– Si vuestro relato es cierto, entonces yo soy el futuro Enemigo -dijo Michel en voz baja, apenado-. Y soy el culpable del sufrimiento y la muerte de Luc.
Porque había estado aquel día en la plataforma de los inquisidores de Aviñón, sentado entre el cardenal Chrétien y el padre Charles. Había sido lo que Sybille llamaba «el cuervo más joven», el futuro Enemigo. Fue él quien increpó encolerizado al guardia para que castigara la declaración herética del prisionero, para luego horrorizarse de los resultados de su acto. Fue su primera quema, la que le había obligado a salir de su celda para vomitar. Y Chrétien había sostenido su cabeza para consolarle.
Había visto a Sybille, es decir, a la madre Marie Françoise, sin saber quién era. Al igual que la muchedumbre, se había quedado atónito al verla aparecer de repente junto al prisionero, y aún más estupefacto cuando devolvió a su sitio el ojo arrancado del hombre.
Al punto, supo en su corazón que había presenciado un verdadero milagro de Dios. Supo al punto que era una santa, porque se había sentido invadido por lo que ella llamaba «la Presencia», la dulce, libre e innegable presencia de lo Divino. Cuando averiguó que era la abadesa de Carcasona, famosa por curar a los leprosos, se convenció por partida doble de que había evocado en él una verdadera experiencia mística, y que el cardenal Chrétien y el padre Charles se equivocaban al calificar el acto de brujería.
Por eso se sintió muy inquieto cuando Chrétien la había detenido y encarcelado.
Y presenciar, preocupado por lo que había sido de ella, la muerte del hombre al que acababa de curar se le antojó monstruoso a Michel. Dios había hablado. Dios había querido salvar la vida de aquel hombre, pero los dos hombres a los que Michel más amaba se ocuparon de que la curación fuera en vano, de que el hombre muriera en una espantosa agonía.
Comprender ahora que el prisionero había sido Luc…
Bajó la cara, se masajeó la frente y la sien con los dedos y sollozó.
– Sois el futuro Enemigo -confirmó en voz baja Sybille, incluso con ternura-, pero vos no matasteis a Luc de la Rose.
El monje alzó la vista, irritado consigo mismo y con su debilidad moral.
– Tal vez no de una forma directa. El honor recae sobre Chrétien y Charles. Pero yo fui su cómplice, obligado a levantar la voz contra cualquier error, y no hice nada por detenerles…
– El padre Charles no es más que un inocente mal aconsejado, pero aún no habéis comprendido -le interrumpió Sybille. Sus labios se entreabrieron y su mirada reflejó pena, compasión, amor-. Luc de la Rose no ha muerto.
– ¿Que no ha muerto? -Michel se incorporó en la silla, como alcanzado por un rayo-. Pero yo le vi morir. Avivaron las llamas, para que la ejecución se llevara a cabo con presteza, antes de que la tormenta…
– El prisionero al que curé no era Luc de la Rose.
– Sybille hizo una pausa y le miró-. Luc de la Rose está vivo. Y ahora está sentado delante de mí.
Durante un larguísimo momento Michel no comprendió nada.
– Por eso me rendí al Enemigo -añadió ella al cabo-. Porque Vi que su arrogancia le impulsaría a enviaros como escriba, y ese sería mi mayor tormento. Pero también me ha brindado la oportunidad de contaros vuestra historia e intentar liberaros. Porque si vos, el Señor de la Raza, os convertís en Enemigo de vuestro pueblo, estamos perdidos.
Por un instante, Michel vio en su mente la imagen de Sybille en la berma de ejecución, gritando «¡Luc de la Rose! ¡Juro que encontraré una forma de liberaros!». Se había dicho que estaba hablando al prisionero, pero ¿acaso no había visto que se volvía hacia la plataforma, tal vez hacia Michel?
Y en aquel momento (¿por qué no lo había recordado antes?) su corazón respondió con un reconocimiento y un amor tan intensos que no pudo negarlo. Se derramaron sobre él, sin trabas, y creyó.
Los sueños de Luc se le habían antojado tan reales porque eran sus propios recuerdos, que Sybille le había devuelto. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Ella se había dejado capturar, había padecido toda clase de torturas y ahora afrontaba la muerte, para salvarle.
Al punto, una angustia mental se apoderó de él con un dolor casi físico, la sensación de que unas garras de halcón se clavaban en su cráneo, e inclinó la cabeza.
– Imposible -susurró-. Imposible. Chrétien y Charles me rescataron de un hospicio. Viví una vida muy diferente a la de Luc…
– Recuerdos falsos, inculcados por arte de magia una vez Chrétien tomó el control de vuestra mente.
– Sybille, conmovida por sus sufrimientos, se inclinó con cierta dificultad y apoyó una mano hinchada en la suya como para aplacar su dolor-. Conserváis el recuerdo del cardenal sosteniendo con afecto vuestra cabeza, cuando os sentisteis indispuesto después de la ejecución, ¿verdad?
Michel asintió, demasiado trastornado para hablar.
– Dime, amor mío, ¿cómo es posible? Durante ese rato Chrétien dirigió un registro del palacio papal en mi busca. A continuación salió en mi persecución a caballo. ¿Cuándo se mostró tan cariñoso Chrétien? ¿Antes del registro del palacio? ¿O antes aun, cuando me condujo ante el Papa? ¿Antes de que montara a caballo para seguirme hasta Carcasona?
Al instante, Michel recordó que el padre Charles había intentado prohibirle llevar a cabo el interrogatorio: Ella te ha hechizado. La voz de Sybille, cuando le había replicado: Estáis hechizado, hermano, pero no por mí.
Michel gimió en voz baja y dejó que ella alejara sus manos de su cerebro turbado. Carecía de respuestas para su lógica. De hecho, no deseaba otra cosa que ponerse en pie y sacarla de la celda, derribar al centinela, en caso necesario, para ayudarla a escapar…
Pero existía una barrera en su mente (tal vez religiosa, pensó, nacida de la educación de un monje) que le mantenía clavado en su asiento, incapaz de obedecer las órdenes de sus sentimientos.
– Se ha apoderado de tus recuerdos… y de tu poder -continuó Sybille mientras palmeaba con ternura sus manos. Al sentir su contacto, experimentó de nuevo aquella descarga de energía-. Tu madre no te mató, aunque el Enemigo asesinó tu mente. Aun así, me reconociste cuando me viste en Aviñón, y supiste que la curación era un acto de santidad. Por eso no gritas de indignación cuando acuso a tu «padre» de ser el Enemigo.
»La verdad es que no es tu padre. La verdad es que has estado bajo su dominio en Aviñón desde hace más de un año. Si te hubieras criado en el palacio del Papa desde niño, hijo del poderoso Chrétien, a estas alturas ya serías obispo. Pero eres un escriba, y esta es solo tu segunda inquisición. ¿Cómo es posible?
– No lo sé -susurró Michel, y se estremeció debido al esfuerzo de pronunciar esas palabras-. Pero si me habéis dicho la verdad, ¿por qué no he recobrado la memoria?
– Chrétien aún la retiene. -Sybille hizo una pausa, y su expresión, serena hasta el momento, se tiñó de dolor, con la pasión y el anhelo de una mujer terrenal-. Amado Luc -dijo por fin, con voz temblorosa de emoción-. He esperado tanto tiempo encontrarte para decirte… Si pudieras confiar en mí por un momento…
Hizo ademán de abrazarle, aunque el dolor que le causaban sus movimientos era evidente. Michel anheló devolverle el abrazo, pero una vez más una barrera invisible le contuvo, y le obligó a retroceder.
Ella te ha embrujado, hijo mío. Todo es mentira, una seducción diabólica.
Combatió la voz silenciosa de Chrétien con un pensamiento desesperado: «Deja que me entregué a ella. La he esperado, la he conocido, durante toda mi vida. Durante cien vidas…». Pero no pudo levantarse y extender los brazos hacia ella.
Sybille dejó caer las manos y bajó la cabeza para que él no la viera llorar.
– Haría cualquier cosa por salvaros de la pira -dijo Michel, conmovido.
La mujer negó con la cabeza, con el rostro todavía oculto.
– Lo harías -dijo luego-. Pero no puedes, porque aún estás bajo el control de Chrétien. Si quieres ayudarme, antes has de recuperar tus poderes y recuerdos.
– ¿Cómo?
Sybille levantó la vista, con las mejillas y los ojos brillantes de lágrimas.
– Tienes un Sello de Salomón idéntico al mío. Chrétien lo cogió cuando te capturó, pero aún no puedo Ver dónde lo ha escondido. Si lo encontraras y me lo trajeras, podríamos devolverte tus poderes. Pero es una tarea muy peligrosa.
– No puedo hacer algo semejante -graznó Michel sin saber si lo hacía porque consideraba a su padre adoptivo incapaz de algo semejante (en caso de que dicho talismán existiera), o porque, como Sybille insistía, Chrétien le impedía acceder.
Ella asintió, comprendiendo que se refería a lo último.
– Será muy difícil pero puedes conseguirlo si te abandonas a la Diosa y no te rindes al miedo. El Enemigo se alimenta del terror. Aumenta su poder y nos hace vulnerables. Por eso tuve que hacer frente a mi miedo de plantar cara a mi Amado convertido en el Enemigo -acarició su mejilla para consolarle-, antes de venir a Aviñón para encontrarme contigo. Así te capturó Chrétien, pues tu peor temor es que algún día me empujes a la locura, como creíste erróneamente que habías hecho con tu madre. -Hizo una pausa y se reclinó contra la pared de piedra-. Ve. Haz lo que te he dicho y medita en tu Sello de Salomón extraviado. Deja que la Diosa te guíe hasta él.
Michel se fue, a sabiendas de que quedaban escasas horas para tomar la decisión de dejarla escapar, ir con ella… o entregar su confesión al cardenal. Tanto su cuerpo como su mente estaban doloridos, y sus pensamientos se sucedían en rapidísima sucesión, como presa de un delirio febril.
La amo… Pase lo que pase, he de ayudarla a escapar. No puedo permitir que muera. Es una verdadera santa.
Es una bruja, y deberían condenarla. Eres un peón del diablo, Michel, si te dejas manipular así por una mujer. ¿Por qué crees que ardes en deseo ante su presencia? Es un hechizo, un simple hechizo, y tú eres un completo imbécil…
Que Dios me ayude. Que Dios me ayude. Me han hechizado, y no sé quién ha sido.
Mientras regresaba a toda prisa al monasterio, todavía de noche, vio el palacio del obispo al final de la calle, y mientras miraba las puertas se abrieron de par en par para dejar paso al gran chariot dorado que ostentaba el emblema del cardenal Chrétien.
Caminó sin rumbo. Pero al final llegó junto al lecho de su mentor.
Apenas vivo, el padre Charles yacía inmóvil en la cama, y tenía el aspecto de ir a morir de un momento a otro. El único sonido que se oía en la habitación, aparte del crepitar del fuego, era su respiración entrecortada. En la silla cercana, el hermano André dormía profundamente.
Michel, sin decir palabra, sacudió el hombro del anciano monje. André se despertó sin hacer ruido. Michel le indicó con un gesto que se retirara, cosa que él hizo con el mayor sigilo, como si existiera la remota posibilidad de molestar al paciente. Sin embargo, cuando el monje llegó al umbral de la puerta, dio media vuelta y comentó en voz baja:
– He curado a muchos afectados por la peste. Nunca he visto a uno combatir a la muerte durante tanto tiempo, amigo mío. Guardaos vuestras oraciones para él. No me cabe duda de que Dios las escuchará.
Cuando André hubo salido, Michel se acercó a su amado mentor, apoyó una mano sobre su pecho y el lino recalentado por la fiebre que lo cubría. Los pulmones de Charles estaban inundados de líquido, sus labios agrietados y entreabiertos revelaban unos dientes amarillentos. Tenía las mejillas hundidas y cenicientas, y los párpados del tono púrpura del ocaso.
El joven monje se sintió abrumado de pena y dolor. Se arrodilló junto a la cama, y apoyó la otra mano en el pecho de Charles. Y lloró.
Al instante, una imagen se formó en su mente: la del niño Luc, que se deslizaba por el castillo en penumbra hasta la habitación de su padre enfermo.
El muslo hinchado de su padre, hasta alcanzar el doble del tamaño normal, bajo una cataplasma de mostaza. El hedor a carne podrida. La tristeza sustituida de repente por una sensación de bienestar, de calor, de hormigueo bajo la piel de Luc, dentro de sus órganos vitales, de una felicidad jamás conocida…
Y una sensación de cumplir un propósito. De sus pequeñas manos sobre la pierna de su padre, y el calor hormigueante, el amor que transmitía a su padre, que se renovaba sin cesar, de forma que Luc nunca se vaciaba…
– Diosa -susurró Michel con el rostro húmedo de lágrimas apretado contra las sábanas de Charles-. Diana, Artemisa, Hécate, comoquiera que os llaméis, escuchadme: yo también me rindo a vos. Me rindo. Me rindo, y devolvedme los poderes que me corresponden por derecho de nacimiento. Fluid a través de mí, como hicisteis cuando curé a mi padre hace tanto tiempo, y curad a este pobre hombre, el padre Charles. Es cristiano, pero un buen hombre, y aunque ha matado a muchos de la Raza, cuando comprenda su error se arrepentirá. ¡Ayudadme, Diosa…!
Rezó así hasta que su corazón se sosegó. Y entonces se puso en pie, con las manos todavía apoyadas en el esternón de Charles.
Una sensación de calor vibrante, de dicha, empezó a descender sobre él. Por un instante Michel sonrió, cuando imaginó al sacerdote, con sus ojos oscuros abiertos de sorpresa y alegría, diciendo: «Michel, Michel, querido sobrino, me has salvado…».
Mientras el joven monje le observaba, los ojos de Charles se abrieron poco a poco, así como sus labios. Un leve toque de color apareció en sus mejillas.
– ¿Padre? -preguntó Michel, transido de emoción.
– Michel -siseó el sacerdote, con los ojos mirando algo que había más allá. Tan débil era la voz de Charles, que el joven monje bajó la cara hasta que casi tocó los labios del anciano-. ¿Ella te ha ganado para su causa?
– Sí, padre, pero ahora estáis curado, por Dios, gracias a ella. Vais a poneros bien. ¿Lo comprendéis?
Sí. Los labios del sacerdote formaron la palabra sin emitir sonido alguno. Después, con repentina energía, como si una fuerza externa hubiera pronunciado las palabras por él, añadió:
– Me adentro ahora en las fauces del infierno.
Exhaló un largo suspiro.
El rostro de Charles se desencajó y sus ojos se desenfocaron, inexpresivos. Un repentino chorro de bilis negra rezumó por su boca y cayó sobre la sábana.
– ¿Padre? -preguntó de nuevo Michel, esta vez con una nota de pánico en su voz.
Sybille le había advertido que no debía rendirse al miedo, pero no había dicho nada acerca del dolor. Retiró las manos, ahora temblorosas, del pecho del sacerdote y aplicó el oído sobre su corazón. Permaneció así durante un largo momento, pero el tórax del padre Charles no volvió a levantarse, ni su corazón a latir.
Michel, atormentado por el dolor más horrible, elevó la cara hacia el techo y aulló.
– Yo le he matado -gimió Michel, arrodillado a los pies de Chrétien y aferrando las faldas del cardenal, como un niño inconsolable tira de las faldas de su madre.
Había huido del monasterio al palacio de Rigaud y gritado ante la puerta hasta que por fin le dejaron entrar. En la antesala de uno de los aposentos de invitados, Michel se arrojó a los pies del sobresaltado cardenal.
– ¡Querido padre, debéis ayudarme! He pecado. He dejado que su magia me tentara y sedujera…
Chrétien, descalzo y con la cabeza descubierta, vestido con un camisón ribeteado de encaje, cubierto en parte por una capa de seda roja, extendió la mano y levantó al agitado monje.
– Michel, hijo mío, sea cual sea el problema, lo solucionaremos. Ven, siéntate y cálmate.
Condujo al monje al interior de su cámara, capaz de acomodar con holgura a treinta monjes y provista de todos los lujos imaginables: cirios de cera de abeja colocados en palmatorias de oro sobre una mesilla de noche (en apariencia, para invitar al impensable lujo de leer en la cama), un orinal con la tapa pintada, una jofaina de porcelana y un jarro de agua, suaves pieles que protegían los pies descalzos del frío mármol, una pesada cortina de brocado alrededor de la cama, a prueba de ojos curiosos y que impedía la entrada de la luz de la luna. En el techo había un fresco de una Eva de espesas pestañas, con el pubis rubio oculto casi por completo tras las plumas desplegadas de un pavo real, aunque su cabello dorado no conseguía ocultar por completo sus pechos, mientras ofrecía con aire seductor una manzana roja a un vacilante Adán.
Chrétien condujo a Michel hasta un par de sillas acolchadas y le obligó a sentarse, mientras iba a buscar un vaso de vino.
– Bebe -ordenó Chrétien, al tiempo que le tendía el vaso y se sentaba ante Michel-. Después habla.
Michel obedeció. Habló nada más tragar el líquido y recuperar el aliento.
– Vuestra eminencia, os suplico perdón. Me he dejado influir por la hechicera Marie Françoise. Casi me convenció de que siempre había sido su consorte y de que vos me habíais embrujado para persuadirme de que era Michel, vuestro hijo. Me había convencido de ayudarla a escapar, y también me persuadió de que yo poseía poderes mágicos. -No pudo reprimir un sollozo ronco-. Que Dios me asista. Intenté utilizarlos para curar al padre Charles, pero en lugar de eso provoqué su muerte.
– Pobre Charles -dijo Chrétien. No parecía sorprendido ni conmovido-. Deberíamos alegrarnos por él, hijo mío, en lugar de entristecernos. Ahora está con Dios. Y dedicó su vida a una gran causa.
– Pero es culpa mía -dijo Michel, y se cubrió los ojos con la mano para ocultar su vergüenza y las lágrimas-. Tenéis que escuchar mi confesión, eminencia, ahora mismo. -Se inclinó y dejó el vaso sobre la mesa. Luego, se arrodilló y persignó-. Perdonadme, padre, porque he pecado. Me enamoré de la abadesa y me dejé seducir hasta tal punto por su historia mágica y el culto a una diosa, que llegué a creérmelo, y perdí mi fe. Peor aún, esta misma noche he sido el transmisor de su magia. Impuse las manos al padre Charles porque me creía capaz de curarle. En cambio, ella me utilizó para matarle.
Chrétien había juntado las manos, apretando los dedos índice contra sus labios y creando una profunda arruga entre sus finas cejas grises, mientras escuchaba con toda atención, como siempre hacía cuando atendía asuntos de importancia. Una vez Michel hubo terminado de hablar e inclinado la cabeza, el cardenal dijo:
– Tú no mataste al padre Charles.
Michel levantó la cabeza para decir «Sé que ella estaba detrás de esa muerte, pero fui yo quien le impuso las manos, el que posibilitó su muerte». Pero antes de que pudiera verbalizar sus pensamientos, el cardenal Chrétien dijo, con el mismo tono normal y decidido:
– Fui yo.
Michel tragó saliva. Las palabras del cardenal eran una broma, por supuesto, aunque cruel, considerando que el pobre Charles acababa de morir.
Pero, a medida que pasaban los segundos, la expresión seria de Chrétien no se alteró, antes bien, su ceño se frunció más, y Michel se dijo: No, lo que quiere decir es que se siente responsable de la muerte del padre Charles porque no pudo impedirla. Tal vez cree que habríamos debido llegar a Carcasona al principio, para supervisar el procedimiento.
Pero el joven monje recordó de repente la imagen del enfermo y delirante padre Charles:
Es mi arrogancia… Te he llevado por todas partes como un caballo bien entrenado, te he exhibido como diciendo es mío, todo mío…
Chrétien querría verte muerto ya.
– Todo lo que la criminal Sybille te ha dicho es verdad -dijo el cardenal con calma-. Tu verdadero nombre es Luc de la Rose. Naciste en Tolosa, no en Aviñón. Y no has estado conmigo desde que naciste, sino desde hace un año.
– Pero es una pagana, una hereje, y su historia lo demuestra. Su magia no proviene de Dios sino del diablo, al igual que su Raza. No obstante, se considera santa, la representante de la Diosa.
Michel se sentía como un demente que se aferrara en vano a la locura. Todo cuanto había considerado los detalles fundamentales de su vida (sus años en el monasterio, su relación con el padre Charles y con el hombre que se hallaba ante él, cuyo vello grisáceo sobresalía por debajo del cuello de su camisón) eran simples sueños. Y lo que había considerado meros sueños eran la realidad de su vida.
Y la mayor verdad era su amor por Sybille, y el de ella por él, pero la había rechazado y negado.
Michel miró con repulsión al hombre que había querido como padre, y comprendió que Chrétien les consideraba a él y al padre Charles simples peones de un juego de poder. Miró a los ojos del cardenal y no vio afecto ni pena, solo astucia y fariseísmo. Toda confusión, toda duda, abandonaron a Michel y supo que todas las palabras de Sybille eran ciertas.
Pero aunque sus pensamientos erraban en libertad, sintió la presa inflexible de Chrétien sobre su voluntad, tan tangible como si el cardenal, semejante a un oso, le hubiera agarrado por el cuello con una gigantesca zarpa.
Aun así, replicó con odio apenas contenido:
– Entonces vos sois el diablo, cardenal. Y yo también, porque ella dijo que ambos somos de la Raza.
Un sentimiento entre la ira y la premura se apoderó de Chrétien. Estuvo a punto de levantarse de la silla.
– ¡Idiota! ¿No comprendes lo que somos? Somos una raza de monstruos impíos, la semilla de Lilith, la que no obedeció ni a Dios ni a Adán. Nuestros poderes sobrenaturales provienen de un demonio hembra. Pregúntate esto: ¿cómo podría una mujer ser tan santa como nuestro Señor? Dios prohibió que adoptáramos una magia tan vil, salvo para utilizarla en favor de su causa, para destruir monstruos como nosotros.
»¿Evoco demonios? ¿Hago magia? Sí. En nombre del Señor. Ni las llamas ni el infierno posterior son castigo suficiente para la maldad de los crímenes de los herejes.
– ¿Qué crímenes? -le interrumpió Michel-. ¿Ver el futuro? ¿Curar a los enfermos? ¿Resucitar a los muertos?
– Si se realizan sin la bendición de Dios, son crímenes. -El cardenal reflexionó-. Rehusarse a obedecer normas. Rebelarse contra el orden. Este es el pecado original. Solo nos redimimos al aferramos a las leyes, a las reglas de la Iglesia. He leído todas tus tablillas de cera, Michel. He Oído casi todas tus conversaciones con ella. ¡Escucha la experiencia que describe de la Diosa! Placeres desenfrenados y prohibidos. Éxtasis sin normas, sin límites. Los hombres somos seres pusilánimes. Y los de la Raza, peor. Hemos de aferramos a la Madre Iglesia, seguir sus preceptos, cantar su liturgia, confesar nuestros pecados, recibir la absolución… Toda esa cháchara de libre albedrío es un disparate. Los hombres no pueden confiar en la guía de sus corazones. Hay que controlar este albedrío, amoldarlo al de Dios… mediante la fuerza, si es necesario.
– No justifiquéis vuestros crímenes diciendo que serán útiles a la Iglesia -le interrumpió Michel, asqueado-. Sybille dice que devoráis las almas de los prisioneros ejecutados para así almacenar más poder mágico.
– ¿Y por qué no, si sirve a Dios? -tronó Chrétien-. En mis oraciones pido que sea un purgatorio para ellas, y así conseguir lentamente su redención.
Michel cerró los ojos, horrorizado por todos los que habían muerto a manos del cardenal, incluido el pobre Charles.
– Supongo que ahora me mataréis.
La vehemencia del cardenal se calmó. Una leve sonrisa irónica se insinuó en sus labios.
– En absoluto, Michel. Te ayudaré a cumplir tu sagrada misión de convertirte en mi sucesor, de ser el más poderoso inquisidor jamás conocido. En ti recae el honor de descubrir y destruir a la Raza, pues tus poderes mágicos son mucho mayores que los míos.
– Me llamo Luc -replicó con apasionamiento el joven-, y no responderé a otro nombre ni a otro destino. Solo deseo estar con Sybille y descubrir mi verdadero Camino. Ya no creo que lo Divino pueda encontrarse en plegarias sin sentido o en rituales prescritos.
– Ah. -Chrétien se reclinó en su silla, divertido-. Así que por fin has recobrado el sentido, ¿verdad, mi Luc de la Rose? Supongo que tu Sybille y tú nos abandonaréis ahora. En ese caso, querrás llevarte algo antes de partir.
Rebuscó debajo del camisón, se quitó un pequeño medallón de oro que colgaba de una fina cadena y lo dejó sobre la mesa, al lado de Luc. Aunque Luc no recordaba haberlo visto antes, sabía que estaba contemplando el Sello de Salomón que Jacob le había dado mucho tiempo atrás.
Extendió la mano pero se detuvo a un dedo de distancia del objeto, incapaz de avanzar más, como si los dedos hubieran tropezado con una piedra invisible. Lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas, hasta que los músculos del antebrazo se crisparon espasmódicamente, y empezó a sudar, pero no se acercó ni un milímetro más.
– Adelante -dijo Chrétien con el júbilo de un niño-. Cógelo, Michel. Contiene tu destino.
Rió mientras Luc se esforzaba por tocar el Sello, hasta que su diversión se desvaneció.
– Ahora estás enfurecido y te sientes solidario con Sybille -dijo Chrétien al frustrado monje-, pero mañana todo cambiará. Porque arderá al amanecer. Y cuando muera, yo reclamaré sus poderes.
»En ese momento tu corazón y tu mente serán míos por completo, como en el caso de tu madre. Me ocuparé de que no sientas nada por ti, ni por la bruja Sybille. Te henchiré de un fanatismo que te conducirá a los confines de la tierra en busca de la Raza.
– Jamás lo permitiré -dijo Luc, y trató de levantarse.
Una vez más, el cardenal rió alegremente.
El muslo de Luc se esforzó por levantar la rodilla y la pantorrilla, pero era como si estuviera enterrado en piedra. Luchó hasta el límite de sus fuerzas, pero al final se rindió, agotado.
– Siéntate -dijo Chrétien.
Aplastado por una gigantesca mano invisible, Luc se dejó caer en el asiento, tembloroso de cansancio y rabia.
– De momento te quedarás aquí -dijo el cardenal-, y cuando procedamos a ejecutar a la abadesa, dentro de unas horas, tú me acompañarás en calidad de testigo.
Chrétien apagó la lámpara de un soplido y se dirigió hacia la cama cubierta de cortinas.
– ¿Por qué? -preguntó Luc.
Chrétien se acostó y empezó a correr la cortina.
– ¿Por qué te dejé interrogar a Sybille? Porque merecía verte en mi poder. Porque era preciso que se supiera derrotada antes de morir. Nunca hay castigo suficiente para los culpables, Michel. Nunca. Dios fue justo cuando creó un infierno eterno.
El cardenal corrió del todo la cortina.
Luc siguió sentado, iluminado por un pálido rayo de luz de luna, incapaz de tocar el Sello de Salomón, incapaz de ocultar la cara entre las manos y llorar, incapaz de hacer otra cosa que pensar en el sacerdote muerto, Charles, y en la mujer condenada, su Amada, Sybille.