Y Michel vio que Sybille, con sus ojos y pensamientos concentrados en un lugar diferente, en una época diferente, emergía poco a poco de aquel doloroso momento del pasado. Su mirada iba hacia un punto situado más allá de él, pero ahora retrocedió hasta que le abarcó a él y su entorno. Después de mirarle durante un angustiado momento, la mujer apoyó la cara en las manos y sollozó de amargura.
Michel, desazonado, se inclinó.
– Callad, madre -susurró-, no lloréis. No lloréis…
Pero su desesperación era profunda. Sin pensarlo, Michel apoyó la mano en su brazo para consolarla, pero la retiró al punto, sobresaltado por la energía de su contacto.
Ella levantó la vista, con los ojos brillantes de lágrimas, pero cargados de la misma energía que el monje había sentido.
Si al menos fuera cristiana, pensó, sería la persona más santa que había conocido en su vida, y la más adorable. Qué bondadosa había sido con los leprosos, cuánto había querido a su abuela y a la abadesa. En sus creencias, por desgracia heréticas, era devota, y compasiva y valiente en sus actos. Adentrarse en el corazón de una batalla sola y desarmada…
Una mujer asombrosa, pensó Michel, y luego se encogió al darse cuenta de lo que albergaba su corazón. No era una prisionera a la que podía entregar simplemente con tristeza a las autoridades civiles para que la ejecutaran, una prisionera cuya horrible muerte en la pira contemplaría con dolor y piedad, cuya condenación lamentaría. Sus palabras, su energía, su sola presencia le habían convencido.
En aquel momento supo que había perdido su corazón por completo. Y no era solo la desesperada soledad o lujuria de un monje cuyo trabajo le facilitaba la proximidad con mujeres, pues lo había visto a menudo e incluso experimentado en una ocasión, cuando era joven e imprudente. Esta sensación, este amor, eran mucho más profundos. Por más que viviera, dividiría su existencia mortal entre antes y después de conocer a esta mujer.
– Luc murió, ¿verdad? ¿Vuestros esfuerzos fueron en vano? -preguntó Michel con delicadeza-. ¿Por eso lloráis, madre?
Ella negó con la cabeza, y con esfuerzo recuperó la compostura.
– No puedo hablar de eso ahora. Estoy cansada. He de descansar.
Se reclinó sobre la tabla de madera.
– Madre -dijo Michel-, debéis encontrar fuerzas para continuar. El cardenal Chrétien llegará mañana por la mañana y exigirá algo muy diferente de este testimonio, si ha de declararos inocente. Entregad vuestro corazón a Cristo. Confesad vuestro delito, y tal vez podrá liberaros de esta cárcel.
– Chrétien quiere mi sangre -dijo la mujer, con voz hueca debido al agotamiento, despojada de toda emoción, ni arrepentida ni temerosa-. Y la tendrá, diga lo que diga yo.
Michel emitió un leve suspiro de indignación.
– ¿Cómo podéis decir eso, madre? Ni siquiera conocéis a ese hombre…
– Sí que le conozco, pobre hermano. -Le miró con infinita piedad-. Pero existe un motivo para que seáis tan sensible a los sueños de Luc. Los sueños son vividos, ¿verdad?
Aquella pregunta le distrajo, pese a su indignación. Creía en su historia de todo corazón, y que los sueños eran los recuerdos del fallecido Luc. Con su mente racional, creía en Cristo y la Iglesia, y sabía que lo que ella decía era la más vil herejía, y que estaba a punto de perder su alma inmortal.
Bajó la cara y meneó la cabeza, perplejo.
– Yo… Los sueños de Luc me turban. Invaden mis pensamientos a todas horas -dijo por fin, y se arrepintió al instante. No había tenido la intención de admitirlo.
– Sabéis por qué sois sensibles a ellos, hermano. Era una afirmación, pero él la miró de reojo. -Sois uno de los nuestros -continuó ella-. Uno de la Raza.
Michel se quedó boquiabierto.
– ¿Qué?
Había oído sus palabras, pero sus oídos, su mente, no asimilaban aquella afirmación asombrosa.
– Por eso los sueños os invaden con tanta facilidad. Por eso os sentís atraído hacia mí, por eso una parte de vos cree mi historia. Estas cosas han sucedido no debido a un encantamiento o una casualidad, sino por lo que sois. Estáis hechizado, hermano, pero no por mí. La lucha no es por mi alma… sino por la vuestra.
Michel guardó con movimientos rígidos la pluma, la tinta y el pergamino en su bolsa.
– Si… si no vais a proseguir vuestra declaración, debo ir a rezar. El padre Charles y el cardenal Chrétien estaban en lo cierto. Sois una mujer muy peligrosa.
Cuando se volvió para llamar al carcelero, la miró una fracción de segundo. En los ojos oscuros y en los labios hinchados vio una mezcla pura de amor y pena que sobrecogió su corazón, pero se contuvo y salió.
El padre Charles no había mejorado. Estaba claro que el hermano André no tenía nada nuevo que informar, pues se limitó a levantarse, saludar a Michel con la cabeza y correr hacia el refectorio.
Sin embargo, Michel no tenía apetito, ni para comer ni para rezar. Se sentó en la silla que había dejado libre André y estudió el rostro de su mentor. La palidez del padre Charles había adquirido un tinte amarillento, y sus mejillas y ojos cerrados parecían más hundidos que nunca. Tenía los labios cortados hasta el punto de sangrar, pese al paño humedecido que el hermano André había dejado para mojarlos. Charles parecía a punto de expirar.
A la luz vacilante del fuego, Michel se reclinó en su silla. Con la cabeza apoyada contra la pared, contempló las sombras que cruzaban el techo.
Eran meros fantasmas, nada más. Falsedades negras proyectadas desde una sencilla y concreta realidad. ¿Era solo eso la historia de la abadesa, o había dicho la verdad? ¿Lo que sentía por ella era el resultado de un terrible hechizo?
Cerró los ojos y se tapó las orejas con las manos, con una fuerza que intentaba cerrar el paso a todo pensamiento, todo recuerdo, toda clase de visiones y voces internas. Apretó cada vez con más fuerza, con dedos temblorosos, hasta sujetarse la parte posterior del cráneo. Pero las visiones eran demasiado claras y vividas, los sonidos demasiado altos y diáfanos. Al final, se estremeció y emitió un gemido, en voz muy baja, para que los demás no pudieran oírle.
Una oleada de imágenes de la vida de otro hombre descendió sobre él:
Papá, curado, y negándose a renunciar a su único hijo, se retractaba de su promesa de entrenar a su hijo en el uso de sus poderes.
Luc, a los seis años, que todavía vivía en casa de sus padres, corriendo contra un fondo de madejas y tapices de brillantes colores, pisando las hierbas y flores esparcidas sobre el suelo de la cámara de su madre: poleo, menta, romero, lavanda y rosa, que al mezclarse creaban una intensa fragancia.
Se liberaba de la presa de su padre, esquivaba al guardia, se precipitaba en los brazos de su madre y luego lanzaba una exclamación ahogada cuando ella, con un solo movimiento, le cogía por el cuello e intentaba retorcérselo. Tan suaves sus manos, tan frías, tan sorprendentemente fuertes.
Había intentado chillar, pero la sorpresa le paralizó. Había mirado la cara de su madre (de belleza caduca, facciones demudadas, horripilantes como las de una gárgola), pero Luc había visto más allá de la locura que afloraba en sus ojos, el amor y la angustiada disculpa que florecían en ellos.
En ese momento, papá ya había saltado sobre ella, delicado y veloz, pero la fuerza de su madre era sobrenatural, y papá y el guardia se vieron obligados a inmovilizarla en el suelo mientras aullaba y agitaba los brazos, en un inútil esfuerzo por coger a su hijo.
Al cabo de dos días, las cosas de Luc estaban embaladas y le enviaron a las tierras del tío Edouard.
Eran extensas, pero no tanto como las de papá. Sin embargo, la atmósfera era más feliz, más segura. Luc se sintió libre para florecer. Fue la época más feliz de su vida, porque el buen humor de Edouard nunca flaqueaba, y los caballeros de su pequeña mesnie se comportaban de idéntica manera.
Le prepararon para ser escudero. Destacaba en todo: baile, que se vio forzado a practicar con los hijos de los caballeros (que, por lo general, les dejaban entre risitas acerca de quién adoptaría el papel de dama, y con cuánto afecto); cetrería, que le emocionaba cada vez que el hermoso halcón se posaba sobre su guantelete con las gruesas y fuertes garras, agitaba sus grandes alas y ladeaba la cabeza para mirarle con un ojo singular y penetrante; esgrima, para la que estaba muy dotado; y equitación.
Aprendió con facilidad las artes de la caballería y la guerra, aunque no con tanta facilidad como dominaba su otro aprendizaje, el aprendizaje secreto que había jurado por su vida no revelar jamás.
Empezó el día de su decimotercer cumpleaños, bastante después del ocaso, cuando la noche había teñido el mundo de un único color. Edouard había ido a la habitación de Luc y susurrado al niño, despierto en la negrura:
– Ven. Ha llegado el momento.
El niño se había levantado sin decir palabra. Edouard le había dado ropas de plebeyo y una capa oscura, y luego le había guiado por un angosto pasadizo secreto que llevaba de la cámara de su tío a los establos.
Allí habían montado para cabalgar media hora por los prados hasta el pueblo más cercano.
Edouard no condujo a su sobrino a un edificio digno de dos caballeros de noble cuna, sino hasta una hilera de casas pequeñas y estrechas, cabañas, construidas de madera y bálago en lugar de piedra, todas amontonadas en una callejuela y todas a oscuras, pues ya era muy tarde.
Plebeyos, comprendió Luc, y pobres. No obstante, aquel lugar carecía de la desesperación y suciedad de otros guetos que había visto. Los edificios estaban limpios y bien conservados, y el barrio se veía libre del hedor que impregnaba otras calles de la ciudad.
Las casas parecían idénticas, pero Edouard se adentró con seguridad en el centro del gueto. Desmontó ante un edificio y llamó a la puerta con los nudillos.
Como no se veía ninguna luz por las ventanas, Luc supuso que todos los moradores estaban dormidos, pero la puerta se abrió casi al instante. El interior estaba oscuro, y la única iluminación de su anfitrión era la llama agonizante de una consumida vela. En la penumbra, semejaba una sombra gigantesca, una enorme bestia que empequeñecía a Edouard. Indicó con gesto perentorio que entraran.
Edouard hizo una señal a Luc, que desmontó intrigado y amedrentado al mismo tiempo. Su anfitrión les guió a través de una habitación exterior, donde persistía un leve aroma de la cena, un estofado preparado con especias desconocidas pero agradables, y cerveza de levadura antes que hipocrás. A este olor se imponían emanaciones de una fragancia que Luc nunca había percibido fuera de la gran catedral: incienso.
Oyó la respiración de niños dormidos, vislumbró la mirada suspicaz de una mujer a la débil luz de la vela. Cuando entraron en un cuarto, el anfitrión cerró la puerta a su espalda.
Esta habitación estaba tan oscura como la primera, sin luz, con los postigos cerrados, pero en cuanto la puerta se cerró Edouard rebuscó en los pliegues de su capa y extrajo un regalo: varios cirios largos y un frasco de aceite.
– Gracias, Edouard -dijo con voz melodiosa y profunda su guía-. Esto facilitará nuestra tarea.
Dejó los cirios a un lado, salvo uno, que acercó a la llama agonizante que sostenía en la mano. Las sombras que ocultaban su rostro empezaron a disolverse, y cuando usó el frasco para llenar una lámpara grande de aceite y luego encenderla, Luc le vio por fin como era, un hombre corpulento como un oso, con un cabello peculiar que resbalaba sobre su espalda en mechones blancos, grises y negros, tan espeso y rizado como el pelaje invernal de una oveja. De su cara caía una barba tan larga que llevaba atada alrededor de su cinto para no tropezar con ella, en rizos apretados y regulares, como cuelgan las trenzas de una doncella recién deshechas. El cabello, que invadía su frente, casi ocultaba sus ojos, entre los cuales emergía una nariz prominente.
Cuando Luc reparó en la pequeña gorra que cubría la coronilla del desconocido, y vio cosido en su camisa oscura el círculo de fieltro amarillo que le identificaba como judío, se quedó perplejo. Según la Iglesia (institución a lo que no concedía excesivo crédito), los judíos eran los peores herejes, y el hecho de ser sorprendido confraternizando con ellos era suficiente para despertar la curiosidad de los inquisidores. ¿Por qué su tío le había llevado a un lugar tan peligroso?
No obstante, Edouard tomó la mano del viejo judío, se la llevó a los labios y la besó con reverencia.
– Rebbe, Rebbe, os traigo a mi sobrino Luc.
El anciano desechó con un ademán el gesto de pleitesía, como si careciera de importancia, y se agachó para inspeccionar a Luc.
– Por fin. Hola, Luc. Soy Jacob.
A lo largo de un año estudió bajo la dirección de Jacob. Durante ese tiempo Edouard prohibió todo contacto con sus padres, incluso en Pascua.
– No puedes verles -le dijo Edouard-. Sobre todo a tu madre.
– ¿Por qué? -preguntó Luc, una y otra vez, pero la respuesta, insatisfactoria, siempre era la misma:
– Porque tu madre está vinculada al Mal que te amenaza a ti, a tu Amada y a la Raza. Estar con ella, exponerte a su contacto, significa exponerte al Enemigo.
– Pero Jacob puede protegerme -protestaba Luc-. Tú y Jacob, y no me pasará nada…
Edouard suspiró.
– Luc, has de comprender que tu Enemigo es muy poderoso, y Jacob y yo tememos demasiado por tu bien para dejarte proteger solo por tus capacidades inferiores. Piensa en tu pobre madre, en lo poco que puedes hacer por ella.
Bajó la cabeza avergonzado, tan contrito y apenado que Luc apoyó una mano en su hombro para consolarle. Por fin, Edouard recobró la serenidad.
– Con el tiempo, Luc, después de que hayas recibido tu iniciación, serás un poderoso mago. Más poderoso que todos tus enemigos. Entonces, quizá, llegará el momento en que nuestra Béatrice, tu madre, nos sea devuelta. Pero hasta entonces… ten cuidado, porque tu Enemigo no desea otra cosa que alejarte de ese momento.
Luc no repuso nada, para no disgustar a su tío, pero se juró que, en cuanto su magia fuera lo bastante poderosa, arrancaría a su madre de las garras del Enemigo y la recuperaría.
– ¿Cuándo seré iniciado? -preguntó a Jacob, seis meses después de pasar a su tutela.
El rabino, con la mitad de la cara en sombras y la otra mitad iluminada por una vela, le miró con semblante apacible.
– Cuando las circunstancias sean favorables, hijo mío.
– ¿Y cuándo será eso? ¿Por qué no podéis iniciarme ahora?
Jacob lanzó una risita, y la frustración provocó que las mejillas de Luc se tiñeran de rubor. Soy capaz de trazar un círculo protector y mágico. Sé las esferas cabalísticas y el alfabeto hebreo, y hacer talismanes y signos cabalísticos, pensó el muchacho. ¿Por qué no me consideran apto?
El anciano observó su aflicción, y dijo, en un tono que transmitía humor y una sincera disculpa al mismo tiempo:
– Lamento decepcionaros, Luc, pero yo no tendré el honor.
– ¿Por qué no, rebbe Jacob?
El humor del anciano se desvaneció.
– Aún no estáis preparado, Luc.
– ¿Por qué?
– La verdadera unión no se puede dar en presencia del miedo. -Hizo una pausa al ver el ceño de Luc-. Yo no puedo por una razón muy práctica: vos buscáis a una mujer.
Al oír la revelación, Luc respiró hondo. Era verdad. Lo sabía sin el menor asomo de duda, y siempre lo había sabido. La había visto aquel terrible día de las ejecuciones públicas en la pira, cuando había caído por el borde de la carreta.
– La niña -susurró para sí-, la de la trenza oscura y los ojos oscuros…
Intentó imaginar cómo sería ahora, transcurridos esos años, pero no pudo. Aun así, comprendió sin sorpresa que la amaba, que siempre la había amado.
– Sí -murmuró Jacob a su lado-. La niña. Sois un mago diestro, ciertamente, y habéis demostrado el talento de la curación, el Toque… Pero carecéis de otros dones, en particular el de la Visión, que necesitaréis para luchar contra vuestros enemigos. Y solo ella puede dároslos. De toda la Raza, solo vosotros dos tendréis tantos dones, y seréis los más poderosos.
Cuando pensó en verla de nuevo, le asaltó tal emoción que apenas pudo hablar.
– Rebbe… ¿cuándo podré…? ¿Cuándo nos encontraremos… los dos?
Jacob meneó la cabeza con añoranza.
– No puedo decirlo. Pero os diré esto… -Se volvió para señalar el tosco cuadro de coloridas esferas, que colgaba sobre ellos en fila-. Aquí, en lo alto, está Kether, la luz blanca, la Divina brillante. Y aquí… -bajó el dedo en zigzag, de esfera en esfera-, en el fondo, está Malkuth, la Reina que gobierna la Tierra. ¿La veis? Este es el sendero que el novio ha de seguir para encontrarse con la novia. Ha de superar muchos obstáculos antes de alcanzar la gloria, el poder de la Divina Unión…
De súbito, Luc sintió una punzada en su corazón. Por primera vez comprendió la inquietud que le había impulsado, la sensación de vacío que experimentaba incluso en compañía de sus seres queridos.
– ¿Cómo puedo esperar? -susurró al borde de las lágrimas-. ¿Cuánto tiempo he de estar separado de ella?
– Solo puedo ayudar en lo que me está permitido -dijo Jacob, con una tierna mirada de compasión en su rostro surcado de arrugas-. No puedo acercarla más a vos, pero os daré a saborear algo de lo Divino. Que el conocimiento de lo que os espera sirva de bálsamo para vuestra alma.
Se levantó y se colocó detrás de Luc, que estaba sentado en un precario taburete. Con sus grandes manos apoyadas sobre los hombros del muchacho, empezó a cantar con una voz tan potente y sonora que el aire de la habitación pareció vibrar:
Atoh… (Soy)
Malkuth… (el Reino)
VeGeburah… (el Poder)
VeGedulah… (y la Gloria)
LeOlahm… (eternos)
Amen…
Luc cerró los ojos y cantó con el rabino, porque había hecho el ejercicio durante meses y se creía muy ducho en él, en visualizar la luz que atravesaba su cuerpo y su ser y penetraba en las esferas del Árbol de la Vida, la sentía florecer en su corazón, anclar firmemente sus pies en la tierra, rodearle con su resplandor. Conocía bien la sensación que seguiría, de profunda paz y claridad.
Pero aquella noche, la sensación que experimentó trascendió todo cuanto había conocido hasta entonces.
Al sonar la palabra «Malkuth», las manos frías y huesudas de Jacob se entibiaron de repente. De ellas emanó un poder similar a un rayo, cegador hasta el aturdimiento, y Luc ya no supo dónde estaba ni fue consciente de la presencia de Jacob. En aquel momento se le antojó que había vivido una existencia ciega y lóbrega, y solo ahora, en su resplandor, podía ver en verdad, ver la Luz, convertirse en ella, en toda su gloria y belleza. En su interior no había límites, ni vida, ni muerte, ni tiempo, ni Luc, ni Edouard, ni Jacob, ni papá, ni mamá, ni iglesia, ni magia ni Tora… Solo una dicha inmensa y omnipresente que desconocía el pesar.
Tal vez estuvo en aquel lugar indescriptible durante una hora. Tal vez un día, un año, una vida, un segundo. No lo sabía. Pero cuando por fin regresó a su estado normal, Jacob estaba sentado a su lado con una sonrisa perspicaz.
– Habéis aprendido los mecanismos de la magia, mi señor. Vuestra dama está aprendiendo a morar en la Presencia. Ella es vuestro corazón, Luc, y cuando llegue el momento de que ella os inicie, moraréis en la Presencia juntos. Bien, ¿cómo la mesuraremos? ¿Qué nombre le daremos? ¿Dios, Zeus, Adonai, Alá? ¿Shekinah, Isis, Atenea? ¿Cómo la adoraremos, como la complaceremos?
El muchacho le ofreció la única respuesta posible. Primero una risita, y luego una estentórea carcajada que hizo bailar la llama de la vela. Aquella noche rieron juntos, en el gélido estudio de Jacob, mientras fuera la nieve se amontonaba como las fuerzas de la perdición.
El verano siguiente llegó la peste. Les comunicaron desde su casa que Nana había muerto, y que el Papa había caído gravemente enfermo pero se había recuperado. Por asombroso que fuera, la enfermedad esquivó la propiedad de Edouard, a sus criados y a los caballeros de la mesnie del castillo. Pero la ciudad sufrió sus estragos, y por más que Luc suplicó, Edouard prohibió a su sobrino que continuara visitando a Jacob.
Pasado un mes desde que la plaga remitiera, Edouard fue a la habitación de Luc.
– Querido sobrino -dijo-, debo darte malas noticias. Han quemado el gueto.
El muchacho se negó a creerlo hasta presentarse en el lugar donde se había alzado la casa de Jacob y arrodillarse en las cenizas, sollozando. Aun entonces, se dijo: Ha escapado. Está vivo en algún sitio y volverá…
Pero en el fondo sabía que su querido rebbe estaba muerto.
Durante los muchos años que siguieron, Luc soñó a menudo con la niña, aunque nunca podía hacerse una imagen clara de su rostro, salvo el de la cría de cinco años con la trenza negra. No obstante, sabía que Edouard practicaba con regularidad la Visión en círculo, y cuando estaban solos le suplicaba con frecuencia: -¿Qué has visto de ella? ¿Dónde está, qué está haciendo?
Edouard contestaba de manera críptica, sin ofrecer demasiados detalles: «Ahora es una mujer bonita», o «Es una plebeya», pero nunca nombraba la ciudad en la que habitaba ni hablaba de sus circunstancias.
– Solo dime dónde está -suplicaba Luc, y Edouard meneaba la cabeza.
– Aún no eres lo bastante fuerte, Luc.
– ¡Sí que lo soy! -gritó un día, agotada por fin su paciencia-. ¡Con Visión o no, mi magia es tan potente como la tuya!
Edouard frunció el ceño y se llevó un dedo a los labios.
Luc bajó la voz, pero su tono continuó apasionado.
– Me da igual que los criados nos oigan. Han pasado años, y ya no puedo esperar más… ¿No ves la agonía que me estás infligiendo al no hablarme de ella? ¿Por qué no me dejas ir a verla?
– Júrame que nunca volverás a ver a tu madre. Júrame que nunca volverás a casa, sino que irás directamente a la chica, y te lo diré.
El tono y los ojos de Edouard eran fieros.
Luc respiró hondo.
– ¿Cómo puedo…? ¿Cómo puedes pedirme eso? Fuiste tú quien me habló del sacrificio de mamá, cómo atrajo hacia ella el mal destinado a mí. ¿Y me pides ahora que la abandone, cuando ha sacrificado su cordura por la mía?
– Te lo pido -dijo Edouard con semblante sombrío-. Ella también te lo pediría. Tú y tu padre… estáis unidos a ella en el plano astral. En tu presencia, ella conoce tu corazón y tu mente. Y como también está unida a tu Enemigo, él también los conoce.
»Yo también estaba vinculado a ella. ¿Crees que esto es fácil para mí, Luc? Compartimos el útero de nuestra madre. Nadie estaba más cerca de ella que yo, nadie conocía mejor sus pensamientos, ni siquiera tu padre. Pero yo corté el vínculo. Lo corté, aunque partió mi corazón. Y no la volveré a ver, porque hacerlo podría comprometer mis sentimientos y permitir al Enemigo utilizar mi Visión.
»¿No ves el peligro, Luc? Si vas a encontrarte con tu dama ahora, si ella te inicia, pero no te separas de tu madre física, mental y emocionalmente… también la pondrás en peligro.
»He intentado protegerte lo mejor que he podido. Alejado físicamente de ella estás a salvo de cualquier mal. Había confiado en que el tiempo y la distancia disminuirían tu vínculo con Béatrice, pero sigue siendo fuerte.
– ¡Nunca abandonaré a mi madre! -insistió Luc con tozudez, y la situación se mantuvo así durante años.
En el ínterin, se convirtió en un perfecto escudero de Edouard, y luego en caballero por derecho propio. Combatió en escaramuzas contra el Príncipe Negro y adquirió reputación de soldado tan diestro como su padre y su tío.
Más adelante, otro grupo de invasores se unió a las fuerzas del príncipe Eduardo en Bretaña, y el rey francés llamó a las armas a todos sus súbditos. Tío Edouard y sus caballeros iniciaron los preparativos para la batalla. El plan consistía en encontrarse con Paul de la Rose en sus dominios, para luego desplazarse hacia el norte, sumarse a las fuerzas del rey Juan e interceptar al enemigo.
La mañana en que iban a partir, una hora antes del amanecer, Luc, demasiado excitado para dormir, se preparó. Afiló la espada y el cuchillo, reparó el escudo y la armadura. En verdad, temía la guerra, pues aunque albergaba escaso temor ante la perspectiva de morir (al fin y al cabo, contaba con poderes mágicos que le protegían), no soportaba los crueles horrores infligidos a los demás.
Pero en parte estaba ansioso, pues habían transcurrido años desde la última vez que viese a sus padres, y trataba de imaginarlos como eran ahora. El cabello de su padre habría encanecido un poco, sin duda, y quizá también el de su madre, pero en su mente los veía igual.
Mientras intentaba imaginarlos, alguien llamó a la puerta.
– Adelante -dijo Luc, y tío Edouard entró. Los dos caballeros que le acompañaban se quedaron fuera.
– Luc -dijo en voz baja-, he Visto que un gran peligro te aguarda en el campo de batalla. Te suplico que no me acompañes y permanezcas aquí, a salvo de todo riesgo.
En los últimos años el cabello rojizo de Edouard se había teñido de plata en las sienes y la frente, y arrugas de preocupación habían aparecido alrededor de sus ojos. Tenía el ceño fruncido a causa de la inquietud, y los ojos inyectados, como si no hubiera dormido en toda la noche.
Luc lo miró con incredulidad, y bajó el cuchillo que sostenía, así como la piedra que había utilizado para afilarlo.
– Dime que es una broma, tío.
La expresión de Edouard no cambió.
– Ojalá, pero tan grande es el peligro que te prohíbo venir.
Luc dejó el cuchillo y la piedra sobre la cómoda y se volvió hacia su tío.
– ¿Qué peligro? ¿Has olvidado que soy muy diestro en… esquivarlo?
Eligió estas últimas palabras cuando cayó en la cuenta de que los caballeros podían oírle. Sin duda, algunos caballeros de la mesnie también compartían las creencias de Edouard, cuando no su talento, pero, como le había dicho Edouard en una ocasión, «es mejor por tu seguridad, y por la suya, que no sepan quién eres».
– Tu vida -contestó su tío-. Tal vez algo peor…
– Soy muy capaz de proteger mi vida. Ya he estado en el campo de batalla más de una vez, tío, y nunca me han herido. Sé que te resulta difícil recordarlo, pero ahora soy un adulto, no un niño. Tengo veintiún años. Tendría que haberme casado hace años, y ya tendría hijos a estas alturas, de no ser porque me habéis mantenido alejado de ella.
– Luc…
– Me lo puedes prohibir, pero no estoy obligado a obedecerte.
– Lo sé -contestó Edouard con semblante sombrío y tomó aliento para seguir hablando, pero Luc le interrumpió de nuevo.
– Mi padre es el favorito del rey y yo he de mantener mi reputación. ¿Cómo puedo avergonzar a mi padre negando al rey, rehusándome a luchar al lado de mi padre y de ti?
– Precisamente es a causa de tu padre que no debes ir -dijo Edouard con ironía-. También podría ser utilizado como peón del enemigo contra ti.
– ¿Mi padre? -La voz de Luc tembló de indignación.
Dio la espalda a su tío con un veloz movimiento, cogió la piedra y el cuchillo y continuó afilando la hoja con furia, haciendo saltar chispas azules sobre la mesa.
– Mi padre nunca me haría daño.
– No, en efecto -admitió Edouard-. Ni tampoco tu pobre madre, si estuviera en su sano juicio.
Luc guardó silencio. El único ruido que se oía en la habitación era el roce de la piedra contra el hierro. Por fin, interrumpió su actividad.
– Si decido ir, tío, no podrás retenerme.
– Tienes razón. -Edouard hizo una pausa-. Te lo suplico, por el bien de ella. Pues si vas a la batalla, no solo te perjudicarás a ti mismo, sino que a ella le infligirás terribles sufrimientos.
Otro silencio. Luego, su tío dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta.
Luc dejó la piedra y el cuchillo una vez más y se sentó en el borde de la cama mientras exhalaba un suspiro. Quería mucho a su tío, y sabía que Edouard nunca le haría advertencias sin un buen motivo. Pero, por otra parte, también le sobreprotegía. Además, con el tiempo, Luc había llegado a lamentar la separación de sus padres, pese a las explicaciones. Si después de tanto tiempo no soy un mago poderoso, pensó, nunca lo seré.
Cuando se sentó en la cama, meditando y escuchando los sonidos de la madrugada, de los caballeros que entraban en el salón del trono para desayunar, cayó en un estado de trance.
Y Vio que su Amada le llamaba desde el campo de batalla. ¡Luc, Luc de la Rose, ayúdame! Estaba arrodillada en la tierra empapada de sangre, mientras miles de soldados, siluetas oscuras y afiladas, blandían hachas, espadas y escudos. Una lluvia de flechas cayó a su alrededor. ¡Luc, Luc! Sálvame una vez más. ¡Sálvame!
En la oscuridad solo su piel era pálida y brillante, como un faro. Incluso cuando le llamaba, su rostro era sereno, hermoso, resplandeciente.
Mientras miraba, una enorme figura borrosa corrió hacia ella, remolineando una gigantesca hacha sobre su cabeza, y luego descargó un golpe capaz de partir en dos aquel rostro adorable. La expresión de su Amada no cambió. Se limitó a levantar una mano con gracia, en un gesto de perdón.
Luc se erguía en medio de la visión, empuñando el cuchillo.
El rostro y la forma de Sybille se transformaron en los de su madre, las facciones hermosas y pálidas de una manera diferente, el porte recto y elegante. Y sus ojos, tan resplandecientes que casi lloró al verlos. Aún era esbelta, su cabello todavía era dorado, y tenía las manos justo encima de su corazón, como una monja cuando reza.
Luc, dijo, en un tono sereno pero apasionado, un tono que nunca le había oído en su vida, hijo mío, has de sumarte a los soldados cuanto antes. Tu Amada te necesita… Protégela antes de que sea demasiado tarde…
Cuando Luc despertó ya había amanecido. De hecho habían transcurrido muchas horas desde el alba, y comprobó alarmado que en la casa reinaba el silencio. Abrió los postigos de su habitación y descubrió que el gran patio, donde se habían congregado todos los chariots, estaba vacío. Era imposible que hubiera dormido tanto, que no hubiera oído el estrépito de las ruedas y los cascos de los caballos. Sin duda había sido obra de Edouard.
Pero Edouard no había logrado acallar las súplicas de ayuda de Béatrice de la Rose, y Luc se dijo: Al fin la Visión. Ha llegado el momento de que encuentre mi propio Camino, y a mi Amada… Y decidió que también había llegado el momento de liberar a su madre de las garras del Enemigo.
Si aún había caballeros ante la puerta de su habitación, Luc no les oyó. Procedió a realizar el ritual en silencio, después alzó el velo de invisibilidad, como Jacob le había enseñado tanto tiempo atrás.
Con cautela, abrió la puerta de la habitación…
Retrocedió cuando dos caballeros que estaban montando guardia se precipitaron hacia la habitación. Los burló con su magia y corrió por el pasillo que conducía hacia la planta baja y la libertad.
Desde los establos cabalgó a lomos de su corcel blanco, Luna, hacia el noreste, donde estaba su casa. No tardó más que unas horas, pero Luc, contento de ver la silueta del gran castillo, con las torrecillas recortadas contra el cielo, se sintió decepcionado al encontrar el patio vacío.
Papá y Edouard ya habían partido.
En ese momento estuvo a punto de espolear a Luna para continuar su camino, pero un extraño instinto lo paralizó. Se acercó a la puerta principal del castillo y ató su caballo, para luego subir en silencio, sin toparse con ningún criado, hasta los aposentos de su madre.
No era idiota. Aunque amaba a su madre con locura, se despojó de la espada y el cuchillo y los dejó en la antecámara, por si ella tenía un arma y trataba de utilizarla contra él. No habría armas en su habitación, y Luc era lo bastante fuerte para protegerse de cualquier agresión física.
Sí, habían pasado años desde la última vez que la había visto, pero aún recordaba dónde guardaban la llave de su habitación, y papá nunca la había cambiado de sitio. Cogió la llave, con miedo y anhelo al mismo tiempo, la introdujo en la cerradura herrumbrada y abrió de un empujón la pesada puerta de madera.
Una figura solitaria contemplaba los viñedos desde la ventana protegida con barrotes. Una mujer esbelta, vestida con lana esmeralda, un delantal de seda blanca y una toca del mismo tono, sobre la cual descansaba una corona de oro. Sus trenzas eran doradas y cuando se volvió hacia Luc, con los brazos cruzados, le miró con sus grandes y expresivos ojos esmeralda.
Luc lanzó una exclamación ahogada. La memoria le había traicionado. Había olvidado su profunda belleza… Ella le sonrió y Luc volvió a estremecerse.
– Luc -dijo la mujer, con el mismo tono usado en su sueño-. Luc, gracias a Dios, mi cariño, mi hijo…
Extendió los brazos y las mangas de seda se desplegaron como las alas de un ángel.
Lo decidió en una fracción de segundo: precipitarse hacia ella, correr el riesgo de vivir aquel venturoso momento con que había soñado. Así lo hizo, y experimentó ese momento, los brazos de su madre alrededor de su cuerpo, su voz, llorosa de amor, que le susurraba al oído:
– Oh, hijo mío, hijo mío, cuánto te he hecho sufrir, a ti y a tu padre, durante todos estos años… -Retrocedió y le admiró-. ¡Cuánto has crecido!
Y qué pequeña te has hecho tú, pensó Luc, sonriente, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
– Cuánto te pareces a tu padre -continuó ella- y a tu tío Edouard. Veo a los dos en ti…
– Pero madre -la interrumpió Luc-, ¿qué significa este milagro? Has estado tan… enferma durante tantos años, y de pronto vuelves a estar bien.
– Es un verdadero milagro -dijo ella, y rió, un sonido tan hermoso que Luc la imitó, una risa puntuada de sollozos-. Luc, querido mío, eres tú, ¿verdad? Te has hecho tan fuerte que tu Enemigo ha abandonado toda esperanza, después de tantos años de utilizarme contra ti… El buen Edouard tuvo razón al separarnos. Era mi única esperanza, y la tuya…
Le abrazó de nuevo, con tanto ímpetu que Luc se quedó sorprendido, pero al punto volvió a reír de sí mismo por tener miedo.
Ella le estrechó con fuerza y de pronto su expresión y tono se tornaron sombríos.
– Pero ya oíste mi advertencia. Has venido, aunque Edouard temiera por ti.
Luc asintió.
– He venido.
– Fui yo quien te envió la Visión. Tu Amada está en peligro. Edouard lo ha presentido, pero su Visión no es tan poderosa como la mía. Tal vez teme que te expongas al peligro si intentas protegerla. -Hizo una pausa y apartó un mechón de la frente de Luc. Su tacto era cálido, tan maternal que Luc tuvo que contener las lágrimas-. Fue tan extraño… La desdicha era terrible, indecible… -Lo dijo sin autocompasión o arrepentimiento-. Recuerdo que Paul vino a verme antes de partir con Edouard. Me dijo a donde iba, lo que iba a hacer… También me dijo que te habías quedado a buen recaudo en la propiedad de Edouard. Sé que intentaba tranquilizarme. Aún estaba en las garras del Enemigo. Había visto el peligro que acechaba a Sybille, pero no podía decírselo, no podía emitir el menor sonido. Con mis últimas fuerzas, procuré no hacerme daño a mí misma. Incluso intenté llorar, pero el Enemigo reprimió mis lágrimas. Tu padre se marchó sin que yo pudiera advertirle a él o a Edouard. -Su expresión se tornó radiante, beatífica-. Y después… Oh, hijo mío, pasé del infierno a la divinidad en un instante. Pues cuando estaba contemplando desde mi ventana la partida de mi marido, mi hermano y cientos de sus caballeros y escuderos, la locura me abandonó por fin, volví a ser yo misma y pude enviarte una advertencia. La Diosa ha intervenido. -Sonrió y sus ojos adquirieron un brillo de sabiduría-. Tu destino es marcharte, hijo mío. Y has de hacerlo ahora, deprisa, antes de que sea demasiado tarde.
Le dijo qué dirección había Visto tomar a los hombres. Y le empujó hacia la puerta con la misma firmeza que antes le había abrazado.
Cabalgó sin pausa. Cuando el sol estuvo bajo en el cielo, desmontó y condujo a Luna hasta un arroyuelo para que bebiera, y él también bebió, acuclillado bajo los brazos protectores de un gran roble.
Diversos sentimientos le habían espoleado. La inexpresable alegría de que su madre hubiera recuperado la razón, la preocupación por su padre, la exaltación y un doloroso anhelo provocado por la idea de que pronto vería a la mujer llamada Sybille. Sus manos temblaron cuando contempló el agua que contenían sus palmas ahuecadas, pero no vio su reflejo, sino el de ella cuando era niña. Incluso entonces, sus ojos habían sido hermosos y sabios. Los ojos de una mujer, de una diosa.
– Gracias -susurró con humildad, alzó las manos hasta los labios y bebió.
Detrás de él, a lo lejos, voces, el lento resonar de cascos de caballos, el crujido de ruedas: un ejército de centenares de hombres. Luc se levantó al punto, montó a Luna y desenvainó la espada. Se había mantenido alejado de los territorios dominados ahora por los hombres del Príncipe Negro, y a juzgar por la cadencia de las voces supuso que eran franceses. No obstante, existía el peligro de tropezarse con invasores ingleses, y algunos de los soldados de Eduardo eran franceses renegados.
Se acercó con cautela, protegido por los árboles, hasta que pudo ver con claridad el ejército, que había empezado a acampar. Cuando distinguió el estandarte (el halcón con las rosas), sonrió y espoleó a su caballo, al tiempo que lanzaba un grito de saludo.
Mientras iba preguntando, Luc se abrió paso hacia el centro del ejército de medio millar de hombres (más de trescientos de la mesnie de De la Rose, y doscientos de Trencavel, con su estandarte de la torre vigía), dejó atrás a caballeros con sus escuderos, ayudantes y portaestandartes, con sus sencillos chariots de madera para transportar armaduras, el gran atavío de la guerra, ropas de cama, comida (incluidas ovejas atadas a las carretas), cocineros y criados. Era como pasear por una pequeña ciudad, impregnada del olor a carnero asado, lo cual despertó el hambre de Luc, y cuando llegó al dosel a rayas rojas y blancas del campamento del grand seigneur, el sol ya se había puesto.
Al resplandor amarillento de la hoguera rodeada de piedras, el patriarca De la Rose estaba sentado ante la puerta de su tienda sobre una alfombra de piel de oveja. Iba cubierto de pieles de cintura para abajo. Como estaba enfrascado en una seria discusión con su lugarteniente, mientras consultaban un plano, no vio que su hijo ataba el caballo y se acercaba desde las sombras.
Luc se detuvo un momento. Hacía siete años que no veía a su padre, y en ese tiempo Paul había envejecido de una manera asombrosa. Su cabello rojodorado se había teñido de plata por completo, aunque sus cejas continuaban oscuras y pobladas. La inactividad había provocado que su cintura, pecho y cara se ensancharan, dejando pliegues de carne, y el dolor y el insomnio habían cincelado ojeras bajo sus ojos. Hasta sus movimientos eran lentos, como abrumado por la pena. Su corazón se había roto de nuevo, decidió Luc, por culpa de algo tan trágico como la locura de su esposa. Con una oleada de dolor inconmensurable, Luc comprendió que Paul no solo había perdido a su mujer, sino también a su hijo.
Aquella idea, combinada con la penosa apariencia de su padre, provocó que el joven caballero respirara hondo.
Al oír aquel tenue sonido, el grand seigneur alzó su rostro surcado de arrugas y escrutó la oscuridad. Le reconoció, y su expresión se tiñó de una esperanza temerosa de ser engañada.
– Luc -susurró al tiempo que se ponía en pie, sin darse cuenta de que las pieles caían al fuego y su lugarteniente se precipitaba a rescatarlas.
Los dos hombres avanzaron el uno hacia el otro con los brazos abiertos. Se abrazaron junto al fuego y las lágrimas fluyeron.
Mientras Luc estrechaba a su padre, una figura emergió de las sombras detrás de Paul. Era Edouard, con las facciones medio iluminadas por la hoguera, y en ellas se pintaba la expresión de derrota más profunda que su sobrino había visto jamás.
Despidieron al lugarteniente y a todos los criados. Edouard permanecía cerca, con los brazos cruzados, la mirada clavada en el fuego, mientras Luc, sentado al lado de su padre, comía carnero y explicaba a su progenitor que había soñado con su madre, para luego partir hacia la propiedad y descubrirla cuerda.
– ¿Cuerda? -susurró Paul-. Luc, no te burles de mí. ¿Quieres decir…?
– Hablo en serio, padre. Se ha recuperado y está preocupada por ti. -Luc bajó la vista para impedir que la fuerte emoción que sentía se viese en su cara-. Se alegró de verme de nuevo. -Alzó la vista a tiempo de ver encenderse una chispa en los ojos de Paul. Suavizó su expresión.
Si había un momento que Luc aguardaba con un anhelo equivalente al de encontrarse con su Amada, era ese: saber que su madre estaba curada, ver desaparecer todo dolor de los ojos de su padre.
– Béatrice -dijo Paul a las tinieblas. Sus labios temblaron con una sonrisa-. ¿Es posible? Mi Béatrice ha vuelto a mí…
– Paul -le advirtió Edouard, al tiempo que se arrodillaba junto a su cuñado con un raudo movimiento. Cogió los brazos del seigneur por encima del codo, para que Paul tuviera que mirarle-. No deseo robarte tu alegría, pero creo que es un truco del Enemigo.
Paul rechazó la idea con una carcajada.
– Un truco… ¿Con qué propósito? ¿Partir el corazón de un anciano?
– Perjudicar a tu hijo.
– Te dije que estuve con mamá a solas -replicó Luc, furioso por la brusca crueldad de su tío-. Nos abrazamos, hablamos, y no alzó un dedo contra mí. Estaba preocupada por el bienestar de mi Amada. Ella, Sybille, se dirige hacia aquí, tío. Correrá peligro. Sin mi intervención morirá. ¿Por qué me advertiría el Enemigo de algo semejante?
Edouard se volvió hacia él con ira contenida.
– Para precipitarte hacia la perdición.
Luc se puso en pie.
– Corrí un grave riesgo. Estuve a solas con mi madre. Si el Enemigo hubiera deseado perjudicarme…
– Ya te he dicho que barrunté peligro para ti en el campo de batalla. Di, pues, que solo has venido para dar esta noticia a tu padre, que no has venido a luchar.
– No pienso abandonarle, tío. No hasta que él y mi Amada estén a salvo en casa.
– Edouard. -La voz, la expresión y los ojos de Paul se habían apagado de súbito, como si las palabras de su hermano hubieran extinguido una llama interna-. ¿Es esto cierto?
Edouard asintió con la vista aún clavada en su sobrino.
Paul se volvió hacia Luc.
– No debes venir con nosotros. La Visión de tu tío es infalible, hijo mío. Nunca ha fallado. ¿De qué me sirve recibir tan gozosas nuevas, el honor de luchar a tu lado, si sé que estás en peligro? Tal vez… -Palmeó el hombro de Luc para consolarle-, tal vez es cierto que tu madre ha vuelto con nosotros. ¿Quién sabe? Pero también debemos escuchar a Edouard.
– No puedes impedir que vaya al combate -insistió Luc-. Ni tampoco él.
Al oír aquella insolencia, Paul enarcó las cejas, y una peculiar inflexibilidad que había hecho a Luc temblar de pequeño embargó sus facciones, pero se transformó en una expresión de incertidumbre cuando miró de reojo a Edouard.
– Es verdad -suspiró el tío de Luc-. No podemos hacer nada, excepto matarle, y eso sería bastante difícil. Ha aprendido demasiado bien las lecciones de Jacob. -Respiró hondo y se acercó más a Luc, y con una humildad que su sobrino nunca había visto dijo-: Pero tal vez yo he sido un mal profesor. Tal vez no te he subrayado bastante, Luc, la importancia de matar el apego que sientes por tu madre.
– Oh, ya lo creo que lo has hecho -replicó Luc con cierta amargura-. Incontables veces me has dicho que no debía quererla.
– La palabra «amor» puede significar muchas cosas -insistió Edouard-. Compasión sigue siendo su definición más noble; apego, la peor. Porque el apego no deriva del amor verdadero, sino de un anhelo desesperado de seguridad, algo muy tenue en esta vida. Respeta a tu madre, hónrala por su sacrificio, ten compasión por ella… pero admite que representa un peligro para ti, un medio que el Enemigo tal vez pueda utilizar un día para acosarte.
Luc apartó la cara, irritado.
– Tu tío es muy sabio. Escúchale y quédate. Hazlo por mí -suplicó Paul a su hijo.
– Me quedaré, por el bien de mi Amada -replicó Luc.
Al cabo de un día, la lenta caravana formada por los ejércitos de De la Rose y Trencavel se fundieron con el del rey Juan. La enorme y creciente bestia (alimentada por la llegada de mesnies de otras casas nobles) continuó su camino hacia el norte, pues los exploradores habían informado que el Príncipe Negro había cruzado el Loira y llegado cerca de Poitiers, para sumarse en Bretaña al ejército inglés bajo el mando del duque de Lancaster.
Durante ese tiempo, Luc cabalgó al lado de su padre, que había conseguido una armadura adecuada para su hijo, en tanto Edouard, cosa rara en él, permanecía con sus propios caballeros, y ni siquiera acompañaba a su cuñado y su sobrino en las comidas. El gesto ofendió a Luc, no tanto como algo personal (pues se decía que cuando regresaran de la guerra Edouard comprobaría con sus propios ojos que Béatrice estaba sana y cuerda, y se arrepentiría de haber esquivado a sus parientes), sino porque apenaba a su padre, aunque Paul nunca lo había mencionado, y fingía alegría durante las largas conversaciones que sostenía con su hijo mientras viajaban juntos.
El tercer día, cuando el ejército se detuvo a mediodía para comer, llegó la noticia: el príncipe inglés había cruzado de nuevo el Loira en dirección contraria, hacia Poitiers. El contingente de tropas de Eduardo parecía no llegar ni a la mitad de las fuerzas del rey Juan, y sus hombres estaban cansados tras meses de asolar la campiña. La victoria francesa estaba asegurada.
¡A Poitiers! El grito se propagó por el extenso campamento, hasta que la tierra tembló bajo los pies de Luc, y él mismo se oyó gritar:
– ¡A Poitiers!
Pues era allí, tal como sabía su corazón, donde se encontraría por fin con su Amada.
Durante los dos días siguientes a la llegada de los ejércitos a Poitiers, los soberanos inglés y francés, azuzados por los enviados papales, llevaron a cabo denodados esfuerzos por negociar un acuerdo, pero al final ninguno se plasmó en papel. El destino de toda Francia estaba en juego.
El tercer día era domingo, y ningún bando violó su santidad con derramamientos de sangre.
A cada hora que pasaba, la inquietud de Luc aumentaba, porque sabía que Sybille se acercaba. Rezó para que apareciera antes de que la batalla comenzara, por su seguridad.
Pero antes del alba del cuarto día, Luc montó en Luna, revestido de su armadura, con un yelmo equino adornado con plumas escarlatas. A su lado se hallaba Paul de la Rose, con su sobreveste blanca inmaculada y la armadura bien bruñida.
Nadie les flanqueaba, y ante ellos se extendía un prado, la niebla… y los ingleses invisibles. Eran los primeros de la punta de lanza (llamada así por su forma) en atacar, y detrás de ellos se erguían cuatro portaestandartes, y detrás ocho caballeros de la mesnie de De la Rose. Paul se había ofrecido voluntario para encabezar el ataque, y Luc no quiso otro lugar que no fuera a su lado. No hablaron, en parte debido a la tensión y en parte al hecho de que los yelmos ahogaban los ruidos, de manera que era casi imposible oír los susurros y el tono de voz normal.
Luc nunca había entrado en combate sin que batallones le precedieran. La sensación de vulnerabilidad era abrumadora, pero no tardó en vencerla. Al fin y al cabo, había erigido con todo cuidado círculos dorados de protección alrededor de su padre y de él mismo, y también había dedicado una parte de su mente a concentrarse en la imagen de su Amada, protegida de la misma guisa. Si bien Edouard podía temer que la seguridad de su sobrino estaba comprometida como resultado, Luc confiaba plenamente en sus cualidades de mago.
Detrás sonó una fanfarria de trompetas: la señal de la carga. A su lado, el gran guerrero Paul de la Rose rugió y alzó su larga espada con la mano derecha -con la izquierda aferraba el escudo y las riendas-, y espoleó a su corcel negro.
En respuesta, los doscientos caballeros de la punta de lanza también gritaron, un sonido ensordecedor. El corazón de Luc empezó a latir con tanta violencia como los cascos de los caballos cuando se inició la carga hacia la niebla remolineante, que cubrió de humedad su cara. La cacofonía empezó a definirse en una frase inteligible:
«¡Por Dios y por Francia!».
Paul de la Rose, que aún alzaba su espada, gritó:
– ¡Por la dama Béatrice!
– ¡Por la dama Béatrice! -repitió Luc, y también alzó la espada cuando unas figuras surgidas de la niebla se precipitaron en su dirección, una ola oscura que fluyó entre su padre y él y acabó separándoles.
El resto de caballeros de la punta de lanza rodearon a los escasos soldados de infantería ingleses.
Luc hizo una mueca cuando descargó su afilada espada contra los hombros de un plebeyo. ¡Cuan injusto se le antojó! El enemigo había supuesto que los franceses se lanzarían a la batalla de la manera usual, sacrificando primero a sus plebeyos de infantería antes de que intervinieran los nobles montados a caballo…
Rezó una oración por el inglés cuando este gritó y cayó de rodillas presa del pánico, en tanto a su alrededor los caballeros gritaban jubilosos:
– ¡Victoria! ¡La victoria ya es nuestra!
Y en medio de aquella alegría, la locura descendió como una plaga de langosta. Llovieron flechas del cielo, tan velozmente mortíferas, tan oscuras y destructoras, que los franceses que habían lanzado sonrientes el grito de «¡Victoria!» murieron al segundo siguiente.
A su alrededor, Luc solo veía sangre, oía los chillidos de caballeros y animales, y el siseo estremecedor de las flechas cuando alcanzaban sus objetivos, pero no pudo permitirse sentir miedo. Aunque no podía ver a su padre, conservaba en su mente la imagen de Paul protegido, y se alegraba de que estuviera a salvo. Luc también estaba protegido. Las flechas siseaban junto a su yelmo, su cuerpo, los cuartos traseros desprotegidos de su montura, pero se clavaban en el suelo o en algún desgraciado situado detrás de él, fuera francés o un inglés que se interpusiera en el camino de alguna flecha lanzada por sus camaradas.
En menos de una hora, mientras Luc continuaba luchando, incapaz de superar la línea de plebeyos ingleses que seguían atacando, tomó conciencia de la mortalidad que le rodeaba, cortesía de los arcos. Tantos cadáveres franceses yacían en el campo que hasta los ingleses tropezaban cuando intentaban avanzar. Aun así, no se permitió dudar sobre la seguridad de su padre. Hacerlo pondría en peligro a Paul, que combatía a cierta distancia.
Alrededor resonaba el frenético grito en francés «¡Retroceded! ¡Retroceded! ¡Nos están matando a todos!». Y presintió, más que vio, el movimiento de un centenar de hombres, de un millar, que huían a su espalda, en dirección a la ciudad amurallada, pero él se quedó en su sitio, hasta que el rey o su padre le ordenaran marchar. No podían permitir la derrota. El Príncipe Negro no contaba ni con la mitad de sus hombres. ¿Cómo podían permitir sus compatriotas que tal desgracia se abatiera sobre el rey?
En el fondo de su corazón, sabía que su padre también se había quedado.
Luc combatió durante horas, hasta bien pasado el mediodía, cuando el sol ya había borrado todo rastro de niebla y recalentado su armadura hasta el punto de que tenía la ropa empapada de sudor. Luna se tambaleaba, por culpa de la sed y también del suelo, sembrado de tantos cadáveres que la única forma de avanzar era pisándolos. Por el bien del animal, Luc desmontó y lo ahuyentó, y el caballo galopó hacia la ciudad y el prado, donde los demás caballos sin jinete pastaban.
Luc continuó a pie. Si bien era difícil mantener el equilibrio, no era más fácil para los ingleses, que con sus armas y armaduras inferiores confiaban solo en sus arqueros para conservar la ventaja.
Casi de inmediato, Luc se enzarzó en combate de nuevo, cuando un soldado alto y pálido se abalanzó sobre él blandiendo un hacha. Guiado por el instinto, porque en plena batalla no había tiempo de reflexionar, Luc levantó la espada y paró el golpe. Se encogió al ver las chispas que surgían… Y detrás de él oyó un grito, demasiado suave para hacerse oír por encima del fragor metálico, de las exclamaciones de victoria y los chillidos de los agonizantes, pero lo oyó igualmente. Un sonido femenino, extrañamente familiar. Volvió la cabeza y miró.
Si ella muere, yo moriré también…
Ningún sueño o encantamiento podía ser tan vivido como la experiencia de volver a verla en carne y hueso. Ya no era una niña con trenzas sino una mujer arrodillada y con velo, con una cara en forma de corazón que era para él la esencia de la belleza, el rostro de la Diosa, la faz que esperaba ver desde hacía años.
En un dichoso instante de sacrificio (tan breve que no tuvo tiempo de hablar) la reconoció. Comprendió el peligro que le acechaba y debilitó con alegría su círculo de protección dorado para desplegarlo a su alrededor, con el fin de que pudiera continuar su misión.
Sintió la mordedura del hacha, una sensación primaria, salvajemente insoportable, hasta que solo existió el dolor. Después, un frío repentino que extinguió el sufrimiento y toda sensación física. Flotó libre y feliz, con la vista fija en el brillante cielo azul. Una bandada de aves oscuras voló sobre su cabeza… ¿o era que su visión flaqueaba? ¿O peor aún, una lluvia de flechas inglesas?
Al instante, la serena faz de su Amada, sonriente, beatífica, lo borró todo y pensó con felicidad absoluta: La he visto. Ahora ya puedo morir.
Oscuridad.
Después, un calor que brotaba del centro de su corazón. La mano de ella, viva y enérgica, que se movía por su cuerpo…
Despertó, y se descubrió vivo y sin dolor, ni siquiera con el cansancio de brazos y hombros producto de sujetar durante horas una pesada espada. Sus pensamientos, su visión, eran excepcionalmente diáfanos: la mujer llamada Sybille no había sido un sueño.
Se incorporó, descubrió que le habían quitado el yelmo y el peto hendido, tirados junto al hacha ensangrentada, y la vio a lo lejos, una menuda figura oscura cubierta con un velo, separada de él por una nueva oleada de soldados ingleses. Tío Edouard se la llevaba en su caballo, y si bien Luc experimentó alivio al ver que escapaba sana y salva, gritó:
– ¡Sybille! ¡Sybille!
Las palabras de Luc fueron ahogadas por gritos de guerra y el fragor de las armas cuando llegaron más franceses para rechazar al enemigo. Miró alrededor, desesperado por encontrar una montura, y recordó que había soltado a Luna, Rodó de costado y, con esfuerzo, se puso de rodillas. A su lado yacía el flanco asaeteado de flechas de un caballo muerto. Poco a poco se puso en pie, estorbado por su armadura.
El corcel de Edouard ya había desaparecido y Luc perdió las esperanzas de seguirles, de ver qué dirección habían tomado. Siempre había dependido de que la Visión de Edouard le guiara.
Pero en su mente, débil pero inconfundible, oyó el susurro de su Amada: Nos veremos de nuevo en Carcasona. Mientras las palabras silenciosas se formaban en su mente, una lúgubre sensación se apoderó de él.
Se había desmayado. De hecho, había muerto. Edouard había estado en lo cierto. La magia de Luc no había sido suficiente para protegerle, lo cual significaba que no había sido suficiente para proteger a su padre…
Luc intentó correr, dificultado por la armadura, sobre un terreno revestido de cadáveres y los enfrentamientos que se sucedían a su alrededor. No solo poseía la Visión, sino también el instinto de un soldado y el corazón de un hijo. Fueron suficientes para guiarle hasta el terreno pantanoso que separaba las posiciones inglesas del campo de batalla. Más allá, detrás de parras, detrás de matorrales y el flanco protector de una colina, se veían las empalizadas, construidas a toda prisa con madera y tierra, que protegían a los arqueros.
Cerca, medio hundido en la tierra pantanosa, Paul de la Rose, grand seigneur de Tolosa, yacía de perfil, con el escudo alzado para protegerse. Tal vez le habían derribado del caballo, o quizá había decidido plantar cara al enemigo a pie firme. No había más cuerpos cerca de él, pues era el único que había penetrado tanto en las líneas inglesas. Tan cerca había llegado de las empalizadas de los arqueros que numerosas flechas sobresalían de su peto. Se habían hundido tanto que las afiladas puntas sobresalían por la parte posterior de la sobreveste.
Luc cayó de rodillas, al tiempo que lanzaba un grito, y le quitó con dulzura el yelmo. El cabello de su progenitor estaba húmedo, y la cara todavía brillaba de sudor. En sus ojos abiertos, enmarcados por cejas fruncidas, no se leía miedo ni odio, solo una singular determinación.
Por la dama Béatrice…
Con fuerza imposible, Luc arrancó una por una las flechas del cuerpo de su padre, hasta que al fin pudo levantar el pesado peto. El pecho de su padre, en un gran óvalo desde el esternón al ombligo, no era más que un profundo charco de sangre coagulada.
Sollozando, respiró hondo y se esforzó por convocar el calor que le había sobrecogido años antes, cuando de niño se había deslizado en la cama de su padre y apoyado las manos en el muslo hinchado de Paul de la Rose.
Hundió las manos en el charco de sangre que era el pecho de su padre e inclinó la cabeza, a la espera. A la espera del calor, la paz, la temblorosa vibración. Pero no obtuvo nada. Había curado una vez a Paul, y su talento había aumentado con los años. ¿Por qué ahora Dios, la Diosa, el poder divino de Kether, le volvían la espalda?
Luc alzó la cara hacia el cielo y gritó de furia, no contra los ingleses, ni contra sí mismo ni contra su fracaso, pues no había sabido proteger a su padre, sino contra el destino cruel que había decretado que los amantes Béatrice y Paul, tantos años separados, nunca volvieran a encontrarse en carne y hueso.
Arrancó la gran espada del puño de su padre. La hizo remolinear sobre su cabeza y se lanzó hacia el corazón de la batalla, sin escudo, peto o yelmo que le protegiese.
Nunca supo cuánta sangre había derramado ni cuánto tiempo estuvo luchando, porque el dolor roba el presente y solo deja el pasado. Pero antes de ponerse el sol, la mayor parte del batallón, compuesto de la más alta nobleza, había sucumbido o caído prisionero. Y el abatido rey Juan, con un gesto desgarrador, rindió su guante al enemigo.
Y Luc, asombrosamente incólume, aunque su corazón sufría por una doble pena, abandonó la espada de Paul de la Rose y volvió junto a su padre, a cuyo lado se tendió.
Pasó la noche junto al cadáver, fingiéndose muerto cuando los ingleses se acercaron en busca de supervivientes. Al amanecer, el campo fue abandonado, salvo por los muertos y los cuervos hambrientos. Los ingleses se habían apoderado de los carros dorados y los magníficos corceles de De la Rose, pero Luc consiguió encontrar una robusta yegua y un carro desvencijado. Cargó trabajosamente el pesado cuerpo de su padre sobre el carro. Solo la desesperación del dolor lo hizo posible.
Si bien había anhelado abandonar el campo de batalla y seguir a Sybille, no sabía adonde había ido, y su dolor lo teñía todo, salvo el amor y el sentido del deber hacia sus padres. ¿Cómo podía negar el derecho de Paul de la Rose a ser enterrado en el panteón familiar?
El regreso al hogar supuso una agonía insoportable, al pensar en la tarea que le esperaba. Hubo períodos de entumecimiento emocional, y estaba tan cansado que cualquier movimiento le resultaba dificilísimo.
Pero nada resultó más difícil que el momento en que, tras llegar a casa y entregar el cadáver de Paul a los sirvientes, Luc entró en la habitación de su madre y ella se volvió hacia él.
Sus grandes ojos esmeralda estaban cubiertos por un velo de lágrimas, y antes de que Luc pudiera decir una palabra, le dirigió una temblorosa sonrisa y habló con voz ronca.
– Sé que murió con honor y con mi nombre en los labios. Sé también que le protegiste hasta morir. Libera tu corazón de toda vergüenza, hijo mío, pues has actuado con hidalguía y sinceridad… Es mi deber y privilegio cuidar del cuerpo de tu padre, Luc. Quédate conmigo. Consolémonos mutuamente.
– Madre -murmuró el joven, y la abrazó entre sollozos, mejilla contra mejilla-. Madre, he vuelto para devolverte el cuerpo de papá, pero no puedo quedarme aquí. Debo…
– Encontrarla. -Ella le apretó con sorprendente pero suave fuerza, y apoyó una mano en su mejilla-. Lo comprendo, pero ¿adonde ha ido, hijo mío? ¿Sabes dónde está?
– En Carcasona -respondió al punto, recordando el mensaje mudo que Sybille le había enviado.
– Carcasona -susurró Béatrice, como si la noticia fuera una revelación-. Ah, pero no ha regresado allí. Ha encontrado obstáculos en el camino. Está perdida y se encuentra en peligro, y ahora necesita tu ayuda…
Antes de que pudiera contestar, la habitación de su madre se disolvió alrededor de ambos (no podía ver ni su cuerpo ni el de ella), y se transformó en un espeso bosque de árboles centenarios, cuyas ramas cargadas de hojas casi ocultaban el sol. Hacía frío y estaba oscuro, rebosante de árboles de hoja perenne y teñido con las primeras llamaradas del otoño. De vez en cuando el grito lejano de un cuervo rompía el silencio.
Recordó los cuentos que Nana le narraba mucho tiempo antes: bosques encantados donde vivían hechiceros dentro de los árboles, donde los niños extraviados vagaban durante siglos y nunca envejecían, donde las hadas se refugiaban debajo de hongos. Aquel lugar parecía místico.
A través del laberinto de ramas y enredaderas, una figura solitaria, cubierta con una capa y oculta la cara por una capucha negra, avanzaba sobre una gruesa alfombra de hojas muertas y agujas, y a cada paso liberaba la fragancia de los pinos. Su cuerpo era menudo y esbelto, sus movimientos femeninos, gráciles y enérgicos.
– Sybille -susurró el joven, tanto para ella como para sí-. Madre, ¿dónde está?
Intentó zafarse del abrazo de Béatrice, pero se descubrió ceñido con más fuerza. Por primera vez, un hilo de miedo, delicado como si lo hubiera tejido una araña, rodeó su corazón.
La empujó con fuerza, el rostro congestionado, la frente perlada de sudor, hasta que sus brazos temblaron y se rindieron. Y su madre siguió sujetándolo con firmeza.
– Perdida -contestó Béatrice con voz apesadumbrada. Cuando continuó, lo hizo con voz grave como la de un hombre-. Está perdida, como tu madre, en un mundo de locura.
– No -susurró Luc, y al punto sintió pánico. Era verdad, tenía miedo (durante toda su vida había albergado un miedo profundo y secreto) de que cuando su Amada y él estuvieran juntos por fin, él fuese la causa de que se volviera loca… como había sucedido con su adorada madre.
En aquel instante comprendió la sabiduría de su tío Edouard: al aprender a distanciarse emocionalmente de Béatrice, alcanzaría la estabilidad emocional necesaria para distanciarse de su miedo secreto hacia Sybille. «El amor no es apego -le había dicho Edouard en una ocasión-. El verdadero amor es compasión y nunca conduce a la desdicha. Pero el apego, que deriva de nuestro anhelo de seguridad, es una trampa.»
Y ahora estaba atrapado en esa trampa que le había tendido el Enemigo.
– Oh, sí, querido mío -susurró Béatrice en una parodia de voz femenina-. Tal es la maldición que infliges a las mujeres que amas. ¿Te gustaría verla tal como está ahora? ¿Quieres ver lo que le has hecho?
La figura encapuchada se volvió hacia ellos, y con voz profunda y diferente (que Luc conocía pero era incapaz de localizar) se mofó:
– ¿No me conoces, Luc? Porque yo te conozco a ti, a tu madre, a tu tío y a la mujer que atormenta tus sueños… Soy tu verdadera Amada, pues solo yo deseo que alcances tu mejor y más santo destino.
– Libera a mi madre y a Sybille -pidió Luc-. Libéralas. Solo un cobarde atacaría de una forma tan tortuosa. Siempre has deseado apoderarte de mí. Bien, muéstrate, y resolvámoslo a solas.
Incluso mientras pronunciaba esas palabras comprendió el grave peligro que corría. Pero no quería esquivarlo, por el bien de las dos mujeres que amaba.
Si no a mí, al menos podré salvarlas a ellas…
Arriesgaría su vida con tal de salvar a Sybille.
– Sí, sálvala, Luc -le reprendió el Enemigo con los labios de Béatrice-, y yo te enseñaré el rostro de un enemigo aún peor, el rostro que tu dulce Sybille no se atreve a mirar.
Poco a poco, con deliberación, la figura se bajó la capucha y reveló la cara ancha de un hombre que llevaba el capelo rojo de cardenal. Mientras Luc miraba, la faz del cardenal empezó a cambiar, a fluctuar, a rielar como agua bajo una piedra… y a transformarse en otra.
Cuando la transformación concluyó, Luc lanzó un grito de horror al ser despojado de voluntad y mente, al tiempo que las manos de su madre apretaban con fuerza su garganta…
Michel volvió en sí en plena noche. No podía afirmar con certeza que se había despertado, puesto que no estaba dormido, y era muy consciente de que había presenciado la vida de Luc de la Rose. Y si bien su fe en Dios no había disminuido un ápice durante los dos últimos días, y tampoco su honestidad, en verdad se sentía menos un hombre hechizado que uno capaz de Soñar.
Por consiguiente, cuando la visión finalizó, experimentó, al igual que Luc, un desesperado anhelo de volver con la mujer llamada Sybille. Pese a la oscuridad, llenó la lámpara de aceite casi vacía y se llevó la llama con él.
Mientras atravesaba la habitación exterior miró al padre Charles, pero el sacerdote seguía pálido y respirando con dificultad.
Salió del monasterio silencioso y se adentró en las frías calles de la ciudad, y desde allí caminó hasta la cárcel.
Tuvo que acudir a un generoso soborno para ser aceptado, pues el centinela, un hombre con cara de pocos amigos, con una nariz rota que se desviaba a mitad del puente en un ángulo alarmante, supuso que el escriba había acudido a aquella hora intempestiva para abusar de su prisionera. Michel accedió a entregar una livre de oro al día siguiente, de lo contrario el carcelero le denunciaría.
Una vez en la celda de la abadesa, descubrió que no estaba dormida. Al contrario, parecía haber estado esperando su llegada. Al verla, frágil, apaleada y agotada, experimentó una oleada de amor y admiración tan intensa que la necesidad de postrarse de hinojos ante ella, de besar su mano, casi le dominó. ¿Cómo podía ser mentira un relato tan henchido de reverencia y belleza?
Pero Michel no deseaba asustarla declarándole sus sentimientos. Además, quedaba poco tiempo, pues Chrétien llegaría por la mañana. Se sentó y, movido por la fuerza de la costumbre, extrajo de su bolsa una tablilla de cera y un puntero.
– Le curasteis en el campo de batalla -dijo-. ¿Fuisteis consciente?
La abadesa le miró.
– Luc -prosiguió-. Le curasteis en Poitiers. Regresó a casa con su madre, a quien el Enemigo utilizó para matarle. Y ahora sé, por lo que me habéis contado y lo que he soñado, cómo murió. Pero no entiendo por qué sabiendo su historia, y su triste final, era tan importante para vos enviarme los sueños.
– Aún no lo sabéis todo -contestó la mujer-. Y debéis saberlo, como él lo sabía.
– No entiendo qué más hay que saber. Pero sé que debo escuchar el resto de la historia -replicó Michel-. Sabéis por qué estoy aquí, madre. Solo nos queda esta noche. Sea mi padre o no, Chrétien ha de contar con algo más que relatos aventureros y heréticos. Ha de obtener vuestra completa confesión, y aún no habéis hablado de Aviñón. Creo que ahí residirá el argumento más convincente de vuestra inocencia.
– Aún no acabáis de creer, ¿verdad? -preguntó la abadesa. Exhaló un suspiro y empezó.