirigíos a mí con el debido respeto! -El obispo se volvió hacia mí, encolerizado-. ¿Ahora decís que no curasteis al leproso, cuando ya lo habéis admitido?

– No, santidad. Digo que nunca maldije a Dios, y mucho menos recé al…

Ante mi desesperación, la madre Geraldine intervino.

– Monseigneur, ni siquiera es una monja o una cristiana. Me lo ha confesado. Es una campesina huida de Tolosa porque su abuela fue acusada de brujería y ejecutada. -Me señaló con el dedo-. ¡Preguntadle, santidad, lo que lleva alrededor del cuello!

Solo pude mirarla, estupefacta, mientras el obispo decía:

– Bien, vamos a ver.

¿Qué podía ganar resistiéndome? Liberé el brazo de la manga para introducirlo dentro del hábito, donde encontré el disco de metal, que revelé por primera vez a otra persona desde que había abandonado Carcasona. Quedó colgando sobre mi pecho, brillante y acusador.

Siguió un período de solemne silencio.

– Esto es magia -dijo el obispo-, y de la más siniestra. Hermana Habondia, debéis venir conmigo a la ciudad. Madre Geraldine, acompañad a la hermana Marie Françoise a su celda, y vigilad que no salga en toda la noche. Volveré por la mañana con acusaciones oficiales, y me ocuparé personalmente de que la acusada sea trasladada a la prisión.


La abadesa, siguiendo las órdenes, me acompañó hasta mi celda. Tal era mi estupor y dolor por su traición, que no pude hablar mientras andábamos, ni siquiera fui capaz de mirarla. La herida que me había infligido era profunda, pero más aún lo era mi confusión en aquel momento. Ella era miembro de la Raza, sin duda. Había hablado con gran afecto del sacrificio de mi abuela, había conocido mi inminente llegada y abandonado el hábito de monja para que yo lo encontrara en el bosque. ¿Cómo podía haberme traicionado tan arteramente?

No lo entendía. Caminamos en silencio. Geraldine no me ofreció la menor explicación de su cruel deslealtad, y cuando por fin llegamos a mi pequeña celda entré sin protestar, y al punto me arrodillé.

– Quedaos aquí -dijo la abadesa, sin vergüenza o satisfacción, sino con absoluta serenidad, como si nada terrible hubiera sucedido entre nosotras-. Iré a buscar a una hermana para que se aposte ante vuestra puerta esta noche.

Sus prisas por marcharse solo aumentaron mi confusión. ¿Confiaba en que no escaparía? Por supuesto, al menos, hasta haberme asegurado de que el chariot del obispo se había alejado. ¿Confiaba en que una sola hermana sería suficiente para retenerme? Pues yo era menuda pero fuerte, más fuerte que muchas hermanas más altas que yo, y también dominaba las artes mágicas. ¿O era una invitación a escaparme, que sellaría mi culpabilidad y mi sino?

La madre Geraldine se fue. En la hora que transcurrió antes de que apareciera la dulce y grandullona hermana Barbara para montar guardia ante mi puerta, me sentí desgarrada. Recordaba demasiado bien la angustia de las llamas que había visto y sufrido en mis propias carnes cuando la ejecución de mi abuela, y sabía que no las soportaría de nuevo. Todo mi cuerpo temblaba por obra de ese recuerdo.

Y recordé a Noni gritando a su torturador, aquel que la había enviado a la muerte: Domenico…

Es el Enemigo, me dije, temblorosa. He caído en las garras del Enemigo, las garras de aquel que quiere destruir a la Raza. Tenía que escapar a cualquier precio…

Al mismo tiempo, mi corazón susurraba que aún no había llegado el momento de abandonar aquel lugar, que era el mío.

Estuve sentada durante horas sobre la fría piedra, mientras la luz del día se apagaba y caía la noche, cuando Habondia apareció con dos lámparas de aceite encendidas. Tendió una a la hermana Barbara y se quedó la otra. Por una vez, no me lanzó miradas malévolas sino que evitó mis ojos y, cumplida su tarea, se marchó.


Permanecí inmóvil toda la noche, salvo por los temblores que me recorrían cuando el temor se apoderaba de mí. Me debatía entre dos ideas: escapar en cuanto Barbara se durmiera, o quedarme donde estaba, porque tal vez esa era la voluntad de la Diosa.

Pero llegó un momento en que mi cuerpo se negó a seguir contemplando la posibilidad del fuego y la muerte, aunque la hermana Barbara se mantuviera despierta con contumacia hasta bien avanzada la noche. No tardaría en llegar la hora de los laudos, cuando la comunidad despertaba en la oscuridad para rezar, y luego volver a dormir. Desesperada, decidí hechizar a la hermana.

Sentí una extraña sensación de poder y supe al instante que, al igual que había sido capaz de devolver el don de la palabra a Jacques, podía derribar a la hermana Barbara. Vi con claridad cómo podía silenciar su lengua para que no gritara, cómo podía paralizar sus piernas para que no me persiguiera.

Lo pensé un instante y luego sentí una indecible revulsión. Aun así, el terror no me permitía quedarme. Evoqué un globo que aprisionara su cuerpo. Dentro de ese globo, joyas centelleantes caían como nieve, una nieve sosegante que traía el sueño. Me resultó muy fácil realizar ese hechizo, y me pregunté por qué me había molestado alguna vez en hacer amuletos y pociones, y en dibujar círculos en la tierra.

Al cabo de un momento, la hermana estaba roncando estentóreamente, la barbilla apoyada sobre su pecho, los brazos enlazados dentro de las largas mangas, mientras conservaba la postura recta de una monja en pleno rezo.

Me puse poco a poco en pie. En mi mente ya había dejado atrás a la hermana Barbara, recorrido el pasillo, salido a la puerta, pocas veces utilizada, situada entre el garderobe y el lazareto, salido a la noche, al bosque y las montañas…

Pero en el reino de la realidad no me movía. No podía moverme, porque mi corazón y mi voluntad no me lo permitían, pues conocía el deseo de la Diosa. Mi destino residía en aquella celda, en el convento, y estaba en las manos de la madre Geraldine y el obispo.

Disgustada por haber utilizado mal mi magia, me senté de nuevo y disolví el globo que rodeaba a la hermana Barbara. Despertó sobresaltada, parpadeó para aclarar su vista y miró en derredor. Tranquilizada al ver que yo todavía seguía en mi celda, cogió el rosario y empezó a rezar.

Una profunda calma me embargó. No se trataba de la cansada y desesperada rendición que se apodera de los condenados, sino de la verdadera paz que había descubierto tras la muerte de Noni, en presencia de la Diosa. Me quedé en la celda hasta que llegó la mañana.

Después de que sonaran las campanas de las primas, y el sol entrara por la ventana, la hermana Barbara alzó la vista como si una mano invisible la hubiera tocado. Se levantó y dijo con voz serena:

– Venid, hermana.

Me guió hasta el despacho de la madre Geraldine y tras una leve llamada abrió la puerta. Vi a la abadesa, Habondia y el obispo, severo y majestuoso. Un escalofrío me recorrió cuando la puerta se cerró a mi espalda, pero lo reprimí recordando a Noni y a la Diosa.

La madre Geraldine fue la primera en hablar.

– Os habéis portado bien, hija mía, teniendo en cuenta que es la primera lección: el miedo repele a la Diosa, y la magia obrada presa del miedo da lugar a una gran maldad. Llegará un día en que deberéis dominar el miedo, pues si se infiltra en vuestro corazón os destruirá. Hemos de hacer mucho antes de que estéis preparada para abrazar vuestro destino.

El obispo se adelantó, se inclinó sobre una rodilla y besó mi mano.

– Mi señora.

Retrocedió y Habondia le imitó.

– Mi señora -dijo casi con reverencia-, perdonad que haya sido la encargada de causaros dolor.

Geraldine, que sin duda era la jefa del grupo, me dedicó una reverencia y besó mi mano con fervor.

– Mi señora -dijo-, siempre estaréis a salvo aquí, con nosotros. Hemos jurado protegeros.

– ¿Qué sois? -pregunté asombrada-. ¿Sois brujas o cristianas?

Geraldine me dedicó una amplia sonrisa.

– Tal vez ni una cosa ni otra, mi señora. Tal vez las dos. Tal vez seamos mujeres, salvo nuestro valeroso obispo, pero no somos menos caballeros templarios.

Con un veloz movimiento, sacó de debajo del hábito y la toca un collar del cual colgaba un disco brillante, con estrellas y una inscripción en hebreo: un Sello de Salomón de oro.


– Lo más importante que debéis aprender ahora -dijo Geraldine, después de que el obispo y Habondia se marcharan-, es quién sois. Quizá sabéis algo. Quizá vuestra abuela os contó la historia tal como ella la aprendió de su maestra. Quizá no. Pero de niña, y después de joven, fuisteis a misa, y oísteis al sacerdote contar la historia de Dios hecho hombre.

»Permitidme que os cuente otra historia, igual de antigua, o quizá más, de una niña que se convirtió en mujer. Vivía junto a un lago llamado Galilea, en un país donde rugían los leones. Su nombre, Magdalena, significaba "torre de vigilancia", y los que la conocían de niña sabían que había recibido su nombre por la ciudad de donde procedía. Pero los que la amaban como mujer sabían que era debido a que su Visión era mucho más profunda que la de los demás.

»Y ella sabía quién era Dios hecho carne, porque ella, la Diosa, era su igual. Juntos, eran el Padre y la Madre de la Raza. Compartían un único destino: ayudar a la humanidad, enseñar compasión, guiar a quienes compartían su sangre y talentos para hacer lo mismo. Pero el peligro no tardó en acecharles, pues había quien sentía celos de su Poder y de su influencia sobre la gente. La maldad alzó la cabeza y declaró profano lo que habían declarado santo, con el objetivo de destruirles a ambos.

»Mi misión es advertiros de este mal, que ha robado la magia más elevada, e incluso ahora la utiliza con un fin perverso a fin de impediros que encontréis vuestro destino conjunto; y enseñaros a descubrir y perfeccionar los poderes que ya poseéis.

»Generación tras generación, la pauta se repite: los dos han de encontrarse mutuamente y unirse con un solo propósito, y derrotar así a la maldad que maquina contra ellos. A lo largo de las pasadas generaciones, vuestro Enemigo ha adquirido mayor fuerza porque algunos de los que poseían sangre santa y poderes santos se han visto atraídos hacia el mal. El peligro que afrontáis es muy grave. Porque ahora os enfrentáis a algo más que vuestra muerte, la destrucción de toda nuestra raza, para que los habitantes de la tierra se queden sin ayuda, atrapados en un presente y futuro contaminado de guerras y odio.

– ¿Todas las que vivís aquí sois templarias? -pregunté asombrada.

Ella sonrió.

– En efecto, mi señora. Es cierto que las mujeres no esgrimimos espadas ni lanzas. Nuestras batallas se dirimen en un reino diferente. Por otra parte, al ser hembras, no habríamos podido pertenecer a la Orden de los Caballeros del Templo de Salomón, pero los hombres que, junto con. nosotras, servían al Señor y a la Señora habían formado una orden interna dentro de los templarios, y fueron perseguidos por sus creencias. Por lo tanto, acabamos considerándonos como tales, porque servíamos con ellos. Su tarea era proteger y adiestrar al Señor; la nuestra, proteger y adiestrar a la Señora. Cuando la Orden fue oficialmente destruida, y los hombres ejecutados o repelidos hacia el norte, salvo algunos cuya relación nunca fue descubierta, las mujeres nos quedamos, pues ¿quién iba a sospechar que pertenecíamos a la orden interna? Sin embargo, durante el milenio anterior a esa época, solo nos llamamos discípulas. Algunas de las que vivimos aquí poseemos sangre rica en clones, la Visión, el Toque, el Sueño, y muchas más, pero la mayoría, menos dotadas para la magia, creen y desean servir en lo que puedan. La hermana Habondia es una de ellas. Aporta sus capacidades físicas y mentales, además de, como ya habréis notado, su peculiar talento histriónico.

– Pero yo no soy diferente de vosotras -contesté-. Conocéis a la Diosa mejor que yo. Sois más poderosa que yo. Sabíais que iba a venir, y yo ni siquiera estaba segura de que no me habíais traicionado.

– No es cierto, mi señora -repuso con semblante sombrío-. Yo no poseo ni una ínfima parte de vuestro poder, mejor dicho, el poder de la Diosa. ¿Es que todavía no comprendéis lo ocurrido con la muerte de vuestra abuela, vuestra suprema iniciación?

Las lágrimas se agolparon en mis ojos, pero me controlé.

– Sé que… sentí la presencia de la Diosa con más fuerza que nunca. Sé que recibí el poder del Toque.

– Recibisteis mucho más que eso.

Geraldine calló. Inclinó la cabeza, de manera que el velo negro de invierno resbaló por una mejilla, hasta caer sobre su mandíbula. Sus ojos seguían clavados en mí. Al mismo tiempo, miraban más allá de mi forma física para llamar la atención sobre algo profundo y magnífico. Su expresión se suavizó, y recordé de repente la estatua de madera de María en el olivar.

– Solo ha ocurrido una vez desde que la Raza empezó. Vos, querida hermana Marie, tanto si lo creéis en el fondo de vuestro corazón como si no, aunque todavía no lo hayáis descubierto en vuestro interior, os habéis convertido en la Diosa encarnada.

14

Durante los años siguientes, fueron muchas las cosas que me explicó la hermana Geraldine. Una, que los dos medios de iniciación, es decir, de obtener el poder mágico para el bien y el mal, eran la muerte y el amor, este último interpretado por los practicantes de la magia vulgar como acto de procreación. Era cierto, admitía, que solo el acto físico lograba cierto grado de iniciación, pero la consecución del poder superior residía en un acto de compasión que trascendía a la persona, y la cópula entre el Señor y la Señora había alcanzado elevados niveles de poder en pasadas generaciones. Perdonad que hable con tanta franqueza, hermano. No era mi intención haceros ruborizar.

Lo que Noni había hecho por mí era combinar el amor abnegado con una rendición voluntaria a la muerte. Mi iniciación era doblemente poderosa. Con el objetivo, dijo Geraldine, de encontrar e iniciar con mayor potencia a mi Amado.

En primer lugar, empero, tanto yo como el señor debíamos seguir un adiestramiento y preparación especiales, pues en esta generación el peligro era especialmente grave. Hasta entonces yo sería muy vulnerable a los ataques del Enemigo.

Empezó en un Círculo con las demás hermanas de la Raza, un Círculo muy parecido al que asistí con Noni. Se invocaba la Luz, y Geraldine la absorbía con palabras muy parecidas a las utilizadas por Noni. Hebreo, explicó Geraldine más tarde, no italiano como yo creía. Pues en los días en que los templarios se vieron obligados a huir para salvar la vida, muchas brujas les acogieron, y se enseñaron mutuamente sus conocimientos de magia. Estaban los seres gigantescos de diferentes colores (los arcángeles Rafael, Miguel, Gabriel, Uriel) y las estrellas y el Círculo.

Todo esto se llevaba a cabo en el sótano, en el legado dejado por las numerosas ocasiones que Carcasona había visto invasores, un pequeño escondrijo oculto tras las murallas. Rodeadas de piedra mohosa, labrada toscamente, sin una ventana que paliara la negrura, no llevábamos herramientas ni objetos mágicos, solo una lámpara de aceite y nuestros corazones. La hermana Geraldine ni siquiera se molestaba en trazar un círculo en el suelo, pero la presencia de la Invisible era muy vivida. Yo pensaba que en la oscuridad Veíamos mejor.

En esa pequeña cámara, bajo la protección de la abadesa y mis hermanas (y la de muchas otras invisibles diseminadas en muchas ciudades y países, que asistían en espíritu más que en cuerpo), di mis primeros pasos en aprender a concentrar la Visión.

– Pensad en vuestro Enemigo -murmuró Geraldine en aquel primer Círculo, cuando todas estuvimos refugiadas dentro de un globo de luz doradoazulina.

Se acercó y me cogió una mano, y Marie Madeleine asió la otra, y la hermana Barbara asió la de esta, y la hermana Drusilla la de esta, y la hermana Lucinde la de esta… Éramos seis aquella noche, y bendigo a las seis, pues sin ellas el Enemigo me habría descubierto. Con la ayuda de las buenas monjas era para él invisible, desconocida.

– Pensad en vuestro Enemigo en vuestro corazón

– continuó Geraldine-, y su imagen aparecerá poco a poco…

Respiré hondo, inquieta solo de pensarlo. No cabía duda de que aquellas mujeres se engañaban, y yo también, al osar pensar que yo era la Diosa, un vehículo de su Poder. Era demasiado humana: débil, angustiada, temerosa…

Madeleine apretó mi mano. Me volví y vi su perfil a la luz de la lámpara, la suave pendiente cóncava de la frente, la curva relajada del párpado cerrado, un abanico de pestañas apoyadas sobre un arco dorado de mejilla: el vivo retrato de la serenidad. Sentí que la misma paz descendía sobre mí, sentí que las pestañas aleteaban sobre mi piel, sentí que mi temor se disolvía.

Y oí a Noni gritar:


Domenico…

La brisa traicionera en el nacimiento de la niña…


Al punto, caí en una Visión.


La silueta de un hombre alto y corpulento. Se yergue ante un altar, un cubo de ónice. Sobre su pulida superficie descansan dos velas, una blanca y otra negra; una paloma blanca dentro de una pequeña jaula de madera; un círculo de sal; y un incensario dorado. De este último surgen espirales de humo, y detrás de su velo espeso perfumado de mirra, frescos de dioses paganos retozan en las sombras oscilantes. Aquí, una Venus de piel perlífera copula con Marte, y ondas doradas de su cabello cubren a los dos. Allí, la mortal Leda yace en la sombra arrojada por las grandes alas de un cisne divino.

Sobre la cabeza del hombre brilla una cúpula con estrellas de oro y signos astrológicos grabados. Ante él, un círculo mágico (con símbolos de fuego, agua, tierra y aire distribuidos en un mosaico centelleante) adornan el suelo de mármol blanco.

Un candelabro de pared dorado, tan alto como el hombre y la mitad de grueso, adorna cada esquina. El del oeste, situada detrás del altar, tiene forma de águila, y de león el del sur. Este y norte están representados por la cara de un hombre y un toro. Sobre cada soporte parpadea un cirio, que intensifica el resplandor arrojado por las velas del altar.

– Una mujer adornada con el sol -susurra el mago-, erguida sobre la luna, coronada con doce estrellas. En la agonía del parto, grita…

Avanza hacia el altar y abre la jaula de madera. La paloma se encoge cuando introduce la mano, y ladea la cabeza para mirarle con un ojo rosa, desprovisto de toda expresión. Cuando la mano se cierra sobre su lomo, la paloma intenta erguirse y eriza sus plumas, irritada, pero en cuanto el mago la atrae hacia sí y acaricia con suavidad sus plumas, se tranquiliza y apacigua en la palma de su mano. Qué vida tan menuda: apenas un punto de calor y un corazón acelerado en su palma. La acaricia con aire ausente, concentrada su mente en lo que esa pequeña vida conseguirá, hasta que el ave se relaja y empieza a acicalarse con el pico.

De repente, el mago la agarra por el estrecho cuello entre el pulgar y el dedo medio, y lo tuerce hasta que nota y oye el chasquido de los delicados huesos tubulares. Al mismo tiempo, la paloma defeca en su mano.

Sin más reacción, traslada el ave muerta a su otra mano y deja que el jarabe verde y blanco resbale de su mano hasta caer en el suelo de mármol, después se limpia la mano con su túnica, antes de depositar el ave dentro del pequeño círculo de sal vertida sobre el reluciente altar negro.

Extrae la daga ceremonial de su cinto. La hoja destella una vez, dos veces, a la luz de la vela, cuando decapita a la paloma. Sangre caliente mana sobre la daga y sus dedos, tiñe de púrpura las plumas blancas, forma un pequeño charco de sangre contra la barrera de sal.

Al punto el mago retrocede y en su mente crea un círculo protector a su alrededor, que excluye a la paloma y al altar. Una vez erigida la barrera, pronuncia con voz tonante el nombre de un demonio, uno que hasta el momento le ha servido bastante bien, pero que en el momento actual no realiza tarea alguna, y le ordena por todos los Nombres Santos que se muestre dentro del círculo de sal.

Los menos experimentados, menos dotados, podrían interpretar erróneamente los símbolos más sutiles: la extraña sensación física, como si sobre la piel resbalara raso frío, el súbito destello de las velas en el altar, el repentino estertor de la paloma muerta. El incensario empieza a desprender humo. Planea sobre el ave muerta, y de pronto forma una columna que asciende poco a poco, hasta que por fin el mago ve la cara que se forma en el humo. Una cara monstruosa, la de un lobo provisto de largos y mortíferos colmillos, una lengua que cuelga como la de una serpiente, y dientes grandes y afilados…

Desea con todas sus fuerzas asustarle, obligarle a huir presa del miedo, inducirle a abandonar su círculo protector. Porque entonces podría esclavizarle e imprimir un giro a la situación, y el miedo es el medio más fácil de obtener lo que desea. Por consiguiente, el mago no se permite sentir ni un ápice de temor. Si le inspira alguna reacción, es reírse del bravucón intento del espíritu para recordarle que se halla en su poder.

Entonces, cuando el demonio está formado por completo dentro del humo, el mago pronuncia por segunda vez su nombre y ordena:

– Destruirás al que busco, destruirás al que Verá con más claridad que yo. Y se hará así…

Extrae de su túnica un cirio largo y ahusado, con cuyo extremo toca la punta de la vela del rincón oeste. Sin salir del círculo, acerca la punta encendida a la jaula de madera que descansa sobre el altar.

Prende al instante, y en el espacio de dos segundos se consume. Los restos caen sobre la paloma, dentro del círculo de sal, y brota un olor a plumas chamuscadas cuando el cuerpecillo arde.


Y al instante ya no vi al mago, sino la casa en la que había nacido. Y dentro, mi madre acuclillada sobre gavillas de trigo recién cortado, el estómago hinchado de mí. Qué joven era. Más que yo ahora.

Estaba chillando, chillando debido a los dolores de parto, chillando de miedo y furia contra Noni, arrodillada a su lado. Mamá, con una fuerza que nunca antes había poseído, abofeteó a Noni y la tiró al suelo.

Noni cayó de costado, y golpeó con el hombro la pequeña lámpara que descansaba sobre el suelo sembrado de paja. Vi que el fuego prendía en el aceite derramado, corría sobre la paja, se apoderaba de las faldas negras de mi abuela, y avanzaba hacia la pila de gavillas donde mi madre se esforzaba por dar a luz. Pensé en la jaula reducida a cenizas sobre el cuerpo quemado de la paloma.

La muerte, comprendí. La fuente de su poder reside en la muerte de los demás. Por eso, cuando Noni murió, pensó que había ganado. Debió disgustarse mucho cuando vio que el poder no se transmitía a él sino a mí.

No era de extrañar que me persiguiera a mí, y a mi Amado. No tanto por deseo de vengarse de Ana Magdalena, sino por adueñarse de nuestro gran poder.

– Basta -ordenó Geraldine, y recobré el conocimiento en el Círculo.

»Este es vuestro Enemigo, tal como lo era en el pasado -dijo la abadesa-. Esperaréis hasta que seáis lo bastante fuerte para enfrentaros a él en el presente.


Y me enfrenté a él, en otros Círculos de otras noches. Vi al mago intervenir en una docena de incidentes que no he contado por falta de tiempo. Incidentes que, de no haber sido por la intervención de Noni, habrían acabado con mi vida. Le vi intervenir cuando mamá se apoderó del amuleto que papá llevaba colgado del cuello, antes de que muriera a consecuencia de la peste, y cuando la pobre mamá descubrió mi Sello de Salomón y denunció a Noni a los guardias.

En el Círculo (y en mi solitaria celda, pero siempre bajo la protección de mis caballeros femeninos) aprendí a meditar, no sobre la cruz u otros objetos sagrados típicos del convento, sino sobre la mismísima Diosa, hasta que alcanzaba un estado de profunda calma.

En este estado practicaba la aplicación de su poder curativo a voluntad, y aunque pueda parecer fácil, fue un proceso lento y dificultoso. Y si bien en el lazareto había muchos pacientes ansiosos por recibir mi Toque, Jacques (junto con varios más) se negó a que le curara más, para mi consternación.

– Han de quedar algunos leprosos, no sea que la gente hable y empiece a sospechar -dijo-. Y si ha de haber leprosos, yo seré uno de ellos. No os serviré menos, mi señora, mientras Dios y la Diosa me permitan vivir.

Pero aprendí a curar a muchos otros, siempre cosas sin importancia, cerrar una llaga abierta, restaurar un poco de carne, pero nada tan espectacular ni ambicioso como lo que había hecho con Jacques. Los afectados por la peste se recuperaban en su momento, o bien empeoraban y morían, pese a mi Toque. Cuando me lamentaba de mis fracasos ante Geraldine, ella se limitaba a decir:

– Tenéis que olvidaros de vos. Tenéis que olvidar el cuerpo humano en que habitáis y recordar solo a la Diosa.

Cada vez se alargaban más los períodos en que era capaz de recordar y alcanzar aquel estado de calma meditativa, aquella gracia, aquella sensación de Presencia Viva. En esos momentos, empezaba a plantar cara poco a poco a mis temores, pues solo cuando los sometiera podría ser lo bastante fuerte para protegerme a mí y a los demás, y así dar libertad a mis hermanas para que hicieran lo mismo.

– Solo cuando seáis lo bastante fuerte -me dijo Geraldine-, se os permitirá conocer en carne y hueso a vuestro señor. Entonces, podremos iniciarle, cuando vuestro corazón esté dispuesto.

Y fue Domenico el Enemigo en el que aprendí a pensar por primera vez, hasta que, tras haber aprendido a concentrar mi Visión y domeñar mi terror, pude Verle y no sentir más que la compasión de la Diosa. Así fortalecida, controlé toda clase de miedos, incluida mi especial aversión al fuego y al dolor que inflige, que tan bien recuerdo. Ahora lo cuento muy deprisa, pero el proceso tardó años, mucho antes de que pudiera evocar tales cosas en la meditación y conservar la paz, en la Presencia. No podía permitir que ninguna oscuridad residiera en mi corazón, pues podía tornarse contra mí.

Y cuando aprendí a pensar en mi Enemigo actual, hallando por fin la fuerza para Ver su cara con serenidad, Geraldine me habló a solas una noche después del Círculo, cuando las demás habían abandonado la cueva y nosotras nos rezagamos, provistas de una vela que iluminaba el camino.

– No basta -dijo, mientras la llama arrojaba un cono de luz tembloroso que iluminaba su pecho, barbilla y labios, pero dejaba los ojos y las cejas en la sombra- que hayáis Visto a vuestro Enemigo en el pasado y el presente. Tenéis que pensar en el Enemigo que vendrá en el futuro. Este es el último y mayor temor que debéis conquistar.

Vacilé. Abrí la boca para protestar, para decir (ignoro por qué) «no puedo», pero antes de que pudiera hablar ella continuó.

– Comprended, es por el mismo motivo que sois limitada como curadora. En esos momentos olvidáis lo que sois. Os recordáis solo como mujer, Marie Sybille, y olvidáis que sois también la Diosa. Vuestras limitaciones son las de Ella.

Para entonces ya me había acostumbrado a pasar casi todo el tiempo en presencia de la Diosa. Tal vez he llegado incluso a sentirme un poco orgullosa de ello, pues cuando la abadesa hablaba, me humillaba el horror que habitaba en mi interior. Sabía que hablaba del Mal que se avecinaba, aquel que no me había atrevido a pensar cuando Jacob, al principio de mi iniciación, me animaba a hacerlo. Era la desesperanza en estado puro, el vacío en estado puro, al que había visto aguardarme fuera de mi primer y último Círculo, cuando Noni había oficiado de sacerdotisa, y yo pensé: ¿Cómo pensaré en él con serenidad, cuando ni siquiera soporto oír su mención?

Pero sabía que toda mi preparación iba dirigida a ese objetivo, y que una vez alcanzado estaría preparada para encontrarme con mi Amado. Por ello empecé a realizar intentos vacilantes en el Círculo y la meditación. Y como vacilaba, fracasaba una y otra vez.

Sin embargo, una amenaza diferente no tardó en distraerme.


Estábamos en guerra con Inglaterra desde que tenía uso de razón (más, de hecho), aunque nunca la había experimentado en carnes propias. Las escaramuzas esporádicas habían tenido lugar más al norte de donde vivíamos. Por mediación del obispo y el padre Roland, que nos administraba a diario la eucaristía, nos enteramos de que el Príncipe Negro, Eduardo, había invadido Burdeos. Su ejército y él hicieron algo más que matar a los habitantes: asolaron la ciudad y los pueblos circundantes, mataron cerdos y vacas, destruyeron cosechas, árboles, viñedos y barricas de vino, prendieron fuego a campos y edificios.

– La tierra -nos dijo un día el padre Roland antes de la misa- está ennegrecida y sembrada de hoyos, y los pobres supervivientes mueren de hambre. No tienen pan, porque Eduardo quemó los molinos y los graneros. Y todo porque permanecieron leales al rey francés.

Cuando mis hermanas se enteraron de que el ejército de Eduardo avanzaba hacia el sur y el este, hacia Tolosa, y después Carcasona, temieron por nuestra seguridad. Cierto, el hecho de que vivíamos en una comunidad religiosa tendría que habernos protegido, como así hubiera sucedido cien años antes, pero en estos tiempos modernos el respeto por monjas y clérigos ha disminuido tanto que corríamos el peligro de ser asesinadas y violadas, como cualquiera durante una guerra.

Nuestra preocupación aumentaba a diario con las visitas del padre Roland. «Han conquistado el Armagnac» se convirtió en «Han llegado a Guienne», y después en «Se dirigen hacia Tolosa». Por alguna causa misteriosa, perdonaron Tolosa, y el padre Roland decidió celebrarlo con una misa especial de acción de gracias, razonando que si Eduardo no se había molestado en apoderarse de la ciruela madura y suculenta que era Tolosa, menos se sentiría atraído por la uva que era Carcasona.

Además, nuestra ciudad era una ciudadela, una fortaleza, defendida no por una sino por dos murallas: un bastión interior de madera construido por los visigodos casi un milenio antes, y un muro exterior de piedra, que apenas contaba un siglo. Cierto, nuestro convento se hallaba fuera de las murallas de la ciudad, pero la reputación de dichas murallas debería bastar para desalentar a los ingleses de venir hacia aquí.

Al menos, eso pensaban casi todos los habitantes de la ciudad, con el resultado de que no se hicieron preparativos ni se tomaron precauciones.

Marie Madeleine me hablaba del tema a menudo, y tal vez llegó a insinuar que le gustaría saber qué futuro predecía yo en lo tocante a la invasión. No sabría decirlo, porque estaba demasiado distraída para prestarle atención. Tras cinco años de preparación a las órdenes de la madre Geraldine, yo estaba consumida no solo por el fracaso de no poder soportar la visión de mi futuro Enemigo, sino por la creciente convicción de que mi Amado corría un grave peligro de ser atacado. ¿Cómo podía ayudarle si no podía verle sano y salvo? Toda aquella charla acerca de los ingleses y la guerra significaba poco para mí, y no dirigí la menor energía ni pensamiento hacia su posible llegada.


Un día, cuando la misa estaba a punto de terminar, durante las hermosas notas del Nunc Dimittis, las hermanas del coro callamos de repente al oír un fuerte golpe en la puerta de la capilla. Y al punto la pesada puerta se partió en dos.

Desde la puerta, uno de los hermanos laicos, el pastor Andrus, se arrojó al centro del santuario y cayó de rodillas, no movido por el fervor, sino por la agitación. Cuando el padre Roland, el coro y las demás monjas le miraron estupefactos, el hombre gritó:

– ¡Los ingleses! ¡Están aquí! ¡Dios nos asista! ¡Están aquí!

Una oleada de murmullos recorrió a la congregación, pero la madre Geraldine salió del coro, ordenó silencio con un ademán, se volvió y asintió en dirección al director del coro.

Una vez más, las hermanas empezaron el Nunc Dimittis, con voces más firmes y altas.

– Señor, permitid ahora que vuestros siervos partan en paz…

Esta vez, la liturgia terminó, y cuando el padre Roland hubo dado su apresurada bendición, huyó de la capilla a toda la velocidad de sus piernas, mientras las hermanas salíamos de manera ordenada, como era la costumbre, detrás de la abadesa.


Los ingleses bajaron de las colinas sin el menor asomo de vacilación, más de cinco mil hombres: lanceros, infantería, los temidos arqueros con sus arcos tan altos como un hombre. Como langostas oscuras que arribaran en enjambres irregulares, llevaban meses andando y ya no conservaban las líneas precisas de batalla, y tampoco era necesario. No había heraldos con sus trompetas, ni banderas ondeando al viento, pues no era preciso.

No era una guerra, sino una carnicería.

Como todas las demás ciudades que habían conquistado, Carcasona no estaba preparada para defenderse. Se había improvisado una pequeña tropa, que consistía en los hombres del grand seigneur y siervos, no más de doscientos. Nos apostamos en los campos situados al norte del convento y vimos aterradas que se congregaban para combatir al enemigo.

Aquel día hacía un frío excepcional. La noche anterior habíamos colocado paja sobre las cosechas para protegerlas de la escarcha, y por la mañana, en la gélida capilla, mis uñas se habían teñido de un tono azulado.

Había salido a observar la batalla sin mi capa, pero el frío que sentía no solo era físico. Mis pensamientos y talentos se habían concentrado en otras cosas. Solo había pensado de pasada en la guerra inminente, pero en aquel momento Vi destellos de lo que iba a depararnos. Introduje las manos dentro de mis anchas mangas y me froté los brazos para que entraran en calor.

Pese a su preparación, los ojos de Marie Madeleine se habían llenado de lágrimas. Aferró los brazos de la madre Geraldine y dijo en voz baja, emergiendo sus palabras como neblina blanca:

– Madre, hemos de huir o nos matarán a todas, como mataron a las pobres almas de Burdeos.

La abadesa miró a Madeleine. Al ver las lágrimas, la expresión de Geraldine se suavizó.

– Vete si has de irte. Quédate si has de quedarte. En cuanto a mí, he de quedarme. -Y se dirigió en voz más alta a todas las hermanas-: Las que deseéis marcharos, coged el carro y los caballos, y cargad tanta comida y vino como podáis.

Ni un alma se movió. El mínimo arco de una sonrisa se insinuó en los labios de la abadesa, y luego se desvaneció.

– ¿Qué Veis? -me preguntó.

Pensé en las ovejas y vacas que pastaban en los campos, en los puerros y guisantes protegidos por la paja, en los árboles rebosantes de manzanas, peras y nueces, y Vi que todo desaparecería en cuestión de horas. Oí el resonar de pies ingleses en las escaleras del convento.

– Vienen hacia el convento.

– ¿Qué más? -preguntó Geraldine, contenida y brusca como un mercader cuando regatea.

Me quedé sorprendida, porque en aquel momento no pude Ver nada más. Con humildad, comprendí que una cosa es apaciguar los temores en la meditación, y otra muy diferente subyugarlos en la realidad. Como no respondí, Geraldine continuó.

– Barbara, Madeleine, id al jardín y recoged todas las hortalizas y manzanas que podáis, y después corred al sótano. Las demás, seguidme.

Se levantó las faldas y corrió a toda la velocidad que le permitían sus piernas.

La seguimos. Primero fuimos al lazareto y recogimos a los leprosos que se encontraban en mejor estado, y los llevamos con nosotras al sótano. Lo mismo hicimos con los enfermos del hospital normal capaces de andar. Tres hermanas corrieron a la cocina en busca de la comida y bebida que pudieran cargar.

Aturdida, trabajé al lado de Geraldine en el lazareto, en tanto el viejo Jacques ordenaba a otros tullidos que se sujetaran a su espalda, mientras bajaba la escalera cargado con ellos. Las hermanas transportamos a los demasiado débiles para moverse, entrelazando nuestros dedos para improvisar sillas. Nuestro destino era la cámara mágica oculta, en la que amontonamos comida, leprosos, supervivientes de la. peste y hermanas, y después cerramos la pared.

Yo confiaba a pies juntillas en Geraldine y no cuestioné en ningún momento sus órdenes, pues conocía la voluntad de la Diosa tanto como yo, o más. Pero cuando la oscuridad se cerró sobre nosotros con el retumbar de piedra contra piedra (pues no nos habíamos atrevido a llevar ninguna vela, por temor a que se filtrara por alguna rendija o grieta y nos delatara), pensé: Estamos atrapados.

Estábamos ciegos, pero no sordos del todo. A través de las hendiduras practicadas en las paredes a efectos de ventilación, oíamos los gritos de los ingleses, los chillidos de los franceses que huían, el retumbar de cascos de caballo.

Por fin, oímos docenas de pasos arriba, y poco después el tintineo del metal en la escalera. Luego, un par de botas singularmente pesadas entraron en el sótano, acompañadas por el sonido de una respiración profunda y el olor de algo muy humano y muy asqueroso.

La voz de un hombre, ronca y tosca, incapaz de pronunciar bien ni una sola vocal francesa, gritó:

– ¡Muy bien, señoras! Si os ocultáis aquí, no escaparéis. Si habláis ahora, prometo que ninguna sufrirá el menor daño…

No dijimos ni una palabra, sino que nos acurrucamos en la oscuridad, tan cerca que mis hombros y rodillas estaban apretados contra los de Madeleine a mi derecha y los de Geraldine a mi izquierda. Delante de mí estaba sentado Jacques. Sentía su aliento cálido en mi cara.

– Hermanas -gritó el inglés en su tortuoso francés-. Si estáis aquí, os encontraremos. Salvaos y hablad ahora… Recompensaremos con generosidad vuestra rendición…

Era un hombre grande, sin duda, porque oíamos sus pasos mientras se movía por el enorme sótano.

De repente, docenas de pasos resonaron en la escalera del sótano. Voces profundas y extrañas gritaron preguntas en un idioma extranjero, y nuestro inglés contestó. Al cabo de una pausa, oímos entrar más hombres en el sótano.

Algunas hermanas, que no eran de la Raza, sollozaban en voz baja.

Permanecimos durante horas apretujados, mientras iban y venían soldados. Oímos más soldados en la escalera de arriba, en las celdas, en los terrenos. Por fin, el sótano fue invadido por los ruidos de un ejército que se disponía a pasar la noche: hombres que arrastraban colchones y provisiones. Creí percibir el olor de pollos asados y vino sacramental. Hablaron y rieron hasta bien entrada la noche. Cuando creíamos que no cesarían jamás, guardaron silencio y empezaron a roncar.

La bona Dea, recé, con las palabras que mi abuela tanto amaba. Buena Diosa, estoy en vuestras manos. Enseñadme qué debo hacer.

Presentía que la supervivencia de nuestra comunidad dependía de mí en aquel momento, y tal certeza (que debía evocar la Visión o pereceríamos) me impulsó a volver mi mejilla hacia Geraldine y decir, en voz más baja que un susurro:

– Círculo.

Entendió al punto, cogió mi mano y la apretó. Madeleine, al otro lado, que me había oído aunque pareciera imposible, hizo lo mismo. Un sonido más bajo que un suspiro pasó por la habitación, y las de la Raza, con deliberación y cautela, nos movimos hacia el perímetro del Círculo y enlazamos las manos, mientras las demás avanzaban hacia el centro, donde estarían a salvo.

Deseché mis temores y una potente paz (una sensación de alegría, en realidad) descendió al fin sobre mí. En el lapso de un suspiro, Vi con claridad:

Los ingleses, que habían encontrado en el convento refugio y sosiego, lo utilizaban para alojar a una parte de su tropa. Después de irse, le prendían fuego. Olí el humo que se produciría dentro de tres días. Oí los chillidos de los leprosos indefensos, de mis hermanas. Sentí el calor de las llamas, sentí que los muros de piedra que nos rodeaban se ponían al rojo vivo.

Y Vi la ciudad de Carcasona, sus torrecillas, sus torres vigía arracimadas tras murallas de madera, y detrás de aquellas murallas, paredes de piedra. Y la gente decía: «Nunca entrarán; estamos bien fortificados. Estas piedras han resistido mil años…».

El fuego hendía el aire, volando en la punta de una flecha inglesa, un objeto mortífero, lanzado con la fuerza incomparable del arco. Las murallas de madera se incendiaban. Las puertas de madera cedían ante el ariete.

En la ciudad, muerte, muerte y más muerte, seguida de llamas.

Incluía la imagen inquietante de una espada acerada alzándose, con Madeleine y Geraldine bajo ella, las dos gritando, con las manos levantadas para protegerse del mandoble.

Todo esto Vi, pero controlé mi miedo. Porque también Vi lo que debía hacer, y en el mismo momento sentí de nuevo calor, pero no de fuego, sino de Poder, en el Sello de Salomón que rodeaba mi cuello, en el fondo de mi corazón.

Sabía que era peligroso salir de nuestro escondite, que el sonido de la falsa pared de piedra al arañar el suelo despertaría al punto a los soldados. Sabía también que el convento estaría rodeado de centinelas, y nosotras, sin armas, estábamos a su merced.

Pero, en ese momento, la lógica ya no existía para mí. La alegría trascendía toda razón, todos los miedos y dudas que me habían atenazado, y estaba henchida de una compasión que abarcaba al soldado cansado y al civil aterrorizado, al asesino y a la víctima, y les amaba a ambos.

Al punto, la Diosa proporcionó la solución para soslayar a ambos, y reí en voz baja.

– ¿Lo sentís? -susurré a Geraldine, y en la oscuridad intuí su asentimiento.

Una tibieza descendió sobre nosotras, una exaltación hormigueante. Alrededor de nuestro grupo de unas tres docenas de almas, la negrura empezó a destellar con diminutas chispas doradas, como una noche sembrada de estrellas. Le ordené con mi mente que envolviera a quienes nos rodeaban, como la cáscara delicada rodea un huevo. Cuando estuvo en posición, dije con tono normal:

– En este estado no pueden vernos ni oírnos. Abriremos la puerta y nos iremos. Queridos leprosos, quedaos aquí. Hermanas, venid conmigo. Recemos todos a la Diosa y nada nos pasará.

La madre Geraldine y yo localizamos las hendiduras convenientes en la piedra y tiramos con todas nuestras fuerzas. La puerta (imagino que debía tener la misma forma que el peñasco que bloqueaba la entrada de la tumba de Cristo) se abrió con estruendo.

No sabría decir si estábamos contenidas en una esfera o si el mundo entero brillaba con un polvillo dorado. El efecto fue el mismo.

Geraldine y yo fuimos las primeras en salir, seguidas de Madeleine. Las tres quedamos petrificadas al instante, porque, apenas a un palmo de distancia de la piedra que hacía las veces de puerta, y de nuestros propios pies, vimos la cabeza pecosa y calva de un corpulento soldado inglés, cuyos grasientos rizos castaño rojizos bullían de piojos. A su lado descansaba el yelmo. No se trataba de las cúpulas levemente puntiagudas con visores, como las que llevaban nuestros caballeros (que recuerdan la hoja central de lafleur-de-lis), sino de un gorro semejante a un cuenco invertido, de reborde ancho y liso, perdido todo su brillo.

Madeleine me miró un instante con ojos horrorizados. Por un momento, el oro deslumbrante que nos rodeaba centelleó.

– No tengáis miedo -le dije y apreté su mano-. ¿Lo veis? Hemos abierto la puerta, pero él sigue durmiendo.

En aquel preciso momento, el soldado emitió un ronquido tan potente como el de un cerdo, y después exhaló una bocanada de aire que hizo vibrar sus labios y el bigote rojizo.

Me sujeté el costado con la mano libre y reí en silencio. Geraldine, Madeleine y algunas hermanas también se doblaron en dos, temblorosas de júbilo, con el rostro congestionado. Nos recobramos por fin, y avanzamos sonrientes, impertérritas ante el descubrimiento de que, debido a la presencia de tantos hombres dormidos, teníamos que recogernos las faldas y deslizamos entre ellos.

A la entrada del sótano había dos centinelas sentados, jugando a los dados, y discutían en voz baja. Para ellos, nuestro grupo era como fantasmas invisibles.

Dentro del sótano había unos cuarenta hombres acostados, envueltos en las mantas de lana que habíamos hecho para nuestros pacientes y los pobres, porque hacía más frío que arriba. Veinte de ellos eran ingleses comunes, pero después pasamos a través de un grupo diferente.

Al instante capté cierta inquietud dentro de nuestro círculo protector. Era Madeleine, que había sobrepasado los límites invisibles con una oleada de rabia imposible de contener.

– ¡Franceses! -gritó, al tiempo que señalaba sus yelmos, sus espadas, sus banderas-. ¡Miradlos: traidores todos ellos!

– Silencio -dijo Geraldine, y extendió la mano hacia ella, pero era demasiado tarde: Madeleine se hizo visible. En el mismo instante, la abadesa también se hizo visible. Yo, anclada con firmeza en la Presencia, me mantuve dentro del velo centelleante, así como a las demás.

El soldado más cercano a nosotras se removió, y después otro.

– Bien -dijo el primero, un hombre delgado de largos miembros, con una delgada barba rubia y un acento que le revelaba como noble y normando-. ¿Qué tenemos aquí? Dos damas han decidido salir a la luz. -Su voz era entrecortada, cansada, como la de un hombre obligado a exceder sus límites físicos durante demasiado tiempo, un hombre que ha visto y cometido excesivas crueldades-. Bien, donde hay dos damas… tiene que haber tres o cuatro, o incluso más. Decidme, os lo ruego, ¿dónde se ocultan las demás? No seáis tímidas. Yo mando aquí. Yo decidiré vuestro destino.

Cuando terminó de hablar, se había deshecho de tres mantas, y blandía una espada excelentemente forjada con el pomo de oro labrado. Los hombres que le rodeaban le imitaron. Todos empuñaban espadas de gran calidad y vestían ropa interior de gruesa lana, y todos exhibían la media sonrisa burlona de su jefe. No eran soldados de infantería normales, sino guerreros de élite, caballeros. Y todos franceses del norte.

La furia disipó todo temor en el corazón de Madeleine. Avanzó un osado paso hacia el normando rubio y le increpó.

– ¡Franceses asesinando a su propio pueblo! ¡Ningún cavalier verdadero haría algo semejante!

– Coged mi mano -le dije, a sabiendas de que los soldados no podían verme ni oírme. De todos modos, sabía que Madeleine no lo iba a hacer, pero no sentí temor. Me limité a contemplar el drama desde cierta distancia, henchida de compasión.

El normando se lanzó hacia ella al instante. Con un movimiento velocísimo.

– No -dijo la madre Geraldine, con una dulce pero firme determinación, sin miedo ni indignación.

Mientras las hermanas y los pacientes miraban horrorizados, se interpuso entre Madeleine y su atacante. El normando descargó el mandoble como si estuviera administrando un bofetón con el dorso de la mano.

Se hizo un silencio tan profundo que fue posible oír cómo se desgarraba la tela cuando la hoja hendió el hábito de lana de Geraldine, con la misma facilidad que atravesó la carne por encima del pecho. Cuando ella perdió el equilibrio y trastabilló hacia él, el soldado hundió la espada en su cuerpo.

A continuación retrocedió y dejó que Geraldine cayera hacia delante, de modo que se ensartó hasta la empuñadura, y la hoja de la espada sobresalió de su espalda, justo por debajo del hombro derecho.

– ¿Alguna más? -preguntó el normando, risueño.

Madeleine cayó sollozando y se llevó la palma fláccida de Geraldine a los labios. A mi lado, dentro del velo de invisibilidad, las demás lloraban en silencio.

Pero el jefe no nos oyó. Envainó el arma, agarró el codo de Madeleine y la puso en pie. La hermana se debatió, pero el normando consiguió quitarle el velo y la toca, y dejó al descubierto sus pálidos rizos cortos.

– Tienes suerte de ser bella -dijo-. Por eso, permitiré que vivas un día o dos más y me hagas compañía… si me dices dónde están las demás mujeres. Si te niegas, morirás, como tu hermana.

Indicó con un cabeceo desdeñoso el cuerpo de Geraldine.

En mi vida he conocido la experiencia de que la velocidad del tiempo se aminora. Ese fue uno de esos momentos. Experimenté compasión y dolor al ver el cadáver de Geraldine, pero también la sensación de que era lo correcto. Aquella era la voluntad de la Diosa. De este modo, con una creciente sensación de alegría, hablé al normando con una autoridad que excedía a la mía.

– Suéltala.

No había ira en mis palabras. Ni dolor, ni odio, solo justicia.

Sucedió algo extraño: el normando desenvainó su espada, naturalmente, mientras con la otra mano aferraba a Madeleine, y se volvió hacia mí… con la mirada desenfocada y expresión perpleja.

– Suéltala -repetí, y vi que ladeaba la cabeza, todavía más desconcertado. Sus hombres habían dejado de reír para mirar en mi dirección, igualmente perplejos.

Reí en voz alta cuando caí en la cuenta de que seguía siendo invisible para ellos. Cerré los ojos, disolví el velo protector y avancé como si saliera de una puerta secreta. No tenía que seguir ocultando a las demás. Sabía que estaban a salvo.

Los ojos del jefe se abrieron de par en par, y palideció más que su barba rala. Soltó a Madeleine, que me miraba boquiabierta y cayó de rodillas.

– Santa Madre de Dios -suspiró el normando, y la imitó. Uno a uno, monjas y soldados se persignaron y arrodillaron.

Me daba igual lo que creían ver. Solo sabía lo que era preciso hacer. Me arrodillé junto a Geraldine, reprimiendo mi dolor, la puse de costado y, con cierto esfuerzo, arranqué la espada. Ella gimió, porque seguía con vida, viva, sí, pero sangrando en abundancia por su herida. No tardaría en desangrarse hasta morir.

Me senté en el suelo y la estreché entre mis brazos.

Estaba destinada a ser mi maestra. No tenía por qué morir. Sabía que me encontraba al borde de un precipicio. Podía reaccionar con amargura, renunciar a la Diosa y maldecir a mi destino. Podía huir de lo que debía ser.

Pero no lo haría.

Cerré los ojos y apreté mi mano contra la herida. Mis faldas ya estaban empapadas de sangre. Ella estaba agonizando en mis brazos.

Sonreí ante la falta de lógica de todo ello. Me disolví.

Unión. Resplandor. Dicha.

Un murmullo recorrió la multitud, como el aleteo de las alas de un pájaro.

Abrí los ojos y me descubrí mirando los de Geraldine, ya no opacos y distantes, sino vivos y brillantes, y me estaban mirando desde arriba, porque estaba sentada.

Mi mano seguía apretada contra su herida. La retiró poco a poco para dejar al descubierto la lana negra, intocada, impoluta.

Se levantó, radiante, y extendió la mano para levantarme.

– Acabáis de presenciar un verdadero milagro de Dios -dijo a los presentes arrodillados, y el jefe normando rompió a llorar.

15

Solo más tarde descubrí por qué los soldados y las hermanas se habían arrodillado: no solo porque había aparecido como surgida de la nada (cosa que era cierto), sino porque había aparecido ante ellos como la Virgen María, en su apariencia de Reina del Cielo, con el velo azul y la corona de oro. Solo aparecí con mi propia presencia después de que Geraldine me levantara del suelo.

Los demás nos contemplaron en silencio durante un rato. Después, poco a poco, monjas y soldados se pusieron en pie. La piel de Geraldine brillaba como un pergamino sostenido ante una llama.

– He visto el rostro de la Madre de Dios -me susurró al oído-. Está aquí, con nosotros.

El normando se acercó a nosotras, con modales tímidos, penitentes, las manos juntas como si fuera a rezar.

– Hermana -me dijo-, decidme lo que debo hacer. No soy un buen cristiano. Hace meses que no voy a misa, y no me confieso desde hace un año. Pero no puedo negar lo que acabo de presenciar.

– Rezad a la Santa Madre -le dije con una autoridad que me sorprendió. Si solo hubiera hablado yo, sin duda habría añadido que debía dejarnos marchar sanas y salvas, y convertirse en un ferviente partidario del buen rey Juan-. Escuchad con atención lo que Ella dice en vuestro corazón, y no prestéis atención a ningún hombre que la contradiga.

– Pero ¿cuál es mi penitencia? -insistió.

– Preguntádselo a Ella -dije.


Los ingleses y los normandos se quedaron horrorizados, y después montaron en cólera, cuando descubrieron que teníamos leprosos y supervivientes de la peste escondidos con nosotras. ¿Había sido nuestra intención contagiarles?

– Mirad nuestros rostros -dijo la hermana Geraldine, mientras abarcaba a todas las hermanas con un ademán-. ¿Están cubiertos de bubones? ¿Mostramos signos de lepra? Hemos cuidado a estos pacientes durante años. Dios, san Francisco y la Santa Madre nos protegen, y también os protegerán a vosotros si creéis.

– No quiero oír habladurías sobre las hermanas -reprendió el jefe a sus hombres, y ordenó que a nosotras y nuestros pacientes nos fuera permitido regresar a nuestros aposentos, y que se nos proporcionaran mantas, comida y vino. Pese al milagro, daba la impresión de que no se fiaban del todo, pues centinelas con antorchas ocupaban los pasillos. Uno se apostó delante de mi celda.

En cuanto me sacié de vino y comida y entré en calor, caí dormida al instante, porque los acontecimientos del día me habían agotado. Al cabo de un rato, no obstante, incluso a través del velo del sueño sentí movimientos a mi lado, un tenue crujido, una presencia. Abrí los ojos y vi siluetas oscuras a mi alrededor, rostros indistinguibles, formas iluminadas desde atrás por la lámpara del centinela.

Soldados ingleses. Detrás de los más cercanos había veinte, como mínimo. En cuanto abrí los ojos, se persignaron como si yo hubiera murmurado una oración.

Me incorporé. Tuve que acudir a todos mis años de adiestramiento en el control de la mente y las emociones para reprimir una sonrisa, y compuse una expresión huraña.

– Marchaos -dije-. La Santa Madre está durmiendo.

Los soldados no debían entender el francés, porque mi pequeña broma provocó que se miraran confusos.

– Marchaos -repetí, con el mismo ademán que habría utilizado para ahuyentar a una cabra-. Volved a Inglaterra. -Mientras mis perplejos devotos se levantaban y empezaban a salir, grité a sus espaldas-: ¡Y decid a vuestros amigos que habéis visto a la Santa Madre, y que es francesa!


Los ingleses nos trataron con gentileza cómplice al día siguiente. Nunca podrían contar lo sucedido, insistieron, de lo contrario serían asesinados por sus propios camaradas. Pero al día siguiente, aquel día terrible que había Visto en mi visión, nos metieron en carretas antes de que despuntara el alba y nos condujeron al bosque situado al oeste de la ciudad. Se dirigirían hacia el sur y el este, dijeron los normandos. Desde allí subimos a las colinas, dejando a los leprosos en el bosque, porque nadie les molestaría (antes bien, les evitarían).

Por fin, encontramos una caverna bien situada, desde la que contemplamos la destrucción.

Desde el milagro, nuestros carceleros habían sido corteses, incluso respetuosos, pero el jefe nos advirtió de que deberían hacer ciertas cosas desagradables para evitar ser ejecutados por traidores.

En las horas posteriores al ocaso contemplamos la ciudad, mientras el fuego la consumía lentamente. Desde lejos, daba la impresión de que una chispa destellaba allí, un cirio se encendía allá, una lámpara alumbraba más allá, hasta que toda la ciudad ya no pareció una colección de velas diferentes que ardían en el altar de la tierra sino una gran conflagración, de color naranja amarillento contra el cielo invadido de humo, de nubes plomizas contra la oscuridad de la noche. Las murallas de piedra interiores no ardieron, pero lo que quedaba de los baluartes exteriores de madera se convirtió en un círculo rubí que rodeaba la rutilante joya de Carcasona.

Y después los incendios estallaron en las afueras de la ciudad, devoraron campos, árboles, flores, animalillos… Contemplamos cómo las casas con techo de bálago de los aldeanos eran consumidas en un brillante estallido carmín. También vimos las llamas surgir por las ventanas de nuestro querido convento. El edificio era de piedra, de modo que sobreviviría lo bastante para ser reconstruido, pero todos los postigos, los paneles de madera, el altar y las sabanillas del altar, las estatuas de María, Jesús, san Francisco, las medicinas y vendas y jardines de plantas aromáticas tan amorosamente atendidos, todo eso quedaría destruido.

El viento del este empujó humo y cenizas hacia nosotras, irritó nuestros ojos y gargantas, logró que las lágrimas resbalaran por nuestras mejillas.

No lloré por la destrucción de cosas físicas, ni siquiera por la muerte de los inocentes, porque todas las cosas son transitorias, incluso la vida y el sufrimiento. Y todo lo que estaba siendo destruido se transformaría y resucitaría. Lloré porque, entre las llamas que envolvían Carcasona, vi a mi Amado. Al principio fue una sombra, pero luego le Vi con más claridad: un joven sincero y atormentado, como yo, por la distancia que nos separaba. Mis lágrimas eran de puro anhelo humano, y de decepción dirigida contra mí, porque aún no había dominado el miedo que nos separaba.

Vi todo esto en el fuego rabioso, hasta que sentí un Toque, suave y cariñoso, en mi brazo, un Toque cuyo objetivo era calmar mi corazón, apaciguar cualquier dolor. Me volví y vi a Geraldine. Su sonrisa era dulce, consoladora.

Pero no encontré fuerzas para devolvérsela. Pues aún no había llegado el momento. Nuestros corazones aún no estaban maduros, y solo nos quedaba esperar.


Los días posteriores a la partida de los ingleses hacia el sur fueron difíciles. Los supervivientes del asedio vagaban por las calles de la ciudad y los campos al otro lado de las murallas destruidas, pero la tierra se veía ennegrecida por doquier. Todo lo que quedaba de huertos y viñedos centenarios eran restos carbonizados. Hasta habían envenenado el agua: los ingleses habían arrojado los cadáveres de sus víctimas a los ríos, fuentes y pozos.

Sin embargo, el convento no había sido arrasado. Teníamos agua potable y cierta reserva de alimentos. Los normandos habían tenido el detalle de enterrar para nosotras una provisión de harina, frutas y verduras en un campo detrás del convento, para que no pereciéramos de hambre. Durante los días posteriores al incendio de la ciudad estuvimos solas, y pensamos que éramos las únicas supervivientes. Tan solo tierra agostada y escombros quedaban del pueblo donde habían vivido los campesinos que trabajaban nuestros campos y los pastores que vigilaban nuestro ganado.

Nuestra abadía estaba parcialmente en ruinas. Habían prendido fuego al dormitorio, pero aunque las habitaciones estaban llenas de escombros y cenizas, el edificio de piedra permanecía intacto. Durante aquellas horas de relativa paz, quitamos los escombros ennegrecidos de la gran cámara que utilizábamos como hospital, que era la estancia más respetada. Allí dormimos y vivimos monjas, leprosos y siervos por igual, así como los que podían trabajar en reparar nuestro hogar.

Pero los que habían conseguido huir de los ingleses regresaron a Carcasona y encontraron sus casas reducidas a cenizas. Los que se habían quedado y sobrevivido de milagro a los invasores y a los incendios vagaban por las afueras de la ciudad en busca de alimentos. Ninguno de ambos grupos tardó mucho en descubrirnos, así como la comida que nos había dejado el jefe normando. Al cabo de poco, el convento, que solo había estado ocupado en una tercera parte durante muchos años, se llenó hasta rebosar. Además de los hambrientos y los sedientos, había muchos heridos a causa del fuego y la espada, y muchos envenenados por las aguas. Teníamos más enfermos de los que podíamos cuidar, y no había suficiente comida para todos. Curé a muchos con el poder de la Diosa, y se marcharon. Las monjas cedíamos nuestras raciones, pero aun así no había suficiente. Suplicamos ayuda en nuestras oraciones.

Llegó en la forma del obispo. Apareció una fría mañana en un carro tirado por dos asnos, sin anunciarse y por sorpresa. Comprobamos regocijadas que el carro estaba lleno de alimentos procedentes de Tolosa: queso, vino, manzanas, unas cuantas gallinas y un gallo, con las patas atadas, harina y aceite de oliva, además de un carnero y dos ovejas sujetos a un lado del carro.

Todas nos regocijamos del regalo, y después el obispo se reunió con la madre Geraldine y conmigo privadamente en el despacho de Geraldine.

El obispo se quitó la capucha de su capa negra, y reveló un semblante tenso, sus ojos feroces y acerados como los de un halcón.

– Mi presencia no es oficial -empezó, y sus palabras se alzaron hacia lo alto como vapor en aire frío-. Debo deciros que la Iglesia se ha enterado del milagro de Jacques el leproso, y se produjo un empate en la votación sobre si el causante del sorprendente acontecimiento había sido Dios o el diablo. Mi voto rompió el empate. La postura oficial es que la curación fue un milagro de Dios y que no hay que conceder una consideración especial a la hermana Marie Françoise. Al ser una mujer, y de sangre vulgar, fue un mero vehículo de la gracia de Dios… Eso es lo que dice el arzobispo.

Geraldine y yo reflexionamos sobre sus palabras.

– Deberíais saber, su santidad -dijo la abadesa-, que soldados ingleses y normandos invadieron nuestro convento y que su jefe me hirió de muerte. La hermana Marie me curó delante de todos ellos, de modo que no me sorprende. La noticia no tardará en difundirse entre el vulgo. Así debía ser.

El obispo escuchó y asintió con respeto.

– Le he enseñado todo cuanto yo sabía, Bernard -añadió la abadesa-, y ha sacado provecho de las lecciones. Ya no necesita ninguna más. Con vuestra bendición, renunciaré a mi cargo de abadesa. La hermana Marie Françoise me sustituirá. Así ha de ser. Lo he Soñado.


Al cabo de una semana fui proclamada oficialmente abadesa, y nuestro pequeño rebaño fue conocido como Hermanas de San Francisco de la Reina del Cielo. Mientras la vida mejoraba poco a poco en Carcasona, nuestra abadía creció, así como mi reputación de obradora de milagros. Una procesión de enfermos y lisiados, ciegos y desfigurados acudieron para recibir mi Toque. Curé a algunos cuando la Diosa me lo permitió. Creyentes ricos nos abrumaron con regalos, en forma de oro, caballos, viñedos y propiedades (no sé cómo me las hubiera arreglado sin la ayuda de la hermana novicia Úrsula Marie, la hija de un mercader ducha en contar monedas y llevar cuentas). Tantos hermanos y hermanas legos se ofrecieron a ayudarnos a cuidar de los enfermos, las cosechas y los animales, que las monjas pudimos dedicar más tiempo al estudio y la oración.

En cuanto a mí, la impaciencia de mi corazón se imponía a la razón. Dediqué menos tiempo a meditar en la forma de dominar mi temor, y me concentré en pensar cuándo debía empezar a buscar a mi Amado. Al cabo de un año, consciente de que el tiempo se estaba acabando, utilicé la magia que Geraldine me había enseñado para Soñar con él.

Cuan hermoso era (de facciones clásicas y firmes, como esculpidas por un artista de la antigua Roma), cuan valiente y bueno. Cuando le veía, debía esforzarme por no llorar de alegría.

Plantaba cara en un cruce de caminos a dos hombres que yo había visto la noche de mi iniciación. Uno era el mago envuelto en sombras, con su enorme mano levantada para detener el golpe. El otro era un caballero, de tez y pelo como los de mi Amado. Su mano estaba extendida para ayudar, para guiar. Edouard, le llamé, pues sabía que servía a mi Amado como la madre Geraldine me había servido.

Ayudadle, mi señora, dijo Edouard, indicando a su pupilo con un ademán. Yo solo soy un maestro. Carezco de poder para ayudarle.

Me volví hacia el que yo amaba. Le llamé por su nombre y él se volvió hacia mí con una mirada de tal devoción, tal determinación, que apenas pude hablar. Por su bien, me armé de valor, encontré la voz y dije:

El destino es una telaraña. Al nacer, nos hallamos en su centro, ante cien senderos rutilantes. Nuestro verdadero destino aguarda al final de uno, y solo uno. Es posible que al principio no elijamos el sendero correcto, o que otros intervengan para distraernos, pero siempre es posible detenerse y seguir uno de los caminos transversales hasta el verdadero sendero. De hecho, es posible recorrer cien senderos ajenos, y después, al final de nuestra vida, saltar de hebra en hebra hasta llegar a nuestro mejor destino.

¿Me oyó? No lo sé. Recobré el conocimiento con una sensación agorera. Había algo extraño: el Enemigo había dedicado años a tender una trampa en la que mi Amado estaba a punto de caer.

Al punto dirigí mi Visión hacia el origen del peligro inminente.


El Enemigo en su gloriosa cámara, velada por el humo de incienso, bajo la mirada de los dioses. Sostiene en una mano una rata joven y sana, de pelaje nevado y una larga cola rosada. Inmóvil, respira profundamente, con languidez, con las pupilas negras de sus ojillos dilatadas sobre los delgados círculos de los iris rosáceos, como hipnotizada por una serpiente.

Y de hecho, con la velocidad de una víbora, Domenico golpea. Agarra la cola de la rata entre el índice y el pulgar, y la sostiene sobre el altar de ónice y el círculo de sal que aguarda.

La rata macho, despertada de su sopor, lucha con valentía, tuerce el cuerpo hacia arriba, intenta alcanzar la mano que la sujeta. Las patitas rosadas buscan con furia un punto de apoyo, las diminutas garras translúcidas arañan el aire.

El mago extrae una afilada navaja. En cuanto el animalillo se encoge y se echa hacia atrás, buscando escapar, secciona su pecho, y su labio se mueve apenas cuando encuentra la resistencia de los huesos.

La sangre cae dentro del círculo de sal. La rata sufre violentos espasmos y provoca que la herida se abra más. La herida es muy profunda y puedo ver su corazón, que todavía late.

Y mientras miro, el diminuto órgano rojo palpita cada vez más lento, hasta que se estremece por última vez y queda inmóvil…

Me siento, completamente despierta, y mi corazón

late con violencia, me llevo la mano al pecho y susurro:

– Luc…


Eran los días en que el Príncipe Negro enviaba a sus vándalos hacia el sur y el este (como había dicho el normando), hasta Narbona y el mar, y luego de vuelta a Burdeos, con todo el oro, joyas, tapices y otras riquezas robadas a los franceses acaudalados. Durante los meses siguientes hubo escaramuzas frecuentes, y el padre del Príncipe Negro, Eduardo III, desembarcó en Calais con una fuerza invasora, pero el leal ejército del buen rey Juan le obligó a volver a Inglaterra.

Eso fue antes de que Juan cometiera la imprudencia de encarcelar a Carlos de Navarra, un miembro de la nobleza normanda al que acusaba de conspirar con Eduardo, y apoderarse de sus tierras. Los indignados normandos buscaron de nuevo la ayuda del rey inglés. Por precipitada que hubiera sido la acción de Juan, era lo bastante astuto para anticipar sus consecuencias. En la primavera del año siguiente, 1356, emitió la arriéreban, la llamada a todos los franceses leales para que tomaran las armas.

La intuición del rey resultó cierta. Mediado el verano, un segundo ejército de ingleses, al mando del duque de Lancaster, desembarcó en Cherburgo y se dirigió a Bretaña, al mismo tiempo que el Príncipe Negro y ocho mil soldados abandonaban Burdeos en dirección al norte.

En el ínterin, el buen rey Juan había reunido un ejército que les doblaba en número. A finales de verano, acompañado por sus cuatro hijos, condujo a sus hombres en persecución de Eduardo.

Me enteré de estas noticias por diversos medios: viajeros, lugareños y la Visión.

Mientras me recuperaba de la terrible visión del mago, comprendí que la Diosa me había hablado con la mayor claridad: la guerra no solo amenazaba el destino de Francia, sino la mismísima continuación de la Raza. La vida de mi Amado, su futuro, estaba en peligro.

Geraldine dormía plácidamente a mi lado, sobre el suelo del hospital, con los labios entreabiertos, la cabeza apoyada en una piedra que hacía las veces de almohada. Faltaban varias horas para el amanecer pero brillaba la luna, y me levanté para acurrucarme al lado de la anterior abadesa.

Las demás hermanas estaban roncando.

Tendría que haber despertado a mi maestra. El peligro exacto que amenazaba a mi Amado no estaba claro, y mi Visión estaba desenfocada. Pero mi corazón tañía como las campanas de una catedral en la víspera de una guerra: la catástrofe se acerca, la condenación, la muerte de la Raza. No podía permitir que Luc se enfrentara a eso solo.

Sabía que no estaba preparada, pues aún no había plantado cara a mi mayor temor. Fui a la batalla como Aquiles.

Me alejé en silencio de las mujeres dormidas. Cogí una pequeña ración de comida y agua y una manta. Monté un caballo fuerte.

A los que carecían de Visión, de magia, debió de parecerles una locura. Yo era una mujer desarmada que se acercaba a dos ejércitos en plena oscuridad, la víspera de una guerra. ¿Cómo impediría que me confundieran con un enemigo, o con una espía? ¿Cómo evitaría que me mataran? Como mínimo, ¿cómo evitaría que el caballo tropezase en la oscuridad y quedara cojo?

Pero no había tiempo para preocupaciones tan triviales.

Llegaba tarde.

Tal vez demasiado tarde. Y mi magia aún no estaba madura…

16

Durante dos días cabalgué a lomos de mi valiente e incansable corcel. Con el fin de esquivar a los soldados ingleses, evité Aquitania y el río Garona, y seguí hacia el este paralela a las montañas. Desde allí me encaminé hacia el norte, pasada la ciudad de Limoges, y al tercer día llegué a Poitiers una hora antes del amanecer.

Desde las puertas de la ciudad cabalgué hacia el prado y el ejército. La distancia no era muy grande, pero se me antojó que, a cada paso que daba mi montura, la negrura de la noche viraba más y más al gris. Al mismo tiempo, empezó a formarse una espesa niebla que envolvió el paisaje y se condensó en finas gotas que cubrieron mi hábito y mi cara. Los momentos que preceden al alba siempre me habían parecido los más tranquilos, cuando toda la naturaleza está inmóvil, pero mientras me alejaba de la ciudad amurallada de Poitiers, hasta el aire pareció temblar. Los dos ejércitos no habían ocultado su existencia. Aunque la niebla ahogaba gran parte del ruido, podía oír a ambos lados los relinchos de los caballos, que pateaban el suelo con inocente impaciencia, las voces de los hombres ansiosos de gloria y demasiado arrogantes para creer que afrontaban su propia muerte, el fragor metálico de las armaduras y las armas que se estaban preparando.

También se olía a hombres, porque llevaban acampados tres días, mientras los enviados papales negociaban en vano una tregua. El hedor se intensificó cuando me acerqué a las letrinas, y también percibí el olor potente, aunque menos ofensivo, del estiércol.

Veinticinco mil hombres se habían agrupado con el propósito de matarse mutuamente en un campo más pequeño que aquel en que mi padre cultivaba trigo. Pero aquel día, la guerra era entre el mago y yo, y solo uno de nosotros se alzaría con la victoria.

No estaba sola. Me observaba. Yo sabía que me observaba.

Y él sabía, al igual que yo, que mi protección era incompleta. El temor por mi Amado me había distraído. No pensaba en mí, sino en él.

Seguí el ruido y los olores, y avancé a través de un manzanar. En la espesa niebla, los árboles eran guirnaldas deformes, y las ramas negras intentaban atraparme mientras pasaba.

Al otro lado de los árboles se abría un prado, y más allá, ocultas entre las nubes que descendían hasta la tierra, se veían siluetas fantasmales: los perfiles de hombres a caballo. Una docena de hombres en fila, pensé al principio, hasta que me acerqué lo bastante para comprobar que era un engaño causado por la niebla: la hilera de hombres se extendía a mi derecha e izquierda hasta perderse de vista, y detrás de cada jinete había una fila de sus camaradas que se perdía en el infinito.

Estaban encarados hacia mi izquierda, donde el enemigo aguardaba.

Mantuve en mi mente el rostro de mi Amado, mientras respiraba hondo y me adentraba más en el prado, hacia los soldados. Sabía lo que debía intentar hacer aquel día, pero el Enemigo estaba cerca, muy cerca. Mi Visión era borrosa, esporádica. Solo mi corazón era firme.

El primer rayo de sol atravesó la niebla y pintó en la cortina gris pequeños y fugaces arcoiris. Cuando me acerqué a los soldados montados, los colores empezaron a cobrar vida. El negro se convirtió en escarlata, el gris en azul, el blanco en amarillo pálido. Eran los colores de los estandartes que ondeaban. Había nobles sentados con espléndidas armaduras, los yelmos provistos de plumas magníficas, los sobrevestes y pendones adornados con el emblema de la familia. Había leones dorados y halcones broncíneos, lirios blancos sobre fondos de dragones azules, rojos y verdes, castillos amarillos, cruces doradas, ciervos y osos pardos. Los nobles montaban los mejores caballos que había visto en mi vida, también provistos de armaduras para la cabeza y pecho, y ataviados con sobrevestes iguales a las de sus jinetes. No había visto tanta elegancia reunida desde mi infancia en Tolosa, cuando asistía a los torneos. De hecho, nunca había visto tanta elegancia.

El más cercano a mí, en una posición adelantada, me vio de reojo y volvió la cabeza en mi dirección, mientras su mano enguantada retenía a su nervioso caballo. Era viejo. Su yelmo sin visera dejaba ver sus pobladas cejas blancas.

– ¡Eh! ¡Mujer! ¿Qué estáis haciendo aquí, hermana? ¿Acaso no sabéis que la batalla está a punto de empezar? ¡Id a refugiaros en la ciudad!

Era francés hasta el último detalle de su vestimenta y armadura, así como los demás que repararon en mí y me miraron con ceño. Los caballos rascaron el suelo, impacientes.

– ¿Una monja? ¿Está loca? ¡Decidle que se vaya!

– Pronto será demasiado tarde -insistió el viejo guerrero-. ¿Me habéis oído? Nuestra vanguardia está atacando.

Mientras hablaba sonaron trompetas. El alba había despuntado por fin, con el estruendo de cascos de caballos y los gritos de guerra de los hombres. Las monturas gimotearon en señal de protesta.

– Que Dios les acompañe -rezó el viejo caballero, al tiempo que cerraba los ojos un instante. Después, cuando el ejército empezó a moverse lentamente, me miró de nuevo-. ¡Marchaos!

Obedecí. No en la dirección que él deseaba, hacia la ciudad, sino hacia el centro del ejército, abriéndome paso entre los caballos y enfureciendo a los jinetes, algunos de los cuales me rozaron con sus lanzas.

– Una mujer -los oí susurrar con asombro e irritación mientras pasaba. Buscaba un estandarte con tres rosas y un halcón. Buscaba a un tío, un padre y un hijo.

Sabía que cabalgaban más adelante, y espoleé a mi caballo, en vano, pues como los caballeros avanzaban con lentitud y miles de hombres nos precedían, darse prisa era imposible. Me abrí paso hacia el corazón del ejército con creciente dificultad, y al llegar vi una escena peculiar: veinte hombres vestidos exactamente igual, con armadura negra bajo una sobreveste blanca bordada con fleurs-de-lis negras, y en medio de ellos, un hombre que portaba la oriflama escarlata, la bandera bífida de los reyes de Francia, del rey Juan, que iba vestido como los demás para confundir al enemigo en caso de que intentaran capturarle o asesinarle.

Espoleé el caballo una vez más. Intenté escuchar, pero no oí nada. Miré hacia lo lejos. El batallón que me precedía iba a pie, aunque también llevaban armaduras de caballero, pero no pude ver a los que se encontraban en el campo de batalla. Aun así, mi vista se fijó en algo, una enorme bandada de aves oscuras, tan grande que ocultaba el cielo. Describieron un arco hacia arriba y de repente descendieron. Eran flechas, lanzadas con tal fuerza por los largos arcos ingleses que eran capaces de atravesar una armadura francesa.

Al punto oí cascos de caballos, espadas y hachas que entrechocaban, gritos de guerra y, sumados a la cacofonía, chillidos de agonía de hombres y caballos.

Desmonté y dejé libre a mi caballo, que trotó hacia un prado lejano. En cuanto a mí, corrí hacia el siguiente batallón de soldados. Los hombres de infantería también eran nobles, todos provistos de armadura y sobreveste, con banderas y criados. No les hice caso, aunque cuando me vieron pasar gritaron indignados: «¡Puta estúpida! ¡Vuelve esta noche, cuando la batalla haya terminado!». Corrí hasta que no pude seguir adelante, no por la fatiga o la mengua de valor, sino porque la oleada de soldados con que iba se topó con una corriente de hombres surgidos de la niebla en dirección a ellos.

El campo de batalla, pensé al principio. Son los ingleses.

Pero no: eran los franceses, doscientos o trescientos. Corrían hacia nosotros, algunos sangrando, otros con flechas clavadas en su armadura.

– ¡Retroceded! -gritaron con los visores alzados, cada rostro una mueca de horror-. ¡Nos están matando a todos! ¡Solo quedamos nosotros!

El grito se repitió ante nosotros, y también por detrás, al principio débilmente y después con más urgencia: «¡Retroceded! ¡Retroceded!». Los soldados que se hallaban cerca de mí se detuvieron y vieron a sus camaradas del primer batallón pasar de largo. Por un momento vacilaron confusos, pues iban espoleados por la impaciencia de luchar, pero el miedo que se translucía en las caras de sus camaradas era perentorio. Momentos antes de que se diera la orden oficial, giraron en redondo y huyeron hacia la ciudad amurallada, repitiendo el grito.

Pero yo no podía retroceder. Mi batalla aún no había empezado.

Me resultó casi imposible mantener el equilibrio entre la miríada de soldados que huían, pero había un soldado delante de mí, con la cara vuelta todavía, como la mía, hacia la batalla. Era grande y fuerte, con piernas como troncos de árboles y los brazos poderosas ramas. Me acurruqué detrás de él y dejé que me protegiera. Cuando miró para ver quién se había escondido detrás de él, sonrió y dijo:

– Vaya, vaya, una mujer es más valiente que todos ellos. Rogad por mí cuando haya muerto, hermana.

Esperamos a que los fugitivos acabaran de pasar y después avanzamos poco a poco, mi protector estorbado por su pesada armadura y el hacha de batalla, pero con el escudo alzado. Tres flechas se clavaron en él. En cada ocasión, el ruido de la flecha al golpear el escudo y la consiguiente reverberación de madera y metal provocaron que pegara un brinco, aunque no sentía un miedo consciente.

El sol había empezado a despejar la niebla. Vi lo que quedaba de nuestros soldados: unos cuantos grupos de franceses, todos nobles, y algunos mercenarios alemanes que seguían en pie, pero el primer batallón había dicho la verdad. Por todas partes, ingleses cubiertos de tierra arrancaban sus espadas de cadáveres franceses. Mi caballero también lo vio, alzó su hacha de combate y se dispuso a cargar…

Pero antes de que pudiera hacerlo, tropezó con un obstáculo y cayó al suelo. Un apuesto y joven noble yacía de espaldas con la armadura puesta, los ojos desorbitados y la boca entreabierta de sorpresa.

Cerca, el caballo del noble intentaba en vano ponerse en pie con las patas delanteras. Tenía una flecha clavada en sus cuartos traseros desprotegidos, paralizando sus patas traseras. Su excelente sobreveste, bordada con hilo dorado y azul, estaba empapada de sangre. Desesperado, el noble alzaba la cara con ojos desquiciados hacia el cielo.

– Tranquilo, tranquilo -dijo nuestro caballero en voz baja al jinete caído. Consiguió mantener el equilibrio antes de caer por completo, y apoyando una mano contra el caballo y la otra contra mí, logró levantarse, con gruñidos y crujidos de armadura.

– Vamos a poneros en pie, seigneur -dijo al noble, y empezó a levantarlo con asombrosa fuerza.

Pero la expresión del joven no cambió. Tenía los ojos clavados en la lejanía, y su cuerpo siguió fláccido cuando el caballero se esforzó por alzarlo. De hecho, su cabeza se bamboleó hacia atrás, y fue entonces cuando reparamos en que se inclinaba en un ángulo extraño.

– Maldición -dijo el caballero, mientras depositaba al joven en el suelo-. Maldición. Su cuello.

A continuación, con un veloz movimiento, asestó un hachazo en la garganta del caballo lisiado. Surgió sangre como si fuera una fuente, y el pobre animal se desplomó de inmediato, una vez llegado al final de sus sufrimientos.

Fue entonces cuando vi con más claridad todo cuanto nos rodeaba y se extendía ante nosotros: un campo de cuerpos caídos. Caballos muertos y agonizantes, algunos vagando sin sus jinetes; caballeros caídos, algunos aplastados bajo sus monturas, otros derribados por la espada y el hacha. Y por todas partes, sobresaliendo de cadáveres animales y humanos por igual, protegidos con armadura o no, el astil de flechas inglesas, tan largas que, si una se hubiera clavado en mi cabeza hasta el extremo emplumado, la punta me llegaría más abajo de las rodillas.

De pronto, el sol se me antojó demasiado brillante, mi visión humana demasiado clara. El camino que se extendía ante nosotros estaba tan cubierto de sangre y cadáveres que, de repente, apenas podíamos avanzar.

Una flecha silbó entre nosotros, tan cerca y vibrante que mi oreja ensordeció. El caballero alzó el escudo entre nosotros.

Al instante, desde detrás de un caballo muerto, una oscura figura saltó sobre nosotros. Me encogí, al tiempo que lanzaba una exclamación ahogada, y vi que el enemigo atacaba a mi protector. Se trataba de un plebeyo inglés con una especie de yelmo deslustrado en la cabeza y un peto mellado. Hacía girar sobre una cabeza un hacha que asía con ambas manos, con los músculos tensos como cables.

Armas inferiores y, en cierta forma, un hombre inferior. Pero sus ojos eran salvajes cuando rugió, y mi francés estaba perdido.

El escudo recibió lo peor del primer golpe, y mi caballero intentó responder con su hacha, pero la fuerza del impacto le obligó a doblar una rodilla. Trató de devolver el golpe, pero no tenía suficiente espacio, y el siguiente hachazo de su contrincante le envió al suelo. La armadura era demasiado pesada para que pudiera levantarse sin ayuda.

Había un tiempo y un lugar para los milagros, y no era yo quien los controlaba. Pese a que deseaba intervenir, había llegado la hora del francés.

Cuando el golpe mortífero fue descargado, me arrodillé a su lado, cerré los ojos y empecé a rezar en voz alta para que me oyera mientras exhalaba su último suspiro.

Sangre caliente salpicó mi cara, tan fina como la niebla de la mañana. Cuando abrí los ojos, miré al soldado inglés, que alzó su arma para golpearme.

Seguí con las manos apretadas, con expresión serena. Vi la fuerza dentro, detrás y más allá del ignorante soldado.

– Adelante, si ese es tu deseo -le dije con calma-. Adelante. No tengo miedo. Pero antes has de saber que la Santa Madre te ama.

Una expresión de perplejidad cruzó la sucia cara del inglés. Poco a poco, bajó el hacha, y luego, como si le hubieran propinado un latigazo, echó a correr.

Me levanté, con las rodillas de mi hábito invernal manchadas de tierra mojada y sangre, y me abrí paso entre los cadáveres, miles y miles de muertos que se extendían hasta el horizonte, demasiada muerte para que un solo corazón la abarcara. No pude hacer otra cosa que endurecer el mío, pues a mi derecha, un hombre chillaba con el brazo cercenado, y tuve que apoyarme en él para no resbalar con las húmedas entrañas de otro que gemía en el suelo. Y esos dos no eran más que un grano de arena en un océano de sufrimientos atroces. Se me ocurrió que solo quienes no la han probado han pronunciado la palabra «gloria» en relación a la guerra.

En derredor, los arqueros habían salido de sus escondites tras los setos y se ocupaban de desclavar flechas de los muertos. Se subían a los cadáveres y con los pies ejercían presión. Los soldados de infantería ingleses, los mismos plebeyos que habían entrado en Carcasona y reducido a cenizas casi toda la ciudad, perseguían a los que habían retrocedido, o luchaban contra los escasos franceses que quedaban vivos. No me prestaban atención, como si fuera un perro inofensivo que se hubiera extraviado por accidente en mitad de la batalla.

Detrás de mí sonaron de nuevo trompetas. Los soldados avanzaban a pie. Les oí caminar. A lo lejos, cerca de la ciudad, cientos de caballos pastaban en las pendientes cubiertas de hierba.

Al oír el ruido, los arqueros alzaron la vista, luego corrieron a sus empalizadas en busca de refugio. La infantería inglesa lanzó un grito de guerra y se precipitó hacia los franceses que se acercaban.

Era el último batallón, al mando del rey Juan, y tuve un presentimiento. No había visto a ningún campesino, a ningún miembro de la bourgeosie. Todos nuestros muertos eran nobles, lo mejor de Francia, más caballeros de los que yo creía que existían en el reino. El rey, demasiado valiente para unirse a los que huían, había comprendido la locura de montar caballos con los cuartos traseros desprotegidos y había ordenado a sus hombres que acortaran sus lanzas y cortaran los extremos largos y puntiagudos de sus poulaines, que no estaban hechas para caminar, sino para mantener el equilibrio en el estribo. Sus corceles pastaban ahora a lo lejos, indiferentes al destino de sus jinetes.

De nuevo me vi rodeada por el caos, por corrientes humanas que se movían en direcciones opuestas, produciendo ruidos metálicos. Avancé tambaleándome entre la multitud, impelida por una sensación apremiante: tenía que encontrarle, y pronto.

Solo pude avanzar lentamente. A veces tenía que agacharme para esquivar lanzas y flechas, o bien arrastrarme a cuatro patas por el suelo ensangrentado. Yo misma estaba cubierta de sangre, mi hábito, mi toca en otro tiempo blanca, mi velo, incluso mi cara. Dejé de humedecerme los labios porque sabían a hierro. Repté sobre piedras y armas caídas, sobre espuelas de oro, hasta que mi propia sangre se mezcló con la de otros para fertilizar la tierra. Tenía heridas las manos y las rodillas.

De pronto, oí cascos de caballos muy cerca y pensé que tal vez era el último ataque de Eduardo contra nuestro rey. Pero no, solo había un caballo, y cuando me di cuenta, también reparé en que el sonido había cesado, y que los cascos que había oído estaban justo delante de mí.

Mi señora.

Lo oí primero en mi cabeza, y alcé la vista. El caballo llevaba un penacho escarlata y una sobreveste blanca encima de la armadura a juego con su jinete: armadura negra, como la del rey, y la sobreveste bordada con un halcón peregrino posado sobre un triángulo descendente de tres rosas púrpura.

El caballero abrió su visor.

– Mi señora.

Me levanté y observé su cara. La conocía muy bien. La había visto por primera vez la noche de mi iniciación. Los rasgos eran finos y bien proporcionados, la nariz aguileña e inconfundiblemente noble. Bajo el borde del casco, los ojos eran del color de un mar claro, y su barba rojodorada. También estaba cubierto de sangre y maltrecho, y había roto el astil de la única flecha que había atravesado el hombro de su armadura, pero sin herirle.

– Mi señora -repitió.

Extendí la mano y él la besó. En mitad de aquel infierno estábamos solos e incólumes.

– Edouard -dije-. Gracias a Dios. Debéis llevarme ante Luc cuanto antes.


Al punto me izó al caballo. Nos agachamos detrás de su escudo y nos alejamos del frente, junto con los que estaban retrocediendo.

– ¡Esperad! -grité-. Esperad… Siento su presencia. Está detrás de nosotros. Hemos de dar media vuelta ahora mismo.

– ¡Habéis cometido una locura al venir, señora! -vociferó por encima del hombro-. Es una trampa. ¿No lo entendéis? El Enemigo también atrajo a Luc. Mi Visión me lo reveló. Ahora ha desaparecido en la batalla y no sé qué ha sido de él. ¡No oséis perderos vos también!

– ¡No! -grité de pura furia-. ¡Sois vos quien no comprende! ¡No cabe duda de que es una trampa, pero él morirá, Edouard! ¡Morirá a menos que yo le encuentre! Hay que caer en la trampa, pero encontraremos una forma de escapar.

Pero la montura de Edouard no aminoró el paso, ni su jinete dio media vuelta. Desesperada, me deslicé por la sobreveste empapada de sudor y sangre del caballo, me arrojé y aterricé a cuatro patas en el suelo.

Me incorporé y corrí. Corrí y no vi el caos que me rodeaba. Corrí y no pensé en el peligro, en la guerra o en el Enemigo. Solo pensé en mi Amado, y mi Visión (velada por la emoción, insegura) fue no obstante lo bastante potente para guiarme hacia él.

Al cabo de un rato (una eternidad, un latido de corazón), llegué al terreno donde había comenzado la batalla, donde la flor de la nobleza francesa, los granas seigneurs, los chevaliers de noble cuna, habían sido rechazados por primera vez. El campo terminaba a escasa distancia y daba paso a un suelo pantanoso, después a un viñedo maduro, después a setos y pendientes perfectos para ocultar arqueros. La infantería británica todavía avanzaba hacia nosotros a través del pantano, hundida hasta los tobillos. No era de extrañar que estuvieran tan sucios.

A mi lado, un caballero estaba tendido de perfil, con la armadura cosida para siempre a su cuerpo con más de una docena de flechas que atravesaban su peto, sus brazos desprotegidos, sus piernas, incluso el visor que protegía su rostro. Aún aferraba las riendas de su caballo. El pobre animal también estaba muerto, con el flanco y los cuartos traseros convertidos en un acerico.

Desgarrada por el hecho de que no podía ayudar a todos los que veía, pasé ante aquel macabro espectáculo y después emití un ronco sollozo. Las sobrevestes no eran escarlatas, sino que estaban manchadas de sangre, y las manchas púrpura habían borrado casi por completo las rosas bajo el halcón oscuro. La escena era aterradora. Una muerte que yo no podía evitar, un hombre al que no podía ayudar.

Era el grand seigneur de Tolosa, Paul de la Rose.

El metal hendió el aire, a un palmo de distancia de mi oreja derecha, con tal violencia que chillé, me llevé la mano a la cabeza y caí sobre un cadáver inglés. Me recuperé y me volví.

El hacha de guerra inglesa era oscura, sangre coagulada sobre hierro negro, y el soldado que la empuñaba con la intención de partirme el cráneo era rubio e impávido, un mercenario, protegido por un yelmo abollado y un escudo de cuero.

Caí de rodillas.

El chirrido de metal contra metal. Una espada chocó con el hacha, y de la colisión se elevó una constelación de chispas doradoazuladas que brillaron cegadoramente al sol, esplendor eterno, brillo al rojo vivo.

El muchacho que empuñaba la espada me daba la espalda. Un caballero francés, cuya sobreveste manchada ostentaba la imagen del halcón sobre el trío de rosas.

Edouard, pensé. Pero sus piernas eran más largas, y sus hombros más anchos.

En cuanto el nombre acudió a mi mente, supe que estaba equivocada. Y supe a quién estaba mirando. Al verle en carne y hueso, emití un leve chillido.

Con una breve vacilación, adelantó la espada para detener el hacha, y las dos armas chocaron con tal fuerza que nuevas chispas saltaron al aire. Movió la cabeza para mirarme un momento y ver si otro inglés me amenazaba…

… pero el mismo acto restó velocidad a su mano, y permitió a su atacante asestar un golpe definitivo. El soldado inglés echó hacia atrás su pesada hacha sobre el hombro derecho, y después, con toda la fuerza de su cuerpo, empezó a enderezar los brazos.

Al mismo tiempo, Edouard apareció detrás de él a caballo y lanzó su lanza, cuya punta salió por el estómago del inglés, el hierro oscurecido por la sangre.

El hombre cayó hacia delante, pero su peso se sumó al impulso del hacha cuando abatió implacable sobre mi joven paladín. No vi lo que ocurrió, pero oí el chirrido de la hoja al atravesar el metal, y el golpe sordo al destrozar carne y hueso.

Mi Amado dejó caer la espada y retrocedió, moviendo los brazos para no perder el equilibrio, pero al fin se derrumbó de espaldas con gran estrépito. Sobre su pecho yacía el inglés.

Edouard saltó del caballo y apartó el cadáver.

El hacha estaba hundida en el pecho de mi Amado.

Edouard, de rodillas, tiró del mango de madera. La hoja se liberó, con ruido de succión y un torrente de sangre. Sin dejar de llorar, aflojó y soltó el peto partido, y después se apartó y observó.

No era momento de vacilaciones. Era el momento para el que yo había venido. Refrené mi dolor y quité el pesado yelmo para revelar el rostro de mi Amado. Tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en el cielo. Interpuse mi cara entre ellos y el firmamento. Por un instante no me percibieron. El velo de la muerte se estaba corriendo sobre ellos. Pero, con el último aliento, se enfocaron y me miraron.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, no de dolor, sino por el exquisito tributo de amor y reconocimiento que vi en aquel rostro humano.

Me había visto, y me había reconocido.

Eso bastaba para aplacar todos mis temores y dudas. Aún de rodillas, apreté mis manos contra su herida. Con demasiada fuerza, porque la hendidura era profunda y ancha. Se abrió, y por un instante mis manos se deslizaron dentro de su pecho, entre el esternón y las costillas destrozadas.

Estaba tocando su corazón.

Su corazón, que aún latía.

La imagen del mago y la rata acudió a mi mente. Mientras sostenía el corazón de mi Amado en las manos, sufrió un espasmo, dos, tres… y se quedó inerte.

Estaba muerto, mi Amado. Luc de la Rose estaba muerto.


Por un instante, la gracia de la Diosa permaneció conmigo, y después el Enemigo, fortalecido, atacó. Un torrente de jinetes ingleses, la última carga, se abalanzó sobre nosotros. Fui derribada, grité cuando mis piernas fueron aplastadas bajo una docena de cascos, pero el grito no fue de dolor. Me habían separado de mi Amado, de su cuerpo. Alcé mis manos manchadas de sangre hacia el cielo, pero no Vi qué había sido de él.

Chillé, y fui pateada de nuevo. Después, frías manos metálicas me alzaron y depositaron sobre un caballo que me alejó de allí.

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