PRIMERA PARTE

MICHEL
CARCASONA Octubre de 1357
2

En el inmenso rectángulo de sombra que arrojaba la antiquísima, y terminada apenas, basílica de Saint-Nazaire, el hermano escriba Michel aminoró el paso para echar un vistazo a la actividad que se desarrollaba frente a la entrada de la catedral, y al punto se mordió la lengua para contener una oleada de cólera.

En lo alto de una berma, varios obreros descargaban mazos sobre postes de un metro veinte de alto. Aquel día, el sol del otoño caía con una fiereza inusual. Oleadas de calor se alzaban de la tierra perforada, brillaban sobre los tobillos y piernas de los hombres, como si las hogueras ya se hubieran encendido. Los postes formaban el tradicional semicírculo que se abría a las grandes puertas de la basílica. La catedral conservaba el estilo del siglo XI, un edificio gótico que se alzaba hacia el cielo con enormes ventanas altas, arqueadas como manos unidas en oración.

Los viandantes de las angostas calles adoquinadas (mercaderes, madres campesinas con sus hijos, mendigos, nobles a caballo, monjes de hábitos pardos y monjas vestidas de negro) contemplaban con curiosidad la escena. La gente caminaba con semblante sombrío, la boca torcida como si el inesperado calor la estuviera derritiendo, pero al ver a los obreros, rostros, conversaciones y gestos se animaban de repente.

Un mercader, con círculos de fieltro amarillo cosidos sobre su corazón, para advertir a los demás de lo que el famoso inquisidor Bernard Gui llamaba «el vómito del judaismo», dice a su compadre:

– ¿Ya se ha decidido, pues… una quema?

Una viuda con toca negra de la nobleza inferior, los ojos entornados de indignación, dice a la criada cargada con una cesta:

– Tienen la intención de martirizarla, y ya es una santa. Solo porque es de Toulouse, ya sabes…

Dos monjes a lomos de un asno:

– Dios nos libre, y que el diablo se la lleve…

– Podríamos venir a merendar con los niños.

Esto último lo ha dicho una matrona campesina algo estrábica, tocada con un pañuelo blanco, a su robusto marido, y al sonreír dejó al descubierto tres dientes delanteros rotos en una diagonal impecable.

Era imposible no oír cada palabra, sentir el aliento de quien las pronunciaba, tan estrecha era la calle. Mientras los cuerpos sudorosos de hombres, mujeres y animales rozaban el suyo, el hermano Michel se llevó una mano al tintero de cuerno ceñido a su cadera, no tanto temeroso de ser víctima de los rateros, como de que el congestionado tráfico se lo arrancara. Llevaba atada a la cintura una bolsa que contenía una tablilla de escribir, una pluma de ave y un rollo de pergamino. Por este motivo se mantenía a un brazo de distancia de su maestro, el sacerdote dominico e inquisidor Charles Donjon, que se abría camino con aire confiado entre el desorden.

Michel se obligó a apartar la vista de los obreros y los postes, porque este juicio en particular le inspiraba una rabia desmesurada. «¡Pensaba que el objetivo era salvarles, no matarles!», había gritado en una ocasión a su padre adoptivo, el cardenal Chrétien, máximo responsable de la inquisición francesa, en una circunstancia similar, furioso por la seguridad de las autoridades civiles de que iban a producirse ejecuciones. Aún sentía ira, incluso más ahora porque creía, como la viuda, que la abadesa era una santa, acusada injustamente. De hecho, en su ciudad natal de Avignon la había visto curar a un hombre herido con una simple imposición de manos.

Por eso Michel consideraba cada lejano martillazo como un desafío. Dios, que un poste no se utilice, rezó en silencio. Y después, otro…

A juzgar por todas las apariencias, el brazo secular de la ley ya había decidido que habría un elevado número de ejecuciones. No han ofrecido a ninguno la posibilidad de salvarse, pero arden en deseos de encender las hogueras, pensó Michel. Su misión le irritaba. Tan solo era su segunda inquisición, y las pesadillas provocadas por la primera aún le atormentaban.

La lechera que caminaba detrás de él le propinó un fuerte empujón con la rodilla, sin derramar ni una gota de los cubos suspendidos de sus hombros. La calle estaba demasiado abarrotada para volverse a tiempo y verla, pero oyó el remolineo del líquido y su olfato percibió que estaba empezando a agriarse por culpa del inesperado calor. La gente de delante no se movió, fascinada con las ejecuciones inminentes, y se vio obligado a pegarse a la espalda del padre Charles. El crujido del delicado pergamino logró que Michel se encogiera.

Pese al empujón de la lechera, Charles conservó el equilibrio. Toda su persona emanaba calma y dignidad. Era un hombre menudo, una cabeza más bajo que su protegido, pero andaba con la espalda recta y porte seguro, el torso ancho y fuerte bajo el hábito, sencillo y negro, en una época en que el clero de su noble cuna y posición dentro de la Iglesia vestía con sedas de vivos colores, rasos y pieles. Michel y él habían sido invitados a alojarse en el lujoso palacio del obispo cercano a la basílica, construido sobre las antiguas fortificaciones de la ciudad. El padre Charles había encontrado una forma diplomática de aceptar y declinar la invitación al mismo tiempo: Michel y él se hospedarían cerca, en el convento de los dominicos anexo a Saint-Nazaire. Los dos se habían levantado muy temprano para los laudes, aunque no habían entrado en Carcasona hasta la noche anterior, y asistido a los maitines con los frailes a medianoche. En las primas habían compartido el refrigerio con los hermanos (cebada y sopa de col). Cuando el sol salió por fin, presentaron sus respetos al obispo, que insistió en ofrecerles un segundo desayuno, esta vez a base de sabrosos pasteles y salchichas en su espléndido palacio.


El obispo Bernard Rigaud era un anciano extraño y desabrido, con una coronilla tan rosada y aterciopelada como la de un recién nacido. Sus ojos azules sobresalían de una forma tan alarmante que a Michel le costaba apartar la vista de ellos… así como de la bandeja del obispo, sobre la cual pasteles y salchichas se habían convertido en una masa irreconocible.

– Por el bien de la Iglesia, y de su Suprema Santidad, la abadesa Marie Françoise ha de convertirse en un ejemplo. No podemos permitir que nadie cometa tamaña atrocidad contra el Papa, para colmo delante de su palacio, y viva para contarlo. -Rigaud se inclinó y bajó la voz, como si temiera que le oyeran-. Pero hemos de ser rápidos, lo más rápidos posible, y discretos. Muchos ciudadanos se han quejado ya de las detenciones.

Esto último no era sorprendente. El populacho del sur, sobre todo en la región de Languedoc, todavía recordaba las matanzas ocurridas aquí y en la cercana ciudad de Tolosa. Decenas de miles de personas habían sido masacradas por los caballeros del norte, en nombre

de Dios y del rey de París. Daba igual que las víctimas hubieran sido herejes, los albigenses, que creían en dos dioses, uno bueno y otro malo, y aquella facción radical de los franciscanos, los Fraticelli, quienes afirmaban que Cristo carecía de propiedades, y por lo tanto la Iglesia debía imitarle.

Pero la misma idea de condenar a muerte a la abadesa sin un interrogatorio y juicio justos llevó a los labios de Michel una indignada protesta. No se atrevió a decir las primeras palabras que acudieron a su mente («es una verdadera santa, enviada por Dios para mostrar su clemencia») por temor a que fueran poco diplomáticas. Antes de su detención, la actitud oficial de la Iglesia hacia la madre Marie Françoise había sido de decidido escepticismo, y Michel no había comentado sus opiniones para ahorrarse, y también a su protector, no solo vergüenza sino suspicacia.

Antes de que pudiera pronunciar la frase menos comprometida, «Pero, santidad, ¿cómo podremos estar seguros de su culpa sin el pertinente interrogatorio?», el padre Charles habló.

– Su santidad -dijo el diminuto sacerdote con profundo respeto-, comprendo vuestras preocupaciones, pero solo puedo guiarme por lo que Dios y la ley de la Iglesia…

– Haréis lo que el cardenal Chrétien ha ordenado -le interrumpió con crudeza Rigaud-. Digamos que está… preocupado por el escaso número de condenas que habéis obtenido, padre, y por vuestra reticencia a utilizar la tortura. La abadesa Marie Françoise representa una oportunidad de… redimiros.

– ¿Redimirse? -preguntó Michel, y en sus prisas por salir en defensa de su protector olvidó imitar el tono deferente del padre Charles-. Pero, santidad, nos despedimos no hace menos de dos días del cardenal Chrétien y no nos dio orden semejante. De haber estado en su ánimo, no le habría costado nada decirlo entonces. Además, no existe enemistad entre su eminencia y el padre Charles… ni mucho menos.

Mientras hablaba, Charles apoyó una mano cautelosa en el hombro de su pupilo, sin el menor éxito.

Ante la desfachatez de Michel, el obispo echó hacia atrás la cabeza e hinchó el pecho, como una víbora dispuesta a morder.

– ¿Me llamáis mentiroso, muchacho? -Después, cuando tomó conciencia de las circunstancias, se relajó y sonrió-. Ah, sí, sois su hijo adoptivo, ¿verdad, Michel? Bien, en tal caso no cabe duda de que vuestro padre os habrá adiestrado en el arte de la política. Me ha señalado que la abadesa era cristiana cuando ingresó en el convento. Por lo tanto, cuando se entregó a la brujería se convirtió en una relapsae.

Con gula se metió en la boca una cucharada de pastel y lo saboreó antes de engullirlo.

Relapsae, una palabra fatal. Significaba un alma que había aceptado a Cristo para después rechazarle, el abominable «pecado contra el Espíritu Santo», que ni Dios ni la Iglesia podían perdonar. En cuanto se pronunciaba la palabra relapsae sobrevenía una ejecución.

Michel esperaba que el padre Charles saliera al punto en defensa de la abadesa, pero el sacerdote guardó silencio, lo cual impulsó al joven monje a continuar.

– Os pido perdón, santidad, pero ¿cómo podemos estar seguros de que es relapsae antes de escuchar su testimonio?

El obispo, con un leve movimiento de la cabeza y los hombros logró dar la impresión de que se lanzaba hacia delante. Sus saltones ojos azules, nublados por la edad, miraron a Michel con velada furia.

– ¿Deseáis para vos y para el buen padre aquí presente caer en mayor desgracia todavía?

– No, por supuesto -repuso Charles-. Es un alma bondadosa, y solo desea que todo sea realizado a mayor gloria de Cristo. Al igual que yo.

– Un noble objetivo -admitió el obispo mientras se reclinaba en una silla, algo apaciguado-, pero que no siempre logra alcanzarse. Aún sois joven, hermano Michel. Con el tiempo llegaréis a comprender que existen almas cuya locura es tan inmensa, cuyos corazones están tan henchidos de maldad, que ni siquiera Dios puede salvarlas.

– Pero si… -repuso con humildad el escriba, sin mirar a los ojos del obispo- si puede demostrarse que la madre Marie no es relapsae… y que sus acciones fueron inspiradas por Dios y no por el diablo…

– Mera retórica -replicó Rigaud, irritado de nuevo-. Es culpable. Hay testigos. Si no me equivoco, vos sois uno de ellos.

Michel inclinó la cabeza con humildad, aunque su corazón estaba confuso. ¿Cómo podía el obispo, un dominico, acusar a la abadesa de obrar el mal? Los dominicos sentían especial devoción por la madre de Cristo, que había entregado el rosario a santo Domingo, y se decía que la madre Marie se había puesto en contacto directo con la Virgen y era su representante en la tierra. Los informes sobre curaciones milagrosas aumentaban a cada día que pasaba.

Era evidente que su santidad era viejo y estaba confuso. La verdad incontrovertible era que Chrétien nunca había dicho algo semejante en relación a la abadesa. De hecho, habría sido necesario que un mensajero partiera de Aviñón y cabalgara durante toda la noche para entregar una carta a Rigaud antes de que Michel y Charles llegaran a Carcasona.

Al lado de Michel, el padre Charles continuaba sentado, sereno, silencioso e implacable.

Rigaud permitió que una leve sonrisa se insinuara en sus delgados labios, manchados de azul. Cosa sorprendente, todavía conservaba casi todos sus dientes delanteros, teñidos del color de la corteza de roble.

– Sé que puedo confiar en vos, padre, y en el joven hermano para que hagáis justicia. El crimen cometido contra el Santo Padre es merecedor de la sentencia más severa, pero también hay que considerar la influencia de la abadesa sobre el pueblo. Si sobrevive, aún en estado de excomunión, perdura la posibilidad de un levantamiento popular contra la Iglesia, y también el peligro de que reciba apoyo político de… ciertas autoridades mal aconsejadas.

Autoridades de la Iglesia, sabía Michel. Rigaud estaba en lo cierto cuando afirmaba que, debido a su reputación de santa, la abadesa detentaba un gran poder político, hasta el punto de que antes de su detención poseía más influencia sobre el arzobispado de Tolosa que el obispo de Carcasona. Todo se reducía a que Rigaud, asustado y celoso, estaba decidido a acabar con la vida de la abadesa.

Al instante, Michel oyó en su mente la admonición familiar del padre Charles: «Eres demasiado tozudo, hijo mío. Has de aprender a respetar a tus superiores. Dios los ha colocado sobre ti para que aprendas humildad».

Humildad. Era difícil recordar la necesidad de la humildad cuando se arrodillaba junto a la pira de alguien que se retorcía entre las llamas. Después de verse obligado a presenciar la quema del primer hombre condenado, con la asistencia de su escriba, Michel se había retirado dando tumbos a su celda del monasterio y vomitado. Después, había experimentado náuseas durante más de una hora. Chrétien le había seguido y sostenido su cabeza, tras lo cual, mientras Michel se reclinaba sobre el regazo cubierto de brocado del gran inquisidor, este había enjugado su frente con un paño húmedo, en tanto decía: «Es duro, lo sé, hijo mío. Es muy duro».

Michel había insistido en que quería marcharse, en que no podía continuar realizando una tarea tan espantosa, pero Chrétien se lo había explicado con sabias palabras:

«En primer lugar, la carga de sus muertes pesa solo sobre mis hombros. No seas orgulloso, Michel, antes al contrario recuerda que solo eres un escriba.

»En segundo, Dios nos ha deparado la tarea más difícil, una que pone a prueba nuestro valor a diario. Si yo fuera uno de los acusados, desearía que me asistiera alguien tan devoto y compasivo como tú. Porque sé que tu corazón es bondadoso, y que rezas sin cesar por los pecadores, y sé que Dios te escucha. Te vi al lado del condenado mientras perecía por el fuego, y creo firmemente que tus plegarias entregaron almas a Cristo en la hora de su muerte. Dios ha decidido que cargues con una cruz especial durante tu vida. ¿Preferirías que alguien cruel y malvado ocupara tu lugar? ¿O aceptarás tu carga con júbilo, y de esa forma harás el mayor bien posible a los que más te necesitan?

»El día que te dejaron abandonado, cuando no eras más que un bebé, ante el palacio papal, Michel, Dios me envió un sueño: llegarías a ser el más grande de todos los inquisidores, aquel que uniría a la Iglesia de nuevo en una única fe verdadera. Dios te ha elegido para una elevada misión: sé valiente y pídele fuerza en tus oraciones».

Rigaud se levantó de su trono bien almohadillado, un esqueleto de hombros hundidos cubierto de piel y raso escarlata.

– Tres días -dijo-. Tres días para obtener confesiones de las mujeres, y entregarlas al brazo secular para su ejecución.

– Tres días… -silabeó Charles, estupefacto, antes de que Michel lograra repetir las mismas palabras. Aquello no debía ser orden de Chrétien.

– Será suficiente para vos -afirmó el obispo.

– Pero su santidad -contestó Charles-, hay seis mujeres implicadas, y se suele tardar días en conseguir una sola confesión, y con los únicos recursos del padre Thomas y yo no…

– Será suficiente -repitió Rigaud, esta vez con tono de que la discusión había terminado. Sin más, alzó los brazos con las palmas extendidas para bendecir a los dos hombres y despedirles.

Siguiendo el ejemplo de Charles, Michel bajó de su taburete y se arrodilló.

Algo brillante se deslizó entre los dedos del anciano, cayó unos centímetros y después colgó en el aire. Un crucifijo de oro suspendido de una cadena… no, dos, uno en cada mano. El obispo los pasó con solemnidad alrededor del cuello de cada hombre, primero Charles y después Michel. La cruz era el doble de ancha que el pulgar de Michel, casi el doble de larga, y gruesa. Sus bordes no eran cuadrados sino adornados con filigranas, y el Cristo de oro que colgaba de ella estaba reproducido con tal detalle que podía distinguirse cada espina de su corona y las pupilas de los ojos. Sobre él estaba clavado un pergamino: «I.N.R.I., Jesús de Nazaret, rey de los judíos», y encima estaba grabada la estrella de David, un adorno inusual. El valor del oro era enorme.

El obispo, que temblaba un poco debido a la edad, hizo la señal de la cruz sobre los dos hombres arrodillados.

– Han sido purificados y bendecidos por el Papa en persona. Llevadlos siempre encima durante vuestra misión, porque es una mujer peligrosa y os protegerán de su poder. -Rigaud se dispuso a dar media vuelta, pero añadió con una sonrisa-: Necesitaréis esta protección, porque los espías de Chrétien andan por todas partes. No os quitarán el ojo de encima. Procurad no decepcionarle, padre. Vuestro fracaso sería castigado con mucha severidad.

Cuando terminó la entrevista con el obispo era la hora de las tercias, casi media mañana. Después de la penumbra del palacio, en la calle les recibió un sol cegador, que había empezado a calentar los adoquines. Ambos caminaron en silencio durante un rato.

– Padre, decidme que mis oídos me han engañado -dijo Michel al cabo-. Decidme que Rigaud no nos está amenazando si no declaramos culpable a la abadesa.

Charles se detuvo en seco y miró a su escriba.

– En primer lugar, Michel, nosotros no seremos quienes la declaremos culpable o inocente. Yo lo haré, y tú no debes preocuparte de este asunto.

Michel inclinó la cabeza con humildad.

– Crees que es una santa, ¿verdad? -preguntó Charles, con más dulzura.

Michel vaciló.

– Sí -contestó por fin en voz baja.

– En tal caso, comprendo tu desazón. Aun así, no eres tú quien ha de juzgar la inocencia o culpabilidad de los prisioneros, sino yo. Sabes que Chrétien y yo no compartimos tu opinión, y que somos tus superiores. En cuanto al obispo, que amenace todo cuanto le venga en gana, pero enviaré un despacho al cardenal esta misma noche para informarle acerca de los inadecuados comentarios de Rigaud. No has de temerle.

Pese a las palabras de Charles en relación a la abadesa, Michel confiaba en que el sacerdote hiciera lo justo ante Dios, como siempre había sucedido. La madre Marie Françoise era una santa (de hecho, Michel le rezaba en secreto). Charles se daría cuenta cuando la conociera en persona y oyera su testimonio, y su veredicto sería justo.

Y Michel rezaría sin descanso para que Dios influyera en el corazón del cardenal.

El tráfico iba acompañado del olor agrio de la leche tibia, y los dos hombres bajaron a buen paso por la estrecha calle de ladrillo, flanqueada por tiendas angostas cuyos expositores de madera daban a la calle, de forma que la manga de Michel iba rozando fragantes hogazas de pan, aromáticas bolas de queso y chinelas recién cosidas. Sobre sus cabezas, los tejados de los edificios de madera, donde vivían los mercaderes y sus familias, se proyectaban peligrosamente. En algunos casos las viviendas de ambos lados de la calle se tocaban y proporcionaban sombra a los paseantes. Michel alzó la vista al oír unas carcajadas, y vio que la mujer del panadero sacaba la mano por su ventana del tercer piso y daba una palmada en el brazo de su vecina, la mujer del viticultor, que sonreía desde su ventana.

Al cabo de un rato, cuando la calle se ensanchó, vieron menos tiendas y más distanciadas. En un cruce con otra avenida ancha se alzaba la prisión, un gran cubo de piedra casi tan extenso y alto como una catedral. Michel y su protector subieron los gastados peldaños que conducían a las pesadas puertas de madera y dejaron atrás abogados y clientes quisquillosos. Un centinela, con su frente reluciente de sudor, perpetuamente ceñuda, señaló la puerta abierta sin decir palabra cuando los dominicos se acercaron.

Michel entró y parpadeó para adaptarse a la repentina oscuridad. En el largo y angosto vestíbulo no había ventanas. La única fuente de luz era una antorcha fija a la pared cubierta de moho.

– ¡Carcelero! -llamó el sacerdote, y extrajo con delicadeza un pañuelo blanco de la manga y se lo llevó a la nariz, de forma que se cubrió el bigote negro y casi toda la barba. Hacía menos calor que fuera, desde luego, pero el ambiente era muy poco agradable. La fragancia de las rosas y la lavanda se mezclaba con el olor omnipresente a deyecciones humanas, orina mezclada con sangre y desdicha. Todas las cárceles olían igual, y cada visita evocaba en Michel el mismo recuerdo infantil, el de un cerdo al que el cocinero del monasterio no había conseguido matar del todo. Solo había seccionado en parte la garganta del animal, y este escapó y corrió chillando por el patio, dejando una estela de sangre y excrementos, así como un hedor todavía más acre y horrible. El cocinero le había explicado más tarde que solo era el olor del miedo.

La tortura humana producía una espantosa peste similar, que se prolongaba mucho después de que los sufrimientos hubieran cesado.

Siguió un momento de silencio y a continuación se oyeron pasos y tintineo de metal. De la oscuridad apareció el carcelero, un hombre bajo, robusto, de miembros gruesos y un pie algo deforme. Al principio dio la impresión de que su coronilla estaba rasurada como la tonsura de un monje, pero una inspección más detenida reveló que era obra del tiempo y la naturaleza.

– ¡Ah, padre! -gritó sonriente, y reveló la ausencia de dos dientes y un canino-. El padre Charles, ¿verdad? ¡Bienvenido, bienvenido! ¡Os estábamos esperando con ansia! No siempre tenemos la suerte de contar con un experto como vos.

Emitía unos sonidos sibilantes muy desagradables.

Detrás del pañuelo blanco, la expresión del sacerdote se suavizó un poco, pero no sonrió. La tarea que le aguardaba era demasiado horripilante. Cabeceó y habló con voz algo apagada.

– ¿Podéis decirme si el padre Thomas y su ayudante han llegado ya?

El carcelero negó con la cabeza.

– Los torturadores están aquí, pero no hemos recibido noticias del padre Thomas.

Como miembro del tribunal de la Inquisición, Thomas tenía que haber viajado desde Aviñón con Charles y Michel, pero se había detenido unas horas para atender unos «asuntos personales». De haber sido otro sacerdote, Michel habría temido que hubiera sido atacado por bandidos en la carretera, pero había oído los rumores. A juzgar por el mutismo de Charles acerca del asunto, la tardanza de Thomas debía estar relacionada con su amante. Pero como era uno de los favoritos de Chrétien (más que el propio hijo del cardenal, sospechaba Michel), Thomas gozaba de una indulgencia especial.

– ¿Podemos ver a la prisionera, pues? -preguntó Charles-. ¿La abadesa Marie Françoise?

– Ah, sí… -El carcelero alzó hacia el techo sus ojos oscuros, hundidos y estrechos-. La Gran Puta de Carcasona, como algunos la llaman, pero deberíais saber que ciertos ciudadanos todavía la consideran una santa, y su juicio les causa mucho disgusto. No es que yo sea uno de ellos. -Hizo una pausa. Su tono se tiñó de cierta lascivia-. Padre, ¿es cierto lo que hizo en el palacio papal, como se rumorea?

Michel apretó los labios en señal de desagrado. Había llegado a sus oídos el rumor de que la abadesa había realizado un acto sexual obsceno, un acto de magia, cuyo propósito era perjudicar al papa Inocencio. Pero no había cometido tal delito, sino todo lo contrario: había curado a un hombre herido con solo tocarle.

Como Rigaud había señalado, Michel había sido testigo del acontecimiento, y al principio pensó (aunque no lo confesó a nadie) que había visto a la Madre de Dios, cuyo interior proyectaba luz. Luego, la imagen se había desvanecido, y cayó en la cuenta de que solo estaba viendo a una mujer con un hábito franciscano. Sin embargo, no estaba menos convencido de haber visto a una emisaria de Dios, porque cuando alzó la vista de su víctima estupefacta, una luz divina resplandecía en su rostro.

¿Cómo podían los pecadores hablar con tal vileza de una santa?

En la antecámara de la cárcel, el padre Charles adoptó una expresión severa. Bajó el pañuelo para descubrir su cara majestuosa, de mejillas enjutas y espesas cejas negras.

– Veremos a la abadesa ahora -dijo al carcelero.

– Por supuesto.

El hombre suspiró, dio media vuelta con celeridad, de modo que las llaves tintinearon en el llavero que colgaba de su cinturón, y avanzó con parsimonia. Un hombro se inclinaba cuando pisaba con el pie deforme y el otro se alzaba cuando pisaba con el sano. Charles y Michel le siguieron por el corredor hasta una escalera de caracol, más estrecha aún que las calles de la ciudad, y los hombres tuvieron que bajar en fila.

Desde las profundidades se oyeron chillidos de mujer. Michel se esforzó por controlar el sentimiento de piedad, y empezó a rezar:

Dios te salve María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…

Al oír los chillidos, el padre Charles apretó el hombro del carcelero.

– ¿Hay otras prisioneras además de las hermanas franciscanas?

El carcelero vaciló, justo lo suficiente para que Charles comprendiera su respuesta no verbalizada.

– ¿Qué están haciendo los torturadores con mis prisioneras? ¡No tienen derecho a actuar sin recibir mis órdenes!

Michel lanzó una exclamación ahogada, enfurecido.

El carcelero agachó la cabeza y estudió las zapatillas de Charles.

– Llegaron de París hace una hora, monseigneur, y pidieron que les llevara las monjas. Pensé, os lo aseguro, monseigneur, que seguían vuestras instrucciones.

– No es así.

El hombre levantó la vista, ansioso por verter acusaciones.

– Como ahora me doy cuenta, buen padre. Y ahora que habláis de ellos, tengo la impresión de que estaban muy borrachos cuando me dieron la orden. Sospecho que venían directamente de una taberna que también es burdel, sin haber apenas dormido durante la noche…

– Llevadme con ellos ahora mismo.

El padre Charles agitó su brazo de mangas negras en un breve y furioso ademán, indicando que el carcelero debía guardar silencio y continuar avanzando, cosa que el hombre hizo con presteza.

Llegaron por fin al final de la escalera, que se abría a un enorme sótano. A la derecha había una gran celda común. A la izquierda, varias celdas individuales, así como un par de anchas puertas entreabiertas. El aire era más frío allí, y más hediondo.

El carcelero, congestionado e irritado, precedió a los dos hombres por el pasillo que separaba las celdas individuales de la común, que consistía en un suelo de piedra sembrado de paja y rodeado de barrotes de hierro. Dentro, un grupo de seis monjas, todas despojadas de su hábito, en ropa interior, se acurrucaban juntas, furtivas y abatidas. Todas parecían de la nobleza francesa, de nariz larga y piel suave. El cabello corto acentuaba sus cuellos blancos y esbeltos. Habían nacido en la riqueza, las habían entregado de pequeñas a un convento y no hacían otra cosa en la vida que bordar, leer y rezar. Tendrían que haber estado sujetas con grilletes, pero estaban sentadas en el suelo sin encadenar, tal vez una muestra de la compasión inconfesa del carcelero.

Cuando Charles y Michel pasaron, la mirada de las monjas les siguió. Las mujeres volvieron la cabeza al mismo tiempo. Dos de las hermanas (una rubia y otra morena) lloraban a lágrima viva mientras murmuraban oraciones, con los ojos hinchados y enrojecidos. Las demás exhibían la expresión de desconcierto silencioso que Michel había visto tan a menudo.

El carcelero se detuvo ante la cámara de torturas. De dentro salían risas guturales. Michel no pudo contenerse más. Aun a sabiendas de que se arriesgaba a recibir una reprimenda de su maestro, avanzó y abrió una de las puertas. Vio una pálida silueta suspendida unos quince centímetros sobre el suelo mediante una polea y cadenas que rodeaban cada muñeca, de forma que tiraban de los brazos hacia arriba y hacia abajo. Era la estrapada, que utilizaba el propio peso de la víctima para dislocar sus hombros. No solo era un invento eficaz, que causaba un dolor agónico al cabo de pocos minutos, sino que cuando la tortura cesaba el dolor aumentaba, hasta que la víctima se rendía y confesaba.

Al parecer, la mujer estaba inconsciente. La cabeza había caído hacia delante, con la barbilla apoyada en el pecho. Debajo de los pequeños pechos se extendía una pronunciada caja torácica, un vientre blanco y liso, y prominentes caderas sobre un triángulo invertido de vello dorado. Las piernas eran delgadas, largas, algo arqueadas. En la pared de piedra detrás de ella, su silueta (un mesías femenino suspendido de un crucifijo invisible) oscilaba a la luz de las antorchas.

Uno de los torturadores estaba frente a ella, de puntillas para manosear sus pechos. El segundo, casi demasiado borracho para mantener el equilibrio, estaba colocando una caja detrás de la mujer mientras intentaba quitarse las calzas.

– ¡Bajadla! -ordenó Michel, mientras entraba a zancadas en la cámara y, con una precisión y fuerza que le sorprendieron, apartaba la caja de una patada.

El torturador, con ojos vidriosos debido a la bebida, soltó a su presa y se volvió con aire beligerante hacia

Michel, que era un hombre alto. Pero el segundo torturador era más alto todavía, y musculoso. Durante un segundo los dos se miraron. Michel se preparó para la pelea.

– ¡Bajadla! -gritó Charles desde la puerta, con la ferocidad de Cristo cuando expulsó a los mercaderes del templo.

El torturador desvió su mirada hacia el sacerdote.

– Pero nos dijeron…

– No me importa lo que os dijeron otros. A partir de este momento solo me escucharéis a mí.

– Pero vos…

El padre Charles levantó la mano en un gesto amenazador que exigía silencio.

El sentido común se impuso a la bebida y el temperamento, y el torturador, al darse cuenta que no le convenía ponerse a malas con el religioso, suspiró y aferró la polea de la estrapada. La mujer cayó al suelo como una marioneta. Michel la cogió en brazos, un guiñapo de piel y huesos, mientras el segundo torturador liberaba sus muñecas. La situación descartaba todo falso pudor. Michel no sentía vergüenza, solo horror por sus contusiones y dislocaciones, y por la indignidad que le habían infligido. Utilizó las mangas de su hábito para cubrir el cuerpo como pudo, y salió al pasillo.

La ley de la Inquisición prohibía a carceleros, torturadores o inquisidores golpear o violar a las detenidas, aunque esos delitos se cometían con frecuencia. Charles y Michel solían echar tierra sobre esos abusos, y sobre la ignorancia o absoluto desdén por los derechos de los prisioneros. La práctica prohibía la tortura sin la presencia o permiso del inquisidor. La Practica Officii Inquisitionis Heretice Pravitatis, publicada tres décadas antes por Bernard Gui, era muy específica a este respecto, y concedía al acusado ciertos derechos. Uno de ellos era la oportunidad de confesar antes de recibir tortura.

Otro era que la tortura nunca se aplicaba de manera gratuita sino con el exclusivo fin de arrancar una confesión.

– Debería denunciaros -le espetó el sacerdote a los dos hombres-, y acusaros no solo de violar las reglas sino del crimen que estabais a punto de cometer. No obstante, tengo poco tiempo. Por lo tanto, os ofrezco otra oportunidad. Procurad respetar la ley… o me encargaré yo mismo de interrogaros. Supongo que ya imagináis la creatividad con que un torturador puede ejercer su oficio sobre otro.

Charles volvió al corredor y entró con Michel, gracias a la ayuda de la llave del carcelero, en la celda común. Michel depositó a la hermana inconsciente sobre la paja. Al instante cayó sobre ellos una lluvia de moscas. Las monjas se congregaron alrededor de su compañera, sin hacer caso de los inquisidores. Cubrieron su desnudez con una sucia manta, entre sollozos y murmullos.

– Hermanas -dijo Charles con solemnidad desde el otro lado de los barrotes-, os pido perdón por este error de la justicia, y os recuerdo que se os ofrecerá a todas la oportunidad de evitar este sino.

Algunas monjas le miraron con ojos velados. Era imposible decir si su expresión solemne significaba contrición u odio reprimido. Las demás siguieron con la vista clavada en la hermana torturada, y ninguna se dio cuenta de que los inquisidores se alejaban y el carcelero volvía a cerrar las puertas.

Sin más palabras, el irritado carcelero precedió a los dos clérigos por el pasillo. Pasaron ante una segunda celda común vacía, una fila de celdas individuales, y llegaron a la última de la hilera. Se detuvo ante una puerta de madera chapada de hierro oxidado, con barrotes en una ventanilla situada al nivel del ojo y una abertura cerca del suelo, para pasar al interior comida o agua. La puerta no estaba cerrada con llave. Se abrió con un crujido.

Michel entró detrás de Charles.

La celda era igual a las demás: un suelo de piedra sembrado de paja húmeda, un cubo lleno de orines, una pequeña antorcha de sebo cerca de la entrada, que proyectaba una débil luz y humo que lo cubría todo de hollín.

Al mismo tiempo, era algo diferente. En el suelo ardía una vela en un cuenco de cerámica, y arcos de luz resbalaban sobre las paredes. El hedor no era tan pronunciado, y Charles guardó el pañuelo en su manga.

Un lugar sagrado, pensó Michel, y creyó percibir un tenue aroma a rosas. El recuerdo de la última vez que la había visto en Aviñón entre una ruidosa multitud regresó con fuerza.

Una mujer yacía de espaldas sobre un madero suspendido mediante cadenas de la piedra, con la cara vuelta hacia la pared. En cuanto los dos inquisidores se interpusieron entre la mujer y la vela, sus sombras cayeron sobre ella y sobre la parte superior de la pared, mientras el oscuro humo remolineaba alrededor de sus hombros.

Aun en la penumbra, Michel distinguió que el contorno del pómulo estaba hinchado, tal vez roto, y que su respiración era la propia de alguien que tiene las costillas rotas. Los torturadores se les habían adelantado. Instintivamente pensó en su farmacopea de Aviñón, y prescribió en silencio corteza de sauce para el dolor, y una pasta de hoja de consuelda, pétalos de caléndula y aceite de oliva para las contusiones…

El padre Charles se sentó en uno de los dos taburetes reservados para los inquisidores. Michel le imitó, un poco detrás del sacerdote, y desanudó la bolsa que colgaba de su cinturón.

– ¿Madre Marie Françoise? -preguntó con dulzura Charles.

El cuerpo de la mujer se tensó un poco.

– Soy el padre Charles, un sacerdote dominico enviado por la Iglesia para investigar vuestro caso. Y este -indicó a su ayudante con orgullo casi paternal- es mi escriba, el hijo adoptivo del cardenal Chrétien, el hermano dominico Michel.

Se quedó inmóvil un instante, como si esperara que la abadesa se volviera para saludarles. Como no fue así, su semblante se ensombreció.

– Pero antes, madre, debo pediros perdón por la ignominia cometida contra vos. Esos hombres no tenían derecho a tocaros hasta haberos concedido la oportunidad de confesar. Serán denunciados.

La mujer volvió la cabeza poco a poco hacia ellos.

Michel contuvo una exclamación de horror. Había esperado encontrar a la mujer menuda y cubierta con un velo que había visto poco tiempo antes en la plaza pública de Aviñón, aplicando la mano al ojo de un prisionero arrodillado. Una mujer atractiva, de piel olivácea, grandes ojos y nariz respingona.

Ahora, la abadesa les miraba con un ojo castaño normal. El otro, semioculto tras el pómulo roto e hinchado, estaba cerrado por la hinchazón y cubierto de sangre coagulada de la ceja, que presentaba una hendidura en el punto más elevado del arco. La herida estaba en carne viva, y la sangre había resbalado sobre una sien y una mejilla, así como por un lado de la nariz, que también estaba rota y sangraba sobre el labio superior purpúreo.

Aparte de las heridas, su físico no era notable. Era menuda, no tendría más de veinte años, muy joven para haber conseguido el cargo de abadesa y reputaciones tan contradictorias.

Sin embargo, había belleza en su porte, en su serena dignidad ante una fortuna tan desastrosa. De los innumerables prisioneros que Michel había visto durante sus años de servicio con el padre Charles, era la única que no demostraba miedo.

La memoria le trasladó de nuevo a Aviñón, al momento en que había levantado la vista del hombre herido y le había mirado a él, a Michel. Se quedó convencido de que le conocía a la perfección, todos sus pensamientos, todos los impulsos de su corazón. Proyectó un amor especial hacia él, un amor tan santo, tan puro, tan intenso, que apenas pudo tenerse en pie. No obstante, le había devuelto la mirada, y su amor, con la certeza de que Dios estaba allí.

Al punto, una lascivia más poderosa que nunca le había consumido, pero no concentrada solo en sus ingles, sino en todo su cuerpo, hasta los dedos de los pies le ardían de deseo. Avergonzado, contrito por sentir deseo sexual hacia una santa, había rezado de nuevo: «Vade retro, Satanás, Dios te salve María, llena eres de gracia…».

Y esta última frase la había dirigido a la abadesa.

La voz del padre Charles, teñida de indignación, le devolvió al presente.

– Pagarán por su crimen, madre. En el ínterin -el sacerdote adoptó una actitud perentoria-, no perdamos más tiempo. Se ha confeccionado una lista preliminar de cargos contra vos.

Sin mirar a su ayudante, extendió la mano con la palma hacia arriba en dirección al monje.

Michel se recobró, abrió su bolsa y desenrolló un grueso legajo de varios pergaminos. Escogió el adecuado y lo tendió a Charles. Aunque hacía mucho tiempo que Michel se había convertido en los ojos del sacerdote para el cometido de leer, se sabía de memoria las palabras: «La matanza de niños inocentes, el coito con el demonio, encantamientos varios, maleficium contra varios individuos de Carcasona, por no hablar de la acusación más horrenda: maleficium contra su santidad, el papa Inocencio…».

A excepción de la última acusación y el nombre de la acusada, todos los pergaminos que contenía la bolsa de Michel eran iguales.

Charles interrumpió sus pensamientos.

– Madre, os lo pregunto ahora: ¿confesaréis los cargos preliminares?

Las lágrimas anegaron de repente el ojo sano de la abadesa. Una gota resbaló por su nariz.

El padre Charles le mostró con semblante sombrío el pergamino, mientras Michel buscaba pluma y tinta.

– El documento ha sido preparado. Solo necesitáis firmarlo -dijo el sacerdote-. Es la lista de cargos que acabo de leeros.

Mientras tendía a Charles la pluma, Michel vio que la abadesa no miraba el pergamino, sino a él y luego al padre Charles, y en un momento de asombrosa e inexplicable revelación comprendió que no lloraba a causa del dolor infligido por los torturadores, por la vergüenza de estar encarcelada, o por temor a una muerte horrible. Lloraba de pena por ellos, sus inquisidores, movida por una compasión sin límites. Notó un nudo en la garganta.

La mujer miró a Michel, con las mejillas húmedas a causa de las lágrimas, muy serena. Su aspecto era el vivo retrato de la inocencia, menuda y apaleada con su ropa interior blanca rota y sucia, como una niña andrógina de cabello corto y grandes ojos.

Nadie podía mirarla sin llegar a la conclusión de que era una santa, sin ver a Dios en su interior. Pese a sus horrísonas heridas, su rostro, su ojo abierto, albergaban algo sobrenatural. Tal vez, pensó Michel, los verdugos de Jesús le habían visto así la víspera de su crucifixión.

Quiso volverse hacia el padre Charles, observar su reacción, pero la cabeza le dio vueltas y se sintió al borde del desmayo…


Y ya no era él, el monje Michel, sino otro hombre, un desconocido, que tendido de espaldas contemplaba el cielo iluminado por el sol. Era muy azul, muy tranquilo, muy indiferente y frío, y ahora estaba muy silencioso. En la bóveda azul rielaban remolinos de oscuridad en movimiento. ¿Aves carroñeras?, se preguntó, ¿o bien la cercanía de la Muerte? Se sentía demasiado débil, sereno y desolado para preocuparse.

Entonces, un rostro humano sustituyó al cielo y las aves de rapiña, femenino y en forma de corazón, con ojos de un negro reluciente, una nariz diminuta y labios con forma de capullo recién abierto. Cejas y pestañas añil. Piel olivácea que había visto el sol. Extendió la mano hacia él, sonriente. El intentó devolverle la sonrisa, pero no pudo (había demasiada sangre por todas partes, sangre sobre metal, sangre sobre la tierra, sangre en su lengua), pero nada de ello importaba, porque por fin La había visto…

… y a pesar de su debilidad, estaba henchido de una devoción sin límites y un deseo físico insufrible. No obstante, con la objetividad de los difuntos, no sentía vergüenza. Tal pasión se le antojaba santa, inseparable del Poder que ella le había transmitido.

Su voz, suave y hermosa, era una voz que había conocido mucho tiempo atrás. Una voz que siempre había conocido pero no recordaba: el Dios que buscas está aquí, ¿no lo ves? Tu vida está aquí…

Las palabras y la ternura evocaban tal libertad, tal profunda alegría y alivio que exhaló un suspiro entrecortado y murió en paz.


Michel volvió al presente, sobresaltado. Era como si hubiera estado soñando, pero sin dormir, porque había pasado la pluma al padre Charles como si nada hubiera sucedido, o mejor dicho, no había sido como en un sueño, sino como sumergido en la memoria de un hombre agonizante, un extraño al que no conocía.

Era una visión inspirada por Dios, pero cuyo significado le eludía. Al mismo tiempo, el elemento lujurioso le violentaba, porque sin duda había sido añadido por su naturaleza pecadora.

La mano de Michel se movió instintivamente hacia el crucifijo oculto sobre su corazón. En el mismo momento, el padre Charles le traspasó con la mirada, antes de extender la pluma y el pergamino a la mujer.

Las lágrimas de la abadesa cesaron al punto. Meneó la cabeza y dijo.

– No.

Por sorprendente que fuera, el padre Charles no insistió. Bajó los brazos y devolvió los objetos a Michel, que los guardó en la bolsa y extrajo una tablilla de cera y un puntero, de los utilizados para tomar nota de nombres adicionales, acusaciones y enmiendas a las acusaciones.

Con el puntero, el monje escribió en la cera: «El 22 de octubre del año 1359, la madre Marie Françoise, del convento franciscano de Carcasona, fue llevada a juicio ante el padre dominico Charles Donjon de Aviñón, y se negó a confesar los crímenes de los que era acusada». Y después esperó con el puntero preparado, para que Charles le preguntara si deseaba confesar otros crímenes o hacer una declaración.

Para estupefacción de Michel, el padre Charles dijo a la monja:

– Es evidente que no deseáis colaborar en esta investigación.

Y al punto se levantó y dio media vuelta para marcharse. Michel, abatido, recogió sus útiles de escribir y le imitó.

– Sí que confesaré -dijo la abadesa de pronto-. Pero no lo que afirma vuestro documento.

Charles se volvió para mirarla y Michel creyó percibir en su voz una tenue huella de decepción.

– ¿Habéis dicho que…?

– Confesaré -repitió la mujer, pero ni su voz ni sus ojos revelaban el menor rastro de arrepentimiento o contrición-. Con mis propias palabras. Y solo a él.

Señaló a Michel.

Las pobladas y oscuras cejas del sacerdote se arrugaron ominosamente. Apretó los labios hasta que palidecieron y clavó una mirada iracunda en la abadesa.

– ¿Debo deciros lo que ya sabéis? -contestó por fin-. ¿Que mi ayudante aún no es sacerdote y no puede legalmente tomar vuestra confesión? ¿Que nunca le permitiré quedarse a solas en vuestra presencia?

– ¿Debo deciros lo que ya sabéis? -repitió la mujer con absoluta audacia y falta de respeto-. ¿Que habéis recibido órdenes de declararme relapsae, de condenarme a morir diga lo que diga? -Hizo una pausa para mirar a Michel-. Él no tiene miedo de oír la verdad y tomar nota de ella.

Charles, pálido, se volvió hacia Michel.

– Esta no tiene salvación. Llamad al carcelero, hermano.

– Pero padre…

– Obedeced.

Michel necesitó todos sus años de obediencia y lealtad monásticas para hacer lo que le pedían. Se asomó a la pequeña ventana erizada de barrotes y llamó al carcelero en voz más alta de la necesaria, porque el hombre estaba esperando muy cerca de la puerta, y su presteza al abrirla no consiguió disimular la vergüenza que le produjo haber sido sorprendido espiando.


Durante el curso de la jornada (tres interrogatorios improductivos más), el padre Charles pareció cada vez más mohíno, y al final, cuando los inquisidores salieron de la prisión al aire cálido y perfumado del exterior, tenía el ceño fruncido y caminaba con lentitud. En lugar de comentar los acontecimientos del día, como era su costumbre, se mantuvo en silencio.

Michel también se guardó mucho de hablar, porque la desazón del padre Charles era profunda. La ley exigía que se concedieran a la abadesa varias oportunidades de confesar, pero Charles había pronunciado palabras ominosas, palabras que nunca antes había dicho, palabras que sonaban como una sentencia de muerte contra la acusada: «Esta no tiene salvación».

Voy a volverme loco, se dijo Michel, porque el mundo y todo en lo que creía se habían trastocado. Su maestro era un hombre honrado a carta cabal. Nunca negaría a un prisionero un juicio justo. Sin embargo, de hecho había condenado a morir a la abadesa, sin apenas pronunciar una palabra. Y la Iglesia estaba gobernada por hombres buenos y santos, pero hoy Rigaud había chantajeado a un sacerdote para que hiciera caso omiso de la ley de la Inquisición.

El padre Charles suspiró y fijó la vista en la calle, cuyo ajetreo había disminuido debido a la cercanía de la hora de cenar. A la luz del atardecer su aspecto era casi demacrado.

– Hermano Michel -dijo-, considero lo más pertinente que otro escriba me acompañe mañana por la mañana.

Ya estaba: Charles volvería al lado de la abadesa por la mañana y recomendaría la ejecución. Y no deseaba que su falso sobrino fuera testigo de su vergüenza.

Pero Michel se resistió a creer que fuera cierto.

– Pero ¿por qué, padre? Por alguna razón la abadesa confía en mí. Y si mi presencia puede ayudar a obtener una confesión…

– Quiere quedarse a solas contigo, Michel, pero sus

razones no tienen nada que ver con la confianza. Me fijé en tu extraña expresión cuando la mirabas. Estabas fuera de ti. ¿Puedo preguntar qué pasaba por tu mente?

Michel vaciló. En parte, creía que no debía revelar su extraña visión, pero al mismo tiempo estaba convencido de que el padre Charles solo deseaba protegerle de todo mal.

– Fue como en un sueño… Miré por los ojos de un hombre que agonizaba, en otro tiempo, en otro lugar… Y ella, la abadesa, estaba allí. -Habló con más decisión-. Fue una visión inspirada por Dios, padre. Sentí Su presencia.

– Basta de tonterías sobre «sentir a Dios» y tener visiones. Tu enfoque religioso es demasiado emocional. Dios está en la liturgia y en el breviario, no en arrebatos fantasiosos. -El padre Charles meneó la cabeza y exhaló otro suspiro, esta vez más pesaroso-. Esa mujer te embrujó.

– Pero el obispo dijo que el Santo Padre en persona había bendecido el crucifijo que pro…

– Lo comprendo, hermano, pero el hecho es incontrovertible: ella te embrujó. Tu «ensueño» no fue inspirado por Dios. -Hizo una pausa-. Hijo mío, ¿por qué crees que te aparté de ella con tal celeridad? -Su tono se tiñó de ironía-. ¿O piensas que estaba ciñéndome a las órdenes de Rigaud?

– Si eso es cierto, rezaré para obtener el perdón -repuso Michel con humildad-. Aceptaré cualquier absolución que consideréis necesaria, padre, pero quiero ser útil, permanecer a vuestro lado. Sé que Dios puede salvarla, y sé que puedo ser útil. Lo sé.

– Michel, hijo mío, ¿es que no lo entiendes? Ella es veneno para ti.

– ¿Cómo lo sabéis, padre? Solo habéis escuchado habladurías. Vos no estabais en el estrado como yo, viéndola… ¿No es importante averiguar la verdad, salvar un alma que tal vez sea inocente? ¿Tal vez un alma santa? Dios estaba hoy en esa celda, entre la multitud que se apiñaba aquel día durante mi primera ejecución en Aviñón… ¿o es que ya no Le reconocéis?

Charles se volvió hacia él como si le hubiera abofeteado. Michel lamentó el dolor provocado por sus palabras, pero insistió.

– Si en verdad es una bruja, ¿por qué quiere echarme un encantamiento? ¿Por qué no a vos? Soy un simple escriba, sin la menor utilidad para ella. Como habéis indicado, no seré yo quien decida su suerte. Solo puedo rezar por ella.

Los ojos castaños del sacerdote se llenaron de lágrimas. Abrió la boca para hablar pero la cerró de nuevo, dominado por la emoción. Por fin, habló con voz ronca.

– Daría con júbilo mi vida por protegerte de todo mal. ¿No complacerás a un anciano en esto? ¿No confiarás en mí? No permitiré que te ocurra ningún mal, ni que tu integridad se vea comprometida.

– Pero ningún mal… -le interrumpió Michel, al comprender a qué se refería Charles, a que deseaba proteger a su sobrino adoptivo de muchas cosas, no solo de un posible encantamiento, sino de sentirse culpable si condenaban a la abadesa con su ayuda.

Michel inclinó la cabeza con humildad.

– Debo protestar a mi pesar, padre.

– No tienes otra alternativa, hermano, que obedecer las órdenes de tu maestro. Yo empecé mi carrera como escriba, de modo que esta vez ejerceré ese oficio al mismo tiempo que el de inquisidor.


Aquella noche, Michel rezó en solitario, pero su exclusión de la celda de la abadesa le atormentaba. Quería confiar en que Charles concedería a la acusada un juicio justo, aunque ello significara incurrir en la cólera del obispo, pero la reacción del sacerdote ante la madre Marie en la celda le había parecido absolutamente sincera.

Por eso, Michel reflexionaba sobre el camino que debería tomar en caso de que la abadesa fuera ejecutada, maldito fuera el obispo. Como mínimo, debería denunciar públicamente la decisión, y hasta tal vez escribir una carta al Papa. Quizá Rigaud consiguiera que le expulsaran de la orden de los dominicos, una idea que poco le preocupaba, pues Chrétien era mucho más poderoso y le protegería de la ira del obispo. Pero tras reflexionar, Michel decidió que la expulsión significaría un gran alivio para él. En lugar de servir a Dios contemplando a los culpables condenados a morir, tal vez se uniría a los franciscanos y viajaría por el país rezando y salvando almas antes de que irritaran a la Inquisición.

De momento, no obstante, la lealtad le exigía que obedeciera órdenes. Además, le reconcomía la posibilidad de que la aspereza de Charles hubiera sido fingida, de que finalmente declarara inocente a la abadesa y plantara cara a la censura de Rigaud. Si eso ocurría, ¿cómo podría proteger a su mentor?

Una cuestión muy compleja. Ambos resultados conllevaban el sufrimiento de una persona a la que reverenciaba.

Absorto en sus preocupaciones, cenó con los monjes y se encerró en su celda, en un estado de meditación y oración.

«Salvad a la madre Marie y a sus hermanas, Señor, y haré lo que me pidáis. Rezaré sin cesar, me flagelaré cada noche, me postraré de hinojos en público, ayunaré en el desierto…

»Y animad los corazones del padre Charles, el obispo y el cardenal hacia la caridad, Señor. Ayudadles a comprender que Ella es vuestra sierva.»

Mientras oraba, fue palideciendo la luz del sol que entraba por la pequeña ventana sin postigos de su celda, hasta que la oscuridad se apoderó del cielo. Durante todo ese rato permaneció de rodillas, casi hasta medianoche, cuando cayó dormido sobre la fría piedra.


Aquí estaba de nuevo el desconocido, que miraba a través de los ojos de otro, escuchaba con los oídos de otro, incapaz de ver el rostro del desconocido, porque era como si su alma se hubiera alojado en el cuerpo, el corazón y la mente de otro hombre.

El desconocido cabalgaba indiferente al frío de la mañana, con los muslos y las pantorrillas ceñidos a los flancos de su montura. Su mano diestra blandía una lanza, un arma pesada, pero su joven brazo tenía fuerzas de sobra para sostenerla, y junto a su cadera pendía una espada, larga como su pierna.

La vaina llevaba bordada una sola rosa roja.

A lo lejos, el estandarte escarlata del rey ondeaba en el viento, la Oriflama de lengua bífida, bordada en el reluciente oro. El hombre que cabalgaba a su izquierda, un caballero de barba plateada, cuyo yelmo ocultaba el rostro, sostenía la bandera de Nuestra Señora rodeada de estrellas. El de su derecha, un hombre más joven de pelo rojo, le dirigió una mirada de sombrío aliento.

El conocía a estos hombres, íntimamente, como ellos a él. Avanzaban con parsimonia, y vio por fin que ellos tres no eran más que una gota en un mar de animales y hombres. Reinaba el silencio, salvo por los gritos de un halcón, el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre las hojas caídas, una tos ocasional ahogada. Desde la cumbre de la montaña miró entre las ramas de árboles semidesnudos, y vio a través de la niebla una curva de río en el valle, que brillaba como plata bajo el sol que acababa de salir.

Repentinas trompetas en la distancia.

La escena cambió de repente y vio a la abadesa, pero no era una monja ni una bruja, sino una mujer. Una mujer de impresionante belleza que ya no iba cubierta con un hábito de arpillera, sino con un vestido blanco, diáfano, luminoso como la luna. Ondas negroazuladas se derramaban desde sus perfectos hombros sobre los brazos y la espalda. Estaba sentada en el banco de madera de su celda, con las rodillas apretadas contra su pecho y los brazos enlazados alrededor de las pantorrillas.

Michel se erguía ante ella, con pluma y pergamino en ristre, dispuesto a tomar nota de su confesión. Advirtió con leve pánico que estaba solo, sin que el padre Michel le distrajera de su lujuria.

Sin embargo, el pánico se desvaneció cuando miró sus intensos ojos negros, el amor y deseo santos que albergaban. Ella se levantó, sin apartar la vista, y cuando avanzó hacia él, el vestido se fundió con la oscuridad y brilló ante él desnuda.

No se resistió cuando tomó el pergamino y la pluma de sus manos y los arrojó al suelo, ni se protegió cuando ciñó los brazos alrededor de sus costillas, y le inclinó para que apretara los labios contra los suyos, dulces y libres de magulladuras.

La besó y apoyó la mano sobre su seno con una emoción que jamás había experimentado. Fue un éxtasis, libre de cualquier pensamiento malvado, el inocente goce de Adán y Eva cuando copulaban en el Jardín del Edén.

Aunque era virgen, la tomó sobre la tierra fría y húmeda, y ella, más sabia, le guió. El instinto le consumió como fuego, y se apretó contra ella, carne contra carne, cara contra cara, el goce y el anhelo alcanzaron una intensidad insoportable, hasta que ella tocó su cara con los dedos, y dijo: «Dios está aquí, ¿no te das cuenta? Dios está aquí…».


Michel despertó en el momento del orgasmo al tiempo que inhalaba una entrecortada bocanada de aire, y un profundo placer se mezcló con la culpa habitual cuando sintió la dolorosa contracción, el semen que brotaba, las contracciones de nuevo, que se fueron aplacando junto con el latido de su corazón.

Todo terminó al cabo de un momento, y recobró la plena conciencia. Era un monje y estaba en Carcasona, tumbado en el suelo de una celda que le habían proporcionado sus hermanos dominicos, avergonzado una vez más por sus pecaminosos pensamientos relacionados con la abadesa, y confundido por su sueño del soldado.

Con una presteza fruto de la repulsión, se incorporó y limpió con una mano, secó el semen con los pliegues de su ropa interior, con brusquedad, para eliminar la posibilidad de que el contacto le proporcionara placer. Se le presentó un dilema familiar: ¿debía enviar la ropa manchada a la lavandería del monasterio, proclamando así su depravación, o encontrar una forma de ocultar la prueba y conservar su pecado en secreto?

Alguien llamó a su puerta. Michel soltó la tela mojada y se esforzó por controlar su respiración agitada.

– ¿Si?

No podía ser para los maitines. Habrían sonado las campanas.

– Soy el hermano André -fue la respuesta, susurrada con el fin de no despertar a los demás-. ¿Puedo entrar?

– Por supuesto.

La delgada puerta de madera se entreabrió y un monje anciano y jorobado entró silenciosamente. La lámpara de aceite que portaba en la mano iluminó su rostro con una luz áspera. Las sombras intensificaron las arrugas de su boca y sus ojos, produciendo un efecto algo espectral.

– Hermano Michel -susurró el anciano-. El hermano Charles está muy enfermo. Pide veros…

Michel se levantó al punto y cogió su hábito de un gancho clavado en la pared. Se lo puso, mientras la preocupación sustituía con presteza al recuerdo del sueño.

– ¿Enfermo?

El hermano André se persignó y exhaló un suspiro sobre el que cabalgó una sola y ominosa palabra:

– Peste…

3

Habían trasladado al sacerdote desde una celda de monje hasta un aposento más cómodo, un cuarto de invitados con mobiliario digno de un noble y una auténtica cama de plumas con almohadas. Cerca de una mesa tallada, dos velas encajadas en un candelabro de seis brazos arrojaban una luz oscilante.

Sin embargo, daba la impresión de que el padre Charles era incapaz de apreciar aquellos cambios. Gemía sobre la cama, agitaba brazos y piernas, movía la cabeza de un lado a otro. A veces cerraba los ojos con fuerza y a veces los abría de par en par, horrorizados de algo que solo él podía ver.

A su lado, otro monje, de mayor edad, tal vez ya en su cuarta década, estaba sentado en un taburete.

Cuando Michel entró y su guía dominico, el padre André, se retiró, el otro dominico se levantó y alzó la mano en señal de advertencia. Habló en voz baja, como si no quisiera que su paciente le oyera.

– Es la peste. ¿Habéis…?

– No importa. -Michel se acercó a la cama-. Os ayudaré a cuidarle.

El padre Charles emitió una tos estrangulada. Al punto, el cuidador le levantó los hombros mientras le humedecía los labios con un pañuelo blanco.

Mientras el monje limpiaba una mezcla maloliente de sangre y flema de la barba y bigote del padre Charles, dijo en voz baja a Michel:

– En tal caso, aún lamento más decíroslo: esta es la peor, la que daña los pulmones. Casi todos los afectados mueren. Si Dios quiere, lo sabremos dentro de dos días, más o menos. Ya he llamado a un sacerdote.

Michel no sintió nada al principio, solo una fría y profunda sorpresa. Pero a continuación experimentó un dolor casi insoportable. Logró controlarlo y no lloró, pero el otro monje se dio cuenta.

– Todavía aparece de vez en cuando, sobre todo en el campo -explicó-. Es el aire, y este extraño y repentino calor…

– ¿Michel? -jadeó Charles, con los ojos dilatados pero sin ver, mientras tanteaba al azar-. ¿Eres Michel?

Michel se acercó al sacerdote y le cogió una mano febril y húmeda. La piel de Charles estaba cenicienta. En su frente, gotas de sudor destellaban a la luz de las velas.

– Estoy aquí, padre. Estoy aquí. Me quedaré y rezaré por vos toda la noche.

Al oír la voz de su sobrino, el sacerdote se tranquilizó. Michel se volvió hacia el otro monje.

– Id a acostaros, hermano -dijo en voz baja.

El monje asintió y salió. Michel se sentó en el taburete, sin soltar la mano de Charles.

– Estoy aquí, padre -repitió-. No os…

– Es por culpa de mi arrogancia, ¿no lo entiendes? -dijo el sacerdote con voz ronca, mientras intentaba incorporarse. Michel le obligó a tenderse con suavidad-. ¡Mi arrogancia! Hoy te he hecho trotar como un caballo bien adiestrado, te he exhibido como diciendo «¡Es mío, todo mío!». ¡Que Dios se apiade de mi alma!

Tosió con violencia. Michel le ayudó a sentarse y, sujetándole con un brazo, cogió el pañuelo que el otro monje había dejado sobre la mesa y le humedeció los labios.

Las toses se prolongaron un rato y la respiración de Charles se hizo estertórea. Cuando terminó, Michel retiró el pañuelo, manchado de un rojo brillante, y apoyó al enfermo sobre las almohadas para que respirara con más facilidad.

– Bendito seas, Michel -dijo el padre en un fugaz instante de sosiego-. Eres en verdad como un hijo para mí…

Michel se incorporó, cogió el rosario de su cinturón y se arrodilló.

– Rezaré por vos, padre. Si podéis, rezad conmigo… Virgen Santísima, interceded por vuestro servidor Charles, que sus sufrimientos desaparezcan y recupere la salud. Oh, Santa Madre de Dios…

– ¡Ella! -El padre se incorporó en la cama con un brillo maníaco en los ojos-. ¡Ella me lo ha provocado!

Michel se santiguó al oír aquel sacrilegio.

– Es obra suya, ¿no lo ves? -continuó Charles, con tal vehemencia que roció saliva sobre la cara del joven-. ¡Me ha embrujado!

Solo entonces comprendió Michel que el sacerdote hablaba de la abadesa, no de la Virgen María.

Mantuvo una apariencia de calma mientras se ponía en pie, y obligó a Charles, firme pero cariñosamente, a tumbarse sobre las almohadas.

– No os preocupéis, padre. Dios es más fuerte que el demonio. El nos protegerá y os curará.

– ¡Dios y el demonio no tienen nada que ver con ello! -rugió el sacerdote, con los brazos rígidos y los ojos desorbitados-. Ignoras lo fuerte que es, lo desesperada que está… Fui un idiota, pensé que podría impedirle ver… Y el obispo, el obispo, has de ir con cuidado, no puedes confiar, Chrétien querrá verte muerto. No puedo impedir… ¡Qué idiota arrogante he sido! ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás?

Y rompió a llorar, con tal sentimiento que Michel dijo por fin:

– Claro que os perdono. Por supuesto. Ahora, calmaos. No debéis decir tales cosas de vos ni del buen cardenal. Tranquilo, padre, tranquilo… -murmuró, hasta que Charles cerró los ojos.

De pronto, el cuerpo del sacerdote se agitó y vomitó una hedionda mezcla de sangre negra y bilis sobre el pecho. Michel cogió un paño que había junto a la jofaina y secó el líquido.

Durante la siguiente hora permaneció sentado en el taburete y empujando el líquido rojo que brotaba de sus labios, mientras otro dominico le administraba la extremaunción. Después de que el sacerdote se marchara, y al ver que Charles no recobraba la conciencia, Michel cayó de rodillas y rezó.


Por la mañana, afortunadamente más fresca, Michel volvió a la cárcel provisto de varias tablillas de cera nuevas y las restantes confesiones sin firmar. Había pasado la noche tendido en el suelo, junto al lecho del padre Charles, analizando la situación. Era un simple escriba, carente de poder para liberar o condenar prisioneros. Sin embargo, la madre Marie Françoise había dicho que solo se confesaría a él, y si bien estaba muy angustiado por la enfermedad del padre Charles, existía la posibilidad de que Dios la hubiera utilizado para responder a sus oraciones en favor de la abadesa.

Porque si a él, Michel, se le concediera el poder de condenarla o liberarla, elegiría liberarla y cargar con todo el peso de la ira de Rigaud. Y el padre Charles, que Dios tuviera a bien sanarle pronto, se vería libre de toda responsabilidad y venganza.

Cuando subió los escalones de la prisión, muy cansado, una voz le llamó a su espalda.

– ¡Michel! ¡Hermano Michel! Se volvió y vio a un hombre apuesto recién afeitado, de cabello, cejas y pestañas color limo y ojos azul claro.

– ¡Padre Thomas!

– ¿Dónde está vuestra constante sombra? -preguntó Thomas de buen humor, un humor, como Michel sabía, que ocultaba un corazón endurecido. El joven y sonriente sacerdote iba vestido con un hábito de seda azul marino, ribeteado de cordón de raso púrpura (un atavío serio comparado con el hábito bordado de raso rosa que solía exhibir en el ambiente decadente de Aviñón). Había encajado en una manga ceñida un ramito de romero en flor, procedente de uno de los innumerables setos silvestres que crecían en el Languedoc.

Para Michel, Thomas representaba lo peor del sacerdocio: un bon vivant indisciplinado, poco religioso, más interesado en las mujeres y el vino que en Dios. Un año antes, había aparecido de la nada como uno de los protegidos de Chrétien, y el cardenal le mimaba tanto que corrían rumores de que el joven era su hijo bastardo. No se sabía nada del pasado de Thomas, salvo que había recibido una excelente educación y poseía los rasgos de la aristocracia francesa. No había revelado detalles de su vida, y nadie se atrevía a interrogarle por temor a despertar la ira de Chrétien.

Pero subsistía el hecho de que, pese a los favores que el cardenal dispensaba a Thomas, solo Michel había sido adoptado como hijo de Chrétien, y por ello era heredero de la considerable fortuna del cardenal. Por lo visto, Thomas nunca se lo había perdonado al joven monje.

– De hecho, el padre Charles está enfermo -dijo Michel.

Pronunciar las palabras reavivó su dolor, porque si Chrétien era su padre adoptivo, Charles, ayudante del cardenal, era un tío y un confidente. Las enormes responsabilidades de Chrétien le habían obligado a delegar la educación de su hijo adoptivo en primer lugar a las monjas, y después al sabio y tolerante Charles. Para Michel era su único pariente.

La sonrisa de Thomas se desvaneció.

– Santo Dios, espero que no sea la peste. Se ha producido un pequeño brote en el monasterio dominico donde mi escriba… -Miró a Michel con ojos entornados-. El padre Charles y vos os alojabais en él, ¿verdad?

Michel asintió, y a partir de ese leve gesto Thomas comprendió la gravedad del estado de Charles.

– Pobre diablo -murmuró el joven sacerdote, y añadió con énfasis-: Rezo para que os encontréis bien, hermano Michel.

– Me encuentro bien -respondió con sequedad Michel.

– Estupendo. -Thomas asintió en señal de aprobación y adoptó un tono práctico-. Bien, Dios ha de tener un plan: a mí me hace falta un escriba y a vos un inquisidor. -Avanzó un paso hacia la entrada, pero como Michel se demoró, se volvió hacia él-. ¿Qué pasa, hermano?

– La abadesa -dijo Michel, asombrado y consternado por la facilidad con que había pronunciado las palabras-. Ayer se ofreció a confesar… pero no la declaración preparada.

– Y el padre Charles le concedió esa oportunidad, por supuesto -dijo Thomas. No era una pregunta.

Michel meneó la cabeza.

– Dijo que solo se confesaría ante mí, a solas. Sé que es irregular; no soy sacerdote. Pero no le han concedido la oportunidad que prescribe la ley…

El padre Thomas enarcó una ceja dorada.

– Menudo dilema -dijo en voz baja-, pues el obispo, ¿podemos hablar con franqueza?, vuestro padre, tiene mucha prisa en verla condenada. Si decimos que se negó a hablar… Bien, el pueblo ya está bastante disgustado. Pensarán que la condenamos a muerte sin un juicio justo. -Hizo una breve reflexión-. Hermano… me han dicho que habéis terminado el aprendizaje para ser nombrado sacerdote e inquisidor.

– Sí, Chrétien insistió en ello.

Michel quiso añadir algo más, pero Thomas le impuso silencio con un ademán, sin dejar de mirarle.

– Por lo tanto, estáis cualificado por la virtud del estudio y la experiencia para oír su confesión, si no por la ley de la Iglesia… -Hizo otra pausa-. Os propongo un plan. Iremos juntos a visitar a la abadesa. Si confiesa en mi presencia, misión cumplida. Si confiesa solo ante vos, continuaré con las demás prisioneras, y utilizaré toda mi influencia para que seáis ordenado hoy mismo. Al fin y al cabo, soy sacerdote. Es más correcto que yo, antes que un monje, cumpla la orden de Chrétien.

– Por supuesto -contestó Michel, sin reparar en la trampa de Thomas. En verdad, su corazón estaba henchido de gratitud. Jamás Dios había respondido a una oración suya con mayor eficacia.

Al mismo tiempo, su mente estaba turbada. ¿Era cierto, pues? ¿Había dado la orden su padre adoptivo, un hombre al que siempre había considerado justo, anticipándose a una imparcial Inquisición, de que la abadesa fuera ejecutada?


La ramita de romero del padre Thomas no fue rival para el hedor que les recibió cuando bajaron a las mazmorras. El olor de aquella mañana era particularmente intenso, como siempre que las torturas se iniciaban con entusiasmo. Era el olor de la sangre: olor de heces, orina, vómito, de sangre reseca en la piel, en las prendas y en el pelo.

La mazmorra estaba mejor iluminada gracias a que se habían encendido más antorchas, tal vez para lisonjear a los torturadores de París, a los que se oía hablar y reír tras las puertas de su siniestra cámara. Michel clavó la vista en el suelo, pero no pudo reprimir un vistazo a la celda común, donde vislumbró montones de ropa ensangrentada sobre la paja.

El carcelero abrió la celda individual de la abadesa. Esta vez, no se molestó en cerrar la puerta con llave cuando fue a buscar taburetes a petición del padre Thomas.

La madre Marie Françoise estaba sentada en el banco de madera suspendido. Sus heridas tenían un aspecto aún más horrible. El profundo corte que había partido su ceja tenía costras de sangre ennegrecida, el párpado había virado a un tono violeta intenso y estaba tan hinchado que de perfil tapaba el puente de la nariz. Tenía el labio superior hinchado, de un tono violáceo.

No había sufrido tortura desde el día anterior, y habló con voz temblorosa de furia y dolor.

– Mis hermanas… -dijo, cuando el carcelero trajo los taburetes.

Thomas acercó el suyo temerariamente a la abadesa y tomó asiento, con expresión fría y calculadora. Michel se sentó al lado. Pese a las heridas de la abadesa, la pasión del sueño de Michel se reprodujo en aquel instante, en la imagen de su cuerpo, desnudo y reluciente, sus pechos luminosos como la luna cuando se acercaba a él, le envolvía…

Las orejas y mejillas del escriba enrojecieron, y se preparó para dominar tanto su lujuria como su vergüenza. Que Satanás atacara si quería. Él, Michel, mantendría su mente concentrada en Dios, en la sagrada tarea que debía realizar.

– Mis hermanas -repitió la madre Marie, con otra clase de pasión-. Durante dos días las he oído chillar.

¿Por qué han de ser atormentadas, cuando yo soy la única acusada de un crimen? -Con un brazo se sujetaba las costillas, y con el otro se señaló con feroz emoción-. No obstante, desde la llegada de vuestros inquisidores, nadie me ha tocado. Fue a mí a quien encontraron en el palacio papal, no a ellas. Fui yo quien…

– Basta de arrogancias, madre Marie -la interrumpió Thomas con calma-. Solo existen dos formas de acabar con vuestras penalidades y las de vuestras monjas: muerte y condenación, o confesión, que conduce a la vida eterna y acaba con nuestra necesidad de extraer información de vuestras secuaces. Por desgracia, el buen cardenal no nos ha concedido mucho tiempo.

»Bien, el hermano Michel -continuó Thomas, y cabeceó en dirección al monje- ya me ha informado de que no firmaréis la confesión que os presentaron. ¿Es eso cierto?

La mujer miró airada a Thomas y asintió con brusquedad. El día anterior, a Michael se le había antojado frágil y menuda. Ahora parecía capaz de dirigir un monasterio, de asustar a un obispo o de aconsejar al Papa con autoridad. Jesús en el templo, expulsando a los fariseos, pensó Michel, mientras Thomas proseguía.

– Y que solo os confesaréis a él y a nadie más.

– ¡Sí, sí, lo he dicho, pero eso no tiene nada que ver con el sufrimiento de mis hermanas! -Una ira santa, porque estaba basada en la compasión por los demás, desprovista del menor egoísmo.

Thomas emitió un tenue sonido de exasperación.

– Vuestras monjas serán tratadas con justicia, según la ley de la Iglesia, al igual que vos, hermana. Ahora, hablad al punto y con sinceridad: ¿os confesaréis a mí?

– Os repito que solo me confesaré al hermano Michel.

– Muy bien -dijo el sacerdote-. Debido a vuestra posición en la Iglesia, accederé a la solicitud de que el padre Michel escuche vuestra confesión. En caso de que mintierais, o de que abusarais del privilegio que os he concedido, sufriréis junto con vuestras hermanas.

Dicho esto, Thomas se levantó y salió de la celda. Michel le siguió.

Cuando estuvo fuera, Thomas vaciló. Un estallido de roncas carcajadas procedente de la cámara de los torturadores resonó en el pasillo, pero Thomas aparentó no oírlo mientras se dirigía a Michel en tono confidencial y el semblante más serio que el escriba le había visto jamás.

– Tomaréis su confesión, hermano, y yo me ocuparé de que sea legal a los ojos de la Iglesia. Recordad tan solo que, con los tres días concedidos, tenemos pruebas suficientes para condenarla. Ya se han congregado grupos de protesta ante el palacio de Rigaud. Tuvimos que llamar a los guardias para que los dispersaran. Pía de morir cuanto antes.

Thomas extendió las manos. Michel le pasó la bolsa negra y el cinto que contenía pluma y tinta. Se guardó las tablillas de cera y los punteros. A continuación, el sacerdote rubio se encaminó hacia la celda común.

Michel respiró hondo, con sensación de triunfo, entró de nuevo en la celda y cerró la puerta a su espalda.

– ¿Madre Marie Françoise? -preguntó con deferencia. A solas con ella como había sucedido en el sueño, Michel se sentía capaz de controlar sus indecentes impulsos, aunque persistían. Solo deseaba ayudarla y tratarla con la devoción que su santidad merecía.

La mujer volvió hacia él su rostro hinchado, y le miró con una emoción tan profunda que él no supo interpretarla.

– Hermano. -Suavizó la voz, como si hablara con un amigo muy querido-. Tenemos tan poco tiempo… Sé lo que han preparado para mí. ¿Escucharéis mi confesión? ¿Tomaréis nota de ella con fidelidad, como mejor podáis?

– Sí -contestó Michel. Una extraordinaria sensación de serenidad y compasión emanaba de su presencia, impregnándole a él y a la pequeña celda. ¿Cómo era posible que el padre Thomas no lo hubiera notado, ni Charles, ni Chrétien?

Michel se sentó, cogió tablillas y puntero y, con el corazón agradecido a Dios, empezó a escribir:


«En el año 1359, el día 23 de octubre, la madre Marie Françoise, abadesa del convento franciscano de Carcasona fue llevada a juicio ante el padre dominico… -Dejó un espacio en blanco para que cupiera su nombre, o el de otra persona, y continuó-: Inquisidor de la depravación hereje, enviado por la Sede Apostólica al reino de Francia, y tras haber jurado por los Sagrados Evangelios decir la verdad y nada más que la verdad sobre los delitos de herejía y brujería, tanto respecto a ella como principal inculpada, como testigo en el caso de otras personas, vivas o muertas, ha dicho y confesado…».

4

Me llamo Marie Sybille de Cavasculle y nací en un pueblo extramuros de la ciudad amurallada de Tolosa con una membrana sobre mi cara. Según mi abuela, cuyas manos fuertes y hermosas me trajeron a mí y a otros cientos a este mundo, esto me señalaba como dotada de la Visión.

Según los sacerdotes e inquisidores, esto me señala como conchabada con el demonio.

No adoro a su demonio. Tampoco adoro a sus demás dioses (Jesús, Jehová, el Espíritu Santo), pero los respeto, porque todos los dioses son Uno. Adoro a la Gran Madre, la que muchos llaman Diana, cuyo Nombre secreto los inquisidores jamás sabrán.

Si esto me convierte en bruja por su definición, bien, soy una bruja, tan seguro como que ellos son cristianos y asesinos.

Durante mi vida han sucedido cosas terribles. He conocido la hambruna, la peste y la guerra, pero el peor sufrimiento residía en que eran innecesarias, innecesarias porque no estaban provocadas por el capricho de ningún dios, sino por la ignorancia humana, y el miedo humano. Ya es bastante difícil verse obligada a asumir las pompas exteriores de la religión y humillar la cabeza ante dioses que no se reverencian. Pero muchos inocentes han sido torturados, y muchos han perecido entre las llamas: las siervas de la Diosa, sea cual sea el nombre por el que la conozcan, los judíos, e incluso devotos cristianos que cometieron el error de irritar a los que detentan el poder. Todas las mujeres que osaron utilizar el antiguo conocimiento de las hierbas y encantamientos para curar a los enfermos, para traer un niño al mundo, y tuvieron la imprudencia de confesarlo, encontraron un destino horrible. Tanto conocimiento perdido para siempre…

Nuestros torturadores han difundido muchas mentiras sobre aquellos que sirven a la Diosa, para engañar a quienes les escuchan. He llegado a comprender que ni siquiera los inquisidores son conscientes de la magnitud de sus errores. Los que saben la verdad no osan hablar por temor a la estrapada y la hoguera. La Inquisición nos ha silenciado a todos.

Por eso cuento mi historia aquí. Parte la viví en persona, parte me la contaron, y parte la vi con la Visión. Seré lo más sincera posible, sin temor a las represalias, porque he vivido y sufrido mucho, y sé el fin que me espera.

Pero temo por las siervas de la Diosa que me seguirán. Incluso ahora, Veo (con Sus ojos, no con los míos) las llamas que se elevan cada vez más altas. Lo peor aún está por venir. Han reclamado a mi Amado, el que era mi destino. Ya solo soy una, y sé con amargura que mi magia solitaria no es suficiente para evitar la maldad que se avecina.

Al contrario que los cristianos, no rezo para que mi historia sobreviva en estos tiempos peligrosos y llegue a las manos adecuadas. He tomado medidas para que así sea. Por el poder de la Madre, sé que ocurrirá.

5

Al oír las dos primeras frases, Michel había lanzado una exclamación de asombro y dejado de escribir: imposible, pero estaba proclamando con sus propios labios que era una bruja, que practicaba la magia. Sin embargo, él había sentido en su interior la presencia de Dios…

¡Señor, ayúdame!, rogó en silencio. He sido un loco y un orgulloso. El padre Charles y el obispo están en lo cierto.

Tal era su decepción, que estuvo tentado de levantarse y salir de la celda para no regresar jamás. Había rezado a esta mujer, a esta bruja.

La abadesa no dijo nada, sino que se limitó a esperar a que Michel se recobrara y levantara otra vez el puntero, en cuyo momento continuó hablando.

Cuando terminó, le estudió con pena.

– Pobre hermano Michel -dijo con ternura-. Os he escandalizado, y sé con cuánta desesperación anheláis salvar a los… caídos. De hecho, sé cuál es la siguiente pregunta que deseáis formular.

– ¿De veras? -preguntó el hermano con cautela, sin saber cómo reaccionar. ¿Debía abandonar el interrogatorio para que lo prosiguiera el padre Thomas, y evitar así que le hechizara más? ¿Debía cumplir su deber para con la Iglesia y confiar en que el crucifijo del obispo le protegiera?

¿Había sido un loco al pensar que Dios había respondido a su plegaria de salvar a la abadesa? Pero las cosas habían encajado tan fácilmente con el padre Thomas…

La mujer lanzó una breve y triste carcajada.

– No lo sé gracias a un truco de magia… sino porque sé que sois una buena alma. Deseáis preguntar si alguna vez fui cristiana, para aseguraros de que no soy relapsae y así poder rescatar mi alma.

– ¿Fuisteis alguna vez cristiana?

– Jamás. Sin embargo, la realidad de lo que soy no es tan espantosa como la Iglesia quiere que creáis. -Hizo una pausa y luego dijo con firmeza-: Empezaré por la historia de mi nacimiento.

– Madre, no tenemos tiempo. De hecho… -Inhaló una bocanada de aire que era puro dolor, pero no podía negar su misión-, seguir tomando nota de vuestra confesión depende de lo que me respondáis a continuación. ¿Obrasteis magia negra contra su santidad? ¿Intentasteis, de alguna forma, hacerle daño?

– No. No pude. No es propio de mi naturaleza hacer esas cosas. Es como pedir a un pez que vuele. Vos estabais en Aviñón. Visteis lo que hice. ¿Escucharéis ahora mi historia?

– Sí -dijo Michel, tranquilizado-. Pero no es preciso empezar por vuestro nacimiento.

Ella le dirigió una mirada de incredulidad.

– Si no lo sabéis todo, ¿cómo vais a demostrar que no soy una relapsae, hermano?

Michel abrió la boca para replicar, pero al no encontrar argumentos suficientes volvió a cerrarla. Se le ocurrió que tal vez Dios sí había contestado a su oración. Después de escuchar su confesión podría intentar devolverla a Cristo, porque incluso en este momento sentía el bien que ella irradiaba. Se acomodó mejor en el taburete, decidido a quedarse.

El semblante de la mujer se nubló. La combinación de luces y sombras dotaba a sus heridas de un aspecto espantoso, y su voz se convirtió en un murmullo.

– Ambos sabemos, amigo mío, que los poderes a los que servís han decidido quemarme, y deprisa. ¿Me concederéis un pequeño favor, tomar nota de mi historia hasta que muera, para que algo de mí quede al final de la narración? Con el fin de conocerme, también debéis oír la historia de mi Amado, un caballero que fue destruido por las fuerzas malignas que me han traído hasta aquí. Sin él, ya no hay esperanza, ni para mí ni para mi Raza. Contaré nuestra historia en recuerdo de él.

– Madre Marie, no puedo…

– Juntos formamos una sola alma -replicó ella-. No puedo hablar de mí sin hablar de él.

– Apenas tengo tiempo para tomar nota de vuestra confesión -dijo Michel con sinceridad-. Sobre todo, madre, si hemos de empezar con la historia de vuestro nacimiento. Tal vez os habéis enterado del tiempo que las autoridades nos han concedido: tres días, ni uno más. Además, debo deciros que no me desviarán de mi meta vuestros hechizos y argumentaciones, y rezaré sin cesar para que vuestro corazón sea devuelto a Cristo, con el fin de que podáis salvaros.

Ella le estudió unos segundos. Luego asintió.

Michel levantó el puntero y se dispuso a escribir.

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